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Los nobles Jonques le creyeron cuando Wili salió fiador de Mike. Éste fue el segundo gran riesgo que había corrido para poder llegar a su casa. El primero había sido al escaparse de los Ndelante Ali. Habían podido salir de la Cuenca por sus propios medios, y se habían puesto directamente en contacto con los hombres del alcalde. No se habían salvado muchos Jonques de la operación y sus informes eran confusos. Pero, evidentemente, el rescate había sido un gran éxito y no fue demasiado difícil convencerles de que no se había producido ninguna traición. Tales explicaciones no habrían satisfecho a los Ndelante porque ya se fiaban poco de Wili. Y era muy probable que algún superviviente negro hubiera presenciado lo que sucedió en realidad.

En cualquiera de los casos, Naismith quería que Wili regresara inmediatamente, y los Jonques ya sabían dónde estaban sus esperanzas de supervivencia. En cuestión de horas los dos estaban ya en camino. No fue un viaje tan lujoso como a la ida. Viajaban por caminos secundarios, en carros camuflados y moderando la velocidad en aras de la precaución. El convoy de Aztlán sabía que podía ser presa de un enemigo que estaba vigilante.

Era de noche cuando les dejaron en un camino apenas señalado, al norte de Ojal. Wili se quedó escuchando los ruidos del carro y de su escolta, que se fueron apagando y se perdieron entre los demás sonidos de la noche. Estuvieron en silencio durante un minuto, el mismo silencio que había reinado entre ellos durante gran parte de las últimas horas. Luego Wili se encogió de hombros y empezó a andar por el polvoriento camino. Debía llevarles hasta la cabaña de un simpatizante de los Quincalleros, situada al otro lado de la frontera. Por lo menos allí encontrarían un caballo.

Oyó que Mike marchaba muy cerca de él, pero no hubo palabras entre ellos. Ésta era la primera ocasión en que realmente estaban solos desde que salieron a pie de la Cuenca. Entonces tuvieron que permanecer muy callados. Pero, incluso ahora, Rosas no tenía nada que decir.

—Ya no estoy enfadado, Mike —Wili hablaba en español porque quería decir exactamente lo que sentía—. Usted no mató a Jeremy. Ni creo que nunca hubiera tenido intención de hacerle daño. Y salvó mi vida y probablemente la de Paul cuando se abalanzó sobre Lu.

El otro soltó un gruñido indiferente, o tal vez fue sólo el ruido de sus pasos sobre el polvo y el zumbido de los insectos entre los matojos. Al cabo de unos diez pasos, Wili se paró de repente y dijo:

—¡Maldición! ¿Por qué no quiere hablar? Aquí no hay nadie que pueda oírle, excepto las colinas y yo. Dispone de todo el tiempo del mundo.

—Pues bien, Wili, hablaré —había muy poca expresión en su voz, y su rostro era poco más que una sombra sobre el cielo—. No sé si vale la pena, pero hablaré —siguieron subiendo por el ondulante camino—. Hice todo lo que pensabas, aunque no lo hice por los de la Paz, ni por Della Lu. ¿Has oído hablar de la plaga de Huachuca, Wili?

No esperó la respuesta de Wili, y empezó con una mezcla deslavazada de historias. La suya y la del mundo. La de Huachuca había sido la última de las plagas de guerra. En números absolutos no había matado a un gran número de personas, tal vez a unos cien millones en todo el mundo. Esto, en el año 2015, representaba un humano de cada cinco.

—Yo nací en Fuerte Huachuca, Wili, aunque no lo recuerdo. Salimos de allí cuando era muy pequeño. Pero, antes de morir, mi padre me contó muchas cosas. Mi padre sabía quién había causado las plagas, y es por esto que se marchó de allí.

La familia de Rosas no se había ido de Huachuca a causa de la plaga que llevaba el mismo nombre. La muerte rondaba por toda la ciudad, pero aquella plaga, igual que las anteriores, parecía influir muy poco en ella.

Las hermanas de Mike nacieron después de su traslado, enfermaron y murieron lentamente. Al igual que en todas las plagas, quedaba una gran riqueza material para los supervivientes pero, en el desierto, cuando una ciudad moría también lo hacían los servicios que deberían hacer posible la vida allí.

—Mi padre se marchó porque había descubierto el secreto de Huachuca, Wili. Ellos eran como el grupo de La Jolla, aunque más arrogantes. Mi padre era un ordenanza en el hospital de investigaciones. No tenía una verdadera formación técnica. ¡Demonios! Era sólo un muchacho cuando empezó la Guerra y las primeras plagas empezaron a hacer daño.

»En aquel tiempo, los altos mandos militares y los mismos gobiernos estaban casi muertos. Las viejas máquinas militares eran demasiado costosas de mantener. Cualquier ataque que el estado dirigiera contra la Paz debía utilizar tecnologías baratas. Esta era la historia que contaban los libros de historia de la Paz, pero el padre de Mike había podido ver la verdad. Había visto remesas hechas a las ciudades que habían sido las primeras en informar de la plaga. En aquellos envíos se falsificó la fecha por una posterior y se hizo constar que eran suministros médicos para las víctimas.

Hasta había podido oír una conversación en la que se daban órdenes explícitas. Fue entonces cuando decidió marcharse.

