Elayne se acomodó en la silla de Riela. La yegua —uno de los mejores ejemplares que había en los establos reales— pertenecía a una excelente cuadra de la raza saldaenina y tenía el pelaje y la crin de un color blanco reluciente. Incluso la silla de montar era lujosa, con el selecto cuero ribeteado en colores dorado y rojo vino. Era el tipo de silla de montar que se utilizaba para los desfiles.
Birgitte montaba sobre Prometedor, un enorme castrado pardo que también era uno de los caballos más veloces de los establos. La Guardiana había elegido los caballos personalmente. Por lo visto, sospechaba que tendrían que huir.
Birgitte llevaba una de las copias del medallón de cabeza de zorro creadas por Elayne, aunque la forma era diferente: un disco plateado de escaso grosor y una rosa en el haz.
Elayne llevaba otra copia envuelta en tela, dentro del bolsillo. Había intentado hacer otro ter’angreal esa mañana, pero se le había derretido. Por un pelo no le prendió fuego a su ayudante de cámara. Sin el medallón original para copiar, le costaba horrores. Su sueño de armar a todos los miembros de la Guardia Real con un medallón cada vez le parecía más impracticable. A no ser que, de alguna manera, pudiera convencer a Mat para que volviera a dejarle el medallón original.
Su guardia de honor, montada ya a caballo, se situó en formación alrededor de Birgitte y de ella en la plaza de la Reina. Sólo llevaba una escolta de cien soldados: en el círculo exterior, setenta y cinco hombres y en el interior, veinticinco mujeres, todos ellos miembros de la Guardia Real. Era una fuerza reducida pero, de haberse salido con la suya, habría ido sin escolta. No podía permitirse que la vieran como una conquistadora.
—No me gusta —dijo Birgitte.
—Últimamente no te gusta nada —replicó Elayne—. Te lo juro, cada día te vuelves más quisquillosa.
—Porque tú te vuelves más insensata cada día.
—Oh, venga ya. Esto no es ni de lejos lo más insensato que he hecho.
—Sólo porque te has puesto el listón muy alto, Elayne.
—No pasará nada —respondió; miró al sur.
—¿Por qué no dejas de mirar en esa dirección?
—Por Rand —respondió Elayne. Sintió la calidez de nuevo que se extendía desde ese nudo de emociones que tenía en la mente—. Se está preparando para algo. Está inquieto. Y a la vez tranquilo. —¡Luz! Pero qué desconcertante resultaba ese hombre a veces.
La reunión se iba a celebrar al día siguiente, si la fecha original aún seguía en vigor. Egwene estaba en lo cierto: romper los sellos sería una insensatez. Pero Rand entraría en razón.
Alise se acercó cabalgando a ella, acompañada por tres Allegadas. Sarasia, una mujer rolliza con aire de abuela; Kema, de piel oscura y cabello negro entretejido en tres trenzas; y la remilgada Nashia, de cara juvenil y con un vestido ancho que más parecía un saco.
Las cuatro se situaron al lado de Elayne. Sólo dos de ellas eran bastante fuertes en el Poder para abrir un acceso; muchas de las Allegadas eran más débiles que la mayoría de Aes Sedai. Pero con ellas dos sería suficiente, llegado el caso de que Elayne tuviera problemas para abrazar la Fuente.
—¿Podéis hacer algo para evitar que la alcancen flechas en caso de que hubiera arqueros apostados? —preguntó Birgitte—. ¿Algún tipo de tejido?
Alise ladeó la cabeza con gesto pensativo.
—Sé uno que podría servir, pero nunca lo he probado —respondió.
Otra de las Allegadas se encargó de abrir un acceso a una pradera de yerba marrón y llena de matojos a las afueras de Cairhien, donde esperaba un ejército mucho más numeroso vestido con coraza y el típico yelmo acampanado de los cairhieninos. No era muy difícil dar con los oficiales debido al uniforme oscuro con franjas de los colores de la casa a la que servían, así como por los con que llevaban a la espalda y sobresalían por encima de las cabezas.
Alto y de cara afilada, Lorstrum esperaba a caballo al frente de su ejército, que vestía de color verde oscuro con cuchilladas escarlata. Bertome estaba al otro lado. Daba la impresión de que contaban con el mismo número de efectivos, unos cinco mil hombres cada uno. Las otras cuatro casas habían reunido tropas de menor tamaño.
—Si querían capturarte, se lo estás sirviendo en bandeja —comentó Birgitte con tono grave.
—No hay modo de lograr mi propósito y estar a salvo a la vez… A no ser que me esconda en palacio y envíe a mis tropas. Eso conllevaría la rebelión de Cairhien y el riesgo de una caída de Andor. —Miró a la Guardiana fijamente y añadió—: Ahora soy reina, Birgitte. No podrás evitar que me acechen peligros, al igual que no podrías proteger a un soldado en un campo de batalla.
Birgitte asintió.
—No te separes de mí ni de Guybon —aconsejó la Guardiana.
El capitán Guybon se acercó montado en un castrado pinto. Con Birgitte a un lado y el capitán al otro —los dos montados en caballos más altos que el de ella— un supuesto asesino lo tendría complicado para hacer blanco sin antes dar a alguno de sus amigos.
