Egwene flotaba en la oscuridad. Era incorpórea, no tenía sustancia ni forma física. Los pensamientos, las fantasías, las preocupaciones, las esperanzas y las ideas de todo el mundo se extendían en la eternidad a su alrededor.
Aquél era el lugar existente entre los sueños y el mundo de vigilia, una negrura plagada de millares y millares de puntos luminosos, singulares e inconfundibles, todos y cada uno de ellos más enfocados e intensos que las estrellas del cielo. Eran sueños y Egwene sabía cómo entrar en ellos, pero no lo hizo. Los que querría ver estaban protegidos, y casi todos los demás eran enigmas para ella.
Había uno en el que anhelaba meterse. Se contuvo. Aunque sus sentimientos por Gawyn seguían siendo muy intensos, en los últimos días se había empañado la opinión que tenía de él. Perderse en sus sueños no sería una ayuda.
Se volvió para examinar el espacio en derredor. De un tiempo a esta parte, había tomado por costumbre ir allí para pensar mientras flotaba. Los sueños de todo el mundo en aquel lugar —algunos de su mundo, otros de reflejos de él— le recordaban por qué luchaba. Nunca debía olvidar que había todo un mundo al otro lado de los muros de la Torre Blanca, y que el propósito de las Aes Sedai era servir a ese mundo.
El tiempo pasó mientras yacía bañada por la luz de los sueños. Por fin, ejerció la voluntad de moverse y localizó un sueño que identificó, aunque no estaba segura de cómo lo había hecho. El sueño se deslizó hacia ella y ocupó su campo visual.
Presionó con la voluntad contra el sueño y envió un pensamiento hacia el interior.
Nynaeve, va siendo hora de que dejes de esquivarme. Tenemos cosas que hacer y he de darte algunas noticias. Reúnete conmigo dentro de dos noches en la Antecámara de la Torre. Si no vas, me veré obligada a tomar medidas. Tu empeño en darme largas es un peligro para todos.
Dio la impresión de que el sueño se estremecía, y Egwene se retiró al mismo tiempo que desaparecía el punto de luz. Ya había hablado con Elayne. Esas dos actuaban un poco por libre; era preciso ascenderlas al chal como era debido, con la aplicación de los Juramentos.
Aparte de eso, Egwene necesitaba que Nynaeve le diera información. Con suerte, la amenaza junto con la promesa de noticias la harían acudir a la cita. Y eran noticias importantes: la Torre Blanca reunificada por fin; la Sede Amyrlin afianzada; Elaida capturada por los seanchan.
Los puntos luminosos de los sueños se movían a gran velocidad alrededor de Egwene, que se planteó la posibilidad de entrar en contacto con las Sabias, pero por último decidió no hacerlo. ¿Cómo debería abordarlas? Ante todo, debía evitar que pensaran que las estaba «encarrilando». Todavía no tenía decidido su plan para ellas.
Se deslizó de vuelta al cuerpo, satisfecha de pasar el resto de la noche en sus propios sueños. Ahí no podía impedir que le llegaran pensamientos de Gawyn, aunque lo cierto era que tampoco quería evitarlo. Entró en su sueño y en el abrazo del hombre. Se encontraban en un cuarto pequeño, con paredes de piedra, semejante a su estudio de la Torre, sólo que la decoración era como la sala común de la posada de su padre. Gawyn estaba vestido con la tosca ropa de paño de Dos Ríos y no llevaba espada. Una vida más sencilla. Una vida que ya no era para ella, pero bien podía soñar…
De pronto, todo se sacudió y dio la impresión de que la habitación del pasado y el presente se despedazaba, se evaporaba en humo arremolinado. Dando un respingo, Egwene retrocedió mientras Gawyn se deshacía como si fuera de arena. A su alrededor, todo era polvo; trece torres negras se erguían a lo lejos bajo un cielo con apariencia de alquitrán.
Una se derrumbó, seguida de otra, y se hicieron añicos en el suelo. Al mismo tiempo, las que quedaban se volvieron más y más altas. El suelo tembló al desplomarse más torres. Otra se sacudió y se resquebrajó; empezó a desmoronarse hasta casi venirse abajo, pero entonces se recompuso y se elevó hasta ser más alta que todas las demás.
Al acabar el terremoto quedaban seis torres que se alzaban imponentes ante ella. Egwene había caído al suelo, que se había transformado en tierra blanda cubierta de hojas marchitas. La visión cambió. Ahora miraba desde arriba a un nido en el que un grupo de aguiluchos chillaba al cielo llamando a su madre. Uno de los aguiluchos se «desenroscó» y quedó patente que no era un águila en absoluto, sino una serpiente. Atacó a los pollos de uno en uno y fue tragándoselos enteros. Los aguiluchos seguían mirando el cielo con fijeza y haciendo como si la serpiente fuera su hermano mientras ésta los devoraba.
