Coincido con esas cifras —dijo Elyas.
Caminaba a un lado de Perrin, y Grady, con la chaqueta negra, iba al otro, pensativo. Montem al’San y Azi al’Thone —los dos hombres que actuaban ese día como su guardia personal— los seguían detrás.
Aún era temprano por la mañana. En apariencia, Perrin hacía la ronda por los puestos de guardia pero, en realidad, sólo quería caminar. Habían trasladado el campamento a una pradera alta, lindante con la calzada de Jehannah. Había un buen suministro de agua potable y estaba lo bastante cerca de la calzada para tenerla controlada, pero lo suficientemente lejos para que el campamento resultara defendible.
A un lado de la pradera, una antigua estatua aparecía tendida delante de una arboleda. Se había caído sobre un costado mucho tiempo atrás, y ahora estaba enterrada en su mayor parte, pero un brazo se alzaba de la tierra sosteniendo la empuñadura de una espada. La hoja se hundía en el suelo.
—Hice mal mandando a Gill y los otros por delante —dijo Perrin—. Eso los dejó en manos de la primera fuerza que pasara por donde iban ellos.
—Era imposible que previeras que ocurriría esto —argumentó Elyas—. Y tampoco podías prever el retraso. ¿Dónde ibas a dejarlos? Los Shaido se acercaban por detrás, y si nuestra batalla en Malden no hubiera ido bien, Gill y los demás se habrían quedado atrapados entre dos grupos enemigos de Aiel.
Perrin gruñó para sí. Las botas se le quedaban un poco atascadas en el suelo embarrado. Odiaba el olor de ese lodo pisoteado y estancado que se mezclaba con plantas muertas. No era ni de lejos tan malo como la plaga de la Llaga, pero a él le daba la impresión de que toda la tierra estuviera a sólo unos pasos de llegar a eso.
Se acercaron a un puesto de guardia. Dos hombres —Hu Barran y Darl Coplin— hacían su turno en él. Habría más exploradores, por supuesto: hombres de Dos Ríos subidos a los árboles y Doncellas patrullando por el suelo. Pero Perrin había aprendido que unos pocos hombres encargados de los puestos alrededor del campamento daban una sensación de orden a todos los que se encontraban dentro.
Los guardias saludaron, aunque el saludo de Darl fue negligente. Ambos emitían una mezcla de efluvios: pesar, frustración, desilusión. Y vergüenza. Ese último era débil, pero estaba presente. El supuesto coqueteo de Perrin con Berelain seguía fresco en su memoria y el reciente regreso de Faile parecía aumentar la incomodidad de los hombres. En Dos Ríos, uno no superaba con facilidad una reputación de infidelidad.
Perrin los saludó con un gesto de la cabeza y siguió adelante. No hacía una inspección formal. Si los hombres sabían que pasaría por allí a diario, se mantenía el orden. En su mayor parte. La noche anterior había tenido que dar un empujón con la bota al dormido Berin Thane para que se despertara; además, estaba siempre muy pendiente de captar el olor a bebidas fuertes entre ellos. Creía muy capaz a Jori Congar de echar un traguito o dos estando de guardia.
—Muy bien. Los Capas Blancas tienen a los nuestros y nuestras provisiones. —A Perrin se le agrió el gesto al pensar en que el grano comprado en So Habor iría a llenarles la tripa a los Capas Blancas—. ¿Podríamos entrar a hurtadillas y liberarlos?
—No veo qué necesidad tenemos de entrar a hurtadillas —dijo Grady desde atrás—. Mis disculpas, milord, pero parece que hacéis de esto un problema más grande de lo que es.
Perrin miró al hombre de tez curtida.
—Son Capas Blancas, Grady. Ellos siempre representan un gran problema.
—No tendrán a nadie que encauce Poder Único —dijo Grady con un encogimiento de hombros.
El Asha’man enlazó las manos a la espalda mientras caminaba. Con la chaqueta negra, el alfiler del cuello y la actitud crecientemente soldadesca, cada vez recordaba menos a un granjero.
—Neald se siente mejor —agregó después—. Él y yo podemos machacar a esos Hijos hasta que nos den lo que queremos.