Y así sería el resto de su vida. Taconeó a Riela, y sus tropas cruzaron el acceso a suelo cairhienino. Los señores y damas nobles que esperaban al otro lado del acceso le dedicaron una reverencia desde las monturas, mucho más marcada que las que le habían hecho en la sala del trono. El espectáculo había empezado.
La ciudad se alzaba un poco más adelante, con las murallas aún ennegrecidas a causa de los incendios que habían estallado durante la batalla contra los Shaido. Elayne notó la tensión de Birgitte una vez que se cerró el acceso a sus espaldas. Las Allegadas que la rodeaban asieron la Fuente, y Alise ejecutó un tejido desconocido para Elayne que colocó alrededor del círculo interior de guardias, de forma que se creó en el aire un torbellino pequeño, pero vertiginoso.
La ansiedad de Birgitte era contagiosa, y Elayne se dio cuenta de que sujetaba las riendas con fuerza mientras Riela avanzaba. El ambiente era más seco en Cairhien y estaba un poco más cargado de polvo. El cielo aparecía encapotado.
Las tropas de Cairhien formaron alrededor del pequeño grupo de soldados andoreños vestidos de blanco y rojo. La mayoría de las tropas cairhieninas iban a pie, aunque también había tropas de caballería pesada, las monturas protegidas con bardas brillantes y los jinetes con largas lanzas apuntadas hacia el cielo. Todos marchaban en una formación perfecta para protegerla. O para mantenerla cautiva.
Lorstrum condujo a su semental zaino junto al círculo exterior de guardias. Guybon miró a Elayne y ella asintió, de modo que el capitán dejó que el noble se acercara.
—La ciudad está alborotada, majestad —anunció Lorstrum. Birgitte se mantenía entre la montura de Elayne y la del noble cairhienino—. Hay… rumores desafortunados en lo referente a vuestra ascensión al trono.
«Que con toda probabilidad iniciaste tú antes de que decidieras apoyarme», pensó Elayne.
—No se alzarán contra vos, ¿verdad? —le preguntó Elayne.
—Espero que no —respondió Lorstrum dedicándole una larga mirada.
El hombre lucía un gorro de color verde oscuro y vestía casaca negra que le llegaba a las rodillas, adornada con franjas horizontales del color de su casa a lo largo de la prenda. En definitiva, era el tipo de ropas que se utilizaría para acudir a un baile, lo cual proyectaba un aire de confianza. Su ejército no ocupaba la ciudad, sino que acompañaba a la nueva reina en una comitiva real.
—No es probable que haya resistencia armada. Tan sólo quería advertiros —concluyó Lorstrum.
Acto seguido, el noble le dedicó un respetuoso saludo con la cabeza. Sabía que ella lo estaba manipulando, y lo aceptaba. En los años venideros, tendría que estar atenta y no quitar ojo de encima a lord Lorstrum.
Cairhien era una ciudad de formas cúbicas, toda ella líneas rectas y torres fortificadas. A pesar de que parte del diseño arquitectónico resultaba bello, no era en absoluto comparable a Caemlyn o Tar Valon. Entraron a Cairhien a través de la puerta norte, con el río Alguenya a su derecha.
En el interior, la multitud esperaba. Lorstrum y los demás habían hecho un buen trabajo. Se oyeron vítores que, casi con toda seguridad, los lanzaban algunos cortesanos colocados en lugares estratégicos, aunque los vítores se multiplicaron cuando Elayne se adentró en la ciudad. Eso la sorprendió. Había esperado una reacción hostil. Y sí, también había algo de eso, la típica basura lanzada desde las últimas filas de la multitud; asimismo, oyó algunos abucheos e insultos. Pero, en general, el pueblo parecía estar contento.
Mientras cabalgaba por la ancha avenida bordeada por los edificios rectangulares tan típicos en Cairhien, se le ocurrió que tal vez la gente había esperado un suceso como ése y habían hablado de ello. Se habrían difundido historias, algunas hostiles, como las que le había comentado Norry. Pero ahora, bien pensado, le parecían más un indicio de preocupación que de hostilidad. Cairhien llevaba mucho tiempo sin tener un monarca. Su rey había muerto sin que se supiera a manos de quién, y parecía que el lord Dragón se había desentendido de ellos.
La confianza de Elayne se acrecentaba por momentos. Cairhien era una ciudad herida, como demostraban las ruinas quemadas de Extramuros y los adoquines que se habían arrancado para lanzarlos por las almenas. Para colmo, la ciudad nunca se había recuperado por completo de la Guerra de Aiel, y las inacabadas Torres Infinitas —de diseño simétrico, aunque con apariencia de encontrarse en un deplorable estado de abandono— eran la prueba.
El maldito Juego de las Casas era casi tan pernicioso como el azote de la guerra. ¿Sería ella capaz de cambiar ese aspecto de Cairhien? La gente que la rodeaba parecía esperanzada, como si fuese consciente del desastre en que se había convertido su nación. Bien era cierto que antes renunciaría un Aiel a sus lanzas que los cairhieninos a dejar de lado las intrigas, pero, quizás, ella podría inculcarles una lealtad mayor para con el país y el trono. Siempre que tuvieran un trono merecedor de tal lealtad.
