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Los jinetes, eran cuatro con una reata de cinco muías de carga, llegaron por la tarde en un día lluvioso. Antes había tronado mucho y soplado mucho viento, pero ahora las nubes que venían de Vandenberg descargaban una llovizna constante desde un cielo tan cubierto que parecía que ya hubiera anochecido.

Cuando Wili vio a aquellos cuatro y descubrió que ninguno era Naismith se esfumó de la casa y se dirigió hacia la laguna y su escondrijo. Se detuvo durante un momento, pesando si debía regresar para avisar a Bill y a Irma.

Pero los dos estúpidos sirvientes ya bajaban corriendo las escaleras para dar la bienvenida a los intrusos: un hombre terriblemente gordo, acompañado por tres guardianes armados con rifles. Mientras se escondía entre los arbustos, Bill se volvió, pareció mirar directamente a su escondrijo y dijo:

—Wili, ven a ayudar a nuestros huéspedes.

Con toda la dignidad de que fue capaz, el chico apareció y se dirigió hacia el grupo. El anciano obeso desmontó. Parecía un Jonque, pero su inglés tenía un acento extraño.

—Ah, ¿éste es el aprendiz, hein? Siempre me había preguntado si el maestro iba a encontrar un sucesor y qué tipo de persona iba a ser —y dio unos golpecitos en la cabeza de Wili, incurriendo en el habitual error sobre la edad del muchacho.

El gesto parecía ser protector, pero Wili creyó descubrir una pizca de respeto, casi de admiración, en su voz. Era posible que aquel tipo odioso no fuera un Jonque y no hubiera visto nunca a un negro. El individuo se quedó mirando en silencio a Wili y después pareció que se daba cuenta de la lluvia. Tembló exageradamente, y casi todos subieron los escalones. Bill y Wili se quedaron para llevar los animales a la cuadra.

Cuatro huéspedes. Pero la cosa no se había acabado. Por parejas, por tríos, por grupos de a cuatro, durante toda la tarde y noche fueron llegando otros. Los caballos y las muías ya no cabían en la cuadra, y Bill le mostró a Wili unos establos escondidos. No había criados. Los mismos huéspedes, o, en ocasiones, el más joven de cada grupo, llevaban el equipaje hasta la casa y ayudaban a cuidar de los animales. La mayor parte del equipaje no se trasladaba a los dormitorios, sino que iba a parar a las habitaciones subterráneas. El resto resultó ser comida y bebida, lo que tenía sentido porque la finca no producía más que para alimentar a tres o cuatro personas.

Era de noche y seguía lloviendo. Llegaron los últimos viajeros, y uno de éstos era Naismith. El anciano se llevó aparte a su aprendiz:

—¡Ah! Wili. Te has quedado.

Su español era tan forzado como siempre, y se detenía frecuentemente como si esperara a que alguien le apuntara la palabra con la que no atinaba.

—Después de la reunión, cuando nuestros huéspedes se hayan ido, tú y yo tenemos que hablar de tus estudios. Eres demasiado mayor para esperar más tiempo. Por ahora, sin embargo, ayuda a Bill y a Irma y no… molestes… a nuestros invitados.

Miró a Wili como si sospechara que el chico pudiera hacer lo que en realidad estaba pensando. Había más de una substanciosa bolsa en poder de aquellos inocentes viajeros.

—Un aprendiz novato no tiene nada que decir a las personas mayores, y es muy poco lo que podría aprender de ellos en tan breve tiempo —dicho esto, el anciano se fue a las habitaciones situadas en los subterráneos de su pequeño castillo, y Wili se quedó para trabajar con Bill, Irma y dos de los visitantes en la poca iluminada cocina.

Los huéspedes misteriosos se quedaron toda la noche y todo el día siguiente. Muchos se quedaron en sus habitaciones o en las salas de reuniones. Algunos ayudaron a Bill en las reparaciones de las cuadras y otros edificios exteriores. Incluso en esto se comportaban de un modo raro. Por ejemplo, era evidente que el techo del establo necesitaba una reparación urgente, pero cuando salió el sol aquellos hombres no quisieron ni tocarlo. Al parecer sólo querían trabajar en donde hubiera sombra. Y nunca trabajaban en el exterior en grupos mayores de dos o tres personas. Bill le aseguró que era así por deseo de Naismith.

