Elayne dio la vuelta al extraño medallón para seguir con las yemas de los dedos el contorno en relieve de la cabeza de zorro labrada en la parte delantera. Como ocurría con muchos ter’angreal, no era fácil discernir qué tipo de metal se había utilizado para crearlo en un principio. Sospechaba que con plata, merced a la percepción de su Talento. Con todo, el medallón ya no era de plata, sino de algo distinto, algo nuevo.
La primera cantante de la Compañía Teatral El Hombre Afortunado continuaba con su canción. Era una maravilla, pura e inspiradora. Elayne estaba sentada en un sillón mullido, a la derecha del salón que se había reformado para instalar delante una zona elevada para los intérpretes. Un par de mujeres de la guardia personal de Birgitte se encontraban a su espalda.
El salón se hallaba casi a oscuras, iluminado sólo por una hilera de pequeñas lamparillas colocadas detrás de cristales azules en unos huecos de las paredes. La luminiscencia azulada quedaba amortiguada por las linternas amarillas encendidas alrededor del borde interior de la plataforma elevada.
Elayne apenas prestaba atención a la representación. Había oído muchas veces La muerte de la princesa Walishen en balada, y no veía razón para añadirle diálogos y varios intérpretes, en lugar de un único bardo que interpretara toda la obra. Pero era la balada favorita de Ellorien, y los comentarios favorables en Cairhien sobre esos intérpretes —a los que la aristocracia de allí había descubierto hacía poco tiempo— tenían en ascuas a muchos nobles de Andor.
De ahí la celebración de esta velada. Ellorien había acudido en respuesta a su invitación; a buen seguro que estaba intrigada y se preguntaría por qué había tenido la audacia de invitarla. Pronto aprovecharía la ventaja de tener allí a Ellorien. Pero aún no. Que disfrutara antes con la representación. Estaría esperando una emboscada política, y que ella se acercara para sentarse a su lado, o quizá que mandara a un sirviente con una oferta.
Elayne no hizo ninguna de las dos cosas, sino que permaneció sentada en su sitio, analizando el ter’angreal de la cabeza de zorro. Se trataba de una obra de arte compleja a despecho de ser un objeto de metal macizo, de una pieza. Percibía los tejidos que se habían utilizado para crearlo. Su complejidad distaba mucho de la simplicidad de los retorcidos anillos del sueño.
En sus intentos de reproducir el medallón estaba haciendo mal algo. Llevaba en la escarcela uno de esos intentos fallidos. Había ordenado a sus plateros que fundieran copias para ella con la precisión y el detalle de que eran capaces esos grandes artesanos, aunque suponía que el diseño en sí no tenía importancia. Por alguna razón, lo que sí parecía tenerla era la cantidad de plata empleada, pero no la forma dada a esa plata.
Había estado a punto de conseguirlo, aunque la copia que llevaba en la escarcela no funcionaba a la perfección. Tejidos menos potentes resbalaban sobre la copia, pero, por alguna razón, no lograba repeler otros más intensos. Y, lo que era más problemático, le impedía encauzar mientras tocaba la pieza.
Por el contrario, sí podía encauzar aunque sostuviera el original. De hecho, había sentido vértigo cuando descubrió que sostener el medallón no interfería en sus tejidos ni poco ni mucho. Cosa que sí le ocurría debido al embarazo —lo que seguía siendo motivo de frustración para ella—, pero era factible sostener la cabeza de zorro y encauzar.
No ocurría lo mismo con la copia. Había cometido algún error. Y, por desgracia, el plazo que tenía para disponer del medallón estaba a punto de expirar. Mat querría que se lo devolviera dentro de poco.
Sacó la copia fallida y la colocó en el asiento que había al lado, tras lo cual abrazó la Fuente y tejió Energía. Algunas de las Allegadas del grupo que asistía a la representación en unos asientos laterales desviaron la vista
Hacia ella al notarlo, aunque la mayoría estaba demasiado absorta en el canto.