Perrin asintió. Detestaba la idea de dejar que los Asha’man atacaran con impunidad. El olor a carne quemada en el aire, la tierra desgarrándose y saltando en pedazos. Eran los olores de los pozos de Dumai. Sin embargo, no podía permitirse otra distracción como la de Malden. Si no quedaba más remedio, daría la orden.
Pero no lo haría aún. «Con los ta’veren no existen las coincidencias». Los lobos, los Capas Blancas. Cosas que había dejado atrás hacía tiempo, volvían para acosarlo. Había expulsado a los Hijos de Dos Ríos. Muchos de los hombres que habían estado con él entonces, ahora se encontraban aquí.
—Quizá recurramos a eso, pero tal vez no —le contestó a Grady sin dejar de caminar—. Tenemos una fuerza más numerosa que ellos, y con esa condenada bandera de la cabeza de lobo arriada por fin, tal vez no se den cuenta de quiénes somos. Izaremos la bandera de la reina de Ghealdan, y ellos están atravesando el territorio de Alliandre. Es muy probable que al ver los suministros en las carretas de los nuestros decidieran «protegerlos». Con un poco de discusión y quizás otro poco de intimidación puede que sea suficiente para persuadirlos de que nos entreguen a nuestra gente.
Elyas asintió en silencio y Grady pareció estar de acuerdo, pero a él no lo convencían sus propias palabras. Los Capas Blancas lo habían perseguido desde aquellos días en Dos Ríos. Tratar con ellos nunca había sido sencillo.
Parecía que había llegado el momento de hacerlo. El momento de poner fin a sus problemas con ellos, de un modo u otro.
Siguió con la ronda y llegaron al sector Aiel del campamento. Saludó con la cabeza a un par de Doncellas que hacían guardia arrellanadas en un estado de alerta relajado. No se pusieron de pie ni lo saludaron —lo cual le parecía muy bien—, aunque sí hicieron una ligera inclinación de cabeza. Por lo visto, a los ojos de esas mujeres había ganado mucho ji por la forma en que había planeado —y después llevado a buen término— el ataque a los Shaido.
Los Aiel establecían sus propios puestos de guardia, y Perrin no tenía por qué inspeccionarlos. De todos modos, los incluía en su ronda. Era de la opinión de que, si pasaba por los demás sectores del campamento, también debía hacerlo allí.
Grady se paró de repente y se volvió hacia las tiendas de las Sabias.
—¿Qué? —inquirió Perrin en tono de urgencia mientras escudriñaba el campamento en derredor, pero no vio nada.
—Creo que lo han conseguido —respondió Grady, sonriente.
Y echó a andar hacia el campamento Aiel pasando por alto las miradas furiosas que le lanzaron varias Doncellas. De no haber estado Perrin allí, era muy probable que lo hubieran echado, ni que fuera Asha’man ni que no.
«Neald ha estado practicando con las Aes Sedai para descubrir cómo hacer un círculo», pensó Perrin.
Si Grady había notado algo en los tejidos… Fue tras el Asha’man y enseguida llegaron al anillo de tiendas de las Sabias, en el centro del campamento Aiel, con el área de alrededor seca —tal vez con tejidos— y la tierra compacta. Neald, Edarra y Masuri se encontraban sentados allí. Fager Neald era un joven murandiano con las guías del bigote enroscadas en punta. No llevaba alfileres en el cuello de la chaqueta negra, aunque lo más seguro era que lo ascendieran tan pronto como el grupo regresara. Había crecido en Poder desde que habían emprendido viaje.
Aún estaba pálido como consecuencia de los picotazos recibidos de las serpientes, pero tenía mucho mejor aspecto que unos pocos días atrás. Sonreía con la mirada prendida en el vacío, y olía a euforia.
Un enorme acceso hendía el aire. Perrin gruñó. Parecía conducir de vuelta al lugar en el que habían acampado varias semanas antes, un campo abierto sin detalles dignos de mención.
—¿Funciona? —preguntó Grady mientras se arrodillaba al lado de Neald.
—Es maravilloso, Jur —respondió el joven con suavidad. En la voz no le quedaba ni rastro de la bravuconería que solía mostrar a menudo—. Puedo sentir el Saidar. Es como si ahora me sintiera más completo.
—¿Lo estás encauzando? —se interesó Perrin.
—No. No hace falta. Puedo usarlo.
