Gawyn caminaba deprisa por los pasillos de la Torre Blanca; las botas pisaron sobre una alfombra azul intenso que cubría el suelo de baldosas carmesí y blancas. Lámparas de pie con espejos reflejaban la luz, cada cual semejante a un centinela a lo largo del camino.
Sleete caminaba a zancadas junto a él. A pesar de la iluminación de las lámparas, el rostro de Sleete parecía medio sumido en sombras. Quizá se debía a la barba de dos días que le crecía en las mejillas —una excentricidad, en un Guardián—, o el cabello largo, limpio pero sin cuidar. O tal vez eran sus rasgos asimétricos, como un dibujo sin acabar, con líneas marcadas, la barbilla hendida, la nariz ganchuda a costa de una rotura, los pómulos prominentes.
Poseía los movimientos ágiles de un Guardián, pero con un cariz más primitivo que la mayoría. En lugar del cazador moviéndose por el bosque, era el depredador silencioso, oculto en las sombras, invisible para las presas hasta que llegaba la fulgurante dentellada.
Llegaron a una intersección donde varios soldados de Chubai hacían guardia en uno de los pasillos. Llevaban espadas al costado y vestían tabardos blancos adornados con la Llama de Tar Valon. Uno de ellos alzó una mano.
—Tengo permiso para entrar —dijo Gawyn—. La Amyrlin ha…—Las hermanas no han acabado todavía —lo interrumpió el guardia con aire hostil.
Gawyn rechinó los dientes, pero no había nada que hacer, así que Sleete y él se retiraron unos pasos hasta que, por fin, tres Aes Sedai salieron por la puerta custodiada. Parecían preocupadas. Se marcharon a buen paso, seguidas por un par de soldados que llevaban algo envuelto en un paño blanco. El cuerpo.
Por fin, los dos guardias se apartaron de mala gana y dejaron que Gawyn y Sleete pasaran. Recorrieron con premura el pasillo y entraron en un pequeño cuarto de lectura. Gawyn vaciló al llegar a la puerta y echó una ojeada hacia atrás, al pasillo. Vio que algunas Aceptadas se asomaban por una esquina y cuchicheaban.
Con esta muerte eran ya cuatro las hermanas asesinadas. Egwene estaba muy atareada tratando de evitar que los Ajahs volvieran a desconfiar unos de otros. Había advertido a todo el mundo que estuviera alerta, y les había dicho a las hermanas que no anduvieran solas por ahí. El Ajah Negro conocía bien la Torre Blanca, puesto que sus miembros habían vivido en ella durante años. Con los accesos, podían colarse con sigilo por los pasillos y cometer asesinatos.
Al menos, ésa era la explicación oficial de las muertes, aunque Gawyn no estaba tan seguro. Entró en el cuarto, seguido de Sleete.
El propio Chubai se encontraba allí. El apuesto mayor echó una ojeada a Gawyn, con un rictus de crispación en la boca.
—Lord Trakand —saludó.
—Mayor —respondió Gawyn mientras examinaba la habitación.
Tenía unos tres pasos cuadrados; dentro sólo había un escritorio colocado contra la pared del fondo y un brasero de carbón sin encender, así como una lámpara de pie, en bronce, y una alfombra circular que casi ocupaba todo el cuarto. Esa alfombra estaba manchada con un líquido oscuro, debajo del escritorio.
—¿De verdad creéis que encontraréis algo que no hayan visto las hermanas, Trakand? —preguntó Chubai, cruzado de brazos.
—Busco cosas diferentes —dijo Gawyn, que se internó en la habitación y se arrodilló para examinar la alfombra.
Chubai resopló con gesto desdeñoso antes de salir al pasillo. La Guardia de la Torre vigilaría el cuarto hasta que los criados vinieran a limpiarlo, así que Gawyn disponía de unos pocos minutos.
Sleete se acercó a uno de los guardias apostados en el umbral. No se mostraban tan hostiles con él como con Gawyn, el cual aún no entendía por qué actuaban así con él.
¿Se encontraba sola? —le preguntó Sleete al otro hombre con su voz grave.—Sí. —El guardia sacudió la cabeza—. No tendría que haber pasado por alto la advertencia de la Amyrlin.
—¿Quién era?
—Kateri Nepvue, del Ajah Blanco. Hermana desde hace veinte años.
Con un gruñido, Gawyn siguió desplazándose a gatas por el suelo para examinar la alfombra. Cuatro hermanas de diferentes Ajahs. Dos habían apoyado a Egwene; otra de ellas, a Elaida; la cuarta había sido neutral y había regresado a la Torre hacía poco. Las habían matado en distintos niveles de la Torre a distintas horas del día.
Desde luego, aquello tenía toda la apariencia de un trabajo del Ajah Negro. No buscaban blancos específicos, sino los más convenientes. Pero había algo que a Gawyn no le encajaba. ¿Por qué no Viajar a los aposentos de las hermanas durante la noche y matarlas mientras dormían? ¿Por qué nadie había percibido que se encauzaba en los sitios donde habían asesinado a las mujeres?
Sleete examinó la puerta y el cerrojo con sumo cuidado. Cuando Egwene le había dicho a Gawyn que tenía permiso para visitar las escenas de los crímenes si quería, él le había preguntado si podía acompañarlo Sleete. En interacciones previas de Gawyn con el Guardián, Sleete había demostrado que, además de ser meticuloso, también era discreto.
Gawyn siguió buscando. Egwene estaba nerviosa por algo, de eso no le cabía duda. No era del todo sincera respecto a aquellas muertes. No encontró hendiduras en la alfombra ni en las baldosas, ni cortes en los muebles del diminuto cuarto.
Egwene aseguraba que los asesinos llegaban a través de accesos, pero Gawyn no había descubierto evidencia de ello. Sí, cierto, aún no sabía mucho sobre accesos y, por lo visto, había gente capaz de abrirlos por encima del suelo, para no cortar nada. Pero seguro que al Ajah Negro eso no le importaría en lo más mínimo. Además, ese cuarto era tan pequeño que, en su opinión, habría sido muy difícil entrar sin dejar rastro alguno.
