Mat se encontraba sentado en un viejo taburete, con los brazos apoyados en el oscuro mostrador de madera de una taberna. En el aire flotaba un buen olor: a cerveza, a humo y al trapo de limpiar con que se había repasado el mostrador hacía poco. Eso le gustaba. Había algo tranquilizador en una buena y ruidosa taberna a la que, además, mantenían limpia. Es decir, tan limpia como era razonable en un sitio así. A nadie le gustaba que una taberna estuviera demasiado limpia, porque daba la impresión de ser un sitio nuevo. Como una chaqueta que uno no se ha puesto nunca o una pipa en la que nunca se ha fumado.
Mat tenía una carta doblada en la mano derecha y se puso a voltearla entre dos dedos. Esa carta, de papel grueso, estaba sellada con un pegote de cera roja como la sangre. Aunque la llevaba encima hacía poco tiempo, para él era ya una fuente de irritación, como cualquier mujer. Bueno, quizás tanto como una Aes Sedai no, pero casi como cualquier otra mujer. Y eso era un montón.
Dejó de darle vueltas a la carta y se puso a golpearla con suavidad en el mostrador. ¡Condenada Verin! ¿Por qué había tenido que hacerle esto a él? Lo tenía tan atrapado con el juramento que le había obligado a prestar como un pez enganchado a un anzuelo.
—¿Y bien, maese Quermes? —preguntó la tabernera. Ése era el nombre que utilizaba desde hacía unos días. Más valía ir con cuidado.
—¿Quiere que se la llene otra vez? —ofreció la mujer.
La tabernera se inclinó delante de él, con los brazos cruzados encima del mostrador. Melli Craeb era una mujer bonita, de cara redonda y cabello castaño rojizo que se le rizaba de un modo muy atractivo. Mat le habría dedicado la mejor de sus sonrisas —no conocía a una sola mujer que no se derritiera con esa sonrisa suya—, pero ahora era un hombre casado. No podía ir por ahí rompiendo corazones; no estaría bien.
Ni siquiera aunque, al estar inclinada de esa forma en el mostrador, mostrara parte del generoso busto. Era baja, pero el piso de la zona situada detrás del mostrador estaba más alto que el de la sala. Sí, un busto bonito de verdad. Mat se figuraba que la tabernera sería una buena compañía para intercambiar unos cuantos besos, tal vez dentro de uno de los cubículos que había al fondo de la taberna. Por supuesto, él ya no miraba a las mujeres; no de esa forma. No pensaba en Melli para besarla él; quizá para Talmanes, que era tan ceremonioso que un buen beso y unos buenos mimos le sentarían bien.
—¿Y bien? —reiteró Melli.
—¿Qué harías si fueras yo, Melli?
Tenía la jarra vacía a su lado, con un poco de espuma reseca en el borde.
—Pedir otra ronda —respondió ella sin vacilar un instante—. Para toda la taberna. Sería una obra de caridad en toda regla. A la gente le gustan los tipos caritativos.
—Me refería a la carta.
—¿Prometisteis no abrirla?
—Bueno, no exactamente. Prometí que, si la abría, haría exactamente lo que dice dentro.
—Disteis vuestra palabra, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza.
La mujer le quitó la carta de un tirón y Mat soltó un grito. Alargó la mano para recuperarla, pero Melli la puso fuera de su alcance y le dio vueltas entre los dedos. Mat reprimió las ganas de lanzarse por ella otra vez; había jugado a muchas y muy distintas versiones del pillo-pillo y no le apetecía quedar como un tonto. Lo que más le gustaba a una mujer era hacer rabiar a un hombre, y si uno le seguía el juego, ella no paraba hasta cansarse.
Aun así, empezó a sudar.
—Oye, Melli…
—Si queréis, la abro yo —ofreció la tabernera, que se apoyó de nuevo al otro lado del mostrador mientras observaba la misiva.
Cerca, un hombre pidió otra jarra de cerveza, pero Melli lo hizo callar con un gesto de la mano. De todos modos, el hombre de nariz enrojecida parecía haber bebido ya más de la cuenta. La taberna de Melli era un establecimiento muy frecuentado, tanto como para tener media docena de camareras ocupándose de los parroquianos, así que, al final, alguna de ellas lo atendería.
—Podría abrirla y deciros lo que hay dentro —le ofreció de nuevo.
¡Maldición! Si la mujer hacía eso, él tendría que llevar a cabo lo que ponía en la misiva. ¡Cualquier puñetería que pusiera! Sólo tenía que esperar unas pocas semanas y estaría libre. Podía esperar ese tiempo. De verdad que sí.
—Así no serviría —le dijo a la tabernera.
Dio un brinco en el taburete al ver que Melli metía el pulgar entre las dos mitades de la carta, como si fuera a romper el sello.
—Tendría que hacer lo que dice, Melli. Vamos, no la abras. ¡Ten cuidado!
Ella le sonrió. Su taberna, La Chica de Siete Rayas, era una de las mejores en el Caemlyn occidental. Cerveza con cuerpo y de rico sabor, juegos de dados cuando a uno le apetecía, y además no se veía ni una sola rata por allí. Lo más probable es que no quisieran correr el riesgo de tener que vérselas con Melli. Luz, esa mujer era capaz de hacérselas pasar moradas a un hombre por poco que lo intentara.
—No me habéis dicho de quién es —comentó Melli que le dio la vuelta a la carta—. De una amante, ¿verdad? ¿Os tiene enredado en los hilos que maneja?
La tabernera había dado en el clavo en cuanto a la segunda parte, pero ¿una amante? ¿Verin? La idea era lo bastante ridícula para hacerlo reír, aunque se contuvo. Besar a Verin habría resultado más o menos tan divertido como besar a un león. De los dos, habría elegido al felino. A buen seguro que con él sería menos probable que intentara morderlo.
