36 Una invitación

Egwene apareció en el Tel’aran’rhiod luciendo un vestido de un blanco níveo, pespuntado y recamado con hilo dorado, y adornado con minúsculos fragmentos de obsidiana —pulidos pero informes— cosidos con oro a lo largo del borde del corpiño. Un vestido muy poco práctico, cosa que allí carecía de importancia.

Se encontraba en sus aposentos, donde había querido aparecer, y se trasladó al vestíbulo que hacía de antesala al sector del Ajah Amarillo.

Nynaeve la esperaba allí, cruzada de brazos y ataviada con un vestido mucho más cómodo y práctico, en color tostado y marrón.

—Quiero que tengas mucho cuidado —advirtió Egwene—. Eres la única aquí que se ha enfrentado cara a cara con una de las Renegadas y también tienes más experiencia en el Tel’aran’rhiod que las otras. Si aparece Mesaana, habrás de ser tú la que dirija el ataque.

—Creo que puedo apañármelas —respondió Nynaeve, con un atisbo de sonrisa que le curvó hacia arriba la comisura de los labios.

Sí, seguro que se las apañaría. Lo difícil de conseguir habría sido que se abstuviera de atacar. Egwene asintió con la cabeza, y Nynaeve desapareció.

La antigua Zahorí se quedaría escondida cerca de la Antecámara de la Torre, atenta a la aparición de Mesaana o de hermanas Negras que se aproximaran para espiar lo que se hablaba en la reunión ficticia que se suponía se celebraba allí. Egwene volvió a desplazarse a otro lugar de la ciudad, una estancia donde la verdadera reunión tendría lugar entre las Sabias, las Detectoras de Vientos y ella.

Tar Valon tenía varias salas de reunión que se utilizaban para representaciones musicales o para asambleas. Esta, llamada Pasaje del Músico, era perfecta para su propósito. Las paredes estaban revestidas de forma esmerada con paneles de madera de cedro que se habían tallado a semejanza de un bosque. Las sillas —dispuestas en círculo, de cara al podio central— eran a juego, de madera cantada Ogier, cada cual un objeto único y bello. El techo abovedado tenía incrustaciones de mármol tallado para que parecieran estrellas en el cielo. La ornamentación era extraordinaria; hermosa, sin resultar recargada.

Las Sabias —Amys, Bair y Melaine, ésta con el vientre muy hinchado por el avanzado estado de gestación— ya habían llegado. El anfiteatro tenía una plataforma elevada a lo largo de un costado, donde las Sabias podrían sentarse con comodidad en el suelo, pero sin que las miraran desde arriba las que estuvieran sentadas en sillas.

Leane, Yukiri y Seaine ocupaban sillas colocadas enfrente de las Sabias: las tres llevaban una copia del ter’angreal del sueño hecha por Elayne, y su apariencia era brumosa, insustancial. Elayne también tendría que haber estado allí, pero había prevenido a Egwene de que tal vez tendría problemas a la hora de encauzar Poder suficiente para entrar en el Tel’aran’rhiod.

Las Aes Sedai y las Sabias se examinaban entre sí con una hostilidad palpable. Las primeras consideraban a las segundas unas espontáneas mal entrenadas; a su vez, las Sabias pensaban que las Aes Sedai estaban pagadas de sí mismas.

Al llegar Egwene, un grupo de mujeres de piel oscura y cabello negro apareció en el centro de la sala. Las Detectoras de Vientos miraron en derredor con desconfianza. Siuan le había explicado —por su experiencia durante el tiempo en que había pasado enseñando a las Detectoras— que el pueblo de los Marinos tenía leyendas sobre el Tel’aran’rhiod y los peligros de ese lugar. Lo cual no había impedido que esas mujeres aprendieran todo lo que les había sido posible sobre el Mundo de los Sueños en el instante en que descubrieron que era real, no un mito.

Al frente de las Detectoras de Vientos había una mujer alta y esbelta, de ojos rasgados y largo cuello, con numerosos medallones en una fina cadena que iba desde la nariz hasta la oreja izquierda. Debía de ser Shielyn, una de las que le había nombrado Nynaeve. De las otras tres Detectoras una era una mujer de aire altivo, con algunos mechones blancos entremezclados con el pelo negro. Ésa tenía que ser Renaile, de acuerdo con las cartas que habían enviado y las informaciones de Nynaeve. Por dichos datos, Egwene había llegado a la conclusión de que sería ella la de mayor rango, pero actuaba como si estuviera subordinada a las otras.

¿Habría perdido su puesto como Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos?


—Bienvenidas —las saludó—. Por favor, sentaos.

—Permaneceremos de pie —repuso Shielyn. Había tensión en su voz.