—Gawyn, ven aquí —llamó Sleete, que seguía arrodillado junto al umbral de la puerta.
Gawyn se reunió con él, y Sleete deslizó y echó el cerrojo de seguridad unas cuantas veces.
—Es posible que se haya forzado esta puerta —dijo en voz baja—. ¿Ves el arañazo que hay ahí, en el pasador? Se puede abrir este tipo de cerrojo deslizando un gancho fino y metiéndolo en el cerrojo, tras lo cual se ejerce presión en el pomo. Se puede hacer sin meter ruido.
—¿Y para qué iba el Ajah Negro a forzar una puerta?
—Tal vez Viajaron al pasillo y luego caminaron hasta que vieron luz por debajo de la puerta —sugirió Sleete.
—¿Por qué no hacer el acceso al otro lado?
—Encauzar habría alertado a la mujer que estaba dentro.
—Eso es cierto —admitió Gawyn.
Observó la mancha de sangre oscura. El escritorio estaba colocado de manera que la ocupante estaría de espaldas a la puerta. Ese arreglo hizo que Gawyn sintiera un hormigueo entre los omóplatos. ¿A quién se le ocurriría colocar así un escritorio? A una Aes Sedai que creía estar completamente a salvo y que quería sentarse aislada de las distracciones de fuera. Las Aes Sedai, a pesar de su astucia, a veces daban la impresión de tener atrofiado el instinto de conservación.
O quizá se debía a que no pensaban como un soldado. Sus Guardianes se ocupaban de ese tipo de cosas.
—¿Tenía Guardián?
—No. Yo la conocía de antes y no lo tenía—contestó Sleete, que titubeó y después añadió—: Ninguna de las hermanas asesinadas tenía Guardián.
Gawyn lo miró con la ceja enarcada.
—Tiene sentido. Quienquiera que esté cometiendo los asesinatos no querría alertar a los Guardianes —concluyó Sleete.
—Pero ¿por qué matar con un puñal? —se preguntó Gawyn. Las cuatro mujeres habían muerto así—. Las hermanas del Ajah Negro no están obligadas a cumplir los Tres Juramentos, de modo que podrían haber utilizado el Poder para matar. Un método mucho más directo, más sencillo.
—También correrían el riesgo de alertar a la víctima o a quienes anduvieran cerca —señaló Sleete.
Otro buen argumento. Aun así, había algo en esos asesinatos que no encajaba.
O quizá no había nada extraño, y él se empeñaba en ver cosas donde no las había en su afán por encontrar algo que ayudara en la investigación. En su fuero interno, Gawyn creía que si conseguía ayudar a Egwene con esto, tal vez se ablandaría en el trato con él. Quizá lo perdonaría por rescatarla en la Torre durante el ataque seanchan.
Poco después, Chubai entraba en el cuarto.
—Confío en que Su Señoría haya tenido tiempo suficiente, porque el servicio de limpieza ya está aquí —anunció con frialdad.
«¡Qué hombre tan insufrible! ¿Tiene que ser tan desdeñoso conmigo? Debería…»
No. Gawyn se obligó a controlar el genio. Antes no le costaba tanto esfuerzo.
¿Por qué Chubai se mostraba tan hostil con él? Gawyn se preguntó como manejaría su madre a un hombre como ése. No pensaba mucho en ella, porque hacerlo era recordar a al’Thor. ¡A ese asesino se le había permitido marcharse sin más de la propia Torre Blanca! Egwene lo había tenido en su poder y lo había dejado ir.
Sí, cierto, al’Thor era el Dragón Renacido. Pero, en el fondo, lo que Gawyn deseaba era enfrentarse a al’Thor espada en mano y atravesarlo con el acero, tanto si era el Dragón Renacido como si no.
«al’Thor te haría trizas con el Poder Único —se dijo para sus adentros—. No seas estúpido, Gawyn Trakand».
De todos modos, el odio por al’Thor siguió latente dentro de él.
Uno de los guardias de Chubai se acercó y dijo algo mientras señalaba hacia la puerta. Al mayor pareció molestarle que a ellos se les hubiera pasado por alto el cerrojo forzado. La Guardia de la Torre no era un cuerpo policial; las hermanas no lo necesitaban, aparte de que ellas estaban más capacitadas para ese tipo de investigación. Sin embargo, Gawyn se daba cuenta de que Chubai deseaba detener a los asesinos. Proteger la Torre y a sus ocupantes era parte de sus obligaciones.
En consecuencia, él y Gawyn trabajaban por la misma causa. No obstante, Chubai actuaba como si aquello fuera algo personal entre los dos y ambos compitieran para alzarse con la victoria.
«Aunque su bando, en resumidas cuentas, fue derrotado por el de Bryne en la división de la Torre. Y, que él sepa, soy uno de los que gozan del favor del general».
Él no era Guardián y, sin embargo, era amigo de la Amyrlin. Comía con Bryne. ¿Qué pensaría Chubai de eso, sobre todo ahora, que le habían dado potestad para investigar los asesinatos?
«¡Luz! Cree que me propongo ocupar su puesto —pensó, al ver que Chubai le lanzaba una mirada hostil—. ¡Cree que quiero ser el mayor de la Guardia de la Torre!»
La idea era irrisoria. Él podría haber sido Primer Príncipe de la Espada —debería haberlo sido—, el comandante del ejército de Andor y protector de la reina. Era hijo de Morgase Trakand, una de las soberanas más influyentes y poderosas que había tenido Andor. No sentía el menor deseo de ocupar el puesto de ese hombre.
Pero no sería así como Chubai lo veía. Deshonrado por el devastador ataque seanchan, debía de pensar que su posición corría peligro.
—Mayor, ¿puedo hablar con vos en privado? —pidió Gawyn.
Chubai lo observó con suspicacia, pero enseguida señaló con la cabeza hacia el pasillo. Los dos hombres salieron del cuarto y se encontraron con unos criados de la Torre que esperaban fuera, muy nerviosos, para limpiar la sangre.
Chubai se cruzó de brazos y le dirigió una mirada escrutadora.
—¿Qué queréis de mí, milord?