El Palacio del Sol se levantaba justo en el centro de la ciudad y, como el resto de la urbe, era cuadrado y angular. No obstante, eso le otorgaba un aire de fuerza imponente. Era un edificio enorme a pesar del ala derrumbada allí donde había tenido lugar el atentado contra la vida de Rand.
La mayoría de los nobles esperaba en las inmediaciones de palacio, de pie en los escalones alfombrados o delante de ornamentados carruajes. Las mujeres lucían vestidos de gala con enaguas de aros, los hombres chaquetas impecables en colores oscuros y tocados con gorros planos. El semblante de la mayoría denotaba escepticismo, y el de otros, asombro.
Elayne miró a Birgitte y le sonrió, satisfecha.
—Funciona. Nadie esperaba que un ejército cairhienino me escoltara a palacio.
Birgitte no respondió. Aún seguía tensa y era muy probable que siguiera estándolo hasta que no se encontraran de vuelta en Caemlyn.
Dos mujeres esperaban al pie de la escalinata. Una de ellas era una mujer guapa, con campanillas trenzadas en el pelo, y la otra tenía el pelo rizado y una cara que no la identificaba como Aes Sedai a pesar de que había alcanzado el chal hacía años. Su nombre era Sashalle Anderly, y el de la primera mujer —que sí tenía el rostro intemporal de Aes Sedai— era Samitsu Tamagowa. Por lo que los informadores de Elayne habían sacado en limpio, esas dos eran lo más parecido a un gobernante que había en la ciudad en ausencia de Rand. Había intercambiado correspondencia con ambas y tenía la impresión de que Sashalle entendía increíblemente bien la manera de pensar de los cairhieninos. Le había ofrecido la ciudad a Elayne, pero dando a entender que comprendía que serle ofrecida y que fuera tomada eran dos cosas diferentes. Sashalle se adelantó.
—Majestad —saludó—, sabed que el lord Dragón os concede el derecho de reclamar esta tierra y os entrega de forma oficial el control que ejercía sobre ella. Por consiguiente, el puesto de administrador de la nación queda derogado. Que gobernéis con sabiduría y paz.
Elayne asintió en silencio con aire majestuoso desde la yegua que montaba. Sin embargo, por dentro hervía de rabia. Ya había dicho que no le importaba que Rand le hubiera prestado ayuda para conseguir el trono, pero que se lo restregaran por las narices era otra cosa bien distinta. Sashalle daba la impresión de tomarse su puesto muy en serio, si bien, por lo que Elayne había descubierto, se había arrogado más potestades de las debidas.
Tanto Elayne como su comitiva desmontaron. ¿De verdad habría pensado Rand que entregarle el trono así como así sería coser y cantar? Él había pasado tiempo suficiente en Cairhien para saber cómo pensaban y maquinaban sus habitantes. Que una Aes Sedai hiciera tal proclamación no habría sido suficiente en absoluto. En cambio, estar respaldada por nobles poderosos sí que bastaría.
Subieron los escalones y entraron en palacio. Aquellos nobles que la apoyaban se hicieron acompañar por una guardia reducida de cincuenta hombres. Elayne entró con todo su séquito. El lugar estaba abarrotado, pero no tenía intención de dejar atrás a nadie.
Los pasillos del interior eran rectos, con techos a pico y adornos en dorado. El símbolo del Sol Naciente engalanaba cada puerta. Había hornacinas en las paredes para exponer objetos de valor, pero muchas estaban vacías ya que los Aiel habían tomado su quinto del palacio.
Al llegar a las puertas del Gran Salón del Sol, tanto los hombres como las mujeres de la Guardia Real de Andor formaron en fila a lo largo del pasillo. Elayne respiró hondo y entró en el salón del trono con un grupo de diez personas. Unas columnas de mármol con vetas azules se elevaban hasta el techo a ambos lados; el Trono del Sol descansaba al fondo de la gran sala, sobre un estrado también de mármol azul.
El trono estaba hecho con madera dorada con pan de oro, pero, en contra de lo que cabría esperar, no era ostentoso. Tal vez fuera ésa la razón por la que Laman decidiera construirse un nuevo trono utilizando la madera de Avendoraldera. Elayne subió al estrado y luego se dio la vuelta para ver entrar a los nobles cairhieninos. En primer lugar lo hicieron los que la apoyaban y tras ellos, el resto, ordenados por rango según los complicados dictados del Daes Dae’mar. Esa precedencia podía cambiar de la noche a la mañana, por no decir de una hora para otra.
Birgitte miró a todos los presentes conforme entraban, pero los cairhieninos eran un dechado de corrección. Ninguno de ellos había mostrado el menor indicio de audacia como Ellorien había hecho en Andor. Esa mujer era una patriota por mucho que continuara estando en desacuerdo con Elayne, lo cual resultaba frustrante. En cambio, en Cairhien nadie actuaba de ese modo.
