El aire soplaba más calmado por la noche, aunque los truenos aún advertían a Lan que no todo iba bien. Durante las semanas de viaje con Bulen, esa tormenta cernida en lo alto se había vuelto más oscura de forma progresiva.
Tras cabalgar hacia el sur un tiempo, viraron hacia el este; a veces se encontraban más o menos cerca de la frontera entre Kandor y Saldaea, en el llano de las Lanzas. A su alrededor se encumbraban altos y erosionados montes de paredes cortadas a pico, como fortalezas.
Quizá se les había pasado por alto la frontera. A menudo no existían mojones en estas calzadas secundarias, y a las montañas las traía sin cuidado qué nación pretendía atribuirse su propiedad.
—Maese Andra —llamó Bulen desde atrás.
Lan había adquirido una montura para que Bulen no fuera a pie, una yegua de pelaje blanco agrisado, aunque todavía llevaba de la rienda al caballo de carga, Explorador.
Bulen lo alcanzó y se puso a su altura. Lan había insistido en que lo llamara «Andra». Ya era bastante malo tener un seguidor. Así, si nadie sabía quién era, no le pediría que lo dejara ir con él. Gracias a Bulen —aunque lo hubiera hecho sin darse cuenta— estaba apercibido de la maniobra de Nynaeve. Por ello, se hallaba en deuda con él.
De todos modos, a Bulen le encantaba hablar.
—Maese Andra, si me permite una sugerencia, podríamos girar hacia el sur en la Encrucijada de Berndt, ¿no? Conozco una posada a mitad de camino en esa dirección en la que sirven una codorniz exquisita. Y luego podríamos torcer hacia el este de nuevo, por la calzada que lleva a Mettler del Sur. Es un camino mucho más fácil.
—Seguiremos por aquí —contestó Lan.
—¡Pero la de Mettler del Sur es una calzada mucho mejor!
—Y, en consecuencia, mucho más transitada también, Bulen.
Bulen suspiró, pero guardó silencio. Le quedaba bien el hadori ceñido a la frente; además, había demostrado tener una sorprendente habilidad con la espada. Hacía mucho que Lan no veía un alumno tan capacitado.
Estaba oscureciendo; allí se hacía de noche pronto a causa de las montañas. Comparado con las áreas próximas a la Llaga, hacía frío. Por desgracia, esa comarca también estaba bastante poblada. De hecho, alrededor de una hora después de pasar el cruce de caminos llegaron a una posada por cuyas ventanas salía luz a raudales.
Bulen miró hacia allí, anhelante, pero Lan pasó de largo. Casi siempre viajaban de noche; era la mejor forma de que no los vieran.
Delante de la posada había tres hombres sentados, fumando una pipa en la oscuridad. Los zarcillos del aromático humo serpenteaban en el aire y llegaban más arriba de las ventanas. Lan apenas les prestó atención hasta que —todos a una— dejaron de fumar y desataron los caballos de la valla que para ese propósito había al lado de la posada.
«Estupendo», rezongó Lan para sus adentros. Asaltantes de caminos que acechaban de noche en la calzada para caer sobre los fatigados viajeros. En fin, tres hombres no tendrían que ser demasiado peligrosos. Los oyó cabalgar al trote en pos de ellos, pero no atacarían hasta encontrarse más lejos de la posada. Lan alargó la mano para aflojar el cordón que sujetaba la espada en la vaina.
—Milord —llamó en tono urgente Bulen, que miraba hacia atrás—, dos de esos hombres llevan hadori.
Lan se volvió con tal rapidez que la capa ondeó a su espalda. Los tres hombres se acercaron pero, sin parar, se desplegaron alrededor de los dos y los adelantaron. Lan los observó mientras pasaban.
—¡Andere! —llamó—. ¿Se puede saber lo que estás haciendo?
Uno de los tres jinetes —un tipo enjuto, de aspecto peligroso— miró hacia atrás; llevaba el largo cabello sujeto con el hadori. Hacía años que Lan no había visto a Andere. Al parecer, había prescindido por fin de su uniforme kandorés; ahora llevaba una capa negra y debajo ropa de caza hecha con cuero.
