12

Podría haber sido un consejo de guerra. Ciertamente, el coronel Kaladze estaba muy en su papel. A Wili, en algunos aspectos, Kaladze le recordaba a los jefes de Ndelante Ali. Tenía cerca de los ochenta años, pero se mantenía tan tieso como una baqueta. Su pelo estaba cortado al mismo estilo que lo llevaban los demás, o sea cinco milímetros de largo por todas partes, incluso en la cara. Su barba plateada brillaba sobre el color moreno de su tez. Su ropa de trabajo, de un color gris verdoso, podría decirse que era de tipo corriente, si no fuese por su almidonado y su reluciente limpieza. Sus ojos azules eran capaces de expresar un gran buen humor (Wili lo recordaba de la comida de bienvenida) pero aquella mañana eran penetrantes y duros. A su lado, Miguel Rosas, incluso armado y con su insignia de sheriff, parecía un simple ciudadano.

Paul daba la impresión de ser el de siempre, pero evitaba mirar a los ojos de Wili.

Y ésta era, de todas ellas, la señal más clara de malos presagios.

—Siéntense, caballeros —dijo el anciano ruso a los muchachos. Todos sus hijos estaban presentes, menos el padre de Jeremy que estaba en viaje de negocios por Corvallis—. Wili, Jeremy, vais a salir para San Diego antes de lo que habíamos planeado. La Autoridad quiere patrocinar el Torneo Norteamericano de Ajedrez, igual que patrocinó los Juegos Olímpicos estos últimos años. Van a proporcionar medios de transporte especiales, y han anticipado las semifinales.

Esto era como si a un ladrón su próxima víctima le enviara una invitación, pensó Wili.

Hasta Jeremy parecía algo preocupado por todo ello:

——¿Y. qué va a pasar con el plan de Wili, que pretende buscar alguna ayuda médica, allí abajo? ¿Podrá hacerlo en sus mismas narices?

—Creo que sí. Y Mike piensa igual —miró a Miguel Rosas, que asintió con una breve inclinación de cabeza—. En el peor de los casos, la Autoridad puede sospechar de nosotros, los Quincalleros, como de un grupo. No tienen ninguna razón especial para vigilar a Wili. En cualquier caso, si hemos de participar, nuestro grupo debe estar preparado cuando llegue su convoy de camiones. Pasará por la granja en menos de quince horas.

¡Convoy de camiones! Los muchachos se miraron uno al otro. Por unos instantes, el peligro parecía muy pequeño. ¡La Autoridad iba a permitirles viajar como reyes, por la costa de California, hasta la misma La Jolla!

—Todos los que tengan que ir, deberán salir de la granja dentro de dos o tres horas, para llegar a tiempo a la carretera 101 antes de que pase el convoy —sonrió a Iván, que era su hijo mayor—. Aunque la Autoridad vigile, aunque Wili no necesitase ayuda, los Kaladze irían igualmente. Vosotros, muchachos, no podéis engañarme. Sé que durante mucho tiempo lo habéis deseado. Sé todo el tiempo que habéis desperdiciado en programas que vosotros pensabais que eran invencibles.

Iván Nikolayevich pareció sorprenderse, pero en seguida contestó sonriendo:

—Además, allí hay gente con la que tratamos desde hace años, pero que nunca hemos podido conocer personalmente. Si nos retirásemos ahora, todavía sería más sospechoso.

Wili miró a Paul, a través de la mesa.

—¿Estás de acuerdo, Paul?

De repente, Naismith pareció ser mucho más viejo que el coronel. Bajó la cabeza y habló en voz baja.

—Sí, Wili. Es nuestra mejor oportunidad de conseguir alguna ayuda para ti… pero hemos contratado a Mike para que vaya en mi lugar. Yo no puedo ir. Ya ves…

La voz de Paul siguió hablando, pero Wili ya no la escuchaba. Paul no iba a ir. Era una gran ocasión para encontrar una cura, y Paul no podía ir. Por un momento, que se eternizó dentro de su cabeza, la habitación empezó a dar vueltas y se redujo a un punto giratorio que dio paso a los primeros recuerdos de Wili.