—¿Usarlo cómo? —quiso saber Grady, anhelante.
—Es… Es difícil de explicar. Los tejidos son Saidin, pero parece que soy capaz de reforzarlos con Saidar. Mientras sea capaz de abrir un acceso propio, por lo visto me es posible incrementar el Poder y el tamaño con lo que me prestan las mujeres. ¡Luz! Es maravilloso. Deberíamos haber hecho esto hace meses.
Perrin miró a las dos mujeres, Masuri y Edarra. Ninguna parecía tan exultante como Neald. Incluso daba la impresión de que Masuri se sentía un poco enferma, y olía a miedo. El efluvio de Edarra era una mezcla de curiosidad y precaución. Grady había mencionado que, para crear un círculo así, era necesario que los hombres tomaran el control sobre las mujeres.
—Entonces, enseguida enviaremos al grupo de exploradores a Cairhien —dijo Perrin al tiempo que toqueteaba el rompecabezas de herrero que llevaba en el bolsillo—. Grady, arregla con los Aiel esta misión y organiza los accesos como te lo pidan.
—Sí, milord. —Grady se frotó la curtida mejilla—. Creo que debería aprender esta técnica en vez de continuar con la ronda. Aunque hay algo de lo que quiero hablar con vos primero. Si tenéis tiempo.
—Como quieras —accedió Perrin, que se apartó del grupo.
A un lado, unas cuantas Sabias se adelantaron y le dijeron a Neald que era su turno de intentar crear el círculo con él. No actuaban en absoluto como si el joven tuviera el mando, y él se apresuró a obedecer. Había andado con mucho ojo entre los Aiel desde que le dijo alguna picardía a una Doncella y acabó jugando al Beso de las Doncellas.
—¿Qué pasa, Grady? —preguntó cuando estuvieron un tanto apartados.
—Bueno, los dos, Neald y yo, estamos bastante bien para abrir accesos, al parecer. Me preguntaba si podría… —Vaciló un momento—. En fin, que si tendría permiso para ir a la Torre Negra una tarde, para ver a mi familia.
«Es cierto. Tiene mujer y un hijo», pensó Perrin. El Asha’man apenas hablaba de ellos. De hecho, casi no hablaba de nada.
—No sé, Grady. —Perrin alzó la vista hacia el cielo oscuro—. Tenemos delante Capas Blancas y aún no está descartado que esos Shaido no den media vuelta e intenten emboscarnos. Soy reacio a no tenerte aquí hasta que nos encontremos en algún sitio seguro.
—No hace falta que sea mucho tiempo, milord —insistió con empeño el Asha’man.
Perrin olvidaba a veces lo joven que era ese hombre; sólo tendría seis o siete años más que él. Grady parecía mucho mayor con la chaqueta negra y la tez curtida por el sol.
—Encontraremos el momento. Pronto —prometió Perrin—. No quiero trastocar nada hasta que tengamos noticias de lo que ha ocurrido desde que nos marchamos.
La información podía ser un instrumento de poder; eso se lo había enseñado Balwer. Grady asintió con la cabeza, apaciguado, aunque no le había prometido nada definitivo. ¡Luz! Hasta los Asha’man empezaban a oler como gente que lo consideraba su señor. Con lo distantes y fríos que habían sido al principio.
—Nunca te has preocupado por esto hasta ahora, Grady. ¿Ha cambiado algo? —preguntó con curiosidad.
—Todo —susurró Grady, y a Perrin le llegó una vaharada de su efluvio. Optimismo—. Cambió hace unas pocas semanas. Pero, por supuesto, vos no lo sabéis. Nadie lo sabe. Fager y yo no estábamos seguros al principio, y no sabíamos si decírselo a alguien por miedo a que sonara ilusorio.
—¿Saber qué?
—Milord, la infección ha desaparecido.
Perrin frunció el entrecejo. ¿Era la locura la que hablaba por él? Pero Grady no olía a demencia.
—Ocurrió aquel día, cuando vimos algo hacia el norte. Milord, sé que parece increíble, pero es verdad.
—Parece el tipo de cosas en las que Rand debe de haber estado metido —comentó Perrin, con lo que los colores arremolinados aparecieron delante de él, pero los desechó—. Si tú lo dices, te creo, Grady. Pero ¿qué tiene eso que ver con la Torre Negra y tu familia? ¿Quieres ir a ver si otros Asha’man están de acuerdo?
