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—Hemos cogido uno de los dos vehículos, señor. Las tropas de tierra han traído a tres supervivientes. Están…

—¿Es el que estaba más cerca? ¿Dónde está el segundo blindado? —Hamilton Avery se apoyó sobre la consola, sus manos aparecían pálidas en contraste con la base del teclado.

—No lo sabemos, señor. Tenemos tres mil hombres de a pie en aquel sector. Lo sabremos en cuestión de minutos, si antes el ala táctica no nos informa de lo que sucede. Referente a los tres que hemos cogido…

Avery, enojado, cortó la comunicación. Se sentó súbitamente y se mordió los labios.

—Está llegando demasiado cerca. Lo sé. Todo lo que hacemos parece ser una victoria, pero en realidad es una derrota.

Apretó sus puños y Della pudo imaginárselo chillándose a sí mismo: ¿Qué podemos hacer? En Mongolia, había visto cómo algunos administradores perdían la cabeza y se quedaban incapaces de hacer nada o tenían reacciones de suicidas. La diferencia estaba en que en Mongolia ella había sido el jefe, pero allí…

Avery abrió sus puños con un visible esfuerzo.

—Muy bien. ¿Cuál es la situación en Beijing? ¿El enemigo se ha acercado más que antes?

El general Maitland habló por su terminal. Miró la respuesta sin decir nada, y luego continuó:

—Director, hemos perdido la comunicación con ellos. Los pájaros de reconocimiento indican que el generador de Beijing ha sido envuelto en una burbuja —se detuvo como si esperara alguna explosión por parte de su jefe, pero Avery ya había recuperado su compostura habitual. Solamente un ligerísimo brillo en su mirada atestiguaba su terror.

—Desde luego, esto también puede estar falseado —dijo Avery quedamente—. Intente obtener la confirmación directa por radio. Pero que proceda de alguien a quien conozcamos.

Maitland asintió y empezó a dar la vuelta para alejarse cuando Avery prosiguió:

—Y, general, empiecen los cálculos para envolvernos en una burbuja —distraídamente acariciaba el disparador de Renacimiento que reposaba en la mesa que estaba delante de él—. Puedo darle las coordenadas.

Maitland transmitió la orden de que intentaran la comunicación con Beijing por onda corta, pero él mismo se cuidó de introducir las coordenadas a medida que Avery se las iba dando. Mientras Maitland acababa de introducir el resto del programa, Della se sentó en una silla que estaba detrás del director.

—Señor, esto no es necesario.

Hamilton Avery sonrió con su antigua sonrisa amable, pero no la escuchaba.

—Tal vez no, querida. Éste es el motivo de que estemos buscando la confirmación desde Beijing.

Accionó el resorte que hacía abrir la caja de Renacimiento y apareció un teclado. Una luz roja parpadeaba en la parte superior. Avery manipuló una segunda cubierta, que servía de protección para una especie de pulsador.

—Es curioso. Cuando era niño, la gente hablaba de «apretar el botón» como si existiera un mágico pulsador rojo que pudiera desencadenar una guerra nuclear. Dudo mucho que tal poder estuviera concentrado en un solo punto. Pero aquí tengo exactamente esto mismo, Della: un gran botón rojo. Hemos trabajado duramente durante estos últimos meses para que resultara efectivo. Ya sabe usted que antes no teníamos tantas bombas nucleares. Nunca habíamos creído que fueran necesarias para mantener la Paz. Pero si Beijing se ha perdido, sólo nos va a quedar este camino.

Miró a los ojos de Della.

—No será tan malo, querida. Lo hemos hecho muy selectivamente. Sabemos dónde están las áreas donde el enemigo se ha concentrado. El hecho de convertirlas en inhabitables no va a tener efectos permanentes sobre nuestra raza.

A su izquierda. Maitland había terminado sus preparativos. La pantalla mostraba el menú habitual, que Della ya había visto en ocasiones anteriores. Incluso para las normas de la Autoridad, parecía anticuado. Era muy probable que el software de control que utilizaban no se hubiera cambiado desde los primeros días de la Autoridad.