—¿Quiénes son estas otras, Egwene al’Vere? —preguntó Amys—, Las niñas no deben visitar el Tel’aran’rhiod. No es el cubil abandonado de un tejón de la arena para entrar a explorarlo.

—¿Niñas? —preguntó Shielyn.

—Aquí lo sois, mujer de las tierras húmedas.

—Amys, por favor—intervino Egwene—. Les he dejado unos ter’angreal para que vinieran. Era necesario.

—Podríamos habernos reunido fuera del Mundo de los Sueños —dijo Bair—. Elegir un campo de batalla para vernos habría sido más seguro.

En realidad, las Detectoras estaban muy poco familiarizadas con el funcionamiento del Tel’aran’rhiod. Los llamativos atuendos cambiaban de color con frecuencia; de hecho, mientras Egwene las miraba, la blusa de Renaile desapareció por completo. Egwene se sorprendió a sí misma al enrojecer, aunque Elayne había mencionado que, cuando se encontraban en alta mar, los Marinos —hombres y mujeres— trabajaban sin llevar encima ni una puntada de la cintura para arriba. La blusa reapareció un instante después. Las joyas también daban la impresión de estar en un constante flujo.

—Existen razones para que haya hecho lo que he hecho, Amys —explicó Egwene, que se adelantó y se sentó—. A Shielyn din Sabura Aguas Nocturnas y sus hermanas se las ha informado de los peligros de este lugar y se han hecho responsables de su propia seguridad.

—Algo así como dar un tizón encendido y una barrica de aceite a un niño, y afirmar que se ha hecho responsable de su propia seguridad —rezongó Melaine.

—¿Hemos de soportar este rifirrafe, madre? —preguntó Yukiri.

Egwene hizo una respiración profunda para sosegarse.

—Por favor, sois líderes de vuestros diferentes pueblos, mujeres con reputación de gran sabiduría y perspicacia. ¿No podemos, al menos, ser civilizadas unas con otras? —Se volvió hacia las mujeres de los Marinos—. Detectora de Vientos Shielyn, has aceptado mi invitación. Espero que ahora no rechacéis mi hospitalidad y me hagáis el desaire de quedaros de pie durante toda la reunión, ¿verdad?

La mujer vaciló. Había en ella un aire altanero; las recientes interacciones entre Aes Sedai y Detectoras la habían vuelto atrevida. Egwene contuvo un acceso de cólera; no le gustaban los detalles del trato respecto al Cuenco de los Vientos. Nynaeve y Elayne deberían haber tenido mejor criterio. Ellas…

No. Elayne y Nynaeve habían hecho cuanto estaba en su mano, y en aquel momento se habían encontrado sometidas a una tensión fuera de lo normal. Además, se decía que pactar con el pueblo de los Marinos era sólo un poco menos arriesgado que hacerlo con el propio Oscuro.

Por fin, Shielyn asintió con un brusco cabeceo, aunque la blusa cambió de color varias veces mientras se lo planteaba, quedando por último en carmesí; las joyas no dejaban de aparecer y desaparecer.

—De acuerdo. Estamos en deuda contigo por el regalo de este lugar aceptamos tu hospitalidad.

Se sentó en una silla, separada de Egwene y de las otras Aes Sedai, igual hicieron las otras que iban con ella.

Egwene soltó un quedo suspiro de alivio e hizo aparecer varias mesas auxiliares con tazas de té caliente y fragante. Las Detectoras se sobresaltaron, aunque las Sabias ni pestañearon. Por el contrario, Amys alargó la mano para asir su taza y cambió el té de pétalos de rosa por otra infusión de un color bastante más oscuro.

—Quizás ahora querrás explicarnos el propósito de esta reunión —dijo Bair, que bebió un sorbo de té.

Las mujeres de los Marinos no cogieron sus tazas, a pesar de que las Aes Sedai empezaron a beber de las suyas.

—Nosotras ya lo hemos deducido —intervino Shielyn—. Este encuentro era inevitable, aunque quisieran los vientos que no lo fuera.

—Bien, pues, habla —invitó Yukiri—. ¿De qué se trata?

Shielyn centró la atención en Egwene.

—Durante muchas estaciones y mareas hemos ocultado la naturaleza de nuestras Detectoras de Vientos a las Aes Sedai. La Torre Blanca inhala pero no exhala… Cuando algo entra en ella, no se le permite salir nunca.

Ahora que sabéis lo que somos, nos queréis, porque no soportáis la idea que haya encauzadoras que no estén bajo vuestro control.