—Oh, lo estarán —dijo Grady con convicción—. Es… En fin, milord, soy un hombre sencillo. Sora ha sido siempre la que piensa. Hago lo que se tiene que hacer, y nada más. Bien, unirme a la Torre Negra era algo que tenía que hacer. Sabía lo que iba a pasar cuando me hicieran la prueba. Sabía que estaba en mí. Lo estaba en mi padre, ¿comprendéis? Los que lo tenemos no hablábamos de ello, pero estaba ahí. Las Rojas lo encontraron de joven, justo después de nacer yo.
Cuando me uní al lord Dragón, sabía lo que me pasaría. Unos cuantos años más, y moriría. Así que, ¿por qué no emplearlos luchando? El lord Dragón me dijo que era un soldado, y un soldado no puede abandonar su servicio. Por eso no había pedido regresar hasta ahora. Porque me necesitabais.
—¿Y eso ha cambiado?
—Milord, la infección ha desaparecido. No voy a volverme loco. Eso significa… En fin, siempre tuve una razón para luchar, pero ahora también tengo una razón para vivir.
Al mirar al hombre a los ojos, Perrin lo entendió. ¿Cómo habría sido lo de antes? ¿Saber que al final uno perdería la razón y tendrían que ejecutarlo? Probablemente a manos de amigos, que lo llamarían un acto de misericordia.
Eso era lo que Perrin había percibido en los Asha’man siempre, la razón de que se mantuvieran aparte y de que a menudo se mostraran tan sombríos. Todos los demás luchaban para vivir. Los Asha’man… luchaban para morir.
«Así es como se siente Rand», pensó, de nuevo con los colores arremolinándose para después concretarse en la figura de su amigo. Cabalgaba en un enorme caballo negro a través de una ciudad de calles embarradas; hablaba con Nynaeve, que cabalgaba a su lado.
Meneó la cabeza para que se borrara la imagen.
—Te irás a casa, Grady —prometió—. Pasarás un tiempo con ella antes de que llegue el fin.
El Asha’man asintió en silencio y miró al cielo en el momento en que un apagado retumbo llegaba del norte.
—Sólo quiero hablar con ella, ¿comprendéis? Necesito ver una vez más al pequeño Gadren. No reconoceré al chiquillo.
—Seguro que es un crío agraciado, Grady.
El Asha’man se echó a reír. Resultaba extraño, pero grato, oír reír a ese hombre.
—¿Agraciado? ¿Gadren? No, milord, puede que esté grande para su edad, pero tiene más o menos el mismo atractivo que un tocón. Aun así, lo quiero con delirio. —Movió la cabeza con aire divertido—. He de irme para aprender este tejido con Neald. Gracias, milord.
Perrin sonrió y lo siguió con la mirada; una Doncella entró corriendo en el campamento y fue a informar a las Sabias, aunque habló en voz lo bastante alta para que Perrin oyera lo que decía.
—Por la calzada viene un desconocido que se dirige a caballo hacia el campamento. Lleva ondeando una bandera de paz, pero viste la ropa de esos Hijos de la Luz.
Perrin asintió en silencio y reunió a sus guardias. Se encaminaba con rapidez hacia la parte delantera del campamento, cuando Tam apareció y se puso a su lado. Llegaron justo en el momento en que el Capa Blanca se acercaba al primer puesto de guardia. El hombre montaba un hermoso castrado blanco y sostenía un asta larga con una bandera asimismo blanca. El atuendo —cota con un tabardo debajo de la capa— lucía en el pecho un sol radiante de color amarillo.
Perrin sintió una repentina sensación de ansiedad. Conocía a ese hombre. Dain Bornhald.
—Vengo a hablar con el criminal Perrin Aybara —anunció Bornhald en voz alta mientras sofrenaba el caballo.
—Estoy aquí, Bornhald —respondió Perrin al tiempo que se adelantaba.
El Capa Blanca lo miró.
—Sí, eres tú. La Luz te ha traído a nuestras manos.
—A no ser que también os haya traído un ejército tres o cuatro veces mayor que el que tenéis ahora, dudo mucho que eso tenga importancia —respondió Perrin.