Una vez que todo el mundo hubo ocupado sus posiciones, Elayne respiró hondo. Había pensado en pronunciar un discurso, pero su madre le había enseñado que algunas veces una acción contundente valía más que mil palabras, por buenas que éstos fueran. Así pues, Elayne dio un paso hacia el trono para sentarse.
Birgitte la asió por el brazo, deteniéndola.
Elayne le dedicó una mirada inquisitiva, pero la Guardiana no apartaba la vista del trono.
—Un momento. —Birgitte se agachó.
Los nobles empezaron a murmurar entre ellos; Lorstrum se adelantó hasta llegar a Elayne.
—Majestad…
—Birgitte —dijo Elayne, sonrojada—, ¿es esto necesario?
Sin hacerle el menor caso, Birgitte palpó con los dedos el cojín del trono. ¡Luz! ¿Estaba dispuesta Birgitte a ridiculizarla a la más mínima ocasión? De verdad que…
—¡Ajá! —exclamó la Guardiana, arrancando algo del cojín mullido.
Elayne dio un respingo y se acercó al trono, con Lorstrum y Bertome a su lado. Birgitte sostenía en los dedos una pequeña aguja con la punta ennegrecida.
—Estaba oculta en el cojín —dijo.
El semblante de Elayne se tornó pálido.
—Era el único sitio donde sabían con seguridad que te sentarías, Elayne —dijo en voz queda Birgitte, que se arrodilló y empezó a buscar otras trampas.
El rostro de Lorstrum se encendió.
—Encontraré a los responsables, majestad —prometió en voz baja. Una voz peligrosa—. Conocerán mi ira.
—No lo harán sin antes conocer la mía —prometió a su vez el fornido Bertome, sin apartar la vista de la aguja.
—Aunque me inclino a pensar que era un intento de asesinato contra el lord Dragón, majestad —comentó Lorstrum en voz alta, para que los reunidos lo oyeran—. Nadie se atrevería a quitarle la vida a nuestra amada hermana de Andor.
—Bueno es saberlo —respondió Elayne mirándolo.
Su expresión dejaba patente a todo el mundo que ella le seguía el juego para salvar las apariencias y que él quedara en buen lugar. Puesto que era su principal partidario, la ignominia por el intento de asesinato habría recaído sobre el noble.
Lorstrum tendría que pagar por haber accedido a seguirle el juego. El noble agachó los ojos un momento en un gesto de comprensión. Luz, ¡cómo odiaba ese juego! Pero iba a jugar e iba a hacerlo bien.
—¿Todo en orden? —le preguntó a Birgitte.
La Guardiana se pasó la mano por la barbilla.
—Sólo hay una manera de saberlo —dijo.
Acto seguido, se dejó caer sobre el cojín con fuerza y de forma brusca. Más de uno de los presentes dejó escapar un grito ahogado, y Lorstrum se puso más pálido.
—No es muy cómodo que digamos… —opinó Birgitte, inclinándose a un lado primero y luego recostándose en la madera del respaldo—. Me esperaba que el trono de un monarca estuviera más acolchado. Ya sabes, con lo delicados que son sus traseros y todo lo demás.
—¡Birgitte! —musitó Elayne, que notó que se sonrojaba—. ¡No puedes sentarte en el Trono del Sol!
—Soy tu guardia personal —replicó Birgitte—. Puedo probar tu comida si quiero, puedo entrar en una habitación antes que tú y me puedo sentar en tu sillón si creo que así voy a protegerte, ¡puñetas! —Birgitte sonrió de oreja a oreja—. Además —añadió en voz más baja—, siempre me he preguntado qué se sentiría al sentarse en un trono.
La Guardiana se levantó del solio, todavía cautelosa, pero asimismo satisfecha. Elayne se giró hacia los nobles de Cairhien.
—Lleváis mucho tiempo esperando este momento —empezó—. Algunos de vosotros no estaréis contentos, pero tened presente que por mis venas corre sangre cairhienina. Esta alianza hará que nuestras dos naciones sean importantes. No demando vuestra confianza, pero os exijo obediencia. —Titubeó un momento y entonces añadió—: Y recordad que así lo desea el Dragón Renacido.
Vio que lo habían entendido. Rand ya había conquistado la ciudad una vez, aunque su intención había sido librarlos del dominio de los Shaido. No serían tan necios para obligarlo a volver y conquistarla de nuevo. Una reina utilizaba las herramientas que tenía a mano. Había tomado Andor por sí sola; dejaría que Rand la ayudara con Cairhien.
Entonces se sentó. Un simple gesto, pero que desde luego tendría repercusiones muy importantes.
—Reunid vuestras tropas y las guardias al servicio de vuestras casas —ordenó a los nobles—. Marcharéis codo con codo con las fuerzas de Andor y cruzaréis los accesos hacia un lugar llamado Campo de Merrilor. Allí nos reuniremos con el Dragón Renacido.
Los nobles parecían anonadados. ¿Llegaba, ocupaba el trono y les ordenaba reunir sus ejércitos y abandonar la ciudad en un mismo día? Elayne sonrió. Lo mejor era actuar con rapidez y firmeza. Así sentaría un precedente en cuanto a obedecerla. Y abordaría la tarea de prepararlos para la Última Batalla.
Los nobles empezaron a cuchichear, pero los atajó.
