Aviendha dio un último paso y se encontró fuera del bosque de columnas de cristal. Hizo una profunda inhalación y después miró hacia atrás, al camino que había tomado.
La plaza central de Rhuidean era un lugar impresionante. Suaves baldosas blancas cubrían toda la explanada a excepción del centro exacto. Allí se erguía un árbol enorme cuyas ramas se extendían como brazos alzados hacia el sol para abrazarlo. El inmenso ejemplar poseía una perfección que Aviendha era incapaz de explicar. Tenía una simetría natural, sin que faltara ninguna rama, sin huecos en la frondosa copa. Sobre todo la impresionaba porque la última vez que lo había visto estaba quemado y ennegrecido.
En un mundo donde otras plantas morían sin explicación, este árbol se había sanado y había reverdecido más deprisa de lo que sería posible. Se oía el relajante susurro de las hojas mecidas por el viento, y las nudosas raíces asomaban a través de la tierra como los añosos dedos de un respetado y sabio anciano. Ver el árbol le despertó el deseo de sentarse y disfrutar de aquel instante de paz, sin más.
Sentía como si ese ejemplar fuese el modelo ideal de evolución de todos los demás árboles. En la leyenda se lo llamaba Avendesora. El Árbol de la Vida.
A un lado se alzaban las columnas de cristal. Había docenas —puede que centenares— y formaban círculos concéntricos. Estilizadas, se elevaban muy alto hacia el cielo. Lo que Avendesora tenía de puramente natural —incluso de summum de lo natural—, lo tenían de antinatural esas columnas. Eran tan finas y tan altas que, por lógica, cualquier golpe de viento tendría que echarlas abajo. No es que fueran aberrantes, sino artificiales, sin más.
Cuando había entrado en la plaza por primera vez días atrás, había visto gai’sain vestidos de blanco que recogían con cuidado las hojas caídas y las ramitas. Se habían retirado nada más verla. ¿Sería ella la primera que pasaba a través de las columnas de cristal desde la transformación de Rhuidean? Su propio clan no había mandado a nadie, y estaba segura de que se habría enterado si los otros lo hubieran hecho.
Lo cual sólo dejaba a los Shaido, pero ellos habían rechazado las revelaciones de Rand sobre el pasado de los Aiel. Aviendha sospechaba que si cualquier Shaido hubiese entrado, no habría podido soportar lo que allí se mostraba. Habría llegado al centro de las columnas de cristal para no regresar jamás.
A ella no le había pasado eso. Había sobrevivido. De hecho, todo lo que había visto no la había sorprendido, porque lo esperaba y casi había sido decepcionante.
Suspiró y se dirigió hacia el tronco de Avendesora para después alzar la vista hacia el entramado de ramas.
Tiempo atrás, esa plaza se encontraba atestada de ter’angreal, allí era donde Rand descubrió las llaves de acceso que había utilizado para limpiar el Saidin. La abundancia de ter’angreal ya era historia; Moraine había reclamado muchos objetos para la Torre Blanca, y los Aiel que vivían allí debían de haberse llevado el resto. Sólo quedaban tres cosas: el árbol, las columnas y los tres aros por los que las mujeres pasaban en su primera visita allí, el viaje que las convertía en aprendizas de Sabia.
Recordaba cosas de su paso por aquellos aros que le habían mostrado su vida; sus muchas vidas posibles. En realidad, sólo guardaba en la memoria fragmentos y partes. Y su certeza de que querría a Rand, de que tendría hermanas conyugales. Incluido en ese conocimiento estaba la impresión de que regresaría allí, a Rhuidean. Lo había sabido, aunque el simple hecho de entrar en esa plaza había reavivado algunos de esos recuerdos en su mente.
Se sentó con las piernas cruzadas entre dos de las inmensas raíces del árbol. La suave brisa era relajante, el aire seco y familiar; el olor polvoriento de la Tierra de los Tres Pliegues le recordaba su infancia.
