Faile estaba montada en Albor, impaciente, e intentó no rebullir mientras la línea luminosa del acceso hendía el aire. Una pradera pardusca se extendía al otro lado; Gaul y las Doncellas se deslizaron de inmediato a través del agujero para explorar.
—¿Seguro que no quieres venir? —le preguntó Perrin a Galad, que se encontraba cerca y observaba la comitiva con los brazos enlazados a la espalda.
—No —respondió Galad—. Durante la cena que compartí con Elayne ya nos pusimos al día.
—Como gustes.
Perrin se volvió hacia Faile y señaló hacia el acceso. Ella taconeó a Albor para que se pusiera en movimiento. Por fin había llegado el momento de encontrarse cara a cara con la reina de Andor, y tenía que hacer un esfuerzo para controlar el nerviosismo. Perrin cruzó el acceso con ella; al otro lado, Caemlyn se alzaba cerca, una gran urbe coronada por torres acabadas en punta y estandartes en rojo y blanco, con el palacio en el centro, imponente. La Baja Caemlyn, que se extendía extramuros, era en si misma una ciudad en expansión.
La comitiva de Perrin los siguió a los dos a través del acceso; se había planeado con mucho cuidado para ofrecer una imagen impresionante, pero no hostil. Alliandre iba con un centenar de guardias. Doscientos arqueros de Dos Ríos, con los arcos largos sin encordar y asidos como si fuesen varas. Cien representantes de la Guardia del Lobo, incluido un numeroso contingente de la nobleza cairhienina de segunda fila, con las franjas de colores en los uniformes confeccionados con tela comprada en Puente Blanco. Y, por supuesto, Gaul y las Doncellas.
Grady era el último. Vestía una chaqueta negra planchada con esmero y el alfiler de Dedicado bruñido y reluciente en el cuello alto. De inmediato miró hacia el oeste, hacia la Torre Negra. Había intentado abrir un acceso allí unas horas antes, cuando Perrin le había dado permiso. No funcionó, cosa que preocupó a Perrin. Tenía la intención de investigarlo enseguida, esa noche o, todo lo más, al día siguiente por la noche.
Gaul y las Doncellas formaron alrededor de Perrin y Faile, y la comitiva descendió hacia la calzada, con Arganda y un pelotón de la Guardia del Lobo adelantándose a caballo para anunciarlos. El resto avanzó por la calzada con paso regio. El rápido crecimiento de Caemlyn era peor incluso que el de Puente Blanco. Varios ejércitos acampaban cerca de la Baja Caemlyn. Casi con toda seguridad, tropas a sueldo de los distintos nobles que habían respaldado el ascenso de Elayne al trono.
Allí había una llamativa irregularidad: el cielo sobre Caemlyn y su entorno estaba despejado. El manto de nubes era tan generalizado en todas partes que Faile dio un respingo al verlo. Las nubes formaban un círculo abierto por encima de la ciudad, un círculo de una regularidad inquietante. Arganda y los hombres de la Guardia del Lobo regresaron.
—Nos recibirán, mi señor, mi señora—anunció.
Faile y Perrin cabalgaron en silencio calzada adelante, seguidos por la comitiva. Habían hablado sobre el inminente encuentro docenas de veces, de modo que ya no tenían nada más que decir al respecto. Perrin, con muy buen criterio, había delegado en ella las negociaciones diplomáticas. El mundo no podía permitirse una guerra entre Andor y Dos Ríos. Ahora no.
Al cruzar las puertas de la ciudad, Perrin y los Aiel incrementaron el estado de alerta, y Faile soportó en silencio aquel exceso protector. ¿Cuándo iba a olvidarse el episodio de su secuestro a manos de los Shaido? A veces, daba la impresión de que Perrin fuese reacio a dejarla ir a las letrinas sin llevar cuatro docenas de guardias.
Ya en intramuros, las calles estaban atestadas de gente, los edificios y los mercados abarrotados. La basura empezaba a amontonarse y un número espantoso de golfillos se movía entre la multitud. Había pregoneros —quizás algunos al servicio de mercaderes— voceando que corrían tiempos turbulentos, a la vez que animaban a la gente a hacer acopio de provisiones. La gente de Perrin había comprado comida allí, pero era cara; dentro de poco, Elayne tendría que subvencionarla, si es que no lo había hecho ya. ¿Cubrirían las necesidades las reservas de los almacenes reales?
Pasaron a través de la Ciudad Nueva, entraron en la Ciudad Interior y ascendieron por la colina hasta el palacio. A las puertas del recinto y delante de los impolutos muros, la Guardia Real estaba formada en posición de firme, con los tabardos en rojo y blanco y los bruñidos petos y cotas de malla.
Una vez pasadas las puertas, desmontaron. Una fuerza de cien soldados siguió adelante con Perrin y Faile y entró en palacio; la conformaban todos los Aiel y una guardia de honor más reducida de cada contingente. Los pasillos de palacio eran anchos, pero con tanta gente alrededor Faile se sentía agobiada. El camino por el que los conducían a Perrin y ella hacia el salón del trono era distinto del que Faile había recorrido tiempo atrás. ¿Por qué no iban por el camino más corto?
Pocas cosas parecían haber cambiado en palacio desde que Rand lo gobernaba. Ahora no había Aiel, salvo por los que Perrin llevaba consigo. La misma alfombra roja y estrecha se extendía por el centro del pasillo; las mismas urnas en los rincones; los mismos espejos en las paredes para crear la ilusión de un espacio más grande.
Una estructura como aquella podía permanecer inalterable durante siglos, sin prestar apenas atención a aquellos cuyos pies pisaban las alfombras o cuyas posaderas calentaban el trono. En el transcurso de un año, ese palacio había conocido a varios dirigentes: Morgase, uno de los Renegados, el Dragón Renacido y, por último, Elayne.
De hecho, al doblar la esquina hacia la sala del trono, Faile casi esperaba encontrar a Rand instalado en el Trono del Dragón con aquella extraña lanza partida apoyada en el doblez del brazo, y un brillo de locura en los ojos. Sin embargo, el Trono del Dragón había desaparecido y, de nuevo, el Trono del León acogía a su reina. Rand había retirado ese solio y lo había protegido como una flor que intentara ofrecer a un futuro amor.
La reina era una versión joven de su madre. Cierto, el rostro de Elayne tenía ángulos más delicados que los de Morgase, pero el cabello era del mismo color dorado rojizo y poseía la misma belleza extraordinaria. Era alta y se le notaba la preñez en el abdomen y en el busto.
El salón del trono se hallaba adornado como correspondía, con molduras de madera dorada y esbeltas columnas en los rincones que seguramente sólo eran ornamentales. Elayne tenía mejor iluminada la estancia que Rand, y las lámparas de pie ardían con brillantez. La propia Morgase se encontraba al pie del trono, a la derecha, y ocho miembros de la Guardia Real estaban situados a la izquierda. Algunos nobles de segunda fila se alineaban a los lados del salón y observaban con mucha atención.