—Di mi palabra, Melli. No se te ocurra abrirla, ¿vale? —repitió Mat, que procuró que no se le notara el nerviosismo.
—Pero yo no juré nada. A lo mejor la leo y no os digo lo que pone. Sólo os daré pistas de vez en cuando, como aliciente.
La mujer lo miró con una sonrisa en los carnosos labios. Sí, era muy bonita. No tanto como Tuon, claro, con esa piel maravillosa y los ojos enormes. Pero Melli era bonita, en especial los labios. Estar casado significaba que no podía mirar esos labios de hito en hito, pero Mat le ofreció la mejor de sus sonrisas porque, aunque podría romperle el corazón, esta vez la situación lo requería. No iba a dejar que abriera la carta.
—Es lo mismo, Melli —dijo, desplegando todo su encanto—. Si abres esa carta y no hago lo que dice, mi promesa valdría menos que un cobre falso.
Suspiró al caer en la cuenta de que sólo había una forma de lograr que le devolviera la misiva.
—La mujer que me la dio era Aes Sedai, Melli. No querrás enojar a una Aes Sedai, ¿verdad?
—¿Una Aes Sedai? —De repente, la expresión de la tabernera se tornó anhelante—. Siempre he fantaseado con la idea de ir a Tar Valon para ver si me dejaban unirme a ellas.
Melli bajó la vista a la carta, como si sintiera más curiosidad por el contenido.
¡Luz! Esta mujer era boba. Y él que la había considerado una persona con sentido común. Tendría que haberlo visto venir. Empezó a sudar otra vez. ¿Podría quitarle la carta? Ahora la sostenía bastante cerca…
Melli la dejó encima del mostrador y le puso el índice encima, justo en el centro del sello de cera.
—Me presentaréis a esta Aes Sedai cuando volváis a verla —manifestó.
—Si la veo mientras estoy en Caemlyn, te prometo que lo haré.
—¿Puedo fiarme de que mantendréis vuestra palabra?
Él le asestó una mirada de exasperación.
—¿Y de qué ha versado toda esta maldita conversación, Melli?
Ella se echó a reír y se dio media vuelta, dejando la carta en el mostrador; fue a atender al hombre de la nariz enrojecida —al que además le faltaban dientes—, que no dejaba de pedir más cerveza. Mat se apoderó de la carta y se la guardó con cuidado en el bolsillo de la chaqueta. Condenada mujer. El único modo de mantenerse libre de los enredos de las Aes Sedai era no abrir jamás esa carta. Bueno, libre exactamente no. Tenía a su alrededor montones de Aes Sedai intrigando; le salían por las orejas. Pero sólo un hombre con serrín en la cabeza en lugar de cerebro querría tener más.
Mat suspiró y se dio la vuelta en el taburete. Una muchedumbre variopinta atestaba La Chica de Siete Rayas. En la actualidad, Caemlyn estaba más atiborrada que una escorpina en un naufragio; tanto que parecía a punto de hacer estallar las costuras. Eso mantenía atareadas a las tabernas. En un rincón, unos granjeros que vestían ropa de trabajo desgastada en el cuello jugaban a los dados. Mat había jugado con ellos unas cuantas partidas hacía un rato, y se había pagado la bebida con las monedas de esos hombres, pero detestaba jugar por unos pocos cobres.
El tipo de rostro campechano sentado en el rincón seguía bebiendo —debía de haber unas catorce jarras vacías a su lado—, y sus compañeros aplaudían y lo jaleaban para que continuara. Había unos cuantos nobles instalados aparte de los demás, y le habría gustado jugar una partida de dados con ellos, pero la expresión de los rostros habría espantado a unos osos. A buen seguro que habían estado en el bando perdedor de la guerra de Sucesión.
Mat llevaba una chaqueta negra con puntillas en los puños. Sólo un poco; y nada de bordados. Aunque de mala gana, había dejado el sombrero negro de ala ancha en el campamento y se había dejado crecer un poco la barba en el mentón. Le picaba como si tuviera pulgas y le hacía parecer un puñetero idiota. Pero esa barba de días dificultaba que fuera reconocido. Con todos los rateros de la ciudad llevando un retrato suyo, lo mejor era ser precavido. Esperaba que el hecho de ser ta’veren lo ayudara por una vez, pero más valía no contar con ello. Ser ta’veren no le había servido para nada, que él recordara.
Llevaba el pañuelo metido debajo del cuello de la chaqueta, tan alto que le llegaba casi a la barbilla, y la chaqueta abotonada hasta arriba. Ya se había muerto una vez —estaba bastante seguro de eso— y no tenía ni pizca de ganas de repetir la experiencia.
Una bonita camarera, esbelta, ancha de caderas y con el largo cabello oscuro suelto, pasó a su lado. Mat se movió hacia un lado con el propósito de hacer patente la soledad de la jarra vacía en el mostrador. Sonriente, la chica se acercó para rellenarla. Él sonrió también y le dio un cobre de propina. Era un hombre casado y no podía permitirse cautivarla, pero sí estar ojo avizor por sus amigos. A lo mejor a Thom le gustaba. Una chica podría conseguir que, al menos, dejara de actuar como un alma en pena. Mat observó la cara de la camarera durante un tiempo para asegurarse de que la reconocería si la volvía a ver.
Dio un sorbo a la cerveza mientras con una mano toqueteaba la carta guardada en el bolsillo. No quería hacer conjeturas sobre lo que decía, porque hacerlo lo pondría a un paso de romper el sello y leerla. Se sentía un poco como un ratón que contemplara con fijeza una trampa con un trozo de queso mohoso. No quería catar ese queso. Por él, que se pudriera.