—Era un buen hombre, Wili, pero tal vez era también algo cobarde. Debería haber denunciado la operación. Debería haber convencido a los de la Paz para que mataran a aquellos monstruos. Y eran unos verdaderos monstruos, Wili. En los años diez, todo el mundo sabía que los gobiernos no tenían salvación. Lo que se hizo en Huachuca fue una pura venganza. Recuerdo cuando, por fin, la Autoridad dedujo de dónde había salido la plaga. Mi padre estaba vivo todavía, aunque muy enfermo. Yo tenía sólo seis años, pero me había contado la historia una y otra vez. No podía comprender por qué lloraba cuando le conté que Huachuca había sido envuelta en una burbuja; luego vi que lo que hacía en realidad era reírse. La gente también llora de alegría, Wili. Es verdad.

A su izquierda el terreno caía casi verticalmente. Wili no podía ver si la caída era de dos metros o de cincuenta. Los Jonques le habían dado un visor nocturno, pero no le habían dicho que sus baterías se agotarían en menos de una hora. Las estaba ahorrando para más adelante. En cualquier caso el camino era lo bastante ancho para que no existiera un verdadero peligro de caerse. Seguía las laderas de las colinas, dando vueltas y revueltas para ganar altura.

Por lo que recordaba de los mapas, supuso que no tardarían mucho en llegar a la cresta. Poco después, ya podrían ver la cabaña.

Mike calló durante mucho tiempo, y Wili no le contestó en seguida. Tenía seis años. Wili se acordaba de cuando tenía seis años. Si el azar y una loca determinación no le hubieran hecho darse de cara con la realidad, habría ido por la vida convencido de que los Jonques le habían raptado de Tío Sly y que, cuando Sly se había marchado, los Ndelante eran sus únicos amigos y valedores. Hacía dos años que se había enterado mejor del asunto. Los raptores, sí, habían sido los Jonques, pero lo habían cometido bajo la secreta petición de los Ndelante. Ebenezer se había enfadado mucho con un no creyente, con Tío Sly, que utilizaba el agua corriente arriba, antes de que ésta llegara al depósito de los Ndelante. Además, los creyentes estaban dispuestos a apoderarse de Glendora, y necesitaban un enemigo exterior para poderlo hacer con más facilidad.

La cosa funcionó también al revés. Los Jonques comunes, sin la protección de los señores, vivían en constante temor de las incursiones de los Ndelante.

Wili se estremeció. No era algo para contárselo a Mike. Probablemente no podía pensar más que en Huachuca. Pero Wili tenía un escepticismo infinito cuando se trataba de los motivos que alegaban las organizaciones.

Wili había visto traiciones grandes y pequeñas, colectivas e individuales. Estaba convencido de que Mike creía todo aquello que contaba, y de que en La Jolla había hecho lo que consideraba correcto. Que lo había hecho al mismo tiempo que intentaba cumplir el encargo de proteger a Wili y Jeremy.

La senda empezó a descender de forma regular. Ya habían pasado la cresta. Algunos centenares de metros después, el bosque bajo se abrió un poco, y pudieron ver un pequeño valle. Wili hizo un gesto para que Mike se detuviera. Sacó de su mochila el visor nocturno y miró con él hacia el valle. Pesaba más que los lentes que le habían prestado los de Flecha Roja, pero tenía un amplificador que permitía ver perfectamente la casa así como los caminos que llegaban y salían del valle.

En la granja no se veían luces, podía pensarse que estaba abandonada, pero Wili pudo ver dos caballos en el corral.

—Esta gente no son Quincalleros, pero son amigos, Mike. Creo que estamos seguros con ellos. Con estos caballos, podremos reunimos con Paul dentro de unos pocos días.

—¿Por qué hablas en plural, Wili? ¿Es que no has escuchado lo que te he dicho? Te he traicionado. Soy la última persona a quien deberías decirle dónde está Paul.

—Te he escuchado. Y ahora ya sé lo que hiciste y tus motivos para hacerlo. Esto es mucho más de lo que sé de mucha gente. Y en todo lo que me has contado no hay nada que pueda ser una traición a Paul o a los Quincalleros, ¿no es cierto?

—Sí. Los de la Paz no son los monstruos que eran los fabricantes de plagas, pero son enemigos. Voy n hacer todo lo que pueda pata detenerles. Pero estoy seguro de que no podría matar a Della. Casi me volví loco, en las ruinas, cuando creía que la había matado. No lo volvería a intentar jamás.

Wili permaneció callado unos momentos.

—Te creo. Tal vez yo tampoco podría.

—Pero todavía sigue siendo un riesgo loco el que corres. Es mejor que me vaya a Santa Inés.

—Deben saberlo ya, Mike. Salimos de Los Ángeles casi al mismo tiempo que las noticias de que te habías escapado con Della. Puede que tu sheriff todavía te aceptase, pero ninguno de los demás lo haría. Me apostaría algo a que es así. Paul, además, necesita otro par de brazos fuertes; tendrá que moverse de prisa. Llevarte a ti es más seguro que avisar a los Quincalleros para decirles dónde han de mandar la ayuda.

Más silencio. Wili alzó nuevamente el visor y mito otra vez con él hacia el valle. Advirtió que Mike le ponía una mano sobre su hombro.

—De acuerdo. Pero tendremos que contárselo todo a Paul, absolutamente todo. Y que sea él quien decida lo que va a hacer conmigo.

El muchacho dijo por señas que sí.

—Y, Wili… gracias.

Se levantaron y echaron a andar hacia el valle. Wili se dio cuenta de que estaba sonriendo. Se sentía muy orgulloso. No pagado de sí mismo, simplemente orgulloso. Por primera vez en su vida había sido el hombro fuerte en quien descansaba otra persona.

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