La Compañía de Seguridad Santa Inés era el servicio de protección más importante al sur de San José. Después de todo, Santa Inés era la primera ciudad al norte de Santa Clara y de la frontera Aztlán. El sheriff Seymour Wentz contaba con tres agentes con plena dedicación y tenía contratos con el ochenta por ciento de las empresas. Esto representaba casi unos cuatro mil clientes.
La oficina de Wentz estaba en la cima de una colina bastante elevada desde la que se podía ver la carretera Oíd 101. Desde allí se podían seguir los movimientos de los transportes de mercancías de la Autoridad de la Paz desde varios kilómetros de distancia, tanto hacia el norte como hacia el sur. En aquel preciso momento, sólo Paul Naismith disfrutaba del paisaje. Miguel Rosas miraba lúgubremente a Seymour, que ya llevaba media hora telefoneando a Santa Bárbara y que, por fin, consiguió que le comunicaran con el ghetto de Pasadena. Tal como Mike esperaba, no había nadie al sur de la frontera que pudiera ayudarles. Los mandamases de Aztlán gastaban su oro intentando impedir la «emigración ilegal de mano de obra» desde Los Ángeles, pero nunca perdían el tiempo localizando a quienes lo habían conseguido. El sabio de Pasadena al principio pareció excitado por la descripción, pero luego negó que tuviera el menor interés por el muchacho. La otra única pista era un grupo de trabajadores bajo contrato que había pasado por Santa Inés, aquella misma semana, en camino hacia las plantaciones de cacao próximas a Santa María. Sy obtuvo algún resultado por esta parte. Un tal Larry Faulk, contratista de trabajo, había consentido en hablar con ellos. Este caballero, elegantemente vestido, no se sintió demasiado feliz al verles.
—Ciertamente, sheriff, conozco a ese enano. Su nombre es Wili Wáchendon. —Lo deletreó. La «w» tenía un sonido híbrido entre «w», «v» y «b». Tal era la evolución del español negro—. Ayer no se presentó a la hora de partida del equipo. Y no puedo decir que ni yo ni nadie lo hayamos sentido.
—Mike, señor Faulk. Está claro que este chiquillo ha sido maltratado por su gente — señaló por encima de su hombro hacia donde estaba el chico, Wili, en una celda. Estaba inconsciente, lo que le hacía parecer todavía más hambriento y patético que cuando estaba en movimiento.
—¡Ah!—la respuesta de Faulk llegó a través de la conexión de fibra óptica—. Veo que ustedes tienen encerrado a este individuo, y también veo que su agente lleva el brazo vendado —señaló a Rosas, que le miró casi con mal humor—. Apuesto a que el pequeño Wili ha estado poniendo en práctica su pasatiempo de dar tajos a la gente. Sheriff, Wili Wáchendon es posible que haya pasado tiempos difíciles en otra parte. Me figuro que se ha escapado de los Ndelante Ali. Pero yo jamás le he maltratado. Ya sabe usted cómo hemos de trabajar los contratistas. Es posible que en los antiguos y buenos tiempos fuera diferente, pero ahora somos agentes, cobramos el diez por ciento, y ellos pueden dejarnos plantados siempre que quieran. Con los jornales que ganan, siempre están cambiando de trabajo, ofreciéndose para nuevos contratos e intentando sacar más tajada. Debo ser condenadamente popular y efectivo para que no se busquen otro agente. Este chico, desde el principio, no ha servido para nada. Siempre ha parecido medio muerto de hambre. Pienso que es enfermizo. La manera cómo pudo ir desde Los Ángeles a la frontera es…
Las palabras que pronunció a continuación quedaron ahogadas por un carguero que pasó zumbando por la carretera que cruzaba por debajo de la comisaría. Mike miró por la ventana hacia el mastodóntico diesel que iba hacia el sur, cargado de gas natural licuado con destino al Enclave de Los Ángeles de la Autoridad de la Paz.
—… le contraté porque aseguró que podía llevarme los libros. El hijo de su madre sabe algo de contabilidad. Pero también es un ladrón gandul. Puedo probarlo. Si su Compañía pleitea conmigo por este asunto voy a demandarles cuando vuelva a pasar por Santa Inés.
Después de un par de acrobacias verbales más, el sheriff Wentz colgó. Se giró, sentado en su silla.
