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El Centro Comercial Vieja California era el mejor cliente de la Compañía de Seguridad Santa Inés, y la ronda predilecta de Miguel Rosas. En aquella hermosa tarde de domingo, el Centro tenía centenares de clientes, gente que había viajado muchos kilómetros por la carretera 101 para llegar hasta allí. Este domingo la afluencia era especialmente grande. Durante toda la semana, los informes de producción y calidad habían demostrado que las tiendas tendrían las mejores ofertas. Y no llovería hasta mucho más tarde. Mike se paseaba arriba y abajo por las calles arboladas, deteniéndose de vez en cuando para hablar o entrar en una tienda y echar una ojeada a las mercancías. Mucha gente sabía lo eficaz que era la instalación antirrobo, y hasta aquel momento no había sido necesaria su intervención.

Y eso a Mike le encantaba. Rosas hacía tres años que había sido empleado oficialmente por la Compañía de Seguridad Santa Inés. Y, antes de esto, todo el tiempo transcurrido desde su llegada a California acompañado de sus hermanas, había estado relacionado con la compañía. El sheriff Wentz lo había adoptado, más o menos, por lo que había crecido rodeado de policías, y al cumplir los trece años ya estaba haciendo el trabajo de un ayudante pagado de sheriff. Wentz le había animado a buscar un empleo técnico, pero de alguna manera, el trabajo de policía resultaba siempre más atractivo. La CSSI era una organización popular que negociaba con la mayoría de las familias de Vandenberg. La paga era buena, el área era pacífica, y Mike estaba realmente convencido de que hacía algo para ayudar a la gente.

Mike se salió del área de ventas y ascendió por la colina cubierta de césped, que la dirección cuidaba de mantener siempre recortado y limpio. Desde la cima, miró hacia el Centro y pudo ver todas las tiendas y las telas teñidas de brillantes colores que daban sombra a las galerías.

Conectó su aparato de llamadas por si le necesitaban para ayudar en el control del tránsito. Ni caballos ni carros podían circular más allá del área de estacionamiento exterior, pero aquella tarde había tantos clientes que los propietarios podrían querer suavizar las reglas.

Cerca de la cima de la colina, tostándose a los rayos del sol, Paul Naismith estaba sentado delante de su tablero de ajedrez. A intervalos de unos pocos meses, Paul bajaba a la costa, algunas veces a Santa Inés, otras a ciudades más hacia el norte. Naismith y Bill Morales acostumbraban llegar pronto para obtener un buen lugar en el estacionamiento, Paul preparaba su tablero de ajedrez y Bill iba a hacerle sus compras. Cuando anocheciera, los quincalleros sacarían sus especialidades y podría hacer algún negocio. Entretanto, el anciano se arrellanaba detrás del tablero y masticaba su comida.

Mike se acercó al otro con timidez. Naismith no era una persona severa. En realidad, se podía hablar fácilmente con él. Pero Mike lo conocía mejor que mucha gente, y sabía que la cordialidad del anciano no era más que una máscara para encubrir cosas tan raras y profundas como implicaba su pública reputación.

—¿Jugamos, Mike? —preguntó Naismith.

—Lo siento, señor Naismith, estoy de servicio. Además usted nunca pierde, a no ser que lo haga adrede.

El anciano movió las manos con impaciencia. Miró por encima del hombro de Mike hacia algo que estaba por entre las tiendas, y se puso en pie.

—¡Ah! No voy a poder enganchar a nadie esta tarde. Será preferible que baje a ver los escaparates.

Mike entendió la frase, aunque ya no existían los escaparates en el centro comercial, salvo que se tomaran como tales las coberturas de cristal de las joyerías y de los expositores de electrónica. Todavía quedaban muchos miembros de la generación de Naismith, con lo que los giros arcaicos de algunas palabras seguían todavía en uso. Mike recogió un poco de basura, pero no pudo descubrir a los sinvergüenzas responsables. Guardó los restos en el recipiente adecuado y alcanzó a Naismith en su descenso hacia las tiendas.