Elayne se echó hacia adelante en el trono cuando Perrin, Faile y los otros entraron. Faile hizo una reverencia agachándose, por supuesto, y Perrin hizo otra inclinando la cabeza. No mucho, pero no dejaba de ser una reverencia. Según habían acordado, Alliandre hizo una reverencia más marcada que la de Faile. Eso hizo que Elayne se quedara pensativa.
El propósito oficial de la visita era una distinción concedida por la corona, un modo de agradecer a Perrin y a Faile que hubieran llevado de vuelta a Morgase. Eso sólo era una simulación, desde luego. La verdadera razón del encuentro era hablar del futuro de Dos Ríos. Pero ése era un tema tan delicado que no debía sacarse a colación en el acto de forma directa, al menos al principio. El mero hecho de mencionar el objetivo era revelar demasiado a la parte contraria.
—Que quede constancia —empezó Elayne— de que el trono os da la bienvenida, lady Zarina ni Bashere t’Aybara, reina Alliandre Maritha Kigarin, Perrin Aybara. —Sin título para él—. Que se proclame nuestra gratitud personal por devolvernos a nuestra madre. Vuestra diligencia en este asunto os ha granjeado el más profundo agradecimiento de la corona.
—Gracias, majestad —respondió Perrin con su habitual brusquedad.
Faile había hablado con él largo y tendido respecto a que no tratara de prescindir de la formalidad ni de la ceremonia.
—Proclamaremos un día festivo por el regreso de nuestra madre sana y salva —continuó Elayne—. Y por la… restitución de su debido estatus.
Bien, pues, esa pausa significaba que a Elayne no le había gustado enterarse de que a su madre se la había tratado como a una sirvienta. Tendría que comprender que Perrin y ella ignoraban con quién trataban, pero, aun así, una reina podía sentir indignación ante semejante contingencia. Era una ventaja que, tal vez, planeaba utilizar.
Quizá Faile veía más de lo que había en los comentarios, pero no podía evitarlo. En muchos sentidos, ser una dama de la nobleza era muy semejante a ser un mercader, y ella se había preparado para desempeñar bien ambos papeles.
—Por último —añadió Elayne—, llegamos al propósito de nuestro encuentro. Lady Bashere, maese Aybara. ¿Hay algún favor que os gustaría pedir a cambio del regalo que le habéis hecho a Andor?
Perrin apoyó la mano en el martillo y después miró a Faile con gesto interrogante. Era evidente que Elayne esperaba que le pidieran que lo nombrara lord de manera formal. O, tal vez, que pidieran tolerancia por hacerse pasar por tal, junto con un perdón formal. Cualquiera de las dos posibilidades podría ser un resultado de la conversación.
Faile estuvo tentada de pedir lo primero. Sería una respuesta sencilla. Pero, quizá, sencilla en demasía; había cosas que Faile tenía que saber antes de seguir adelante.
—Majestad —sugirió con sumo cuidado—, ¿podríamos hablar de ese favor en un entorno más íntimo?
Elayne lo meditó un poco; unos larguísimos segundos que parecieron una eternidad.
—De acuerdo —accedió—. Mi sala de recibir está preparada.
Faile asintió con la cabeza, y un criado abrió una puerta pequeña que había en la pared izquierda de la sala del trono. Perrin caminó hacia allí, pero entonces alzó una mano en dirección a Gaul, Sulin y Arganda.
—Esperad aquí. —Vaciló y miró a Grady—. Tú también.
A ninguno de ellos les gustó la orden, pero obedecieron. Se les había advertido que podría darse esta situación.
Faile controló el nerviosismo; no le hacía gracia dejar atrás al Asha’man, que era su mejor medio de huida. Sobre todo porque, sin lugar a dudas, Elayne tendría apostados espías y guardias ocultos en la sala y listos para aparecer al instante, en cuanto las cosas se torcieran y hubiera peligro. A Faile le habría gustado tener una protección similar, pero hacerse acompañar por un encauzador varón para hablar con la reina… En fin, las cosas se hacían como tenían que hacerse. Estaban en territorio de Elayne.
Faile hizo una profunda inhalación y se dirigió con Perrin, Alliandre y Morgase hacia el pequeño cuarto anexo al trono.
Elayne entró e hizo un gesto con la mano. El anillo de la Gran Serpiente que llevaba en el dedo relució con la luz de las lámparas. Faile casi había olvidado que era Aes Sedai. Tal vez no había guardias acechando cerca para prestar ayuda si hacía falta; una mujer con capacidad para encauzar era tan peligrosa como una docena de soldados.
¿Habría que dar pábulo a lo que se cuchicheaba sobre la identidad del padre de los bebés de Elayne? Desde luego, los rumores que apuntaban a ese necio de la guardia entraban en la categoría de lo inverosímil; casi con toda seguridad sólo eran embelecos para crear confusión. ¿De verdad sería Rand el padre?
Morgase entró detrás de Elayne; llevaba un vestido sobrio a pesar de ser de un color rojo intenso. Se sentó al lado de su hija y observó con atención, en silencio.
—Bien —empezó Elayne—, explicadme por qué no debería ejecutaros a ambos por traidores.
Faile parpadeó, sorprendida. Por su parte, Perrin resopló antes de responder:
—No creo que Rand tuviera muy buena opinión de esa medida.
—Yo no estoy en deuda con él —replicó Elayne—. ¿Esperáis que crea que él estuvo detrás de esa maniobra de seducir a mis súbditos y autoproclamaros rey?
—Tenéis atrasada la información de algunos hechos, majestad —manifestó Faile, irritada—. Perrin jamás se autoproclamó rey.
—Oh, vaya. ¿Y tampoco enarbolo la bandera de Manetheren, según mis informadores me cuentan que hizo? —increpó Elayne.
—Eso sí lo hice —contestó Perrin—. Pero también la retiré por decisión propia.
—Vaya, eso ya es algo —espetó Elayne—. Puede que no os nombraseis rey, pero izar esa bandera fue lo mismo, esencialmente. Oh, sentaos todos.
Hizo un gesto con la mano, y una bandeja que había en una mesa apartada se alzó en el aire y flotó hasta donde se encontraba ella. En la bandeja había copas y una jarra de vino, así como una tetera y tazas.
«De modo que utilizando el Poder Único —pensó Faile—. Es un recordatorio de su fuerza». Uno muy poco sutil, por cierto.
—Con todo, haré lo que sea mejor para mi reino, cueste lo que cueste —añadió Elayne.
—Dudo que desestabilizar Dos Ríos fuera lo mejor para vuestro reino —intervino Alliandre—. Ejecutar a su líder provocaría que estallara una rebelión en la comarca.
—En lo que a mí respecta, ya existe una rebelión —contestó Elayne mientras servía tazas de té.
—Hemos venido de forma pacífica —dijo Faile—. Algo que no harían unos rebeldes.
Elayne bebió un poco de té primero, como era costumbre, para demostrar que no estaba envenenado.
—A mis enviados a Dos Ríos los echaron, y vuestra gente de allí me envió un mensaje, y cito textualmente: «Las tierras de lord Perrin Ojos Dorados rehúsan pagar vuestros impuestos andoreños. ¡Tai’shar Manetheren!»
