43 Un poco de té

Y esos Asha’man afirman que están limpios de la infección? —preguntó Galad mientras Perrin Aybara y él se abrían paso a través de las secuelas de la batalla.

—Así es —contestó Perrin—. Y me siento inclinado a creer­les. ¿Por qué iban a mentir?

—Quizá porque los aqueja la locura —repuso Galad, que enarcó una ceja.

Perrin asintió con la cabeza. El tal Perrin Aybara era un hombre interesante. A menudo, otros replicaban de forma iracunda cuando él decía lo que pensaba, pero empezaba a darse cuenta de que no tenía que reprimir­se con Perrin. Ese hombre respondía bien a la sinceridad. De ser un Ami­go Siniestro o un Engendro de la Sombra, lo sería de una clase muy rara.

El horizonte empezaba a clarear. Luz, ¿ya había pasado la noche? El suelo estaba sembrado de cadáveres, en su mayoría de trollocs. El hedor a carne y pelaje quemados resultaba nauseabundo al mezclarse con el de la sangre y el barro. Galad se sentía exhausto.

Había permitido que una Aes Sedai lo Curara. «Una vez que has com­prometido tus tropas de reserva, no tiene sentido retener a los explorado­res», como le gustaba repetir a Gareth Bryne. Si iba a dejar que las Aes Sedai salvaran a sus hombres, ¿por qué no aceptar la Curación? Hubo un tiempo en que aceptar la Curación Aes Sedai ni de lejos le molestaba tan­to como ahora.

—Quizá —dijo Perrin—. Tal vez los Asha’man están locos y la infección no ha desaparecido. Pero me han servido bien y creo que se han ga­nado a pulso que confíe en ellos, al menos hasta que me demuestren lo contrario. Es más que probable que tus hombres y tú les debáis la vida a Grady y a Neald.

—Y tienen mi agradecimiento por ello —contestó mientras pasaba por encima de un gigantesco trolloc con hocico de oso—. Aunque pocos de mis hombres expresarán ese reconocimiento. Aún no saben bien qué pensar sobre tu intervención aquí, Aybara.

—¿Aún creen que os tendí una trampa?

—Es posible. Pero, o eres un Amigo Siniestro de extraordinaria astucia, o en realidad hiciste lo que dices: acudir a salvar a mis hombres a des­pecho del trato que te hemos dado. En tal caso, eres un hombre de honor. Creo que, dejándonos morir, habrías tenido una vida mucho más tran­quila.

—No. Hacen falta todas las espadas para la Ultima Batalla, Galad. Todas.

Galad gruñó y se arrodilló al lado de un soldado con capa roja; le dio la vuelta. La capa no era roja, sino blanca, empapada de sangre. Ranún Sinah no vería la Ultima Batalla. Galad le cerró los ojos al joven y elevó una plegaria por él a la Luz, en voz baja.

—Bien, pues, ¿qué pasa ahora con los tuyos y contigo? —preguntó Perrin.

—Seguiremos adelante. —Galad se incorporó—. Hacia el norte, a mis posesiones de Andor, para prepararnos.

—Podríais… —Perrin enmudeció del golpe. Entonces dio media vuelta y corrió a través del campo de batalla.

Galad fue tras él. Perrin llegó a una montonera de trollocs y se puso a apartar cadáveres. Galad oyó un débil ruido. Un gemido. Ayudó a Perrin a retirar una bestia con cabeza de halcón y los ojos —demasiado humanos— abiertos, sin vida.

Debajo del trolloc, un joven miró hacia arriba, parpadeando. Era Jerum Ñus, uno de los Hijos.

—Oh, Luz —gimió el muchacho con voz enronquecida—. Duele. Creía que había muerto. Muerto…

Tenía en el costado un enorme tajo. Perrin se arrodilló con rapidez, levantó la cabeza al muchacho y le dio de beber agua mientras Galad saca­ba un vendaje de la bolsa que llevaba y lo usaba para fajar la herida. Era un fatal corte. El desdichado joven moriría, sin lugar a dudas. Se…

«No —comprendió Galad—. Tenemos Aes Sedai». Le costaba trabajo Pensar así.

Jerum lloraba de gozo, aferrado al brazo de Perrin. El muchacho parecía sumido en un estupor delirante. Miraba a Perrin como si no le impor­tara lo más mínimo esos ojos dorados.