—También quiero que reunáis a todos los hombres de este reino capaces de sostener una espada y los reclutéis en el ejército real. No tendremos mucho tiempo para entrenarlos, pero vamos a necesitar a todos los hombres en el Tarmon Gai’don. Y no rechacéis a ninguna mujer que quiera luchar. Mandad llamar a todos los campaneros que haya en la ciudad. Tengo que reunirme con ellos dentro de una hora.
—Pero, majestad, el banquete de la coronación… —empezó Bertome.
—Ya celebraremos ese banquete cuando hayamos ganado la Última Batalla y los hijos de Cairhien estén a salvo —lo interrumpió Elayne. Tenía que distraerlos de sus intrigas, darles trabajo y mantenerlos ocupados, a ser posible—. ¡Vamos! Imaginad que tenéis la Última Batalla a las puertas y que empieza mañana.
Porque, tal vez, podría ser así.
Sonriente, Mat se apoyó en un árbol muerto para contemplar el campamento. Respiró hondo y soltó el aire despacio, disfrutando el increíble alivio de saber que ya no lo perseguía nadie. Había olvidado la grata sensación de tener esa certeza, una sensación mucho mejor que la de tener a un par de bonitas camareras sentadas una en cada rodilla. Vale, de acuerdo; una sensación mejor que tener a una camarera.
Un campamento militar a primera hora de la noche era uno de los lugares más acogedores que había en el mundo, incluso estando medio vacío tras la marcha de los hombres a Cairhien. El sol se había puesto y algunos muchachos de los que se habían quedado en el campamento ya estaban acostados. Pero los que hacían turno de tarde al día siguiente no tenían motivos para irse a dormir tan pronto.
Una docena de lumbres ardían repartidas por el campamento, y alrededor se hallaban reunidos los hombres para compartir relatos de hazañas, de mujeres dejadas atrás o de rumores de lugares lejanos. Las lenguas de las llamas danzaban, mientras los soldados reían sentados en troncos o en piedras. De vez en cuando, alguno hurgaba las ascuas con una rama y hacía saltar en el aire pequeñas chispas, en tanto que sus amigos cantaban Venid, doncellas o Los sauces caídos a mediodía.
Los hombres de la Compañía procedían de un sinfín de naciones, pero su verdadera casa era ese campamento. Mat, con el sombrero calado y la ashandarei al hombro, echó a andar. Se había comprado un pañuelo nuevo para el cuello. Una cosa era que la gente supiera que tenía esa cicatriz y otra bien distinta alardear de ella como si fuera uno de los portentos de Luca.
El pañuelo que había escogido en esta ocasión era de color rojo en memoria de Tylin y de todos los que habían caído a manos del gholam. Durante un instante —uno muy breve— había estado tentado de elegirlo rosa.
Mat sonrió. A pesar de que se oían varias canciones alrededor de las lumbres, nadie cantaba muy alto y en el campamento reinaba una saludable calma, que no silencio. El silencio nunca era bueno. Odiaba el silencio porque le hacía preguntarse quién se estaría tomando tantas molestias para sorprenderlo por la espalda. No, esto era calma: hombres que roncaban, el crepitar del fuego, las canciones, el crujido de la hierba alta bajo los pies de los soldados que se hallaban de guardia. Ruidos tranquilos de hombres que disfrutaban de la vida.
Mat se volvió hacia la tienda, que estaba a oscuras, y se sentó ante la mesa que había fuera, llena de papeles. Dentro no quedaba mucho sitio y tampoco quería despertar a Olver.
La tienda de campaña de Mat susurró con el viento. La escena resultaba extraña, sí. Una elegante mesa de roble colocada encima de lo que parecía un rodal de cadillos, con la silla a un lado y un pichel de sidra caliente con especias en el suelo, junto a Mat. Varias piedras que él mismo había recogido hacían las veces de pisapapeles; todo ello iluminado por la luz titilante de una única vela.
Él no debería tener montones de informes. Tendría que estar sentado junto a una de esas lumbres cantando Bailar con la Dama de las Sombras; había reconocido las estrofas de esa canción, coreada por los muchachos en una hoguera cercana.
Documentos. En fin, había accedido a trabajar con Elayne y para ese tipo de trabajo se necesitaban documentos. Y también hacían falta para la selección de los hombres que se encargarían de los dragones; y para los suministros e informes disciplinarios; y para todo tipo de tonterías. También había otros documentos —pocos— que había recibido de manos de su real majestad. Eran informes de los espías de Elayne que Mat deseaba hojear, informes sobre los seanchan.
La mayoría de las noticias no eran nuevas para él. Gracias al acceso de Verin, Mat había viajado a Caemlyn mucho más rápido que un gran número de rumores. Pero Elayne también podía abrir sus propios accesos, y algunas de las noticias que provenían de Tear e Illian eran recientes. Se hablaba de una nueva emperatriz seanchan. Al final, Tuon se había coronado o lo que fuera que hicieran los seanchan para elegir a un nuevo líder.
Eso lo hizo sonreír. ¡Luz, esos seanchan no sabían la que les iba a caer encima! Seguro que pensaban que sí, pero Tuon iba a sorprenderlos; oh, sí, tan seguro como que el cielo era azul. Bueno, de un tiempo a esta parte el cielo siempre estaba plomizo.