Lo más probable era que la carta llevara instrucciones para que hiciera algo peligroso. Y humillante. Las Aes Sedai tenían debilidad por hacer pasar por idiotas a los hombres. Luz, ojalá Vérin no le hubiera dejado instrucciones para que ayudara a alguien con problemas. Si fuera ése el caso, seguro que ella misma habría podido ocuparse del asunto, ¿no?
Suspiró y echó otro trago de cerveza. En el rincón, el hombre que bebía por fin se había desplomado de bruces. Dieciséis jarras. No estaba mal. Él retiró a un lado la suya, dejó unas cuantas monedas para pagar la consumición y se despidió de Melli con un gesto de la cabeza. En el rincón había un tipo de dedos largos; Mat fue hacia él y recogió las ganancias de su apuesta por el hombre bebedor. Había apostado que se tomaría diecisiete, que era un número lo bastante aproximado para ganar algo.
Después, recogiendo el bastón de paseo del bastonero que había junto a la puerta, abandonó la taberna.
Berg, el encargado de mantener el orden en el local, lo miró. Berg tenía una cara tan fea que hasta su propia madre se encogería al verlo. Al portero no le caía bien Mat y, a juzgar por la forma que miraba a Melli, seguro que pensaba que él quería tontear con su chica. Daba igual si Mat había explicado que estaba casado y que ya no hacía esas cosas. Siempre había hombres que se ponían celosos, les dijera lo que les dijese uno.
Las calles de Caemlyn estaban concurridas, incluso a una hora tan avanzada. El reciente chaparrón había mojado los adoquines, si bien las nubes habían pasado y, cosa sorprendente, el cielo se había despejado. Mat se encaminó hacia el norte, calle adelante, de camino a otra taberna que conocía, una en la que los parroquianos jugaban partidas de dados apostando plata y oro. Mat no tenía una tarea específica esa noche, sólo prestar atención a los rumores, sondear el ambiente de Caemlyn. Habían cambiado muchas cosas desde la última vez que había estado allí.
Mientras caminaba, no pudo evitar echar ojeadas a su espalda. Esos condenados dibujos lo tenían con los nervios de punta. Mucha gente que iba por la calle le parecía sospechosa. Pasaron unos cuantos murandianos con aspecto de estar tan borrachos que seguro que habría podido prenderles el aliento. Mantuvo las distancias con ellos. Después de lo que le había pasado en Hinderstap, por mucho cuidado que llevara nunca le parecería excesivo. Luz, pero si había oído hablar de adoquines que atacaban a las personas, nada menos. Si un hombre no podía fiarse ni del suelo que pisaba, ¿en qué iba a confiar?
Por fin llegó a la taberna que buscaba, un establecimiento por demás acogedor, llamado El Aliento del Muerto. Había dos porteros a la entrada y sostenían garrotes con los que se daban golpes en la enorme palma de la otra mano. En la actualidad, se contrataban muchos más matones de taberna. Mat tendría que ir con pies de plomo y no ganar demasiado. A los taberneros no les gustaban los que ganaban más de la cuenta, ya que eso podría provocar una pelea. A menos que ese hombre gastara las ganancias en comida y bebida. En ese caso, que ganara lo que quisiera, muchas gracias.
Dentro de la taberna estaba más oscuro que en el interior de La Chica de Siete Rayas. Los parroquianos estaban inclinados sobre las bebidas o los juegos, y no se servía mucha comida. Sólo tragos fuertes. El mostrador tenía clavos cuyas cabezas sobresalían de la madera más o menos del grosor de una uña, de forma que lo pinchaban a uno en los brazos. Mat se figuraba que intentaban abrirse paso a través de la madera para soltarse y huir hacia la puerta.
El tabernero, Bernherd, era un teariano de cabello graso, con una boca tan pequeña que parecía que se hubiera tragado los labios en un descuido.
Olía a rábanos, y Mat no lo había visto sonreír nunca, ni siquiera cuando le daban propina. La mayoría de los taberneros le sonreirían al Oscuro en persona a cambio de la propina.
Mat detestaba jugar y beber en un sitio donde uno tenía que mantener la mano en la bolsa. Pero esa noche estaba empeñado en ganar algo de dinero, dinero de verdad, y había partidas de dados en marcha y sonaba el tintineo de monedas, así que, en cierto modo, se sintió como en casa. La puntilla de su chaqueta atrajo miradas. Pero ¿por qué le había dado por llevar esos adornos? Encargaría a Lopin que quitara la puntilla de los puños cuando volviera al campamento. Bueno, no del todo. Quizá un poco.
Encontró una partida en el fondo de la sala en la que participaban tres hombres y una mujer que llevaba pantalón. La mujer tenía el cabello dorado y unos ojos bonitos; Mat se fijó en esos detalles sólo pensando en Thom. De todos modos, tenía los senos grandes y, en los últimos tiempos, a él le atraían más las mujeres de busto más esbelto.
En cuestión de minutos jugaba con ellos a los dados y eso lo tranquilizó bastante. Con todo, tenía la bolsa del dinero a la vista, puesta en el suelo, delante de él. Poco después, el montón de monedas —la mayoría de plata— al lado de su bolsa había crecido.
—¿Habéis oído lo que ha pasado en Prado del Herrador? —preguntó uno de los hombres a sus compañeros mientras Mat hacía su tirada—. Fue algo horrible.
El que hablaba era un tipo alto, de cara tan estrecha que daba la impresión de que se la hubiera pillado varias veces al cerrar la puerta. Se hacía llamar Perseguidor, y Mat suponía que era porque las mujeres huían de él tras echarle una ojeada a la cara y él tenía que ir en su persecución.
—¿Qué? —preguntó Clare, la mujer de cabello dorado.