La visión cambió. Vio una esfera enorme hecha del cristal más delicado. Resplandecía con la luz de veintitrés estrellas enormes que brillaban sobre ella, en la oscura cima donde se encontraba. La esfera tenía fisuras, pero unas cuerdas la mantenían unida.
Allí estaba Rand; subía ladera arriba, con un hacha de leñador en la mano. Al llegar arriba enarboló el hacha y cortó las cuerdas de una en una, soltándolas. Al partirse la última, la esfera empezó a resquebrajarse hasta que el hermoso objeto se partió en pedazos. Rand meneó la cabeza.
Egwene dio un grito ahogado, se despertó y se sentó en la cama. Se hallaba en sus aposentos de la Torre Blanca. El dormitorio estaba casi vacío, ya que había mandado sacar las pertenencias de Elaida, pero todavía no habían acabado de amueblarlo. Sólo tenía un palanganero, una alfombra gruesa y tupida de fibra marrón, y un lecho con columnas y colgaduras. Las contraventanas estaban cerradas, y la luz del sol se colaba por las rendijas.
Inhaló y exhaló varias veces. Rara vez tenía sueños que la alteraran tanto como había ocurrido con éste.
Tras calmarse un poco, bajó la mano por el costado de la cama y recogió un libro encuadernado en cuero que guardaba allí por costumbre a fin de poder anotar los sueños que tenía. De los de esa noche, el de en medio era el más claro para ella. Podría decirse que «sentía» su significado y lo interpretaba como hacía a veces. La serpiente era uno de los Renegados, una mujer oculta en la Torre Blanca que se hacía pasar por Aes Sedai. Egwene ya sospechaba que tal era la situación, y Verin le había dicho que ella creía que era así.
Mesaana seguía en la Torre Blanca, pero ¿cómo había conseguido pasar por una Aes Sedai? Todas las hermanas habían repetido los Juramentos. Por lo visto, Mesaana sabía cómo vencer la esencia de la Vara Juratoria. Mientras anotaba con minuciosidad los sueños, Egwene evocó las imponentes torres que amenazaban con destruirla y supo también parte del significado de ese sueño.
Si no daba con Mesaana y la detenía, algo terrible iba a pasar. Podía ser la caída de la Torre Blanca; quizá la victoria del Oscuro. Los Sueños no eran como las Predicciones: no mostraban lo que pasaría, sino lo que podía pasar.
«Luz, como si no tuviera ya bastantes preocupaciones», pensó al acabar las anotaciones.
Se levantó para llamar a sus doncellas, pero un toque de nudillos en la puerta se le adelantó. Llevada por la curiosidad, cruzó el cuarto a través de la gruesa alfombra —vestida sólo con el camisón— y abrió la puerta una rendija suficiente para ver a Silviana de pie en la antecámara. De rostro cuadrado y vestida de rojo, la mujer llevaba el pelo recogido en un moño alto, como tenía por costumbre, y la estola roja de Guardiana echada sobre los hombros.
—Madre, os pido disculpas por despertaros —dijo.
—No estaba dormida. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—Está aquí, madre. En la Torre Blanca.
—¿Quién?
—El Dragón Renacido. Quiere veros.
—Vaya, esto es un guiso de pescador hecho sólo con cabezas —sentenció Siuan mientras caminaba con paso majestuoso por un pasillo de la Torre Blanca—. ¿Cómo ha logrado pasar por la ciudad sin que nadie lo viera?
El mayor Chubai se encogió como si hubiera recibido un puñetazo.
«Hace bien en encogerse», pensó Siuan.
El hombre de pelo negro azabache vestía el uniforme de la Guardia de la Torre: tabardo blanco sobre la cota, adornado con la llama de Tar Valon. Caminaba con la mano en la empuñadura de la espada. Había corrido el rumor de que quizá sería reemplazado en el puesto de mayor ahora que Bryne se encontraba en Tar Valon, pero Egwene, siguiendo el consejo de Siuan, no lo había hecho. Bryne no quería ocupar ese cargo, aparte de que lo necesitarían como general de campo en la Última Batalla.
Bryne se encontraba fuera, con sus hombres; localizar alojamiento y víveres para cincuenta mil hombres estaba resultando una tarea que rayaba en lo imposible. Siuan le había mandado aviso y ahora lo sentía cada vez más cerca. Aunque fuera más seco que un puñado de yesca, Siuan sabía que habría sido estupendo tener cerca la firmeza del hombre en ese momento. ¿El Dragón Renacido? ¿Dentro de Tar Valon?
—No es tan sorprendente que haya llegado tan lejos, Siuan —intervino Saerin.
La Marrón de tez olivácea se encontraba con Siuan cuando vieron al capitán pasar corriendo con el rostro demudado. Saerin tenía canas en las sienes, lo cual —para una Aes Sedai— daba la medida de su edad; una cicatriz le cruzaba una mejilla, aunque Siuan había sido incapaz de sonsacarle qué la había causado.
