Reposo absoluto —anunció Melfane, después de retirar el oído del tubo de madera que había puesto en el pecho de Elayne.
La comadrona era una mujer baja, de cara ancha, que ese día llevaba el pelo recogido con un pañuelo azul de un fino tejido translúcido. El impecable vestido era de color blanco y un azul cielo a juego; como si lo llevara en desafío al perpetuo cielo encapotado.
—¿Qué? —se sorprendió Elayne.
—Una semana —reiteró Melfane a la par que le hacía un gesto admonitorio con el dedo—. No tenéis que levantaros de la cama durante una semana.
Elayne parpadeó, estupefacta, y el cansancio le desapareció de golpe durante un instante. Melfane esbozaba una sonrisa alegre mientras le imponía ese castigo irrealizable. ¿En cama? ¿Durante una semana?
Birgitte observaba la escena desde la puerta; Mat se encontraba en la habitación contigua. Había salido cuando Melfane entró para hacer el examen pero, aparte de eso, se había mostrado casi tan protector como Birgitte. No obstante, por la manera en que hablaban nadie habría dicho que les importaba. Los dos habían intercambiado maldiciones groseras, cada cual intentando superar al otro. Elayne aprendió unas cuantas nuevas. ¿Quién habría imaginado que los ciempiés hicieran esas cosas?
Sus bebés estaban bien, que Melfane supiera. Y eso era lo principal.
—Hacer reposo en cama es de todo punto imposible —respondió Elayne—. Tengo muchas cosas de las que ocuparme.
—Bien, entonces tendréis que hacerlas desde la cama —replicó Melfane con voz agradable, pero sin ceder ni un ápice—. Vuestro cuerpo y vuestros hijos han sido sometidos a una gran tensión. Necesitan tiempo para recuperarse. Yo os atenderé, y cuidaré de que sigáis una estricta dieta.
—Pero…
—No hay peros que valgan —la interrumpió Melfane.
—¡Yo soy la reina! —protestó Elayne, exasperada.
—Y yo la matrona de la reina —respondió Melfane, sin perder la compostura—. No hay un solo soldado o miembro de vuestro séquito que no me ayudaría si determino que vuestra salud, o la de vuestros hijos, corren peligro. —Le sostuvo la mirada a Elayne—. ¿Os gustaría poner a prueba mis palabras, majestad?
Elayne se encogió ante la idea de que sus propios guardias le prohibieran salir de sus aposentos. O peor aún, que la atasen. Miró a Birgitte, pero sólo recibió un satisfecho cabeceo a modo de respuesta.
«Tienes lo que te mereces», parecía decir aquel gesto de asentimiento.
Elayne se sentó recostada en el cabecero de la cama, frustrada. Era un enorme lecho de columnas, con colgaduras en rojo y blanco. El dormitorio estaba decorado y brillaba con varios objetos hechos con cristales y rubíes. E iba a convertirse en una bonita prisión dorada, desde luego. ¡Luz! ¡No era justo! Se cerró la parte delantera de la bata.
—Veo que no vais a poner en tela de juicio mis comentarios —dijo Melfane desde un lado de la cama—. Es una sabia decisión. —La matrona echó una ojeada a Birgitte—. Os permitiré reuniros con la Capitana General para evaluar los incidentes de la noche. ¡Pero mucho ojito! No más de media hora. ¡No quiero que hagáis esfuerzos!
—Pero…
Melfane volvió a levantar el dedo en un gesto admonitorio.
—Media hora, majestad. Sois una mujer y no una bestia de labranza. Necesitáis descansar y cuidaros. —Se volvió hacia Birgitte y añadió—: No la molestéis más de lo necesario.
—Ni en sueños —respondió Birgitte.
Al final, la ira de su Guardiana comenzaba a aplacarse, reemplazada por el regocijo. ¡Qué mujer más insufrible!
Melfane abandonó el dormitorio. Birgitte se quedó donde estaba, mirándola con los ojos entrecerrados. A través del vínculo, Elayne todavía notaba un poco el bullir de la irritación. Las dos se miraron la una a la otra durante unos instantes muy largos.
—¿Qué vamos a hacer contigo, Elayne Trakand? —preguntó Birgitte por fin.
—Encerrarme en mi dormitorio, parece —replicó Elayne.
—No es una mala solución.
—¿Acaso me encerrarías aquí de por vida? —preguntó Elayne—. ¿Como a Gelfina, la del cuento, recluida en una torre y olvidada durante mil años?
Birgitte soltó un sonoro suspiro.
—No —dijo luego—. Pero con recluirte seis meses bastaría para calmar mi ansiedad.
—No hay tiempo para eso —respondió Elayne—. Apenas nos queda tiempo. Hay que correr riesgos.
—¿Riesgos como que la reina de Andor vaya sola a enfrentarse a varios miembros del Ajah Negro? ¡Actúas como un energúmeno ebrio de sangre en el campo de batalla que se adelanta a la carga de sus camaradas buscando la muerte, sin un compañero de línea que le cubra las espaldas!
Elayne parpadeó ante la ira de la mujer.
—¿No confías en mí, Elayne? —preguntó Birgitte—. ¿Te librarías de mí si pudieras?
—¿Qué? ¡No! Claro que confío en ti.
—Entonces, ¿por qué no me dejas ayudarte? Yo no tendría que estar aquí en estos momentos. No tengo otro propósito que aquel al que las circunstancias me han empujado. Me vinculaste, pero ¡no me dejas protegerte! ¿Cómo puedo ser tu Guardián si no me dices cuándo te vas a poner en peligro?
Elayne se sintió tentada de tirar de las sábanas para escudarse tras ellas de aquellos ojos. ¿Por qué era Birgitte la que se sentía tan dolida? ¡Había sido a ella a la que habían herido!
—Por si sirve de algo, no tengo intención de repetirlo —dijo Elayne.
—No, claro. Harás algo aún más insensato.
—Quiero decir que intentaré tener más cuidado. Tal vez tengas razón y la visión no es una garantía total. A decir verdad, no evitó que me entrara el pánico cuando noté un peligro real.
—¿Es que no sentiste un peligro real cuando el Ajah Negro te secuestró e intentó sacarte de la ciudad?
Elayne vaciló. Tendría que haber tenido miedo entonces, pero no había sido así. Y no era sólo por la visión de Min. El Ajah Negro no la habría matado, no en esas circunstancias. Era muy valiosa.
Pero sentir que el cuchillo se le clavaba en el costado, le rasgaba la piel y penetraba hacia el vientre… Eso había sido diferente. El miedo. Recordaba la forma en que el mundo se había oscurecido a su alrededor Mientras el latido del corazón se convertía en un ruido sordo que iba increscendo, como los tambores al final de una representación. Los tambores que sonaban antes de hacerse el silencio.