Mat le sonrió. No solía jugar contra mujeres, ya que casi todas afirmaban que jugar a los dados les parecía inapropiado. Eso sí, nunca protestaban si un hombre les compraba algo bonito con lo que había ganado. En cualquier caso, jugar a los dados con mujeres no era justo, ya que una de sus sonrisas podía hacer que el corazón les palpitara deprisa y que las rodillas les temblaran. Pero él ya no sonreía a las chicas de ese modo. Además, la mujer no había respondido a las que le había echado.
—A Jowdry lo encontraron muerto esta mañana —contestó Perseguidor mientras Mat tiraba—. Le habían arrancado la cabeza. Y no quedaba una gota de sangre en el cuerpo, como si fuera un pellejo de vino lleno de agujeros.
Mat sufrió tal sobresalto que tiró los dados pero no miró lo que había salido.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué acabas de decir?—Eh, vamos, sólo era un conocido nuestro —respondió Perseguidor, que miró a Mat—. Y me debía dos coronas, vaya si me las debía.
—¿Sin gota de sangre? ¿Estás seguro? —insistió—. ¿Viste el cuerpo?
—¿Qué? —Perseguidor hizo un gesto de asco—. ¡Pero qué puñetas dices, hombre! ¿Qué te pasa?
—Yo…
—Perseguidor, ¿quieres echar un vistazo a esto? —intervino Clare.
El hombre delgado miró hacia abajo; y Mat también. Los dados que había lanzado —los tres— se habían quedado inmóviles, en equilibrio sobre un vértice. ¡Luz! Había lanzado monedas que habían caído de canto, pero nunca había hecho algo así.
Justo entonces, de repente, los dados se pusieron a repicar dentro de su cabeza. Dio un salto que faltó poco para que llegara al techo.
«¡Por todos los Engendros del Oscuro!» Los dados dentro de la cabeza nunca anunciaban algo bueno. Sólo se paraban cuando algo cambiaba, algo que, por lo general, eran malas nuevas para el pobre Matrim Cauthon.
—En mi vida había… —balbució Perseguidor.
—Lo tomaremos como una tirada perdedora —se adelantó Mat, que echó unas cuantas monedas y recogió el resto de sus ganancias.
—¿Qué sabes tú sobre Jowdry? —demandó Clare.
La mujer se llevaba la mano a la cintura, y Mat habría apostado oro contra cobre a que tenía un cuchillo, a juzgar por la mirada hostil que le asestó.
—Nada. Disculpadme.
«Nada y demasiado al mismo tiempo». Atravesó la taberna a paso rápido. En el camino advirtió que uno de los porteros, pertrechado con no pocas armas, hablaba con Bernherd el tabernero y señalaba una hoja de papel que tenía en la mano. Mat no veía lo que había en esa hoja, pero lo suponía: su rostro.
Maldijo y salió a la calle. Torció en el primer callejón que vio y echó a correr.
Los Renegados iban tras él, todos los ladrones tenían un dibujo de su cara en el bolsillo, y había un cadáver degollado y desangrado hasta la última gota. Eso sólo podía significar una cosa: el gholam estaba en Caemlyn. Parecía imposible que hubiera llegado allí tan deprisa. Claro que él había visto a ese ser escurrirse a través de un agujero de menos de dos palmos. Era como si esa cosa no tuviera una noción clara de lo que era posible y lo que no.
«¡Rayos y centellas!», exclamó para sus adentros mientras agachaba la cabeza. Tenía que recoger a Thom y regresar al campamento de la Compañía, en las afueras de la ciudad. Avanzó deprisa por la calle oscura, resbaladiza por la lluvia. Los adoquines reflejaban la luz de las farolas de aceite. Elayne tenía bien alumbrado el Paseo de la Reina por la noche.
Le había enviado un recado, pero todavía no había recibido respuesta. Menuda forma de mostrarle gratitud. Según sus cuentas, había salvado la vida de esa mujer dos veces. En otros tiempos, eso habría bastado para que se deshiciera en lágrimas y besos con él, pero no había recibido ni un beso en la mejilla. Tampoco es que quisiera que se lo diera; no de una persona de la realeza. Lo mejor que podía hacer con éstas era evitarlas.
«Estás casado con una puñetera Augusta Señora de los seanchan. Hija de la mismísima emperatriz».
¡Ya no era posible escabullirse de la realeza! Para él no. Por lo menos, Tuon era bonita. Y jugaba muy bien a las guijas. Y era muy inteligente, y buena conversadora, aunque la mayor parte del tiempo resultara puñeteramente frustrante…
No. Nada de pensar en Tuon ahora.
En fin, fuera como fuese, no había recibido respuesta de Elayne. Tendría que mostrarse más firme. Ahora ya no era sólo por Aludra y sus dragones. El maldito gholam se encontraba en la ciudad.
Salió a una avenida ancha, concurrida, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. En su prisa por abandonar El Aliento del Muerto se había dejado el bastón de paseo. Rezongó para sus adentros; se suponía que esos días tendría que dedicarlos a relajarse, las noches a jugar a los dados en posadas agradables, y por las mañanas dormir hasta tarde mientras esperaba que pasara el plazo de treinta días exigido por Verin. Y ahora, esto.
Tenía muchas cuentas que saldar con ese gholam. Los inocentes que había asesinado mientras acechaba por Ebou Dar ya era bastante malo, y Mat tampoco se había olvidado de Nalesean y los cinco Brazos Rojos que había matado. Maldición, ese ser tenía cuentas más que de sobra por las que responder. Además, había asesinado a Tylin.
Mat sacó una mano del bolsillo para tocar el medallón de cabeza de zorro que, como siempre, descansaba sobre su pecho. Estaba cansado de huir de ese monstruo. Un plan empezó a cobrar forma en su mente, acompañado por el tintineo de los dados. Trató de olvidar la imagen de la reina, sujeta por los lazos que él mismo había atado y con la cabeza separada del tronco. Debía de haber habido mucha sangre. El gholam vivía de sangre fresca.