También había rumores de que los Marinos se habían aliado a los seanchan. Mat no hizo caso de esa información. El número de naves de los Marinos que los seanchan habían capturado era tan grande que podría dar esa impresión, pero no era cierto. Se hablaba de Rand en algunas páginas, aunque la información era poco específica y aún menos fiable.
Malditos colores. Vio a Rand sentado en el interior de una tienda, hablando con gente. A lo mejor sí que se encontraba en Arad Doman, pero no podía estar en dos sitios a la vez, en Arad Doman y luchando en las Tierras Fronterizas, ¿verdad que no? Otro rumor decía que Rand había asesinado a la reina Tylin. ¿A qué jodidos idiotas se les había ocurrido semejante idea?
Enseguida dejó a un lado los informes sobre Rand. Odiaba tener que desechar los malditos colores una y otra vez. Por lo menos, Rand no estaba en cueros esta vez.
La última página era curiosa. ¿Lobos que corrían en manadas enormes, que se reunían en claros y que aullaban al unísono? ¿Cielos que brillaban rojos por la noche? ¿El ganado puesto en fila y mirando hacia el norte en silencio? ¿Huellas de ejércitos de Engendros de la Sombra en medio de los campos?
Tenían toda la pinta de ser rumores que pasaba de boca en boca, de una aldeana charlatana a otra, hasta llegar a oídos de los informadores de Elayne.
Mat terminó de leer la hoja y luego, sin pensar en ello, se dio cuenta de que había sacado la carta de Verin del bolsillo. La carta, aún lacrada, estaba cada vez más arrugada y sucia, pero no la había abierto. Resistirse a la tentación de abrirla le parecía que era lo más difícil que había hecho jamás.
—Vaya, qué estampa tan extraña —dijo una voz de mujer.
Mat levantó la vista y vio que Setalle se dirigía hacia él. Llevaba un vestido marrón con lazadas a través del generoso busto. Pero él no se lo miró ni una sola vez, qué va.
—¿Os gusta mi cubil? —preguntó Mat.
Dejó a un lado la carta y puso el último informe de los espías encima de uno de los montones, al lado de una serie de bocetos para un nuevo tipo de ballesta que había estado dibujando basándose en las que había comprado Talmanes. El viento amagó con hacer volar los papeles y, como no tenía más piedras para ese montón, se quitó una de las botas y la puso encima.
—¿Vuestro cubil? —respondió Setalle con un dejo divertido.
—Por supuesto —contestó Mat, rascándose la planta del pie por encima del calcetín—. Si deseáis reuniros conmigo, tendréis que acordar una cita con mi mayordomo.
—¿Mayordomo?
—Sí, ese tocón que hay ahí. —Mat señaló con la cabeza—. El pequeño no. El grande, al que le crece musgo encima.
La mujer enarcó una ceja.
—Es bastante competente —añadió Mat—. Casi nunca deja pasar a nadie a quien yo no quiera ver.
—Sois un personaje interesante, Matrim Cauthon —dijo Setalle al tiempo que se sentaba sobre el tocón más grande.
Su vestido era de corte ebudariano: la falda recogida a un lado con puntadas para mostrar unas enaguas de colores tan vivos que hasta asustarían a un gitano.
—¿Queríais algo en concreto? —preguntó Mat—. ¿O sólo os habéis dejado caer por aquí para sentaros en la cabeza de mi mayordomo?
—He oído que hoy habéis ido de nuevo a palacio. ¿Es verdad que conocéis a la reina?
Mat se encogió de hombros.
—Elayne es una chica bastante bonita. Sí que lo es, de eso no hay duda.
—Ya no me escandalizáis, Matrim Cauthon —apuntó Setalle—. Me he dado cuenta de que buscáis provocar esa reacción con las cosas que decís.
¿Sería cierto?
—Digo lo que pienso, señora Anan. ¿Por qué os interesa si conozco a la reina o no?
—Sería una pieza más del rompecabezas que sois —respondió Setalle—. Hoy recibí una carta de Joline.
—¿Y qué quería de vos?
—No gran cosa. Sólo quería avisar que habían llegado a salvo a Tar Valon.
—Debéis de haber leído mal.
Setalle entrecerró los ojos y le lanzó una mirada de reproche.
—Joline Sedai os respeta, maese Cauthon. Suele hablar bien de vos y de cómo la rescatasteis, y no sólo a ella, sino también a las otras dos. Además, pregunta por vos en la carta.
Mat parpadeó sorprendido.
—¿De verdad? ¿Y dijo ese tipo de cosas?
Setalle asintió.
—Así me abrase —maldijo Mat—. Casi me arrepiento de haberle teñido la boca de azul. Quién habría imaginado que pensaba de ese modo si tenemos en cuenta cómo me trataba.
—Si se le dicen ese tipo de cosas a un hombre, se infla la opinión que tiene de sí mismo. Y, en cuanto a la forma en que os trataba, cualquiera se habría dado cuenta de que os respetaba.