Las Aes Sedai fruncieron el entrecejo, y Egwene pilló a Melaine asintiendo con la cabeza en un gesto de avenencia. Lo que la mujer había dicho era muy cierto, aunque sólo en parte. Si comprendieran lo útil que era el entrenamiento de la Torre Blanca y lo importante que era para la gente saber que había un lugar en el que se ocupaban de las encauzadoras y las instruían.

Sin embargo, ese razonamiento le sonaba hueco. El pueblo de los Marinos tenía sus propias tradiciones y hacía un buen uso de sus encauzadoras sin la intervención de la Torre Blanca. A diferencia de Nynaeve y Elayne, Egwene no había pasado mucho tiempo con esas mujeres, pero había recibido informes detallados. Las Detectoras de Vientos eran inexpertas con muchos tejidos, pero su destreza con tejidos específicos —en especial los dimanados del Poder del Aire— estaba mucho más desarrollada que la de las Aes Sedai.

Estas mujeres merecían la verdad. ¿O acaso no era eso lo que representaban la Torre Blanca y los Tres Juramentos?

—Tienes razón, Shielyn din Sabura Aguas Nocturnas —admitió—. Y tu pueblo quizás haya estado acertado en mantener ocultos sus talentos a las Aes Sedai.

Yukiri dio un respingo, una reacción contraria por completo a la impasibilidad Aes Sedai. Shielyn se quedó paralizada mientras los medallones de la cadena que le unía la nariz y la oreja tintineaban. La blusa cambió a un color azul.

—¿Qué?

—Que quizá fue un acierto —respondió Egwene—. No se me ocurriría cuestionar a posteriori a las Amyrlin que me han precedido, pero hay que plantear un debate. Tal vez nosotras hayamos sido demasiado radicales en cuanto a controlar a las mujeres capaces de manejar el Poder Único.

Es obvio que las Detectoras de Vientos han realizado un buen trabajo en su instrucción. Yo diría incluso que la Torre Blanca podría aprender mucho de vosotras.

Shielyn se echó hacia atrás en la silla y estudió el rostro de Egwene.

Ésta le sostuvo la mirada sin que su expresión sosegada se alterara lo más mínimo.

«Comprueba que estoy decidida —pensó—. Comprueba que hablo en serio. Que no es adulación. Soy Aes Sedai. Lo que digo es verdad».

—En fin —habló Shielyn—. Tal vez podríamos hacer un trato que nos permitiera entrenar a vuestras mujeres.

—Albergaba la esperanza de que vieses la ventaja de hacerlo —dijo Egwene, sonriendo.

A un lado, las otras tres Aes Sedai la miraron con cierta hostilidad.

Bueno, acabarían por entenderlo. El mejor modo de empezar sacando ventaja a la parte contraria era despertar sus expectativas para que bajara la guardia.

—Y, sin embargo, reconocéis que hay cosas que la Torre Blanca sabe y vosotras no —comentó Egwene—. De lo contrario, no habríais hecho todo lo posible para conseguir que nuestras mujeres entrenaran a vuestras Detectoras de Vientos.

—No rescindiremos ese acuerdo —se apresuró a aclarar Shielyn. La blusa se tornó de un tono amarillo claro.

—Oh, no esperaba en absoluto que lo hicieseis. Está bien que ahora tengáis maestras Aes Sedai. Quienes acordaron ese trato con vosotras lograron algo inesperado.

Palabras ciertas, de la primera a la última. No obstante, la forma en que lo dijo daba a entender algo más: que ella, Egwene, había deseado que se enviaran Aes Sedai a los barcos de los Marinos. El ceño de Shielyn se arrugó más, y la mujer se sentó apoyada en el respaldo. Egwene confiaba en que considerara si la grandiosa victoria de su pueblo con el Cuenco de los Vientos no habría sido un objetivo planeado desde el principio por la Torre.

—Si acaso —continuó—, creo que el acuerdo previo no era lo bastante ambicioso. —Se volvió hacia las Sabias—. Amys, ¿no coincides conmigo en que las Aes Sedai saben tejidos que las Sabias desconocen?

—Sería absurdo no admitir la experiencia Aes Sedai en esa disciplina

—fue la cautelosa respuesta de Amys—. Dedican mucho tiempo a practicar sus tejidos. Pero nosotras sabemos cosas que ellas ignoran.

—Cierto —convino Egwene—. Durante el tiempo que pasé instruyéndome a las órdenes de las Sabias, aprendí más sobre el liderazgo del que asimilé durante mi estancia en la Torre Blanca. También me disteis un entrenamiento muy útil en el Tel’aran’rhiod y con el Talento del Sueño.

—Muy bien, vamos, suéltalo de una vez —intervino Bair—. Desde que empezamos esta conversación hemos estado cazando un lagarto cojo de tres patas y azuzándolo con un palo para ver si camina un poco más.