Cientos de refugiados entran a raudales en la ciudad todos los días, y a cualquier hombre que demuestre la más mínima predisposición a la lucha lo mandan a reclutarse en la Guardia de la Torre —continuó Saerin—. No es pues de extrañar que nadie haya detenido a al’Thor.
Chubai asintió con la cabeza a lo dicho por la Marrón.
—Se había plantado en la Puerta del Ocaso antes de que alguien le hiciera preguntas. Y entonces lo que hizo fue… En fin, dijo que era el Dragón Renacido y que deseaba ver a la Amyrlin. No gritó, ni nada por el estilo. Habló con la calma de una lluvia primaveral.
Los pasillos de la Torre estaban muy transitados, aunque daba la impresión de que la mayoría de las mujeres no sabían qué deberían hacer e iban al buen tuntún de aquí para allá con precipitación, como peces dentro de una red.
«Déjate de tonterías —se exhortó Siuan—. Ha entrado en la sede de nuestro poder. Es él quien está atrapado en una red».
—¿Qué juego crees que se trae entre manos? —preguntó Saerin.
—Que me aspen si lo sé. A estas alturas debe de haber perdido el juicio. Quizás está asustado y ha venido a entregarse de forma voluntaria.
—Lo dudo.
—Yo también —reconoció Siuan a regañadientes.
Durante los últimos días había descubierto —para su sorpresa— que Saerin le caía bien. Como Amyrlin, Siuan no había tenido tiempo para entablar amistades; había sido demasiado importante fomentar la rivalidad entre los Ajahs. Había considerado a Saerin obstinada e irritante. Ahora que no se daban topetazos tan a menudo, esas peculiaridades le resultaban atrayentes.
—Quizá se ha enterado de que Elaida no está y pensó que se encontraría a salvo aquí, con una vieja amiga sentada en la Sede —sugirió Siuan.
—Eso no encaja con lo que he oído contar del chico. Los informes lo tildan de receloso y mudable, con un carácter autoritario y un gran empeño en evitar a las Aes Sedai.
Era lo mismo que Siuan había oído decir, aunque habían pasado dos años desde que había visto al chico. De hecho, la última vez que había estado ante ella, aún era la Amyrlin y él un simple pastor. Casi todo lo que sabía sobre él a partir de entonces le había llegado a través de los informadores del Ajah Azul. Se necesitaba mucha habilidad para separar lo que era pura conjetura de lo que era verdad, pero casi todos coincidían en que al’Thor era temperamental, desconfiado, arrogante.
«¡Así la Luz abrase a Elaida! De no haber sido por ella, hace mucho tiempo que lo tendríamos a salvo, custodiado por las Aes Sedai».
Bajaron tres rampas espirales y entraron en otro pasillo de paredes blancas que conducía hacia la Antecámara de la Torre. Si la Amyrlin iba a recibir al Dragón Renacido, lo haría allí. Tras doblar en otras dos esquinas y dejar atrás lámparas de pie con espejos y señoriales tapices, entraron en un último corredor y se pararon en seco.
Las baldosas eran rojas como la sangre. Eso no era correcto. Las de allí deberían ser blancas y amarillas. Estas brillaban, como si estuvieran húmedas.
Chubai inhaló con brusquedad y llevó la mano hacia la empuñadura de la espada. Saerin enarcó una ceja. Siuan estuvo tentada de salir disparada como una flecha corredor adelante, pero los sitios donde la mano del Oscuro tocaba el mundo podían ser peligrosos. Cabía la posibilidad de que se encontrara de pronto hundiéndose a través del suelo o siendo el blanco del ataque de unos tapices.
Las dos Aes Sedai dieron media vuelta y regresaron por donde habían llegado. Chubai se demoró un instante, pero después fue deprisa en pos de ellas. La tensión se reflejaba con claridad en el rostro del mayor. Primero los seanchan, y ahora el Dragón Renacido en persona, aparecían en la Torre para atacarla durante su turno de servicio.
Mientras recorrían los pasillos, se encontraron con otras hermanas que iban en la misma dirección. La mayoría llevaba puesto el chal. Uno podría argumentar que se debía a la noticia del día, pero lo cierto era que muchas seguían desconfiando de los otros Ajahs. Una razón más para maldecir a Elaida. Egwene había trabajado de firme para reconstruir la Torre, pero uno no podía recomponer en un mes los desperfectos de años en unas redes rotas.
Por fin llegaron a la Antesala de la Torre. Las hermanas se apelotonaban en el ancho corredor, separadas por Ajahs. Chubai se acercó con premura a los guardias apostados en la puerta para hablar con ellos, y Saerin entró en la Antesala propiamente dicha, donde esperaría con las otras Asentadas. Siuan permaneció de pie fuera, junto a las demás docenas de hermanas.
Las cosas estaban cambiando. Egwene tenía una nueva Guardiana para reemplazar a Sheriam. La elección de Silviana había sido un gran acierto; la mujer tenía fama de sensata —para ser Roja—, y elegirla había contribuido a que las dos mitades de la Torre se fusionaran de nuevo. Aun así, Siuan había albergado una mínima esperanza de ser ella la elegida. Egwene tenía tantas ocupaciones ahora —y estaba demostrando ser tan competente sin la ayuda de nadie— que cada vez contaba menos con ella.