Alliandre se puso pálida. Perrin soltó un quedo gemido que sonó un poco como un gruñido. Faile tomó su taza y bebió un poco de infusión; era de menta con camemoro y estaba buena. La gente de Dos Ríos tenía arrestos, de eso no cabía duda.
—Vivimos tiempos apasionados, majestad —dijo Faile—. Seguro que sois consciente de lo que le preocupa al pueblo, y Dos Ríos no ha sido muchas veces una prioridad para vuestro trono.
—Eso es quedarse corto —añadió Perrin con un resoplido—. La mayoría de nosotros crecimos sin saber que formábamos parte de Andor. Nos pasabais por alto.
—Eso era porque la comarca no se había alzado en rebelión. —Elayne dio otro sorbo de té.
—La rebelión no es la única causa por la que el pueblo necesita que le Preste atención la soberana que lo tiene por su súbdito —argumentó Perrin—. No sé si estaréis enterada, pero el año pasado nos enfrentamos a trollocs con nuestros propios medios, sin tener ni pizca de ayuda por parte de la corona. Seguro que nos habríais ayudado si lo hubieseis sabido, pero el hecho de que cerca de allí no haya tropas, o al menos ninguna con capacidad para saber el peligro que corríamos, demuestra algo.
Elayne vaciló.
—Dos Ríos ha redescubierto su historia —abundó Faile con mucho tiento—. La comarca no podía quedarse estancada para siempre, sobre todo ante la inminencia del Tarmon Gai’don. Ni después de cobijar al Dragón Renacido durante su infancia. Una parte de mí se pregunta si Manetheren tenía que caer, si Dos Ríos debía surgir, para proporcionar un lugar en el que se criara Rand al’Thor. Entre granjeros descendientes de un linaje de reyes. Y con su misma obstinación.
—Lo cual hace más importante que frene cuanto antes lo que está pasando allí —replicó Elayne, que puso énfasis en la inmediatez de la acción—. Os ofrecí un favor para que pudieseis pedir perdón. Os perdono, y me encargaré de enviar tropas para que la gente de Dos Ríos esté protegida. Aceptad esto y todos podremos retomar la vida como debería ser.
—Eso no va a ser posible —contestó con suavidad Perrin—. Dos Ríos tendrá señores ahora. Me opuse durante un tiempo. Y vos podéis intentarlo también, pero eso no cambiará nada.
—Tal vez. Pero reconoceros a vos sería aceptar que un hombre puede reclamar, sin más, un título dentro de mi reino y después conservarlo con obstinación gracias a reunir un ejército. Eso sentaría un mal precedente, Perrin. Creo que no sois consciente de la difícil situación en la que me habéis puesto.
—Nos las arreglaremos —repuso Perrin en ese tono obstinado que utilizaba cuando no iba a dar su brazo a torcer—. No voy a renunciar.
—Esa actitud no es el mejor modo para persuadirme de que aceptaréis mi autoridad —espetó Elayne.
«Mal, muy mal», pensó Faile, que abrió la boca para intervenir de inmediato. Un enfrentamiento en ese momento no les haría ningún bien.
Sin embargo, antes de que tuviera ocasión de decir algo, otra voz se adelantó:
—Hija —habló Morgase en tono suave, y bebió té—, si tienes intención de bailar con un ta’veren, asegúrate antes de que te sabes los pasos. He viajado con este hombre y he visto que el mundo se plegaba a su alrededor; he visto enemigos implacables convertirse en sus aliados. Luchar contra el Entramado es como intentar mover una montaña con una cuchara.
Elayne vaciló, sin apartar los ojos de su madre.
—Por favor, perdona si me he excedido —continuó Morgase—. Pero, Elayne, prometí a estas dos personas que hablaría en su favor. Te adelanté que lo haría. Andor es fuerte, pero me temo que podría romperse contra este hombre. No quiere tu trono, lo prometo, y Dos Ríos necesita la supervisión de alguien. ¿Es que sería tan terrible dejar que tengan al hombre que ellos mismos han elegido?
Se hizo el silencio en la pequeña estancia. Elayne miró a Perrin para formarse un juicio sobre él, para tratar de medir sus fuerzas. Faile contuvo la respiración.
—De acuerdo —dijo por fin Elayne—. Es de suponer que habéis venido con peticiones. Oigámoslas para saber si podemos hacer algo al respecto.
—No os traemos peticiones, sino una oferta —dijo Faile.
Elayne enarcó una ceja.
—Vuestra madre tiene razón —continuó Faile—. Perrin no desea vuestro trono.
—Lo que los dos queráis puede ser irrelevante una vez que a vuestra gente se le meta una idea entre ceja y ceja.
—La gente quiere a mi esposo, majestad —afirmó Faile, que meneó la cabeza—. Lo respetan. Harán lo que les diga que hagan. Podemos reprimir las ideas sobre el resurgimiento de Manetheren, y lo haremos.
—¿Y por qué ibais a hacer tal cosa? Sé la rapidez con la que crece Dos Ríos con esos refugiados que llegan a través de las montañas. Con la llegada de la Última Batalla pueden surgir o caer naciones. No hay razón para que renunciéis a la oportunidad de crear vuestro propio reino.
—De hecho, tenemos una muy buena razón —la contradijo Faile—. Andor es una nación poderosa y próspera. Es posible que las ciudades de Dos Ríos estén creciendo con rapidez, pero sólo ahora la gente empieza a querer un señor. En el fondo, siguen siendo granjeros. No ansían la gloria; quieren que sus cosechas salgan adelante. —Faile hizo una breve pausa antes de proseguir—. Quizá tengáis razón, quizá se produzca otro Desmembramiento, pero ésa es razón de más para tener aliados. Nadie desea una guerra civil en Andor, y menos la gente de Dos Ríos.
—¿Qué proponéis, pues? —preguntó Elayne.
—En realidad, nada que ya no exista —contestó Faile—. Dadle a Perrin un título oficial, hacedlo Gran Señor de Dos Ríos.
—¿Y a qué os referís con «Gran Señor»?
—Tendrá un rango superior a otras casas nobles de Andor, pero a las órdenes de la reina.
—Dudo mucho que a las otras casas les guste eso —opinó Elayne—. ¿Y qué pasa con los impuestos?
—Dos Ríos quedará exento —repuso Faile que, al ver que la expresión de Elayne se avinagraba, añadió con rapidez—: Majestad, el trono ha pasado por alto Dos Ríos durante generaciones, sin darles protección contra los bandidos, ni enviar trabajadores para mejorar las calzadas, ni proporcionándoles nada parecido a magistrados o mediadores.
—No lo necesitaban —manifestó Elayne—. Se gobernaban bien a sí mismos.
No dijo que la gente de Dos Ríos probablemente habría echado con cajas destempladas a recaudadores, magistrados o mediadores enviados por la reina, pero Faile vio que Elayne lo sabía.
—Bien, pues, no hace falta cambiar nada —dijo Faile—. Dos Ríos seguirá gobernándose.
—Podríais negociar con ellos transacciones comerciales libres de aranceles —intervino Alliandre.
—Algo que ya tenemos —contestó Elayne.
