20 Una elección

No debes hablar —le dijo Rosil a Nynaeve. La mujer, esbelta, de cuello largo, llevaba un vestido de color naranja con pinceladas de tono amarillo—. A no ser que se dirijan a ti. ¿Sabes cómo es la ceremonia? Nynaeve asintió con la cabeza; el corazón, traicionero, le latía desbocado mientras se dirigían hacia las entrañas de la Torre Blanca, semejantes a mazmorras. Rosil era la nueva Maestra de las Novicias y, qué casualidad, miembro del Ajah Amarillo

—Excelente, excelente —dijo Rosil—. ¿Puedo sugerirte que te cambies el anillo al dedo corazón de la mano izquierda?

—Puedes sugerirlo —contestó Nynaeve, que no se cambió el anillo. Ella había sido nombrada Aes Sedai. En eso no cedería.

Rosil frunció los labios, pero no añadió nada más. La mujer se había mostrado extraordinariamente amable con ella durante su corta estancia en la Torre Blanca, lo cual había sido un alivio. Nynaeve se había acostumbrado a esperar que cualquier hermana Amarilla la mirara con desdén al menos, con indiferencia. Oh, sí, pensaban que tenía talento, y muchas insistían en que les enseñara cómo ejecutaba sus tejidos nuevos. Pero no la consideraban una de las suyas. Todavía no.

Esta mujer se comportaba de modo diferente, y ser más punzante que un rojo en su sandalia no era un modo correcto de corresponder a su gentileza.

—Es importante para mí, Rosil, no hacer nada que parezca una falta de respeto hacia la Amyrlin —explicó—. Ella me nombró Aes Sedai. Si actuara como una simple Aceptada parecería que socavaba su autoridad. Esta prueba es importante, y cuando la Amyrlin me ascendió no dijo en ningún momento que no tendría que pasarla. Pero soy Aes Sedai.

Rosil ladeó la cabeza y después asintió.

—Sí —dijo—. Entiendo. Tienes razón.

Nynaeve se paró en el corredor para hablar con la mujer.

—Quiero daros las gracias a ti, así como a Niere y a Meramor, por haberme dado una buena acogida estos últimos días. No había previsto que encontraría reconocimiento entre vosotras.

—Hay quienes se resisten a los cambios, querida —dijo Rosil—. Siempre será así. Pero tus nuevos tejidos son impresionantes. Y, lo que es más importante, son efectivos. Eso te hace merecedora de una cálida acogida por mi parte.

Nynaeve sonrió.

—Y ahora —continuó Rosil, que levantó el índice—, serás una Aes Sedai a los ojos de la Amyrlin y de la Torre, pero la tradición sigue vigente. Nada de hablar durante el resto de la ceremonia, por favor.

La desgarbada mujer reanudó la marcha pasillo adelante. Tragándose una réplica, Nynaeve la siguió. No permitiría que los nervios la dominaran.

Bajaron más y más a los niveles subterráneos y Nynaeve, a pesar de su determinación de mantener la serenidad, cada vez estaba más nerviosa. Era Aes Sedai, y superaría la prueba. Dominaba los cien tejidos requeridos. No tenía por qué preocuparse.

Sólo que algunas mujeres no regresaban nunca de la prueba.

Esos sótanos tenían una belleza imponente. El pulido suelo de piedra estaba nivelado con esmero. En lo alto de las paredes ardían lámparas; a buen seguro que para encenderlas había hecho falta que una hermana o una Aceptada utilizara el Poder Único. Pocas personas bajaban allí, y la mayoría de los cuartos se usaban como almacenes. Le parecía un desperdicio poner tanto cuidado en un lugar al que se iba en raras ocasiones.

Por fin, llegaron ante una puerta de dos hojas, tan grande que Rosil tuvo que utilizar el Poder Único para abrirla.

«Es una indicación —pensó, cruzándose de brazos—. Los pasillos abovedados, la puerta enorme. Todo eso está aquí para hacer ver a la Aceptada la importancia de lo que está a punto de acometer».

Los enormes batientes se abrieron, y Nynaeve tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el temblor. La Última Batalla se acercaba. Pasaría la prueba. Tenía cosas importantes que hacer.

Con la cabeza alta, entró en la cámara. Era abovedada, con lámparas de pie alrededor del perímetro. Un ter’angreal de considerable tamaño dominaba el centro de la estancia. Era un gran óvalo que se estrechaba en los extremos superior e inferior, y se sostenía sin apoyos.

Muchos ter’angreal tenían un aspecto normal, pero no era el caso de éste: saltaba a la vista que el objeto ovalado era obra del Poder Único. Estaba hecho de metal, pero la luz mudaba el color al reflejarse en los laterales plateados, de forma que el objeto parecía fulgurar y cambiar.

—Acudid —llamó Rosil con formalidad.

Había más Aes Sedai en la cámara; una de cada Ajah, incluido —por desdicha— el Rojo. Todas eran Asentadas, una rareza, quizá por la notoriedad de Nynaeve en la Torre. Saerin, del Marrón; Yukiri, del Gris; Barasine, del Rojo. Digna de mención era la presencia de Romanda, del Amarillo, quien había insistido en tomar parte de la ceremonia. Hasta el momento, había sido dura con Nynaeve.

La propia Egwene se hallaba presente. Una más de lo que era normal y, por si fuera poco, la Amyrlin. Nynaeve buscó los ojos de Egwene, y ésta asintió con la cabeza. A diferencia de la prueba para ascender a Aceptada —que se realizaba en su totalidad mediante el ter’angreal—, en ésta se involucraban las hermanas, que actuaban de forma activa para poner a prueba a la candidata. Y Egwene se encontraría entre las más duras para demostrar que había actuado bien al ascenderla.

—Llegas en la ignorancia, Nynaeve al’Meara —dijo Rosil—. ¿Cómo te marcharás?

—Con conocimiento de mí misma —respondió.

—¿Por qué razón se te ha convocado aquí?

—Para someterme a la prueba.

—¿Por qué razón habría que probarte?

—Para demostrar que soy digna —contestó Nynaeve.

Varias mujeres, entre ellas Egwene, fruncieron el entrecejo. Esas no eran las palabras establecidas. Se suponía que Nynaeve tendría que decir que era para descubrir si era digna. Pero ella era Aes Sedai, de modo que, por definición, era digna de ello. Sólo tenía que demostrárselo a las demás.

Rosil se trabucó un momento, pero enseguida continuó:

—Y… ¿de qué se te consideraría digna?

De llevar el chal que me ha sido dado —dijo Nynaeve.

No lo hacía por arrogancia. De nuevo, al añadir la última parte de esa frase se limitaba a manifestar la verdad, como ella la entendía. Egwene la había ascendido. Ya llevaba el chal. ¿Por qué fingir que no era así?

La prueba se realizaba «vestida con la Luz», de modo que empezó a quitarse el vestido.

—Por consiguiente, te daré instrucciones —dijo Rosil—. Verás este símbolo en el suelo.