El viaje a través de las columnas había sido envolvente, desde luego. Había esperado ver los orígenes de los Aiel y, quizá, el día en que los Aiel como pueblo decidieron empuñar las lanzas y luchar. Había esperado una noble decisión en la que el honor superaba el estilo de vida inferior dictado por la Filosofía de la Hoja.
Se había sorprendido al ver lo trivial —casi fortuito— que había sido el verdadero incidente. Nada de decisiones grandiosas; sólo un hombre que no estaba dispuesto a dejar que asesinaran a su familia. Había honor en querer defender a otros, pero no había abordado esa decisión con honor.
Apoyó la cabeza en el tronco del árbol. Los Aiel merecían el castigo en la Tierra de los Tres Pliegues y tenían toh —como pueblo— con las Aes Sedai. Había visto todo lo que esperaba ver, pero muchas de las cosas que había esperado descubrir no habían aparecido. Los Aiel seguirían visitando ese lugar durante siglos, igual que lo habían hecho durante siglos. Y todos ellos descubrirían algo que ahora era de dominio público.
Eso la desazonaba muchísimo.
Miró hacia arriba para ver oscilar las ramas con la brisa; varias hojas se desprendieron y cayeron hacia ella arrastradas por el viento. Una le rozó la cara antes de posarse en el chal.
Pasar entre las columnas de cristal ya no era un desafío. En su origen, ese ter’angreal servía para someterse a una prueba. ¿Sería capaz un posible jefe de afrontar y aceptar el secreto más siniestro de los Aiel? Como Doncella, Aviendha se había sometido a una prueba física de resistencia y fortaleza. Convertirse en Sabia probaba a una mujer emocional y mentalmente. Rhuidean era la culminación de ese proceso, la prueba última de la resistencia mental de una persona. Pero había dejado de serlo.
Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que respetar la tradición sólo porque sí era una estupidez. Las buenas tradiciones —las fuertes tradiciones Aiel— enseñaban la disciplina del ji’e’toh, los métodos de supervivencia.
Aviendha suspiró y se puso de pie. El bosque de columnas le recordaba los chorrillos de agua congelada que había visto durante el invierno en las tierras húmedas. Carámbanos, había dicho Elayne que se llamaban. Estas emergían del suelo y apuntaban al cielo, objetos de belleza y Poder. Era triste ser testigo de su declive a la irrelevancia.
Se le ocurrió una idea. Antes de partir de Caemlyn, Elayne y ella habían hecho un descubrimiento asombroso. Aviendha había manifestado un Talento en el Poder Único: la capacidad de identificar ter’angreal. ¿Sabría determinar con exactitud lo que hacían las columnas de cristal? Era imposible que se hubiesen creado de forma específica para los Aiel, ¿verdad? Casi todos los objetos de gran Poder como éste provenían de tiempos remotos. Las columnas se habrían creado durante la Era de Leyenda y posteriormente se habrían adaptado al propósito de mostrar a los Aiel su verdadero pasado.
Había tantas cosas que ignoraban de los ter’angreal… ¿Los antiguos Aes Sedai los entendían de verdad, del mismo modo que ella entendía con exactitud cómo funcionaba un arco o una lanza? ¿O las cosas que creaban los dejaban perplejos incluso a ellos? El Poder Único era tan extraordinario, tan misterioso, que incluso ejecutar tejidos conocidos hacía que se sintiera como una niña.
Se acercó a la columna de cristal más próxima con cuidado de no pasar dentro del círculo. Si tocaba una de las varillas quizá su Talento le permitiría interpretar algo sobre ellas. Era peligroso experimentar con ter’angreal, pero ya había superado su desafío y estaba ilesa.
Alargó la mano con incertidumbre y rozó con los dedos la superficie resbaladiza, cristalina. Tenía más o menos un pie de grosor. Cerró los ojos e intentó descifrar la función de las columnas.