Con frecuencia, el hombre ponía énfasis en el título, pero Gawyn se exhortó a mantener la calma. Todavía se avergonzaba por la forma intimidatoria que había empleado para entrar en el campamento de Bryne, como un matón. Él no era así. Convivir con los Cachorros soportando la confusión, y después la vergüenza de los acontecimientos que rodearon la división de la Torre, lo había cambiado. No podía seguir por ese camino.
—Mayor —empezó—, agradezco que me dejaseis examinar el cuarto.
—Tenía pocas alternativas.
—Soy consciente de ello. Pero, a pesar de todo, os lo agradezco. Para mí es muy importante que la Amyrlin vea que estoy ayudando. Si descubro algo que a las hermanas se les haya pasado por alto, significaría mucho para mí.
—Sí, imagino que sí —respondió Chubai, que estrechó los ojos.
—Tal vez así accediera a tomarme como su Guardián.
El mayor parpadeó, sorprendido.
—¿Su… Guardián?
—Sí. Hubo un tiempo en que parecía seguro que lo haría, pero ahora… En fin, si puedo ayudaros con esta investigación, tal vez sirva para aplacar su enfado conmigo. —Alzó una mano y la puso en el hombro de Chubai—. No olvidaré vuestra ayuda. Me llamáis milord, pero mi título apenas significa nada para mí ahora. Lo único que quiero es ser Guardián de Egwene para protegerla.
Chubai frunció el entrecejo; después asintió con la cabeza y pareció relajarse.
—Os oí hablar. Buscáis marcas de accesos. ¿Por qué?
—No creo que esto sea obra del Ajah Negro —contestó Gawyn—. Sospecho que se trata de un Hombre Gris o algún otro tipo de asesino. ¿Un Amigo Siniestro entre el personal de palacio, tal vez? Lo digo por la forma en que han matado a las mujeres. Con un puñal.
—También había indicios de forcejeo —comentó Chubai, al tiempo que asentía con la cabeza—. Las hermanas que se ocupan de la investigación lo mencionaron. Los libros estaban caídos en el suelo. Creen que la mujer los tiró al revolverse mientras moría.
—Qué extraño. Si yo fuera una hermana Negra utilizaría el Poder Único, sin reparar en que las otras pudieran notarlo. En la Torre hay mujeres encauzando todo el tiempo, y no creo que eso despertara sospechas. Inmovilizaría a mi víctima con tejidos, la mataría con el Poder y después escaparía antes de que, por cualquier motivo, despertara sospechas en alguien. Nada de forcejeos.
—Es posible. Pero la Amyrlin parece estar convencida de que esto es obra de las hermanas Negras.
—Hablaré con ella y veré por qué cree que es así —dijo Gawyn—. De momento, quizá deberíais sugerir a quienes se encargan de la investigación que sería aconsejable entrevistar a la servidumbre de palacio, haciendo este razonamiento.
—Eh… Sí, creo que lo haré. —El mayor asintió con la cabeza; al parecer ya no se sentía tan amenazado.
Los dos se separaron, y Chubai llamó con un ademán a los criados para que entraran a limpiar. Sleete salió del cuarto con gesto pensativo. Sujetaba algo en alto, entre los dedos.
—Seda negra —dijo—. Imposible saber si procede del atacante.
—Qué raro —dijo Chubai al recoger las fibras.
—No es probable que una hermana Negra proclamara su presencia vistiendo de negro —comentó Gawyn—. Por el contrario, un asesino normal y corriente se pondría ropa oscura para ocultarse.
Chubai puso los hilos entre los pliegues de un pañuelo y se guardó éste en el bolsillo.
—Llevaré esto a Seaine Sedai. —Parecía impresionado.
Gawyn hizo un gesto a Sleete y los dos se marcharon.
—Hoy día, la Torre Blanca está en ebullición con las hermanas que regresan y los nuevos Guardianes —comentó en voz queda Sleete—. ¿Cómo podría nadie, por muy sigiloso que sea y vaya o no vaya vestido de negro, subir a los niveles altos sin llamar la atención?
—Los Hombres Grises son especialistas en no llamar la atención —dijo Gawyn—. Lo cual, creo, es una prueba más. Me refiero a que es muy extraño que nadie haya visto a esas hermanas Negras. Estamos dando por sentado muchas cosas sin tener en qué basarnos.
Sleete asintió con la cabeza sin quitar ojo a tres novicias que se habían reunido para mirar embobadas a los guardias. Al darse cuenta de que Sleete las observaba, cotorrearon entre ellas antes de salir corriendo.
—Egwene sabe más de lo que dice —afirmó Gawyn—. Hablaré con ella.
—Siempre y cuando acceda a recibirte.
Gawyn soltó un gruñido de irritación. Bajaron por una serie de rampas hasta el nivel del estudio de la Amyrlin. Sleete no se separó de él; su Aes Sedai, una Verde llamada Hattori, rara vez tenía encargos para Sleete. La Verde seguía con la idea de hacer de Gawyn su Guardián. Habida cuenta del comportamiento exasperante de Egwene, había estado tentado de aceptar que Hattori lo vinculara.
Bueno, no. En realidad no. Amaba a Egwene, aunque estuviera frustrado con ella. No le había sido fácil renunciar a Andor —y no digamos ya a los Cachorros— por ella. Aun así, seguía negándose a vincularlo.
Llegó al estudio y abordó a Silviana. La mujer se encontraba sentada ante el organizado escritorio de Guardiana, en la antesala por la que se accedía al estudio de Egwene. Silviana lo examinó con una mirada indescifrable tras la máscara Aes Sedai. Gawyn sospechaba que no le caía bien a esa mujer.—La Amyrlin está redactando una carta de cierta importancia. Tendréis que esperar —dijo Silviana.
Gawyn abrió la boca.
—Ordenó que no se la interrumpiera —se adelantó Silviana—. Tendréis que esperar.
La Aes Sedai puso de nuevo la atención en el papel que estaba leyendo cuando él entró.
Gawyn suspiró, pero asintió con la cabeza. Mientras tomaba asiento, Sleete le hizo un gesto para indicarle que se marchaba. ¿Por qué lo habría acompañado hasta allí, para empezar? Era un tipo raro. Gawyn se despidió con un ademán, y Sleete desapareció en el pasillo.