Birgitte observaba a Elayne, evaluándola; sentía sus emociones. Ella era la reina. No podía evitar los riesgos pero… Quizás debería refrenarse un poco.
—Bueno, ¿descubriste algo al menos?
—Sí —respondió Elayne—. Yo…
En ese momento, una cara medio tapada con un pañuelo se asomó al vano de la puerta. Mat tenía los ojos cerrados.
—¿Estás vestida?
—Sí —respondió Elayne—. Y mucho mejor de lo que estás tú, Matrim Cauthon. Ese pañuelo te queda ridículo.
Mat abrió los ojos y, con el entrecejo fruncido, se quitó el pañuelo y dejó a la vista el rostro anguloso.
—Intenta moverte por la ciudad sin que te reconozcan —se defendió Mat—. Cada carnicero, cada posadero, cada ratero de tres al cuarto parece conocer mi rostro.
—Las hermanas Negras planeaban tu asesinato —le anunció Elayne.
—¿Qué? —exclamó Mat.
Elayne asintió.
—Una de ellas te nombró. Al parecer, los Amigos Siniestros llevan bastante tiempo buscándote con la intención de matarte.
—Son Amigos Siniestros —dijo Birgitte, encogiéndose de hombros—. Nos quieren a todos muertos.
—Lo de Mat es diferente —respondió Elayne—. Sonaba más… apremiante. Te aconsejo que te mantengas alerta durante una temporada. Utiliza el sentido común.
—Visto lo visto, me parece complicado porque de eso no tiene ni pizca —comentó Birgitte.
Mat puso los ojos en blanco.
—¿Acaso me perdí algo de tu explicación sobre qué hacías en los malditos calabozos, tumbada sobre un charco de tu propia sangre y dando la impresión de haberte llevado la peor parte de una escaramuza en el campo de batalla?
—Estaba interrogando a las hermanas del Ajah Negro —respondió Elayne—. Los detalles no son de tu incumbencia. Birgitte, ¿tienes ya los informes de los centinelas?
—Nadie vio irse a Mellar —informó la Guardiana—. No obstante, encontraron el cuerpo del secretario en la planta baja, apuñalado por la espalda. Aún estaba caliente.
—¿Y Shiaine? —preguntó Elayne, con un suspiro.
—Ha desaparecido —respondió Birgitte—. Como también Marillin Gemalphin y Falion Bhoda.
—La Sombra no podía permitir que las tuviéramos en nuestro poder razonó Elayne con un suspiro—. Sabían demasiado. Tenían que rescatarlas o ejecutarlas.
Bueno —dijo Mat, quien se encogió de hombros—, tú estás viva y esas tres han muerto. A mí me parece que la jugada no ha salido nada mal.
«Pero las que escaparon tienen una copia de tu medallón», pensó Elayne, si bien no lo dijo en voz alta. Tampoco mencionó la invasión a la que había hecho referencia Chesmal. Lo comentaría con Birgitte en breve, por supuesto, pero primero quería reflexionar sobre el tema ella sola.
Mat acababa de decir que la noche no había salido nada mal, pero cuanto más lo pensaba Elayne, menos satisfecha se sentía. Se planeaba la invasión de Andor y ella ignoraba cuándo iba a suceder. La Sombra quería a Mat muerto, pero, como Birgitte había apuntado, eso no era nada nuevo. De hecho, el único resultado de la aventura nocturna del que tenía certeza era la sensación de cansancio que la embargaba. Eso y tener que pasar una semana recluida en sus aposentos.
—Mat, toma —dijo, quitándose el medallón—. Ya es hora de que te lo devuelva. Deberías saber que tal vez me ha salvado la vida hoy.
Mat se adelantó y lo recogió con impaciencia, aunque después vaciló.
—¿Pudiste…? —preguntó a Elayne.
—¿Copiarlo? No del todo, pero sí en parte.
Mat se lo colgó al cuello, con expresión preocupada.
—Es un alivio tenerlo de nuevo. Llevo tiempo queriendo pedirte algo y quizás ahora no sea un buen momento.
—Ya que estamos, dime de qué se trata —respondió Elayne cansada.
—Bueno, tiene que ver con el gholam…
—Hemos evacuado a la mayoría de los civiles de la ciudad —comentó Yoeli mientras Ituralde y él cruzaban la puerta de Maradon—. Estamos muy cerca de la Llaga y no es la primera vez que realizamos esta maniobra. Mi hermana, Sigril, capitanea a los Jinetes de Retaguardia. Serán los encargados de observar el desarrollo de la batalla desde las colinas del sureste y llevarán la noticia en caso de que caigamos. Ya habrán enviado correos a los puestos de guardia de todo Saldaea para pedir ayuda. Si vienen, encenderán una almenara. —El hombre de cara enjuta miró a Ituralde con gesto adusto.
Habrá pocas tropas que puedan venir en nuestra ayuda —agregó—. La reina Tenobia se llevó muchas cuando partió en busca del Dragón Renacido.
Ituralde asintió. Caminaba sin cojear. Antail, uno de los Asha’man, tenía bastante pericia con la Curación. Sus hombres habían levantado aprisa un campamento en un patio interior de las murallas. Los trollocs se habían apoderado de las tiendas que abandonaron en la huida y después les habían prendido fuego por la noche con el propósito de que vieran cómo se comían a los heridos. Ituralde había situado a parte de sus tropas en los edificios vacíos, pero quería que hubiera un grupo cerca de la puerta, en caso de que asaltaran la ciudad.
Los Asha’man habían utilizado la Curación con los hombres de Ituralde, pero sólo se podían centrar en los casos más graves. Ituralde saludó con la cabeza a Antail, que se encontraba con los heridos en una zona acordonada de la plaza. El Asha’man no vio el saludo. Estaba sudoroso, concentrado en su tarea, utilizando un Poder en el que Ituralde prefería no pensar.
—¿Estáis seguro de que queréis verlos? —preguntó Yoeli.
Sostenía sobre el hombro una lanza larga de caballería, de cuya punta colgaba un gallardete triangular, negro y amarillo. Los saldaeninos lo llamaban la Enseña del Traidor.
La ciudad rebosaba hostilidad; diferentes grupos de saldaeninos se miraban los unos a los otros con gesto adusto. Muchos llevaban tiras de tela de color negro y amarillo enroscadas entre sí y atadas a las vainas de las espadas. Ésos saludaron a Yoeli.
«Desya gavane cierto cuendar isain carentin», se dijo para sus adentros Ituralde. Era una frase en la Antigua Lengua que significaba: «Un corazón resuelto vale por diez disputas».