Elayne alargó la mano y tocó la copia del medallón. De inmediato, los tejidos se deshicieron y la Fuente titiló y desapareció, igual que si la hubieran escudado.
Suspiró al tiempo que el canto llegaba a su punto culminante. La copia era tan parecida al original y, sin embargo, tan frustrante a la vez. Nunca había llevado encima algo que le impidiera tocar la Fuente, ni siquiera a cambio de la protección que hubiera podido ofrecerle.
Aun así, no era del todo inútil. A lo mejor le daba una copia a Birgitte, así como a unos pocos capitanes de la Guardia Real. Más valía que no creara demasiados objetos como ése, habida cuenta del efecto negativo que tenía en encauzadoras.
¿Y qué tal darle una de las copias a Mat? Nunca lo descubriría, puesto que él no encauzaba…
«No», pensó mientras vencía la tentación antes de que fuera demasiado fuerte. Había prometido devolverle el medallón y eso sería lo que haría, no cambiárselo por una copia que no funcionaba igual de bien. Guardó el medallón en el bolsillo del vestido. Ahora que sabía que era posible convencerlo de que se desprendiera del medallón, a lo mejor conseguía coaccionarlo para que se lo dejara un poco más de tiempo. No obstante, la presencia del gholam la preocupaba. ¿Cómo enfrentarse a esa cosa? Quizá la idea de hacer copias del medallón para todos sus guardias no era tan mala, después de todo.
La canción terminó con la aguda nota final disminuyendo poco a poco hasta apagarse por completo, como la llama de una vela tras consumir el pabilo. El final de la obra llegó poco después, con unos hombres que llevaban máscaras blancas surgiendo de golpe de la oscuridad. Hubo un destello intenso —producido al arrojar algo en una de las linternas— y, cuando se apagó, Walishen yacía muerta en el escenario con el cinturón rojo del vestido extendido a su alrededor, de forma que simulaba sangre derramada.
La audiencia se puso de pie y aplaudió. La mayoría eran Allegadas, aunque no pocos eran acompañantes de otros Cabezas Insignes que también habían recibido la invitación. Todos ellos partidarios suyos. Dyelin, por supuesto, así como el joven Conail Northan, y la también joven Catalyn Haevin, aunque el doble de orgullosa.
La otra noble asistente a la representación era Sylvase Caeren. ¿Qué pensar de ella? Elayne meneó la cabeza, metió la copia fallida de la cabeza de zorro en la escarcela y ofreció un aplauso comedido a los otros componentes de la compañía ovacionados. Los intérpretes sólo estarían pendientes de ella; de modo que, si no hacía un gesto de aprobación, se pasarían toda la noche preocupados.
Después se dirigió hacia una sala de estar adyacente, amueblada con sillones mullidos y de anchos reposabrazos, en la que sostener una conversación tranquila. Había un mostrador a un lado de la estancia, atendido por un sirviente con uniforme rojo y blanco. El hombre tenía las manos cruzadas a la espalda en una actitud respetuosa, esperando que la gente entrara en la sala. Ellorien no se encontraba allí, por supuesto; era un gesto de cortesía básica por parte de un invitado aguardar a que la anfitriona se retirara primero. Aunque entre Ellorien y ella no había una buena relación, sería un desatino mostrar malos modales.
Poco después de llegar Elayne, Ellorien entró en la sala de estar. La oronda mujer charlaba con una de las Allegadas, sin hacer caso a propósito de los cabezas de casa que se encontraban cerca de ella. La conversación sonaba forzada. Era casi lógico esperar que hubiera evitado ir a la sala de estar, pero Elayne sabía que esa mujer querría asegurarse de dejar bien claro que no había cambiado de opinión respecto a la casa Trakand.