Percibió el poderoso halo del cristal. Era mucho más fuerte que el de cualquiera de los ter’angreal que habían manipulado Elayne y ella. De hecho, daba la impresión de que las columnas estuvieran… vivas de algún modo. Era casi como si percibiera una conciencia en ellas.
La sacudió un escalofrío. ¿Era ella la que tocaba la columna o la columna la tocaba a ella?
Trató de interpretar el ter’angreal como había hecho con otros, pero éste era vasto. Inconcebible, como el propio Poder Único. Inhaló con brusquedad, desorientada por el «peso» de lo que sentía. Era como si de repente hubiese caído en un foso profundo, oscuro.
Abrió los ojos de golpe y retiró la mano, que le temblaba. Esto estaba más allá de sus posibilidades. Era un insecto que intentaba calcular el tamaño y la masa de una montaña. Respiró hondo para tranquilizarse y después meneó la cabeza. Allí ya no quedaba nada más que ella pudiera hacer.
Se apartó de las columnas de cristal y dio un paso…
Era Malidra y tenía dieciocho años, pero estaba tan flaca que parecía una chica mucho más joven. Avanzó en la oscuridad. Con cuidado. Sin hacer ruido. Era peligroso acercarse tanto a los Hacedores de Luz. El hambre la azuzó para que avanzara un poco más. Siempre la aguijoneaba.
Hacía frío esa noche y se encontraba en un paraje desértico. Malidra había oído contar historias sobre un sitio que había más allá de las lejanas montañas, un lugar donde la tierra era verde y la comida crecía por doquier. Ella no creía esas mentiras. Las montañas eran meras líneas en el cielo, dientes irregulares. ¿Quién iba a escalar algo tan alto?
A lo mejor los Hacedores de Luz podían. Venían de esa dirección, por lo general. Su campamento se hallaba un poco más adelante, reluciendo en la oscuridad. Ese fulgor era demasiado regular para tratarse de fuego.
Provenía de las esferas que llevaban consigo. Avanzó poco a poco, agazapada, con los pies descalzos y las manos manchados de polvo. Había unos cuantos hombres y mujeres del Pueblo con ella; tenían las caras mugrientas, el cabello grasiento, y los hombres llevaban la barba enmarañada.
Las ropas eran una mezcolanza de pantalones andrajosos y prendas que quizás habían sido camisas en algún momento. Cualquier cosa era buena para protegerse del sol durante el día, porque el sol podía matar. Y lo hacía. Malidra era la última de cuatro hermanas, dos muertas por el sol y el hambre, y otra por la picadura de una serpiente.
Pero Malidra sobrevivía; angustiada, pero sobrevivía. El mejor modo de conseguirlo era seguir a los Hacedores de Luz. Era peligroso, pero su cerebro rara vez percibía ya el peligro. Eso era lo que pasaba cuando prácticamente todo en derredor podía acabar con uno.
Malidra pasó junto a un arbusto y observó a los guardias de los Hacedores de Luz, dos centinelas que sostenían las largas armas con aspecto de varas. Malidra había encontrado una de esas armas una vez, en un hombre muerto, pero no había conseguido que el arma hiciera nada. Los Hacedores de Luz tenían magia, la misma que creaba su comida y su luz. La magia que los mantenía calientes en el crudo frío de la noche.
Los dos hombres vestían ropas raras. Pantalones que se ajustaban demasiado bien, chaquetas repletas de bolsillos y con brillantes trocitos de metal. Los dos llevaban sombrero, aunque uno lo tenía colgando a la espalda, sujeto al cuello con una fina tira de cuero. Los hombres charlaban. No llevaban barba, como los hombres del Pueblo. Y el color del pelo era más oscuro.
Uno de los otros miembros del Pueblo —una mujer— se acercó demasiado y Malidra le chistó. La mujer le respondió asestándole una mirada colérica, pero se apartó. Malidra se quedó al borde del círculo luminoso. Los Hacedores de Luz no la verían allí. Tenían unos extraños globos oculares que relucían y echaban a perder su visión nocturna.
