31

La Guerra había vuelto al planeta. Hamilton Avery leyó el artículo del Servicio de Noticias de la Autoridad de la Paz e hizo señales de aquiescencia. La cabecera y la información incluida a continuación daban la nota exacta. Durante décadas, el mundo había evitado la guerra gracias a la Autoridad y a la colaboración de todos los individuos amantes de la paz de todo el mundo. Pero ahora, igual que antaño, cuando una pandilla de biocientíficos había querido apoderarse de todo, el ansia de poder de una minoría diabólica ponía en peligro la vida de toda la humanidad. No cabía más que rezar para que el balance final de víctimas no fuera tan elevado como el de la Guerra anterior y de las plagas.

El artículo no decía todo esto explícitamente. Iba dirigido a las regiones de alta tecnología de América y de China y adoptaba la forma de un reportaje «objetivo» sobre las atrocidades de los Quincalleros y la evidencia de que éstos estaban construyendo armas de gran potencia y generadores de burbujas. Los de la Paz no habían intentado esconder este último punto. Una esfera de cuatrocientos metros de diámetro que estaba flotando por los cielos de Los Ángeles era algo muy difícil de explicar y mucho más difícil aún de ocultar.

Desde luego aquellas noticias no iban a convencer a los mismos Quincalleros, pero éstos eran sólo una minoría dentro de la población. Lo más importante era evitar que los otros ciudadanos, sobre todo las milicias nacionales, se unieran al enemigo.

La campanilla del intercomunicador sonó suavemente.

—¿Sí?

—Señor, el director Gerrault está otra vez en la línea. Parece que está muy alterado.

Avery contuvo una sonrisa. El intercomunicador era únicamente oral, pero incluso cuando estaba solo, Avery intentaba disimular sus verdaderos sentimientos. ¡El «director» Gerrault, nada menos! Había todavía un puesto en la organización, para aquel proyecto de Napoleón, pero muy difícilmente sería el de director. Era preferible que esperara unas cuantas horas más.

—Haga el favor de informar a monsieur Gerrault, otra vez, que la situación de emergencia en que nos encontramos me impide hablar con él. Le llamaré tan pronto como sea humanamente posible.

—Sí, señor. La agente Lu está aquí abajo. También quiere verle.

—Esto es diferente. Dígale que suba de inmediato.

Avery se apoyó en el respaldo de su silla y juntó sus dedos frente al rostro. Detrás del transparente cristal del gran ventanal que cubría toda la pared, los campos de los alrededores de Livermore se extendían en paz y en silencio. En sus proximidades, a unos centenares de metros por debajo de su torre, se hallaban los edificios negro y marfil del centro moderno, separados entre sí por verdes parques. A lo lejos, cerca del horizonte, los campos de hierba, dorada por el verano, eran interrumpidos aquí y allá por robledales. Era difícil imaginar aquella paz destrozada por los lamentables esfuerzos de la guerrilla de los Quincalleros del mundo.

Pobre Gerrault. Avery recordaba su jactancia cuando dijo ser la industriosa hormiga que había organizado ejércitos y policías secretas, mientras los directores de América y de China confiaban en la buena voluntad y la confianza de sus pueblos. Gerrault había diseminado guarniciones desde Oslo a Ciudad del Cabo, desde Dublín a Sczcecin. Tenía suficientes soldados para convencer a la gente común de que él era un tirano más. Cuando los Quincalleros hubieron conseguido que el juguete de Paul Hoehler funcionara, los pueblos y los gobiernos no habían vacilado en unirse a ellos. Y entonces Gerrault había descubierto que sus fortalezas y sus guarniciones no eran suficientes. Muchas fueron conquistadas, no tanto por los pequeños generadores de burbujas del enemigo como por la gente común, que ya no creía en la Autoridad. Al mismo tiempo, los Quincalleros habían atacado el centro de operaciones de Gerrault en París. Donde antes estaba el cuartel general del director europeo, ya no había más que un sencillo monumento: una esfera plateada de trescientos metros de diámetro. Gerrault se había escapado poco antes de su derrota. Estaba oculto en los desiertos del este de Europa tratando de evitar a la Milicia Teutónica y buscando la manera de marcharse a California o a China. Era un final merecido para su tiranía, pero les dejaba con el problema de recuperar toda Europa cuando hubieran dominado al resto de los Quincalleros.

Se oyó un ligero golpe en la puerta. Avery apretó el pulsador de apertura y luego se levantó con estudiada cortesía cuando Della Lu entró en la habitación. La invitó a que se sentara en una cómoda silla, cerca del extremo de su mesa, y ambos tomaron asiento.