—Ya lo ves, Mike. Creo que nos ha dicho la verdad. En la nueva generación no vemos muchos casos, pero niños parecidos a Sally y Arta…
Mike asintió tristemente y confío en que Sy no continuara tocando este tema. Sally y Arta, sus hermanitas, habían muerto hacía años. Eran gemelas, tenían cinco años menos que él y habían nacido cuando sus padres vivían en Phoenix. Habían conseguido llegar junto con él a California, pero siempre habían estado enfermas. Ambas murieron antes de cumplir los veinte años, pero nunca parecieron tener más de diez. Mike sabía cuál había sido la causa de aquella infernal situación. Era algo de lo que nunca hablaba.
—La generación anterior a ésta, lo pasó peor. Pero en aquel entonces no era más que una de las plagas y la gente no hacía demasiado caso.
Las enfermedades, la esterilidad, habían llevado a una especie de mundo que jamás habrían podido imaginar los fabricantes de bombas del siglo anterior.
—Si este Wili es como tus hermanas, creo que debe tener unos quince años. No es extraño que sea más listo de lo que aparenta.
—Es más que esto, jefe. El muchacho es genial. Debería haber visto usted lo que hizo en el Celeste de Tellman.
Wentz se encogió de hombros.
—Sea lo que sea, hemos de decidir lo que vamos a hacer con él. Me pregunto si Fred Barlett se lo quedaría.
Esto era un racismo amable. Los Barlett eran negros.
—Jefe, se los comería vivos —Rosas se tocó el brazo vendado.
—Pues, ¡por mil diablos!, piensa algo mejor, Mike. Tenemos cuatro mil clientes. Debe haber alguien que pueda ayudarle ¡Un chico perdido al que nadie quiera recoger! ¡Sería algo inaudito!
¡Y qué chico! Pero Mike no podía olvidarse de Sally y Arta:
—Ya.
Durante la conversación Naismith se había mantenido en silencio, casi sin hacer caso de los dos agentes. Parecía estar más interesado por lo que pasaba en la Oíd 101 que por lo que hablaban. Luego se retorció sobre su silla de madera, para mirar hacia el sheriff y hacia su ayudante.
—Recogeré a este muchacho, Sy.
Rosas y Wentz le miraron estupefactos, sin articular palabra. Paul Naismith estaba considerado como anciano en un país donde dos tercios de la población ya habían pasado de los cincuenta. Wentz se humedeció los labios, al parecer sin encontrar la manera de rechazar su oferta.
—Mire, Paul, ya ha oído usted lo que Mike ha dicho. El muchacho casi le mata esta tarde. Ya sé lo que la gente de su… uh… edad siente por los jóvenes pero…
El anciano movió la cabeza, y dirigió a Mike una rápida mirada que no era ni abstracta ni débil.
—Ya sabe usted que desde hace años me están diciendo que me busque un aprendiz, Sy. Pues bien, me he decidido. Además de intentar matar a Mike, jugó Celeste como un maestro. La maniobra de buscar la ayuda de la gravitación es algo que no había visto hacer jamás sin aparatos de cálculo.
—Mike me lo ha contado. Es muy rebuscado pero he visto a muchos jugadores hacer lo mismo. Casi todos lo hacemos. ¿Es tan extraordinariamente listo?
—Según su instrucción, es mucho más que eso. Isaac Newton no hizo mucho más, cuando dedujo las órbitas elípticas a partir de la ley del inverso del cuadrado.
—Mira, Paul… lo siento de verdad pero, incluso con Bill e Irma, es demasiado peligroso…
Mike se acordó del dolor de su brazo. Y luego se acordó de sus hermanas gemelas que otrora había tenido.
—Eh, jefe, ¿podemos hablar un poco, usted y yo?
Wentz enarcó una ceja.
—Pues… De acuerdo. Dispénsenos por un momento, Paul.
Hubo un momento de embarazoso silencio cuando ambos abandonaron la habitación. Naismith se frotó la mejilla con su mano ligeramente paralizada y miró, a lo largo de la carretera 101, las pálidas luces que se iban encendiendo en el Centro Comercial. Todo había cambiado mucho, y los años que habían transcurrido quedaban como borrosos. ¿Centro Comercial? Toda la gente de la Santa Inés actual podría haberse perdido entre el público asistente a un buen partido de baloncesto en la década de 1990. En la actualidad, un condado con siete mil habitantes era considerado como un territorio floreciente.