—Ah, Lan. No me di cuenta de que erais vos —dijo Andere, mientras los tres hombres frenaban sus monturas.
—Seguro que no —respondió Lan con voz inexpresiva—. Y tú, Nazar. Renunciaste a tu hadori cuando eras un muchacho. ¿Y ahora te pones uno?
—Si me place, sí —replicó Nazar.
Se estaba haciendo viejo —debía de haber cumplido los setenta o más— y tenía el pelo blanco, pero llevaba una espada en la silla.
El tercer hombre, Rakim, no era malkieri. Tenía los ojos rasgados típicos de un saldaenino, y miró a Lan a la par que se encogía de hombros, un tanto azorado.
Lan se llevó los dedos a la frente y cerró los ojos cuando los tres siguieron cabalgando calzada adelante. ¿Qué absurdo juego se traían ésos entre manos?
«Qué más da». Abrió los ojos.
Bulen empezó a decir algo, pero Lan lo hizo enmudecer con una mirada enojada, tras lo cual viró hacia el sur y salió de la calzada a un sendero estrecho y tan poco transitado que apenas se distinguía.
Poco después oyó el golpeteo apagado de cascos a su espalda. Se volvió con rapidez y, al ver a los tres hombres cabalgando tras él, sofrenó a Mandarb.
—¡No voy a enarbolar la Grulla Dorada! —bramó, prietos los dientes.
—No hemos dicho que vayáis a hacerlo —respondió Nazar.
De nuevo, los tres se abrieron a los lados para pasarlos y los dejaron atrás. Lan espoleó a Mandarb y les dio alcance.
—En ese caso, dejad de seguirme —espetó.
—La última vez que miré, íbamos delante de vos —comentó Andere.
—Disteis la vuelta y me seguisteis por este sendero —acusó Lan.
—No sois dueño de los caminos, Lan Mandragoran —replicó Andere, que miró a Lan, el rostro velado en la oscuridad de la noche—. Por si no lo habéis notado, ya no soy el chico al que vejó el héroe de Salmarna. Me he convertido en un soldado, y los soldados hacen falta. De modo que cabalgaré por este sendero si así me place.
—¡Os ordeno que deis media vuelta y os marchéis! —dijo Lan—. Encontrad otro camino que vaya hacia el este.
Rakim se echó a reír. Todavía se le notaba la voz rasposa a pesar de los años transcurridos.
—Ya no sois mi capitán, Lan. ¿Por qué iba a obedecer vuestras órdenes?
Los otros rieron también.
—A un rey sí lo obedeceríamos, por supuesto —dijo Nazar.
—Sí —abundó Andere—. Si nos diera órdenes, a lo mejor las cumpliríamos. Pero no veo ningún rey aquí. A no ser que esté equivocado.
—No puede haber un rey de una nación desaparecida —contestó Lan—. Ni un rey sin reino.
—Y, sin embargo, cabalgáis. —Nazar dio un golpecito a las riendas—. Cabalgáis para encontrar la muerte en una tierra que afirmáis que no es un reino.
—Es mi destino.
Los tres se encogieron de hombros y a continuación lo adelantaron.
—No seáis necios. Este camino conduce a la muerte —musitó en voz queda Lan, que tiró de la rienda para frenar a Mandarb.
—La muerte es más liviana que una pluma, Lan Mandragoran —citó Rakim con la cabeza vuelta hacia atrás—. ¡Si sólo cabalgamos hacia la muerte, entonces el camino será más fácil de lo que pensaba!
Lan rechinó los dientes, mas ¿qué podía hacer? ¿Golpear a los tres hasta dejarlos inconscientes y abandonarlos a un lado de la calzada? Azuzó con las rodillas a Mandarb para que reemprendiera la marcha.
Y los dos pasaron a ser cinco.
Galad no dejó de desayunar, aunque advirtió que el Hijo Byar había ido a hablar con él. Era un refrigerio sencillo: gachas de avena con un puñado de pasas mezcladas. Que todos comieran lo mismo evitaba que alguien sintiera envidia. Algunos capitanes generales se habían alimentado mucho mejor que sus hombres, pero eso no era aplicable a Galad, sobre todo cuando tanta gente en el mundo pasaba hambre.