Semana tras semana, este gesto de cortesía hacia la dama cada vez era más auténtico. Había llegado a estar seguro de que no había nadie en quien pudiera confiar tanto como en ella. Era tan competente como cualquier hombre de sus departamentos superiores, y era absolutamente leal. No se trataba de una lealtad personal a Avery, se daba cuenta, sino a todo el concepto de la Paz. A excepción de los directores del primer momento, nadie más le había demostrado esta clase de dedicación. En cualquier caso, los mandos intermedios de la Autoridad eran muy cínicos y parecían estar convencidos de que la lealtad era una especie de enfermedad de locos y lacayos de bajo nivel. Si Della Lu estaba fingiendo su lealtad, incluso en esto sería una campeona mundial. Avery llevaba cuarenta años de éxitos comprobados al estimar el carácter de los demás.

—¿Cómo está su brazo?

Lu dio unos ligeros golpes con una uña sobre el ligero plástico del vendaje de inmovilización.

—Va mejorando poco a poco. Pero no puedo quejarme, era una fractura múltiple, y además tuve mucha suerte de no morir desangrada. ¿Deseaba usted mi estimación del potencial enemigo en las Américas?

Siempre la obligación.

—Sí. ¿Qué podemos esperar?

—No conozco este área tan bien como conocía la de Mongolia, pero he hablado con los jefes de las secciones y con los propietarios de las licencias.

Avery sonrió para sí mismo. Entre el optimismo del estado mayor y el pesimismo de los negociantes, ella creía poder encontrar la verdad. Inteligente.

—La Autoridad encuentra muy buena voluntad en México Antiguo y en América Central. Estos pueblos nunca habían estado tan bien como ahora, no se fían de lo que queda de sus gobiernos y no tienen grandes comunidades de Quincalleros. Probablemente vamos a perder Chile y Argentina. Tienen mucha gente capaz de construir generadores mediante los planos que Hoehler ha distribuido por todas partes. Sin nuestra red de satélites no podemos dar a nuestra gente de allí todo el soporte de comunicaciones y reconocimientos que necesitan para poder ganar. Si las fuerzas locales se lo proponen de verdad, nos harán salir a patadas de…

Avery levantó la palma de la mano.

—Nuestros problemas con los satélites ya se han resuelto.

—¿Qué? ¿Desde cuándo?

—Hace tres días. Lo mantendremos en secreto, sin que salga de nuestros departamentos técnicos, hasta que estemos seguros de que no es sólo una reparación provisional.

—Hum… No me gustan las máquinas que escogen su propio tiempo y lugar para funcionar.

—Sí. Ahora ya sabemos que los Quincalleros pueden haber infiltrado a alguien en nuestros departamentos de software para que ocultara dispositivos destinados a alterar nuestros códigos de control. Durante las últimas semanas, los técnicos han hecho una serie de pruebas, y al fin han descubierto los cambios. También hemos aumentado la segundad en el área de las programaciones. Hasta ahora ha estado criminalmente descuidada. No creo que podamos volver a perder las comunicaciones por satélite.

Ella asintió.

—Esto hará que nuestros trabajos de represión sean mucho más fáciles. No sé si será suficiente para evitar la pérdida temporal del Lejano Sur, pero será de mucha ayuda en Norteamérica.

Ella se inclinó hacia adelante.

—Señor, tengo que hacer algunas recomendaciones referentes a nuestras operaciones locales. Primero, creo que deberíamos dejar de malgastar nuestro tiempo en la búsqueda de Hoehler. Si lo detenemos a la vez que a los otros jefes de grupo, bueno. Pero ya ha hecho todo el mal que podía…

—¡No!

La palabra salió bruscamente de sus labios. Avery miró por encima de la cabeza de Lu hacia el retrato de su padre, Jackson Avery, que colgaba de la pared. El cuadro se había pintado partiendo de fotografías hechas algunos años antes de que éste muriera. El traje y el corte de pelo eran arcaicos y severos. El brillo de aquellos ojos era el mismo que había visto tantas veces en su mirada intransigente e implacable. Hamilton Avery había prohibido el culto a la personalidad, y en ninguna parte, excepto en Livermore, había retratos de los líderes. Pero, no obstante, él, que era un líder, era un seguidor de dicho culto. Durante tres décadas había vivido debajo de aquel retrato. Y cada vez que lo miraba recordaba su fracaso de hacía muchos años.