Alzó los dedos formando tejidos que trazaron un signo en el aire: una estrella de seis puntas formada por dos triángulos invertidos.

Saerin abrazó la Fuente y ejecutó un tejido de Energía. Nynaeve contuvo el deseo urgente de encauzar.

«Sólo un poco más —pensó—. Y entonces nadie podrá dudar de mí».

Saerin la tocó con el tejido de Energía.

—Recuerda lo que debe recordarse —murmuró.

Ese tejido tenía algo que ver con la memoria. ¿Cuál sería su propósito? La estrella de seis puntas flotaba en el campo visual de Nynaeve.

—Cuando veas ese símbolo, irás inmediatamente hacia él, con paso firme, sin apresurarte ni vacilar, y sólo entonces podrás abrazar el Poder —instruyó Rosil—. El tejido requerido debe empezar de inmediato y no te apartarás de ese símbolo hasta que lo hayas completado.

—Recuerda lo que debe recordarse —repitió Saerin.

—Cuando el tejido esté acabado, volverás a ver ese símbolo señalando hacia dónde has de dirigirte, de nuevo con paso firme, sin vacilación.

—Recuerda lo que debe recordarse.

—Cien veces tejerás, en el orden que se te ha dado y con absoluta serenidad.

—Recuerda lo que debe recordarse —susurró una última vez Saerin.

Nynaeve sintió asentarse en su interior el tejido de Energía. Lo hizo de un modo muy semejante a la Curación. Recogió el vestido y la ropa interior mientras las otras hermanas se arrodillaban alrededor del ter’angreal y ejecutaban tejidos de gran complejidad con los Cinco Poderes. A consecuencia de ello, el ter’angreal ovalado brilló con intensidad y la superficie reflejó colores cambiantes y movedizos. Rosil carraspeó y Nynaeve, enrojeciendo, le entregó la ropa doblada y después se quitó el anillo de la Gran Serpiente, que puso encima de las prendas; a eso le siguió el anillo de Lan, que normalmente llevaba colgado al cuello.

Rosil se llevó la ropa. Las otras hermanas estaban absortas por completo en la realización de su tarea. En el centro del ter’angreal empezó a resplandecer una purísima luz blanca y después el óvalo se puso a girar despacio, sin que se oyera el más leve roce del óvalo contra la piedra.

Nynaeve respiró hondo y avanzó. Se detuvo delante del ter’angreal, entró en él y…

¿Dónde se encontraba? Frunció el entrecejo. Eso no se parecía a Dos Ríos. Se hallaba en un pueblo de chozas. A su izquierda, las olas rompían con suavidad en la arena de la playa, mientras que el pueblo ascendía por una pendiente hacia una cornisa rocosa, a su derecha. Por encima se alzaba, imponente, una montaña lejana.

Era algún tipo de isla. El aire estaba cargado de humedad y soplaba una suave brisa. Había personas que se movían entre las cabañas y se hablaban unas a otras con afabilidad. Algunas se pararon para mirarla con interés. Nynaeve bajó la vista para mirarse y, por primera vez, fue consciente de estar desnuda. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. ¿Quién le había quitado la ropa? ¡Cuando encontrara al responsable, lo azotaría tan fuerte que no podría sentarse durante semanas!

Cerca, en un tendedero, había colgado un vestido. Se obligó a mantener una calma absoluta mientras echaba a andar y descolgaba la prenda de la cuerda. Ya buscaría a su propietaria y se lo pagaría. No podía andar por ahí en cueros; se metió el vestido por la cabeza.

De repente el suelo se sacudió. Las tranquilas olas se hicieron más ruidosas y rompieron con fuerza en la playa. Nynaeve dio un respingo y se agarró al palo del tendedero para no perder el equilibrio. Allá arriba, la montaña se puso a arrojar humo y cenizas.

Nynaeve se aferró al palo y vio que la cercana cornisa rocosa empezaba a resquebrajarse y grandes piedras rodaban vertiente abajo. La gente chillaba. ¡Tenía que hacer algo! Al mirar a su alrededor, vio una estrella de seis puntas esculpida en el suelo. Deseó correr hacia ella, pero sabía que debía caminar sin precipitarse.

Conservar la serenidad no era fácil. Mientras caminaba, el corazón le palpitó de terror. ¡Iba a morir aplastada! Llegó al dibujo de la estrella justo en el instante en que una lluvia de grandes rocas se precipitaba sobre unas cabañas, machacándolas, y rodaba hacia ella con estruendo. A despecho del miedo que sentía, realizó el tejido correcto, uno de Aire que creaba un muro. Lo situó delante de ella, y las rocas chocaron contra el aire y rebotaron hacia atrás.

Había personas heridas en el pueblo, de modo que le dio la espalda al símbolo para ir a ayudar. Sin embargo, en ese mismo momento vio la misma estrella de seis puntas realizada con carrizos entretejidos y colgada en la puerta de una choza cercana. Vaciló.

No podía fracasar. Caminó hacia la choza y cruzó el umbral.

Se quedó petrificada. ¿Qué hacía en esa oscura y fría caverna? ¿Y por qué llevaba ese vestido hecho con un tipo de fibras gruesas y ásperas?

Había completado el primero de los cien tejidos. Eso lo sabía, pero nada más. Frunciendo el entrecejo, echó a andar por la caverna. A través de las grietas del techo se colaba la luz del día, y vio que un poco más adelante había un hueco por el que entraba mucha más claridad. La salida.

Salió de la caverna y descubrió que se encontraba en el Yermo. Alzó la mano para resguardarse los ojos del resplandor del sol. No se veía un alma Por los alrededores. Echó a andar; pasó sobre hierbajos resecos que crujían al pisarlos y piedras calientes que le abrasaban las plantas de los pies descalzos.

El calor era agobiante. Al poco tiempo, cada paso que daba era un esfuerzo agotador. Por fortuna, se veían unas ruinas un poco más adelante. Deseó correr hacia ellas, pero debía mantener una absoluta serenidad. Caminó hacia las piedras y los pies pisaron roca sobre la que arrojaba sombra un muro resquebrajado. Estaba tan fresca que soltó un suspiro de alivio.

Había unos ladrillos en el suelo, cerca, colocados de manera que formaban una estrella de seis puntas. Por desgracia, la estrella estaba al pleno sol, y Nynaeve, de mala gana, abandonó la sombra y se dirigió hacia el dibujo.

A lo lejos sonaron tambores, y Nynaeve se dio la vuelta. Unos repulsivos seres de pelaje marrón y armados con hachas que chorreaban sangre empezaron a trepar por una colina cercana. Había algo en el aspecto de los trollocs que no cuadraba con los que había visto antes, aunque no recordaba dónde. Éstos eran diferentes. ¿Tal vez una mutación nueva? El pelaje era más espeso y los ojos casi quedaban escondidos en el recóndito fondo del arco ciliar.