La antesala era una estancia magnífica con una alfombra de color rojo intenso y las paredes de piedra decoradas con madera. Gawyn sabía por experiencia que ninguna de las sillas era cómoda. Había una única ventana, así que se acercó a ella para respirar aire fresco y apoyó el brazo en el hueco de la piedra; recorrió con la mirada los jardines de la Torre. A esa altura, el aire era más fresco, más vigorizante.
Abajo vio el nuevo campo de entrenamiento de los Guardianes. Los antiguos se habían levantado y excavado por orden de Elaida para empezar a construir allí su palacio. Nadie tenía claro qué haría Egwene con esa construcción.
Había mucho movimiento en los campos de práctica, donde unas figuras bullían ejecutando ataques y paradas. Con la afluencia de refugiados, soldados y mercenarios, había muchos que creían tener madera para ser Guardianes. Egwene había abierto el recinto de la Torre a cualquiera que deseara entrenarse y demostrar su valía, ya que tenía intención de ascender a tantas mujeres como estuvieran preparadas en el transcurso de las próximas semanas.
Gawyn había estado entrenándose unos cuantos días, pero los fantasmas de los hombres que había matado parecían estar más presentes allí. El recinto de entrenamiento era parte de su vida pasada, antes de que todo fuera mal. Otros Cachorros habían regresado sin problemas —y con alegna— a esa vida. Jisao, Ragar, Durrent y la mayoría de sus otros oficiales ya habían sido elegidos para Guardianes. Dentro de poco, no quedaría nada de su grupo. A excepción de él.
El pasador de la puerta que daba al estudio chascó y se oyeron voces apagadas. Gawyn se dio la vuelta y vio a Egwene, vestida en tonos verdes y amarillos, que se acercaba a hablar con Silviana. La Guardiana miró hacia él, y a Gawyn le pareció advertir un asomo de ceño en la cara de la mujer.
Egwene lo vio, pero mantuvo la expresión serena en su rostro Aes Sedai que pronto lo había aprendido— y él se encontró sintiéndose torpe.
—Hubo otra muerte esta mañana —dijo en voz baja mientras se acercaba a ella.
—En teoría fue anoche —lo corrigió Egwene.
—Tengo que hablar contigo —barbotó.
Egwene y Silviana intercambiaron una mirada.
—De acuerdo —accedió Egwene, que se deslizó de vuelta al estudio.
Gawyn fue tras ella, sin mirar a la Guardiana. El estudio de la Amyrlin era una de las estancias más impresionantes de la Torre. Las paredes estaban revestidas con entrepaños de madera pálida y extraño veteado, trabajada con tallas que representaban criaturas fabulosas, realizadas con increíble minuciosidad. La chimenea era de mármol, y el suelo de color rojo oscuro, con baldosas en forma de rombo. El escritorio de Egwene, grande y tallado, estaba equipado con dos lámparas. Éstas tenían la forma de dos mujeres con las manos alzadas en el aire, y la llama ardía entre las palmas unidas.
En una pared había estanterías llenas de libros ordenados —al parecer— por color y tamaño, en lugar de por materias. Eran ornamentales, y se habían puesto para adornar el estudio de la Amyrlin hasta que Egwene tuviera tiempo de hacer una selección a su gusto.
—¿Qué es eso que consideras tan necesario hablar conmigo? —Egwene se sentó tras el escritorio.
—Es sobre los autores de las muertes.
—¿De qué se trata?
Gawyn cerró la puerta.
—Maldita sea, Egwene. ¿Es que siempre has de mostrarme a la Amyrlin cada vez que hablamos? ¿No puedo ver a Egwene de vez en cuando?
—Te muestro a la Amyrlin porque te niegas a aceptarme como tal. Cuando lo hagas, quizá podamos ir más allá.
—¡Luz! Has aprendido a hablar como una de ellas.
—Eso se debe a que soy una de ellas —replicó Egwene—. Las palabras que eliges para hablar te traicionan. A la Amyrlin no puede servirla quien no reconoce su autoridad.
—Yo la reconozco. De verdad, Egwene. Mas ¿no es importante tener cerca personas que te conocen por quien eres y no por tu título?
—Siempre y cuando sepan que hay un lugar y un momento para la obediencia. —La expresión del rostro de Egwene se suavizó—. Aún no estás preparado, Gawyn. Lo siento.
Él apretó los dientes. «No dramatices», se exhortó.
—De acuerdo. Entonces, respecto a los asesinatos, hemos caído en la cuenta de que ninguna de las mujeres asesinadas tenía Guardián.
—Sí, me han pasado un informe sobre eso.
—Sea como sea, eso me llevó a pensar en un asunto de más alcance. No tenemos suficientes Guardianes.
Egwene frunció el entrecejo.
—Nos estamos preparando para la Última Batalla, Egwene —continuó Gawyn—. Pero todavía hay hermanas sin Guardianes. Muchas hermanas. Algunas tuvieron uno, pero después de muerto este no vincularon a nadie más. Otras no han querido uno nunca, para empezar. Creo que no puedes permitirte ese lujo.
—¿Y qué pretendes que haga? ¿Que ordene a las mujeres que tomen uno? —inquirió, cruzándose de brazos.
—Sí.
Ella se echó a reír.
—Gawyn, la Amyrlin no tiene esa clase de poder.
—Entonces, que lo haga la Antecámara.
—No sabes lo que dices. La elección de un Guardián y la relación con él es una decisión muy personal e íntima. A ninguna mujer se la debería obligar a tomarla.
—Bien, la elección de ir a la guerra también es muy «personal» y muy «íntima» y, sin embargo, a todo lo largo y ancho del continente se emplaza a los hombres para participar en ella —respondió, sin dejarse intimidar—. A veces, los sentimientos no son tan importantes como la supervivencia.
Los Guardianes mantienen con vida a las hermanas, y todas y cada una de las Aes Sedai van a ser de importancia capital dentro de poco. Habrá legiones y legiones de trollocs. Cada hermana en el campo de batalla será más importante que un centenar de soldados, y cada hermana realizando la Curación tendrá en sus manos salvar docenas de vidas. Las Aes Sedai son recursos que pertenecen a la humanidad. No puedes permitirte el lujo de dejar que vayan de aquí para allá sin protección.