Imaginaba el significado que tenía el banderín. A veces, un hombre sabía lo que tenía que hacer a pesar de que otros creyeran que se equivocaba. Los dos caminaron por las calles durante un tiempo. Maradon era similar a la mayoría de las ciudades de las Tierras Fronterizas: muros rectos, edificios cuadrados, calles estrechas. Las casas parecían fortalezas, con ventanas pequeñas y recias puertas. Las calles estaban dispuestas en extraños giros y no había ningún tejado de paja, sólo tejas de pizarra incombustibles. En varias intersecciones clave resultaba difícil distinguir la sangre seca en la oscura piedra, pero Ituralde sabía qué buscar. Antes de que Yoeli saliera a rescatar a sus tropas, los saldaeninos se habían enfrentado entre ellos.
Llegaron a un edificio corriente que no destacaba en nada. Ningún extranjero habría adivinado que esa vivienda pertenecía a Vram Torkumen, un primo lejano de la reina al que Tenobia había nombrado administrador de la ciudad en su ausencia. Los soldados que guardaban la puerta lucían las tiras de tela en negro y amarillo. Saludaron a Yoeli.
Ya en el interior, Ituralde y Yoeli se metieron por un estrecho hueco de escalera y subieron tres tramos. Había soldados en casi todas las habitaciones. En la planta alta, cuatro hombres que llevaban la Enseña del Traidor custodiaban una gran puerta con incrustaciones doradas. El pasillo de estrechas ventanas y con una alfombra de color negro, verde y rojo, estaba oscuro.
—¿Alguna novedad, Tarran? —preguntó Yoeli.
—Nada, señor —respondió el hombre con un saludo.
Lucía un largo bigote y tenía las piernas arqueadas propias de quien se siente como en casa cuando está montado en un caballo.
—Gracias, Tarran —respondió Yoeli con un cabeceo de asentimiento. Por todo lo que haces.
—Estoy con vos, señor. Lo estaré hasta el fin.
—Que tus ojos no pierdan de vista el norte ni tu corazón el sur, amigo mío —deseó Yoeli, que inhaló hondo antes de abrir la puerta.
Ituralde fue tras él.
En el interior de la estancia y sentado junto al hogar, un saldaenino vestido con ricos ropajes de color rojo bebía una copa de vino. En la silla situada enfrente de él había una mujer que bordaba; también llevaba un vestido de buena calidad. Ninguno de los dos alzó la vista hacia la puerta.
—Lord Torkumen —saludó Yoeli—. Os presento a Rodel Ituralde, el comandante del ejército domani.
El hombre sentado junto a la chimenea dejó escapar un suspiro sin apartar la mirada de la copa de vino.
—Entráis sin llamar, no esperáis a que me dirija a vos primero y me molestáis a pesar de haberos hecho saber mi necesidad de dedicar esta hora a una serena meditación.
—En serio, Vram —dijo la mujer—, ¿acaso esperas que este hombre tenga modales? ¿Después de lo que ha hecho?
Yoeli desplazó la mano a la empuñadura de la espada, despacio. En la estancia había un revoltijo de muebles: varios arcones, armarios roperos y a un lado una cama que, sin duda alguna, no pertenecía a esa habitación.
—Así que vos sois Rodel Ituralde, uno de los grandes capitanes —dijo lord Vram—. Me doy cuenta de que es ofensivo preguntarlo, pero tengo que cumplir las formalidades. ¿Os dais cuenta de que al traer un ejército a nuestro país habéis corrido el riesgo de provocar una guerra?
—Sirvo al Dragón Renacido —respondió Ituralde—. El Tarmon Gai’don se acerca, y todas las leyes, alianzas y fronteras previas están sometidas a la voluntad del lord Dragón.
Lord Torkumen chasqueó la lengua. Un Juramentado del Dragón —dijo lord Torkumen—. Había recibido informes al respecto, claro. Y esos hombres que utilizáis son una indicación obvia. No obstante, me resulta tan extraño escuchar algo así —. ¿No os dais cuenta de lo estúpido que os hace parecer hablar de ese modo?
Ithuralde miró al hombre a los ojos. No se consideraba un Juramentado del Dragón, pero uno no podía llamar roca a un caballo y esperar que todos los demás le dieran la razón.
—¿No estáis preocupado por la invasión de los trollocs?
—Ya hubo trollocs antes —dijo lord Yram—. Siempre los ha habido.
—La reina… —empezó Yoeli.
—La reina volverá pronto de su expedición para desenmascarar y capturar a ese falso Dragón —lo interrumpió lord Vram—. Y, cuando eso ocurra, hará que os ejecuten, traidor. Y vos, Rodel Ituralde, lo más seguro es que seáis perdonado por vuestra posición, pero no me gustaría ser un miembro de vuestra familia cuando reciban nuestra demanda de rescate. Espero que vuestra riqueza se equipare a vuestra reputación. De lo contrario, pasaréis muchos de los años venideros como el general de las ratas de vuestra celda.
—Entiendo. ¿Cuánto hace que os pasasteis a la Sombra? —preguntó Ituralde.
Lord Torkumen se levantó de la silla con los ojos abiertos de par en par.
—¿Osáis llamarme Amigo Siniestro?
—A lo largo de los años he conocido a varios hombres y mujeres saldaeninos —explicó Ituralde—. A unos los he llamado amigos, y he luchado contra otros. Pero, que yo sepa, jamás hubo uno que no ofreciera su ayuda al ver a otros hombres luchar contra Engendros de la Sombra.
—Si tuviera una espada… —dijo lord Vram.
—Así os abrase la Luz, Vram Torkumen —dijo Ituralde—. Vine a deciros eso de parte de los hombres que he perdido.
El noble se quedó estupefacto al ver que Ituralde le daba la espalda y se marchaba. Yoeli salió de la habitación y cerró la puerta.
—¿No estáis de acuerdo con mi acusación? —le preguntó Ituralde mientras se dirigían a la escalera.
—A decir verdad, no sé discernir si ese hombre es un necio o un Amigo Siniestro —respondió Yoeli—. Tiene que ser lo uno o lo otro para no haber encajado las piezas: el invierno, esas nubes y los rumores de que al’Thor había conquistado la mitad del mundo.
—Entonces, no tenéis nada que temer —dijo Ituralde—. No seréis ejecutado.
—Maté a mis conciudadanos, organicé un levantamiento contra el administrador nombrado por mi reina, me hice con el control de la ciudad… Eso sí, no derramé la sangre de ningún noble —detalló Yoeli.
—Todo eso cambiará una vez que Tenobia regrese, os lo garantizo —afirmó Ituralde—, En verdad os habéis ganado un título.
Yoeli se detuvo en la oscura escalera, que sólo estaba iluminada al inicio y al final.
—Veo que no lo entendéis. He traicionado mis juramentos y He matado a amigos. Pediré ser ejecutado, estoy en mi derecho.
«Malditos fronterizos», pensó Ituralde mientras un escalofrío le recorría la espalda.