—Necesitamos compartir lo que sabe cada uno de nuestros grupos —dijo Egwene—. Nosotras, las encauzadoras, tenemos que formar una alianza.

—A las órdenes de la Torre Blanca, imagino —dijo Shielyn.

—Lo único que digo es que es de sentido común compartir y aprender de las otras. Sabias, os mandaría Aceptadas de la Torre Blanca que irían a instruirse con vosotras. Sería muy útil sobre todo que las entrenaseis en el dominio del Tel’aran’rhiod.

Era poco probable que entre las Aes Sedai hubiera otra Soñadora como ella, ya que ese Talento era muy inusual. Pero no había que perder la esperanza. Pese a ello, sería ventajoso tener algunas hermanas entrenadas en el Tel’aran’rhiod, aun cuando tuvieran que acceder a él con ter’angreal

—Detectoras de Vientos —continuó Egwene—. También enviaría mujeres con vosotras, en especial a las que son diestras con el Aire, para que aprendan a llamar a los vientos como vosotras.

—La vida de una aprendiza de Detectora de Vientos no es fácil —dijo Shielyn—. Creo que vuestras mujeres la encontrarían muy diferente de la vida muelle en la Torre Blanca.

El trasero de Egwene todavía recordaba el dolor de su vida «muelle» en la Torre Blanca.

—No pongo en duda que será todo un reto —respondió—, pero tampoco dudo de que sería muy útil por ese mismo motivo.

—Bueno, supongo que podría arreglarse —dijo Shielyn, que volvió a echarse hacia adelante, con aire anhelante—. Tendría que haber un pago, por supuesto.

—Uno equivalente —apuntó Egwene— Permitiéndoos que enviéis algunas de vuestras aprendizas a la Torre Blanca a entrenarse con nosotras.

—Ya os enviamos mujeres.

Egwene resopló con suavidad.

—Sacrificios simbólicos enviados para que no empezáramos a sospechar de la existencia de las Detectoras de Vientos —dijo luego—. A menudo, vuestras mujeres se aíslan o se vuelven renuentes. Haré que esa práctica termine. No hay razón para privar a vuestro pueblo de potenciales Detectoras.

—Bien, ¿y cuál sería la diferencia? —quiso saber Shielyn.

—A las mujeres que enviaseis se les permitiría regresar con vosotros después de acabar el entrenamiento. Sabias, también aceptaría aprendizas Aiel en la Torre. No a regañadientes ni para convertirse en Aes Sedai, sino para entrenarse y aprender nuestros métodos. Ellas también podrían regresar, si así lo desearan, una vez que hubieran terminado.

—Tendría que ser algo más que eso —dijo Amys—. Me preocupa lo que ocurriría con unas mujeres que se acostumbraran demasiado a las comodidades de las tierras húmedas.

—Digo yo que no querríais forzarlas a… —empezó Egwene

—Seguirían siendo aprendices de Sabia, Egwene al’Vere —la interrumpió Bair—. Niñas que tendrían que completar su aprendizaje. Y eso es suponiendo que accediéramos a este plan. Hay algo en él que me remueve el estómago, como cuando ingieres demasiada comida después de un día de ayuno.

—Si permitimos que las Aes Sedai les echen el gancho a nuestras aprendizas, no se desligarían así como así —opinó Melaine.

—¿Y quieres que se desliguen? —inquirió Egwene—. ¿Ves lo que tenéis en mí, Melaine? Una Sede Amyrlin a la que entrenaron las Aiel. ¿Qué sacrificio merecería la pena para que tu pueblo tuviera más como yo? ¿Aes Sedai que entendieran el ji’e’toh y la Tierra de los Tres Pliegues, que respetaran a las Sabias en lugar de verlas como rivales o espontáneas?

Las tres Aiel se echaron hacia atrás ante tales razonamientos e intercambiaron una mirada, conturbadas.

—¿Y qué dices tú, Shielyn? —preguntó Egwene—. ¿Merecería la pena que tu pueblo tuviera una Sede Amyrlin que, habiéndose entrenado con vosotras, os considerara amigas y respetara vuestras costumbres?

—Eso sería muy valioso —admitió Shielyn—. Suponiendo que las mujeres que nos envíes tengan mejor temperamento que las que hemos visto hasta ahora. Aún no he conocido una Aes Sedai a la que no le venga nada mal estar colgada del palo mayor unos cuantos días.

—Eso es porque insistís en pedir Aes Sedai que ya están hechas a sus costumbres —repuso Egwene—. En cambio, si os enviáramos Aceptadas, serían mucho más flexibles.

—¿En cambio? —saltó de inmediato Shielyn—. Éste no es el trato que estamos discutiendo.