—Así que nada cambia —repitió Faile—. Excepto que ganáis una provincia poderosa en el oeste. Perrin, como vuestro aliado y vasallo, aceptará dirigir tropas en vuestra defensa. También llamará a las armas a sus monarcas vasallos con el mismo fin.
Elayne miró a Alliandre. Lo más probable era que, a través de Morgase, hubiese llegado a su conocimiento el juramento prestado por Alliandre, pero también querría oírlo por sí misma.
—Juré lealtad a lord Perrin —corroboró Alliandre—. Ghealdan llevaba mucho tiempo sin tener aliados fuertes y mi intención era cambiar esa situación.
—Majestad. —Faile se echó hacia adelante, con la taza en las manos—. Perrin pasó varias semanas con algunos oficiales seanchan. Han creado un gran pacto de naciones aliadas bajo una única bandera. Rand al’Thor, aunque podáis confiar en él como amigo, ha hecho lo mismo. Tear, Illian y, quizás ahora, Arad Doman, están bajo su gobierno. En la actualidad, las naciones se unen en vez de dividirse, y Andor parece empequeñecer de hora en hora.
—Esa es la razón de que yo hiciera lo que hice —recalcó Alliandre.
Más bien, según lo veía Faile, Alliandre había quedado atrapada en la influencia ta’veren de Perrin. No había habido mucha premeditación en lo ocurrido. Sin embargo, quizás Alliandre lo entendía de otro modo.
—Majestad —continuó Faile—, en nuestra propuesta hay muchas ventajas. A través de mi matrimonio con Perrin, adquirís un vínculo con Saldaea. A través de los juramentos de Alliandre, lo obtenéis con Ghealdan. Berelain también sigue a Perrin y a menudo ha mencionado su deseo de encontrar aliados fuertes para Mayene. Si habláramos con ella, imagino que accedería de buen grado a sellar una alianza con nosotros. Podríamos crear nuestro propio pacto. Cinco naciones, si contáis a Dos Ríos como una. Seis si subís al Trono del Sol, como dicen los rumores que haréis. No somos los países más poderosos, pero muchos son más fuertes que uno. Y estaríais a la cabeza de todos nosotros.
En el semblante de Elayne casi había desaparecido todo rastro de hostilidad.
—Saldaea. ¿Qué puesto ocupáis en la línea sucesoria?
—Segundo —admitió Faile, cosa que Elayne sabría ya, sin duda.
Perrin rebulló en la silla. Faile sabía que a su esposo aún le desasosegaba ese hecho; en fin, tendría que acostumbrarse a ello.
—Demasiado próxima al trono —comentó Elayne—. ¿Y si acabáis sentada en el solio de Saldaea? De ese modo, podría perder Dos Ríos en favor de otro reino.
—Eso es fácil de arreglar —intervino Alliandre—. Si Faile llegara a ocuparlo, entonces uno de los hijos que tenga con Perrin continuaría como Gran Señor de Dos Ríos, y el otro subiría al trono de Saldaea. Que quede acordado por escrito y estaréis protegida.
—Ese arreglo lo aceptaría —afirmó Elayne.
—Por mí no hay problema con hacerlo así —contestó Faile, que miró a Perrin.
—De acuerdo, supongo —dijo él.
—Me gustaría tener a uno de ellos —propuso Elayne, pensativa—. Uno de vuestros hijos, quiero decir. Para emparentarlo con la línea real andoreña. Si Dos Ríos lo va a gobernar un señor con tanto poder como le otorgaría este tratado, entonces me encantaría que hubiera lazos de sangre con el trono.
—Eso no puedo prometerlo —dijo Perrin—. Mis hijos tomarán sus propias decisiones.
—Así ocurre a veces entre la nobleza —manifestó Elayne—. Sería poco habitual, pero no insólito, que unos niños estuvieran prometidos desde el nacimiento.
—En Dos Ríos no se hará así —reiteró Perrin, obstinado—. Nunca.
—Podríamos ofrecer la intención de favorecer ese propósito, majestad —dijo Faile, que se encogió de hombros.
Elayne vaciló un momento, pero después asintió con la cabeza.
—Acepto el ofrecimiento. Pero a las otras casas no les va a gustar lo del «Gran Señor». Tendría que haber un modo de salvar este escollo…
—Entrega Dos Ríos al Dragón Renacido —propuso Morgase.
—Sí. —A Elayne le brillaron los ojos—. Eso funcionaría. Si le entrego la comarca a él como su sede en Andor…
Faile abrió la boca, pero Elayne se adelantó e impidió que hablara con un gesto de la mano.
—Esto no es negociable. Voy a tener que encontrar la forma de convencer al resto de las casas de que está justificado que entregue tanta autonomía a Dos Ríos. Si las tierras se otorgan al Dragón Renacido, dándole un título en Andor y haciendo de Dos Ríos su sede, entonces tendrá sentido que vuestra casa reciba un trato diferente.
»Las casas nobles de Andor lo aceptarán, ya que Dos Ríos es el lugar de origen de Rand, y Andor está en deuda con él. Haremos que designe al linaje de Perrin para la administración de la comarca. En lugar de capitular ante rebeldes dentro de mis fronteras, esta decisión se entenderá como que doy mi beneplácito al Dragón Renacido, el hombre a quien amo, para que ascienda de rango a su buen amigo. Eso también nos permitiría ganar terreno contra el pacto Illian-Tear que habéis mencionado, los cuales, de forma indefectible, reivindicarán que sus vínculos con Rand les dan derecho de conquista.
Elayne se quedó pensativa y empezó a dar golpecitos en la taza con los dedos.
—Eso parece razonable —dijo Perrin, que asintió con la cabeza—. Administrador de Dos Ríos. Me gusta cómo suena.
—Sí, bueno —dijo Faile—. Supongo que está acordado, entonces.
—Los impuestos —dijo Elayne, como si no hubiese oído nada—. Los pondréis en un depósito que administrará Perrin y su linaje con la condición de que, si el Dragón regresa alguna vez, podrá disponer de ellos. Sí. Eso nos da una excusa legal para vuestra exención de impuestos. Por supuesto, Perrin tendrá autoridad para utilizar sumas de esos fondos con el fin de mejorar Dos Ríos. Calzadas, almacenes de víveres, defensas…
Elayne miró a Faile y entonces sonrió. Dio un sorbo de té.
—Empiezo a pensar que era una buena idea no ejecutaros.
—Es un verdadero alivio —convino Alliandre con una sonrisa. Como la parte menos poderosa de la unión, ganaría mucho con esas alianzas.
—Majestad… —empezó Faile.
—Llámame Elayne —dijo mientras servía una copa de vino a Faile.
—Como gustes, Elayne. —Faile sonrió, dejó a un lado la infusión y después aceptó el vino—. Tengo que preguntarlo. ¿Sabes qué está pasando con el Dragón Renacido?
—Ese insensato, cabeza de chorlito —rezongó Elayne mientras meneaba la cabeza—. Ese puñetero hombre ha conseguido sulfurar a Egwene.
—¿A Egwene? —preguntó Perrin.
—Sí, por fin es Amyrlin —contestó Elayne, como si tal cosa fuera algo inevitable.