Rodeó la enorme carreta. No había caballos. Sólo la carreta, que era lo bastante grande para albergar a doce personas. Se movía de forma mágica durante las horas diurnas, desplazándose sobre ruedas que eran casi igual de altas que Malidra. Había oído contar —en el lenguaje quedo, titubeante del Pueblo— que en el este los Hacedores de Luz estaban haciendo un enorme camino que pasaría directamente a través del Yermo. Lo hacían colocando extrañas piezas de metal. Eran demasiado grandes para levantarlas haciendo palanca, aunque Jorshem le había enseñado un clavo grande que había encontrado. Lo utilizaba para rebañar la carne de los huesos.
Hacía bastante tiempo que no comía bien; desde que se las habían arreglado para matar a aquel mercader mientras dormía, hacía dos años. Aun recordaba ese festín, hurgando en sus provisiones, comiendo hasta que el estómago le dolió. Qué sensación tan extraña. Maravillosa y dolorosa.
La mayoría de los Hacedores de Luz tenían demasiado cuidado para que ella tuviera posibilidad de matarlos mientras dormían. Y no osaba hacerles frente cuando estaban despiertos. Tenían capacidad para hacer que alguien como ella desapareciera con una mirada.
Nerviosa, seguida por un par de miembros del Pueblo, acabó de rodear la carreta y se acercó a la parte trasera. Como era de esperar, los Hacedores de Luz habían tirado allí algunas sobras de su comida. Se deslizó con rapidez y empezó a remover los desechos. Había algunos recortes de carne, tiras de grasa. Se apoderó de ellos con ansiedad —apretándolos contra sí antes de que los otros los vieran— y se los metió en la boca en un puñado. Notó arena entre los dientes, pero la carne era comida. Con precipitación, revolvió un poco más en los desperdicios.
Una luz intensa brilló encima de ella. Se quedó petrificada, con la mano a mitad de camino de la boca. Los otros dos miembros del Pueblo chillaron y se alejaron a la carrera. Intentó hacer lo mismo, pero tropezó. Sonó una especie de silbido —el sonido de una de las armas de los Hacedores de Luz— y algo la golpeó en la espalda. Era como si le hubiesen dado con una piedra pequeña.
Se desplomó al sentir un repentino e intenso dolor. La luz se apagó un poco; parpadeó para enfocar los ojos aun cuando sentía que la vida se le escapaba y se le derramaba por encima de las manos.
—Te lo dije —habló una voz.
Dos sombras se movieron delante de la luz. ¡Tenía que correr! Intentó levantarse, pero lo único que consiguió fue agitarse con debilidad.
—Pero qué puñetas, Flern —rezongó una segunda voz. Una silueta se arrodilló a su lado—. Pobre. Casi es una niña. No iba hacer daño a nadie.
—¿Que no? —Resopló con desdén el tal Flern—. He visto a estos seres intentar degollar a un hombre dormido. Sólo por los desperdicios. Jodidas alimañas.
La otra sombra la miró y ella atisbo un rostro severo. Ojos rutilantes. Como estrellas. El hombre suspiró y se puso de pie.
—La próxima vez enterramos la basura —dijo.
Regresó hacia la luz. El segundo hombre, Flern, se quedó observándola. ¿Era eso su sangre? Pringándole las manos, cálida, como agua que ha estado al sol mucho tiempo.
La muerte no la sorprendió. En cierto modo, la había estado esperando a lo largo de la casi totalidad de sus dieciocho años.
—Jodidos Aiel —oyó decir a Flern mientras la vista se le apagaba.
Aviendha pisó las losas de la plaza de Rhuidean y parpadeó, conmocionada. El sol había cambiado allá en lo alto. Habían transcurrido horas.