Los vendedores de alimentos trabajaban mucho, tal como se había predicho. Sus mostradores estaban rebosantes de bananas, cacao y otros productos locales, así como de otras cosas que venían de más lejos, tales como, por ejemplo, manzanas. A la derecha, el área de juego seguía siendo del dominio de los niños. Esto iba a cambiar cuando oscureciera. Las cortinas y los toldos eran brillantes y se agitaban por efecto de la leve brisa, pero no sería hasta después del anochecer cuando la iluminación interior y los letreros resplandecieran y bailaran con su magia. Por ahora, todo estaba en silencio y muchos de los juegos estaban desconectados. Incluso el ajedrez y los otros juegos simbióticos hacían poco negocio. Ya era un hecho acostumbrado el esperar hasta la noche para la compra y la venta de tales equipos frívolos.

Los únicos parroquianos eran cinco o seis muchachos que estaban en el juego de Celeste, de Gerry Tellman. ¿Qué sucedía allí? Un chiquillo negro estaba jugando, o, mejor dicho, llevaba jugando quince minutos, como pudo ver Mike. Tellman hacía que Celeste funcionara a un alto nivel de realismo, y no era un hombre generoso. Hmmm.

Delante de él, Naismith se acercó al juego. Al parecer también le había picado la curiosidad.

El interior de la tienda estaba oscuro y frío. Tellman, sentado en una desgastada mesa de madera, miraba a su pequeño parroquiano. El muchacho aparentaba tener unos diez u once años y se veía claramente que era forastero. Su pelo estaba enmarañado y sus ropas, sucias. Sus brazos eran tan delgados que debía ser víctima de alguna enfermedad o de una mala alimentación. Estaba mascando algo, y Mike sospechaba que era tabaco. En suma, nada de lo que cabía esperar de un muchacho local.

El muchacho tenía en la mano un fajo de billetes del banco de Santa Inés. A juzgar por la expresión de la cara de Tellman era fácil averiguar de dónde habían salido.

—Otra vez ( ) —dijo el muchacho devolviendo la mirada a Tellman. El propietario dudó, miró al círculo de caras que le rodeaban y vio a los adultos.

—De acuerdo —concedió Tellman— pero ésta ha de ser la última vez… Este es el final, ¿entiende? —repitió en español pidgin—. Yo he de ir a comer.

Esto último lo dijo probablemente en atención a Naismith y Rosas.

El chaval se encogió de hombros.

—Bueno.

Tellman conectó el tablero de Celeste, a nivel nueve según pudo ver Rosas. El chico estudió la disposición del juego con mirada calculadora. El diseño del tablero era plano, y mostraba un hipotético sistema solar visto desde arriba del plano de rotación. Los tres planetas eran pequeños discos luminosos que se movían alrededor del primario. Su tamaño daba una pista acerca de su masa; las medidas concretas aparecían cerca del borde del tablero. Los planetas que entraban y salían se movían en órbitas visiblemente excéntricas, el planeta de salida daba una revolución cada cinco segundos, lo bastante aprisa para que se pudiera apreciar claramente la precesión. Entre éste y el planeta de destino se movía un tercer mundo, también en una órbita excéntrica. Rosas se sonrió. Sin duda alguna la única razón por la que Tellman había dejado el problema sobre un mismo plano era que no disponía de un holograma para el campo del Celeste. Mike jamás había visto que alguien jugara sin un procesador simbiótico a esta versión de salida y llegada de Celeste, a nivel nueve. El temporizador del aparato avisaba de que el jugador —el chiquillo— disponía de diez segundos para lanzar el cohete y hacerlo llegar a su destino. Según la lectura del combustible disponible, Rosas estaba seguro de que no había energía suficiente para hacer el vuelo en una órbita directa. ¡Por si fuera poco había que tirar por banda!