Nynaeve caminó más deprisa, pero no echó a correr. Era importante no perder la calma. Qué estupidez tan grande. ¿Por qué iba a evitar —o a no querer— correr cuando había trollocs cerca? Si moría por no estar dispuesta a apretar el paso, sería culpa suya.

«Guarda la compostura. No camines muy deprisa».

Mantuvo firme el paso, sin apresurarse, y llegó a la estrella de seis puntas mientras los trollocs se aproximaban. Empezó a realizar el tejido que se le pedía, dividir un filamento de Fuego, y acto seguido despidió una rociada enorme de calor que redujo a cenizas a los monstruos más cercanos.

Apretando los dientes para dominar el miedo, realizó la parte restante del tejido requerido, dividiéndolo media docena de veces, y completó el complejo tejido en cuestión de unos instantes.

Lo fijó y luego asintió con la cabeza. Ea, ya estaba. Otros trollocs se acercaban y los calcinó con un gesto displicente de la mano.

La estrella de seis puntas apareció cincelada en el costado de un arco de piedra. Se encaminó hacia allí procurando no echar ojeadas nerviosas hacia atrás. Llegaban más trollocs. Muchos más de los que estaba a su alcance matar.

Llegó al arco y lo traspuso.

Nynaeve concluyó el cuadragésimo séptimo tejido, que produjo el sonido de campanas en el aire. Estaba exhausta. Había tenido que realizarlo mientras se encontraba de pie en lo alto de una torre increíblemente estrecha —tanto que parecía una columna— a cientos de pies del suelo, zarandeada por el viento que amenazaba con arrojarla al vacío.

Un arco apareció abajo, como si flotara en el aire de la oscura noche. Parecía arrancar a partir del costado del pilar, una docena de pasos por debajo de ella, en paralelo al suelo, con el vano orientado hacia el cielo. En él, se hallaba la estrella de seis puntas.

Rechinando los dientes, saltó de la columna y cayó a través del arco.

Aterrizó en un charco. Desnuda. La ropa que llevaba había desaparecido. Rezongando para sus adentros, se puso de pie. Estaba furiosa. No sabía la razón, pero alguien le había hecho… algo.

Se sentía tan cansada… Pero la culpa era de esas personas, quienesquiera que fuesen. Cuanto más lo pensaba, mayor era su convencimiento. No recordaba qué le habían hecho, pero era indiscutible que tenían la culpa. Tenía cortes en los dos brazos. ¿La habían azotado? Los cortes le dolían muchísimo.

Empapada, miró en derredor. Había completado cuarenta y siete de los cien tejidos. Sabía eso, pero nada más. Aparte de que alguien deseaba con todas sus fuerzas que fracasara.

Pues no dejaría que se salieran con la suya. Abandonó el charco, resuelta a conservar la serenidad, y encontró algo de ropa cerca de allí. Tenía un colorido muy chillón: rosa y amarillo fuertes, con una generosa parte de rojo. Le parecía denigrante. De todos modos, se lo puso.

Echó a andar a través de la ciénaga evitando las hoyadas y charcas de agua apestosa hasta que encontró una estrella de seis puntas dibujada en el barro. Empezó el siguiente tejido con el que se crearía una estrella flamígera azul lanzada al aire.

Algo la picó en el cuello. Le dio un manotazo y mató a una mosca negra. En fin, no era de extrañar que hubiera tales bichos en esa ciénaga insalubre. Se alegraría de…

Otro picotazo en el brazo y otro manotazo. Fue como si el propio aire empezara a zumbar con el sonido sordo y continuo de más moscas negras. Nynaeve apretó los dientes y continuó con el tejido. Sintió los pinchazos de más y más picotazos en los brazos. No podía matarlas a todas. ¿Podría librarse de ellas con un tejido? Empezó a tejer Aire para crear brisa a su alrededor, pero la interrumpieron unos gritos.

Sonaban apagados por los zumbidos de las moscas, pero parecía ser un chiquillo atrapado en la ciénaga. Nynaeve dio un paso hacia los gritos y abrió la boca para llamar, pero un tropel de moscas negras se le metió en la boca y se atragantó. Se le fueron a los ojos y tuvo que apretar los párpados con todas sus fuerzas.

Ese zumbido. Los gritos. Los picotazos. ¡Luz, las tenía en la garganta! ¡En los pulmones!

«Acaba el tejido. Tienes que acabar el tejido».

A saber cómo, a pesar del dolor, continuó. El sonido de los insectos era tan fuerte que apenas alcanzó a oír el veloz silbido de la estrella flamígera que estalló en el aire. Realizó con rapidez un tejido para librarse de las moscas y, una vez hecho, miró a su alrededor. Tosió, temblorosa. Sentía las moscas pegadas en la garganta. No vio a ningún crío en peligro. ¿Se lo habría imaginado?

Entonces reparó en otra estrella de seis puntas, encima de una puerta tallada en un árbol. Caminó hacia allí mientras las moscas volvían a zumbar a su alrededor. Serenidad absoluta. ¡Tenía que mantener la calma! ¿Por qué? ¡No tenía sentido! De todos modos, lo hizo y caminó con los ojos cerrados y las moscas enjambradas en derredor. Alargó la mano a tientas y, al encontrar la puerta, la abrió. Entró por ella.

Se detuvo dentro de un edificio, sin entender por qué tosía tanto. ¿Estaría enferma? Se apoyó en la pared, exhausta, irritada. Tenía las piernas llenas de rasguños y los brazos le escocían por las picaduras de alguna clase de insecto. Gimió al bajar la vista y contemplar su atuendo chillón. ¿Qué chifladura se había apoderado de ella para llevar rojo, amarillo y rosa a la vez?

Se irguió con un suspiro y siguió adelante por el desvencijado pasillo. Los tablones del suelo crujían cuando los pisaba y la pintura de las paredes estaba desconchada, desprendida a trozos.

Llegó a una puerta y se asomó. La reducida estancia tenía cuatro camas pequeñas de latón; en los colchones asomaba paja por las costuras. En cada una de las camas había un chiquillo arrebujado en una manta desastrada. Dos tosían, y los cuatro estaban pálidos y con aspecto de encontrarse enfermos.

Nynaeve ahogó un grito y entró con precipitación en el cuarto. Se arrodilló al lado de primer crío, un niño de unos cuatro años. Le examinó los ojos y después le dijo que tosiera mientras ella pegaba la oreja al pecho del pequeño. Sufría una intoxicación de cornezuelo del centeno.

—¿Quién os cuida? —preguntó.

—La señora Mala dirige el orfanato —dijo el pequeño con voz débil—. Hace tiempo que no la vemos.

—Por favor, ¿podría darme un poco de agua? —pidió una chiquilla que tiritaba, tendida en la cama de al lado.

Los otros dos estaban llorando. Un sonido débil, lastimero. ¡Luz bendita! No había una sola ventana en el cuarto, y Nynaeve vio cucarachas escabulléndose por debajo de las camas. ¿Quién dejaría a unos niños en semejantes condiciones?