—Podría serlo. Si permitimos que encauzadoras de los Marinos regresen con vosotros en lugar de requerir que se queden en la Torre, ya no tendréis tanta necesidad de contar con maestras Aes Sedai.

—Éste ha de ser un trato distinto —insistió Shielyn, que negó con la cabeza—. Y no será uno que se haga a la ligera. Las Aes Sedai son sinuosas, como la serpiente de esos anillos que lleváis.

—¿Y si ofrezco incluir el ter’angreal del sueño que os he prestado?

Shielyn se echó una ojeada a la mano en la que —en el mundo real— tendría aferrada una pequeña placa, una placa que —tocándola con un hilillo de Energía— permitía a una mujer entrar en el Tel’aran’rhiod. Egwene no les había dado los ter’angreal que permitían entrar sin necesidad de encauzar, desde luego. Ésos eran más versátiles y, en consecuencia, más poderosos. Mejor mantenerlos en secreto.

—En el Tel’aran’rhiod una puede ir a cualquier sitio, puede reunirse con quienes están lejos sin necesidad de Viajar hasta allí, puede descubrir lo oculto y puede conferenciar en secreto.

—Ésa es una sugerencia peligrosa, Egwene al’Vere —reconvino Amys con gesto severo—. Dejarlas sueltas así sería como dejar a un grupo de niñas de las tierras húmedas correr a su antojo por la Tierra de los Tres Pliegues.

—No puedes acaparar este sitio para ti, Amys —dijo Egwene.

—No somos tan egoístas —replicó la Sabia—. Estoy refiriéndome a su seguridad.

—Entonces, quizá, lo mejor sería que el pueblo de los Marinos enviara algunas de sus aprendizas a entrenarse con las Sabias… Y tal vez vosotras podríais enviar algunas de las vuestras con las Detectoras.

—¿Para vivir en barcos? —dijo Melaine, espantada.

—¿Qué mejor modo de domeñar vuestro miedo al agua?

—No le tenemos miedo —espetó Amys—. La respetamos. Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas… —Siempre hablaba de barcos como quien habla de un león enjaulado.

—De todos modos. —Egwene se volvió hacia las Detectoras—. Los ter’angreal podrían ser vuestros si llegamos a un trato.

—Ya nos has dado éstos —dijo Shielyn.

—Os los prestamos, Shielyn, y eso lo dejó bien claro la mujer que os los llevó.

—¿Y nos los darías de forma permanente? —preguntó la Detectora—. ¿Sin esa tontería de que todos los ter’angreal pertenecen a la Torre Blanca?

—Es importante que exista una regla que impida que los ter’angreal queden en manos de quienes los descubren —dijo Egwene—. Eso nos permite retirar objetos potencialmente peligrosos a un necio mercader o a un granjero. Pero estaría dispuesta a hacer una excepción formal para las Detectoras de Vientos y las Sabias.

—Así que las columnas de cristal… —empezó Amys—. Me he preguntado si las Aes Sedai tratarían alguna vez de reclamarlas para sí.

—Dudo que eso pueda llegar a pasar —contestó Egwene—. Pero también sospecho que los Aiel se tranquilizarían si proclamáramos de manera oficial que esos ter’angreal, así como otros que poseéis, os pertenecen y que las hermanas no pueden reclamarlos.

Eso les dio que pensar a las Sabias.

—Todavía encuentro extraño este acuerdo —comentó Bair—. ¿Aiel entrenadas en la Torre Blanca, pero sin convertirse en Aes Sedai? Las cosas nunca han sido así.

—El mundo está cambiando, Bair —respondió con suavidad Egwene—. Allá, en Campo de Emond, había una pequeña parcela con bonitas flores cultivadas, las campanillas de Emond, cerca de un arroyo. A mi padre le gustaba pasear por allí y le entusiasmaba su belleza. Pero entonces, cuando se construyó el puente nuevo, la gente empezó a atajar por la parcela para llegar a él.

Durante años, mi padre trató de impedir que cruzaran por allí poniendo pequeñas cercas, letreros… No funcionó nada. Y entonces se le ocurrió construir un sendero bonito con piedras de río a través del plantío, y cultivar las flores a los lados. Después de eso, la gente dejó de pisar las flores.

Cuando llega un cambio, las personas podemos gritar e intentar forzar las cosas para que todo siga igual. Pero por lo general esos esfuerzos son en vano. Sin embargo, si uno encarrila los cambios, éstos pueden trabajar a tu favor. Igual que el Poder nos sirve, pero sólo después de rendirnos a él.

Egwene hizo una pausa para mirar a las mujeres de una en una.

