Empezaron con Wili al día siguiente por la mañana. Fue la mujer, Irma, la que le hizo bajar, le sirvió el desayuno en una pequeña alcoba que estaba junto al comedor principal. Era una mujer agradable, mayor, pero lo suficientemente joven para ser robusta, y hablaba muy bien el español. Wili no se fiaba de ella. Pero nadie le amenazaba, y la comida parecía que no se iba a acabar; comió tanto que su hambre persistente casi quedó satisfecha. Durante todo este tiempo Irma iba hablando, pero sin decir gran cosa, como si supiera que él sólo se concentraba en su enorme desayuno. No se veían otros sirvientes. En realidad Wili se dio cuenta de que la mansión no contaba con más personal, pero debía haber un equipo de servicio de la casa para tenerla preparada para el dueño ausente. El jefe debía ser muy poderoso o muy estúpido, porque, incluso a la luz del día, Wili no podía ver ninguna clase de defensas. Si él pudiera largarse antes de que regresara el jefe…
—¿Sabes por qué estás aquí, Wili? —le preguntó Irma cuando recogía los platos de la superficie embaldosada de la mesa.
Wili asintió, simulando timidez. Claro que lo sabía. Todo el mundo necesitaba trabajadores, y los ancianos y los de mediana edad necesitaban a mucha gente para poder vivir bien. Pero dijo:
—¿Para que le ayude a usted?
—No a mí, Wili. A Paul. Serás su aprendiz. Lo ha estado buscando durante mucho tiempo, y al final te ha elegido a ti.
Estaba claro. El viejo jardinero, o lo que fuera, parecía tener por lo menos ochenta años. Hasta ahora a Wili lo habían tratado a cuerpo de rey. Pero suponía que esto sólo era porque el viejo y sus dos lacayos estaban haciendo uso ilegítimo de la casa de su amo. Sin duda se organizaría un gran jaleo cuando regresara el jefe.
—¿Y qué puedo hacer por usted, señora? —Wili habló con su mejor cortesía.
—Todo lo que Paul te pida.
Irma le acompañó hasta detrás de la mansión, donde había un gran estanque, casi un lago, que se extendía debajo de los pinos. El agua estaba limpia, a pesar de que aquí y allá flotaban pequeños aglomerados de agujas de pino. Hacia el centro, fuera de la sombra de los árboles, reflejaba el azul brillante del cielo. A través de un claro entre los árboles, Wili pudo ver unas cabezas de cohetes que apuntaban hacia Vandenberg.
—Ahora, quítate la ropa y vamos a ver si te baño. —Ella hizo ademán de desabotonarle la camisa. Un adulto ayudando a un niño.
Wili saltó hacia atrás.
—¡No! —¡Estar allí desnudo, con una mujer!
Irma se rió y le cogió por el brazo y siguió desabotonándole la camisa. Por un instante, Wili se olvidó de su papel (de que fingía ser un niño, y aún más, un niño obediente). Desde luego, aquella situación era inconcebible entre los Ndelante. Incluso en territorio Jonque, el cuerpo se respetaba. Ninguna mujer obligaba a un varón a desnudarse y a bañarse.
Pero Irma era fuerte. Cuando le sacó la camisa por la cabeza, él se hizo con su cuchillo que llevaba atado a la pantorrilla y lo dirigió a la cara de la mujer. Irma chilló. Al momento, Wili se estaba maldiciendo a sí mismo.
—¡No, no! Se lo diré a Paul. —Se echó hacia atrás poniendo las manos por delante, como para defenderse.
Wili sabía que podía echar a correr —y no se imaginaba a aquellos tres dándole caza— , o bien podía hacer lo posible para lograr quedarse. Y por ahora quería quedarse.
Dejó caer el cuchillo y gimoteó:
—Por favor, señora, lo he hecho sin pensar —lo que era cierto—. Por favor, perdóneme, haré lo que sea para que esté contenta, incluso, incluso…
La mujer se detuvo, regresó y recogió el cuchillo. Obviamente no tenía la experiencia de un capataz, para poder creer lo que le decía. La situación resultaba extraña e imprevisible. Wili casi hubiera preferido el látigo; lo previsto. Irma movió la cabeza, y cuando habló se notaba que todavía había algo de temor en su voz. Wili estaba seguro de que ahora ella ya sabía que él era mucho mayor de lo que aparentaba. No hizo ningún movimiento para tocarle.
—Muy bien, Wili. Esto quedará entre nosotros. No se lo diré a Paul.
Sonrió, y Wili tuvo la impresión de que había algo más que ella no le había dicho. Estiró el brazo y le dio el jabón y el cepillo. Wili se desnudó, se metió en el agua y se lavó.
—Vístete con esto —le dijo ella cuando el chico ya se había secado.