—No —repitió, aunque esta vez en voz más baja—. Excepto la propia protección de Livermore, nuestra más alta prioridad ha de ser la de destruir a Paul Hoehler. ¿No lo ve usted, señorita Lu? Antes la gente decía: este Paul Hoehler nos ha hecho mucho daño, pero ya no podrá hacernos más. Y sin embargo Hoehler ha seguido haciéndonos daño. Es un genio, señorita Lu, un genio loco que nos ha odiado durante cincuenta años. Personalmente, creo que él ha sabido siempre que las burbujas no iban a durar indefinidamente y que el tiempo se detiene dentro de ellas. Creo que ha escogido el momento adecuado para provocar la revuelta de los Quincalleros porque sabía cuándo iban a reventar las viejas burbujas. Incluso si pudiéramos volver a encerrar en burbuja los sitios grandes como Vandenberg y Langley, hay miles de pequeñas instalaciones que retornarán a la actividad durante los próximos años. De un modo u otro, intenta usar los antiguos ejércitos contra nosotros —Avery suponía que la expresión inmutable de Lu ocultaba su escepticismo. Al igual que los otros directores, ella no podía creer en Paul Hoehler. Probó por otro lado—. Hay una evidencia objetiva.

Entonces le explicó el incidente del orbitador, que tanto pánico había causado a los directores diez semanas antes. Después del ataque al Enclave de Los Ángeles, era evidente que el orbitador no había llegado del espacio exterior, sino del pasado. En realidad, debía tratarse del pájaro espía de la Fuerza Aérea que Jackson Avery había envuelto en una burbuja en aquellas horas críticas que precedieron a la conquista del mundo para la Paz. Los equipos técnicos de Livermore habían inspeccionado una y otra vez los restos, y una cosa era segura. Había un tercer miembro de la tripulación. Uno había muerto cuando se descompuso la burbuja, otro había sido muerto a tiros por unos soldados incompetentes, pero el tercero había desaparecido. Era casi imposible que este tripulante que faltaba, llegado de repente a un futuro que no podía imaginar, hubiera conseguido escapar por sí solo. Los Quincalleros debían estar enterados de que aquella burbuja iba a estallar, y también debían saber lo que guardaba en su interior.

Lu no era aduladora y, en este caso, demostraba claramente que no estaba convencida.

—Pero ¿de qué les iba a servir este tripulante? Todo cuanto les pudiera decir, estaría desfasado en cincuenta años.

¿Qué podía decir él? Todo aquello, como todo lo de Paul, olía mal. Era enrevesado, incomprensible, pero les llevaría inexorablemente a un terrible resultado que no se reconocería del todo hasta que fuera demasiado tarde. Pero no tenía medios para convencer a nadie, ni siquiera a Lu. Todo lo que podía hacer era dar órdenes. Gracias a Dios, esto bastaría. Avery se sentó e intentó recuperar el aire de dignidad que usualmente presentaba.

—Perdóneme por la conferencia, señorita Lu. Esto es una cuestión de principios. Baste decir que Paul Hoehler debe seguir siendo uno de nuestros primeros objetivos. Por favor, siga con sus recomendaciones.

—Sí, señor —volvía a ser muy respetuosa—, Estoy segura de que usted ya sabe que los técnicos han desmontado por completo el generador de Hoehler. Conocen ya perfectamente el proyector. Por lo menos los científicos han hallado teorías que pueden explicar lo que antes habían considerado imposible. —(¿Había algo de sarcasmo en este comentario?)—. Lo que no podemos reproducir es la parte del ordenador que lo hace funcionar. Si se desea que el generador de potencia sea portátil, es necesario un procesador de alta velocidad y muy complicado a fin de que la burbuja se produzca en el lugar deseado. Y no conseguimos compaginar las dos cosas. Pero los técnicos han descubierto la posibilidad de calibrar nuestros generadores. Ahora podemos proyectar burbujas que duren lo que queramos, mientras sea entre diez y doscientos años. Parece ser que encuentran límites físicos que no permiten mejorar esta alternativa.

Avery hizo un gesto afirmativo. Había seguido todo aquello muy de cerca.

—Señor, esto tiene una gran importancia política.

—¿Cómo?