—Nuestros tres grupos deberían haber empezado a colaborar hace mucho tiempo —continuó luego—. La Última Batalla se nos echa encima y el Dragón Renacido amenaza con liberar al Oscuro. Por si eso fuera poco, tenemos otro enemigo común, uno que considera que Aes Sedai, Detectoras de Vientos y Sabias por igual son grupos a los que hay que destruir.

—Los seanchan —dedujo Melaine.

Renaile, sentada detrás de las Detectoras, ahogó una exclamación al oír esa palabra. Sus ropas cambiaron y apareció vestida con armadura y con una espada en la mano. Todo desapareció al instante.

—Sí —dijo Egwene—. Juntas, somos lo bastante fuertes para combatirlos. Por separado…

—Tenemos que estudiar este trato —anunció Shielyn. Egwene percibió el soplo del viento a través de la sala; lo más probable es que lo hubiera creado una de las Detectoras de forma involuntaria—. Volveremos a reunirnos y quizás lleguemos a un compromiso. De ser así, las condiciones serían que nosotras enviaríamos dos aprendizas al año y vosotras nos enviaríais otras dos de las vuestras.

—Que no sean las más débiles —puntualizó Egwene—. Quiero tener a las más prometedoras.

—¿Y vosotras haríais lo mismo? —inquirió Shielyn.

—Sí —confirmó Egwene.

Era un comienzo. Casi con toda seguridad, querrían aumentar el número una vez que el plan hubiera demostrado su eficacia. Pero al principio no presionaría más en ese aspecto.

—¿Y nosotras? —preguntó Amys—. ¿Somos parte de este trato, como lo llamáis?

—Dos Aceptadas —contestó Egwene—. A cambio de dos aprendizas.

Se instruirán durante un período no inferior a seis meses, pero no superior a los dos años. Una vez que nuestras mujeres se encuentren entre vosotras, se las considerará vuestras aprendizas y tendrían que cumplir vuestras reglas. Y viceversa. —Vaciló antes de añadir—: Al final de su entrenamiento, todas las aprendizas y Aceptadas habrán de regresar con sus correspondientes grupos durante un año al menos. Después, si las vuestras deciden que quieren ser Aes Sedai, podrán regresar para que se tenga en cuenta su petición. Lo mismo reza para las Aceptadas que hayan estado con vosotras, si desean unirse a las Sabias.

Bair asintió con la cabeza, el gesto pensativo.

—Quizás habrá mujeres que, como tú misma, al entender nuestros métodos y costumbres los consideren superiores —dijo la anciana Sabia—. Es una lástima que te perdiéramos.

—Mi sitio estaba en otra parte —contestó Egwene.

—¿Querréis aceptar también eso con nosotras? —preguntó Shielyn a las Sabias—. ¿Acordaríamos realizar este trato, dos por dos, en condiciones similares?

—Si se acuerda el trato, lo haremos también con vosotras —dijo Bair, tras intercambiar una mirada con las otras Sabias—: Pero antes hemos de hablar de este asunto con el resto de Sabias.

—¿Y qué hay de los ter’angreal? —se interesó Shielyn, que se volvió hacia Egwene.

—Serían vuestros. —Empezó Egwene, que añadió—: A cambio, dejaríais libres de regresar con nosotras a las hermanas que os entrenan y nosotras nos ocuparíamos de que regresara con los suyos cualquier encauzadora de los Marinos que se encuentre en la Torre en la actualidad. Todo esto habrá que someterlo a la aprobación de vuestra gente, y yo habré de presentarlo a la Antecámara de la Torre.

Ni que decir tiene que, como Amyrlin, sus decretos eran ley. No obstante, si la Antecámara ponía obstáculos esa ley acabaría pasando sin pena ni gloria. En esto tendría que obtener su apoyo. Y lo quería, sobre todo teniendo en cuenta su postura respecto a que la Antecámara debería trabajar más con ella y dejar de reunirse en secreto.

Estaba razonablemente segura de que lograría obtener su aprobación a esta propuesta, sin embargo. A las Aes Sedai no les gustaría renunciar a los ter’angreal, pero tampoco les había hecho gracia el trato que se había hecho con el pueblo de los Marinos respecto al Cuenco de los Vientos. Para quitarse eso de en medio, casi renunciarían a cualquier cosa.

—Sabía que tratarías de poner fin a que las hermanas nos entrenaran —apuntó Shielyn con aire de suficiencia.

—¿Y a quiénes prefieres tener? ¿Mujeres que se cuentan entre nuestros miembros más débiles y que ven su servicio como un castigo? ¿O, en cambio, a vuestras propias mujeres que han aprendido lo mejor que podemos ofrecerles y que regresarían a compartirlo con alegría?