Jurad lealtad al Dragón, pues él invalida todos los juramentos. No desperdiciéis vuestra vida. Luchad a mi lado en la Última Batalla.
No me escudaré en ninguna excusa, lord Ituralde —dijo el hombre, reemprendiendo el descenso por la escalera—. Del mismo modo que tampoco pude ver cómo morían vuestros hombres. Venid, supervisemos el alojamiento de los Asha’man. Me gustaría mucho ver esos accesos de los que habláis. Si pudiéramos utilizarlos para enviar mensajes y traer suministros, ciertamente sería muy interesante ver cómo nos sitian.
Ituralde dio un suspiro, pero lo siguió. No habían dicho nada de huir a través de los accesos. Yoeli nunca iba a abandonar la ciudad, e Ituralde comprendió que no abandonaría a Yoeli ni a sus hombres. No lo haría después de todo lo que habían sufrido para rescatarlos.
Ése era un lugar tan bueno como cualquier otro para plantar cara. Y, sin duda, mejor que un buen número de las situaciones en las que se había encontrado en los últimos tiempos.
Perrin entró en la tienda y encontró a Faile cepillándose el pelo. Era preciosa. Aún se maravillaba cada día por tenerla de vuelta.
Ella se volvió y le sonrió con satisfacción. Se peinaba con un nuevo cepillo de plata que él le había dejado sobre la almohada. Lo había obtenido de un trueque con Gaul, que lo había encontrado en Malden. Si esa celebración, el shanna’har, era importante para su esposa, él tenía la intención de tomarla tan en serio como Faile.
—Los mensajeros han regresado —dijo Perrin dejando caer los faldones de la entrada—. Los Capas Blancas han elegido el campo de batalla. Luz, Faile, me van a obligar a borrarlos de la faz de la tierra.
—No veo que haya ningún problema en eso —respondió su mujer—. Venceremos.
—Es muy probable —contestó. Se sentó en los cojines, junto al catre que compartían—. Pero, aunque los Asha’man hagan casi todo el trabajo al principio, tendremos que ir y luchar cuerpo a cuerpo. Habrá bajas. Hombres buenos que serán necesarios en la Última Batalla. —Hizo un esfuerzo para aflojar los puños apretados—. La Luz abrase a esos Capas blancas por lo que han hecho y por lo que están haciendo.
Entonces, ésta es una buena oportunidad para derrotarlos.
Perrin soltó un gruñido a modo de respuesta, pero no explicó el por qué de la frustración tan grande que sentía. Fuera cual fuese el resultado de la batalla, él iba a perder. En ambos lados morirían hombres; unos hombres que hacían falta.
Los relámpagos centelleaban fuera y proyectaban sombras sobre el techo de lona. Faile se acercó al baúl y sacó un camisón para ella y una bata para él; era de la opinión de que un noble tenía que tener una bata a mano por si acaso lo necesitaban durante la noche. De momento, las circunstancias habían demostrado un par de veces que Faile tenía razón.
Entonces pasó junto a él y, a pesar de que la expresión de su esposa era placentera, olía a preocupación. Perrin había agotado todas las opciones para resolver de manera pacífica el conflicto con los Capas Blancas, pero dentro de poco —y, a la vista de los hechos, lo quisiera o no— matar sería de nuevo su destino.
Después de quitarse la ropa excepto los calzones, Perrin se acostó y se quedó dormido antes de que Faile hubiera acabado de cambiarse.
Entró en el Sueño del Lobo bajo la gran espada que se clavaba en el suelo. En lontananza distinguía la colina que Gaul había catalogado como un buen lugar desde donde vigilar. Un arroyo fluía por detrás del campamento.
Perrin se dio media vuelta para dirigirse a toda velocidad hacia el campamento de los Capas Blancas; era como el dique de un río que le impedía seguir avanzando por la corriente.
—¡Saltador! —llamó.
Deambuló entre las tiendas inmóviles de los Capas Blancas montadas en campo abierto. No obtuvo respuesta, así que investigó por el campamento un poco más. Balwer no había reconocido el escudo de armas del sello que Perrin le había descrito. ¿Quién estaría al frente de esos Capas Blancas?
Alrededor de una hora más tarde, Perrin aún no había llegado a ninguna conclusión al respecto. Sin embargo, estaba bastante seguro de saber en qué tiendas guardaban las provisiones. Esas tiendas no estarían tan vigiladas como las de los prisioneros y, con accesos, a lo mejor tenían posibilidad de incendiarlas. Tal vez.
Las cartas que había recibido del capitán general estaban llenas de frases como «Otorgo a tu gente el beneficio de la duda respecto a que desconocen tu naturaleza». O «Mi paciencia se acaba con tus dilaciones». Y «Sólo hay dos opciones: ríndete para que se te juzgue como corresponde o trae a tu ejército para afrontar el juicio de la Luz».
Un extraño sentido del honor conducía a ese hombre; así lo había intuido Perrin cuando se había reunido con él y así lo constataban las misivas. Pero ¿quién era? Había firmado todas las cartas como el capitán general de los Hijos de la Luz.
Perrin siguió hasta llegar a la calzada. ¿Dónde se habría metido Saltador? —Acto seguido, Perrin echó a correr a toda velocidad. Tras unos segundos salió de la calzada a la hierba. La tierra estaba tan blanda que cada paso que daba parecía impulsarlo en el aire.
Proyectó la mente y creyó percibir algo hacia el sur. Echó a correr hacia allí. Deseó ir más rápido, y así lo hizo. Los árboles y las colinas pasaron zumbando junto a él.
Los lobos sabían que se acercaba. Era la manada de Danzarina del Roble, con Desvinculado, Chispas, Luz Matutina y otros. Perrin percibía la comunicación que había entre unos y otros, lejanos susurros de imágenes y efluvios. Apretó más el paso, y el viento se tornó un rugido a su alrededor. Los lobos empezaron a alejarse en dirección sur.
¡Esperad!, proyectó Perrin. He de reunirme con vosotros.
Como respuesta, sólo percibió regocijo. De pronto, los lobos se dirigían hacia el oeste, y Perrin se detuvo y giró. Corrió tan rápido como sabía; pero, cada vez que se acercaba a la manada, ésta se encontraba de pronto en otro lugar. Se desplazaban continua y repentinamente, desapareciendo de un punto para aparecer en dirección opuesta.
Perrin gruñó y, de repente, se puso a cuatro patas, con el pelaje agitado por el aire y la boca abierta mientras corría hacia el norte bebiendo el viento que silbaba a su alrededor. Pero los lobos no perdían terreno y se mantenían alejados.
Perrin aulló, y en respuesta le llegaron las burlas de la manada.