—Bebe, muchacho —dijo Perrin en voz consoladora. Con afabilidad—. No pasa nada. Te pondrás bien.

—Es como si hubiese estado gritando durante horas —dijo el joven— Pero estaba tan débil… Y los tenía encima. ¿Cómo… me encontrasteis?

—Tengo buen oído —contestó Perrin.

Le hizo un gesto a Galad y, entre los dos, levantaron al joven, Perrin sujetándolo por debajo de los brazos, y Galad por las piernas. Lo llevaron con cuidado a través del campo de batalla. El muchacho seguía murmurando, casi rozando la inconsciencia.

A un lado del campo de batalla, las Aes Sedai y las Sabias estaban curando a los heridos. Cuando Galad y Perrin llegaron, una Sabia de cabello claro —una mujer que no parecía ni un día mayor que Galad, pero que hablaba con la autoridad de una anciana matrona— se acercó a ellos con premura. Se puso a reprenderlos por mover al muchacho, a la vez que alargaba la mano para tocarle la cabeza.

—¿Das permiso, Galad Damodred? —preguntó—. Éste ya no está en condiciones de hablar por sí mismo.

Galad había insistido en que a todos los Hijos se les diera la opción de negarse a recibir la Curación, fuera cual fuera la gravedad de las heridas que sufrieran. A las Aes Sedai y las Sabias no les había hecho ninguna gra­cia, pero Perrin había repetido la orden. Por lo visto a él le hacían caso, lo cual resultaba extraño. Galad casi no conocía a ninguna Aes Sedai que hiciera caso de las órdenes de ningún hombre, o respetara siquiera sus opiniones.

—Sí, Cúralo —accedió Galad.

La Sabia se centró en su trabajo. La mayoría de los Hijos habían rechazado la Curación, aunque algunos habían cambiado de opinión después de que el propio Galad la aceptara. La respiración del joven se hizo más regular, las heridas se cerraron. La Sabia no lo curó del todo, sólo lo suficiente para que sobreviviera al día. Cuando la mujer abrió los ojos, parecía demacrada, como si estuviera aún más cansada de lo que se sentía Galad.

Los encauzadores habían combatido toda la noche, tras lo cual se habían puesto con las Curaciones. Galad y Perrin regresaron al campo de batalla. No eran los únicos que buscaban heridos, por supuesto. El mismo Perrin podría haber regresado al campamento para descansar, pero no lo había hecho.

—Puedo ofrecerte otra opción —dijo Perrin, que retomó la conversación que mantenían antes de recoger al joven—. En vez de dejaros aquí, en Ghealdan, a semanas de viaje de vuestro destino, podría situaros en Andor esta misma noche.

—Mis hombres no se fían de ese Viaje.

—Irían si se lo ordenas. Me has contado que combatiréis junto a las Aes Sedai. Bien, pues, no veo qué diferencia hay entre eso y esto. Veníos conmigo.

—Entonces, ¿nos dejarías que nos uniéramos a vosotros?

—Claro —contestó Perrin al tiempo que asentía con la cabeza—. Sin embargo, tendrías que hacerme una promesa.

—¿Qué clase de promesa?

—Seré franco contigo, Galad. No creo que nos quede mucho tiempo. Unas pocas semanas, a lo sumo. Bien, pues, imagino que os necesitaremos, pero a Rand no le gustará la idea de tener Capas Blancas sin supervi­sión en el frente de batalla. Así pues, quiero que prometas que me acepta­rás como tu comandante hasta que la lucha haya terminado.

Galad vaciló. Faltaba poco para que amaneciera; de hecho, era posible que ya hubiera despuntado el día tras aquellas nubes.

—¿Te das cuenta de la propuesta tan audaz que me haces? Que el lord capitán general de los Hijos de la Luz obedeciera órdenes de cualquier comandante que no perteneciera a los Hijos ya sería algo extraordinario. Pero de ti, un hombre al que acabo de someter a juicio por el cargo de asesinato. Un hombre que la mayoría de los Hijos están convencidos de que es un Amigo Siniestro…

Perrin se paró y se volvió hacia él.

—Si vienes conmigo ahora, tienes asegurado que estarás en la Ultima Batalla. Sin mí, ¿quién sabe lo que ocurrirá?