Eso era una gran cosa. Pero al mismo tiempo resultaba exasperante.
Los familiares corredores, el olor a pisos recién fregados, el eco de pisadas… La última vez que había estado allí, mandaba ella. Ya no.
No tenía interés en ascender de nuevo a una posición preeminente. Se les echaba encima la Última Batalla, y no quería dedicar el tiempo a resolver las disputas del Ajah Azul conforme las hermanas se reincorporaban a la Torre. Quería encargarse de lo que se había propuesto hacer tantos años atrás, con Moraine: guiar al Dragón Renacido a la Última Batalla.
A través del vínculo percibió la proximidad de Bryne antes de que le llegara su voz.
—Vaya, tienes cara de preocupación —le oyó decir por encima de los susurros de docenas de conversaciones mientras se acercaba por detrás.
Siuan se volvió hacia él. Era un hombre de porte majestuoso y extraordinariamente sosegado, sobre todo si se tenía en cuenta que Morgase Trakand lo había traicionado y que después se había visto envuelto en la política Aes Sedai, para ser informado a continuación de que iba a dirigir sus tropas en primera línea durante la Última Batalla. Pero así era Bryne. Dueño de sí hasta la exageración. El mero hecho de que el hombre se encontrara allí hizo que se sintiera menos preocupada.
—No creía que pudieras venir tan deprisa —dijo Siuan—. Y no tengo «cara de preocupación», Gareth Bryne. Soy Aes Sedai. Está en mi naturaleza controlarme a mí misma y controlar lo que me rodea.
—Sí. No obstante, cuanto más tiempo paso cerca de las Aes Sedai, más me lo cuestiono. ¿Tienen controladas las emociones? ¿O es que esas emociones no cambian nunca? Si uno está preocupado siempre, tendrá la misma expresión siempre.
Siuan le asestó una mirada intensa.
—Mentecato.
El sonrió y se volvió para mirar el pasillo lleno de Aes Sedai y de Guardianes.
—Venía hacia la Torre con un informe cuando el mensajero me encontró. Gracias.
—No hay de qué —respondió Siuan con no poca aspereza.
—Están nerviosas. Creo que nunca he visto así a las Aes Sedai.
—Es comprensible, ¿no? —espetó ella.
Él la miró y a continuación le puso una mano en el hombro. Los dedos fuertes y encallecidos le rozaron el cuello.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bryne.
Siuan respiró hondo y desvió la vista hacia Egwene, que por fin había llegado y se dirigía a la Antecámara, enfrascada en una conversación con Silviana. Como era habitual, el sombrío Gawyn Trakand iba detrás como una sombra distante. Sin ser tomado en cuenta por Egwene, sin haberlo vinculado como su Guardián y, aun así, sin haberlo expulsado tampoco de la Torre. Desde la reunificación, se había pasado todas las noches guardando la puerta de Egwene, a pesar de que ese hecho despertaba la cólera de ésta.
Conforme Egwene caminaba hacia las puertas de la Antecámara, las hermanas se retiraban hacia atrás para abrirle paso, algunas de mala gana y otras con actitud reverente. Había puesto a la Torre de rodillas desde dentro, mientras recibía palizas a diario y la atiborraban con tanta horcaria que casi no podía encender una vela con el Poder. Tan joven. Con todo, ¿qué significaba la edad para una Aes Sedai?
—Siempre pensé que sería yo la que estaría ahí —musitó Siuan para que sólo la oyera Bryne—. Yo la que lo recibiría y lo guiaría. Yo la que habría tenido que sentarse en esa silla.
Los dedos de Bryne apretaron un poco más fuerte.
—Siuan, yo…
—Oh, no seas así —gruñó al tiempo que lo miraba—. No me arrepiento de nada.
El hombre frunció el entrecejo.
—Ha sido para bien —dijo Siuan, aunque admitirlo hacía que se le retorcieran las entrañas—. A pesar de su tiranía y estupidez, fue beneficioso que Elaida me destituyera, porque esa maniobra nos condujo a Egwene. Ella lo hará mejor de lo que yo lo habría hecho. Cuesta aceptarlo, sí… Realicé un buen trabajo como Amyrlin, pero no habría sido capaz de llevar a cabo lo que ella ha logrado. Dirigir por inspirar respeto, en lugar de por la fuerza. Unir en lugar de dividir. Y por ello me alegro de que sea Egwene quien lo recibe.
Bryne sonrió y le apretó el hombro con cariño.
—¿Qué? —preguntó Siuan.
—Estoy orgulloso de ti.
Ella puso los ojos en blanco.
—Bah. Tu sentimentalismo va a hacer que me ahogue un día de éstos.
—No puedes ocultarme tu bondad, Siuan Sanche. Veo tu corazón.