Claremont Street, la veía a través de un cristal que deformaba la imagen, desde una cama pequeña. Había pasado la mayor parte de los primeros cinco años de su vida en aquella cama, mirando hacia aquella calle vacía. Hasta en aquello había tenido suerte. En aquel tiempo Glendora había sido una tierra de nadie, fuera del alcance de los señores Jonque y de la suave tiranía de los Ndelante Ali. Durante aquellos primeros cinco años, Wili estaba tan débil que apenas si podía comer cuando tenía comida al alcance de su mano. Su supervivencia había dependido de Tío Sly. Si todavía vivía, Sylvester debía ser más viejo que Naismith. Cuando los padres de Wili querían dejar a su enfermizo hijo recién nacido a merced de los coyotes y de los buitres, el Tío Sly había protestado y suplicado, y al final había conseguido que Wili le fuese entregado a él, en vez de ser abandonado. Wili nunca podría olvidar la cara del anciano, tan negra y retorcida, rodeada de cabello plateado. Por fuera era muy distinto a Naismith, pero por dentro era igual que él.

Sylvester Washington (insistía en la pronunciación inglesa de su apellido) tenía algo más de treinta años cuando empezó la Guerra. Había sido un maestro de escuela, y no iba a entregar fácilmente a su último muchacho. Hizo una cama para Wili, y se aseguró de que desde ella se pudiera ver la calle, para que el niño inválido pudiera ver y oír todo lo que fuera posible. Sylvester Washington hablaba con el niño durante horas, cada día. Allí donde niños parecidos pasaban hambre y se consumían, Wili crecía lentamente. Los recuerdos más antiguos que tenía, después de la vista de Claremont Street desde el agujero de la ventana, eran los de Tío Sly jugando con él a los números, obligándole a trabajar con su inteligencia, ya que no podía hacer nada con su cuerpo.

Más tarde, el Tío Sly ayudó al niño para que también hiciera ejercicio corporal. Lo hacían después de oscurecer, en el polvoriento patio que estaba detrás de la ruina que él llamaba «casa rancho». Noche tras noche, Wili se arrastraba sobre el tibio terreno, hasta que por fin sus piernas fueron bastante fuertes para sostenerle. Sly no le dejó parar hasta que pudo andar.

Pero nunca le sacó durante el día, porque decía que era demasiado peligroso. El muchacho no lo podía comprender ya que la calle que estaba detrás de la ventana estaba siempre silenciosa y vacía.

Wili tenía ya casi seis años cuando encontró la explicación de aquel misterio, y su mundo se acabó. Sylvester ya se había marchado a trabajar en una balsa secreta que sus amigos habían construido a espaldas del proyecto de riego de los Ndelante. Le había prometido que regresaría pronto a casa y le llevaría algo especial, como premio a sus esfuerzos por andar.

Wili estaba cansado del terrible calor que hacía durante el día en la casucha. Echó un vistazo por la rendija de la puerta mal ajustada y, poco a poco, salió a la calle, gozando de su libertad. Se fue andando calle abajo sin ver a nadie. De pronto se dio cuenta de que con unos pocos pasos más podía llegar al cruce de Claremont y Catalina, que quedaba más lejos de donde había llegado antes en sus exploraciones anteriores. Vagó por la calle Catalina durante un cuarto de hora o veinte minutos. Para él, aquello era el país de las maravillas: las abandonadas ruinas se calcinaban al sol. Las había de todas clases y de variados y deslucidos colores según el color de la pintura original. A uno de los lados de la calle, algunos trozos oxidados de chatarra parecían insectos gigantescos.

Sólo una casa de cada veinte estaba habitada. Aquel sector había sido saqueado una y otra vez. Pero, como Wili supo por aventuras posteriores, había otros sectores que no habían sido tocados. Incluso cincuenta años después de la Guerra, se descubrían tesoros escondidos. No en vano Aztlán tenía un impuesto sobre lo que se recuperaba.

Wili todavía no tenía seis años, pero no se extravió; evitaba las casas que pudiesen estar habitadas y se mantenía a la sombra. Después de cierto tiempo, se cansó y retrocedió. Se detenía de vez en cuando para mirar cómo algún lagarto se escurría de un agujero a otro. Cogiendo confianza, cruzó una zona de aparcamiento de una tienda de comestibles, pasó bajo un letrero que ofrecía gangas que hacía cincuenta años que se habían acabado, y se dirigió de nuevo a la calle Claremont. Entonces todo pareció ocurrir al mismo tiempo.