¿Qué había ocurrido? La experiencia había sido tan real, como las visiones de los primeros tiempos de su pueblo. Pero no le encontraba sentido. ¿Acaso había retrocedido aún más en la historia? Eso parecía la Era de Leyenda. Las extrañas máquinas, las ropas, las armas… Pero aquello era el Yermo.
Recordaba con claridad ser Malidra. Recordaba años de hambre, de rebuscar en la basura, de odio —y de miedo— por los Hacedores de Luz. Recordaba su muerte. El terror, atrapada y sangrando. Esa sangre cálida en las manos…
Se llevó una a la frente, mareada, perturbada. No por la muerte. Todo el mundo despertaba del sueño y, aunque no le daba la bienvenida, tampoco la temía. No, lo espantoso de la visión había sido la absoluta falta de honor que había presenciado. ¿Matar hombres de noche por su comida? ¿Rebuscar carne medio masticada y llena de arena en la basura? ¿Vestida con harapos? ¡Más que persona había sido un animal!
Mejor morir. Imposible que los Aiel procedieran de unas raíces así, largo tiempo atrás. Los Aiel en la Era de Leyenda habían sido sirvientes pacíficos, respetados. ¿Cómo iban a empezar como un pueblo que rebuscaba en la basura, como carroñeros?
Tal vez sólo era un grupo pequeño de Aiel. O tal vez el hombre se había equivocado. Era difícil sacar conclusiones de una única visión. ¿Por qué se le había mostrado?
Dio un paso vacilante que la apartó de las columnas de cristal y no ocurrió nada. No más visiones. Desasosegada, echó a andar hacia la plaza.
Entonces aflojó el paso.
Titubeante, dio media vuelta. Silenciosas, solitarias, las columnas se alzaban bajo la luz menguante del ocaso, dando la impresión de zumbar con una energía oculta, desconocida.
¿Habría algo más?
La experiencia vivida parecía tan desconectada de las que había visto con anterioridad… Si pasaba de nuevo a través de las columnas, ¿se repetiría lo que había visto antes? O tal vez… ¿Habría cambiado algo con su Talento?
En los siglos transcurridos desde la fundación de Rhuidean, esas columnas habían mostrado a los Aiel lo que tenían que saber sobre sí mismos. Las Aes Sedai lo habían establecido así, ¿verdad? ¿O se habían limitado a colocar el ter’angreal y dejar que hiciera lo que quisiera, sabiendo que otorgaría conocimiento?
Aviendha oyó susurrar las hojas del árbol. Esas columnas eran un desafío, tan cierto como un guerrero enemigo empuñando sus lanzas. Si volvía a pasar entre ellas cabía la posibilidad de que no volviera a salir nunca; nadie atravesaba ese ter’angreal una segunda vez. Estaba prohibido. Un viaje a través de los aros y uno a través de las columnas.
Pero ella había ido allí en busca de conocimiento. Y no se marcharía sin obtenerlo. Giró sobre sus talones y —tras hacer una profunda inhalación— se acercó a las columnas.
Después, dio un paso adelante.
Se llamaba Norlesh y sostenía a su hijo pequeño contra el pecho. Un viento seco le sacudía el chal. Su bebé, Garlvan, se puso a lloriquear, pero ella lo calmó mientras su esposo hablaba con los forasteros.
Había un pueblo de esa gente a corta distancia, unas chozas construidas contra las estribaciones de las montañas. Vestían ropas teñidas, pantalones de corte raro y camisas abotonadas. Habían ido allí en busca del mineral. ¿Cómo podían ser tan valiosas unas piedras para que vivieran a este lado de las montañas, lejos de su legendaria tierra de agua y comida? ¿Lejos de sus edificios, donde la luz brillaba sin velas, y de sus carretas que se movían sin caballos?
El chal le resbaló de los hombros y ella se lo colocó bien. Necesitaba uno nuevo; estaba harapiento y ya no le quedaba más hilo para zurcirlo o ponerle remiendos. Garlvan lloriqueaba en sus brazos y su hija Meise —aparte del bebé, la única que sobrevivía—, se aferraba a su falda. Hacía meses que Meise no hablaba; no lo hacía desde que su hermano mayor había muerto de frío.