El chiquillo dejó todos sus billetes sobre la mesa y miró de reojo a la pantalla. Pasaron seis segundos. Agarró los mandos y los hizo girar. La diminuta chispa dorada, que representaba a su aeronave, cayó desde el disco verde del mundo de partida, ¡hacia adentro!, en dirección al sol amarillo a cuyo alrededor giraba todo. Había usado más de las nueve décimas partes de su combustible para disparar en la dirección contraria.

Los chiquillos que estaban a su alrededor soltaron murmullos de contrariedad, y una sonrisa apareció en la cara de Tellman. La sonrisa se quedó helada.

Cuando la nave espacial llegó cerca del sol, el muchacho hizo girar de nuevo los mandos, una propulsión que, junto con la gravedad del primario, lanzó a la chispa dorada hasta lo más lejano de aquel sistema solar de pacotilla. Bordeó por la pantalla de dos metros, disminuyendo de velocidad a medida que se alejaba, dirigiéndose no al planeta de destino, sino hacia el intermedio. Rosas lanzó un silbido involuntario. Había jugado a Celeste, tanto sólo como con ordenador. El juego tenía más de cien años de antigüedad y era casi tan popular como el ajedrez, porque hacía recordar lo que la raza humana casi había logrado conseguir. Pero nunca había visto hacer un tiro a dos bandas por un jugador que no contara con ayuda técnica.

La sonrisa de Tellman seguía en su cara que se había vuelto algo gris. El vehículo se acercó al planeta intermedio, aventajándolo a medida que iba girando alrededor del primario. El muchacho hizo modificaciones casi inapreciables en su trayectoria durante el periodo de aproximación. El control del combustible marcaba 0.001 de su capacidad. La representación del planeta y la de la nave se mezclaron durante un instante, pero no se computó como colisión, porque el diminuto punto se apartó rápidamente, marchando hacia la otra punta de la pantalla.

Los demás muchachos que estaban a su alrededor, se daban codazos y chillaban. Husmeaban a un ganador, y el viejo Tellman iba a perder un poco del dinero que antes les había ganado a ellos durante el día. Rosas, Naismith y Tellman no hacían más que mirar conteniendo su respiración. Prácticamente sin combustible residual, sería un asunto de suerte si tenía lugar el contacto final.

El disco rojizo del planeta de destino se movía plácidamente mientras la supuesta espacionave describía un arco cada vez más alto, y cada vez más lento, y sus trayectorias llegaron a ser casi tangenciales. La nave se aceleraba a causa de la gravedad del planeta objetivo, dando la tentadora impresión de éxito que siempre ocurre cuando se hace un tiro muy aproximado. Se aproximaron más y más hasta que las dos luces se convirtieron en una en la pantalla.

«Intercepción» anunció la pantalla, y la puntuación de méritos se disparó con abundantes destellos y música. Rosas y Naismith se miraron uno al otro. El chico lo había conseguido.

Tellman estaba pálido. Miró los billetes que el chico había apostado.

—Lo siento, chico, pero ahora no tengo bastante aquí.

Intentó repetir su excusa en español, pero el chico soltó una andanada de palabras ininteligibles en español negro que no podían ser más que tacos y maldiciones. Rosas miró intencionadamente a Tellman. Había sido empleado para proteger tanto a los clientes como a los propietarios. Si Tellman no pagaba, ya podía decir adiós a su licencia. El Centro Comercial ya recibía bastantes quejas de padres cuyos hijos habían perdido dinero allí. ¿Y si el chico era lo bastante listo como para presentar una denuncia…?


Al final, la voz del propietario se elevó sobre el griterío juvenil.

—Está bien, voy a pagar. Pago, Pago… ¡hijo de perra!

Sacó un puñado de billetes y se los echó al muchacho.

—Y ahora, ¡lárgate!