La ropa nueva era suave y estaba limpia, lo que para él ya era un pequeño botín. Irma casi volvió a ser la misma de antes cuando regresaron a la mansión, y Wili creyó que ya era oportuno hacerle la pregunta que le había estado bailando por la cabeza durante toda la mañana:
—Señora, veo que estamos solos, nosotros cuatro, o al menos así parece. ¿Cuándo podremos contar con la protección del señor de la mansión?
Irma se detuvo y después de un segundo empezó a reír.
—¿Qué señor? ¡Tu español es tan raro! Parece como si creyeses que esto es un castillo que debería tener siervos y tropas por todas partes.
Y continuó casi hablando para sí misma:
—Quizás en tu lugar de origen se estile esto. Nunca he vivido en el sur. Tú ya conoces al señor de la mansión —observó su mirada sobresaltada—. Es Paul Naismith, el hombre que te trajo desde Santa Inés.
—Y… —Wili apenas se atrevía a hacer la pregunta—. Ustedes, los tres, ¿viven aquí, solos?
—En efecto, así es. Pero no te preocupes. Aquí estarás mucho más a salvo de lo que estabas en el sur. Estoy convencida de ello.
«Yo también estoy convencido, señora. Tan a salvo como un coyote entre las gallinas.»
Si en su vida había tomado una decisión acertada, ésta había sido la de escaparse a California Central. Si Paul Naismith y los otros tenían aquella mansión para ellos solos, era muy extraño que los Jonques no se hubieran apoderado de aquella tierra mucho tiempo antes. Este pensamiento casi despertó sus sospechas, pero la esperanza de lo que podía hacer allí le hacía superarlo todo. No había ninguna razón para que tuviera que huir con su botín. Wili Wáchendon, a pesar de ser tan débil, podría llegar a ser el jefe, si era lo bastante listo durante las próximas semanas. Por lo menos podría ser rico para siempre. Si Naismith era el jefe, y si Wili había de ser su aprendiz, en esencia era como si hubiese sido adoptado por el señor de la mansión. Esto pasaba también ocasionalmente en Los Ángeles. Hasta las familias más ricas sufrían la maldición de la esterilidad. Tales familias con frecuencia deseaban un heredero apropiado. Por lo general adoptaban a alguien de elevada cuna, un huérfano de otra familia, quizás al superviviente de alguna venganza. Pero no había demasiados niños, particularmente en los viejos días. Wili conocía por lo menos un caso en que los señores habían adoptado a un chico corriente, desde luego no a un negro, pero sí a un chico de una familia campesina. Pero estas cosas sólo ocurrían en los sueños. Wili apenas podía creer que esto se le ofrecía a él. Si jugaba bien sus bazas podría llegar a poseer todo aquello ¡y sin tener que robar nada, o exponerse a la tortura y a la ejecución! Era… poco normal. Pero si aquellas gentes estaban locas, a buen seguro que él iba aprovecharse de ello.
Wili se apresuró a reunirse con Irma para volver a la casa.
Pasó una semana, y luego otra. A Naismith no se le veía por ninguna parte, y Bill e Irma Morales sólo sabían decir que estaba trabajando «en negocios». Wili empezaba a preguntarse si en realidad «aprendizaje» significaba lo que él había supuesto. Le trataban bien, pero no con la aduladora cortesía que debía merecer un posible heredero de la mansión. Era posible que estuviera sometido a una especie de prueba. Irma le despertaba al alba y, después de desayunar, pasaba la mayor parte del día, suponiendo que no lloviese, en los pequeños campos de cultivo de la mansión, regando, plantando o cavando. No era un trabajo pesado, le recordaba al que había hecho en la empresa de contratas de trabajo de Larry Faulk, pero era terriblemente aburrido.
Cuando llovía, cuando alrededor de Vandenberg el viento borrascoso soplaba hacia la tierra, se quedaba dentro de la casa y ayudaba a Irma en la limpieza. Esto tampoco le entusiasmaba demasiado, pero le daba ocasión para espiar. La mansión no tenía un patio interior pero, en algunos aspectos, era más compleja de lo que había pensado en un principio. Él e Irma limpiaron algunas habitaciones muy grandes escondidas debajo del nivel del suelo. Irma no quería explicarle nada en relación con ellas, aunque parecían destinadas a celebrar reuniones o banquetes. Las dimensiones del edificio, pero no las reservas de alimentos, hacían suponer que allí podía vivir mucha gente. Tal vez ésta era la manera cómo aquellos inocentes se protegían. Simplemente se escondían hasta que sus enemigos se hubieran cansado de buscarles. Pero, realmente, esto no tenía mucho sentido. Si él hubiese sido un bandido, habría quemado la casa o se habría apoderado de ella. Nunca se retiraría simplemente en el caso de no poder matar a nadie. Y, a pesar de todo, no había señales de violencia en los pulidos plafones de madera ni en las gruesas y blandas alfombras.