Elayne le dedicó una sonrisa, pero no se acercó a ella; en cambio, se volvió hacia Sylvase cuando ésta entró. De constitución media, a la joven de ojos azules se la podría haber considerado bonita de no ser por el gesto inmutable del rostro. No como el semblante imperturbable de una Aes Sedai, sino inexpresivo por completo. A veces uno tenía la impresión de que Sylvase era un maniquí vestido para exhibir ropa. Claro que, en otras ocasiones, dejaba entrever un fondo oculto, una astucia en lo más recóndito de su ser.
—Gracias por la invitación, majestad —dijo Sylvase sin un altibajo en la voz, una monotonía que resultaba un tanto inquietante—. Ha sido una experiencia muy esclarecedora.
—¿Esclarecedora? —repitió Elayne—. Había confiado en que fuera placentera.
Sylvase no respondió. Miró a Ellorien y entonces, por fin, mostró alguna emoción. Una especie de fría ojeriza, de la clase que produce escalofríos.
—¿Por qué habéis invitado precisamente a esa mujer, majestad?
—Hubo un tiempo en que la casa Caeren también estuvo reñida con la casa Trakand —contestó Elayne—. A menudo, aquellos cuya lealtad cuesta más conseguir son los mejores una vez que te la han concedido.
No os apoyará, majestad —comentó Sylvase, en el mismo tono en exceso calmoso—. No después de lo que hizo vuestra madre.
Cuando mi madre ocupó el trono años atrás, hubo algunas casas que dijeron que jamás lo conseguiría y, sin embargo, lo hizo —respondió Wayne, que echó una ojeada a Ellorien.
¿Y qué? Ya contáis con apoyos de sobra, majestad. Ya tenéis vuestra victoria.
—Una de ellas.
Dejó sin decir lo demás. Había una deuda de honor con la casa Traemane. Buscar la aprobación de Ellorien no era sólo para reforzar su posición en el Trono del León, sino para subsanar las desavenencias causadas por su madre bajo la influencia de Gaebril. Era para recobrar la reputación de su casa, para enmendar los agravios que pudieran remediarse.
Sylvase no podía entenderlo. Elayne se había enterado de la infancia que había tenido la pobre chica; ésta no tendría mucha fe en el honor de cualquier Cabeza Insigne. Al parecer, sólo creía en dos cosas: el poder y la venganza. Mientras la apoyara y fuera posible guiarla, no sería un estorbo. Pero nunca sería el apoyo firme para la casa Trakand que era alguien como Dyelin.
—¿Cómo cumple mi secretario con vuestras necesidades, majestad? —preguntó la joven noble.
—Bien, supongo.
Hasta ese momento no había obtenido ningún resultado de valor, aunque Elayne no le había dado permiso para hacer nada drástico en los interrogatorios. Estaba atrapada en un dilema. Había perseguido a ese grupo del Ajah Negro durante lo que le parecía toda la vida. Por fin estaban en su poder, pero… ¿Qué hacer con ellas?
Birgitte las había capturado vivas con la clara intención de que fueran interrogadas y después entregadas a la Torre Blanca para ser juzgadas. Lo cual significaba que no tenían motivos que las indujeran a hablar; sabían que el resultado final sería la ejecución. Por lo cual, o ella tenía que estar dispuesta a hacer un trato con esas mujeres o tenía que dejar que el encargado de la interrogación tomara medidas extremas.
Una reina debía ser lo bastante dura para permitir ese tipo de cosas. O eso era lo que sus maestros y tutores le habían enseñado. La culpabilidad de esas mujeres era indiscutible, y ya habían hecho bastante daño para merecer la muerte una docena de veces. Sin embargo, Elayne no sabía con seguridad hasta dónde estaba dispuesta a llegar para sacarles sus secretos a la fuerza.
Además, ¿serviría de algo eso? Ispan había estado sometida a algún tipo de Compulsión o de juramentos que la vinculaban, y era muy probable que a éstas les ocurriera lo mismo. ¿Tendrían la posibilidad de revelar algo útil? Ojalá existiera algún modo de…
Vaciló y se le pasó por alto el comentario que Sylvase le estaba haciendo cuando se le ocurrió una idea. A Birgitte no le gustaría, por supuesto. A Birgitte no le gustaba nada. Pero había notado que la mujer había salido de palacio para ir a algún sitio, tal vez a hacer la ronda por los puestos de guardia del exterior.