Hizo un esfuerzo para correr más rápido, saltando de la cresta de una colina a otra, brincando por encima de los árboles. El suelo era un borrón. En poco tiempo, las Montañas de la Niebla aparecieron a su izquierda y las dejó atrás en un momento.
Los lobos giraron hacia el este. ¿Por qué no lograba alcanzarlos? Los olía delante de él. Joven Toro les aulló, pero en esa ocasión no obtuvo respuesta alguna.
No entres con tanta fuerza, Joven Toro.
Joven Toro se detuvo en seco, aunque el mundo a su alrededor tardó unos instantes más en hacerlo. La manada seguía alejándose hacia el este, pero Saltador se encontraba sentado sobre los cuartos traseros junto a una anchurosa y serpenteante corriente de agua. No era la primera vez que Joven Toro veía ese sitio, un lugar cercano a la guarida de sus progenitores. Había viajado Por el río, encima de uno de esos troncos flotantes de los humanos. Él…
No… no… ¡Ten presente a Faile!
Su pelaje se convirtió en ropa. Con las manos y las rodillas clavadas en el suelo, le lanzó una mirada furibunda a Saltador.
—¿Por qué huiste? —demandó Perrin.
Deseas aprender, le trasmitió el lobo. Te has vuelto más diestro. Más rápido. Alargaste las patas y corriste. Eso es bueno.
Perrin miró hacia atrás, hacia el camino por el que había venido mientras pensaba en su velocidad. Había saltado de la cima de una colina a otra. Había sido maravilloso.
—Pero me tuve que convertir en un lobo para hacerlo —dijo—. Y eso me puso en riesgo de estar aquí con «demasiada fuerza». ¿De qué me sirve aprender si hago cosas que me has prohibido?
Eres rápido en culpar, Joven Toro. Surgió la imagen mental de un lobezno que aullaba una y otra vez frente a la guarida, montando jaleo. No es propio de los lobos.
Saltador desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Perrin gruñó y dirigió la vista hacia el este, en la dirección donde percibía a los lobos. Salió en pos de ellos, esta vez con más precaución. No podía permitir que el lobo lo consumiera o acabaría como Noam, encerrado en una jaula y sin el menor vestigio de humanidad. ¿Por qué Saltador lo animaba a recorrer esa senda?
«No es propio de los lobos». ¿Se había referido a las acusaciones o a lo que le estaba pasando a él?
El resto sabía cuándo finalizar la cacería, joven Toro, proyectó Saltador a lo lejos. Fuiste el único al que hubo que parar.
Estupefacto, Perrin se frenó en seco a la orilla del río. La cacería del venado blanco. De pronto, Saltador se encontró a su lado, junto al río.
—Esto comenzó al empezar a percibir a los lobos —proyectó Perrin—. La primera vez que perdí el control de mí mismo fue con esos Capas Blancas.
Saltador se tumbó y descansó la cabeza sobre las patas delanteras.
Sueles estar aquí con demasiada fuerza, transmitió el lobo. Eso es lo que haces.
Saltador ya lo había dicho lo mismo de vez en cuando, desde que conocía al lobo y el Sueño del Lobo. Pero, de repente, a Perrin se le ocurrió otro significado. Quizá se refería a la manera de estar en el Sueño del Lobo, pero quizás también se refería al mismo Perrin.
Había empezado a culpar a los lobos de lo que hacía, por su forma de ser al luchar, por su manera de enfocar la búsqueda de Faile. Pero ¿eran los lobos los causantes de eso? ¿O quizás era una parte de sí mismo? ¿Cabría la posibilidad de que fuera eso lo que ocasionó que se convirtiera en un Hermano Lobo, en primer lugar?
—¿Se puede correr a cuatro patas sin estar aquí con demasiada fuerza? —preguntó.
Claro que es posible, le trasmitió Saltador, que rió del mismo modo en que lo hacía el resto de la manada, como si Perrin acabara de descubrir la cosa más obvia del mundo. Tal vez lo fuera.
Quizá no era como los lobos porque él era un Hermano Lobo. Quizás él era un Hermano Lobo porque era como los lobos. No tenía que controlarlos a ellos. Tenía que controlarse a sí mismo.
—La manada, ¿cómo la alcanzo? ¿Moviéndome más rápido?
Esa es una manera. Otra es estar donde quieres estar.
Perrin frunció el entrecejo. Entonces cerró los ojos y pensó en la dirección hacia la que corrían los lobos, para adivinar dónde podían estar. Se produjo un cambio.
Al abrir los ojos, Perrin se encontró de pie en la ladera arenosa de una colina en la que crecían matas de cañuelas. A su derecha se elevaba una montaña enorme, cuya cúspide truncada de bordes aserrados daba la impresión de haber sido golpeada por la mano de un gigante.
Una manada de lobos salió de improviso del bosque. Muchos de ellos reían. ¡Joven Toro cazando cuando tendría que buscar el final! ¡Joven Toro buscando el final cuando tendría que disfrutar de la caza! Perrin sonrió e intentó no hacerse mala sangre por las risas a pesar de que, para ser sincero, se sentía igual que un día en que su primo Wil preparó un cubo de plumas mojadas para echárselo por encima.
Algo revoloteó en el aire: una pluma de pollo con los bordes húmedos. Perrin dio un respingo al comprobar que había más en el suelo, a su alrededor. Pestañeó, y las plumas desaparecieron. Los lobos olían a estar pasándolo en grande y enviaron imágenes de Joven Toro cubierto con plumas.
Si aquí te pierdes en sueños, Joven Toro, esos sueños se convierten en este sueño, proyectó Saltador.
Perrin se rascó la barba para reprimir la vergüenza. Ya había experimentado otras veces la naturaleza impredecible del Sueño del Lobo.
—Saltador —preguntó, volviéndose hacia el lobo—. Si quisiera, ¿hasta qué punto podría cambiar lo que me rodea?
¿Si quisieras?, respondió el lobo. No tiene que ver con lo que quieres, Joven Toro, sino con lo que necesitas. Con lo que sabes.
Perrin frunció el entrecejo. De vez en cuando, aún lo confundían los razonamientos del lobo.
De pronto, los otros lobos de la manada se giraron a una y miraron hacia el suroeste. Desaparecieron.
Han ido aquí. Saltador proyectó la imagen de una lejana hondonada con árboles y se preparó para seguirlos.
—Saltador—llamó Perrin acercándose al lobo—, ¿cómo lo sabes? Me refiero a donde han ido. ¿Te lo han dicho ellos?
No. Pero sé seguirlos.
—¿Cómo? —preguntó Perrin.
Es algo que siempre he sabido hacer, transmitió Saltador. Al igual que caminar o saltar.
—Sí, pero ¿cómo?
El lobo olía a confusión.
Es un efluvio, respondió al fin. Sin embargo, era mucho más complejo que un «efluvio». Era una sensación, una impresión y un efluvio, todo en uno.