El Hijo Byar siguió parado firme junto a los faldones de la entrada, esperando a que Galad se diera por enterado de su presencia. El hombre flaco, de mejillas hundidas, llevaba la capa blanca sobre el tabardo que cubría la cota.
Por fin Galad dejó la cuchara a un lado e hizo un gesto con la cabeza a Byar. El soldado se adelantó hasta la mesa y esperó, todavía firme. En la tienda de Galad no había enseres muy recargados. Su espada —la que antes perteneció a Valda— descansaba encima de la sencilla mesa, detrás del cuenco que era de madera y estaba adornado con un mínimo dibujo. Las garzas de la hoja asomaban debajo de la vaina, y la figura de Byar se reflejaba en el pulido acero.
—Habla —dijo Galad.
—Tengo más noticias sobre el ejército, milord capitán general. Se encuentra cerca de donde los cautivos dijeron que estaría, a pocos días de aquí.
Galad asintió con la cabeza.
—¿Ondean la bandera de Ghealdan? —preguntó.
—Junto con la de Mayene. —El celo fanático brilló en los ojos de Byar—. Y la cabeza de lobo, aunque los informes indican que arriaron ésa ayer a última hora. Ojos Dorados se encuentra allí. Nuestros exploradores están seguros.
—¿Es cierto que mató al padre de Bornhald?
—Sí, milord capitán general. Conozco un poco a ese ser. Él y sus tropas proceden de un lugar llamado Dos Ríos.
—¿Dos Ríos? —repitió Galad—. Es curioso con cuánta frecuencia oigo nombrar ese lugar últimamente. ¿No es de allí al’Thor?
—Es un lugar siniestro, milord capitán general. El Hijo Bornhald y yo pasamos allí un tiempo el año pasado. Está plagado de Amigos Siniestros.
—Hablas como un interrogador —dijo Galad con un suspiro.
—Milord capitán general —continuó Byar con afán—, por favor, creedme, milord, no es una simple suposición. Esto es distinto.
Galad frunció el entrecejo. Luego señaló hacia el otro taburete que había junto a la mesa, y Byar se sentó en él.
—Explícate. Y cuéntame todo lo que sabes del tal Perrin Ojos Dorados —ordenó Galad.
Perrin recordaba aquellos días en que un sencillo desayuno de pan y queso lo satisfacía. Ya no era el caso. Quizá se debía a su relación con los lobos, o tal vez sus gustos habían cambiado con el tiempo. Ahora ansiaba la carne, sobre todo por la mañana. No siempre podía tomarla, y lo aceptaba. Pero, por lo general, no tenía ni que pedirla.
Y eso fue lo que ocurrió ese día. Se había levantado y se estaba lavando, cuando una criada entró con una enorme tajada de pernil, humeante y suculenta. Nada de alubias ni verduras. Ni salsa. Sólo el pernil, frotado con sal y hecho a la brasa en la lumbre, con un par de huevos cocidos. La criada lo puso en la mesa y se retiró.
Perrin se secó las manos, cruzó la alfombra de la tienda y olfateó el aroma del pernil. Una parte de él pensaba que debería rechazarlo, pero se sentía incapaz. Imposible, teniéndolo allí mismo. Se sentó, asió cuchillo y tenedor, y empezó a comer con entusiasmo.
—Sigo sin entender cómo puedes comerte eso para desayunar —comentó Faile, que salió de la zona de aseo de la tienda, secándose las manos con un paño.
El amplio pabellón tenía varias cortinas divisorias que aislaban distintos espacios. Faile llevaba puesto uno de sus discretos vestidos grises. Perfecto, porque así no lo distraería su belleza. Acentuaba su figura un recio cinturón negro; había desechado todos sus cinturones dorados, por magníficos que fueran. Él le había sugerido buscarle uno que fuera más de su agrado; pero, en respuesta, la expresión de Faile se tornó enfermiza, como si se le revolviera el estómago.
—Es comida —contestó Perrin.
—Eso ya lo veo —resopló con sorna ella mientras se miraba en el espejo—. ¿Qué crees que suponía que era? ¿Un trozo de piedra?