Allí estaba el Tío Sly, que regresaba pronto a casa de su trabajo en la balsa. Llevaba un saco cargado a su espalda. Vio a Wili y su cara se desencajó. Dejó caer el saco y echó a correr hacia el chiquillo. Al mismo tiempo un ruido de cascos desde un callejón cercano. Cinco jóvenes Jonques irrumpieron bajo la luz del sol. Eran secuestradores de mano de obra. Uno de ellos cogió a Wili al vuelo mientras los demás golpeaban a Sly con sus látigos, manteniéndole a raya. Tumbado sobre su estómago, sobre la silla, Wili se retorció y consiguió echar una última mirada. Allí quedaba Sylvester Washington, ya muy lejos, en mitad de la calle, con los brazos cruzados, sin decir nada, sin hacer el menor esfuerzo para salvarle de aquellos hombres extraños que se habían apoderado de él.

Wili sobrevivió. Cinco años después fue vendido a los Ndelante Ali. Otros dos años más tarde ya había adquirido alguna reputación por sus latrocinios. Alguna vez pudo regresar a aquel cruce de Claremont Street. La casa estaba todavía allí, porque las cosas no habían cambiado mucho en aquel sector, pero estaba vacía. El Tío Sly se había ido.

Y ahora, también iba a perder a Naismith.

La inmutable cara del muchacho podría haberse atribuido a que prestaba una extrema atención. Naismith estaba hablando, pero todavía no miraba directamente hacia Wili:

—En realidad, Wili, hay que darte las gracias a ti por este descubrimiento. Lo que hemos visto es… bueno, es extraño, es maravilloso y puede que sea el prólogo de muchas cosas. Tengo que quedarme aquí. ¿Lo comprendes?

En realidad, Wili no quería decir exactamente aquello, pero le salieron las palabras por sí solas:

—Comprendo que usted no quiera venir conmigo. Comprendo que algún tonto tema de matemáticas sea más importante.

Lo peor fue que sus palabras no provocaron el enfado de Paul, que inclinó su cabeza y dijo:

—Es verdad. Hay algunas cosas que para mí son más importantes que cualquier persona. Déjame que te explique lo que hemos visto…

—Paul, si Mike, Jeremy y Wili se han de meter en la boca del león, no tiene ningún sentido que se les explique nada, ahora.

—Como tú digas. Kolya —Naismith se levantó y se fue andando lentamente hacia la puerta—. Dispensadme, por favor.

Hubo un corto silencio, que rompió el coronel.

—Hemos de trabajar de prisa si queremos que vosotros tres salgáis a tiempo. Iván, muéstrame únicamente lo que tus fanáticos del ajedrez quieren que envíes con Jeremy. Si la Autoridad paga el transporte, tal vez Mike y los muchachos podrían llevarse un aparato procesador más complicado.

El coronel se puso a discutirlo con sus hijos y Jeremy. Mike y Wili quedaron solos. El muchacho se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—Tú, espera un momento.

La voz de Mike tenía el tono duro que Wili recordaba de su primer encuentro unos meses antes. El ayudante del sheriff dio la vuelta alrededor de la mesa y empujó a Wili para que se volviera a sentar en su silla.

—Tú crees que Paul te ha abandonado. Puede que sí, pero te puedo decir que han descubierto algo mucho más importante que todos nosotros juntos. No sé exactamente de qué se trata, porque si lo supiera tal vez tampoco iría contigo y con Jeremy. ¿Lo entiendes? No podemos permitir que Naismith caiga en poder de la Autoridad.

»Considera que es una gran suerte para ti que continuemos con los arriesgados planes de Naismith para que puedan curarte. Él es el único hombre en toda la Tierra capaz de convencer a Kaladze para que tratara, aunque fuese directamente, con la cochina biociencia.

Miraba amenazadoramente a Wili, como si esperara su contraataque, pero el chico estaba callado y esquivaba sus miradas.

—Está bien. Te esperaré en el comedor —dijo Rosas, y se fue de la habitación.

Wili se quedó inmóvil durante mucho rato. No lloraba; no había llorado desde aquel atardecer en Claremont Street. No había culpado a Sylvester Washington y ahora no culpaba a Naismith. Ambos habían hecho por él todo lo que un hombre puede hacer por otro. Pero lo cierto es que sólo hay una persona que no puede escapar a sus problemas: uno mismo.

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