Al día siguiente por la tarde se celebró un banquete en una de las salas. Wili, Bill e Irma llevaron la comida allí, pero esto fue todo lo que pudieron ver. Las pesadas puertas se cerraron y ellos tres se retiraron a la sala de estar. Después de que los Morales se dispusieran a ver su holo, Wili se marchó como si se dirigiera a su habitación.

Atravesó por la cocina, hacia las escaleras laterales. Las gruesas alfombras favorecían su silencioso andar y en un instante había llegado a la puerta dé la sala de reuniones. No había guardias, pero las puertas de roble permanecían cerradas. Un trípode de madera sostenía un letrero de oro sobre fondo negro. Wili cruzó silenciosamente el hall y tocó el letrero. El terciopelo era grueso, pero el oro sólo era purpurina. Se veía agrietado por varias partes y parecía muy antiguo. Las letras decían:


N C C

y debajo de ellas, escrito a mano:


2047

Wili dio un paso hacia atrás, más intrigado que nunca. ¿Por qué? ¿Quién estaba allí para leer el letrero, cuando las puertas estaban cerradas con llave? ¿Es que aquellas gentes creían en los conjuros de los espíritus? Wili se deslizó hasta la puerta y puso su oído en la madera oscura.

No oyó más que el ruido del fluir de su propia sangre. Las puertas eran demasiado recias pero, por lo menos, debería poder oír el murmullo de voces. Podía oír el sonido de un juego de un siglo anterior que venía desde el cuarto de estar, pero del otro lado de aquella puerta no le llegaba ningún sonido.

Wili salió volando hacia su habitación, y fue un modelo de corrección hasta que los huéspedes se marcharon al día siguiente.


No hubo la menor despedida; se fueron tal como habían llegado. ¡Vaya costumbres extrañas las de los Anglos!

Pero una cosa era como en el sur. Habían dejado regalos. Y los regalos estaban convenientemente amontonados en la gran mesa que había a la entrada de la mansión. Wili intentaba aparentar indiferencia, pero notaba cómo sus ojos casi se le salían de sus órbitas cuando pasaba por allí. Hasta entonces no había visto nada que se pareciera a la riqueza de Los Ángeles, pero allí había rubíes, esmeraldas, diamantes, oro. También había aparatos en artísticas cajas de madera y plata. No podía saber si eran juegos, holos u otra cosa. Había tantas cosas que se podía coger una fortuna sin que se echara de menos.

Los últimos que se marcharon lo hicieron a medianoche. Wili les vio partir desde la ventana de su buhardilla. Desaparecieron rápidamente por el camino, y poco después ya no se podía oír el ruido de las herraduras. Wili sospechaba que, al igual que los otros, habían abandonado el camino principal y se habían ido por otros caminos secretos.

Wili no volvió a acostarse. El fino creciente de la Luna se elevó lentamente en el cielo y las horas fueron pasando. Wili intentó ver referencias conocidas en la costa, pero había niebla y sólo se veía la Cúpula de Vandenberg. Esperó hasta un poco antes del amanecer. No le llegaba ningún sonido desde el piso bajo. Hasta los caballos estaban silenciosos. Si había de obtener parte de aquel tesoro, tenía que actuar entonces, tanto si había luz como si no la había.

Wili se deslizó escaleras abajo, con su mano levemente apoyada en la empuñadura de su cuchillo. (No era el mismo cuchillo con que había asustado a Irma, porque con aquél había hecho mucho teatro al entregarlo. Este de ahora era un cuchillo de cortar carne que había cogido en la cocina.) No se habían producido más apariciones fantasmales desde la de aquella noche en la terraza. Wili casi se había convencido a sí mismo de que todo había sido una ilusión, o algún juego holográfico destinado a dar sustos. De todos modos, no tenía ganas de quedarse.

Allí, brillando a la luz de la Luna, estaba su tesoro. Incluso parecía más hermoso que a la luz de la lámpara. A lo lejos, oyó cómo Bill se removía en la cama y empezaba a roncar. Wili, sin hacer ruido, llenó su saco con las más pequeñas y más valiosas piezas que estaban sobre la mesa. Era difícil detenerse, pero lo hizo cuando el saco estuvo lleno a medias. ¡Cinco kilos tenían que ser suficientes! ¡Más riqueza que la que el viejo Ebenezer había dado a su amante Ndelante en un año! Ahora debía dar la vuelta a la casa, ir hacia el estanque y llevar todo aquello a su escondrijo.

Wili salió subrepticiamente a la terraza y su corazón latió con fuerza. Ésta iba a ser la última oportunidad del fantasma para atraparle.