Perrin asintió con un cabeceo, aunque Faile se quedó estupefacta. ¿Cómo había ocurrido eso y por qué a Perrin no le extrañaba?
—¿Adonde ha ido y qué ha hecho? —preguntó su esposo.
—Dice que va a romper los restantes sellos de la prisión del Oscuro —contestó Elayne, ceñuda—. Tendremos que impedírselo, por supuesto. Es un plan absurdo. Tú podrías ayudar en eso. Egwene está reuniendo una fuerza para persuadirlo.
—Creo que podría ser de ayuda, sí —dijo Perrin.
—¿Sabes dónde se encuentra ahora? —preguntó Faile.
Perrin tenía una idea bastante aproximada merced a sus visiones, pero ella quería descubrir lo que sabía Elayne.
—En qué lugar se halla ahora lo ignoro —contestó ésta—. Pero sé dónde va a estar…
Fortuona Athaem Devi Paendrag, dirigente del Glorioso Imperio Seanchan, entró en su aula de adiestramiento. Iba ataviada con un magnífico vestido de tela dorada, confeccionado al estilo de la más alta moda imperial. La falda se dividía por delante justo por encima de las rodillas y era tan larga que hacían falta cinco da’covale para llevar los lados y la cola.
Lucía un tocado muy vistoso de seda dorada y carmesí, con hermosas alas sedosas que imitaban las de un búho alzando el vuelo, y en los brazos brillaban trece brazaletes, cada uno con una combinación de gemas diferente. Colgado al cuello, un largo collar de reluciente cuarzo. Había oído un búho por encima de su ventana esa noche, y el ave no había huido cuando ella se había asomado. Era un augurio que indicaba que debía ser muy prudente, que en los próximos días habría de tomar decisiones importantes. La respuesta apropiada a tal auspicio era llevar joyas con un simbolismo poderoso.
Cuando entró en el aula, los que se encontraban dentro se postraron. Sólo la Guardia de la Muerte —hombres con armaduras de color rojo sangre y verde oscuro— estaba exenta; hicieron una reverencia, pero mantuvieron los ojos altos, atentos a cualquier atisbo de peligro.
En la gran aula no había ventanas. Al fondo se veían hileras de piezas de cerámica apiladas; un lugar donde las damane practicaban tejidos de destrucción. El suelo estaba cubierto de alfombrillas tejidas donde las damane contumaces caían al suelo retorciéndose de dolor. No era conveniente dañarlas físicamente; las damane se encontraban entre las herramientas más importantes que el imperio tenía, más valiosas que los caballos o los raken. No se destruía a una bestia porque aprendiera despacio; se la castigaba hasta que aprendía.
Fortuona cruzó el aula hasta donde se había instalado un trono imperial apropiado. Por lo general acudía allí a fin de observar los procedimientos para hacer trabajar a las damane o para quebrantarlas. Eso la relajaba. El trono estaba sobre una pequeña plataforma; subió los escalones, seguida por el frufrú de la cola del vestido que sujetaban las da’covale. Se volvió de cara a los presentes y permitió que las criadas arreglaran el vestido. La tomaron por los brazos y la ayudaron a sentarse en el trono, de forma que los vuelos de la dorada falda se extendieran por la parte delantera de la plataforma como un tapiz.
Esa falda llevaba escritos con puntadas los lemas de poder imperial. «La emperatriz ES Seanchan». «La emperatriz VIVIRA para siempre». «A la emperatriz se le DEBE obediencia». Sentada allí era como un estandarte viviente del poderío del imperio.
Selucia ocupó su posición en los escalones inferiores de la plataforma. Hecho esto, los cortesanos se incorporaron. Las damane, por supuesto, permanecieron de rodillas. Había diez y tenían la cabeza agachada; sus sul’dam sostenían las correas y —en unos pocos casos— les daban palmaditas afectuosas en la cabeza.
El rey Beslan entró. Se había afeitado casi toda la cabeza, dejando sólo una oscura franja de pelo en lo alto, y llevaba esmaltadas siete uñas de los dedos de las manos. Una más que cualquiera de la Sangre a este lado del océano, excepto la propia Fortuona. Todavía se vestía con ropas altarenesas —uniforme verde y blanco— en lugar de atavíos seanchan, pero Fortuona no lo había presionado en ese sentido.
Que ella supiera, Beslan no había hecho ningún plan para que la asesinaran desde su ascensión al trono. Asombroso. Cualquier seanchan habría empezado a intrigar de inmediato. Algunos habrían probado con el asesinato; otros habrían decidido limitarse a hacer planes, aunque sin dejar de darle su apoyo. No obstante, todos habrían considerado la idea de matarla.
Muchos a este lado del océano pensaban de forma distinta. Jamás lo habría creído de no ser por el tiempo que había pasado con Matrim. Obviamente, ésa era una de las razones por las que Fortuona había tenido que ir con él. Ojalá hubiese sabido interpretar los augurios antes.
A Beslan se le unieron el capitán general Lunal Galgan y unos cuantos miembros de la Sangre baja. Galgan era un tipo de hombros anchos, con una cresta de cabello blanco en lo alto de la cabeza. Los otros miembros de la Sangre le mostraban deferencia, pues sabían que gozaba de su favor. Si las cosas iban bien aquí y con la reclamación de Seanchan, tenía muchas probabilidades de que lo ascendiera a la familia imperial. Después de todo, haría falta cubrir de nuevo los rangos de la familia una vez que Fortuona regresara y restaurara el orden. Con toda seguridad, muchos habrían caído asesinados o ejecutados. Galgan era un aliado muy valioso. No sólo se había opuesto sin tapujos a Suroth, sino que había sugerido el asalto a la Torre Blanca, una maniobra que había salido bien. Sumamente bien.
Melitene, la der’sul’dam de Fortuona, se adelantó e hizo otra reverencia. La corpulenta mujer, de cabello canoso, conducía a una damane de cabello castaño oscuro que tenía los ojos inyectados de sangre. Al parecer, lloraba con frecuencia.
Melitene tuvo la decencia de mostrarse avergonzada por lo del llanto e hizo una reverencia más. Fortuona eligió no darse por enterada del desagradable comportamiento de la damane. Ésta era una buena captura, a pesar de su mal humor.
Fortuona hizo una serie de gestos a Selucia, indicándole lo que tenía que decir. La mujer observó con ojos penetrantes; llevaba la mitad de la cabeza cubierta con tela, a la espera de que el cabello le creciera, mientras que la otra mitad la llevaba afeitada. Con el tiempo, Fortuona tendría que elegir otra Voz, ya que Selucia era ahora su Palabra de la Verdad.
—Muéstranos qué sabe hacer esta mujer —dijo Selucia, dando Voz a las palabras que Fortuona le había indicado.
Melitene dio unas palmaditas a la damane en la cabeza.
—Suffa mostrará a la emperatriz, así viva para siempre, el Poder de hender el aire.
—Por favor —dijo Suffa, mirando a Fortuona con gesto suplicante—. Por favor, escuchadme. Soy la Sede Amyrlin.