De todos modos, Egwene había estado tentada de limitarse a enviar Aes Sedai del pueblo de los Marinos para cumplir con el trato; le parecía un apropiado efugio de la situación, uno que las Detectoras tendrían bien merecido.

No obstante, con suerte, este nuevo trato reemplazaría el anterior. De todos modos tenía la sensación de que iba a perder a las hermanas del pueblo de los Marinos, al menos las que anhelaban regresar con los suyos.

El mundo estaba cambiando y ahora la existencia de las Detectoras de Vientos no era un secreto, por lo que las viejas costumbres no tenían porqué mantenerse.

—Lo hablaremos —dijo Shielyn, que hizo un gesto con la cabeza a las otras y todas desaparecieron de la sala. Desde luego, aprendían rápido.

—Ésta es una danza peligrosa, Egwene al’Vere —dijo Amys, que se levantó y se ajustó el chal—. Hubo un tiempo en que los Aiel se habrían sentido honrados de servir a las Aes Sedai. Ese tiempo quedó atrás.

—Las mujeres que creíais que encontraríais no eran más que una quimera, Amys —contestó Egwene—. A menudo la vida real es más decepcionante que los sueños, pero al menos cuando encontráis honor en el mundo real sabéis que no es una fantasía.

La Sabia asintió a sus palabras con un cabeceo.

—Seguramente aceptaremos este trato —dijo luego—. Necesitamos saber lo que las Aes Sedai pueden enseñarnos.

—Elegiremos a nuestras mujeres más fuertes —añadió Bair—. Aquellas que no se corromperán por la lenidad de las tierras húmedas.

No había crítica en las palabras de Bair. A su entender, calificar de blandos a los habitantes de las tierras húmedas no era un insulto.

—Este trabajo que estás haciendo es bueno, siempre y cuando no te propongas atarnos con cinchos de acero —comentó Amys.

«No, no os ataré con cinchos de acero, Amys —pensó Egwene—. Por el contrario, utilizaré lazos».

—Bien, ¿nos necesitabas hoy para algo más? —preguntó Bair—. ¿No mencionaste una batalla…?

—Sí. O eso espero.

No había llegado ningún aviso, lo cual significaba que Nynaeve y Siuan no habían descubierto a nadie espiando. ¿Habría fracasado su estratagema?

Las Sabias asintieron con la cabeza y se apartaron a un lado para conferenciar en voz baja. Egwene se volvió hacia las Aes Sedai, y Yukiri se puso de pie.

—Esto no me gusta, madre —dijo en voz baja, al tiempo que echaba ojeadas a las Sabias—. No creo que la Antecámara esté de acuerdo con ello.

Muchas son inflexibles en cuanto a que todos los objetos del Poder Único deberían pertenecernos.

—La Antecámara lo comprenderá —contestó Egwene—. Ya hemos devuelto el Cuenco de los Vientos a las mujeres de los Marinos y, ahora que Elayne ha redescubierto el método de crear ter’angreal, sólo es cuestión de tiempo que haya tantos que no podremos seguirles el rastro a todos.

—Pero Elayne es una Aes Sedai, madre —dijo Seaine, que se levantó de la silla con gesto preocupado—. Sin duda sabréis mantenerla a raya.

—Puede ser —respondió Egwene con suavidad—. Pero ¿no os choca que después de todos estos años sean tantos los Talentos que están resurgiendo, que se estén haciendo tantos descubrimientos? Mi capacidad de Soñar, los ter’angreal de Elayne, la Predicción. Talentos poco comunes que reaparecen a montones. Una era llega a su fin y el mundo está cambiando. Dudo que el Talento revelado en Elayne sea un caso aislado. ¿Y si a una de las Sabias o de las Detectoras se le manifiesta?

Las otras tres permanecieron sentadas en silencio, preocupadas.

—Aun así no está bien claudicar, madre —dijo por último Yukiri— Aunque con esfuerzo, podríamos tener bajo control a las Sabias y a las Detectoras de Vientos.

—¿Y los Asha’man? —inquirió Egwene en voz queda, incapaz de reprimir un atisbo de incomodidad en la voz—. ¿Seguiremos insistiendo en que todos los angreal y sa’angreal creados para hombres nos pertenecen, aunque seamos incapaces de utilizarlos? ¿Y si hay Asha’man que aprenden a crear objetos de Poder? ¿Los obligaremos a entregarnos todos los que creen para guardarlos nosotras? Lo que es más, ¿estaríamos en condiciones de hacer cumplir tal norma?

—Yo… —vaciló Yukiri.

—Tiene razón, Yukiri —intervino Leane mientras meneaba la cabeza—. Luz, vaya si la tiene.