—Callad, yo estoy aquí ahora. Os cuidaré.

Tendría que encauzar para Curarlos. Después…

«No. No puedo hacer eso. No puedo encauzar hasta que llegue a la estrella».

Entonces, prepararía pociones. ¿Dónde tenía la bolsa de las hierbas? Recorrió el cuarto con la mirada buscando algo donde hubiera agua.

Se quedó paralizada; había otro cuarto al otro lado del pasillo. ¿Se encontraba allí antes? Dentro, una alfombrilla tenía el símbolo de la estrella de seis puntas. Se puso de pie y los niños gimotearon.

—Volveré —dijo y se dirigió hacia aquella habitación, con el corazón en un puño.

Los estaba abandonando. Pero no, sólo tenía que ir a la siguiente habitación, ¿verdad?

Llegó a la alfombrilla y empezó a tejer. Sólo haría ese tejido corto y después podría ayudarlos. Mientras tejía, se puso a llorar sin poder evitarlo.

«Ya he estado antes aquí. O en un sitio similar. En una situación como ésta».

Estaba poniéndose más y más furiosa por momentos. ¿Cómo era capaz de encauzar estando esos niños llamándola? Se morían.

Completó el tejido y lo vio apagarse con ráfagas de aire que agitaron su vestido. Se llevó la mano a la coleta y la asió mientras una puerta aparecía a un lado del cuarto. En la parte superior tenía un ventanuco, y en el cristal había una estrella de seis puntas.

Tenía que continuar. Oyó el llanto de los niños. Con los ojos arrasados por las lágrimas, desgarrada por la pena, fue hacia la puerta.

Y las cosas fueron a peor. Dejó que se ahogaran personas, que las decapitaran, que las enterraran vivas. Uno de los peores momentos fue cuando tuvo que realizar un tejido mientras unos aldeanos eran devorados por arañas enormes de ojos vidriosos y cubiertas de pelaje rojo. Ella odiaba las arañas.

A veces aparecía desnuda, pero eso ya había dejado de incomodarla. Aunque no lograba recordar nada específico a excepción del número de tejido que efectuaba, comprendía —de algún modo— que la desnudez no tenía importancia alguna comparada con los horrores que había contemplado.

Atravesó un arco de piedra a trompicones, con los recuerdos de una casa en llamas desvaneciéndose en su memoria. Éste sería el octogésimo primero. Eso sí lo recordaba. Eso y la rabia que sentía.

Llevaba puesto un sayal chamuscado. ¿Cómo se lo había quemado? Irguiéndose, mantuvo alta la cabeza a pesar de que los brazos le dolían de un modo horrible y de tener la espalda azotada y las piernas y los pies llenos de cortes y arañazos. Se encontraba en Dos Ríos. Sólo que no era Dos Ríos, o el que ella recordaba. Algunos de los edificios todavía ardían sin llama.

—¡Vienen de nuevo! —gritó una voz.

La de maese al’Vere. ¿Por qué empuñaba una espada? Gente que conocía, a la que quería —Perrin, maese al’Vere, la señora al’Donel, Aeric Botteger— se hallaban junto a un muro bajo, todos ellos armados. Algunos la llamaron con un gesto.

—¡Nynaeve! —gritó Perrin. ¡Engendros de la Sombra! ¡Necesitamos tu ayuda!

Sombras enormes se movían al otro lado del muro. Engendros de la Sombra de un tamaño horrible, pero no eran trollocs, sino algo mucho peor. Oía los rugidos.

¡Tenía que ayudarlos! Se movió hacia Perrin, pero se detuvo de golpe al ver una estrella de seis puntas pintada en una ladera, justo en dirección contraria, al otro lado del Prado.

—¡Nynaeve! —La voz de Perrin sonaba desesperada.

El joven empezó a golpear algo que asomaba por encima del muro, algo con tentáculos negros como la medianoche. Perrin los cortó con un hacha mientras otro aferraba a Aeric y lo arrastraba —gritando— hacia la oscuridad.

Nynaeve echó a andar hacia la estrella. Absoluta serenidad. A paso mesurado.

Eso era absurdo. Una Aes Sedai tenía que mantener la calma. Eso lo sabía. Pero una Aes Sedai también tenía que ser capaz de actuar, de hacer lo que fuera para ayudar a quienes lo necesitaban. Costara lo que costase. Esa gente la necesitaba.

Así que echó a correr.

Ni siquiera eso le pareció suficiente. Corrió hacia la estrella, pero de todos modos dejaba atrás a personas que quería para que lucharan solas. Sabía que no podía encauzar hasta que llegara a la estrella de seis puntas, pero aquello no tenía el más mínimo sentido. Los Engendros de la Sombra atacaban. ¡Tenía que encauzar!

Abrazó la Fuente y pareció que algo intentaba detenerla. Algo como un escudo. Lo apartó con dificultad y el Poder la hinchió. Lanzó fuego al monstruo y le abrasó un tentáculo con el que asía a Perrin.

Siguió arrojando fuego hasta que llegó a la estrella de seis puntas. Allí, ejecutó el octogésimo primer tejido, que creó tres aros de Fuego en el aire.

Trabajó con frenesí, atacando al mismo tiempo. Ignoraba por qué razón tenía que realizar ese tejido, pero sabía que debía acabarlo. Así que incrementó la fuerza del tejido haciendo los aros ardientes tremendamente grandes. Entonces se los arrojó a los monstruos. Inmensos halos llameantes chocaron contra aquellas criaturas oscuras y las mataron.

Había una estrella de seis puntas en el tejado de la posada de maese al’Vere. ¿Se habría grabado a fuego allí? Nynaeve hizo caso omiso del símbolo y descargó su ira contra los monstruos con tentáculos.

«No. Esto es importante. Más importante que Dos Ríos. He de continuar».

Sollozando, Nynaeve yacía en el suelo, al lado de un arco derruido. Se encontraba en el último tejido de los cien.

Apenas era capaz de moverse. Tenía la cara sucia de churretes dejados por las lágrimas. Guardaba recuerdos vagos de huir de batallas, de abandonar niños moribundos. O de ser incapaz de hacer lo suficiente en ningún momento.

Le sangraba el hombro. Era el mordisco de un lobo. Tenía las piernas desolladas como si hubiera caminado a través de campos de espinos, y todo el cuerpo cubierto de quemaduras y ampollas. Estaba desnuda.

Se incorporó sobre las rodillas, que estaban arañadas y sangrantes. La trenza terminaba en un muñón chamuscado que le llegaba un palmo por debajo de los hombros. Vomitó a un lado, sacudida por las arcadas.

Se encontraba tan débil, tan enferma… ¿Cómo iba a continuar?

«No. No me vencerán».

Despacio, poco a poco, se puso de pie. Se hallaba en un cuarto pequeño y la fuerte luz del sol se colaba a través de las grietas que había entre los tablones de la pared. Había un bulto de tela blanca en el suelo. Lo recogió y lo desdobló. Era un vestido blanco que llevaba bandas alrededor del repulgo, una por cada color de los Ajahs. El atuendo de una Aceptada en la Torre Blanca. Lo dejó caer al suelo.