—Eres un bufón de primera.
—Aun así. Tú nos trajiste hasta aquí, Siuan. Por muy alto que llegue esa joven, lo hará porque tú labraste los escalones para ella.
—Sí, y después le pasé el cincel a Elaida.
Siuan desvió los ojos hacia Egwene, que había cruzado el umbral de la Antecámara. La joven Amyrlin miró a las mujeres reunidas fuera y saludó a Siuan con una leve inclinación de cabeza. Puede que incluso con un poco de respeto.
—Ella es lo que necesitamos ahora, pero tú eres lo que necesitábamos entonces. Lo hiciste bien, Siuan. Ella lo sabe y la Torre lo sabe —dijo Bryne.
Ese era el tipo de cosas que a una le gustaba oír y la hacían sentirse bien.
En fin, ¿lo has visto cuando entraste? —preguntó a Bryne.
Sí. Espera abajo, vigilado al menos por un centenar de guardianes y veintiséis hermanas, dos círculos completos. Sin duda, debe de estar escudado, pero las veintiséis mujeres parecían a punto de ser presas del pánico. Nadie se atreve a tocarlo ni amarrarlo.
—Mientras esté escudado, eso da igual. ¿Parecía asustado? ¿Altanero? ¿Furioso?
—Ninguna de esas cosas.
—Pues, entonces, ¿qué aspecto tenía?
—¿De verdad, Siuan? Su aspecto era como el de una Aes Sedai.
Siuan cerró la boca de golpe. ¿Le estaba tomando el pelo otra vez? No, Bryne parecía serio. Entonces, ¿a qué se refería?
Egwene entró en la Antecámara, y un instante después una novicia vestida de blanco salió corriendo a pasos cortos, seguida de dos soldados de Chubai. Egwene había mandado llamar al Dragón. Parado en el pasillo, justo detrás de Siuan, Bryne no le quitó la mano del hombro, y ella hizo un esfuerzo para mantener la calma.
Por fin, vio movimiento al final del pasillo. A su alrededor, las hermanas empezaron a irradiar el brillo del Saidar cuando abrazaron la Fuente. Siuan se resistió a caer en esa muestra de inseguridad.
Poco después se acercó una comitiva de Guardianes que caminaban en una formación cuadrada alrededor de una figura alta, vestida con un desgastado chaquetón marrón, y veintiséis Aes Sedai cerrando la marcha. La figura situada dentro de la formación resplandecía a los ojos de Siuan; tenía el Talento de ver a los ta’veren, y al’Thor era uno de los más poderosos de cuantos habían existido.
Se exhortó a hacer caso omiso del brillo para mirar a al’Thor en sí. Al parecer, el muchacho se había convertido en un hombre. Cualquier indicio de la suavidad juvenil había desaparecido, reemplazado por los rasgos endurecidos. Había perdido la postura inclinada, con los hombros hundidos, que muchos jóvenes adoptaban de forma inconsciente, sobre todo los que eran altos. En cambio, asumía de buena gana su altura, como haría un hombre, y caminaba con un porte que infundía respeto. Siuan había visto falsos Dragones durante sus años como Amyrlin. Curioso, lo mucho que este hombre debería parecerse a ellos. Era…
Se quedó paralizada al mirarlo a los ojos. Había algo indefinible en ellos, como un peso, una edad. Como si el hombre que había tras ellos viera a través de la luz de un millar de vidas combinadas en una. Y claro que tenía un rostro semejante al de una Aes Sedai. Al menos, esos ojos eran ajenos al transcurso del tiempo.
El Dragón Renacido alzó la mano derecha —el brazo izquierdo lo llevaba doblado a la espalda— e hizo que la comitiva se parara.
—Si hacéis el favor —dijo a los Guardianes mientras pasaba entre ellos.
Los Guardianes, pasmados, lo dejaron pasar; la suave voz del Dragón hizo que se apartaran. Tendrían que haber comprendido que ocurriría algo así. Al’Thor caminó en dirección a Siuan, y ella se armó de valor. No iba armado y estaba escudado. No podía hacerle daño. Aun así, Bryne se adelantó para ponerse junto a ella y bajó la mano hacia la espada.
—Paz, Gareth Bryne —lo tranquilizó al’Thor—. No haré daño a nadie. Presumo que habéis dejado que os vincule. Qué curioso. A Elayne le interesará esto. Y vos, Siuan Sanche, habéis cambiado desde la última vez que nos vimos.
—Los cambios nos llegan a todos mientras gira la Rueda.
—Una respuesta Aes Sedai donde las haya. —al’Thor sonrió. Era una sonrisa relajada, suave, y eso la sorprendió—. Me pregunto si alguna vez me acostumbraré a esos cambios. Una vez os hirió una flecha disparada contra mí. ¿Os di las gracias?
—Que yo recuerde, no lo hice de forma intencionada —respondió con sequedad.