—El mundo como era ya no puede seguir siendo nuestro —manifestó Egwene casi en un susurro para que las Sabias no oyeran lo que decía—. ¿Acaso lo ha sido alguna vez? La Torre Negra vincula Aes Sedai, los Aiel ya no nos respetan, las Detectoras de Vientos nos han ocultado a sus mejores encauzadoras durante siglos y cada vez son más beligerantes. Si intentamos aferrarnos con demasiada fuerza a todo eso, acabaremos siendo tiranas o necias, dependiendo del éxito que tuviéramos en conseguirlo.

No me gusta ninguno de esos dos calificativos.

Las guiaremos, Yukiri. Debemos convertirnos en una fuente hacia la que se vuelvan esas encauzadoras, todas ellas. Eso lo conseguiremos sin apretar demasiado, trayendo a sus mujeres para adiestrarse con nosotras y enviando a nuestras Aceptadas más capacitadas a convertirse en expertas en las cosas que ellas saben hacer mejor.

—¿Y si estuvieran diciendo ahora eso mismo? —susurró Leane, echando una ojeada a las Sabias que hablaban en voz muy baja al otro extremo de la sala—. ¿Y si intentan ganarnos por la mano como nosotras pensamos hacer con ellas?

—Entonces tendremos que jugar mejor —repuso Egwene—. De momento, todo esto es secundario. Necesitamos estar unidas contra la Sombra y contra los seanchan. Tenemos que…

Con aspecto de sentirse rendida y el vestido chamuscado por un lado,

Siuan apareció en la sala.

—¡Madre! ¡Os necesitamos!

—¿La batalla ha empezado? —inquirió Egwene en tono urgente.

Al otro lado, las Sabias alzaron la cabeza hacia ellas.

—Sí —contestó Siuan, jadeando—. Ocurrió de inmediato. Madre, no vinieron a oír a escondidas. ¡Atacaron, sin más!


Cubriendo leguas con cada paso que daba, Perrin se desplazó como un rayo a través del paisaje. Necesitaba llevar esa especie de estaca metálica lejos de Verdugo. ¿Quizás al océano? Podría… Una flecha silbó en el aire y le hizo un corte en el hombro. Perrin maldijo y giró sobre sí mismo. Se hallaba en una elevada pendiente rocosa. Verdugo estaba más abajo que él, con la cuerda del arco pegada al rostro anguloso y los ojos oscuros relucientes de cólera. Disparó otra flecha.

«Una pared», pensó Perrin, invocando un muro de ladrillos delante de él. La flecha se clavó varias pulgadas en los ladrillos, pero se detuvo. De inmediato, Perrin se desplazó de lugar, aunque no podía ir lejos; no mientras arrastrara consigo la cúpula.

Se desvió y, en lugar de ir directo hacia el norte, se dirigió hacia el este

Dudaba que fuera capaz de conseguir librarse de Verdugo; a buen seguro ese hombre veía desplazarse la cúpula, una referencia suficiente para que se hiciera una idea de dónde andaba él.

¿Qué hacer? Había pensado en arrojar la estaca metálica al océano pero si Verdugo lo seguía sólo tendría que recuperarla. Perrin se concentró en moverse lo más deprisa posible, cubriendo leguas de segundo en segundo. ¿Podría dejar atrás a su enemigo? El paisaje pasaba junto a él en un borrón: montañas, bosques, lagos, praderas…

Justo cuando pensaba que quizás había logrado poner tierra por medio, una figura apareció a su lado y arremetió con una espada, el golpe dirigido al cuello de Perrin. Este se agachó, esquivando por poco el ataque, y enarboló el martillo con un gruñido, pero Verdugo desapareció.

Perrin se detuvo allí mismo, frustrado. Verdugo podía moverse más deprisa que él y podía meterse en la cúpula adelantándose a ella y esperando a que se moviera por encima de él. Desde allí, estaba en posición de saltar sobre Perrin y atacar.

«No puedo dejarlo atrás», comprendió Perrin. La única forma de estar seguro, de proteger a Faile y a los demás, era matar a Verdugo. En caso contrario, ese hombre recuperaría la estaca metálica de dondequiera que la dejara y después volvería para atrapar a los suyos.

Miró a su alrededor para orientarse. Se encontraba en una ladera arbolada y divisaba el Monte del Dragón al norte de su posición. Miró hacia el este y vio la punta de una enorme estructura asomando por encima de los árboles: la Torre Blanca. Situarse en la ciudad de Tar Valon podría darle cierta ventaja, hacer que le resultara más fácil esconderse en cualquiera de los muchos edificios o callejones.

Saltó en aquella dirección llevando consigo la estaca, y la cúpula que creaba desplazándose con él cuando se movía. A la postre, iba a ser cuestión de luchar.

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