Naismith se detenía con frecuencia, tanto para descansar como para consultar la pantalla que llevaba sujeta a su antebrazo. Las cámaras diseminadas le permitieron ver que los soldados no llegaban a treinta. Si hubiera podido saber con precisión sus localizaciones, habría podido arrastrarse hasta mucho más cerca.
Dio un rodeo de unos doscientos metros para alejarse de uno de ellos. Estaba bien escondido y se mantenía en absoluto silencio mientras escuchaba, padeciendo por causa de las piedras y las zarzas. Con sumo cuidado, iba inspeccionando el terreno que estaba inmediatamente delante de él, para evitar las ramas y otras cosas que pudieran delatarle con su ruido. Cada movimiento debía ser calculado con precisión. Era algo en lo que no tenía práctica, pero que era necesario hacer bien al primer intento.
Ya estaba muy cerca de su meta; Naismith dejó de mirar a su pantalla e inspeccionó un pequeño barranco. ¡Aquél era el lugar! La forma femenina, que se había detenido de repente, estaba acurrucada entre los arbustos. Si no hubiera sabido mediante las microcámaras dónde debía mirar, no hubiera podido ver los destellos de plata entre las hojas y las ramas. Durante la última media hora la había estado vigilando mientras se desplazaba lentamente hacia el sur, tratando de evitar a los soldados que estaban al borde del cráter. Al cabo de otros quince minutos se toparía con el soldado que Naismith había visto.
Se deslizó hacia abajo, por la ladera, a través de nubes de mosquitos que pululaban en la humedad del musgo. Estaba seguro de que ella ya le había visto. Pero estaba muy claro que él no era ningún solado y que se arrastraba con las mismas preocupaciones que ella. Paul la perdió de vista en los últimos tres o cuatro metros de su aproximación. No se preocupaba por ella, sino que iba en busca de las zonas de sombra más profunda que a ella le servían de cobijo.
De pronto, una mano se cerró sobre la boca de él y le tumbó de espaldas en el suelo. Miró y vio unos sorprendentes ojos azules.
La mujer joven esperó para ver si Naismith se resistía. Luego le soltó el hombro y se llevó un dedo a sus labios. Naismith hizo una seña afirmativa y al cabo de un segundo apartó la mano de su boca. Bajó su cabeza hasta le nivel de su oído y susurró:
—¿Quién es usted? ¿Sabe cómo puedo escapar de ellos?
Naismith comprendió que ella no se había dado cuenta de que iba disfrazado. Ella creía que había derribado a una vieja aturdida. Tal vez era mejor así. No tenía idea de lo que ella podía pensar qué ocurría, pero era muy difícil que se acercara a la realidad. No existía una respuesta verdadera que la mujer pudiera comprender y, mucho menos, creer. Naismith se mojó los labios, como si estuviera nervioso, y le contestó muy débilmente:
—A mí también me persiguen. Si nos cogen, nos matarán como a tu compañero. Hemos de ir en sentido contrario al que vas. He visto a uno de ellos que está escondido aquí delante, muy cerca.
La mujer joven, por su gesto, dejó traslucir sus sospechas. Estaba viendo que Naismith lo sabía todo.
—¿O sea que usted sabe cómo salir de aquí?
Él asintió:
—Mi caballo y mi carro están al sureste de todo este jaleo. Sé la manera de que podamos deslizamos hasta detrás de estos tipos. Tengo una pequeña granja allá arriba.
Sus palabras se perdieron en medio de un estruendo que iba aumentando y que les pasó por encima de sus cabezas. Miraron hacia arriba y tuvieron la rápida impresión de algo alargado, con fuego que brotaba de las alas y de la cola. Otro transporte de tropas. Y podían oír otros que iban detrás del primero. Era el inicio de la verdadera invasión. El único sitio donde podían aterrizar era en la carretera principal, al norte del cráter. Si esperaban otra media hora se iban a encontrar con un cordón de soldados de una punta a otra y no se podría escapar ni un ratón.
Naismith se puso de rodillas y tiró de la mano de ella. La joven no tenía elección posible. Ambos se pusieron en pie y anduvieron rápidamente por el mismo camino que él había utilizado. El ruido de los reactores era un estruendo continuo; aunque hubieran hablado a gritos, no les habrían podido oír. Disponían, tal vez, de quince minutos para marcharse lo más aprisa que pudieran.
El crepúsculo verdoso había llegado al suelo del bosque. Con su traje oscuro y moteado, Naismith debía ser muy difícil de ver; pero el traje de vuelo de la chica debía convertirla en un blanco perfecto. La tenía cogida de la mano, y hacía que se apresurara cuando la senda parecía más segura. Miraba a su muñeca una y otra vez, intentando descubrir dónde se hallaban apostados los invasores. La chica estaba muy ocupada mirando en todas direcciones y todavía no había visto la pantalla.
Los ruidos se quedaron atrás. El sonido de los reactores era aún fuerte, pero las voces de los soldados se fueron amortiguando en la distancia. Muy cerca de ellos un ciervo se dejó oír.
Cuando la espesura del bosque se hacía más tupida, iban casi corriendo. A Naismith le quemaban los pulmones y sentía un dolor punzante y continuo en el pecho. La mujer cojeaba un poco, pero respiraba sin esfuerzo. No había la menor duda: disminuía adrede su ritmo para adaptarse al de él.
Al fin, el paso del anciano se convirtió en un andar a tropezones. Ella le pasó un brazo alrededor de los hombros para que no cayera. Naismith hizo una mueca, pero no se quejó. Supuso que debía dar gracias de que todavía pudiera andar. Pero le parecía que era muy injusto que una corta carrera pudiera ser casi fatal para alguien que todavía se sentía joven por dentro. Entre gruñidos, pudo decirle a la chica dónde estaban escondidos el carro y el caballo.
Diez minutos después sentía una ligera esperanza. No había signos de emboscadas. De allí en adelante, conocía docenas de senderos por las montañas, rutas que las guerrillas de años muy lejanos habían hecho difíciles de encontrar. Si tenían un poco más de suerte, lograrían escapar. Paul se apoyó en el lateral del carro. El bosque empezó a bailar y volverse oscuro ante sus ojos. ¡Ahora no, Señor, ahora no!
Se aclaró la vista, pero no tenía ya fuerzas para subirse al carro. Un brazo de la joven le cogió por la cintura, y el otro le pasó por debajo de las piernas. Paul era algo más alto, pero pesaba muy poco y ella era fuerte. Le dejó sentado en la parte trasera, y faltó poco para que lo soltara por efecto de la sorpresa.
—Usted no es una…
Naismith la obsequió con una débil sonrisa.
—¿Una mujer? Tienes razón. Lo cierto es que hay muy pocas cosas, de las que has visto hoy, que sean lo que parecen.
Los ojos de ella se abrieron aún más. Paul ya casi no podía hablar. Le señaló con la mano uno de los caminos secretos. Si ella lo podía seguir, les llevaría a sitio seguro.
Y entonces el mundo se oscureció y se alejó de él.