¡Dios! Allí había alguien más. Wili se quedó inmóvil por completo, sin respirar. Se trataba de Naismith. El anciano estaba en un diván, con el cuerpo encogido a causa del frío. Al parecer estaba contemplando el cielo, pero no a la Luna, porque estaba en las sombras. Naismith miraba en dirección contraria a donde estaba Wili; esto no podía ser una trampa. No obstante, el muchacho había empuñado con fuerza su cuchillo. Después de un momento se movió alejándose del anciano y en dirección al estanque.

—Acércate, ven a sentarte aquí —dijo Naismith sin volver la cabeza.

Wili por poco echó a correr, pero se dio cuenta de que si el anciano estaba allí contemplando las estrellas, no había ninguna razón para que la misma excusa no le sirviera a él. Soltó el saco del tesoro entre la maleza en sombras y se acercó a Naismith.

—Ya estás bastante cerca. Siéntate. ¿Por qué estás por aquí tan tarde, joven?

—Supongo que por lo mismo que usted, mi señor… Para mirar al cielo —(¿Para qué otra cosa el anciano podía estar allí?).

—Es una buena razón.

El tono de voz era neutral, y Wili no podía decir si mostraba una sonrisa o un ceño fruncido en su cara. Le era muy difícil distinguir el perfil del anciano. La mano de Wili seguía apretando nerviosamente el mango del cuchillo. Nunca había matado a nadie, pero sabía el castigo que daban a los ladrones.

—Pero yo no admiro el cielo como un todo —prosiguió Naismith—, aunque sea muy hermoso. Me gusta el amanecer y el atardecer, especialmente, porque entonces es posible ver los… —hubo una de sus características pausas en que parecía buscar la palabra correcta— satélites. ¿Los ves? Ahora hay dos que son visibles.

Señaló primero hacia el cénit y luego en dirección a algo próximo al horizonte. Wili siguió su primera indicación y alcanzó a ver un débil punto luminoso que se movía lentamente, sin esfuerzo, por el cielo. Demasiado lento para ser una aeronave y demasiado lento también para ser un meteorito. Era, evidentemente, una estrella que se movía. Por unos momentos había creído que el anciano iba a mostrarle algo mágico. Wili se encogió de hombros y, de alguna manera, Naismith se dio cuenta del gesto.

—No estás impresionado, ¿eh? En otros tiempos allí había hombres, pero ahora ya no.

A Wili le costaba mucho disimular su desprecio. ¿Cómo podía ser aquello? En los aviones se podía apreciar que eran un vehículo.

Aquellas cosas tan diminutas eran como las estrellas y tan sin significado como ellas. Pero no dijo nada y hubo un largo silencio.

—No me crees, ¿verdad, Wili? Pero es cierto. Allí había hombres y mujeres, tan arriba que no se podía ver la forma de su nave.

Wili se relajó, echado en el suelo delante de la silla del otro. Trató de parecer humilde.

—Pero entonces, señor, ¿qué es lo que les sostiene allí arriba? Incluso los aviones deben bajar para repostar combustible.

Naismith se rió:

—¡Y esto lo dice el experto jugador de Celeste! Piensa, Wili. El universo es como un gran juego de Celeste. Estas luces móviles se desplazan alrededor de la Tierra, igual que los planetas en la pantalla del juego.

¡Del Nica Dio! Wili se sentó en las losas ruidosamente. Una especie de mareo se apoderó de él. El cielo ya no volvería a ser lo mismo para él. La cosmología de Wili, hasta aquel momento, había sido una imagen intuitivamente plana. Ahora, de repente, había descubierto que el cosmos interior de Celeste le rodeaba para siempre y por todos los lados. No existía el arriba ni el abajo, sino únicamente el enorme campo central de fuerza que era la Tierra, con la Luna y todas aquellas estrellas que giraban a su alrededor. Y no podía desconocer las distancias que esto representaba. Estaba demasiado familiarizado con Celeste para poder ignorarlo. Se sentía como si fuese un infinitésimo que se fuera encogiendo hacia un cero imposible de conocer.

Su mente se debatía en la oscuridad, prisionera entre las relaciones que la cruzaban como chispazos, y el firmamento negro que tenía encima de él. Así pues, todos aquellos objetos tenían su propia gravedad, y todos se movían, al menos en menor grado, a causa de la atracción de los demás. Lentamente se iba formando una idea, no muy apartada de la realidad, del sistema solar. Cuando por fin se decidió a hablar, su voz era muy baja y su humildad no era fingida.