—Podemos actuar tal como los Quincalleros hicieron en Los Ángeles. Encerraron en una burbuja a sus amigos que estaban en la Torre de Contrataciones a fin de protegerles. Eso quiere decir que saben exactamente lo que ésta va a durar, y nosotros no. Fue muy inteligente. Hubiéramos parecido locos si poníamos una guarnición en la burbuja para esperar a que los prisioneros «retornaran». Pero esto también funciona al revés. Ahora todo el mundo sabe que las burbujas no son permanentes, que no resultan fatales. Esto nos abre el camino para sacar de la circulación a todos los sospechosos. Algunos nobles principales de Aztlán estuvieron involucrados en el rescate. Hasta ahora no podíamos vengarnos de tales personajes. Si fuésemos matando a tiros a todos los que suponemos capaces de traicionarnos, acabaríamos como el Dictador Europeo. Pero ahora…

»Recomiendo que detengamos a los que sean sospechosos de formar parte seriamente de los Quincalleros, montar unas «vistas» muy breves, no hemos de llamarlas «juicios», y luego encerrar en burbujas a todo aquel que pueda ser una amenaza. Nuestros servicios informativos pueden hacer que el sistema parezca muy razonable y nada amenazador. Ya hemos dejado establecido que los Quincalleros se han lanzado a la investigación de armas de alta energía y, muy verosímilmente, también de la biociencia. Digamos, de paso, que mucha gente teme más a esta última que a las primeras. Pude infiltrarme entre los Quincalleros al valerme de este temor.

»Estos hechos deberían bastar para que el resto de la población no discuta el impacto económico de la eliminación de los Quincalleros. Al mismo tiempo, no nos temerán tanto como para unirse contra nosotros. Hasta en el caso de que en alguna ocasión actuáramos contra personas populares o poderosas, el público sabría que se hace sin causar daño a los prisioneros, y que es sólo por un espacio de tiempo limitado, que rostros podríamos anunciar por anticipado. La idea es que vamos a actuar en esta emergencia temporal con humanidad, con una humanidad mucho mayor que la que podrían esperar de unos gobiernos ordinarios.

Avery asintió, ocultando su admiración. Después de haber leído sus hazañas en Mongolia, él había temido que Della Lu fuera una versión femenina de Christian Gerrault. Pero sus ideas eran correctas, sutiles. Cuando era necesario, no descartaba la fuerza, pero también se daba cuenta de que la Autoridad no era todopoderosa y que algunas veces era necesaria una actuación equilibrada para mantener la Paz. En la nueva generación, había gente que realmente podía continuar sus esfuerzos. Aunque hubiera preferido que no fuera una mujer.

—Estoy de acuerdo, señorita Lu. Quiero que me siga informando directamente. Voy a comunicar a la sección norteamericana de que usted tiene una autorización temporal para todas las operaciones en California y Aztlán y, si las cosas van bien, ampliaremos el ámbito de actuación. Mientras tanto, hágame saber si alguno de los «veteranos» no coopera con usted. No están los tiempos para posibles celos.

Avery dudaba entre dar por terminada la reunión o bien por hacer entrar a Lu en el círculo más restringido. Por fin, tecleó una orden para su pantalla y la pasó a Lu. Además de él mismo, y tal vez Tioulang, ella era la única persona capacitada para manejar la Operación Renacimiento.

—Esto es un resumen. Quiero que usted estudie los detalles después. Sus consejos pueden ser muy útiles para desglosar la operación en subproyectos aislados que puedan ser efectuados por personas de clasificación menor.

Lu recogió la pantalla y observó que la clasificación de Material Especial brillaba en su parte superior. No había más de diez personas vivas que hubieran visto materiales especiales. Sólo los agentes de mayor categoría sabían que existía aquella clasificación, y sólo como una posibilidad teórica. Los materiales especiales nunca se confiaban al papel o eran transmitidos. La comunicación de aquellos temas se hacía mediante correos, en memorias ROM cifradas, con bombas trampa para intrusos y un soporte que se autodestruía después de su lectura.

Los ojos de Lu brillaban mientras leía el resumen de Renacimiento. Hizo gestos afirmativos con la cabeza cuando leyó la descripción del Reducto 001 y del generador de burbujas que había que instalar allí. Apretó la tecla de cambio de página y, de repente, sus ojos se agrandaron. Había llegado al debate que había dado nombre a Renacimiento. Palideció mientras leía la página.

Terminó y, sin decir nada devolvió el aparato.

—Es una posibilidad terrible. ¿No es cierto, señorita Lu?

—Sí, señor.

Y ahora Avery estaba mucho más seguro que antes de haber tomado una decisión correcta. Renacimiento era una responsabilidad que debía aterrorizar.

—Una victoria con Renacimiento puede ser, en muchos aspectos, tan mala como la destrucción de la Paz. Está concebido como una última contingencia, pero, ¡por Dios!, debemos ganar sin ella.