Por las noches, ambos le trataban casi como si fuera el hijo adoptivo de un señor. Se le permitía sentarse en el salón principal y jugar al Celeste o al ajedrez. El Celeste era tan fascinante como el que había utilizado en Santa Inés. Pero nunca llegó a alcanzar la precisión que había conseguido en aquella ocasión. Empezaba a sospechar que, en gran parte, su triunfo había sido debido a la suerte. Era la precisión de su vista y de su mano la que le traicionaba, y no su intuición. Un retraso de una milésima de segundo en un tiro por banda podía originar un fallo al llegar al destino. Bill le dijo que había ayudas mecánicas para obviar esta dificultad, pero Wili se fiaba poco de ellas. Se pasó muchas horas inclinado sobre el reluciente aparato de Celeste, mientras en el otro extremo de la habitación Bill e Irma miraban el holo. (Después del primer par de días, los programas le parecían terriblemente sosos. Eran cotilleos locales o juegos de televisión planos, del siglo anterior.)
Si jugaba al ajedrez con Bill, le resultaba casi tan aburrido como mirar el holo. Después de algunos juegos, podía ganar muy fácilmente al sirviente. ¡Le resultaba mucho más divertido jugar contra la versión programada!
A medida que iban pasando los días sin que Naismith regresara, el aburrimiento de Wili se iba incrementando. Volvió a considerar sus posibilidades. Después de todo aquel tiempo, nadie le había ofrecido las habitaciones del dueño, nadie le había mostrado el adecuado respeto y no había tabaco disponible, aunque podía pasar sin él. Tal vez aquello no era más que un benigno contrato de trabajo, como los de Larry Faulk. Si éste era el concepto Anglo de la adopción, no quería saber nada al respecto y su situación se convertía en una gran oportunidad para robar.
Wili empezó por cosas pequeñas: ceniceros con joyas procedentes de las habitaciones subterráneas, un Celeste de bolsillo que había encontrado en un dormitorio vacío. Escogió un árbol oculto a las miradas, detrás del estanque, para esconder en él su botín, metido en una bolsa impermeable. Las raterías, aunque fueran tan insignificantes, le daban una impresión de poder y le hacían la vida más llevadera. Incluso el dolor de sus entrañas había disminuido, y la comida le sabía mejor.
Wili podría haberse contentado con oscilar continuamente entre la posibilidad de heredar la propiedad y la de robarla, si no hubiera sido por una cosa: en la casa había fantasmas. No se trataba del aire de misterio de las habitaciones escondidas. Había algo vivo en aquella casa. Algunas veces podía oír una voz de mujer, que no era la de Irma, sino la que había oído al final de su viaje. Wili la vio una noche. Era más de medianoche. Estaba regresando furtivamente a la casa después de ir a esconder sus últimas adquisiciones. Wili se deslizaba por el borde de la terraza, moviéndose silenciosamente de sombra en sombra. De repente, notó que alguien estaba detrás de él, de pie frente a la luz de la Luna. Era una mujer, alta y Anglo. Su pelo, que parecía de plata bajo aquella luz, estaba cortado de un modo extraño. Sus vestidos parecían haber sido copiados de los de la televisión de otros tiempos que veían los Morales. Ella se dio la vuelta y le miró directamente. En su cara había una ligera sonrisa. El dio un salto y aquella criatura se desvaneció.
Wili se convirtió en una rauda sombra que se metió corriendo en su habitación. Encajó una silla debajo del pomo de la puerta y se tumbó en la cama durante algunos minutos mientras se tranquilizaban los latidos de su corazón. ¿Qué era aquello que había visto? Le hubiera gustado poder aceptar que era una jugarreta de la luz de la Luna. La criatura se había desvanecido como si hubieran apartado un espejo, y muchas partes de las paredes que rodeaban el patio eran de lustroso cristal negro. Pero los trucos visuales no tenían tanto detalle, no sonreían con gesto suave. Pero entonces, ¿qué era? ¿Televisión? Wili había visto mucha televisión plana, y desde que había llegado a California Central había usado los tanques de holo. Lo de aquella noche había sido otra cosa. Además, la visión se había vuelto para mirarle directamente.
O sea que… no podía ser más que un fantasma. Tenía sentido. Nadie, y desde luego ninguna mujer, se había vestido de aquella manera desde antes de las plagas. El anciano Naismith debía haber sido joven por aquellas fechas. ¿Podría tratarse del fantasma de alguna de sus amadas? Historias como ésta eran corrientes en las ruinas de Los Ángeles, pero hasta entonces Wili había sido muy escéptico.
Cualquier deseo de heredar la propiedad había desaparecido. Lo que ahora le preocupaba era si podría salir con vida de todo aquello. Y si salía, ¿con cuánto botín? Wili miraba, con una horrible fascinación, el pomo de la puerta. Si podía sobrevivir a aquella noche, suponía que podía considerarse a salvo durante algunos días más. Aquella visión quizá no era más que el aviso de un espíritu celoso. Un espíritu como aquél no iba a negarle algunos pocos cachivaches más, siempre que ya se hubiera marchado cuando Naismith estuviera de regreso.
Wili durmió muy poco aquella noche.