—Lo que quiero decir es que la comida es comida —dijo entre bocado y bocado—. ¿Por qué habría de importarme lo que como para desayunar o lo que tomo de comida a otra hora?
—Porque es raro.
Faile se ciñó al cuello un cordón del que colgaba una pequeña piedra azul. Se contempló en el espejo y después se dio la vuelta, de forma que las holgadas mangas del vestido de corte saldaenino susurraron. Se paró cerca del plato y puso cara de asco.
—Voy a desayunar con Alliandre. Mándame llamar cuando haya noticias.
Él asintió con la cabeza y tragó. ¿Por qué una persona tomaría para comer a mediodía algo que rechazaría para desayunar? No tenía sentido.
Había decidido que seguirían acampados junto a la calzada de Jehannah. ¿Qué otra cosa podía hacer, con un ejército de Capas Blancas justo un poco más adelante, entre Lugard y él? Sus exploradores necesitaban tiempo para evaluar el peligro. Había pasado mucho tiempo pensando en las extrañas visiones que había tenido sobre los lobos que acosaban ovejas para conducirlas hacia una bestia y sobre Faile que se dirigía hacia un precipicio. Había sido incapaz de encontrarles sentido, pero ¿tendrían algo que ver con los Capas Blancas? La aparición de esa gente lo incomodaba más de lo que quería admitir, pero albergaba una mínima esperanza de que su presencia careciera de importancia y que no lo retrasaran demasiado.
—Perrin Aybara… —llamó alguien desde el exterior—. Con tu permiso, ¿puedo entrar?
—Adelante, Gaul, mi sombra es tuya —invitó Perrin.
El alto Aiel entró en la tienda.
—Gracias, Perrin Aybara. Menudo festín —añadió al echar una ojeada a la carne—. ¿Celebras algo?
—Nada, aparte de desayunar.
—Tremenda victoria —dijo Gaul, riendo con ganas.
Perrin sacudió la cabeza. El humor Aiel… Ya había dejado de querer encontrarle sentido. Gaul se acomodó en el suelo, y Perrin suspiró para sus adentros antes de recoger el plato para ir a sentarse en la alfombra, enfrente de Gaul. Apoyó el desayuno encima de las piernas cruzadas y siguió comiendo.
—No tienes que sentarte en el suelo por mí —comentó el Aiel.
—No lo hago por obligación, Gaul.
El Aiel asintió con la cabeza.
Perrin cortó otro trozo. Sería mucho más fácil si asiera todo el pernil con los dedos y empezara a darle mordiscos. Para los lobos, ingerir la comida era una tarea sencilla. Utensilios, ¿para qué?
Esos pensamientos lo hicieron pararse a pensar. Él no era un lobo, y no quería pensar como uno de ellos. Quizá debería empezar a tomar fruta para que fuera un desayuno de verdad, como decía Faile. Frunció el entrecejo y se puso a comer otra vez.
—En Dos Ríos luchamos contra trollocs —dijo Byar, que bajó la voz—. Varias docenas de hombres que tenemos en el campamento pueden confirmarlo. Yo maté a varias bestias con mi propia espada.
Galad había olvidado las gachas, ahora frías en la mesa.
—¿Trollocs en Dos Ríos? ¿A tantos centenares de millas de las Tierras Fronterizas? —se extrañó Galad.
—Allí estaban, sin embargo —ratificó Byar—. El capitán general Niall debía de sospecharlo, ya que fuimos allí siguiendo sus órdenes. Sabéis que Pedron Niall no era de los que hacían nada llevado por un impulso.
—Sí, estoy de acuerdo. Pero ¿en Dos Ríos?
—Está lleno de Amigos Siniestros —afirmó Byar—. Bornhald os habló de Ojos Dorados. En Dos Ríos, el tal Perrin Aybara tenía izada la antigua enseña de Manetheren y reunió un ejército entre los granjeros. Soldados bien adiestrados pueden poner en ridículo a unos granjeros a los que se obliga a servir; pero, si uno reúne los suficientes, entonces pueden representar un peligro. Algunos son diestros con la vara de combate o con el arco.
—Lo sé bien —repuso Galad en tono inexpresivo; recordaba una lección bochornosa que había recibido en una ocasión.