—Ve a algún lugar —dijo Perrin—. Deja que intente seguirte.
Saltador desapareció. Perrin caminó hacia el lugar que había ocupado el lobo.
Huélelo, proyectó Saltador a lo lejos.
Pero estaba lo bastante cerca para trasmitir pensamientos. De manera instintiva, Perrin expandió la percepción y notó la presencia de docenas de lobos. Se quedó sorprendido por el gran número de ellos que había por la zona, en las laderas del Monte del Dragón. Perrin nunca había percibido tal cantidad en un mismo lugar. ¿Por qué estarían allí? ¿Era impresión suya o el cielo parecía más tormentoso en este lugar que en otras zonas del Sueño del Lobo?
No percibía a Saltador. De alguna manera, el lobo había cerrado la mente y evitaba así que localizara el lugar donde estaba. Perrin se concentró. «Huélelo», le había trasmitido Saltador. Olerlo, ¿cómo? Perrin cerró los ojos y dejó que la nariz le hiciera llegar los olores del entorno. Pinos piñoneros y savia, plumas de aves y hojas, cedro y sapino.
Y algo más… Sí, captaba otro olor. Un efluvio lejano, persistente, que parecía estar fuera de lugar allí. Muchos aromas eran iguales: la misma percepción de naturaleza fecunda, la misma abundancia de árboles. Pero ésos se mezclaban con el olor a moho y a piedra húmeda. El aire era diferente. Polen y flores.
Perrin apretó los párpados con fuerza al tiempo que hacía una profunda inspiración. De algún modo, reprodujo una imagen mental de esos efluvios. El proceso no se diferenciaba apenas de la forma en que un lobo proyectaba imágenes traducidas a palabras.
Allí, pensó. Y se produjo un cambio.
Abrió los ojos. Se encontraba sentado en un afloramiento rocoso rodeado de pinos; estaba en la ladera del Monte del Dragón, a varias horas de marcha en ascenso de donde se hallaba antes. El afloramiento, cubierto de liquen, se proyectaba por encima de los árboles que se extendían más abajo. Allí, en un lugar donde los rayos del sol llegaban a las flores, crecía un rodal de aromáticas violetas. Era agradable ver flores que no estaban mustias o a punto de morirse, aunque fuera en el Sueño del Lobo.
Ven. Sígueme, trasmitió Saltador.
Y desapareció.
Perrin cerró los ojos y olfateó. En esta ocasión el proceso resultó más fácil. Roble y hierba, barro y humedad. Era como si cada lugar tuviera un olor específico propio.
Perrin sintió un cambio—, abrió los ojos. Se hallaba agazapado en un campo aledaño a la calzada de Jehannah. Era el sitio donde la manada de Danzarina del Roble había estado antes y Saltador se movía de aquí para allá por la pradera, olisqueando con curiosidad. La manada había proseguido su marcha, pero todavía se encontraba cerca.
—¿Puedo hacer siempre eso? —le preguntó a Saltador—. ¿Oler hacia dónde fue un lobo en el sueño?
Cualquiera puede. Si sabe hacerlo como lo hace un lobo, respondió con esa mueca que era una sonrisa.
Perrin asintió con un cabeceo, pensativo.
Saltador atravesó la pradera a largas zancadas hasta donde se encontraba Perrin.
Hemos de practicar, Joven Toro. Aún eres un cachorro de patas cortas y suave pelambre. Tenemos que…
El lobo se quedó inmóvil de repente.
—¿Qué pasa?
Entonces se oyó el aullido de dolor de un lobo. Perrin giró sobre sí mismo. Era Luz Matutina. El aullido se cortó de golpe, y la mente de la loba se extinguió.
Saltador gruñó y en su olor se mezclaron pánico, rabia y pesadumbre.
—¿Qué ha sido eso? —demandó Perrin.
Nos están dando caza. ¡Muévete, Joven Toro! Tenemos que irnos.
Las mentes de los otros miembros de la manada se alejaron en un visto y no visto. Perrin gruñó. Cuando un lobo moría en el Sueño del Lobo, era para siempre. No más renacer ni correr con el hocico al viento. Sólo había un ser que cazaba los espíritus de los lobos.
Verdugo.
¡Joven Toro! ¡Hay que marcharse!, transmitió Saltador.
Perrin siguió gruñendo. Luz Matutina había proyectado un estallido final de sorpresa y dolor, su última visión del mundo. Perrin cerró los ojos y creó una imagen de aquella mezcolanza de sensaciones.
¡Joven Toro, no! Él…
Cambio. Perrin abrió los ojos de golpe y se encontró en un pequeño calvero, cercano a la zona donde su gente estaba acampada en el mundo real. Un hombre musculoso, de tez bronceada, cabello oscuro y ojos azules, se hallaba acuclillado en el centro del calvero, con el cadáver de un lobo a sus pies. Verdugo era un tipo de brazos gruesos y en su olor había un leve rastro inhumano, como de un hombre mezclado con piedra. Vestía ropas oscuras de cuero y lana negra. Mientras Perrin lo observaba, Verdugo empezó a desollar el cadáver.
Perrin cargó, y Verdugo alzó la vista, sorprendido. Se parecía a Lan de un modo casi siniestro, el rostro severo, todo ángulos y rasgos bien definidos. Perrin bramó y de repente se encontró con un martillo en las manos.
Verdugo desapareció en un abrir y cerrar de ojos, de forma que el martillo hendió el aire vacío. Perrin inhaló hondo. ¡Los olores estaban allí! Agua salada y madera mojada. Gaviotas y sus excrementos. Perrin hizo uso de su recién adquirida habilidad para lanzarse hacia aquella ubicación lejana.
Cambio.
Apareció en el muelle desierto de una ciudad que no reconoció. Verdugo se encontraba cerca, inspeccionando el arco que llevaba.
Perrin atacó. Verdugo alzó la cabeza con los ojos muy abiertos; olía a estupefacción. Levantó el arco con intención de parar la acometida, pero el golpe asestado por Perrin lo rompió.
Con un rugido, Perrin echó el arma hacia atrás y volvió a golpear, esta vez a la cabeza de Verdugo. Cosa extraña, el hombre sonrió y los azules ojos chispearon de regocijo. De repente olía a avidez. Ansioso por matar. Una espada apareció en la mano alzada y la giró para frenar el golpe de Perrin.
El martillo rebotó con demasiada fuerza, como si hubiese pegado en piedra, de forma que hizo trastabillar a Perrin. Verdugo alargó la mano y la puso contra el hombro de Perrin para, acto seguido, empujar.