Con un escalofrío, volvió a meter la mano en el bolsillo cuando se aproximaba a las puertas de la ciudad. A pesar de la oscuridad, identificó señales de la batalla que se había librado allí. Una punta de flecha clavada en una puerta de un edificio que había a su izquierda; una mancha oscura en la pared del cuarto de guardia que ensuciaba la madera debajo de la ventana. Un hombre había muerto allí, tal vez mientras disparaba una ballesta, y se había desplomado sobre el alféizar de la ventana, derramando el fluido vital en la madera. Ese asedio ya había quedado atrás, y una nueva reina —la reina legítima— ocupaba el trono. Por una vez, había habido una batalla y él se la había perdido. Recordar eso le mejoró un tanto el humor. Se había librado toda una guerra por el Trono del León, y ninguna flecha, espada o lanza del conflicto había ido en pos del corazón de Matrim Cauthon.
Giró a la derecha, a lo largo de la parte interior de la muralla. Había un montón de posadas allí. Siempre las había cerca de las puertas de la ciudad. No eran las más bonitas, pero casi siempre sí eran las más provechosas.
La luz que salía a raudales por puertas y ventanas pintaba de dorado la calle a tramos. Figuras oscuras se amontonaban en los callejones, excepto donde las posadas tenían contratados hombres para ahuyentar a los pobres. Caemlyn estaba llena a reventar. El flujo de refugiados, los recientes combates… y los otros temas. Abundaban las historias sobre muertos que caminaban, de comida que se echaba a perder, de paredes recién encaladas que de repente se ponían mugrientas.
La posada que Thom había elegido para actuar era un edificio con fachada de ladrillo y tejado a dos aguas con las cubiertas muy inclinadas. El letrero de la entrada mostraba dos manzanas, una de ellas comida hasta el corazón —lo cual la hacía resaltar blanca por completo— y la otra, roja del todo: los colores de la bandera andoreña. Mat oyó la música desde fuera. Entró y vio a Thom sentado en un pequeño estrado, al fondo de la sala común; tocaba la flauta y llevaba la capa multicolor de juglar. Tenía los ojos cerrados mientras tocaba y el bigote le caía, largo y blanco, a ambos lados del instrumento. Se trataba de una tonada cautivadora, La boda de Cindy Wade. Mat la había aprendido como Elige siempre el caballo adecuado, y todavía no se había acostumbrado a escucharla a un ritmo tan lento como Thom la interpretaba.
Había una pequeña cantidad de monedas esparcidas en el suelo delante de Thom. La posada le permitía actuar a cambio de propinas. Mat se paró cerca de la puerta y se apoyó para escuchar. Nadie hablaba en la sala común a pesar de que se hallaba tan atestada que Mat habría reunido media compañía de soldados sólo con los hombres que había dentro. Todas las miradas estaban prendidas en Thom.
Ahora Mat había viajado por todo el mundo, recorriendo buena parte a pie. Casi se había quedado sin piel en una docena de ciudades diferentes y se había albergado en posadas por todas partes. Había oído a juglares, intérpretes y bardos. Thom hacía que todos ellos parecieran niños golpeando ollas con palos.
La flauta era un instrumento sencillo. Muchos nobles preferirían oír el arpa; un hombre en Ebou Dar le había dicho a Mat que el arpa era más «sublime». Mat imaginaba que ese tipo se habría quedado boquiabierto y con los ojos desorbitados si hubiese oído tocar a Thom. El juglar hacía que la flauta sonara como una extensión de su alma. Suaves trinos, escalas menores y notas sostenidas, poderosas, largas, enérgicas. Qué melodía tan compungida. ¿Por quién se afligía Thom?
La multitud observaba. Caemlyn era una de las ciudades más grandes del mundo, pero aun así la variedad de la gente resultaba increíble. Había bruscos illianos sentados junto a melosos domani, astutos cairhieninos, recios tearianos y unos cuantos fronterizos. Caemlyn estaba considerada como uno de los pocos sitios donde uno podía estar a salvo tanto de los seanchan como del Dragón. Y también había algo de comida.
Thom acabó la pieza y pasó a otra sin abrir los ojos. Mat suspiró; detestaba tener que interrumpir la actuación de su amigo. Por desgracia, era hora de emprender camino de vuelta al campamento. Tenían que hablar del gholam, y él necesitaba hallar un modo de llegar hasta Elayne. Tal vez Thom podría ir a hablar con ella en su nombre.
Hizo un gesto con la cabeza a la posadera, una mujer imponente, de cabello oscuro, llamada Bromas. Ella le respondió con el mismo gesto, y los pendientes brillaron al captar la luz. Era un poco mayor para su gusto; claro que Tylin había tenido la edad de esta otra mujer. La tendría en cuenta. Para uno de sus hombres, por supuesto. Tal vez Vanin.
Mat llegó al escenario y empezó a recoger las monedas. Dejaría terminar a Thom y…
La mano de Mat sufrió una sacudida y, de pronto, tenía el brazo inmovilizado en el escenario por el puño, con un cuchillo atravesando la tela; la fina hoja temblequeaba. Mat alzó la vista y encontró a Thom todavía tocando, aunque había abierto el ojo una rendija antes de arrojar el arma.
Thom alzó de nuevo la mano y siguió tocando, con una leve sonrisa en los labios fruncidos. Mat rezongó y se soltó el puño de un tirón, dispuesto a esperar a que el juglar acabara esa canción, que no era tan triste como la anterior. Cuando el larguirucho juglar bajó la flauta, el salón estalló en una salva de aplausos de los parroquianos de la posada.