El Sol ya se había puesto, y la oficina se iba haciendo cada vez más oscura. Las pantallas de la habitación eran como unos fantasmas débilmente visibles que flotaran en el aire. Muchas de estas imágenes habían sido obtenidas con cámaras instaladas en el Centro Comercial. Paul pudo ver que allí el negocio iba en aumento. Los Quincalleros, los Mecánicos y los Restauradores habían sacado sus mercancías, y grandes grupos de compradores se reunían delante de las pantallas aéreas. Al otro lado de la habitación, otras pantallas coloreadas de rojo pálido y verde, recibían las imágenes infrarrojas procedentes de cámaras compradas por los clientes de Wentz.
La conversación de los dos agentes en la habitación contigua se oía como un leve murmullo. Naismith se inclinó hacia adelante y aumentó al máximo su audífono. Por unos instantes el sonido del funcionamiento de sus pulmones y de su corazón pareció dominarlo todo; después los filtros reconocieron las notas periódicas y las hicieron disminuir, con lo que pudo oír a Wentz y a Rosas más claramente que cualquier persona con oído normal. Poca gente podía presumir de un equipo como aquél, pero Naismith exigía pagas elevadas y los Quincalleros, desde Norcross hasta Beijing, estaban más que satisfechos al suministrarle las prótesis de una calidad superior a la normal.
La voz de Rosas le llegó claramente:
—…pienso que Paul Naismith puede cuidar de sí mismo, jefe. Hace muchos años que vive en las montañas. Y los Morales son robustos y no tienen más que unos cincuenta y cinco años. En tiempos pasados allí vivían bandidos y ex militares…
—Y todavía quedan algunos —añadió Wentz.
—Pero ahora ya no es como cuando por allí había muchas armas. Naismith ya era viejo incluso cuando eran fuertes, y pudo sobrevivir. He oído hablar de aquel sitio. Tiene aparatos que tardaremos años en poder conocer. Por algo será que le llaman el Mago de los Quincalleros. Yo creo…
El resto de la frase se perdió a causa del ruido de unos crujidos que fue aumentando hasta llegar a tener una intensidad casi dolorosa para los oídos de Naismith, y que luego disminuyó cuando los filtros amortiguaron la amplificación. Naismith, sobresaltado, miró a su alrededor, y luego se dio cuenta de que era un temblor de tierra. Eran muy frecuentes y habituales en aquella zona tan próxima a Vandenberg. La mayoría apenas si eran perceptibles, a menos que se utilizara un potente amplificador, como había hecho Paul, El estruendo lo había originado un ligero agrietamiento de los maderos de la pared. El ruido desapareció y pudo seguir escuchando a los agentes de paz.
—Lo que dice sobre su necesidad de un aprendiz, es verdad, jefe. Y no somos sólo nosotros, los de la California Central, los que insistimos en ello. Sé de gente de Medfotd y de Norcross que se asustan en gran manera cuando piensan que se puede morir sin dejar un sucesor. Podemos decir a ojos cerrados que es el mejor especialista en algoritmos de Norteamérica, y no digo del mundo para no parecer exagerado. ¿Sabe usted qué aparatos de comunicaciones tenemos atrás en la sala de control? Ya sé que usted los quiere como a sus ojos, y que son sus juguetes más apreciados, y los míos. Pues bien, la compresión de la anchura de banda que hace posible que todas estas bonitas imágenes en color lleguen por medio de la fibra y las microondas, sería completamente imposible sin los dispositivos que él ha vendido a los Quincalleros. Y esto no es todo…
—Para, para. Está bien —rió Wentz—. Puedo afirmar que lo tomaste en serio cuando te aconsejé que te especializaras en los clientes de alta técnica. Ya sé que sin él California Central sería como agua estancada, pero…
—Y lo volverá a ser, cuando falte, a no ser que encuentre un aprendiz. Durante muchos años le han estado insistiendo en que se buscara algunos estudiantes, o que diera clases como antes del Estallido, peto siempre lo ha rechazado. Y estoy convencido de que tenía razón. A menos de tratarse de alguien terriblemente creativo, para empezar, es imposible que sea capaz de hallar nuevos algoritmos. Pienso que ha estado esperando, sin aceptar a nadie, pero que siempre se ha mantenido alerta. Creo que hoy ha encontrado a su aprendiz. El chico es malo… puede matar. Y no sé qué es lo que quiere, además de dinero. Pero tiene una cosa que todas las buenas intenciones y motivaciones del mundo no pueden conseguir: cerebro. Debería haberlo visto usted en el Celeste, jefe…
La conversación, o conferencia, duró algunos minutos más, pero se podía predecir el resultado: el Mago de los Quincalleros por fin había logrado tener un aprendiz.