—Os lo agradezco, de cualquier modo. —Se volvió hacia las puertas de la Antecámara de la Torre—. ¿Qué clase de Amyrlin es?
«¿Por qué me lo pregunta a mí?» Era imposible que supiera la familiaridad que había habido entre Egwene y ella.
—Una Amyrlin increíble —respondió—. Una de las más grandes que ha habido a pesar de que lleva en el puesto muy poco tiempo.
—No habría esperado menos de ella —respondió el Dragón con otra sonrisa—. Qué extraño. Presiento que verla de nuevo será doloroso, aunque ésa es una herida que ha sanado bien y por completo. Será que todavía recuerdo el dolor de entonces, supongo.
¡Luz, este hombre estaba poniendo pasta arriba todas sus expectativas! La Torre Blanca era un sitio que debería poner nervioso a cualquier hombre capaz de encauzar, fuera o no fuese el Dragón Renacido. Pero él no daba muestras de estar preocupado lo más mínimo.
Siuan abrió la boca para hablar, pero la interrumpió una Aes Sedai que se abrió paso entre el grupo a empujones. ¿Tiana?
La mujer sacó algo que llevaba guardado en la manga y se lo tendió a Rand: una carta pequeña lacrada con un sello rojo.
—Es para vos —dijo.
La voz le sonaba tensa y los dedos le temblaban, aunque era un temblor tan leve que habría pasado inadvertido para la mayoría de la gente. Sin embargo, Siuan había aprendido a buscar señales de emociones en las Aes Sedai.
al’Thor enarcó una ceja y después alargó la mano y aceptó la carta.
—¿Qué es? —preguntó.
Prometí que la entregaría. Habría rehusado, pero jamás imaginé que vendríais de verdad a… Me refiero… —La mujer cerró la boca sin acabar de terminar la frase, tras lo cual se metió de nuevo entre la multitud.
al’Thor se guardó la nota en el bolsillo, sin leerla.
—Haced todo lo posible para tranquilizar a Egwene cuando me haya marchado —le pidió a Siuan.
A continuación, respiró hondo y echó a andar haciendo caso omiso de los Guardianes. Estos se apresuraron a ir tras él con aire avergonzado, pero nadie se atrevió a tocarlo cuando cruzó las puertas y entró en la Antesala de la Torre.
El vello de los brazos se le puso de punta a Egwene cuando Rand entró en la sala, solo. Fuera, las Aes Sedai se apiñaron en el umbral intentando aparentar que no estaban aturdidas. Silviana miró a Egwene. ¿Debería declararse esta reunión sellada para la Antecámara?
«No. Han de verme plantándole cara —pensó Egwene—. Luz, pero es que no me siento preparada para esto».
Era inevitable, así que se armó de valor mientras repetía para sus adentros las mismas palabras que había repasado durante toda la mañana. Ése no era Rand al’Thor, el amigo de su infancia, el hombre con el que había pensado que se casaría algún día. Con Rand al’Thor podía mostrarse indulgente, pero la indulgencia en este caso podría desembocar en el fin del mundo.
No. Ese hombre era el Dragón Renacido. El hombre más peligroso que jamás había visto este mundo. Alto, mucho más seguro de sí mismo de como ella lo recordaba. Vestía ropa sencilla.
El se encaminó directamente al centro de la antesala, con su escolta de Guardianes quedándose atrás. Se paró sobre la Llama del suelo, rodeado de Asentadas que ocupaban sus bancos.
—Egwene —saludó Rand de forma que la voz resonó en la cámara, e hizo una ligera inclinación de cabeza, como en señal de respeto—. Has cumplido con tu parte, por lo que veo. Te sienta bien la estola de Amyrlin.
Después de lo que había oído contar sobre Rand recientemente, no había esperado que actuara con tanta calma. Quizás era la tranquilidad del delincuente que por fin se daba por vencido.
¿Era así como pensaba en él? ¿Como en un delincuente? Había llevado a cabo cosas que, sin lugar a dudas, tenían toda la apariencia de ser transgresiones: había destruido, había conquistado. La última vez que había pasado cierto tiempo con él, había sido en el viaje por el Yermo de Aiel. Se había convertido en un hombre duro a lo largo de esos meses, y aún veía en él esa dureza. Pero había algo más, algo más profundo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó por fin Egwene mientras se echaba hacia adelante en el solio de la Sede.
—Estaba roto —contestó Rand, que cruzó las manos a la espalda—. Y entonces, cosa sorprendente, me rehíce. Creo que casi me atrapó, Egwene. Fue Cadsuane quien me empujó a hacer esa recomposición, aunque por casualidad. Con todo, tendré que derogar su exilio, imagino.
Hablaba en un tono deferente, con una formalidad ceremoniosa que a Egwene le resultaba nueva. En otro hombre, lo habría atribuido a la educación cultivada que recibiría alguien criado en un ambiente refinado. Pero no era así en el caso de Rand. ¿Habrían logrado instruirlo con tanta rapidez unos tutores?
