El océano era plácido, pero la barca de pesca era pequeña. Della Lu estaba en la borda y miraba hacia el agua que brillaba al sol, con una fascinación enfermiza. En la Paz tenía tanta experiencia contra la subversión como el que más. En cierta manera, su experiencia había empezado cuando tuvo la edad suficiente para darse cuenta de cuál era el verdadero trabajo de sus padres. Y ya en su edad adulta había dirigido y participado en asaltos de tropas aerotransportadas, había dirigido el encierro en burbujas de tres fortalezas de los mongoles, había sido tan dura como su concepto de la Paz le exigía… pero hasta entonces no había navegado en algo mayor que una canoa.
¿Era posible que estuviese mareada? Cada tres segundos las olas se alzaban casi hasta dos metros de su cara y acto seguido, bajaban hasta dejar ver, cubiertos de espuma, los maderos que estaban por debajo de la línea de flotación. Al principio le había parecido algo vagamente agradable, pero en las últimas treinta y seis horas había aprendido que no terminaba nunca. No tenía la menor duda de que se encontraría bien con tan sólo saber que aquel movimiento podía cesar según su voluntad. Pero no podía escapar a sus efectos, a menos que dejara de pensar tanto en ello.
Della ordenó a sus tripas que durmieran y a su nariz que ignorara el hedor a sardinas. Miró hacia el horizonte. Tenía mucho de qué sentirse orgullosa. En Norteamérica, y especialmente en California Central, el servicio de espionaje de la Autoridad era abominable. No se habían producido amenazas en esta región desde hacía muchos, muchísimos años. La Paz mantenía la mayor parte del continente en un estado anárquico. La observación desde satélites podía descubrir la menor concentración de energía que pudiera generarse. Los directores sólo veían alguna necesidad de mantener espías en los estados como Aztlán y Nuevo México. Las cosas eran muy diferentes en la gran extensión de tierra que constituía el Asia Central.
Pero Della se las arreglaba bien. En cuestión de días, con su experiencia en Asia, había improvisado algo que podía ser eficaz frente a la amenaza que Avery había visto. Pero Della no se había limitado a copiar sus procedimientos en Mongolia. En Norteamérica los subversivos habían violado, por lo menos en el sentido electrónico, algunos de los secretos de la Autoridad. Las comunicaciones, por ejemplo. La mirada de Della se posó en el carguero de la Autoridad que estaba cerca del horizonte. No podía informar directamente desde el barco de pesca, sin arriesgar su cobertura. Tenía un láser instalado cerca de la línea de flotación y, por medio del mismo, hablaba con el carguero, desde donde sus mensajes eran puestos en una clave más complicada y retransmitidos, por los canales normales de la Autoridad, a Hamilton Avery y al centro de coordinación de las operaciones que Della estaba dirigiendo por su encargo.
Risas. Uno de los pescadores estaba hablando en español, algo sobre «personas que estaban acostumbradas a dormir mucho». Miguel Rosas acababa de salir del camarote del barco. Respondió a las chanzas con una sonrisa de circunstancias, mientras escogía el camino para atravesar por entre las redes. (Aquellos pescadores eran un punto débil en su montaje. Eran de verdad, contratados para hacer aquel trabajo. Si les daba tiempo, llegarían a descubrir para quién estaban trabajando. La Autoridad debería haber contado con un verdadero cuadro de profesionales para aquel tipo de menesteres. ¡Diablo! Éste había sido el propósito original al establecer a sus abuelos en San Francisco. La Autoridad estaba preocupada por aquel gran puerto, situado tan cerca del más importante de sus Enclaves. Habían razonado que los «restauradores» serían los que más fácilmente podrían darse cuenta de cualquier acumulación de material militar. ¡Si en lugar de ello, hubieron decidido establecerlos entre los Quincalleros! De todas formas, los años pasaron sin que se desarrollara ninguna amenaza, y la Autoridad nunca aumentó su estructura clandestina.)
Della le sonrió, pero no le habló hasta que el californiano hubo llegado a su lado.
—¿Cómo está el muchacho?
—Todavía duerme —contestó Rosas, algo preocupado—. Confío en que esté bien. No tiene muy buena salud, ya sabe.