—Que ese hombre, Perrin Aybara, es un Amigo Siniestro, está tan claro como el agua. Lo llaman Ojos Dorados porque tiene el iris de los ojos de ese color, un tono que nunca se ha visto en una persona. Estamos convencidos de que fue Aybara el que llevó los trollocs allí y los utilizó para obligar a la gente de Dos Ríos a unirse a su ejército. Al final consiguió echarnos de allí. Y ahora lo tenemos aquí, delante de nosotros.
¿Una coincidencia o era algo más?
Saltaba a la vista que Byar se planteaba la misma pregunta.
—Milord capitán general, tal vez debí mencionar esto antes, pero lo de Dos Ríos no fue mi primera experiencia con ese ser, Aybara. Hace dos años, mató a dos Hijos en una calzada remota de Andor por la que apenas hay tránsito. Yo viajaba con el padre de Bornhald. Encontramos a Aybara acampado en un sitio alejado del camino. ¡Corría con lobos como un salvaje! Mató a dos hombres antes de que pudiéramos reducirlo. Después, a la noche siguiente de haberlo capturado, huyó. ¡Milord, íbamos a colgarlo!
—¿Hay otros que puedan confirmar esto? —preguntó Galad.
—El Hijo Oratar. Y el Hijo Bornhald puede confirmar lo que vimos en Dos Ríos. Ojos Dorados también se encontraba en Falme. Sólo por lo que hizo allí, debería llevárselo ante la justicia. Es evidente que la Luz nos lo ha puesto al alcance de las manos.
—¿Estás seguro de que los nuestros se hallan con los Capas Blancas? —preguntó Perrin.
—No distinguí las caras —dijo Gaul—, pero Elyas Machera tiene una vista muy penetrante. Dice que está seguro de haber divisado a Basel Gill.
Perrin asintió con la cabeza. Los ojos dorados de Elyas debían de ser tan agudos como los suyos.
—Los informes de Sulin y sus exploradoras son similares —añadió Gaul, que aceptó una copa de cerveza que Perrin le sirvió de la jarra—. El ejército de los Capas Blancas tiene un gran número de carretas y son muy semejantes a las que nosotros mandamos por delante. Sulin lo descubrió esta mañana temprano, pero me pidió que te pasara esta información cuando te despertaras, ya que sabe que los habitantes de las tierras húmedas son muy temperamentales si se los molesta por la mañana.
Era evidente que Gaul no tenía ni idea de que sus palabras podrían ser ofensivas. El era de las tierras húmedas, y los habitantes de las tierras húmedas eran temperamentales, al menos en opinión de los Aiel. De modo que Gaul sólo exponía un hecho reconocido por todos.
Perrin meneó la cabeza y probó uno de los huevos. Estaba demasiado hecho, pero se podía comer.
—¿Sulin vio a alguien que conociera? —preguntó.
—No, aunque vio algunos gai’shain. Pero Sulin es una Doncella, de modo que quizá deberíamos enviar a alguien para confirmar lo que dice, alguien que no exigirá tener la oportunidad de lavar nuestra ropa interior.
—¿Problemas con Bain y Chiad? —inquirió Perrin.
—Esas mujeres van a volverme loco, lo juro —respondió Gaul con una mueca irritada—. ¿A qué hombre creen capaz de soportar tales cosas? Casi sería mejor tener al Cegador de la Vista como gai’shain que a esas dos.
Perrin rió sin poderlo evitar.
—Sea como sea, los cautivos parecen estar sanos y salvos —continuó el Aiel—. Y hay otra cosa que añadir al informe. Una de las Doncellas vio una bandera ondeando en el campamento que parecía distintiva, así que la copió para tu secretario, Sebban Balwer. El dice que esa bandera significa que el capitán general en persona cabalga con ese ejército.
Perrin se quedó observando el último bocado de carne. Ésa no era una buena noticia. Nunca había visto al capitán general, pero, en una ocasión, sí había conocido a uno de los capitanes Capas Blancas. Ocurrió la noche que murió Saltador, una noche que lo había obsesionado durante dos años.
Fue la noche en que él había matado por primera vez.