—Tenemos en nuestro poder gente que afirma serte leal, Aybara.
—Bien, podéis dejarlos que regresen a nuestro campamento y nos pondremos en camino.
El joven Capa Blanca, ceñudo, hizo que su montura se pusiera de lado.
—Tenemos asuntos pendientes, Amigo Siniestro.
—No hay necesidad de que este encuentro se torne desagradable, Bornhald. Tal como yo lo veo, todavía podemos irnos cada cual por su lado.
—Los Hijos prefieren morir antes que dejar sin cumplir la ley —respondió Dain, que después escupió hacia un lado—. Pero eso lo dejo al capitán general para que él lo explique. Desea verte en persona. Tengo órdenes de venir y decirte que te espera junto a la calzada, a poca distancia a caballo. Le gustaría que te reunieses con él.
—¿Crees que voy a meterme en una trampa tan obvia? —inquirió Perrin.
Bornhald se encogió de hombros.
—Puedes venir o no. Mi capitán general es un hombre de honor y promete bajo juramento que regresarás sano y salvo… Que es más de lo que yo le concedería a un Amigo Siniestro. Puedes traer a tus Aes Sedai, si las tienes, para sentirte seguro.
Dicho esto, Bornhald hizo volver grupas a su montura y partió a galope.
Perrin permaneció en silencio, pensativo, observando cómo se alejaba a caballo.
—No estarás pensando en serio ir, ¿verdad, hijo? —preguntó Tam.
—Prefiero saber con seguridad a quién me enfrento. Y pediremos parlamentar. Tal vez llegar a un acuerdo para recuperar a los nuestros. Maldita sea, Tam, al menos he de intentarlo antes de atacarlos.
Tam suspiró, pero asintió con la cabeza.
—Habló de Aes Sedai, pero no de Asha’man —comentó Perrin—. Apuesto a que no saben mucho sobre ellos. Ve a buscar a Grady y haz que se vista como un hombre de Dos Ríos. Dile que se presente ante mí, junto con Gaul y Sulin. Pregunta a Edarra si quiere unirse a nosotros. Pero no le digas nada a mi esposa sobre esto. Los cinco iremos por la calzada y veremos si es verdad que los Capas Blancas se reúnen con nosotros de forma pacífica. Si algo va mal, tendremos preparado a Grady para que nos saque de allí por un acceso.
Tam asintió con la cabeza y se marchó deprisa. Perrin esperó con nerviosismo hasta que Tam regresó con Gaul, Sulin y Edarra. Grady llegó pocos minutos después vestido con una capa de paño marrón y ropa marrón y verdes que le había prestado uno de los hombres de Dos Ríos. Empuñaba un arco largo, pero caminaba como un soldado, recta la espalda y los ojos alerta al mirar en derredor. Había un aire de peligro en él que no desprendería un aldeano corriente. Con suerte, eso no echaría a perder el disfraz.
Los seis salieron del campamento y, por fortuna, no parecía que Faile hubiera oído lo que estaba pasando. Perrin la llevaría consigo si había más reuniones para parlamentar o discutir cosas, pero su intención era que ese encuentro fuera breve y necesitaba moverse sin estar preocupado por ella.
Iban a pie y encontraron a los Capas Blancas a corta distancia, un poco más adelante en la calzada. Parecía que eran alrededor de doce hombres, apostados cerca de una tienda pequeña que se había instalado junto al camino. Estaban contra el viento, lo cual relajó algo a Perrin, que captó efluvios de cólera y desagrado, pero no percibió nada que indicara que era una trampa.
Al aproximarse los otros y él, alguien vestido de blanco salió de la pequeña tienda. El hombre era alto, tenía rasgos distinguidos y el cabello oscuro y corto. La mayoría de las mujeres lo consideraría apuesto. Olía… mejor que los otros Capas Blancas, que emitían un olor salvaje, como el de un animal rabioso. Por el contrario, su cabecilla olía a tranquilidad, y a nada enfermizo.
Perrin miró a sus compañeros.
—Esto no me gusta, Perrin Aybara —dijo Edarra, que miró a un lado y a otro—. Estos Hijos hacen que perciba una sensación de malevolencia.
—Desde esos árboles podrían alcanzarnos unos arqueros —gruñó Tam mientras señalaba hacia un soto que había a lo lejos.