Della no estaba preocupada. Había drogado el pan del muchacho negro, con el que los pescadores le habían alimentado la noche anterior. Aquella droga no le iba a causar el menor daño al muchacho, pero seguiría dormido algunas horas más. Era importante que ella y Rosas mantuvieran una conversación privada, y aquélla podría ser la única oportunidad natural que tuvieran.
Le miró, manteniendo su expresión inocente y amistosa. «No me parece que sea débil. No me parece que sea un hombre que pueda traicionar a los suyos», pensó. Y, sin embargo, lo había hecho. Finalmente dijo:
—Queremos darle las gracias por descubrirnos el laboratorio de La Jolla.
La cara del ayudante de sheriff se puso rígida y él se sobresaltó.
Lu giró su cabeza interrogativamente.
—¿Va usted a decirme que no se había figurado quién soy?
Rosas se volvió a apoyar en la borda y la miró de lado.
—Lo sospechaba. Todo era demasiado fácil. Nuestra fuga, estos amigos que nos recogieron. No había esperado encontrarme con una mujer. Resulta más propio de otros tiempos.
Sus oscuras manos apretaban la madera con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.
—¡Maldición!, señora. Usted y sus hombres mataron a Jeremy. Mataron a uno de los dos muchachos que yo debía proteger. Y después detuvieron a toda aquella gente del campeonato. ¿Por qué? ¿Se han vuelto ustedes locos?
El hombre no podía suponer que las detenciones del campeonato eran el meollo de la operación de Avery. Lo del biolaboratorio había sido secundario, aunque era importante ya que les había llevado a Miguel Rosas hasta ellos. Necesitaban rehenes, necesitaban información.
—Siento mucho que en nuestro ataque al laboratorio muriera uno de ustedes, señor Rosas. No era éste nuestro propósito.
Esto era cierto, pero además le daba un apoyo bien recibido para el reparto de culpas.
—Podría usted simplemente habernos dicho dónde estaba, sin insistir en una identificación a lo «beso de Judas». Debe darse cuenta de que no podíamos correr el riesgo de que lo que había en el laboratorio pudiera salir de él.
Rosas iba asintiendo, casi para sí mismo. Aquel hombre tenía un odio patológico a la biociencia, mucho más fuerte que el simple miedo de una persona normal. Esto era lo que le había empujado a la traición.
—Y en cuanto a las detenciones que hicimos en el campeonato, teníamos muy buenas razones para hacerlas, razones que algún día usted podrá saber y suscribir. Por ahora deberá confiar en nosotros, tal como todo el mundo ha confiado en nosotros estos últimos cincuenta años, y seguir nuestras directrices.
—¿Directrices? Al diablo. Hice lo que tenía que hacer, pero esto es el fin de mi cooperación. Ya pueden encerrarme como a los demás.
—Creo que no. El feliz regreso de ustedes dos a California Central tiene una prioridad muy elevada para nosotros. Usted, Wili y yo desembarcaremos en Santa Bárbara. Desde allí deberemos ir a la granja Flecha Roja. Seremos unos héroes, los únicos supervivientes de las infames redadas de La Jolla —vio el desafío en la cara de Rosas—. Lo cierto es que usted no puede elegir. Usted ha traicionado a sus amigos, a sus jefes y a toda esa gente que hemos arrestado en La Jolla. Si usted, Miguel Rosas, no nos obedece, daremos a conocer su participación en ambas operaciones, explicaremos que usted es agente nuestro desde hace muchos años.
—¡Esto es una condenada mentira! —exclamó, aunque cortó su desahogo en seco cuando vio que no iba a servirle de nada.
—Por otra parte, si usted nos ayuda, estará sirviendo a una buena causa —Rosas no protestó, pero estaba claro que tampoco él lo creía—, y cuando todo esto haya pasado será muy rico y, si hace falta, estará protegido por la Paz, durante todo el resto de su vida.
Era una estrategia que había sido eficaz en muchos casos, y no solamente durante la historia de la Paz: se toma una persona débil, se la anima para que cometa una traición (por cualquier motivo, no importa) y luego se la amenaza con denunciarle y el ofrecimiento de la riqueza, para obligarle a hacer mucho más de lo que, en principio, había tenido el valor o el motivo para hacer. Hamilton Avery había confiado que en aquel caso también sería eficaz y había rehusado dar más tiempo a Della para que buscara algo más sutil.
Miguel Rosas les podía dar una pista que les condujera hasta Hoehler.