—Por favor —dijo su esposo, Metalan, a los forasteros.
Eran tres, dos hombres y una mujer, todos vestidos con pantalón. Gente de rasgos recios, no como los otros extranjeros de delicadas facciones y sedas demasiado elegantes, que a veces se hacían llamar los Iluminados. Estos tres eran más corrientes.
—Por favor, mi familia… —repitió Metalan.
Era un buen hombre. O lo había sido antaño, cuando estaba fuerte y en forma. Ahora parecía un reflejo grotesco de sí mismo, con las mejillas hundidas. Los azules ojos —otrora animados, vivos— miraban con aire ausente gran parte del tiempo. Tenía el gesto atormentado. Esa expresión se debía a ver morir a tres de sus hijos en un período de dieciocho meses. Aunque Metalan le sacaba la cabeza a cualquiera de los forasteros, parecía arrastrarse ante ellos.
El forastero que mandaba —un hombre de barba espesa y ojos grandes y sinceros— meneó la cabeza. Le devolvió a Metalan el saco lleno de piedras.
—La Emperatriz del Cuervo, así respire siempre, lo prohíbe. Nada de tratos con los Aiel. Podrían quitarnos la carta de privilegio por hablar con vosotros.
—No tenemos comida —dijo Metalan—. Mis hijos están hambrientos. Estas piedras contienen metal. Sé de qué tipo buscáis. He pasado semanas recogiéndolas. Dadnos un poco de comida. Algo. Por favor.
—Lo siento, amigo —dijo el jefe de los forasteros—. No merece la pena buscarse problemas con los Cuervos. Sigue tu camino. No queremos que haya un incidente.
Varios forasteros se acercaban por detrás; uno llevaba un hacha y otros dos, varas silbantes.
Su esposo se desmoronó. Días de viaje y semanas de buscar las piedras. Para nada. Se dio la vuelta y se dirigió hacia ella. En lontananza, el sol empezaba a meterse. Cuando Metalan llegó donde esperaban, Meise y ella se pusieron a su lado y se alejaron del campamento de los forasteros.
Meise se puso a gimotear, pero ninguno de los dos tenía fuerza ni voluntad de llevarla a cuestas. Alrededor de una hora de camino del campamento de los forasteros, su esposo encontró un hueco en un saliente rocoso. Se acomodaron en la oquedad, sin encender fuego. No había nada que quemar.
Norlesh tenía ganas de llorar, pero… Sentir algo parecía más difícil cada día.
—Qué hambre tengo —susurró.
—Atraparé algo por la mañana —dijo su esposo, que contemplaba las estrellas.
—No hemos cazado nada hace días.
Él no contestó.
—¿Qué vamos a hacer? —Preguntó ella en un susurro—. No hemos sido capaces de conservar un hogar para nuestro pueblo desde los tiempos de mi abuela Tava. Si nos agrupamos, nos atacan. Si deambulamos por el Yermo, morimos. No quieren comerciar con nosotros. No nos dejan cruzar las montañas. ¿Qué vamos a hacer?
La respuesta de su esposo fue tenderse en el suelo, dándole la espalda.
Entonces se le desbordaron las lágrimas, en silencio, con debilidad. Le resbalaron por las mejillas mientras se abría la blusa para dar de mamar a Garlvan, aunque ya no le quedaba leche para la criatura.
El bebé no se movió. No se le enganchó al pecho. Norlesh alzó el cuerpecillo y se dio cuenta de que el niño ya no respiraba. En algún momento, durante la caminata hacia la oquedad de la roca, había muerto sin que ella lo notara.
Lo más aterrador fue lo difícil que le resultó experimentar un mínimo atisbo de pena por esa muerte.