El muchacho negro salió por la puerta antes que nadie. Rosas vio su partida y se quedó pensativo. Tellman siguió quejándose, hablando más para sí mismo que para los demás:

—No lo comprendo. No puedo entenderlo. El pequeño bastardo ha estado por aquí toda la mañana. Puedo jurar que nunca había visto un tablero de juego. Pero miraba y remiraba. Diego Martínez tuvo que explicárselo todo. Empezó a jugar. Apenas si tenía dinero suficiente. Y no hizo más que ir mejorando y mejorando. Nunca había visto nada parecido… La verdad… —se animó y miró a Mike—, la verdad es que me parece que me ha engañado. Apuesto que llevaba una calculadora y que sólo fingía ser joven y tonto. Hey, Rosas, ¿qué puedes hacer? Debes protegerme. Aquí debe haber habido alguna clase de trampa, especialmente en este último juego. El…

—…Tenía las probabilidades de una bola de nieve en un horno caliente, ¿eh, Telly? — Rosas acabó donde el propietario se había interrumpido—. Ya, lo sé. Usted tenía una apuesta segura. Tenía que haber sido una apuesta de mil a uno, y no a la par como le ha pagado usted. Pero conozco los procesos simbióticos y no hay manera de que pudiera hacerlo sin utilizar un equipo muy caro.

Por el rabillo del ojo vio que Naismith hacía señas de estar de acuerdo.

—Pero —se frotó su mandíbula y miró hacia la luz que estaba más allá de la entrada—, me gustaría saber más cosas de él.

Naismith le siguió cuando salió de la tienda, mientras Tellman se quedaba con sus balbuceos. Todavía eran visibles muchos de los chicos, que permanecían en corros a lo largo de la avenida de los Quincalleros.

El misterioso ganador no aparecía por ninguna parte. Pero, sin embargo, debía de andar por allí. El área de juegos desembocaba en la pradera central, lo que permitía una visión clara de todas las calles. Mike dio un par de giros sobre sí mismo, intrigado. Naismith le alcanzó.

—Pienso que, desde que empezamos a fijarnos en él, el muchacho siempre ha ido dos pasos por delante de nosotros, Mike. Fíjate que no protestó cuando Tellman le despidió con malos modos. Tu uniforme debe haberle amedrentado.

—Puede ser. Apuesto a que, en cuanto cruzó la puerta, salió corriendo como si le persiguieran mil diablos.

—Pues no lo sé. Creo que es mucho más sutil.

Naismith se puso un dedo sobre los labios e indicó a Rosas que le siguiera, dando la vuelta por detrás de las banderas que estaban alineadas al lado de la tienda de juegos. No era necesario hacerlo subrepticiamente. La zona era ruidosa, y la carga de unos muebles en varios carros situados detrás del pabellón de los restauradores iba acompañada por gritos y carcajadas.

La brisa de primeras horas de la tarde que llegaba desde Vandenberg hizo ondear las telas multicolores. La doble luz solar no dejaba nada en la sombra. A pesar de todo, casi tropezaron con el muchacho, enroscado debajo del borde de una lona. El chico saltó como un resorte doblado, yendo a parar directamente a los brazos de Mike. Si Rosas hubiera sido de la generación más vieja, allí no habría habido opción. El respeto, profundamente arraigado, para con los niños, y el no querer causarles daño estuvieron a punto de que el muchacho pudiera escapar. Pero el ayudante de sheriff que había en él se impuso y durante un momento hubo un remolino de brazos y piernas. Mike vio algo que brillaba en la mano del chico y después un dolor lacerante corrió a lo largo de su brazo.

Rosas cayó de rodillas, mientras el chico, que sostenía todavía el cuchillo, se soltó y salió corriendo. Tenía una vaga impresión de que algo rojo iba manchando la piel de su manga izquierda. Entrecerró sus ojos para superar el dolor y sacó su pistola aturdidora de servicio.

—¡No! —el grito de Naismith fue un acto reflejo de alguien que había crecido en una época de pistolas con balas y luego había vivido durante la primera época de la historia en que la vida era efectivamente algo sagrado.

El chico se desplomó y quedó retorciéndose sobre el césped. Mike enfundó su pistola y se puso en pie, su mano derecha estaba comprimiendo la herida. Parecía ser superficial pero le dolía terriblemente.

—Llame a Seymour —le ordenó Mike al viejo—. Hemos de conducir a este bastardo a la comisaría.

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