—¿Qué más pruebas necesitáis? —Byar se acercó, inclinándose hacia adelante, los ojos hundidos encendidos por el fanatismo—. ¡Tenemos testigos que vieron a ese hombre asesinar a dos de los nuestros! ¿Vamos a permitir que pase de largo ante nuestras narices, como si fuera inocente?
—No —dijo Galad—. Por la Luz, no. Si lo que cuentas es cierto, entonces no podemos dar la espalda a ese hombre. Nuestro deber es hacerles justicia a las víctimas.
Byar sonrió con gesto ansioso.
—Los prisioneros revelaron que la reina de Ghealdan le ha jurado fidelidad.
—Eso podría plantear un problema.
—O una oportunidad. Quizás Ghealdan es justo lo que necesitan los Hijos. Un nuevo hogar, un sitio que reconstruir. Habláis de Andor, milord capitán general, mas ¿cuánto tiempo nos tolerarán? Habláis de la Última Batalla, aunque para eso aún podrían faltar meses. ¿Y si liberásemos a toda una nación de las garras de un terrible Amigo Siniestro? A buen seguro que la reina, o su sucesor, se sentiría en deuda con nosotros.
—Eso dando por sentado que podemos derrotar al tal Aybara.
—Podemos. Nuestras fuerzas son menos numerosas que su ejército, pero muchos de sus soldados son granjeros.
—Unos granjeros que, según tú mismo acabas de señalar, pueden ser peligrosos. No se los debería subestimar.
—Sí, pero sé que podemos derrotarlos. Serán peligrosos, pero se vendrán abajo ante el poderío de los Hijos. Esta vez, por fin, Ojos Dorados no podrá esconderse detrás de las fortificaciones de su aldea o de la chusma de sus aliados. Se acabaron los subterfugios.
¿Sería esto parte de ser ta’veren? ¿Es que no podía dejar atrás lo ocurrido aquella noche, hacía años? Apartó el plato a un lado, con la sensación de tener revuelto el estómago.
—¿Te encuentras bien, Perrin Aybara? —se interesó Gaul.
—Sí, sólo estaba pensando.
Los Capas Blancas no lo dejarían en paz, y el Entramado —¡así se abrasara!— iba a seguir poniéndolos en su camino una y otra vez hasta que se enfrentara a ellos.
—¿Qué tamaño tiene su ejército? —preguntó.
—Hay veinte mil soldados de los suyos —respondió el Aiel—. Y varios miles más que, casi con toda seguridad, jamás han blandido una lanza.
Sirvientes y seguidores de campamento. Gaul evitó que el regocijo se le notara en la voz, pero Perrin lo captó en su olor. Entre los Aiel, casi todos los hombres —todos excepto los herreros— empuñaban una lanza si alguien los atacaba. El hecho de que muchos habitantes de las tierras húmedas fueran incapaces de defenderse a sí mismos, o dejaba atónitos a los Aiel o los enfurecía.
—La suya es una fuerza grande, pero la nuestra es mayor —prosiguió Gaul—. Además no tienen algai’d’siswai ni Asha’man ni encauzadoras de ningún tipo, si Sebban Balwer está en lo cierto. Parece que sabe mucho de esos Capas Blancas.
—No se equivoca. Los Capas Blancas odian a las Aes Sedai y creen que cualquiera que esté capacitado para hacer uso del Poder Único es un Amigo Siniestro.
—¿Vamos a atacarlo, pues? —preguntó Byar.
—No tenemos elección. —Galad se puso de pie—. La Luz nos lo ha puesto en las manos. Pero necesitamos más información. Quizá debería ir a ver a ese Aybara para informarle que tenemos a sus aliados, y después pedirle que su ejército se enfrente a nosotros en el campo de batalla. Prefiero sacarlo a campo abierto para poner en juego a mi caballería.
—¿Qué quieres hacer, Perrin Aybara? —preguntó Gaul.
¿Que qué quería? Ojalá tuviera respuesta a esa pregunta.
—Envía más exploradores. Que encuentren un lugar mejor para acampar. Habrá que parlamentar, pero la Luz sabe que no voy a dejar a Gill y a los demás en manos de los Capas Blancas. Daremos a los Hijos la oportunidad de que nos entreguen a los nuestros. Si no lo hacen… En fin, entonces veremos.