—Soy Aes Sedai —declaró.

Pasó por encima del vestido y abrió la puerta. Mejor ir desnuda que ceder a esa farsa.

Al otro lado de la puerta encontró otro vestido, éste amarillo. Era más apropiado. Se permitió ponérselo sin prisas, aunque no dejaba de temblar; tenía los dedos tan cansados que apenas era capaz de hacer que funcionaran. Manchó la tela con su sangre.

Ya vestida, inspeccionó el entorno. Se hallaba en una ladera de la Llaga, con el suelo cubierto de hierbajos infestados con las típicas manchas oscuras de la plaga. ¿Por qué había una choza en la Llaga y por qué ella había aparecido dentro de esa choza?

Estaba terriblemente cansada. Deseaba dar media vuelta y regresar a la cabaña para dormir.

No. Seguiría adelante. Subió con dificultad la pendiente. Ya en la cima recorrió con la mirada un paisaje cubierto de escombros y estanques de oscuridad. Lagos, si es que los podía llamar así. El líquido daba la impresión de ser denso y aceitoso. Formas oscuras se movían dentro de ellos.

«Malkier —pensó, estupefacta por ser capaz de reconocer el lugar—. Las Siete Torres reducidas a escombros. Los Mil Lagos corrompidos. La tierra que es el legado de Lan».

Dio un paso, pero golpeó algo con los dedos del pie, una piedra que tenía debajo y en la que se había cincelado un pequeño símbolo: la estrella de seis puntas.

Suspiró con alivio. Todo estaba a punto de acabar. Empezó a ejecutar el tejido.

Abajo, un hombre salió por detrás de un montón de escombros dando un traspié y blandiendo la espada con destreza. Lo reconoció a pesar de la distancia. Esa figura vigorosa, el rostro cuadrado, la capa de colores cambiantes y la peligrosa forma de caminar.

—¡Lan! —gritó.

Estaba rodeado de bestias que parecían lobos, pero demasiado grandes para serlo. Tenían el pelaje negruzco, y los dientes les destellaron al abalanzarse sobre Lan. Sabuesos del Oscuro. La manada al completo.

Nynaeve terminó el centésimo tejido; había seguido realizándolo sin ser consciente de ello. Una lluvia de motitas de colores estallaron en el aire a su alrededor. Sintiéndose extenuada, las miró cómo caían. A su espalda oyó un sonido, pero cuando miró hacia atrás no vio nada. Sólo la choza.

La estrella de seis puntas colgaba sobre una puerta, el símbolo hecho con fragmentos de piedras preciosas. Esa puerta no estaba ahí antes. Dio un paso hacia la choza, pero entonces miró hacia atrás.

Lan blandía la espada a su alrededor de modo que obligaba a los Sabuesos del Oscuro a mantenerse apartados. Una simple pizca de saliva de esas bestias bastaría para matarlo.

—¡Lan, corre! —gritó.

No oyó su grito. La estrella de seis puntas. ¡Tenía que ir hacia el símbolo!

Parpadeó y después bajó la mirada para mirarse las manos. Justo en el centro de cada palma había una minúscula cicatriz. Eran apenas perceptibles. Pero verlas desencadenó un recuerdo en ella.

Nynaeve… Te amo…

Esto era una prueba. Ahora lo recordaba. Era una prueba para obligarla a elegir entre él y la Torre Blanca. Ya había tomado esa decisión una vez, pero entonces sabía que no era real.

Y esto tampoco era real, ¿verdad? Se llevó una mano a la cabeza, sintiéndose confusa.

«Ese que está ahí abajo es mi esposo —se dijo—. No. ¡No tomaré parte en este juego!»

Gritó al tiempo que encauzaba Fuego y lo lanzaba contra uno de los Sabuesos del Oscuro. La bestia estalló en llamas, pero el fuego no pareció causarle daño alguno. Nynaeve avanzó otro paso y lanzó más fuego. ¡En vano! Las bestias siguieron atacando.

Se resistió a ceder al agotamiento. Lo descartó y recobró la serenidad, el control de sí misma. Hielo. ¿Así que querían presionarla para ver qué hacía? Bien, pues, que así fuera. Buscó y absorbió una cantidad inmensa de Poder Único.

Y entonces tejió fuego compacto.

Distorsionando el aire a su alrededor, la línea de luz pura saltó entre sus dedos. Alcanzó a uno de los Sabuesos del Oscuro, dio la impresión de que pasaba a través de él y continuó hasta tocar la tierra. El paraje entero retumbó y Nynaeve se tambaleó. Lan cayó al suelo. Los Sabuesos del Oscuro saltaron sobre él.

«¡NO!», gritó Nynaeve para sus adentros, y volvió a tejer fuego compacto. Alcanzó a otra de las bestias, y después a otra. Más de esas monstruosidades aparecieron saltando por detrás de formaciones rocosas. ¿De dónde salían tantas? Nynaeve avanzó al tiempo que arremetía con el tejido prohibido.

Cada descarga provocaba temblores en la tierra, como si se quejara. El fuego compacto no debería atravesar el suelo así. Algo no iba bien.

Llegó junto a Lan, que tenía una pierna rota.

—¡Nynaeve! ¡Debes marcharte! —dijo.

Ella hizo caso omiso, se arrodilló y tejió fuego compacto cuando otro Sabueso del Oscuro apareció por detrás de los escombros. Cada vez eran más y ella se sentía tan, tan cansada que, cuando encauzaba, creía que sería la última vez que lo haría.

Pero eso no podía ser. Estando Lan en peligro no. Tejió una compleja Curación poniendo en ella hasta la última brizna de fuerza que le quedaba y le sanó la pierna. Él se incorporó con rapidez, tambaleándose, y asió la espada con el propósito de rechazar a los Sabuesos del Oscuro.

Lucharon juntos, ella con fuego compacto, él con el acero. Pero los golpes de espada se iban haciendo más desfallecidos, más torpes, y ella tardaba unos segundos más cada vez que tejía el fuego compacto. La tierra se sacudía y retumbaba, las ruinas se desplomaban en el suelo con estruendo.

—¡Lan, prepárate para huir! —dijo. ¿Qué?

Con la última pizca de fuerza, tejió fuego compacto y apuntó directamente hacia abajo, delante de ellos. La tierra se estremeció con convulsiones agónicas, casi como un ser vivo, y se resquebrajó a corta distancia; los sabuesos del Oscuro se precipitaron en la fractura. Nynaeve se desplomó y perdió contacto con el Poder Único. Estaba demasiado cansada para encauzar.

—¡Hemos de irnos! —Lan la asió por el brazo.

Ella se incorporó y le dio la mano. Juntos, corrieron cuesta arriba por la retumbante ladera. Los Sabuesos del Oscuro aullaron detrás; algunas bestias de la manada habían salvado la falla de un salto.