—Maldita sea, Thom. ¡Ésta es una de mis chaquetas preferidas! —Mat lanzó al juglar una mirada ceñuda.
—Da gracias de que no apuntara a la mano —respondió Thom.
El juglar limpió la flauta y respondió a los vítores y los aplausos con inclinaciones de cabeza. Le pidieron que continuara, pero él hizo un pesaroso gesto de negación y guardó su instrumento en la caja.
—Casi querría que lo hubieras hecho —comentó Mat mientras alzaba el puño y metía un dedo por los agujeros—. La sangre no se habría notado tanto en el negro, pero las puntadas saltarán a la vista. Sólo porque tú lleves más parches que capa no quiere decir que yo quiera imitarte.
—Y eres tú el que no deja de jurar y perjurar que no eres un señor —repuso Thom, que se inclinó para recoger las ganancias.
—¡No lo soy! Y da igual lo que diga Tuon, maldita sea. No soy un jodido noble.
—¿Alguna vez has oído a un campesino protestar porque se notara un zurcido en su chaqueta?
No hace falta ser un señor para querer ir vestido con cierto estilo —rezongó.
Thom se echó a reír y le dio una palmada en la espalda antes de bajar del escenario de un salto.
—Lo siento, Mat. Actué de forma instintiva, sin ser consciente de que eras tú hasta que vi la cara pegada al brazo. Para entonces, el cuchillo ya había salido de mis dedos.
Mat suspiró.
—Thom, un viejo amigo está en la ciudad. Uno que deja a la gente muerta y con la cabeza arrancada de cuajo —anunció con voz lúgubre.
Thom asintió en silencio, el gesto preocupado.
—Me enteré por algunos guardias mientras hacía un descanso. Y estamos atorados aquí, en la ciudad, a menos que decidas…
—No voy a abrir la carta. Verin podría haber dejado instrucciones para que hiciera todo el camino a Falme caminando sobre las manos, ¡y tendría que obedecer! Sé que detestas la tardanza, pero esa carta podría significar un retraso mucho mayor.
Thom asintió con la cabeza, aunque de mala gana.
—Regresemos al campamento —dijo Mat.
El campamento de la Compañía se encontraba a una legua de Caemlyn. Thom y Mat no habían ido a caballo, porque los caminantes llamaban menos la atención y Mat no pensaba llevar caballos a la ciudad hasta que hubiera encontrado un establo que le mereciera confianza. El precio de una montura buena estaba alcanzando cifras irracionales. Había confiado en que eso quedaría atrás una vez que hubieran abandonado las tierras conquistadas por los seanchan, pero los ejércitos de Elayne estaban comprando todos los animales buenos que encontraban, así como la mayoría de los que no eran tan buenos. Aparte de eso, había oído que, de un tiempo a esta parte, los caballos estaban desapareciendo. La carne era carne, y la gente casi se moría de hambre, incluso en Caemlyn. A Mat se le puso piel de gallina al pensarlo, pero ésa era la verdad.
Thom y él aprovecharon el paseo de vuelta para hablar del gholam, aunque casi no tomaron decisiones aparte de poner sobre aviso a todos y que Mat empezara a dormir en una tienda diferente cada noche.
Mat echó una ojeada por encima del hombro cuando los dos llegaban a lo alto de una loma. Caemlyn resplandecía con la luz de antorchas y farolas. Flotando sobre la urbe como niebla, el reflejo del alumbrado iluminaba grandes torres y chapiteles. Los antiguos recuerdos que albergaba en la mente le evocaban esta ciudad, su asalto antes de que Andor fuera siquiera una nación. Caemlyn nunca había propiciado una lucha fácil; no envidiaba a las casas que habían intentado arrebatársela a Elayne.
Thom acabó de remontar la cuesta y se paró a su lado.
—Parece que ha pasado una eternidad desde que nos fuimos de aquí, ¿verdad, Mat?
—Y tanto que lo parece. ¿Qué nos indujo a ir tras esas estúpidas chicas? La próxima vez, que se salven ellas mismas.
Thom lo miró de soslayo.
—¿Acaso no estás a punto de volver a hacer lo mismo? Me refiero a cuando vayamos a la Torre de Ghenjei.
—Eso es diferente. No podemos dejarla con ellos, esos zorros y serpientes…
—No protesto, Mat, sólo era una reflexión en voz alta.
En los últimos tiempos, Thom parecía ensimismarse mucho en sus reflexiones. Andaba cabizbajo, acariciando la ajada carta de Moraine. Sólo era una carta.
—Vamos. —Mat echó a andar de nuevo—. ¿Me decías algo sobre conseguir entrar para ver a la reina?
Thom se reunió con él en la oscura calzada.
—No me sorprende que no te haya contestado, Mat. Lo más probable es que esté ocupadísima. Se habla de que los trollocs han invadido en masa las Tierras Fronterizas, y Andor aún está fragmentado por la Sucesión. Elayne…
—¿Tienes alguna buena noticia, Thom? De tenerla, cuéntamela. Estoy deseoso de oírla.
—Ojalá que La Bendición de la Reina siguiera abierta. Gill siempre tenía noticias interesantes que compartir.
—Buenas noticias —reiteró Mat.
—Vale, de acuerdo. Bien, pues, la Torre de Ghenjei se encuentra justo donde Domon decía. Me lo han confirmado otros tres capitanes de barco. Está pasada una llanura abierta, unas cientos de millas al noroeste de Puente Blanco.