Tal vez a causa del fervor de sus palabras, Egwene se echó hacia atrás. Entonces, de modo inesperado, asintió con la cabeza.
—Tal vez haya… sensatez en lo que dices, Gawyn.
—Plantéaselo a la Antecámara. En el fondo, Egwene, que una hermana no vincule a un Guardián es un acto de egoísmo. Ese vínculo hace a un hombre un mejor soldado, y vamos a necesitar todas las ventajas que podamos encontrar. Esto también ayudará a prevenir los asesinatos.
—Veré qué puede hacerse.
—¿Puedes enseñarme los informes que han pasado las hermanas? Me refiero a los asesinatos.
—Gawyn, te he permitido tomar parte en la investigación porque creí que sería conveniente tener otro par de ojos revisando las cosas desde una perspectiva distinta. Pasarte sus informes sólo serviría para influir en ti y que sacaras las mismas conclusiones que ellas —contestó Egwene.
—Al menos, contéstame una pregunta: ¿Las hermanas han planteado la posibilidad de que esto no sea obra del Ajah Negro?, ¿de que el asesino podría ser un Hombre Gris o un Amigo Siniestro?
—No, no lo han hecho, porque sabemos que el asesino no es ninguna de esas dos cosas.
—Pero anoche forzaron la puerta. Y a las mujeres las han matado con un puñal, no con el Poder Único. No hay marcas de accesos abiertos ni…
—Las personas responsables de esas muertes tienen acceso al Poder Único —explicó Egwene, que eligió las palabras con cuidado—. Y quizá no utilizan accesos.
Gawyn entrecerró los ojos. Aquello sonaba como las frases de una mujer que da un rodeo a su juramento de no mentir.
—Guardas secretos que no me dices, y no sólo a mí, sino a toda la Torre.
—A veces, los secretos son necesarios, Gawyn.
—¿No me los puedes confiar? —Gawyn vaciló un instante—. Me preocupa que el asesino vaya por ti, Egwene. No tienes Guardián.
—No cabe duda de que ella vendrá por mí, a la larga.
Egwene jugueteó con algo que tenía encima del escritorio. Parecía una correa de cuero desgastada, de las que se utilizaban para castigar a un delincuente. Qué extraño.
«¿Ella?», cayó de pronto en la cuenta.
—Por favor, Egwene, ¿qué está pasando? —preguntó.
Egwene lo observó con atención y después suspiró.
—Está bien. Esto se lo he dicho a las mujeres encargadas de la investigación, así que quizá debería contártelo a ti también. Una de las Renegadas está en la Torre Blanca.
—¿Qué? —Gawyn llevó la mano a la espada—. ¿Dónde? ¿La tienes cautiva?
—No. Ella es la asesina.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé que Mesaana se encuentra aquí. He Soñado que es cierto. Se oculta entre nosotras. ¿Y justo ahora mueren cuatro Aes Sedai? Tiene que ser ella, Gawyn. Es la única explicación que tiene sentido.
El se tragó las preguntas que iba a hacerle. Sabía poco sobre el Sueño, pero era un Talento semejante a la Predicción, por lo que había oído.
—No se lo he contado a todas. Me preocupa que si saben que una de las hermanas que está en la Torre es una Renegada infiltrada, volveremos a dividirnos como cuando Elaida mandaba. Sospecharíamos unas de otras.
Bastante mal están ya las cosas ahora, pensando que las hermanas Negras Viajan a la Torre para cometer asesinatos, pero así, al menos, no desconfían entre ellas. Y tal vez Mesaana crea que no estoy enterada de que ella es la culpable. Bien, pues, ahí tienes el secreto que deseabas saber. No vamos a la caza de una hermana Negra, sino de una Renegada.
Era desalentador pensarlo, pero no más que la idea de que el Dragón Renacido caminara por el mundo. ¡Luz, le costaba menos asimilar la presencia de una Renegada en la Torre que el hecho de que Egwene fuera la Sede Amyrlin!
—Lo solucionaremos —dijo, dando una sensación de seguridad mayor de la que sentía.
—Tengo hermanas examinando el historial de todo el mundo que está en la Torre. Y otras están atentas a cualquier actitud o palabra sospechosa. La encontraremos, pero no veo cómo proporcionar más seguridad a las mujeres sin que se desate un pánico que sería más peligroso.
—Con Guardianes —insistió Gawyn con firmeza.
—Lo pensaré, Gawyn. De momento, necesito que hagas algo por mí.
—Si está en mi mano, Egwene, lo haré. Lo sabes —contestó mientras daba un paso hacia ella.
—¿De veras? —preguntó la joven con sequedad—. Muy bien. Quiero que dejes de guardar mi puerta por la noche.
—¿Qué? ¡Egwene, no!
—¿Ves? —Sacudió la cabeza—. Tu primera reacción es discutirme.
—¡Es deber de un Guardián discutir, en privado, todo aquello que concierne a su Aes Sedai!
Eso se lo había enseñado Hammar.
—Tú no eres mi Guardián, Gawyn.
Eso lo hizo enmudecer.
—Además, poco puedes hacer tú para detener a una Renegada. Esta batalla han de librarla las hermanas, y estoy teniendo mucho cuidado con las salvaguardas que preparo. Quiero que mis aposentos parezcan tentadoramente accesibles. Si intenta atacarme, quizá la sorprenda con una emboscada.
—¿Poniéndote tú de cebo? —Gawyn casi no podía articular las palabras—. ¡Egwene, esto es una locura!
—No, es desesperación. Gawyn, están muriendo mujeres cuya seguridad es responsabilidad mía. Asesinadas en plena noche y en un momento en que, como tú mismo has dicho, las necesitamos a todas.
Por primera vez, la fatiga asomó a través de la máscara de impasibilidad en el cansancio de la voz y la ligera curvatura de la espalda. Enlazó las manos sobre el escritorio; de repente parecía exhausta.