Maitland había superado todos los códigos de seguridad. En la parte inferior de la pantalla, brillaban intermitentemente unas letras mayúsculas de medida superior a la corriente:


¡AVISO! LOS OBJETIVOS RESEÑADOS SON AMISTOSOS. ¿DEBO PROSEGUIR?


Un simple «sí» bastaría para encerrar en una burbuja el centro industrial de la Autoridad hasta el siglo siguiente.

—Hemos conseguido comunicarnos por onda corta con las fuerzas de la Paz en Beijing, director.

No podían ver quién era el que hablaba, pero podían reconocer la voz del ayudante principal de Maitland.

—Son tropas que proceden de Vancouver. Y unos cuantos de sus miembros son conocidos de algunos de los que están aquí. Por lo menos, hemos podido comprobar que son de los nuestros.

—¿Y? —preguntó inmediatamente Avery.

—El centro del Enclave de Beijing ha sido envuelto en una burbuja, señor. Lo pueden ver desde sus posiciones. La lucha casi ha terminado. Parece ser que el enemigo está agazapado, esperando nuestra reacción. Solicitan instrucciones.

—No tardaré más de un minuto —Avery sonrió—. General, puede usted proseguir con nuestros planes.

Aquel minuto estaba situado a más de cincuenta años en el futuro.

El general tecleó la palabra «sí». El ya familiar zumbido empezó a sonar irregularmente y, una tras otra, las localizaciones de la lista fueron señaladas como encerradas en burbujas: el Enclave de Los Ángeles, el Enclave de Brasilia, el Reducto 001… Con toda rapidez se estaba efectuando lo que ningún enemigo podía hacer ya. Todas las demás actividades cesaron en la sala. Todos estaban enterados de lo que ocurría. El destino de la Autoridad ya estaba trazado. En realidad, la mayor parte de la autoridad había desaparecido del mundo por efecto de aquel acto. Todo lo que quedaba era aquel generador, aquel centro de mando, y los centenares de bombas nucleares que el pequeño botón rojo de Avery podía hacer caer como un nuevo diluvio.

Maitland fijó el último objetivo, y la consola contestó:


¡ÚLTIMO AVISO! LA PROYECCIÓN VA A AUTOINCLUIRSE. ¿CONTINÚO?


Hamilton Avery tecleaba un complicado código de paso a la caja del disparador rojo. Dentro de pocos segundos iba a dar la orden que envenenaría a gran parte de los continentes, y Maitland los encerraría en una burbuja a todos ellos hasta un futuro seguro para la Paz.

Por fin, el espanto que se leía en la cara de Della debió hacer mella en él.

—No soy un monstruo, señorita Lu. Hasta ahora nunca he usado más que la fuerza mínima absolutamente necesaria para defender la Paz. Después de que lance el Renacimiento, estaremos metidos en una burbuja y saldremos a un futuro en que la Paz pueda volver a ser instaurada. Y aunque esto no va a representar más que un instante para nosotros, le aseguro a usted que siempre tendré un sentimiento de culpa por el precio que habremos tenido que pagar —hizo un ademán en dirección a la caja del disparador—. Es una responsabilidad que asumo completamente.

¡Muy generoso por su parte! En un instante pensó si los tipos duros como Della Lu y Hamilton Avery tenían indefectiblemente que acabar racionalizando la destrucción de todo aquello que afirmaban defender.

Tal vez no fuera así en aquella ocasión. Su decisión se había ido forjando durante semanas, desde que supo lo de Renacimiento. Había estado por encima de todo, después de su conversación con Mike. Della miró por toda la sala, deseando poder utilizar su antebrazo. Lo iba a necesitar durante unos pocos minutos. Se tocó el cuello y dijo claramente:

—Te veré luego, Mike.

Una rápida comprensión apareció en el rostro de Avery, pero no tuvo ninguna oportunidad. Con su mano derecha, Della hizo caer de la mesa la caja roja, sacándola del alcance de Avery. Casi simultáneamente, golpeó la garganta de Maitland con el borde de su mano izquierda, giró sobre sí misma, se inclinó sobre el cuerpo colapsado del general y tecleó:

«Sí»

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