Mat asintió mientras se frotaba la barbilla. Tenía la sensación de recordar algo de la torre. Una estructura plateada, insólita, avistada a lo lejos. Un viaje por río, el chapoteo del agua lamiendo los costados de la embarcación. El marcado acento illiano de Bayle Domon…
Eran unas imágenes vagas; sus recuerdos de aquellos días tenían más agujeros que una coartada de Jori Congar. Bayle Domon había sabido indicarles dónde hallar la torre, pero Mat quería confirmación. El servilismo mostrado por Domon con Leilwin le provocaba comezón. Ninguno de esos dos sentía mucho afecto por él, a pesar de que les había salvado la vida. Tampoco es que él quisiera tener muestras de afecto de Leilwin. Besarla sería más o menos tan divertido como besar la corteza de un roble.
—¿Crees que la descripción de Domon será suficiente para que alguien nos abra uno de esos accesos allí? —le preguntó a Thom.
—No lo sé. Aunque ése es un problema secundario, diría yo. ¿Dónde vamos a dar con alguien capaz de abrir accesos? Verin ha desaparecido.
—Encontraré el modo.
—Si no lo consigues, tendremos que viajar durante semanas para llegar allí —comentó Thom—. No me gusta…
—Conseguiré que alguien abra un acceso para nosotros —interrumpió Mat con firmeza—. A lo mejor Verin vuelve y me libera de este puñetero juramento.
—Mejor que ésa se mantenga lejos. No me fío de ella. Hay algo en esa mujer que no me encaja.
—Es Aes Sedai. Hay algo en todas ellas que no encaja, como con los dados en que los puntos no suman. Aunque, para ser una Aes Sedai, me cae bien en cierta medida. Y se me da bien juzgar a la gente, tú lo sabes.
Thom enarcó una ceja, y Mat le respondió frunciendo el entrecejo.
—Sea como sea, creo que deberíamos empezar a ponerte una escolta de guardias cuando visites la ciudad —dijo Thom.
—Los guardias no servirán de nada contra el gholam.
—No, pero ¿qué me dices de los maleantes que se te echaron encima cuando volvías al campamento hace tres noches?
Mat se estremeció.
—Ésos al menos eran unos ladrones como es debido, normales y corrientes. Sólo querían mi bolsa. Ninguno de ellos llevaba un dibujo mío en el bolsillo. Y tampoco estaban tocados por el poder del Oscuro ni se volvieron majaretas al caer el sol ni nada por el estilo.
—Aun así.
Mat no discutió. Maldición. En realidad debería llevar soldados con él. Brazos Rojos, en todo caso.
El campamento se encontraba un poco más adelante. El jefe amanuense de Elayne, un hombre llamado Norry, había dado permiso a la Compañía para que acampara en las proximidades de Caemlyn. Tuvieron que acceder a que no fueran más de cien hombres a la ciudad en un día determinado y que el campamento se instalara al menos a una legua de distancia de las murallas, fuera del paso de cualquier pueblo y del labrantío de nadie.
Haber hablado con ese amanuense significaba que Elayne sabía que él se encontraba allí. Tenía que saberlo. Pero no le había mandado saludos ni se había dado por enterada de que él le había salvado el pellejo.
En el recodo de la calzada, la luz de la linterna de Thom cayó sobre un grupo de Brazos Rojos repantigados a un lado del camino. Gufrin, sargento de un pelotón, se puso de pie y saludó. Era un tipo robusto, de hombros anchos. No muy lúcido, pero con una vista envidiable.
—¡Lord Mat!
—¿Alguna novedad, Gufrin? —preguntó Mat.
El sargento se quedó pensativo y arrugó la frente.
—Bueno… Creo que hay algo que querríais saber —contestó.
¡Luz! El hombre hablaba más despacio que un seanchan ebrio.
—Las Aes Sedai han regresado al campamento hoy, mientras estabais ausente, milord —acabó.
—¿Las tres?
—Sí, milord.
Mat suspiró. Si hubiera habido la menor esperanza de que el día resultara ser cualquier cosa aparte de desagradable, ahora se había desvanecido. Había confiado en que esas tres se quedaran en la ciudad unos cuantos días más.
Thom y él siguieron adelante y salieron de la calzada a un camino que atravesaba un campo de ortigas avispas negras y cortaderas. Las malas hierbas crujían al pisarlas; la linterna de Thom alumbraba los tallos marrones. Por un lado, era bueno estar de nuevo en Andor; casi era como volver a casa, con esos sotos de cedros y túpelos. Sin embargo, resultaba descorazonador regresar para encontrarlo con un aspecto tan muerto.
¿Qué hacer respecto a Elayne? Las mujeres eran problemáticas. Las Aes Sedai, más que problemáticas. Y las peores del lote, las reinas. Y ella era las tres puñeteras cosas al mismo tiempo. ¿Cómo iba a conseguir que le dejara sus fundiciones? ¡En parte había aceptado la oferta de Verin porque así llegaría antes a Andor y, por consiguiente, empezaría a trabajar en el asunto de los dragones de Aludra!
Un poco más adelante, el campamento de la Compañía se extendía por una serie de pequeñas elevaciones, atrincherado alrededor de una colina más grande que había en el centro. La fuerza de Mat se había encontrado con Estean y los demás que se habían adelantado de camino a Andor, y la Compañía volvía a estar reunida al completo. Las lumbres se habían encendido; en la actualidad no era un problema encontrar madera muerta para hacer fuego. Los zarcillos de humo se quedaban flotando en el aire. Se oía a los hombres charlar y llamarse. Todavía no era muy tarde y Mat no había impuesto un toque de queda. Si él no podía relajarse, que al menos lo hicieran sus hombres. Quizás ésta fuera la postrera ocasión que tendrían antes de la Última Batalla.
«Trollocs en las Tierras Fronterizas. Necesitamos esos dragones cuanto antes», pensó.