Tenía una fuerza inmensa y el empujón lo lanzó hacia atrás por el muelle, pero la madera desapareció al tocarla con el cuerpo. Perrin pasó a través del aire y cayó al agua que había debajo. El grito que dio se convirtió en un gorgoteo mientras el oscuro líquido lo rodeaba.
Soltó el martillo e intentó nadar hacia arriba, pero se encontró con que la superficie, de forma inexplicable, se había convertido en hielo. De las profundidades ascendieron cuerdas serpenteantes que se le enroscaron en los brazos y tiraron de él hacia abajo. A través de la helada superficie del agua, vio una sombra que se movía: Verdugo, que levantaba el arco reconstruido.
El hielo desapareció y el agua se separó, resbalando a raudales en torno a Perrin, que se encontró mirando una flecha apuntada de forma directa al corazón.
Verdugo disparó.
Perrin deseó estar fuera de allí.
Cambio. Se quedó sin aliento al chocar en la roca del afloramiento donde había estado con Saltador. Se puso de rodillas, chorreando agua del mar. Tosió con fuerza, echando algo de agua por la boca, y se enjugó la cara; el corazón le latía desbocado.
Saltador apareció a su lado, jadeante, oliendo a enfadado.
¡Estúpido cachorro! ¡Cachorro tonto! ¿Vas a cazar un león cuando te acaban de destetar?
Tiritando, Perrin se sentó. ¿Lo seguiría Verdugo? ¿Podría hacerlo? Conforme transcurrían los minutos sin que apareciera nadie, Perrin empezó a relajarse. El enfrentamiento con Verdugo había ocurrido con tal rapidez que parecía borroso. Esa fuerza… Era superior a la que podría tener cualquier hombre. Y el hielo, las cuerdas…
—Cambia las cosas —dijo—. Hizo que el muelle desapareciera debajo de mí, creó cuerdas que me sujetaron, apartó el agua para verme con claridad y hacer un buen disparo.
Es un león. Mata. Peligroso.
—Tengo que aprender. He de hacerle frente, Saltador.
Eres demasiado joven. Esas cosas están fuera de tu alcance.
—¿Demasiado joven? —Perrin se puso de pie—. ¡Saltador, casi tenemos encima la Gran Cacería!
El lobo se tendió en el suelo con la cabeza en las patas delanteras.
—Siempre me dices que soy demasiado joven. O que no sé lo que hago. Bien, pues, ¿qué sentido tiene enseñarme si no me dices cómo luchar contra hombres como Verdugo?
Veremos, proyectó Saltador. Por esta noche hemos acabado. Vete.
Perrin percibió en la idea transmitida por el lobo un poso de aflicción, así como una inflexión terminante. Esa noche, la manada de Danzarina del Roble y Saltador llorarían la pérdida de Luz Matutina.
Suspirando, Perrin se sentó con las piernas cruzadas. Se concentró y se las arregló para imitar las cosas que el lobo había hecho para echarlo de allí.
El sueño desapareció a su alrededor.
Despertó en el jergón de la oscura tienda, con Faile acurrucada a su lado.
Yació durante un rato mirando con fijeza el techo de lona. La oscuridad le recordaba el cielo tempestuoso del Sueño del Lobo. La posibilidad de dormirse parecía tan lejana como Caemlyn. Por fin —apartándose con cuidado de Faile— se levantó y se puso el pantalón y la camisa.
Fuera, el campamento estaba oscuro, pero para sus ojos había luz suficiente. Saludó con un cabeceo a Kenly Maerin y a Jaim Dowtry, los hombres de Dos Ríos que hacían guardia esa noche junto a su tienda.
—¿Qué hora es? —le preguntó a uno de ellos.
—Pasada la medianoche, lord Perrin —contestó Jaim.
Perrin gruñó. Relámpagos lejanos en lontananza. Echó a andar, y los hombres hicieron intención de seguirlo.
—No me pasará nada, no hace falta que vengáis —les dijo—. Vigilad la tienda. Lady Faile aún duerme.
La tienda se encontraba cerca del perímetro del campamento, en el lado occidental, al resguardo de la ladera de la colina; le gustaba porque le daba la sensación de estar un poco más en soledad. Aunque era tarde, pasó cerca de Gaul, que afilaba la lanza junto a un tronco caído. El alto Soldado de Piedra se puso de pie y empezó a seguirlo; Perrin no se opuso. Gaul tenía la sensación de que últimamente no cumplía como era debido el deber que se había impuesto de proteger a Perrin, y ahora ponía más empeño. A Perrin le parecía que, en realidad, el Aiel sólo buscaba una excusa para estar lejos de su tienda y del par de mujeres gai’shain que se habían instalado en ella.
Gaul mantuvo las distancias, cosa que complacía a Perrin. ¿Se sentían así los cabecillas? No era pues de extrañar que tantas naciones se enzarzaran en guerras unas contra otras. Sus dirigentes no tenían tiempo para pensar en sí mismos y, casi con toda seguridad, ¡atacaban para que la gente dejara de fastidiarlos!
A corta distancia, entró en un soto donde había un pequeño montón de leños. Dentón —su sirviente hasta que rescataran a Lamgwin— había fruncido el entrecejo cuando Perrin pidió que los dejaran allí para él. En otro tiempo un señor de segunda fila de Cairhien, Dentón se había negado a recobrar su posición y nadie había conseguido convencerlo de que cambiara de opinión.
Había un hacha. No con la mortífera hoja en forma de media luna que antaño había llevado a la batalla, sino una recia herramienta de leñador con una buena cabeza de acero y la madera del mango suavizada por el uso con manos sudorosas de trabajadores. Perrin se remangó, se escupió en las palmas y recogió el hacha. Era una agradable sensación sostener la sobada madera en las manos. Se la colocó en el hombro y puso de pie el primer leño delante de él; después retrocedió un paso y descargó el hacha.
Acertó a dar justo en el centro, y las astillas saltaron en el aire de la oscura noche. El leño cayó partido en dos trozos. A continuación dividió una de las dos mitades. Gaul se sentó junto a un árbol, sacó la lanza y siguió amolando la moharra. El chirrido deslizante de metal contra metal acompañó los golpes secos del hacha contra la madera.
Resultaba agradable. ¿Por qué sería que le costaba menos pensar mientras hacía un trabajo manual? Loial hablaba mucho de sentarse y pensar, pero él no se creía capaz de discurrir nada de esa forma.
Partió el siguiente leño con otro corte limpio del hacha. ¿Sería verdad? ¿Sería su propia naturaleza la responsable de su forma de actuar, y no los lobos? En Dos Ríos nunca se había comportado así. Cortó otro leño.
«Siempre se me dio bien centrar la atención». Eso fue parte de lo que había impresionado a maese Luhhan, saber que darle un proyecto a Perrin era tener la seguridad de que trabajaría en él hasta que estuviera acabado.
Partió en dos mitades el leño.