Della le observaba cuidadosamente, tratando de traspasar su tensa expresión y poder así calibrar si llegaría a ser lo bastante fuerte para sacrificarse.
El ayudante de sheriff miraba atentamente a las gaviotas que volaban en círculo sobre la barca y que llamaban estrepitosamente a sus congéneres, porque la primera redada de peces era subida a bordo. Durante unos instantes estuvo abstraído en el revoloteo de alas, luego los músculos de su mandíbula se fueron relajando poco a poco.
Por fin se volvió para mirar a Della.
—Usted debe de saber jugar muy bien al ajedrez. No podía creer que la Autoridad tuviera programas de ajedrez para jugar como usted jugó en su partida con Wili.
Della estuvo a punto de echarse a reír ante lo inoportuno de lo que había dicho, pero contestó la verdad.
—Tiene razón, no los tiene. Pero yo apenas si sé los movimientos de las piezas. Lo que usted creyó que era mi ordenador, era un enlace telefónico con Livermore. Allí tenía a nuestros mejores jugadores estudiando el juego, buscando las jugadas más convenientes y transmitiéndomelas.
Ahora Rosas rió. Su mano cayó sobre el hombro de ella. Casi devolvió el golpe, pero se dio cuenta a tiempo de que aquello era una caricia y no un ataque.
—Estaba preocupado por esto. De verdad, estaba preocupado. Señora, odio su comportamiento, y después de hoy odiaré todo lo que usted defienda. Pero me ha robado el alma —la risa se había esfumado de su voz—. ¿Qué quiere usted que haga?
«No, Miguel, no tengo tu alma, y ya veo que nunca podré tenerla.» Della, de pronto, pensó con temor, por razones que no convencerían a Hamilton Avery, que Miguel Rosas no era su instrumento. Evidentemente era ingenuo. Fuera de Aztlán y Nuevo México, muchos norteamericanos lo eran. Pero la debilidad que le obligó a traicionar a los del laboratorio Scripps, se había acabado allí. Y de alguna manera, ella sabía que la decisión que había tomado, fuera cual fuera, no lograría cambiarle por mucho que le obligara a cometer actos cada vez más traicioneros.
En Rosas había algo muy fuerte. Incluso después de haber cometido un acto de traición, los que fueran sus amigos podían estar orgullosos de conocerle.
—¿Lo que quiero que haga? No gran cosa. A la hora que sea, vamos a llegar esta noche a Santa Bárbara. Quiero que me lleve con usted cuando desembarquemos. Cuando lleguemos a California Central, quiero que respalde mi historia. Quiero conocer directamente a los Quincalleros —hizo una pausa—. Hay una cosa más. Entre todos los subversivos hay uno que es el más peligroso para la paz mundial. Se llama Paul Hoehler —Rosas no se inmutó—. Le hemos visto en la granja Flecha Roja. Queremos saber qué está haciendo. Queremos saber dónde está.
Para Hamilton Avery, éste había resultado ser el punto principal de la operación. El director tenía una paranoia permanente centrada en Hoehler. Estaba convencido de que los estallidos de las burbujas no eran a causa de un fenómeno natural, de que alguien de California Central era el responsable. Hasta el día anterior, ella había considerado que todo aquello no era más que una fantasía peligrosa, algo que distorsionaba su estrategia y oscurecía la amenaza a largo plazo de los Quincalleros. Pero ahora ya no estaba tan segura. Durante la noche pasada, Avery le había llamado para hablarle de la nave espacial que la Paz había descubierto en las colinas que estaban al este de Vandenberg. El accidente había ocurrido pocas horas antes y los informes eran sólo parciales, pero era evidente que el enemigo disponía de una estación espacial tripulada. Si podía hacer esto y mantenerlo en secreto, podía hacer casi cualquier cosa. Eran unos momentos que requerían una mano mucho más dura que la que habían necesitado en Mongolia.
Encima y alrededor de ellos, las gaviotas se lanzaban en picado a través del frío resplandor azul y trazaban círculos cada vez más próximos a medida que el pescado se iba amontonando en la popa de la barca. La mirada de Rosas andaba perdida entre las aves carroñeras. Della, a pesar de su larga experiencia, no podía decir si Rosas era su aliado a la fuerza o un traidor doble. Por el bien de los dos, confiaba en que fuera lo primero.