—Pero, ¿el juego representa viajes que los hombres han efectuado realmente? ¿A la Luna, a las estrellas que se mueven? Usted… nosotros… ¿podemos hacerlo?

—Pudimos hacerlo, Wili. Pudimos hacer esto y mucho más. Pero ahora ya no.

—Pero, ¿por qué no?

Era como si le hubieran quitado el universo que ya estaba a su alcance. Su voz era casi un gemido.

—Al principio fue la Guerra. Hace cincuenta años había hombres vivos allí arriba. Murieron de hambre o pudieron regresar a la Tierra. Después de la Guerra llegaron las plagas. Ahora… Ahora podemos volver a conseguirlo. Ha de ser distinto esta vez. Pero podríamos hacerlo… si no fuera por la Autoridad de la Paz.

Estas dos últimas palabras las pronunció en inglés. Hizo una pausa y entonces dijo:

—Mundopaz.

Wili miró hacia el cielo. La Autoridad de la Paz. Siempre le había parecido que formaba parte del universo, tan lejana e indiferente como las mismas estrellas. Había visto sus aviones a reacción y en algunas ocasiones sus helicópteros. Por las grandes carreteras pasaban dos o tres de sus transportes cada hora. Tenían su enclave en Los Ángeles. Los Ndelante Ali nunca se habían propuesto robar allí, era mejor emplearse en las mansiones feudales de Aztlán. Y Wili recordó que incluso los Señores de Aztlán, a pesar de toda su arrogancia, sólo hablaban en tono neutral de la Autoridad de la Paz. Encajaba bien el que algo casi sobrenatural hubiera robado las estrellas a los humanos. Encajaba, pero era intolerable.

—Nos trajeron la paz, Wili, pero el precio fue muy elevado.

Un meteorito cruzó por el cielo como un relámpago, y Wili se preguntaba si aquello también era obra del hombre. La voz de Naismith se hizo más objetiva y fue al grano.

—Te dije que teníamos que hablar, y ahora es un momento perfecto para hacerlo. Quiero que seas mi aprendiz. Pero esto no sirve para nada a menos que tú también lo quieras. De algún modo, creo que nuestras metas no son iguales. Creo que quieres obtener riquezas. Sé lo que hay en el saco que has escondido allí abajo. Sé lo que hay en el árbol de detrás del estanque.

La voz de Naismith era seca, fría. La mirada de Wili seguía dirigida al punto donde se había extinguido el meteorito. Aquello era como un sueño. Si estuviese en Los Ángeles ya estaría camino del jefe principal porque era un hijo adoptivo cogido en flagrante traición.

—Pero ¿qué es lo que podrías conseguir con la riqueza, Wili? Una seguridad mínima, hasta que alguien te despojara de ella. Suponiendo, incluso, que mandaras aquí, sólo seguirías siendo un pequeño señor inseguro. Mas allá de la riqueza, Wili, está el poder, creo que tú ya has visto lo suficiente para valorarlo, aunque nunca hayas creído que tenías alguno.

El poder. Sí. Controlar a los demás, como le habían controlado a él. Hacer que los otros sintieran miedo, como lo había sentido él. Ahora vio el poder en Naismith. ¿Qué otra cosa podía significar lo que ocurría en un castillo? Y Wili había pensado que era el celoso espíritu de un antiguo amor. ¡Ah!, fuese espíritu o proyección, estaba al servicio de este hombre. Una hora antes, esta apreciación habría bastado para obligarle a quedarse y devolver lo que había robado. Ahora era casi incapaz de apartar su mirada del firmamento.

—Y más allá del poder, Wili, está el conocimiento, que muchos dicen que también es poder.

Había pasado a su inglés nativo y Wili no se molestó en pretender que no lo entendía.

—El que sea o no poder, sólo depende de la voluntad del que lo utilice. Si eres mi aprendiz, Wili, puedo ofrecerte el conocimiento, seguro; el poder, tal vez; la riqueza, sólo lo que ya has visto.

La Luna en cuarto creciente asomaba ya por encima de los pinos. Era otra de las cosas que jamás volverían a ser lo mismo para Wili.

Naismith miró al muchacho y levantó su mano. Wili le ofreció su cuchillo, sosteniéndolo por la hoja. El otro lo aceptó sin el menor signo de sorpresa. Se levantaron y regresaron a la casa.

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