Nynaeve corría a más no poder, aferrada a la mano de Lan. Coronaron la colina. El suelo continuaba sacudiéndose de un modo horrible; no podía creer que la choza siguiera en pie. Lan y ella corrieron a trompicones ladera abajo, hacia la choza.

Lan trastabilló y lanzó un grito de dolor. La mano le resbaló entre los dedos de Nynaeve, que giró sobre sus talones.

Detrás de ellos, una tromba de Sabuesos del Oscuro pasó por la cima de la colina, los dientes centelleantes y soltando saliva por las fauces. Lan, desorbitados los ojos, le hizo un gesto con la mano para que se marchara.

—No. —Lo agarró por el brazo y, tirando de él, lo arrastró colina abajo. Juntos, traspasaron el umbral dando tumbos y…

… Y Nynaeve cayó a través del ter’angreal, jadeante. Se desplomó sola en el frío suelo, desnuda, temblando. Tendida allí, recordó. Todos y cada uno de los momentos horribles de la prueba. Cada traición, cada tejido frustrante. La impotencia, los gritos de los niños, las muertes de gente a la que conocía y amaba. Lloró con la cara pegada al suelo, hecha un ovillo.

El cuerpo entero le ardía de dolor. El hombro, las piernas, los brazos y la espalda todavía le sangraban. Tenía todo el cuerpo cruzado por verdugones y lleno de ampollas, y gran parte de la trenza había desaparecido, abrasada. Los mechones sueltos le cayeron sobre la cara mientras intentaba desechar el recuerdo de todo lo que había hecho.

Oyó gemidos cerca y a través de los ojos nublados vio que las Aes Sedai del círculo interrumpían los tejidos y se desplomaban. Las odiaba. Las odiaba a todas y cada una de ellas.

—¡Luz! —oyó la voz de Saerin—. ¡Que alguien la Cure!

Todo se estaba haciendo borroso y las voces, confusas. Como si llegaran de debajo del agua. Sonidos tranquilizadores…

Algo frío la traspasó de la cabeza a los pies. Jadeó y abrió los ojos de par en par a causa de la helada conmoción causada por la Curación. Rosil estaba arrodillada a su lado. Parecía preocupada.

El dolor abandonó su cuerpo, pero el agotamiento aumentó, multiplicado por diez. Y el sufrimiento interior… permaneció. Oh, Luz. Aún oía gritar a los niños.

—Bueno, parece que vivirá —dijo Saerin—. Y ahora, en nombre de la propia creación, ¿quiere explicarme alguien qué ha sido todo eso? —Se notaba que estaba furiosa—. He tomado parte en muchas pruebas, incluso en una en la que la mujer no sobrevivió. Pero jamás, en todos estos años, he visto a una mujer pasar por lo que ésta acaba de soportar.

—Había que someterla a la prueba como es debido —dijo Rubinde.

—¿Como es debido? —repitió Saerin—. En absoluto. ¡Fue total y definitivamente vengativo, Rubinde! Casi cualquiera de esas pruebas superaba con creces lo que he visto exigir a cualquier otra mujer. Debería darte vergüenza. A todas vosotras. ¡Luz, fijaos lo que le habéis hecho!

—Eso carece de importancia —manifestó con frialdad Barasine, la Roja—. No ha superado la prueba.

—¿Qué? —dijo Nynaeve con voz enronquecida.

Abrió los ojos. El ter’angreal estaba oscuro y Rosil recogía una manta y su ropa. Egwene se encontraba a un lado, ciñéndose el torso con los brazos. Mantenía el gesto sereno mientras oía lo que decían las otras. Ella no tenía voto, pero las demás sí en cuanto a si había superado la prueba o no.

—Has fallado, pequeña —dijo Barasine, poniendo énfasis en la última palabra. La mirada de la Roja era impávida—. No te comportaste con el debido decoro.

Lelaine, del Azul, asintió con la cabeza; parecía molesta por estar de acuerdo con una Roja, pero manifestó:

—Esto era para probar tu capacidad de mantener la calma como una Aes Sedai. No lo hiciste.

Las otras parecían sentirse incómodas. Se suponía que una no debía referirse a cosas específicas de una prueba. Eso lo sabía Nynaeve. Y también sabía que, casi siempre, fracasar y morir era lo mismo. Aunque tampoco le sorprendían demasiado las afirmaciones de que había fracasado, ahora que lo pensaba.

Había quebrantado las normas de la prueba. Había corrido a fin de salvar a Perrin y a los otros. Había encauzado antes de lo que habría debido hacerlo. Le costaba trabajo sentirse arrepentida. Cualquier otra emoción, de momento, quedaba anulada por el vacío de la pérdida que sentía.

—Barasine tiene razón —admitió de mala gana Seaine—. Al final, tu cólera era manifiesta, y corriste para llegar a muchas de las marcas. Y también está el asunto del tejido prohibido. Muy preocupante. No digo que deberías fracasar, pero existen irregularidades.

Nynaeve intentó incorporarse. Rosil le puso una mano en el hombro Para impedírselo, pero Nynaeve se sujetó al brazo de la mujer para ayudarse y consiguió ponerse de pie a pesar de que las piernas le temblaban. Tomó la manta y se la echó sobre los hombros, sujetándola por delante Para mantenerla cerrada. Qué agotamiento sentía.

Hice lo que tenía que hacer. ¿Quién, entre vosotras, no habría corrido si hubiera visto gente en peligro? ¿Quién, entre vosotras, se prohibiría a sí misma encauzar si viera que atacaban Engendros de la Sombra? Actué como debería haber hecho una Aes Sedai.

—Esta prueba está pensada para garantizar que una mujer es capaz de entregarse a una empresa más noble. Para ver si es capaz de no hacer caso a las distracciones del momento en aras de un bien mayor.

Nynaeve resopló con desdén.

—Completé los tejidos que se me pedían. Mantuve la concentración. Sí, perdí la serenidad, pero logré mantener la cabeza lo bastante fría para completar las tareas. No debería exigirse mantener la calma sólo porque sí, y prohibir que una corra cuando hay gente que la necesita es una necedad.

Mi objetivo en esta prueba era demostrar que merecía ser Aes Sedai. Bien, pues, puedo argumentar que las vidas de la gente que vi eran más importantes que alcanzar ese título. Si perderlo es lo que se exige por salvar la vida a alguien, y si no hay otras consecuencias, lo haría de nuevo. Siempre. Negarme a salvarlos no sería en aras de un bien mayor; sólo sería un acto de egoísmo.

A Barasine se le desorbitaron los ojos por la ira. Nynaeve se volvió para dirigirse —no sin dificultad— a un lado de la cámara con idea de sentarse en un banco y descansar. Las mujeres se reunieron y hablaron en voz baja. Egwene, todavía serena, se aproximó a ella y se sentó a su lado. Aunque se le había permitido participar en el rito y crear alguna de las experiencias que habían puesto a prueba a Nynaeve, la decisión de ascenderla dependía de las otras.