El pie de Aviendha tocó las baldosas. A su alrededor, el bosque de columnas de cristal relucía con los colores del arco iris. Era como encontrarse en medio de una exhibición de los Iluminadores. El sol se encontraba alto en el cielo; cosa sorprendente, el manto de nubes había desaparecido.
Quería marcharse de la plaza para siempre. Se había preparado para afrontar el conocimiento de que antaño los Aiel regían sus vidas conforme a la Filosofía de la Hoja. No era una revelación muy perturbadora. Pronto cumplirían con su toh.
Pero ¿esto? ¿Esos infelices dispersos y quebrantados? ¿Gente que no se defendía, que suplicaba, que no sabía cómo sobrevivir en su territorio? Saber que aquellos seres eran sus antepasados le producía una vergüenza casi insoportable. Menos mal que Rand al’Thor no había revelado este otro pasado a los Aiel.
¿Podía huir? ¿Alejarse corriendo de la plaza y no ver nada más? Si aquello empeoraba, la vergüenza la superaría. Por desgracia, sabía que, una vez que había empezado, sólo había una salida.
Rechinando los dientes, dio un paso al frente.
Era Tava, tenía catorce años y gritaba en medio de la noche mientras salía corriendo de su casa en llamas. Todo el valle —en realidad un cañón con laderas a pico— era pasto del fuego. Les habían prendido fuego a todos los edificios del dominio en ciernes. Criaturas de pesadilla de cuello sinuoso y anchas alas sobrevolaban el cañón en la noche; llevaban jinetes con arcos, lanzas y unas extrañas armas nuevas que hacían un sonido, como un siseo, cuando las disparaban.
Tava gritó y buscó a su familia, pero el dominio era un caos donde reinaba la confusión. Unos cuantos guerreros Aiel resistían, pero todo aquel que alzaba una lanza caía unos segundos después, muerto por una flecha o por uno de los disparos invisibles de las armas nuevas.
Un Aiel cayó delante de ella y el cadáver rodó por el suelo. Era un guerrero llamado Tadvishm, un Soldado de Piedra. Esa era una de las pocas asociaciones que todavía conservaban una identidad. La mayoría de los guerreros ya no tenían asociación; se hacían hermanos y hermanas de quienesquiera que fuesen con los que estuvieran acampados. De todos modos, en los campamentos también los dispersaban demasiado a menudo.
Ese dominio tendría que haber sido diferente, secreto, en lo más profundo del Yermo. ¿Cómo los habían encontrado sus enemigos?
Un niño de dos años lloraba. Corrió hacia él y lo alzó con rapidez de donde yacía, cerca de las llamas. Las casas ardían. La madera se había conseguido rebuscando con gran dificultad en las montañas que se alzaban en la frontera oriental del Yermo.
Sostuvo al pequeño contra sí y corrió hacia los recovecos más profundos del cañón. ¿Dónde estaba su padre? Con un sonido repentino y silbante, una de aquellas criaturas de pesadilla aterrizó delante de ella y el golpe de aire le agitó la falda. Un aterrador guerrero se erguía sentado a lomos de la criatura, con un casco que semejaba la cabeza de un insecto con mandíbulas punzantes y aserradas como pinzas. Bajó la vara silbante hacia ella; Tava gritó aterrada, acurrucándose y abrazando al pequeño que chillaba, y cerró los ojos.
El sonido silbante no se produjo. Al oír un gruñido y un inesperado chillido de la bestia serpentina, alzó la vista y vio a una figura forcejando con el forastero. El resplandor del fuego le reveló el rostro de su padre, afeitado tal como dictaban las viejas tradiciones. La bestia en la que luchaban los dos hombres se tambaleó y los arrojó a ambos al suelo.
Unos instantes después, su padre se puso de pie empuñando la espada del invasor, con la hoja manchada de un líquido oscuro. El invasor no se movió, y tras ellos la bestia levantó el vuelo lanzando una especie de berrido. Tava miró hacia arriba y vio que el animal seguía al resto de su manada. Los invasores se retiraban dejando atrás un grupo de gente desmoralizada y casas incendiadas.