—Esa mujer es una Aes Sedai —murmuró Mat—. Trata a todo el mundo como si fuera poco más que barro pegado a las botas. Barro que hay que quitar para que no las estropee.
Setalle le asestó una mirada feroz. Tenía un aire señorial, en parte por ser abuela, en parte por haber sido una cortesana y en parte por ser una posadera que no toleraba ningún tipo de tonterías.
—Lo siento —se disculpó Mat—. Algunas Aes Sedai no son tan malas como otras. No pretendía ofenderos.
—Tomaré vuestras palabras como un cumplido —aceptó Setalle—. Aunque yo no soy una Aes Sedai.
Mat se encogió de hombros; encontró una bonita y pequeña piedra a sus pies y la utilizó para reemplazar la bota encima del montón de papeles. Las lluvias de los últimos días ya habían pasado y habían dejado un ambiente más fresco.
—Sé que dijisteis que no os dolió pero… —empezó Mat—, ¿qué se siente al perder eso?
La mujer frunció los labios.
—¿Cuál es la comida más deliciosa que habéis probado, maese Cauthon? Lo que comeríais por encima de cualquier otra cosa.
—Las tartas de mi madre —respondió de inmediato Mat.
—Bueno, pues, es algo así —dijo Setalle—. Es saber que solíais disfrutar de esas tartas todos los días y que ahora ya no las habrá para vos. Vuestros amigos pueden comer tantas como quieran. Os duele y los envidiáis pero, a la vez, estáis contento. Al menos alguien puede disfrutar de lo que vos no podéis.
Mat asintió despacio con la cabeza.
—¿Por qué odiáis tanto a las Aes Sedai, maese Cauthon? —le preguntó la mujer.
—No las odio —contestó Mat—. Así me abrase, pero no las odio. No obstante, a veces parece imposible que un hombre haga dos cosas sin que una mujer quiera que haga una de ellas de forma diferente, y que se olvide por completo de la otra.
—Nadie os obliga a acatar sus consejos, e incluso os aseguro que la mayoría de las veces vos mismo admitiríais que es una buena recomendación.
Mat se encogió de hombros otra vez.
—A veces un hombre sólo quiere hacer lo que quiere sin que nadie le diga por qué está mal hacerlo o cuál es su problema. Nada más.
—¿Y eso tampoco tiene nada que ver con vuestro… peculiar punto de vista respecto a los nobles? A fin de cuentas, la mayoría de las Aes Sedai se desenvuelven como si lo fueran.
—No tengo nada en contra de los nobles. —Mat le dio unos tirones a la chaqueta para ponérsela bien—. Lo que pasa es que no me gusta ser uno de ellos.
—¿Y a qué se debe ese rechazo?
Mat se quedó pensativo durante un momento. ¿A qué se debía? Se miró el pie descalzo y se puso la bota.
—Por las botas.
—¿Las botas? —inquirió Setalle, desconcertada.
—Sí, las botas —repitió Mat, asintiendo con la cabeza a la par que se ataba los cordones—. Todo se resume en las botas.
—Pero…
Mat tiró de los cordones para apretarlos y continuó:
—Veréis, un gran número de hombres no tiene que preguntarse qué botas se va a poner. Son los hombres más pobres que hay. Si le preguntáis a uno de esos: «Eh, Mop, ¿qué botas vas a llevar hoy?»; su respuesta es sencilla: «Bueno, Mat, sólo tengo un par, así que supongo que será ése». —Mat vaciló un momento antes de seguir—. Bueno, imagino que eso no os lo dirían a vos, ya que no sois yo y todo eso. Ya sabéis, que no os llamarían Mat.
—Comprendo —respondió Setalle, de nuevo con un dejo divertido.
—Bueno, es igual. A lo que iba. Para la gente que tiene un poco de dinero, la pregunta sobre qué botas llevará se vuelve un poco más complicada. Veréis, la gente normal, hombres como yo… —Mat miró a la mujer—. Porque yo soy un hombre de tipo medio, no os confundáis.
—Por supuesto que lo sois.
—Claro que sí, puñetas —dijo Mat que terminó de atarse la bota y se sentó derecho—. Un hombre de tipo medio puede que tenga tres pares de botas. El tercer mejor par lo utiliza para cuando trabaja en algo desagradable. A lo mejor le rozan un poco después de dar unos cuantos pasos, o quizá tienen algún agujero, pero todavía le sirven para ir de aquí para allá. Y no le importa si se pringan de estiércol cuando anda por el establo.
—Sí, entiendo.
—Luego viene el segundo mejor par de botas —continuó Mat—. Ésas son las de todos los días. Las que uno lleva cuando va a cenar con los vecinos. En mi caso, son las botas con las que entraría en batalla. Son unas buenas botas con las que se camina seguro y no importa que la gente lo vea cuando las lleva puestas ni nada por el estilo.
—¿Y el mejor par de botas? —preguntó Setalle—. ¿Las lleváis cuando asistís a un evento social, como un baile o una cena con el dignatario local?
—¿Bailes? ¿Dignatarios? Así me parta un rayo, mujer. Y yo que pensaba que erais una posadera.
El rostro de Setalle se tiñó con un leve rubor.