—Las has encolerizado. Y también las has desconcertado —dijo la Amyrlin.

—Dije la verdad —rezongó Nynaeve.

—Tal vez. Pero no me refería a tu exabrupto. Durante la prueba, desobedeciste las órdenes que se te dieron.

—No podía desobedecerlas, porque no recordaba que me las hubieran dado. Yo… Bueno, en realidad recordaba lo que se suponía que debía hacer, pero no las razones. —Nynaeve torció el gesto—. Por eso rompí las reglas, porque las consideré arbitrarias. No recordaba por qué se suponía que no debía correr y, en consecuencia, tener que caminar mientras veía morir a la gente; me parecía absurdo.

—Se supone que las reglas se mantienen a la fuerza, aun cuando una no las recuerde —dijo Egwene—. Y no tendrías que haber podido encauzar antes de llegar a la marca. Es algo que va implícito en la prueba.

—Entonces, ¿cómo…? —empezó Nynaeve, fruncido el entrecejo.

—Has pasado mucho tiempo en el Tel’aran’rhiod. Esta prueba… parece que funciona de manera muy semejante al Mundo de los Sueños. Lo que creamos en la mente se convierte en tu entorno. —Egwene chasqueó la lengua al tiempo que movía la cabeza—. Les advertí que esto podría ser un peligro. La práctica que tienes en el Mundo de los Sueños te capacita de forma innata para quebrantar la prueba.

Nynaeve no respondió a eso; se sentía enferma. ¿Y si fracasaba? ¿Y si la expulsaban de la Torre ahora, después de estar tan cerca de conseguirlo?

—Sin embargo, creo que las infracciones que has cometido podrían ayudarte —susurró Egwene.

—¿Qué?

—Tienes demasiada experiencia para tener que someterte a esta prueba —explicó Egwene—. En cierto modo, lo ocurrido demuestra que merecías el chal cuando te lo concedí. En especial, me gusta la forma en que utilizaste tejidos inútiles en ocasiones para atacar a los enemigos que veías.

—La parte de lucha en Dos Ríos… Ésa era tuya, ¿verdad? Las otras no conocen el pueblo lo bastante bien para recrearlo.

—A veces es posible crear visiones y situaciones basándose en la mente de la mujer que está sometiéndose a la prueba. Es una experiencia extraña, el uso de este ter’angreal. Uno que no estoy segura de entender.

—Pero la parte de Dos Ríos fuiste tú.

—Sí —admitió Egwene.

—¿Y la última con Lan?

Egwene asintió con la cabeza.

—Lo siento. Pensé que si no lo hacía, nadie lo…

—Me alegro de que lo hicieras —la interrumpió Nynaeve—. Me mostró algo.

—¿De veras?

Nynaeve asintió con la cabeza, se recostó en la pared y, sujetándose la manta para que no se le cayera, cerró los ojos.

—Comprendí que, si tenía que elegir entre ser Aes Sedai o estar con Lan, lo elegiría a él. El tratamiento que me dé la gente no cambiará nada dentro de mí. Lan, sin embargo… Es más que un título. Aún puedo encauzar, aún puedo ser yo misma, aunque nunca me convierta en Aes Sedai. Pero no volvería a ser la misma persona si lo abandonara.

De algún modo, se sintió… libre al comprender aquello y al decirlo en voz alta.

—Ruega que las otras no se den cuenta de eso —la previno Egwene—, No sería bueno para ellas determinar que antepondrías lo que fuera a la Torre.

Me pregunto si, a veces, anteponemos la Torre Blanca, como institución, a las personas a las que servimos. Me pregunto si permitimos que se convierta en una consecución en sí misma, en lugar de un medio que nos ayuda a alcanzar logros mayores.

—La devoción es importante, Nynaeve. La Torre Blanca protege y guía al mundo.

—Y, sin embargo, muchas de nosotras lo hacemos sin familias —comentó Nynaeve—. Sin amor, sin pasión más allá de nuestros intereses particulares. Así que, aun cuando intentamos guiar al mundo, nos apartamos de él. Nos exponemos a caer en la arrogancia, Egwene. Siempre damos por sentado que sabemos más que nadie, pero corremos el riesgo de acabar siendo incapaces de llegar a comprender a la gente que decimos servir.

Egwene parecía preocupada.

—No expreses esas ideas mucho, al menos no lo hagas hoy. Ya se sienten bastante frustradas contigo. Pero esta prueba ha sido brutal, Nynaeve, y lo siento. No podía demostrar favoritismo hacia ti, pero quizá debí ponerle fin. Hiciste lo que se suponía que no debías hacer, y eso las condujo a ser cada vez más severas. Vieron el daño que te hacía lo de esos niños enfermos, así que metieron más y más en la prueba. Muchas parecían considerar tus victorias como un insulto personal, una pugna de voluntades. Eso las condujo a ser duras. Incluso crueles.

—Sobreviví —dijo, con los ojos cerrados—. Y aprendí muchísimo. Sobre mí misma. Y sobre nosotras.

Deseaba ser Aes Sedai, ser aceptada como tal absoluta y verdaderamente. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Pero al final, si esas personas decidían no darle su aprobación, sabía que seguiría adelante y, de todos modos, haría lo que tuviera que hacer.

Por fin, las Asentadas —seguidas por Rosil— se acercaron. Nynaeve se puso de pie en señal de respeto.

—Tenemos que hablar sobre el tejido prohibido que utilizaste —dijo Saerin en tono grave.

—Es la única forma que conozco para destruir a los Sabuesos del Oscuro —argumentó Nynaeve—. Debía hacerlo.

—Tú no tienes derecho a decidir eso —replicó Saerin—. Lo que hiciste desestabilizó el ter’angreal. Podrías haberlo destruido, matándote a ti misma y quizás a nosotras. Queremos que jures que jamás volverás a usar ese tejido.

—No voy a jurar eso —contestó, cansada.

—¿Y si no hacerlo significa que obtengas el chal o que lo pierdas para siempre?

—Prestar un juramento así sería absurdo. Podría encontrarme en una situación en la que podría morir gente si no lo utilizara. ¡Luz! Estaré combatiendo en la Última Batalla al lado de Rand. ¿Y si me encuentro en Shayol Ghul y descubro que, sin el fuego compacto, no podría ayudar al Dragón a detener al Oscuro? ¿Querrías que tuviera que elegir entre un absurdo juramento y el destino del mundo?

—¿Crees que irás a Shayol Ghul? —preguntó Rubinde, incrédula.

—Voy a estar allí —respondió con suavidad—. Y no es una suposición. Rand me lo ha pedido, aunque también habría ido aunque no lo hubiera hecho.

Las mujeres intercambiaron una mirada, aparentemente preocupadas.

—Si vais a ascenderme, entonces tendréis que confiar en mi criterio respecto al fuego compacto. Si no confiáis en que sepa cuándo usar un tejido muy peligroso y cuándo no, entonces prefiero que no me ascendáis.