—Dijiste que se necesitaban todas las armas —replicó Galad—. ¿Nos dejarías atrás?

—Sí. Si no cuento con ese juramento, lo haré. Aunque Rand en persona podría venir a buscaros. Conmigo, ya sabes lo que puedes esperar. Seré justo con vosotros. Todo lo que pido es que tus hombres cumplan con las normas y después que luchen donde se les diga cuando llegue la batalla. Con Rand… En fin, a mí puedes decirme que no. A él te será mucho más difícil decírselo. Y, cuando acabes diciendo «sí», dudo que el resultado te guste ni la mitad que este arreglo.

—Eres un hombre con un tremendo poder de persuasión, Perrin Aybara —contestó Galad, fruncido el entrecejo.

—¿Tenemos un trato, pues? —Perrin le tendió la mano.

Galad se la estrechó. No fue el ultimátum lo que lo impulsó a aceptar, sino recordar la voz de Perrin cuando había encontrado a Jerum herido. Su compasión… Ningún Amigo Siniestro podría fingir ese sentimiento.

Tienes mi palabra de aceptarte como comandante militar hasta el final de la Última Batalla —prometió Galad.

De repente, se sintió más débil que antes, soltó un suspiro y se sentó en una piedra que había cerca.

—Y tú tienes mi palabra de que me ocuparé de que a tus hombres se los trate como a los demás —dijo Perrin a su vez—. Siéntate y descansa un poco mientras yo busco por esa zona de allí. El desfallecimiento se te pasará enseguida.

—¿Desfallecimiento?

Perrin asintió con la cabeza.

—Sé lo que es estar atrapado en las necesidades de un ta’veren. Luz vaya si lo sé. —Miró a Galad—. ¿Te has preguntado alguna vez por qué hemos acabado aquí, en el mismo sitio?

—Mis hombres y yo supusimos que era porque la Luz te había puesto en nuestro camino para que pudiéramos castigarte —contestó.

Perrin movió la cabeza en un gesto de negación.

—No fue por eso, ni mucho menos. Lo cierto, Galad, es que por lo visto yo os necesitaba, y es por eso por lo que acabasteis llegando aquí.

Dicho lo cual, echó a andar y lo dejó allí sentado.


Alliandre dobló el vendaje con cuidado y después se lo pasó a un gai’shain que esperaba. El hombre tenía los dedos gruesos y encallecidos, y la cara le quedaba oculta bajo la capucha del ropaje blanco. Podría tratarse de Niagen, el Sin Hermanos al que Lacile había echado el ojo. Eso aún le moles­taba a Faile, aunque Alliandre no acababa de entender el porqué. Un Aiel probablemente le iría bien a Lacile.

Alliandre empezó a enrollar otro vendaje. Se encontraba sentada con otras mujeres en un pequeño claro próximo al campo de batalla, rodeado por grupos de cipreses y otros árboles de copas ralas. Todo estaba tranqui­lo a excepción de los gemidos de los heridos.

Cortó otra tira de tela. Era de una camisa, pero ahora serviría para vendajes. Tampoco se perdía mucho; no había sido una camisa buena, por su aspecto.

—¿La batalla ha acabado? —preguntó Berelain en voz baja.

Ella y Faile trabajaban cerca de Alliandre, sentadas en taburetes una enfrente de la otra mientras cortaban.

—Sí, eso parece —contestó Faile.

Las dos se quedaron calladas. Alliandre enarcó una ceja, pero no dijo ni una palabra. Algo pasaba entre esas dos. ¿Por qué habían empezado de repente a fingir que eran estupendas amigas? La pantomima parecía haber engañado a casi todos los hombres del campamento, pero Alliandre se daba cuenta de la verdad por el modo en que apretaban los labios cuando se veían. La tensión se había atenuado después de que Faile le salvara la vida a Berelain, pero no había desaparecido por completo.

—Tenías razón sobre él —comentó Berelain.

—Pareces sorprendida.

—No suelo equivocarme en lo tocante a los hombres.

—Mi esposo no es como otros hombres. Se… —Faile enmudeció de golpe y miró hacia Alliandre con los ojos entornados.