Avery estuvo en silencio durante unos instantes y de pronto sonrió.

—Pero no se preocupe. Considere esto como una precaución que está al borde de la paranoia. Si hacemos un trabajo competente, no hay la menor probabilidad de que podamos perder —se levantó y dio la vuelta alrededor de su mesa para acompañarla hasta la puerta.

Lu se puso en pie, pero no fue hacia la puerta. En vez de hacerlo, se acercó a la amplia pared de cristal y miró hacia las doradas colmas que formaban el horizonte.

—Todo un panorama, ¿no es verdad? —dijo Avery, un poco perplejo. Ella se había mostrado tan determinada, tan militarmente precisa, y ahora se emocionaba por un poco de paisaje—. Nunca he sabido qué prefiero, si cuando las colinas muestran el oro del verano o el verde de la primavera.

Ella hizo una seña afirmativa, pero no parecía estar atenta a aquellas palabras intrascendentes.

—Hay otra cosa, señor. Otra cosa de la que quería hablarle. Tenemos el poder para aplastar a los Quincalleros en Norteamérica. Aquí la situación no es como la de Europa. Pero ya en otras ocasiones la maña ha ganado a la fuerza. Si yo estuviera en el lado contrario…

—¿Sí?

—Si yo estuviera dirigiendo su estrategia, atacaría Livermore y trataría de encerrar a nuestro generador dentro de una burbuja.

—Sin disponer de fuentes de alta energía, no pueden atacarnos desde tanta distancia.

Ella se encogió de hombros.

—Esto es lo que aseguran nuestros científicos. Hace seis meses habrían llenado volúmenes enteros de informes que aseguraban la imposibilidad de originar las burbujas sin energía nuclear… Pero supongamos que tienen razón. Incluso en este caso, yo intentaría algún plan de ataque, alguna manera de acercarme para encerrar el generador de la Autoridad.

Avery miró por la ventana, veía aquella preciosa tierra según la visión de Lu: como un posible campo de batalla que debía ser analizado en busca de campos de tiro y zonas prohibidas. A primera vista era difícil imaginar que un grupo pudiera pasar sin ser descubierto, pero recordaba, desde sus tiempos de excursiones y acampadas, la cantidad de barrancos que había por allí. Gracias a Dios, los satélites de reconocimiento volvían a funcionar.

Esto podría protegerles sólo de una parte del peligro. Quedaba todavía la posibilidad de que el enemigo pudiera valerse de traidores para introducir en la zona un generador de burbujas de los Quincalleros. La atención de Avery se hizo introspectiva, formuló una serie de cálculos. Finalmente sonrió. Ninguno de los dos sistemas iba a servirles de nada. Era del dominio público que uno de los generadores de burbujas de la Autoridad estaba en Livermore (el otro estaba en Beijing). Y había miles de personas de la Autoridad que rutinariamente entraban en el Enclave de Livermore. Pero se trataba de un área muy grande, de casi cincuenta kilómetros. En alguna parte de esta amplia zona estaba el generador y su suministro de potencia. Pero, de todos los millones de habitantes de la Tierra, sólo cinco conocían exactamente el emplazamiento del generador, y no ascendían a cincuenta los que habían llegado a tener acceso a él. El generador había sido construido por Jackson Avery con el pretexto de unos proyectos que habían sido contratados para el antiguo LEL. Tales proyectos habían sido la usual combinación de investigación militar y energética. Por ello, el LEL y los militares de los Estados Unidos habían estado más que contentos de que trabajaran en secreto, y habían hecho posible que el viejo Avery construyera sus aparatos bajo tierra y muy lejos de sus cuarteles generales oficiales. Avery se había cuidado de que ni los enlaces militares supieran exactamente el emplazamiento. Después de la Guerra, el secreto se había conservado. En los primeros días de la Guerra, los restos del gobierno de los Estados Unidos todavía conservaban suficiente poder para destruir el generador, si hubieran podido saber dónde estaba.

Y ahora, todo aquel secreto daba su fruto. La única forma que Hoehler tenía de conseguir lo que Lu temía era encontrar la manera de generar burbujas del tamaño de Vandenberg… Sus antiguos miedos volvían a aflorar: ésta era una de las cosas que aquél monstruo era capaz de conseguir.

Miró a Lu con un sentimiento que sobrepasaba el respeto y se acercaba más al temor. No sólo era competente, también era capaz de pensar como Hoehler. La tomó del brazo y la acompañó a la puerta.

—Su ayuda ha sido mucho más importante que lo que usted supone, señorita Lu.

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