—Yo pensaría bien esa decisión —les dijo Egwene a las Asentadas—. Negarle el chal a la mujer que ayudó a limpiar la mácula del Saidin, la mujer que derrotó a Moghedien en combate, la mujer casada con el rey de Malkier, sentaría un precedente muy peligroso.

Saerin miró a las otras. Tres cabeceos de asentimientos: Yukiri, Seaine y, quién lo hubiera dicho, Romanda. Tres negaciones con la cabeza: Rubinde, Barasine, Lelaine. Sólo quedaba Saerin, lo cual le dejaba a ella el voto decisivo. La Marrón se volvió hacia ella.

—Nynaeve al’Meara, declaro que has superado esta prueba. Por poco.

A su lado, Egwene exhaló un suspiro de alivio, suave, casi inaudible. Nynaeve cayó en la cuenta de que ella misma había estado conteniendo la respiración.

—¡Se ha consumado! —dijo Rosil, que dio una fuerte palmada—. Que nadie hable de lo que ha pasado aquí. Que quede entre nosotras para compartirlo en silencio con la que lo ha experimentado. Se ha consumado. —Dio una segunda palmada.

Las mujeres asintieron en señal de conformidad, incluso las que habían votado contra Nynaeve. Nadie sabría que había estado a punto de no superarlo. Seguramente habían sacado a colación el tema del fuego compacto allí —en lugar de buscar un castigo formal— debido a la tradición de no hablar de lo ocurrido en el ter’angreal.

—Nynaeve al’Meara —añadió Rosil—, pasarás la noche en oración y contemplación por las obligaciones que cargarás a partir de mañana, cuando te pongas el chal de Aes Sedai. Se ha consumado. —Dio una tercera y última palmada.

Gracias, pero en realidad ya tengo mi chal y… —empezó Nynaeve.

Se calló al notar la mirada fulminante de Egwene; una mirada serena, pero, aun así, fulminante. Quizás ya había forzado bastante las cosas esa noche.

Y estaré encantada de seguir las costumbres —añadió, descartando la objeción que iba a hacer—. Siempre y cuando se me permita hacer una cosa muy importante. Después regresaré y cumpliré con la tradición.

Nynaeve necesitó un acceso para llegar a donde iba. No les había dicho exprofeso a las otras que tendría que salir de la Torre para solucionar ese asunto pendiente. Aunque tampoco había dicho que no lo haría.

Caminó a buen paso a través del oscuro campamento de tiendas instalado fuera del muro parcialmente construido. Era una noche oscura, con el cielo nublado, y las hogueras del campamento brillaban alrededor del perímetro. Quizá demasiadas. Los que vivían allí eran cautelosos en extremo. Por fortuna, los guardias le habían permitido entrar en el campamento sin el menor comentario; el anillo de la Gran Serpiente hacía maravillas cuando se utilizaba en los sitios adecuados. Incluso le habían dicho dónde encontrar a la mujer que buscaba.

A decir verdad, a Nynaeve le había sorprendido encontrar esas tiendas en el exterior, en lugar de dentro de los muros de la Torre Negra. A esas mujeres se las había enviado allí para vincular Asha’man, como Rand había ofrecido. Pero, según los guardias, a las enviadas de Egwene se las había hecho esperar. Los Asha’man habían dicho que «otras tenían preferencia para elegir», significara lo que significase eso. Sin duda, Egwene estaría enterada de algo más; había enviado mensajeros, ida y vuelta, a las mujeres reunidas allí, sobre todo para ponerlas sobre aviso respecto a las hermanas Negras que podría haber entre ellas. Aquellas a las que habían descubierto habían desaparecido antes de que llegaran los primeros mensajeros.

Nynaeve no tenía la mente para preguntar más detalles en ese momento. Tenía otro quehacer. Se dirigió hacia la tienda que buscaba; se sentía tan cansada por la prueba que tenía la impresión de que, en cualquier instante, se desplomaría en el suelo como si fuera un bulto de tela amarilla. Unos cuantos Guardianes pasaron caminando por el campamento a corta distancia y la observaron con expresión impasible.

La tienda ante la que se detuvo era sencilla, de color gris. Dentro brillaba una luz tenue y se veían sombras que se movían.

—Myrelle —llamó en voz alta—, quiero hablar contigo.

La sorprendió lo firme que le sonó la voz. No tenía la sensación de que le quedara mucha energía.

Las sombras se pararon y después se movieron de nuevo. Sonó el susurro de los faldones de la entrada y una cara desconcertada se asomó. Myrelle llevaba una bata azul de un tejido casi translúcido, y uno de sus Guardianes —un hombretón grande como un oso y con una poblada barba negra, al estilo illiano— estaba sentado en el suelo de la tienda, sin camisa.

—Pequeña —dijo Myrelle con aire sorprendido—, ¿qué haces aquí?

Era una belleza de tez olivácea, largo cabello negro y curvas pronunciadas. Nynaeve tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano a la trenza; ahora era demasiado corta para tirar de ella. Iba a costarle muchísimo acostumbrarse a eso.

—Tienes algo que me pertenece —dijo.

—Hummm… Eso es discutible, pequeña. —Myrelle frunció el entrecejo.

—He sido ascendida hoy —dijo—. Como es debido. Pasé la prueba. Ahora somos iguales, Myrelle.

Se abstuvo de añadir la segunda parte: que ella era la más fuerte de las dos y, en consecuencia, en realidad no eran iguales.

—Vuelve mañana. Ahora estoy ocupada —dijo la Verde.

Hizo intención de volver dentro de la tienda, pero Nynaeve la asió por el brazo.

—Nunca te he dado las gracias —dijo, aunque tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para pronunciar esas palabras—. Lo hago ahora. El vive por lo que hiciste. Eso lo entiendo ahora. Sin embargo, Myrelle, no es el mejor momento para presionarme. Hoy he visto morir a gente que quería, me he visto obligada a abandonar niños a un tormento en vida. Me han quemado, flagelado y torturado.

Te juro, mujer, que si no me pasas el vínculo de Lan en este mismísimo instante, entraré en esa tienda y te enseñaré el significado de la palabra obediencia. No me provoques. Por la mañana, prestaré los Tres Juramentos, pero estoy libre de ellos durante toda una noche más.

Myrelle se quedó inmóvil. Después suspiró y salió de la tienda.

—Que así sea —accedió.

Cerró los ojos, tejió Energía y dirigió los tejidos al interior de Nynaeve.

La sensación fue como si le metiera a empujones un objeto sólido en el cerebro. Dio un respingo y todo giró a su alrededor.

Myrelle se dio la vuelta y entró de nuevo en la tienda. Nynaeve se deslizó hacia abajo hasta sentarse en el suelo. Algo florecía dentro de su mente. Una percepción. Bella, maravillosa.

Era él. Y estaba vivo.

«Luz bendita. Gracias», pensó, con los ojos cerrados.

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