«Maldita sea», pensó Alliandre. Se había sentado demasiado lejos, lo que la obligaba a girarse un poco y esforzarse para escuchar la conversación, lo cual resultaba sospechoso.

Las otras dos mujeres guardaron silencio de nuevo, y Alliandre alzó una mano como para examinarse las uñas.

«Sí —pensó—. No me toméis en cuenta. Me da igual. Sólo soy una mujer superada por la situación, que intenta salir a flote». Faile y Berelain no pensaban eso, desde luego, de la misma manera que los hombres de Dos Ríos nunca habían creído en realidad que Perrin había sido infiel. Si se les hacía que se pararan a pensar de verdad en ello, llegaban a la conclusión de que lo que había pasado tenía que ser otra cosa.

Pero había otros factores como las supersticiones y los prejuicios, más arraigados que simples ideas. Lo que las otras dos pensaban sobre ella y lo que percibían de forma instintiva eran dos cosas distintas. Además, lo cierto es que la situación la había superado y luchaba para mantenerse a flote.

Lo mejor era conocer qué puntos fuertes tenía uno.

Alliandre reanudó su tarea de cortar tiras de vendajes. Faile y Berelain habían insistido en quedarse para ayudar y ella no podía irse, claro. Sobre todo si esas dos actuaban de un modo tan puñeteramente fascinante en los últimos tiempos. Aparte de que no le importaba trabajar. Comparado con la cautividad a manos de los Aiel, aquello resultaba en verdad placentero. Por desgracia, las dos no retomaron la conversación. De hecho, Be­relain se puso de pie con aire frustrado y echó a andar hacia el otro lado del claro.

Alliandre sintió prácticamente el helor que irradiaba la mujer. Bere­lain se paró donde otras personas enrollaban tiras de tela. Alliandre se le­vantó y llevó el taburete, las tijeras y las telas junto a Faile.

—Creo que nunca la había visto tan alterada —comentó.

—No le gusta equivocarse —respondió Faile, que hizo una profunda inhalación y después movió la cabeza—. Ve el mundo como una red de verdades a medias e inferencias, y atribuye motivaciones complejas incluso a los hombres más sencillos. Supongo que eso hace que sea muy buena en política cortesana, pero yo no querría vivir así.

—Es muy lista —opinó Alliandre—. Es verdad que percibe cosas, Faile. Entiende el mundo. Lo que pasa es que tiene unos cuantos puntos flacos, como casi todo el mundo.

Faile asintió con gesto abstraído antes de comentar:

—Lo que más pena me da es que, a despecho de todo esto, no creo que jamás haya estado enamorada de Perrin. Lo perseguía por diversión, para sacar ventajas políticas y por Mayene. Al final, era más un reto que otra cosa. Puede que le tenga cariño, pero nada más. Quizá la habría compren­dido si sus artimañas hubiesen sido por amor.

Tras aquello, Alliandre guardó silencio y se dedicó a cortar vendas. Recogió una bonita camisa de seda azul del montón. ¡A buen seguro que podría sacarse más partido de esa prenda que unas vendas! La metió entre otras dos y las apartó a un lado, como si fuese un montón que pensaba cortar.

Poco después, Perrin entró en el claro seguido de algunos trabajadores con las ropas manchadas de sangre. Fue de inmediato hacia Faile, se sentó en la banqueta donde antes había estado Berelain y soltó el maravilloso martillo en la hierba, a su lado. Parecía extenuado. Faile le llevó algo de beber y después le frotó el hombro.

Alliandre se disculpó y los dejó solos a los dos. Se encaminó hacia don­de se encontraba Berelain, de pie al borde del claro. La Principal estaba tomándose una taza de té que se había servido de la olla que había en la lumbre; al verla acercarse la miró de soslayo.

Alliandre se sirvió también una taza de té y sopló un poco.

—Están hechos el uno para el otro, Berelain —dijo—. No puedo decir que lamente este resultado.

—Todas las relaciones merecen que se les plantee un desafío —repuso la Principal—. Y si ella hubiese muerto en Malden, algo que no era difícil que ocurriera, él habría necesitado a otra persona. Tampoco es que haya sido una gran pérdida para mí tener que renunciar a Perrin Aybara. Me habría gustado tener una conexión con el Dragón Renacido a través de él, pero ya saldrán otras oportunidades.