Mat respondió a los saludos que le dirigían desde algunos puestos de guardia y se separó de Thom con intención de encontrar un catre y consultar con la almohada los problemas durante la noche. Mientras estaba en ello, cayó en la cuenta de que convenía hacer unos cuantos cambios en el campamento. Por la forma en que se hallaban dispuestas las laderas de las colinas, una carga de caballería ligera podría llegar a galope a través del corredor formando entre ellas. Sólo alguien muy osado intentaría esa táctica, pero él lo había hecho durante la Batalla del Valle de Marisin, en la antigua Coremanda. En fin, no él, Mat, sino alguien de esos recuerdos de antaño.
Cada vez con más frecuencia, se limitaba a asumir como suyas esas imágenes del pasado que tenía en la memoria. No las había pedido —daba igual lo que afirmaran esos jodidos zorros—, pero había pagado por ellas con la cicatriz que tenía alrededor del cuello. Le habían sido útiles en más de una ocasión.
Por fin llegó a su tienda, donde se proponía recoger una muda limpia de ropa interior antes de encontrar otra tienda para pasar la noche, cuando oyó la voz de una mujer que lo llamaba:
—¡Matrim Cauthon!
«Maldita sea». Casi lo había conseguido. Se dio la vuelta de mala gana.
Teslyn Baradon no era una mujer bonita, aunque como árbol de la corteza de papel habría sido pasable con aquellos dedos nudosos, esos hombros estrechos y esa cara huesuda. Vestía de rojo y, con el paso de las semanas, casi había perdido la nerviosa expresión huidiza que tenía en los ojos desde que había pasado un tiempo prisionera como damane. La de ahora, practicada hasta la saciedad, era tan penetrante que podría haber ganado a un poste en un concurso de mirar de hito en hito.
—Matrim Cauthon, necesito hablar contigo —dijo mientras se acercaba a él.
—Bien, pues, parece que ya lo estáis haciendo.
Mat soltó el faldón de entrada a su tienda. Sentía cierto aprecio por Teslyn, a sabiendas de que era un error, pero tampoco estaba dispuesto a invitarla a pasar. Como tampoco invitaría a un zorro a entrar en su gallinero, por muy buena opinión que tuviera del zorro en cuestión.
—Eso parece. ¿Has oído las noticias que hay de la Torre Blanca?
—¿Noticias? No, no sé nada. En cambio, rumores… Me traen tantos que me levantan dolor de cabeza. Algunos dicen que la Torre Blanca se ha reunificado, que probablemente sea a lo que os referís. Pero también he oído otras tantas afirmaciones de que los dos bandos están en guerra. Y que la Amyrlin libró la Última Batalla en lugar de Rand, y que las Aes Sedai han decidido crear un ejército dando a luz a los soldados, y que monstruos alados atacaron la Torre Blanca. Lo más probable es que ese último chisme sólo se base en comadreos sobre raken volando desde el sur, dejándose llevar por las corrientes. Pero creo que ese que habla de las Aes Sedai creando un ejército de bebés suena convincente.
Teslyn lo miró con total inexpresividad, pero él no apartó los ojos. Por suerte, su padre tenía razón cuando repetía que era más rebelde y testarudo que un puñetero tocón. Maravilla de maravillas, Teslyn suspiró y suavizó el gesto del semblante.
—Eres escéptico, y con razón. Sin embargo, tampoco podemos pasar por alto las noticias. Incluso Edesina, tan atolondrada como para unirse a las rebeldes, desea regresar. Planeamos irnos por la mañana, y como por costumbre duermes hasta muy tarde, quería venir a verte esta noche para darte las gracias.
—¿Cómo decís?
—Darte las gracias, maese Cauthon —repitió la Roja con sequedad—. Este viaje no ha sido fácil para ninguno de nosotros. Ha habido momentos de… tensión. No diré que estoy de acuerdo con todas las decisiones que has tomado. Pero eso no quita que, de no ser por ti, todavía me encontraría en manos de los seanchan. —La sacudió un escalofrío—. En momentos en que me sentía más segura de mí misma, he fingido que me habría resistido a sus deseos y que al final habría logrado escapar por mis propios medios. Es conveniente mantener algunas ilusiones sobre uno mismo, ¿no crees?
—Quizá, Teslyn. —Mat se frotó la mejilla—. Es muy posible, sí.
Sorprendiéndolo de nuevo, la Roja le tendió la mano.
—Si alguna vez vas a la Torre Blanca, recuerda que allí hay mujeres que están en deuda contigo, Matrim Cauthon. Yo no olvido nada.
Él le tomó la mano; al tacto, resultaba tan huesuda como aparentaba, pero era más cálida de lo que había esperado. A algunas Aes Sedai les corría hielo por las venas, sin la menor duda; pero no era así con otras.
Teslyn le hizo una inclinación de cabeza. Con respeto, nada menos. Casi una reverencia. Mat le soltó la mano. Se sentía como si alguien le hubiera hecho una zancadilla y lo hubiera tirado al suelo patas arriba. La Roja se dio media vuelta para regresar hacia su tienda.
—Os harán falta caballos —dijo Mat—. Si esperáis a que me levante por la mañana, os daré algunos. Y provisiones. No sería lógico que a estas alturas os murieseis de hambre antes de llegar a Tar Valon y, por lo que hemos visto en estas últimas semanas, los pueblos por los que pasaréis no tendrán nada de sobra.
—Le dijiste a Joline que…
—He contado mis caballos otra vez. —Los condenados dados seguían rodando dentro de su cabeza—. Hice un recuento de las monturas de toda la Compañía y resulta que nos sobran algunos. Podéis llevároslos.
—No he venido a verte esta noche con intención de manipularte para que me des caballos. Lo digo en serio.
—Es lo que me ha parecido —dijo Mat, que se volvió para alzar el faldón de la entrada de la tienda—. Por eso os los he ofrecido. Entró en la tienda. Y se quedó paralizado. Ese olor… Sangre.