—Grady, ¿ases el Poder? —preguntó Perrin.
—Por supuesto.
—Estate preparado, por si acaso —instruyó Perrin.
A continuación se adelantó hacia el reducido grupo de Capas Blancas. El cabecilla lo observó con las manos enlazadas a la espalda.
—Ojos dorados. Así que es cierto —dijo el hombre.
—¿El capitán general? —preguntó Perrin.
—Sí, soy yo.
—¿Qué pediríais a cambio de liberar a la gente de mi grupo que retenéis?
—Mis hombres me han dicho que intentaron hacer ese intercambio una vez —respondió el cabecilla—. Y que los engañaste y los traicionaste.
—Habían secuestrado inocentes —replicó Perrin—. Y exigían mi vida a cambio. Bien, pues, recuperé a los míos. No me obligues a hacer lo mismo ahora.
El cabecilla Capa Blanca estrechó los ojos. Olía a reflexión.
—Haré lo que sea justo, Ojos Dorados. El precio por pagar es irrelevante. Mis hombres me contaron que mataste a varios Hijos hace unos años, y que nunca te has sometido a la justicia por esa acción. Que dirigías trollocs para atacar pueblos.
—Tus hombres no son muy de fiar —gruñó Perrin—. Quiero mantener una reunión más formal para sentarnos a parlamentar y discutir, no algo improvisado como esto.
—Dudo que tal cosa sea necesaria. No estoy aquí para negociar. Sólo quería verte en persona. ¿Quieres que libere a tu gente? Enfréntate a mi ejército en el campo de batalla. Hazlo y soltaré a los cautivos, sea cual sea el desenlace. Salta a la vista que no son soldados. Los dejaré marchar.
—¿Y si me niego?
—Entonces, eso no presagiará nada bueno… para su salud.
Perrin rechinó los dientes.
—Tus tropas se enfrentarán a las nuestras bajo la Luz, ésas son nuestras condiciones —concluyó el cabecilla Capa Blanca.
Perrin miró hacia un lado. Grady le sostuvo la mirada; en los ojos del Asha’man era palpable la pregunta. Podía tomar cautivo al cabecilla allí mismo, en un abrir y cerrar de ojos.
Perrin estuvo tentado de hacerlo. Pero habían acudido allí con la promesa de los Capas Blancas de que estarían a salvo. No sería él quien rompería la tregua. En cambio, se volvió y condujo a los suyos de vuelta al campamento.
Galad observó la marcha de Aybara. Esos ojos dorados eran inquietantes. Había descartado la insistencia de Byar de que ese hombre no sólo era un Amigo Siniestro, sino un Engendro de la Sombra. Sin embargo, al mirar aquellos ojos, Galad ya no estaba seguro de poder desestimar tal afirmación.
A un lado, Bornhald soltó el aire que había estado conteniendo.
—No puedo creer que hayáis querido hacer esto. ¿Y si hubiera traído Aes Sedai? No habríamos podido detener el Poder Único.
—No me habrían hecho daño —argumentó Galad—. Y, además, si Aybara tuviera la capacidad de matarme aquí con el Poder Único, podría haber hecho lo mismo en mi campamento. Pero si es como tú y el Hijo Byar decís, entonces le preocupa mucho dar buena imagen, ya que no dirigió trollocs contra Dos Ríos directamente, sino que fingió defender a su gente.
Un hombre así actuaría con astucia, de modo que él no había corrido peligro. Había querido ver a Aybara y se alegraba de haberlo hecho. Esos ojos… Casi eran una condena por sí mismos. Y Aybara había reaccionado ante la mención de los Hijos asesinados, se había puesto tenso. Aparte de eso, estaba lo que contaba su gente de una alianza con los seanchan y de tener hombres capaces de encauzar.
Sí, ese Aybara era un hombre peligroso. A Galad le había preocupado comprometer a sus tropas a luchar aquí, pero la Luz se encargaría de que salieran con bien de la contienda. Mejor derrotar a ese Aybara ahora que esperar y hacerle frente en la Última Batalla. Y por ello, sin dudar, tomó una decisión. La correcta. Lucharían.
—Vamos, regresemos al campamento —ordenó a sus hombres con un gesto de la mano.