—Los hombres corrientes no asistimos a bailes —continuó Mat—. Pero, si tuviésemos que ir, imagino que nos pondríamos el segundo par. Si son lo bastante buenas para visitar a la anciana Hembrew que vive en la casa de al lado, entonces también lo son para pisar los pies a cualquier mujer tan tonta que quiera bailar con nosotros, puñetas.
—Entonces, ¿para qué sirven las mejores botas?
—Para caminar —contestó Mat—. Cualquier granjero sabe lo valiosas que son unas buenas botas cuando se tiene que recorrer a pie un buen trecho.
Setalle se quedó pensativa.
—De acuerdo —dijo luego—. ¿Y qué tiene esto que ver con ser un noble?
—Todo —respondió Mat—. ¿No lo veis? Si uno es un hombre de tipo medio, sabe qué clase de botas ha de utilizar en cada momento. Un hombre puede estar al tanto de tres pares de botas. La vida es simple cuando uno sólo tiene tres pares de botas. Pero los nobles… Talmanes me contó que tenía cuarenta pares en casa. Cuarenta. ¿Os lo podéis imaginar?
La mujer sonrió con regocijo.
—Cuarenta pares —repitió Mat, meneando la cabeza—. Cuarenta malditos pares. Y no son del mismo tipo, ojo. Hay un par de botas para cada vestimenta y una docena de pares de diferentes estilos que irían bien con la mitad de la ropa que uno tiene. Hay botas para reyes, botas para grandes señores y botas para la gente normal. Botas para invierno y botas para verano, botas para días lluviosos y botas para los que no llueve. Maldita sea, pero si incluso hay calzado que sólo se usa para ir al baño. ¡Lopin se solía quejar porque yo no tenía un par para ir al excusado por la noche!
—Entiendo… Así que usáis la metáfora de las botas en lugar de hablar de las responsabilidades y las decisiones que se endosan a la aristocracia al asumir el liderazgo de complejas posiciones políticas y sociales.
—Una metáfora… —Mat frunció el entrecejo—. Rayos y centellas, mujer. ¡No era ninguna metáfora de nada! Sólo hablaba de botas.
Setalle meneó la cabeza.
—Sois un hombre sabio, Matrim Cauthon, aunque poco convencional.
—Lo hago lo mejor que sé —respondió Mat al tiempo que alargaba la mano hacia el pichel de sidra—. Me refiero a ser poco convencional.
Sirvió una copa y se la tendió a Setalle. La mujer la aceptó y dio un sorbo.
—Os dejaré con vuestras distracciones, maese Cauthon —dijo poniéndose en pie—. ¿Habéis hecho algún progreso con ese acceso para mí…?
—Elayne me dijo que lo tendríais pronto. En un día o dos. Cuando vuelva del encargo que tengo que hacer con Thom y Noal, me ocuparé de ello.
La mujer hizo un gesto de asentimiento al comprender a lo que se refería. Si Mat no regresaba de ese «encargo», ella tendría que ocuparse de Olver. Se dio media vuelta y se marchó.
Mat esperó a que la mujer se hubiera alejado para beber un trago de sidra del propio pichel. Había bebido así toda la noche, pero había pensado que lo mejor sería que ella no lo supiera. Era una de esas cosas que si las mujeres no sabían, mejor.
Volvió a concentrarse en los informes, pero no tardó en ponerse a pensar en la Torre de Ghenjei y en esos condenados zorros y serpientes. Los comentarios de Birgitte habían sido esclarecedores, pero no muy alentadores, que se dijera. ¿Dos meses? ¿Había pasado dos meses deambulando por esos corredores? Eso era como un enorme tazón de malestar echando humo y servido como gachas para cenar. Además, ella había llevado fuego, música y hierro. Así pues, lo de romper las reglas no era una idea original en absoluto.
Tampoco le extrañaba mucho. Casi con toda certeza, cuando la Luz había creado al primer hombre y ese hombre había puesto la primera regla, seguro que había otro que buscaba ya la manera de romperla. La gente como Elayne hacía leyes para que se acomodaran a sus necesidades, y la gente como Mat siempre encontraba la forma de sortear esas reglas estúpidas.
Por desgracia, ni siquiera Birgitte —una de los legendarios Héroes del Cuerno— había sido capaz de derrotar a los alfinios y elfinios. Eso era preocupante.
Bien, Mat tenía algo que ella no había tenido: su suerte. Pensativo, apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Uno de sus soldados, Clintock, pasó por allí y lo saludó. Los Brazos Rojos comprobaban cada media hora que todo iba bien por su tienda. Aún no habían superado la vergüenza de haber dejado que el gholam se colara en el campamento.
Sacó una vez más la carta de Verin y la palpó. Las puntas arrugadas, las manchas de suciedad en lo que había sido una hoja de papel de color blanco. Dio unos golpecitos con la carta en el tablero.
Luego, la echó encima de la mesa. No, no iba a abrirla. Tampoco lo haría cuando regresara. Y punto final. Nunca sabría qué había escrito en la carta; y le importaba un bledo.
Se levantó y fue en busca de Thom y Noal. Al día siguiente saldrían hacia la Torre de Ghenjei.