Parecía menos frustrada de lo que estaba hacía unos minutos. De hecho, parecía ser otra vez la mujer calculadora de siempre.

Alliandre sonrió. «Qué lista es», pensó. Faile necesitaba ver a su rival derrotada por completo para así estar segura de que la amenaza había que­dado atrás. Ésa era la razón de que Berelain dejara traslucir parte de su frustración, más de lo que habría hecho en cualquier otro momento.

—Entonces —empezó Alliandre, tras dar un sorbo de té—, ¿el matrimo­nio para vos no es más que un cálculo? ¿Las ventajas que se obtienen con él?

—También está el gozo de la caza, la emoción del juego.

—¿Y el amor?

—El amor es para quienes no han de gobernar —manifestó Berelain—. Una mujer vale mucho más que su habilidad para arreglar una buena boda, pero yo debo cuidar de Mayene. Si entramos en la Ultima Batalla sin que tenga asegurado un esposo, eso pondrá en peligro la sucesión. Y, cuando Mayene tiene una crisis de sucesión, Tear no tarda en querer hacer valer sus derechos e intentar imponerlos. El romanticismo es una distracción inasequible para…

De repente dejó de hablar y le cambió la expresión. ¿Qué pasaba ahora? Con la frente fruncida, Alliandre se volvió para mirar hacia atrás y en­tonces vio la causa.

Galad Damodred acababa de entrar en el claro.

Tenía sangre en el uniforme blanco y aspecto de estar exhausto. Con todo, se mantenía erguido, la espalda recta y el rostro limpio. Casi parecía demasiado hermoso para ser humano, con ese rostro perfectamente varonil y esa figura delgada y gallarda. ¡Y esos ojos! Como profundos estan­ques de agua limpia. Daba la impresión de que resplandeciera.

—Eh… ¿Qué estaba diciendo? —preguntó Berelain sin quitar los ojos de Damodred.

—¿Que no hay sitio para el romanticismo en la vida de un dirigente?

—Sí —contestó la Principal con aire distraído—. No es razonable en absoluto.

—En absoluto.

—Yo… —empezó Berelain.

Entonces vio que Damodred se encaminaba hacia ellas y enmudeció en el momento en que se encontraron los ojos de ambos.

Alliandre reprimió una sonrisa mientras Damodred se acercaba a las dos a través del claro. El hombre ejecutó dos reverencias perfectas, una a cada una de ellas, aunque apenas si reparó en Alliandre.

—Mi… señora Principal —empezó—. Lord Aybara dice que cuando iba a empezar la batalla abogasteis por mí.

—Fui una necia —contestó Berelain—. Creía que os iba a atacar.

—Si temer tal cosa lo convierte en necio a uno, entonces ya somos dos los que estamos juntos en eso —argumentó Damodred—. Estaba con­vencido de que mis hombres y yo caeríamos sin remedio ante Aybara.

Ella le sonrió. Con qué rapidez parecía haber olvidado todo lo que acababa de decir hacía unos segundos.

—¿Os apetece un poco de té? —ofreció Damodred, que habló con un poco de precipitación mientras se acercaba a las tazas que había colocadas sobre un paño, cerca de la lumbre.

—Lo estoy tomando —le hizo notar Berelain.

—¿Un poco más, entonces? —preguntó él, que se agachó sobre una rodilla y sirvió té en una taza. —Eh…

Damodred se incorporó con la taza en la mano y sólo entonces vio que ella ya tenía una.

—Hay que cortar más vendas —dijo Berelain—. Quizá podríais ayudarnos.

—Sí, quizá —contestó él, que le tendió a Alliandre la taza en la que había servido té.

Berelain —sin apartar los ojos de los del hombre— también se la tendió con aire de no ser consciente de lo que hacía.

Alliandre sonrió de oreja a oreja —sosteniendo ahora tres tazas en las manos— mientras los dos se dirigían hacia en montón de prendas preparadas para cortar en tiras. Aquello podía tener un buen final, vaya que sí. Como mínimo, sacaría a esos condenados Capas Blancas de su reino.

Regresó hacia donde Faile y Perrin estaban sentados. En el camino, sacó la blusa de seda azul del montón de tela que había dejado a un lado para cortar.

Resultaría un ceñidor precioso en verdad.

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