—Discúlpame, Sylvase —dijo—. Acabo de acordarme de algo que he de hacer sin más remedio.
—Desde luego, majestad —respondió la chica con aquella voz inexpresiva, casi inhumana.
Elayne se apartó de la joven y a continuación saludó —y dio las buenas noches— a los demás. Conail parecía aburrido. El muchacho había acudido porque era lo que se esperaba que hiciera. Dyelin era la de siempre, agradable, aunque prudente. Elayne evitó a Ellorien. Saludó a todos los demás invitados de relevancia. Una vez que hubo acabado, se encaminó hacia la salida.
—Elayne Trakand —llamó Ellorien.
Elayne se detuvo y sonrió para sus adentros. Se volvió, borrando del rostro cualquier expresión que no fuera una curiosidad calculada.
—¿Sí, lady Ellorien?
—¿Me habéis invitado a venir sólo para hacer caso omiso de mi presencia? —demandó la noble desde el otro lado de la sala.
Todas las conversaciones cesaron.
—En absoluto —contestó Elayne—. Pero tenía la impresión de que disfrutaríais de un rato más agradable si no os obligaba a relacionaros conmigo. Esta velada no tenía propósitos políticos.
—Entonces, ¿para qué era? —inquirió Ellorien, ceñuda.
—Para gozar con una hermosa obra, lady Ellorien. Y, tal vez, para recordaros otros tiempos en que a menudo disfrutabais de espectáculos en compañía de la casa Trakand. —Sonrió e hizo una leve inclinación de cabeza antes de salir.
«Ahora que piense sobre eso», se dijo con satisfacción.
No cabía duda de que Ellorien tenía que haber oído que Gaebril había sido uno de los Renegados. Puede que no lo creyera, pero quizá recordaría los años en que ella y Morgase se habían tratado con respeto. ¿Acaso unos pocos meses bastaban para olvidar años de amistad?
Encontró a Kaila Bent, una de las capitanas de las mujeres de la guardia, al pie de la escalera próxima al salón. La larguirucha pelirroja charlaba de forma amistosa con un par de soldados de la guardia; se notaba que ambos hombres estaban deseosos de ganarse su favor. Los tres se pusieron firmes al reparar en Elayne.
—¿Dónde ha ido Birgitte? —le preguntó a la capitana.
—Fue a investigar un pequeño alboroto que hubo en una de las puertas, majestad —le contestó Kaila—. Me han informado que no era cosa de importancia. Ese capitán mercenario que vino a visitaros hace unos días intentó colarse a hurtadillas en el recinto de palacio, y la capitana Birgitte lo está interrogando.
¿Te refieres a Matrim Cauthon? —preguntó, enarcando una ceja.
La mujer asintió con la cabeza.
¿Y dices que lo está interrogando?
Es lo que me han contado, majestad —respondió Kaila.
Es decir, que los dos se han ido a beber algo —concluyó Elayne con un suspiro. Luz, qué mal momento habían elegido.
¿O sería bueno? Si se había ido con Mat, Birgitte no podría hacer objeciones a su plan sobre el Ajah Negro. Sonrió sin darse cuenta.
—Capitana Bent, vendrás conmigo.
Salió del vestíbulo del teatro y entró en el palacio propiamente dicho. La mujer fue tras ella e hizo un ademán al grupo de mujeres de la guardia que había en el pasillo para que las siguiera.
Sonriendo para sus adentros, Elayne empezó a dar órdenes. Una de las guardias echó a correr para transmitirlas, aunque parecía desconcertada por la extraña lista de peticiones. Elayne se encaminó hacia sus aposentos y allí se sentó a pensar. Tendría que actuar deprisa. Birgitte estaba de un humor pésimo; lo notaba a través del vínculo.