—Tengo hermanas buscando todo cuanto podamos tener sobre Mesaana —continuó Egwene—. No es una guerrera, Gawyn, sino una organizadora, una planificadora. Si llegamos a enfrentarnos las dos, puedo derrotarla. Pero antes tenemos que dar con ella. Exponerme sólo es uno de mis planes. Y tienes razón, es peligroso. Pero he tomado muchas precauciones.
—No me gusta en absoluto.
No necesito tu aprobación. —Lo miró a los ojos—. Tendrás que confiar en mí.
—Confío en ti.
—Lo único que pido es que, por una vez, lo demuestres.
Gawyn rechinó los dientes. Después le hizo una reverencia y abandonó el estudio intentando —sin conseguirlo— que la puerta no se cerrara con un golpe seco cuando tiró de ella. Silviana le asestó una mirada reprobadora cuando pasó por delante.
Desde allí, Gawyn se dirigió hacia el campo de entrenamiento a pesar de sentirse tan incómodo en él. Necesitaba ejercitarse con la espada.
Egwene soltó un largo suspiro y, cerrando los ojos, se recostó en el respaldo. ¿Por qué le costaba tanto contener sus sentimientos cuando surgía un enfrentamiento con Gawyn? Sólo cuando hablaba con él, tenía la sensación de ser una mala caricatura de Aes Sedai.
En su interior se agitaba un remolino de emociones, como si varias clases de vino se derramaran y se mezclaran: ira por la tozudez de él; un deseo ardiente de estar en sus brazos; desconcierto ante su propia incapacidad de dar prioridad a unas u otras.
Gawyn tenía la habilidad de abrirse paso a través de su piel y llegarle al corazón. La pasión del hombre resultaba arrebatadora, y le preocupaba que la contagiara si lo vinculaba. ¿Es que era así como funcionaba? ¿Qué se sentiría al percibir las emociones de la persona con quien se estaba vinculada?
Deseaba ese vínculo con él, esa conexión que otros disfrutaban. Además, era importante tener personas de confianza que le llevaran la contraria, en privado. Personas para las que fuera Egwene, en vez de la Amyrlin.
Empero, Gawyn aún se mostraba demasiado descontrolado, demasiado receloso.
Bajó la vista a la carta que había escrito al nuevo rey de Tear en la que le explicaba que Rand amenazaba con romper los sellos. Su plan de impedírselo dependía de obtener el apoyo de personas en las que él confiaba. Tenía informes contradictorios sobre Darlin Sisnera. Algunos decían que era uno de los principales partidarios de Rand, en tanto que otros afirmaban que era uno de sus mayores detractores.
De momento apartó la misiva a un lado y escribió algunas ideas sobre cómo abordar el tema de los Guardianes en la Antecámara. Gawyn había planteado un argumento excelente, aunque se excedió y dio por sentado más de la cuenta. Hacer un llamamiento a las mujeres que no tenían Guardianes para que eligieran uno, explicando todas las ventajas y haciendo notar que esa medida podría salvar vidas y contribuir a la derrota de la Sombra… Eso estaría bien.
Se sirvió un poco del té con menta que había en la tetera, a un lado del escritorio. Cosa curiosa, las infusiones ya no se estropeaban tanto últimamente, y esa taza le sabía muy bien. No le había dicho a Gawyn la razón de haberle pedido que no vigilara su puerta por las noches. Le costaba trabajo dormirse sabiendo que él estaba ahí fuera, a pocos pasos de distancia. Tenía miedo de ser débil e ir a buscarlo.
La correa de Silviana jamás había logrado quebrantar su voluntad, pero Gawyn Trakand… Empezaba a estar peligrosamente cerca de conseguirlo.
Graendal advirtió la llegada del mensajero con antelación. Incluso allí, en su refugio más secreto, esa llegada no era inesperada. Los Elegidos no podían esconderse del Gran Señor.
El refugio no era un palacio ni una elegante residencia ni una antigua fortaleza. Era una gruta en una isla que no interesaba a nadie, situada en una zona del Océano Arido que no visitaba nadie. Que ella supiera, no había nada notorio ni de interés que estuviera más o menos cerca.
El alojamiento era atroz, sin paliativos. Seis de sus mascotas menos valiosas se encargaban del mantenimiento del refugio, que contaba sólo con tres estancias. Había cegado la entrada con piedra y la única forma de entrar o salir era a través de accesos. El agua potable la obtenía de un manantial natural, y la comida de los depósitos que había preparado tiempo atrás; el aire penetraba a través de grietas. Era un lugar insalubre y modesto.
En otras palabras: era justo el tipo de sitio en el que nadie imaginaría encontrarla. Todos sabían que ella no soportaba carecer de lujos. Y era cierto. Pero lo mejor de ser alguien con un comportamiento tan previsible era que le permitía a una hacer lo inesperado.
Por desgracia, nada de eso era aplicable al Gran Señor. Graendal observó el acceso que se abría ante ella mientras se relajaba en el diván tapizado de seda amarilla y azul. El mensajero era un hombre de rasgos insulsos y piel atezada que vestía un atuendo negro y rojo. No fue necesario que dijera nada: su presencia era el mensaje. Una de sus mascotas —una hermosa mujer de cabello negro con grandes ojos castaños, otrora una Gran Señora teariana— contemplaba el acceso de hito en hito. Parecía aterrada. Más o menos como se sentía ella.
Cerró la copia encuadernada en madera de Arder en la nieve que tenía en las manos y se puso de pie. Llevaba un vestido de fina seda negra con cintas de camalina a todo lo largo de la prenda. Cruzó el acceso procurando aparentar seguridad.
Moridin se encontraba en su palacio de piedra negra. El cuarto no estaba amueblado, aunque en la chimenea ardía un buen fuego. ¡Gran Señor! ¿Un fuego, en un día tan cálido? Mantuvo la compostura y evitó empezar a sudar.
Moridin se volvió hacia ella; las motas negras del saa le flotaban a través de los ojos.
—Sabes por qué te he hecho venir.
No era una pregunta.
—Lo sé.
—Aran’gar ha muerto, perdida para siempre… Y después de que el Gran Señor transmigrara su alma la última vez. Se diría que estás tomando por costumbre hacer la misma jugada, Graendal.
—Vivo para servir, Nae’blis —dijo.