Melitene ahogó una exclamación, y los ojos de Suffa se desorbitaron al sentir la descarga de dolor a través del a’dam. Aun así, la damane continuó hablando:
—¡Puedo ofrecer una gran recompensa, poderosa emperatriz! Si me dejáis volver, os entregaré a diez mujeres a cambio. ¡A veinte! Las más poderosas que tenga la Torre. Yo…
Enmudeció de golpe y después cayó al suelo lanzando gemidos.
Melitene sudaba. Miró a Selucia y habló deprisa, con nerviosismo:
—Por favor, explicad a la emperatriz de todos, así viva para siempre, que bajo los ojos al haber perdido prestigio por no saber entrenar a esta damane de forma apropiada. Suffa es obstinada hasta la saciedad, a despecho de su rapidez para echarse a llorar y ofrecer a otras en su lugar.
Fortuona permaneció impasible un instante, dejando que Melitene sudara. Por fin, hizo unos signos para que Selucia contestara.
—La emperatriz no está disgustada contigo —dio Voz Selucia a las palabras de Fortuona—. Todas estas marath’damane que se llaman a sí mismas Aes Sedai han demostrado ser obstinadas.
—Por favor, expresad mi gratitud a la Altísima Señora —pidió Melitene, más relajada—. Si le place a La que Mira a lo Alto, conseguiré que Suffa lo haga, aunque podría haber más arranques emocionales.
—Puedes proseguir —dio Voz Selucia.
Melitene se arrodilló junto a Suffa y, al principio, le habló con dureza, pero a continuación lo hizo con voz reconfortante. Era muy hábil en el trabajo con antiguas marath’damane. Ni que decir tiene que Fortuona también se consideraba buena con las damane. Disfrutaba quebrantando marath’damane tanto como su hermano Halvate había disfrutado entrenando grolm salvajes. Siempre creyó que era una lástima que lo asesinaran. Era el único hermano con el que se había encariñado.
Por fin, Suffa se incorporó sobre las rodillas, y Fortuona se echó hacia adelante, con curiosidad. Sufra inclinó la cabeza, y una línea de luz pura y brillante hendió el aire delante de ella. Esa línea giró hacia los lados a partir de un eje central y abrió un agujero justo enfrente del trono de Fortuona. Al otro lado susurraban árboles, y Fortuona contuvo el aliento al ver una rapaz de cabeza blanca que alzaba el vuelo y se alejaba como un rayo del portal. Un augurio de gran poder. Selucia, por lo general imperturbable, dio un respingo, aunque Fortuona no habría sabido decir si era a causa del portal o por el augurio.
Logró disimular la sorpresa. Así que era verdad. Viajar no era un mito ni un rumor. Era real. Esto cambiaba todo lo relacionado con la guerra.
Beslan se adelantó con aire vacilante y se inclinó ante ella. Fortuona les hizo una seña a Galgan y a él para que se acercaran hasta donde pudieran ver el claro del bosque a través de la abertura. Beslan se quedó mirando de hito en hito, boquiabierto.
Galgan enlazó las manos a la espalda. Era un tipo curioso. Se había reunido con asesinos en la ciudad y había preguntado lo que costaría que Fortuona muriera. Después, había hecho ejecutar a todos los hombres que le habían dado un precio. Una maniobra muy sutil pensada para demostrar que debería considerarlo una amenaza, ya que no le daba miedo mantener contacto con asesinos. Sin embargo, también era una clara señal de lealtad. Era como si le dijera: «Por ahora os sirvo, pero observo y soy ambicioso».
En muchos sentidos, la cuidadosa maniobra del hombre le resultaba más reconfortante que la aparente lealtad a toda prueba de Beslan. En el primer caso, tenía ocasión de anticiparse. En el segundo… En fin, que aún no estaba segura de qué opinión le merecía. ¿Sería Matrim igual de leal? ¿Cómo sería tener un Príncipe de los Cuervos contra el que no tuviera que conspirar? Casi parecía una fantasía, como los cuentos que se relataba a los niños plebeyos para que soñaran con un matrimonio imposible.
—¡Esto es increíble! —manifestó Beslan—. Altísima Señora, con esta habilidad…
Su posición lo convertía en una de las pocas personas que podían dirigirse a ella de forma directa.
—La emperatriz desea saber —lo interrumpió Selucia dando Voz al lenguaje de señas de Fortuona— si cualquiera de las marath’damane capturadas ha hablado del arma.
—Decidle a la insigne emperatriz, ojalá viva para siempre, que no —respondió Melitene en tono preocupado—. Y, si se me permite ser tan osada, creo que no mienten. Por lo visto esa explosión fuera de la ciudad fue un accidente aislado, el resultado de algún ter’angreal desconocido al que se dio un uso imprudente. Tal vez no hay ningún arma.
Cabía esa posibilidad, sí. Fortuona ya había empezado a dudar de la validez de esos rumores. La explosión había sucedido antes de que Fortuona hubiese llegado a Ebou Dar y los detalles eran confusos. Quizá todo aquello había sido un complot de Suroth o sus enemigos.
—Capitán general —dio Voz Selucia—, la Altísima Señora desea saber qué haríais con un Poder tal como es esta habilidad de Viajar.
—Eso depende —respondió Galgan, que se frotó el mentón—. ¿Qué alcance tiene? ¿De qué tamaño puede hacerse? ¿Podrían llevarlo a cabo todas las damane? Si le place a la Altísima Señora, hablaré con la damane y obtendré esas respuestas.
—A la emperatriz le place —dio Voz Selucia.
—Esto es preocupante —opinó Beslan—. Podrían atacar por detrás de nuestras líneas de batalla. Podrían abrir un portal como éste en los mismísimos aposentos de la emperatriz, así viva para siempre. Con esto… Todo lo que sabemos sobre el arte de la guerra cambiará.
Los miembros de la Guardia de la Muerte rebulleron, señal de un gran malestar. Sólo Furyk Karede no se movió. Si acaso, su expresión se tornó más dura. Fortuona sabía que el oficial no tardaría en sugerir una ubicación nueva y rotatoria para sus aposentos.
Fortuona reflexionó unos instantes sin apartar la vista de la hendidura en el aire. Esa hendidura en la mismísima realidad. Después, en contra de la tradición, se puso de pie en la plataforma. Por suerte, Beslan se encontraba allí, alguien a quien hablar de forma directa y, de ese modo, que los otros oyeran sus órdenes.
—Según los informes —anunció Fortuona—, quedan todavía cientos de marath’damane en el lugar llamado la Torre Blanca. Ellas son la clave para reconquistar Seanchan, la clave para conservar esta tierra, y la llave para preparar la Última Batalla. El Dragón Renacido servirá al Trono de Cristal.
»Se nos ha proporcionado una forma de preparar un asalto. Que se informe al capitán general que ha de reunir a sus mejores soldados. Quiero que se traiga de vuelta a la ciudad a todas y cada una de las damane que controlamos. Les enseñaremos este método del Viaje y entonces caeremos sobre la Torre Blanca con toda nuestra fuerza. Antes les propinamos sólo un pinchazo. Ahora les daremos a conocer el peso de nuestra espada. Todas las marath’damane deben ser atadas a la correa.