Bajó la vista de nuevo. La escena la horrorizó; muchos cadáveres, a docenas, yacían tendidos en el suelo, desangrándose. El invasor al que su padre había matado parecía ser el único enemigo que había caído.
—¡Traed arena! —Gritó Rowahn, su padre—. ¡Apagad las llamas!
Alto, incluso para un hombre Aiel, con un llamativo cabello pelirrojo, vestía las ropas marrones y pardas, con botas atadas debajo de las rodillas. Ese atuendo lo identificaba como un Aiel y, en consecuencia, muchos ya no lo llevaban. Ser identificado como Aiel significaba la muerte.
Su padre había heredado esas ropas de su abuelo, así como un mandato: «Seguir las viejas costumbres. Recordar el ji’e’toh. Luchar y conservar el honor». Aunque sólo llevaba en el dominio unos pocos días, los otros le hicieron caso cuando gritó que apagaran el fuego. Tava le devolvió el niño a la madre agradecida y después ayudó a acarrear arena y tierra.
Unas horas más tarde, un pueblo cansado y ensangrentado se reunió en el centro del cañón y contempló con ojos apagados las ruinas de lo que habían construido durante meses de duro trabajo y que había quedado arrasado en una noche. Su padre aún llevaba la espada. La utilizaba para dirigir a la gente; algunos de los viejos decían que una espada traía mala suerte, pero ¿por qué decían eso? No era más que un arma.
—Tenemos que reconstruirlo —dijo su padre mientras contemplaba las ruinas.
—¿Reconstruirlo? —Repitió un hombre manchado de hollín— ¡El granero fue lo primero que ardió! ¡No hay comida!
—Sobreviviremos —repuso su padre—. Podemos adentrarnos más en el Yermo.
—¡Ya no queda adonde ir! —Dijo otro hombre—. ¡El Imperio del Cuervo ha mandado aviso a los Lejanos y ahora nos dan caza en la frontera oriental!
—¡Nos encuentran dondequiera que nos agrupemos! —gritó otro.
—¡Es un castigo! —manifestó su padre—. ¡Pero debemos sobreponernos!
Los otros lo miraron y después, de dos en dos o en pequeños grupos, empezaron a alejarse.
—Esperad —gritó su padre, que alzó la mano—. ¡Debemos mantenernos juntos, seguir luchando! El clan…
—No somos un clan —afirmó un hombre demacrado—. Puedo sobrevivir mejor solo. Se acabó el luchar. Nos derrotan cuando luchamos.
Su padre bajó la espada de forma que la punta tocó el suelo. Tava se acercó a su lado, preocupada al ver que los otros se alejaban perdiéndose en la noche. El aire aún estaba cargado de humo; los Aiel se convirtieron en sombras que se fundieron con la oscuridad, como remolinos de polvo levantados por el aire. Ni siquiera se quedaron a enterrar a sus muertos.
Su padre inclinó la cabeza y tiró la espada al suelo cubierto de ceniza.
Había lágrimas en los ojos de Aviendha. No era vergonzoso llorar por esa tragedia. Había temido la verdad y ya no podía negarla.
Esos jinetes eran seanchan montados en raken. El Imperio del Cuervo, los Hacedores de Luz de su primera visión, eran los seanchan… Y no habían existido como tal hasta la mitad de la era actual, cuando los ejércitos de Artur Hawkwing habían cruzado el océano.
No había presenciado el pasado remoto de su pueblo. Lo que había visto era su futuro.
La primera vez que había pasado entre las columnas, cada paso la había llevado más hacia atrás, trasladándola a través del tiempo hacia la Era de Leyenda. Al parecer, esta vez las visiones habían empezado en un punto lejano del futuro y habían retrocedido hacia el presente, saltando hacia atrás una o dos generaciones en cada visión.
Con las lágrimas surcándole las mejillas, dio el siguiente paso.