¡Seguridad! Tenía que dar la impresión de sentirse segura. El titubeó un instante. Estupendo.
—No querrás dar a entender con eso que Aran’gar se había vuelto una traidora.
—¿Qué? No, claro que no.
—Entonces, ¿cómo prestaste un «servicio»?
Graendal plasmó en el rostro una expresión de preocupada perplejidad.
—Pues, ¿cómo va a ser? Ejecutando las órdenes que se me dieron. ¿No he venido para recibir un galardón?
—En absoluto —replicó Moridin con sequedad—. Tu fingido desconcierto no funcionará conmigo, mujer.
—No es fingido —protestó, preparando la mentira—. Aunque no esperaba que al Gran Señor le complaciera perder a uno de sus Elegidos, la ventaja obtenida merecía pagar el precio.
—¿Qué ventaja? —gruñó él—. ¡Te dejaste pillar por sorpresa y dejaste que uno de los Elegidos perdiera la vida de la forma más estúpida! Habríamos dado por cierto que tú, precisamente, eras capaz de evitar un encontronazo con al’Thor.
Así que él ignoraba que había escudado a Aran’gar y la había abandonado a su suerte para que muriera; creía que se trataba de un error. Estupendo.
—¿Sorprenderme desprevenida? —repitió en un tono dolido—. Yo no… Moridin, ¿cómo puedes pensar que iba a permitirle que me encontrara por un descuido?
—¿Es que lo hiciste a propósito?
—Por supuesto. Casi tuve que llevarlo de la mano hasta Refugio de Natrin. A Lews Therin nunca se le dio bien ver cosas que tenía delante de las narices. ¿Es que no lo entiendes, Moridin? ¿Cómo reaccionará Lews Therin a lo que ha hecho? Destruir una fortaleza entera, casi una ciudad en miniatura, con centenares de ocupantes. Matar inocentes para lograr su objetivo. ¿Crees que le será fácil digerir lo que ha hecho?
Moridin vaciló. No, claro que no lo había tenido en cuenta. Graendal sonrió para sus adentros. Para él, la maniobra de al’Thor habría tenido sentido. Era la forma más lógica de actuar y, en consecuencia, la más atinada para alcanzar un objetivo.
Pero para al’Thor… Tenía la cabeza llena de ideas románticas sobre el honor y la virtud. Aquel suceso no lo encajaría nada bien, y referirse a él como Lews Therin al contárselo a Moridin reforzaría tal idea. Esos actos destrozarían a al’Thor, le desgarrarían el alma y le azotarían el corazón hasta dejarlo en carne viva y sangrando. Tendría pesadillas, cargaría con la culpabilidad sobre sus hombros como el yugo de una carreta cargada hasta reventar.
Recordaba de forma vaga lo que se sentía dando los primeros pasos hacia la Sombra. ¿Alguna vez había experimentado ese absurdo dolor? Sí, por desgracia. No ocurría lo mismo con todos los Renegados. Semirhage estaba corrupta hasta la médula desde el principio. Pero algunos de los otros habían tomado caminos diferentes hasta llegar a la Sombra, incluido Ishamael.
Percibió esos recuerdos, tan lejanos, en los ojos de Moridin. Hubo un tiempo en que no estaba segura de quién era ese hombre, pero ahora lo sabía. El rostro era distinto, pero el alma era la misma. Sí, sabía exactamente lo que al’Thor estaba sintiendo.
—Me dijiste que le hiciera daño —continuó Graendal—. Me dijiste que debía experimentar la angustia. Bien, pues ésta era la mejor forma de conseguirlo. Aran’gar me ayudó, si bien no huyó cuando yo lo sugerí. Esa siempre arrostró los problemas con demasiada agresividad. Pero estoy segura de que el Gran Señor puede encontrar otras herramientas. Corrimos un riesgo, y no fue de balde. Pero lo que hemos ganado… Además, ahora Lews Therin me da por muerta, y eso es una gran ventaja.
Sonrió, aunque sin mostrar demasiada complacencia. Sólo una pequeña satisfacción. Moridin frunció el entrecejo y entonces titubeó. Miró hacia un lado, al vacío.
—Te dejaré ir sin recibir un castigo, de momento —dijo por fin, aunque no parecía complacido.
¿Habría sido eso una comunicación directa del Gran Señor? Que ella supiera, todos los Elegidos en esta era habían de presentarse ante él en Shayol Ghul para recibir órdenes. O al menos sufrir una visita de esa criatura horrenda, Shaidar Haran. Ahora, al parecer, el Gran Señor le hablaba al Nae’blis de forma directa. Interesante. Y preocupante.
Significaba que el fin estaba muy cerca. Se acababa el tiempo para disimulos y dobleces. Ella se convertiría en Nae’blis y gobernaría el mundo como dueña y señora una vez que la Última Batalla hubiera acabado.
—Creo que debería… —empezó.
—No te acerques a al’Thor —la interrumpió Moridin—. No se te va a castigar, pero tampoco hay motivos para felicitarte. Sí, puede que al’Thor lo esté pasando mal, pero eso no quita que hayas hecho una chapucería que nos ha costado la pérdida de una herramienta útil.
—Por supuesto —accedió, hecha mieles—. Serviré como guste el Gran Señor. De todos modos, no iba a sugerir un posible movimiento contra al’Thor. Me da por muerta, así que mejor será que siga en la ignorancia mientras me ocupo de un trabajo en otra parte, de momento.
—¿Qué trabajo?
Graendal necesitaba una victoria, una decisiva. Repasó los diferentes planes que había urdido y seleccionó el que tenía más probabilidades de salir bien. ¿Que no podía hacer nada contra al’Thor? Bien, pues entregaría al Gran Señor algo que deseaba hacía mucho tiempo.
—Perrin Aybara —contestó.
Revelar su intención a Moridin hacía que se sintiera al descubierto. Prefería guardar para sí sus maquinaciones, pero dudaba de su capacidad para salir de esta reunión sin contárselo.
—Te traeré su cabeza.
Moridin se volvió hacia la chimenea y enlazó las manos a la espalda. Se quedó contemplando las llamas.