—¿Por qué acudes ante la Sede Amyrlin? —preguntó—. ¿Vienes a hacer una petición o vienes a ponerte en manos de la Torre Blanca para acogerte a su custodia?
Él la observó, todavía con las manos a la espalda. Justo detrás de él, trece hermanas entraron en silencio en la Antecámara, envueltas en el brillo del Saidar con el que mantenían el escudo de Rand.
A éste no pareció importarle el movimiento de las mujeres. Examinó la sala y contempló a varias Asentadas. La mirada se le demoró en los asientos de las Rojas, dos de los cuales se hallaban vacíos. Pevara y Javindhra no habían vuelto todavía de su misión desconocida. Sólo Barasine, recién elegida para reemplazar a Duhara, se hallaba presente. El hecho de que la Roja le sostuviera la mirada con sosiego dijo mucho en su favor.
—Antes os odiaba —dijo Rand mientras se volvía hacia Egwene—. He experimentado un cúmulo de emociones en los últimos meses. Da la impresión de que, desde el instante en que Moraine apareció en Dos Ríos, he estado debatiéndome para eludir los hilos de control de las Aes Sedai. Sin embargo, he permitido que otros hilos, mucho más peligrosos, se enroscaran a mi alrededor, invisibles.
Se me ocurre que quizá lo he intentado con excesivo empeño. Me inquietaba pensar que, si os prestaba oídos, me controlaríais. No era un deseo de independencia lo que me impulsaba a actuar así, sino un temor a la irrelevancia. Un temor a que las acciones que llevara a cabo serían vuestras, no mías. —Dudó antes de continuar—. Debería haber deseado disponer de tan conveniente montón de espaldas en las que descargar la responsabilidad de mis actos.
Egwene arrugó la frente. ¿El Dragón Renacido había acudido a la Torre Blanca a entablar una insustancial charla filosófica? Quizá se había vuelto loco.
—Rand, voy a hacer que algunas hermanas hablen contigo para decidir si te… pasa algo —dijo, empleando una voz muy suave—. Intenta entenderlo, por favor.
Cuando supieran más sobre su estado, podrían decidir qué hacer con él. El Dragón Renacido necesitaba libertad para cumplir lo que se decía en las profecías, pero ¿iban a dejar que se marchara, sin más, ahora que lo tenían?
Rand sonrió.
—Oh, lo entiendo, Egwene, lo entiendo. Y siento llevarte la contraria, pero tengo muchas cosas que hacer. Hay gente que se muere de hambre por mi culpa, otros viven aterrados por lo que he hecho y un amigo cabalga solo hacia la muerte, sin aliados. Queda muy poco tiempo para hacer todo lo que debe hacerse.
—Rand, tenemos que estar seguras.
El asintió con la cabeza, como si lo comprendiera.
—Eso es lo que lamento. No quería venir a tu centro de poder, que con tanto acierto has alcanzado, y desafiarte. Pero va a ser imposible evitarlo. Debes saber qué planes tengo para que puedas prepararte.
La última vez que intenté sellar la Brecha, me vi obligado a hacerlo sin la ayuda de mujeres encauzadoras. Eso es parte de lo que nos condujo al desastre, aunque tal vez fueron sensatas al negarme su fuerza. En fin, la culpa ha de repartirse de forma equitativa, pero no cometeré los mismos errores por segunda vez. Creo que los dos, Saidin y Saidar, deben utilizarse. Aún no tengo todas las respuestas.
Egwene se echó hacia adelante y lo escrutó. No parecía haber indicios de locura en los ojos. Ella los conocía bien. Conocía a Rand.
«Luz, me estoy equivocando. No puedo pensar en él sólo como el Dragón Renacido. Estoy aquí por alguna razón. El está aquí por alguna razón. Para mí ha de ser Rand, porque en Rand se puede confiar, mientras que al Dragón Renacido hay que temerlo».
—¿Cuál de ellos eres? —musitó, sin ser consciente, pero él la oyó.
—Los dos, Egwene. Lo recuerdo. A Lews Therin. Puedo ver toda su vida, cada instante desesperado. Lo veo como un sueño, pero no borroso, sino con claridad. Mi propio sueño. Es parte de mí.
Las palabras eran las de un demente, pero Rand hablaba sin que se le alterase la voz. Lo miró y recordó al joven que había sido. Al muchacho serio. No solemne como Perrin, pero tampoco alocado como Mat. Íntegro, honesto. El tipo de hombre al que uno puede confiar cualquier cosa.
Incluso el destino del mundo.
—Dentro de un mes —empezó a decir Rand en ese momento— viajaré a Shayol Ghul y romperé los sellos que quedan de la prisión del Oscuro. Quiero vuestra ayuda.
¿Romper los sellos? Vio la visión de su sueño, a Rand cortando las cuerdas que mantenían en una pieza la esfera cristalina.
—Rand, no —dijo.