Enseguida llegó una criada con una envolvente capa negra. Elayne se incorporó con presteza y se la puso, tras lo cual abrazó la Fuente. ¡Tuvo que intentarlo tres veces! Qué puñetas. Estar embarazada resultaba frustrante a veces.
Tejió Fuego y Aire a su alrededor para crear el Espejo de las Nieblas y adoptar una apariencia más alta, más imponente. Abrió el joyero y sacó una pequeña talla de marfil de una mujer sentada, envuelta en su propio cabello. Usó el angreal para absorber tanto Poder Único como se atrevió. Desde luego, su apariencia sería imponente en verdad para cualquier encauzadora que la mirara.
Miró hacia las mujeres de la guardia que tenía a su espalda, quienes, como era de esperar, parecían desconcertadas y de hecho habían llevado la mano a la espada de forma inconsciente.
—¿Majestad? —preguntó Kaila.
—¿Qué aspecto tengo? —inquirió a su vez Elayne, que retocó los tejidos para que la voz le sonara más profunda.
Kaila abrió los ojos como platos.
—El aspecto de una amenazadora nube de tormenta que ha cobrado vida, majestad —contestó.
—¿Intimidante, entonces? —preguntó, y dio un ligero respingo por el sonido peligroso, casi inhumano, de su voz. ¡Perfecto!
—Yo diría que sí —aseguró la larguirucha pelirroja, que se frotó la barbilla con la mano—. Aunque los zapatos estropean el resultado.
Elayne bajó la vista y maldijo al reparar en la seda rosa de los zapatos. Tejió un poco más para lograr que le desaparecieran los pies. Ese toque daría la impresión de que flotaba en el aire, envuelta en un palpitante manto de negrura que semejaban tiras de tela negra revoloteando a su alrededor. El rostro quedaba oculto por completo en la oscuridad. Para dar un último toque, creó dos puntos rojos que brillaban un poco donde debería tener los ojos. Como carbones irradiando un brillo granate.
—La Luz nos valga —susurró una de las guardias.
Elayne asintió, complacida; el corazón le latía con rapidez por la excitación. No estaba preocupada. No correría peligro. La visión de Min lo garantizaba. Repasó su plan otra vez. Tenía fundamento. Pero sólo había una forma de comprobarlo.
Elayne invirtió los tejidos y los ató. Entonces se volvió hacia las guardias.
—Apagad las luces —les ordenó—, y quedaos muy quietas, sin moveros. Regresaré enseguida.
—Pero… —empezó Kaila.
—Es una orden, capitana —la interrumpió con firmeza—. Más vale que obedezcas.
La mujer vaciló. Seguro que sabía que Birgitte no permitiría jamás que ocurriera esto. Pero Kaila no era Birgitte, por suerte. De mala gana, la mujer dio la orden y las luces del cuarto se apagaron.
Elayne metió la mano en el bolsillo y sacó el medallón de la cabeza de zorro, el original, y después creó un acceso. La línea de luz brilló en la oscura habitación, resplandeció y las bañó en un fulgor pálido como luz de luna. El acceso se abrió a un cuarto que también estaba a oscuras.
Elayne cruzó y se encontró en las mazmorras de palacio, en una de las celdas. Había una mujer arrodillada al otro lado del calabozo, junto a una puerta maciza que tenía un ventanuco —con barrotes en la parte superior— por el que entraba la única luz que llegaba a la húmeda celda. Elayne vio un jergón pequeño a la derecha, así como un cubo que hacía las veces de orinal, a su izquierda. El reducido espacio olía a moho y a residuos corporales, y se oían con claridad los arañazos de las ratas, cerca. Aun así, parecía un alojamiento demasiado espléndido para la mujer que tenía delante.
Elayne había elegido a Chesmal de forma premeditada. Parecía haber tenido cierta autoridad entre las Negras, y era lo bastante poderosa para que casi todas las demás se inclinaran ante ella. Pero también le había parecido más apasionada que lógica la última vez que se habrían encontrado. Eso sería importante.