De nuevo se sentó y el silencio se adueñó del aula. Era poco común que la emperatriz hiciera ese tipo de anuncios en persona, pero éstos eran unos tiempos para la osadía.
—No debéis permitir que esto se propague —le dijo Selucia, firme la voz.
Ahora hablaba en su papel de Palabra de la Verdad. Sí, habría que elegir a otra para ser la Voz de la emperatriz.
—Seríais una necia si permitís que el enemigo sepa con seguridad que disponemos ya de este Viaje —concluyó Selucia.
Fortuona respiró hondo. Sí, tenía razón. Se aseguraría de que todos los presentes en el aula mantuvieran el secreto. Pero una vez que hubieran ocupado la Torre Blanca, se hablaría en el mundo entero de su proclamación como emperatriz y se interpretarían los augurios de su victoria aparecidos en el cielo.
«Tendremos que atacar pronto», indicó Selucia con signos de los dedos.
«Sí. Nuestro ataque previo las habrá puesto en alerta», respondió de igual forma.
«Entonces, nuestro próximo movimiento habrá de ser decisivo —señaló Selucia—. ¡Imaginaos! Llevar a miles de soldados a la Torre Blanca a través de un cuarto oculto en los sótanos. ¡Atacar con la fuerza de un millar de martillos contra un millar de yunques!»
Fortuona asintió con la cabeza.
La Torre Blanca estaba condenada.
—No creo que haya mucho más que decir, Perrin —concluyó Thom, y se repantingó en el sillón.
Thom fumaba en una pipa de boquilla larga y el humo del tabaco subía en espirales hacia el techo. Era una noche cálida y no había fuego encendido en la chimenea. Encima de la mesa, unas cuantas velas, un poco de pan, quesos y una jarra de cerveza.
Perrin dio una chupada a su pipa. En el cuarto sólo estaban Thom, Mat y él. Gaul y Grady esperaban fuera, en el salón de la taberna. Mat lo había maldecido por llevar a esos dos; un Aiel y un Asha’man llamaban mucho la atención. Pero Perrin se sentía más seguro con esos dos que con una compañía completa de soldados.
Había compartido su historia con Mat y Thom primero; habló de Malden, del Profeta, de Alliandre y de Galad. A continuación, ellos le habían contado sus experiencias. Perrin estaba impresionado de que a los tres les hubiesen ocurrido tantas cosas desde que se habrían separado.
—Así que emperatriz de los seanchan, ¿eh? —dijo Perrin con la mirada prendida en los culebreos del humo en lo alto del cuarto en penumbra.
—La Hija de las Nueve Lunas —lo rectificó Mat—. Es diferente.
—Y estás casado —añadió Perrin con una sonrisa—. Matrim Cauthon casado.
—No tendrías por qué haber compartido esa parte, ¿sabes? —le dijo Mat a Thom.
—Oh, te aseguro que sí.
—Para ser un juglar, te has dejado fuera la mayoría de los actos heroicos que he llevado a cabo —protestó Mat—. Menos mal que has mencionado el sombrero.
Perrin sonrió, satisfecho. No había sido consciente de lo mucho que había echado en falta sentarse con amigos para pasar un rato charlando. Al otro lado de la ventana colgaba un letrero de madera tallada por el que goteaba la lluvia. Representaba caras con sombreros raros y sonrisas exageradas. El Gentío Feliz. Sin duda habría una historia detrás de ese nombre.
Los tres se hallaban en un comedor reservado que había pagado Mat. Habían pasado tres de los grandes sillones de la chimenea de la posada. No se acoplaban bien en la mesa, pero eran cómodos. Mat se recostó en el respaldo y plantó los pies encima del tablero. Tomó un pedazo de queso de leche de oveja, mordió un trozo y después empezó a mecerse en el sillón.
—¿Sabes, Mat? —dijo Perrin—. Me parece que tu esposa esperará que te enseñen modales en la mesa.
—Oh, me han enseñado —repuso Mat—. Lo que pasa es que nunca aprendo.
—Me gustaría conocerla.
—Es una criatura interesante —comentó Thom.
—Interesante —repitió Mat—. Ajá. —Parecía melancólico—. En fin, ya has oído un montón de cosas sobre lo que nos ha ocurrido, Perrin. Esa puñetera Marrón nos trajo aquí y hace más de dos semanas que no le veo el pelo.
—¿Puedes enseñarme esa nota? —preguntó Perrin.
Mat se toqueteó varios bolsillos y después sacó un trozo pequeño de papel, doblado y sellado con cera roja. Lo echó en la mesa. Las esquinas estaban dobladas y el papel, mugriento, pero no se había abierto. Matrim Cauthon era un hombre de palabra, al menos cuando uno conseguía arrancarle una promesa.
Perrin levantó la nota. Tenía un tenue olor a perfume. Le dio la vuelta y después la arrimó a una vela.
—Eso no funciona —dijo Mat.
—Entonces, ¿qué crees tú que dice?
—Ni idea. Jodida Aes Sedai loca. Quiero decir que todas son raras, pero es que Verin está mal de la azotea. Imagino que no habrás tenido noticias de ella, ¿verdad?
—No.
—Espero que se encuentre bien —dijo Mat—. Parecía preocuparle que pudiera ocurrirle algo. —Tomó la nota y dio golpecitos en la mesa con ella.
—¿Vas a abrirla?
Mat negó con la cabeza.
—La abriré cuando regrese. He…
Sonó una llamada en la puerta y después se abrió una rendija por la que asomó el posadero, un hombre joven llamado Denezel. Era alto, de rostro descarnado y llevaba la cabeza afeitada. Al hombre sólo le faltaba ser un Juramentado del Dragón, por lo que Perrin había visto; llegaba incluso a tener colgado en el salón de la posada un retrato de Rand hecho por encargo. El parecido era notable.
—Mis disculpas, maese Quermes —dijo Denezel—, pero el hombre de maese Dorado insiste en hablar con él.
—Está bien —dijo Perrin.
Grady asomó el curtido rostro por la puerta, y Denezel se retiró.
—Eh, Grady —saludó Mat, que agitó la mano—. ¿Has hecho volar por los aires a alguien interesante últimamente?
El Asha’man de piel atezada frunció la frente y miró a Perrin.
—Milord, lady Faile me pidió que os avisara cuando fuera medianoche.
Mat soltó un fuerte silbido.
—Vaya, por esto es por lo que dejé a mi esposa en otro reino —dijo.
El gesto ceñudo del Asha’man se acentuó.
—Gracias, Grady —dijo Perrin con un suspiro—. No me había dado cuenta de la hora que era. Nos iremos enseguida.
El hombre asintió con la cabeza y se marchó.
—Maldita sea —rezongó Mat—. ¿Es que ese tipo no sabe sonreír? El puñetero cielo ya es bastante deprimente por sí solo para que gente como él intente imitarlo.
—Bueno, hijo, lo que pasa es que algunos no le ven la gracia al mundo de un tiempo a esta parte —comentó Thom.
—Tonterías. Tiene gracia a raudales. Todo el jodido mundo se ha divertido a modo conmigo en los últimos tiempos. Toma nota de lo que te digo, Perrin. Con esos dibujos nuestros rodando por ahí, tienes que ir con mucho cuidado. Sin llamar la atención.