—Os necesitaré, a todas vosotras —continuó él—. Quiera la Luz que esta vez me deis vuestro apoyo. Quiero que os reunáis conmigo el día antes de partir hacia Shayol Ghul. Y entonces… En fin, entonces discutiremos mis condiciones.
—¿Tus condiciones?
—Ya verás —contestó Rand, que hizo ademán de dar la vuelta para marcharse.
—¡Rand al’Thor! —llamó Egwene al tiempo que se levantaba—. ¡No te atrevas a darle la espalda a la Sede Amyrlin!
Él se quedó inmóvil y luego se volvió hacia ella.
—No puedes romper los sellos —dijo Egwene—. Te arriesgarías a dejar libre al Oscuro.
—Es un riesgo que debemos correr. Hay que limpiar los escombros. La Brecha ha de abrirse por completo otra vez antes de poder sellarla.
—Tenemos que hablar de esto. Hacer planes —sugirió ella.
—Por eso vine a verte. Para dejar que los hicieras.
Su expresión parecía divertida. ¡Luz! Volvió a sentarse, furiosa. Esa tozudez suya era igual que la de su padre.
—Hay cosas de las que hemos de hablar, Rand. No sólo de esto, sino de otros asuntos… Y el de las hermanas que tus hombres han vinculado no es el menos importante de ellos.
—Hablaremos de eso la próxima vez que nos reunamos.
Egwene lo miró ceñuda.
—Y eso es todo de momento. —Rand le hizo una reverencia tan, tan mínima, que más parecía un ligero asentimiento con la cabeza—. Egwene al’Vere, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, ¿tengo tu permiso para retirarme?
Lo preguntó con tanta amabilidad que Egwene no sabía si se burlaba de ella o no. Lo miró a los ojos. «No me obligues hacer algo que luego lamentaría», parecía decir su expresión.
¿De verdad estaba en posición de confinarlo en la Torre? ¿Después de lo que le había dicho a Elaida de que él necesitaba estar libre?
—No te dejaré que rompas los sellos. Eso es una locura —dijo.
—En ese caso, reúnete conmigo en el lugar conocido como Campo de Merrilor, justo al norte. Hablaremos antes de dirigirnos a Shayol Ghul. Mientras tanto, no quiero desafiarte, Egwene, pero he de marcharme.
Ninguno de los dos apartó la vista. El resto de las personas presentes parecía contener el aliento. El silencio en la sala era tal que Egwene oía la débil brisa que hacía gemir el rosetón de la ventana en el arco circular que lo enmarcaba.
—De acuerdo, pero esto no ha acabado, Rand —contestó por fin.
—No existen finales, Egwene —respondió él.
Después la saludó de nuevo con la cabeza y se dio la vuelta para salir de la Antecámara. ¡Luz! ¡Le faltaba la mano izquierda! ¿Cómo habría ocurrido?
Las hermanas y los Guardianes se apartaron de mala gana para abrirle un paso. Egwene se llevó la mano a la cabeza; se sentía mareada.
—¡Luz! ¿Cómo habéis sido capaz de pensar en medio de eso, madre? —le preguntó Silviana, sorprendida.
—¿A qué te refieres?
Egwene recorrió la Antesala con la mirada. Saltaba a la vista que muchas Asentadas estaban hundidas en los asientos, sin fuerzas.
—Algo me asió el corazón y apretó —dijo Barasine, que se llevó la mano al pecho—. No osé decir nada.
—Y yo intenté hablar, pero no conseguí mover los labios —confesó Yukiri.
—ta’veren —sentención Saerin—. Pero un efecto tan intenso como ése… Sentí como si fuera a aplastarme desde dentro.
—¿Cómo lo habéis resistido, madre? —preguntó Silviana.
Egwene frunció el entrecejo. Ella no se había sentido así, tal vez porque pensó en él como Rand.
—Hemos de hablar de lo que ha dicho. La Antesala de la Torre reanudará la sesión dentro de una hora para debatir este asunto. —Sería una sesión cerrada para la Antecámara—. Y que alguien vaya tras él para asegurarse de que se marcha de verdad.
—Gareth Bryne se está encargando de eso —informó Chubai desde fuera.
Las Asentadas se levantaron de los asientos con esfuerzo, conmocionadas. Silviana se inclinó hacia Egwene.
—Tenéis razón, madre. No se le puede permitir que rompa los sellos, mas ¿qué opciones hay? Si no queréis tenerlo cautivo…
—Dudo que estuviera en nuestro poder retenerlo —manifestó Egwene—. Había algo en él que… Tuve la sensación de que habría sido capaz de romper ese escudo sin el menor esfuerzo.
—Entonces, ¿cómo? ¿De qué forma se lo impedimos?
—Necesitamos aliados. —Egwene hizo una profunda inspiración—. Quizá podríamos persuadirlo a través de personas en las que confía.
O quizá obligarlo a cambiar de parecer reuniendo un grupo lo bastante grande que le plantara cara para impedírselo.
Si antes era importante hablar con Elayne y Nynaeve, ahora se había vuelto una cuestión vital.