La mujer alta y guapa giró sobre sí misma cuando ella entró en la celda. Elayne contuvo el aliento. Menos mal que la farsa funcionó; Chesmal se tiró al suelo cubierto de paja.
Insigne Señora —musitó la mujer—. He…
¡Silencio! —gritó Elayne con voz retumbante.
Chesmal se encogió y después echó una ojeada hacia un lado, como si esperase que los guardias se asomaran para ver qué ocurría. Y había Allegadas allí para mantener el escudo de Chesmal; Elayne las percibía. No acudió nadie, a pesar del sonido. Las Allegadas seguirían las órdenes dadas Por Elayne, a pesar de lo extrañas que pudieran parecerles.
—Eres menos que una rata —dijo con la voz disfrazada—. Se te envió a trabajar por la gloria del Gran Señor, pero ¿qué has hecho? ¡Dejar que te capturaran esas necias, esas… pequeñas!
Chesmal sollozó y se inclinó más aún.
—Soy polvo, Insigne Señora. ¡No soy nada! Os hemos fallado. ¡Por favor, no me destruyáis!
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —bramó Elayne—. ¡El trabajo de tu grupo ha estado marcado por un fracaso tras otro! ¿Qué has hecho que tenga bastante peso para convencerme de que permita que vivas?
—¡Hemos matado a muchas de esas necias que trabajan en contra del Gran Señor! —gimió Chesmal.
Elayne hizo un gesto de dolor; armándose de valor, creó un látigo de Aire y azotó con él la espalda de la mujer. Era lo que Chesmal se merecía.
—¿Tú? ¡Tú no tienes nada que ver con sus muertes! ¿Me tomas por estúpida? ¿O por una ignorante?
—¡No, Insigne Señora! —sollozó Chesmal, que se iba encogiendo más y más—. ¡Por favor!
—Entonces, dame una razón para que no te mate.
—Tengo información, Insigne Señora —se apresuró a decir la Negra—. Uno de los que nos ordenaron buscar, de los dos hombres a los que hay que matar a toda costa… ¡Uno está en Caemlyn!
—Cuenta —ordenó Elayne tras una ligera vacilación. ¿A qué venía eso?
—Cabalga con un grupo de mercenarios —continuó Chesmal, que parecía aliviada de tener información que quisiera oír—. ¡Es el hombre de ojos penetrantes que lleva sombrero y maneja una lanza marcada con cuervos!
¿Mat? ¿Los Amigos Siniestros iban tras Mat? Era amigo de Rand, sí, y también ta’veren, pero ¿qué había hecho para despertar la ira de los mismísimos Renegados? Y más preocupante era el hecho de que Chesmal supiera de la presencia de Mat en la ciudad. ¡Él había llegado después de que habían capturado a las hermanas Negras! Eso significaba que…
Que Chesmal y las otras estaban en contacto con otros Amigos Siniestros. Pero ¿quiénes?
—¿Y cómo has descubierto eso tú? ¿Por qué no se me ha informado antes de esto?
—Lo he sabido hoy mismo, Insigne Señora. —Ahora Chesmal hablaba con seguridad—. Planeamos un asesinato.
—¿Y cómo vais a hacer tal cosa estando prisioneras? —demandó Elayne.
Chesmal alzó la vista un instante; el rostro cuadrado de la Negra mostraba desconcierto. No dijo nada.
«Le he descubierto que no sé tanto como debería», se dijo Elayne, rechinando los dientes tras la máscara de sombras.
—Insigne Señora, he seguido con mucho cuidado las órdenes que recibí. Estamos casi en condiciones de iniciar la invasión, como se ordenó. Dentro de poco, la sangre de nuestros enemigos inundará Andor y el Gran Señor reinará a fuego y ceniza. Nos ocuparemos de que sea así.
¿Qué era esto? ¿Invadir Andor? ¡Imposible! ¿Cómo ocurriría? ¿Cómo era posible que ocurriera? Y, sin embargo, ¿correría el riesgo de hacer esas preguntas? Chesmal parecía sospechar que algo no iba bien.