A lo mejor los cambios que se habían operado en él eran el resultado de encontrarse con el mundo que había más allá de su comarca natal. Había culpado a los lobos de muchas cosas y había ido a Saltador con exigencias fuera de lo normal. Los lobos no eran estúpidos ni simples, pero no les interesaban cosas que a los humanos sí les preocupaban. Tenía que haber sido muy difícil para Saltador enseñarle de forma que él pudiera entender.
¿Qué le debía a él el lobo? Saltador había muerto durante aquella infausta noche, tanto tiempo atrás. La noche en que había matado a un hombre por primera vez, la noche en que por primera vez había perdido el control en un enfrentamiento. Saltador no le debía nada, y lo había salvado en varias ocasiones; de hecho, comprendió Perrin, la intervención de Saltador había servido para que no se perdiera a sí mismo en el lobo que llevaba dentro.
Descargó el hacha sobre un leño con un golpe oblicuo que lo tiró de lado. Lo colocó de nuevo y continuó la tarea, acompañado por el tranquilizador sonido de la piedra de amolar de Gaul. Partió el leño en dos.
Se centraba mucho en lo que hacía, tal vez demasiado. Eso era innegable.
Aunque, al mismo tiempo, si un hombre quería hacer algo, debía trabajar en un proyecto hasta haberlo acabado. El había conocido hombres que parecían incapaces de acabar nada y sus granjas eran un desastre. El no podría vivir así.
Tenía que haber un equilibrio. Había afirmado que las circunstancias lo habían arrastrado a un mundo repleto de problemas que lo superaban con creces. Había reiterado que era un hombre sencillo.
¿Y si se equivocaba? ¿Y si era un hombre complejo que en otros tiempos había llevado una vida sencilla? Después de todo, si era tan simple, ¿por qué se había enamorado de una mujer tan complicada?
Los leños partidos se iban amontonando. Perrin se agachó y agrupó los trozos de leña cortados en cuartos; la textura áspera de la madera veteada le raspaba los dedos. Dedos encallecidos; jamás sería un señor como esos seres exquisitos de Cairhien. Pero había otro tipo de señores, hombres como el padre de Faile. O como Lan, que más parecía un arma que un hombre.
Se puso a apilar la leña. Disfrutaba liderando a los lobos en su sueño, pero los lobos no esperaban que uno los protegiera ni que los sustentara ni que hiciera leyes para ellos. No le gritaban a uno cuando sus seres queridos morían estando a su mando.
No era el liderazgo lo que le preocupaba, sino todo lo que conllevaba.
Percibió el olor de Elyas que se acercaba. Con ese efluvio margoso, de tierra natural, olía como un lobo. Casi.
—Trasnochas —dijo Elyas, al llegar cerca de él.
Perrin oyó los movimientos susurrantes de Gaul, que deslizaba la lanza en el estuche y después se retiraba con el silencio de un gorrión que levanta el vuelo. Se quedaría cerca, pero no escucharía lo que hablaran.
Perrin alzó los ojos al oscuro cielo y apoyó el hacha en el hombro.
—A veces estoy más despierto de noche que durante el día.
Elyas sonrió; aunque Perrin no lo vio, sí percibió el olor divertido.
—¿Alguna vez intentaste eludirlo, Elyas? —preguntó—. ¿No hacer caso de sus voces, fingir que nada había cambiado en ti?
—Sí, lo hice. —Elyas tenía la voz suave, de timbre bajo. Una voz que recordaba de algún modo la tierra en movimiento. Retumbos lejanos—. Quería evitarlo, pero entonces las Aes Sedai quisieron amansarme y tuve que huir.
—¿Echas de menos tu vida anterior?
Elyas se encogió de hombros; Perrin lo supo porque oyó el roce de la ropa entre sí.
—Ningún Guardián quiere abandonar su deber. A veces, otras cosas son más importantes o… En fin, quizá son más imperativas. No lamento la elección que hice.
—Yo no puedo irme, Elyas. No lo haré.
—Dejé mi vida por los lobos, pero eso no significa que tú también tengas que hacerlo.
—Noam no tuvo más remedio.
—¿Que no tuvo más remedio? —repitió Elyas.
—Lo consumió. Dejó de ser humano.
Captó un olor a preocupación. Elyas no tenía respuesta a eso.
—¿Visitas a los lobos en tus sueños alguna vez, Elyas? ¿En un lugar donde los lobos muertos corren y vuelven a estar vivos?
Elyas lo miró.
—Ese sitio es peligroso, Perrin. Es otro mundo, aunque esté ligado de algún modo a éste. Las leyendas cuentan que las Aes Sedai del pasado podían ir allí.
—Y otras personas también —dijo Perrin al recordar a Verdugo.
—Ten cuidado en el sueño. Mantente alejado de él. —Ahora el olor de Elyas era receloso.
—¿Alguna vez tuviste problemas? ¿Te costó separarte del lobo?
—Solía pasarme.
—¿Pero ya no?
—Encontré el equilibrio —repuso Elyas.
—¿Cómo?
El hombre de más edad permaneció en silencio unos instantes.
—Ojalá lo supiera. Es algo que aprendí a hacer, Perrin. Algo que tú también tendrás que aprender.
«O acabaré como Noam». Perrin buscó los dorados ojos de Elyas y luego asintió con la cabeza.
—Gracias —le dijo.
—¿Por el consejo?
—No. Por volver. Por mostrarme que uno de nosotros, al menos, es capaz de vivir con los lobos y no perderse a sí mismo.
—No hay de qué. Había olvidado que puede ser agradable estar entre gente, para variar. Aunque no sé cuánto me quedaré. Casi tenemos aquí la Última Cacería.
Perrin alzó de nuevo la vista al cielo.
—Así es. Transmíteles de mi parte a Tam y a los otros que he tomado una decisión. Los Capas Blancas han elegido un sitio para combatir. He resuelto seguir adelante y encontrarme con ellos mañana.
—De acuerdo —dijo Elyas—. Pero no hueles a querer hacerlo.
—Ha de hacerse, y no hay más que hablar.
Todos querían que fuera un señor, ¿verdad? Bien, pues, éste era el tipo de cosas que los señores hacían. Tomar decisiones que nadie quería tomar.
Aun así, seguía poniéndolo enfermo dar esa orden. Había tenido esa visión de unos lobos azuzando ovejas hacia una bestia. Tenía la impresión de que quizás era eso lo que estaba haciendo él, azuzar a los Capas Blancas hacia la destrucción. Desde luego, llevaban el color de la lana de las ovejas.
Mas ¿qué pensar de la visión de Faile y los otros, acercándose hacia un precipicio? Elyas se marchó dejándolo con el hacha todavía apoyada en el hombro. Se sentía como si en lugar de cortar leños hubiera estado troceando cuerpos.