Graendal se sobresaltó al notar que una gota de sudor le resbalaba por la frente. ¿Qué? Ella era capaz de esquivar el calor y el frío. ¿Qué estaba pasando? Se centró en conseguirlo… No funcionó. Allí no. No cerca de él.
Eso la inquietó lo indecible.
—Es importante. Las profecías… —dijo.
—Conozco las profecías —la interrumpió Moridin con suavidad, sin volverse—. ¿Cómo has pensado hacerlo?
—Mis espías han localizado su ejército. Ya había puesto en marcha algunos planes relacionados con él, por si acaso. Aún tengo un grupo de Engendros de la Sombra que me fueron entregados para desatar el caos, y he preparado una trampa. Si pierde a Aybara, al’Thor se desmoronará, será un golpe demoledor.
—Será mucho más que eso —musitó Moridin—. Pero no lo conseguirás. Sus hombres disponen de accesos. Se te escapará.
—Yo…
—Se te escapará —reiteró Moridin con suavidad.
La gota de sudor siguió deslizándose mejilla abajo y llegó a la barbilla. Graendal se la limpió con fingida despreocupación, pero la frente aún le sudaba.
—Ven —dijo Moridin, que se apartó de la chimenea y se dirigió hacia el pasillo.
Graendal lo siguió, despierta la curiosidad, pero temerosa. Moridin la condujo hasta una puerta cercana, encastrada en las mismas paredes de piedra negra, y la abrió.
Graendal lo siguió al interior de un cuarto estrecho revestido de baldas. En ellas había docenas —quizá centenares— de objetos de Poder. «¡Por la suerte del Oscuro! —pensó—. ¿Dónde ha conseguido tantos?»
Moridin llegó al fondo del cuarto y allí rebuscó entre los objetos del estante. Graendal entró, sin salir de su asombro.
—¿Es eso una lanza de descarga? —preguntó, y señaló un trozo de metal largo y fino—. ¿Tres varas vinculares? ¿Un rema’kar? Esas piezas de…
—No tiene importancia —la interrumpió Moridin al tiempo que elegía un objeto.
—Si pudiera…
—Estás a punto de caer en desgracia, Graendal. —Se volvió hacia ella. En la mano sostenía una pieza metálica larga, con aspecto de pincho, plateada y coronada con una gran cabeza de metal engarzada en un engaste dorado—. Sólo he encontrado dos de éstos. Al otro se le está dando un buen uso. Puedes utilizar éste.
—¿Un clavo de sueños? —Abrió los ojos de par en par. ¡Cuánto había deseado tener uno de ésos!—. ¿Encontraste dos?
Moridin dio un golpecito con el dedo en la cabeza del clavo de sueños, y éste desapareció de su mano.
—¿Sabrás dónde encontrarlo?
—Sí —respondió ella, con creciente anhelo. Aquél era un objeto de gran Poder, útil para muchísimos usos diferentes.
Moridin se acercó a ella y le retuvo la mirada con la suya.
—Graendal —empezó en ese tono suave, peligroso—, conozco la clave de éste. No ha de utilizarse contra mí ni contra otros Elegidos. El Gran Señor lo sabrá si lo haces. No quiero que vuelvas a darte el gusto de satisfacer esa práctica tuya que al parecer has cogido por costumbre usar. No hasta que Aybara haya muerto.
—Eh… Sí, por supuesto. —De repente sintió frío. ¿Cómo podía sentir frío allí? ¿Y cuando aún sudaba?
—Aybara es capaz de caminar por el Mundo de los Sueños —señaló Moridin—. Te prestaré otra herramienta, el hombre con dos almas. Pero él me pertenece, del mismo modo que ese clavo es mío. Igual que lo eres tú. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con la cabeza, asustada sin poder remediarlo. De repente, el cuarto pareció oscurecerse más y más. Esa voz del hombre… Aunque sólo ligeramente, sonaba como la del Gran Señor.
—Te diré algo, sin embargo. —Moridin alargó la mano derecha para asirle la barbilla—. Si tienes éxito, el Gran Señor se sentirá complacido. Mucho. Lo que se te ha concedido con parvedad, se derramará sobre ti con esplendidez.
Graendal se lamió los labios. Frente a ella, la expresión del hombre se tornó más y más distante.
—Moridin… —llamó, vacilante.
El hizo caso omiso, le soltó la barbilla y caminó hasta el fondo del cuarto. De una mesa recogió un grueso tomo encuadernado en cuero color ocre claro. Lo abrió por una página y la examinó unos instantes. A continuación le hizo un gesto a Graendal para que se acercara.
Ella lo hizo, recelosa. Cuando leyó lo que ponía en la página, se quedó atónita.
«¡Por la suerte del Oscuro!», exclamó para sus adentros.
—¿Qué es este libro? —consiguió articular por fin—. ¿De dónde salen estas profecías?
—Hace mucho tiempo que las conozco —respondió en voz queda él, sin dejar de examinar el libro—. Son pocos los que saben de ellas, incluso entre los Elegidos. A las mujeres y los hombres que las anunciaron se los dejó incomunicados, a solas. La Luz jamás debe descubrir estas palabras. Nosotros conocemos sus profecías, pero ellos nunca sabrán todas las nuestras.
—Pero esto… —Graendal releyó el pasaje—. ¡Esto dice que Aybara morirá!
—Se pueden hacer muchas interpretaciones de cualquier profecía. Pero sí. Esta Predicción promete que Aybara morirá a nuestras manos. Me traerás la cabeza de este lobo, Graendal. Y, cuando lo hagas, cualquier cosa que pidas será tuya. —Cerró el libro de golpe—. Pero escucha bien lo que voy a decirte: si fracasas, perderás todo lo que has ganado. Y mucho más.
Abrió un acceso para ella con un ligero gesto de la mano; la minúscula capacidad de tocar el Poder Verdadero —que no le había sido arrebatada—, le permitió a Graendal ver tejidos retorcidos que hendían el aire y lo rasgaban hasta abrir un agujero en el tejido del Entramado. Allí el aire rieló. Sabía que el acceso la conduciría de vuelta al refugio de la gruta.
Lo cruzó sin pronunciar palabra. No confiaba en ser capaz de hablar sin que la voz le temblara.