—No sé cómo —repuso Perrin—. Tengo un ejército que dirigir y gente de la que ocuparme.
—Me parece que no te tomas en serio la advertencia de Verin, muchacho —manifestó Thom, que meneó la cabeza—. ¿Alguna vez habéis oído hablar de un pueblo llamado los banath?
—No —contestó Perrin, que miró a Mat.
—Eran unos salvajes que deambulaban por lo que ahora llamamos el llano de Almoth —dijo Thom—. Conozco un par de buenas canciones sobre ellos. Veréis, eran varias tribus y siempre pintaban de rojo la piel de su jefe para que destacara.
—Menudos idiotas —masculló Mat, que mordió otro trozo de queso— ¿Pintar de rojo al jefe? ¡Eso lo convertiría en un blanco para todos los soldados que hubiera en el campo de batalla!
—De eso se trataba —aclaró Thom—. Era un desafío, ¿comprendéis? ¿De qué otro modo, si no, lo habrían identificado sus enemigos para así poner a prueba su pericia luchando contra él?
—Yo habría pintado de rojo a unos cuantos soldados como señuelo para apartar de mí su atención —comentó Mat tras soltar un resoplido desdeñoso—. Entonces haría que mis arqueros emplumaran con flechas a su jefe mientras todos intentaban dar caza a los tipos que creían que dirigían mi ejército.
—De hecho —añadió Thom, tras dar un trago de cerveza—, eso fue exactamente lo que Guillem Carta de Sangre hizo durante su primera y última batalla contra ellos. El Cantar de los Cien Días. Brillante maniobra. Me sorprende que no hayáis oído ese canto épico… El significado es poco claro, y la batalla tuvo lugar hace tanto tiempo que la mayor parte de los libros de historia ni siquiera la mencionan.
Por alguna razón, el comentario hizo que Mat oliera a nerviosismo.
—¿Quieres decir que nos estamos convirtiendo en blancos? —preguntó Perrin.
—Lo que digo es que a vosotros, chicos, cada vez os cuesta más trabajo pasar inadvertidos. Dondequiera que vayáis, los estandartes proclamaban vuestra llegada. La gente habla de vosotros. Casi estoy convencido de que si habéis sobrevivido tanto tiempo es sólo porque los Renegados no sabían dónde dar con vosotros.
Perrin asintió con la cabeza al recordar la trampa en la que habían estado a punto de caer su ejército y él. Era de esperar que con la noche llegaran asesinos.
—Bien, pues, ¿qué debería hacer? —preguntó.
—Mat ha estado durmiendo en una tienda distinta cada noche —repuso Thom—. A veces, incluso en la ciudad. Tú deberías intentar algo parecido. Grady sabe abrir accesos, ¿verdad? ¿Por qué no le pides que prepare uno en el centro de tu tienda cada noche? Escabúllete por él y duerme en cualquier otro sitio, y después vuelves por la mañana del mismo modo. Todos pensarán que duermes en la tienda. Si atacan asesinos, no te encontrarán allí.
Pensativo, Perrin asintió con un lento cabeceo.
—Mejor aún —dijo—, podría dejar cinco o seis Aiel dentro, en alerta y a la espera.
—Perrin, eso es muy, pero que muy artero —comentó Mat con una sonrisa—. Has cambiado para mejor, amigo mío.
—Viniendo de ti, procuraré aceptar eso como un cumplido. —Hizo una pausa antes de añadir—: No será fácil.
Thom soltó una risita divertida.
—Pero Mat tiene razón. Has cambiado. ¿Qué ha sido del muchacho inseguro, de conversación sosegada, al que ayudé a escapar de Dos Ríos?
—Que pasó por el fuego de la fragua —respondió con suavidad.
Thom asintió con la cabeza, pillando su comentario, al parecer.
—¿Y tú, Mat? —preguntó Perrin—. ¿Puedo ayudarte de alguna forma? ¿Tal vez facilitarte el Viaje entre tiendas?
—No, no. No me pasará nada.
—¿Cómo piensas protegerte?
—Con ingenio y sentido común.
—Ah, bien. ¿Planeas encontrarlos, entonces? Pues, ya iba siendo hora.
Mat resopló al oír el comentario socarrón de su amigo.
—¿Qué le pasa a todo el mundo últimamente que duda de mi buen juicio y mi ingenio? —preguntó—. Estaré bien, creedme. Recordadme que os hable de la noche en que comprendí por primera vez que podía ganar en cualquier juego de dados que quisiera. Es una buena historia. Tiene que ver con caerse de puentes. O de un puente, al menos.
—Podrías contárnosla ahora —sugirió Perrin.
—No es un buen momento para eso. En fin, no tiene importancia. Verás, es que me marcho dentro de poco.
El efluvio de Thom delató que estaba excitado.
—Perrin, nos proporcionarás un acceso, ¿verdad? —preguntó Mat—. Detesto dejar a la Compañía. Los chicos estarán desconsolados sin mí, pero al menos tendrán esos dragones con los que hacer volar cosas.
—Pero ¿adónde vais? —quiso saber Perrin.
—Supongo que debería explicártelo. Ésa era la razón de reunirnos contigo, aparte de las charlas amistosas y todo lo demás. —Mat se echó hacia adelante—. Perrin, Moraine está viva.
—¡¿Qué?!
—Es cierto —insistió Mat—. O, al menos, creemos que lo es. Escribió una carta a Thom en la que afirmaba que había sabido por anticipado que lucharía con Lanfear y que… Bueno, sea como sea, está esa torre al oeste de aquí, en el río Arinelle. Es de metal y no…
—La Torre de Ghenjei. Sí, la conozco —dijo con suavidad Perrin.
—¿De veras? —Mat parpadeó, desconcertado—. Así me abrase. ¿Cuándo te has convertido en un erudito?
—He oído hablar de ella, nada más. Mat, ese sitio es muy peligroso.
—Sí, bueno, pues Moraine está dentro. Capturada. Me propongo rescatarla. Tengo que vencer a las serpientes y los zorros, esos jodidos tramposos…
—¿Serpientes y zorros? —repitió Perrin.
Thom asintió con la cabeza antes de explicar:
—El juego de niños se llama así por esos seres que viven en la torre. O eso creemos.
—Yo los he visto —afirmó Mat—. Y… En fin, no hay tiempo ahora para hablar de ello.
—Si vais a rescatarla, tal vez podría acompañaros yo —se ofreció Perrin—. O, al menos, enviar a uno de los Asha’man.
—Acepto con mucho gusto lo del acceso, pero no puedes venir, Perrin. Moraine lo explica en su carta —aclaró Mat—. Sólo pueden ir tres y ya sé quiénes han de ser. —Vaciló un instante—. Olver me va a matar por no llevarlo, ¿sabes?
—Mat, lo que dices no tiene sentido. —Perrin meneó la cabeza.
—En ese caso, te contaré toda la historia —suspiró Mat, que echó una ojeada a la jarra de cerveza—. Vamos a necesitar más de eso y más vale que le adviertas a Grady que aún tardarás un rato…