—No sois la Elegida que me visitaba antes, ¿verdad, Insigne Señora? —preguntó la Negra.
—Tú no eres quién para cuestionar lo que hagamos o dejemos de hacer. —Elayne acompañó sus palabras con otro latigazo de Aire en la espalda de la mujer—. Tengo que comprobar hasta dónde sabes sobre algunas cosas para juzgar lo que has entendido y lo que no. Si ignoras que… En fin, eso está por ver. Primero, explícame lo que sabes sobre la invasión.
—Sé que la fecha señalada está próxima, Insigne Señora —respondió Chesmal—. Si dispusiéramos de más tiempo, quizá podríamos planear las cosas mejor. Si pudieseis sacarme de este lugar de reclusión, entonces me ocuparía de…
La Negra dejó la frase sin acabar y miró de reojo hacia un lado.
La fecha señalada. Elayne abrió la boca para exigir más datos, pero dudó. ¿Qué? Ya no sentía a las Asentadas fuera. ¿Se habrían retirado? ¿Y el escudo de Chesmal?
La puerta traqueteó, el cerrojo giró, y entonces la puerta se abrió de golpe dejando a la vista a un grupo de gente al otro lado. Y no era el grupo de guardias que Elayne esperaba ver. En cabeza iba un hombre de corto cabello negro que clareaba por los lados y con un gran bigote. Vestía pantalón marrón, camisa negra y chaqueta larga, casi como un ropón abierto por delante.
¡El secretario de Sylvase! Tras él había dos mujeres: Temaile y Eldrith, ambas del Ajah Negro. Ambas abrazando la Fuente. ¡Luz!
Elayne silenció su sorpresa y les sostuvo la mirada, sin ceder terreno. Si había sido capaz de convencer a una hermana Negra de que era una de las Renegadas, entonces quizá podría convencer a tres. Temaile abrió los ojos de par en par y se arrodilló, al igual que hizo el secretario. Por el contrario, Eldrith vaciló. Elayne no sabía si era por su postura, el disfraz o su reacción al ver a los tres recién llegados. O quizás era por cualquier otra cosa. Fuera por el motivo que fuera, el caso es que Eldrith no se dejó engañar. La mujer de cara redonda empezó a encauzar.
Elayne se maldijo para sus adentros mientras creaba sus propios tejidos— Lanzó un escudo sobre Eldrith justo cuando notaba que uno le caía encima. Por suerte, llevaba consigo el ter’angreal de Mat. El tejido se deshizo y el medallón, sujeto en la mano, se puso gélido. Por otro lado, su tejido se deslizó entre Eldrith y la Fuente, y la escudó. El brillo del Poder que envolvía a la Negra se apagó.
—¡Qué haces, estúpida! —chilló Chesmal—. ¿Es que intentas derrotar a una Elegida? ¡Conseguirás que nos mate a todos!
—Esa no es una Elegida —gritó a su vez Eldrith.
Elayne pensó con retraso en tejer una mordaza de Aire.
—¡Te ha engañado! Se…
Elayne metió la mordaza en la boca de la Negra y la hizo callar, pero ya era demasiado tarde. Temaile —que siempre había dado la impresión de ser demasiado delicada para pertenecer al Ajah Negro— abrazó la Fuente y alzó los ojos. La expresión de Chesmal pasó de ser aterrada a iracunda.
Elayne se apresuró a atar el escudo de Eldrith y empezó a tejer otro. Un tejido de Aire la golpeó. El medallón de la cabeza de zorro se enfrió y —bendito Mat por su préstamo temporal— Elayne interpuso un escudo entre Chesmal y la Fuente.
Temaile se quedó mirándola boquiabierta, estupefacta al ver que su tejido no surtía efecto. El secretario de Sylvase no era tan lento, por desgracia. Se arrojó hacia adelante de forma inesperada y dio un empellón a Elayne que la lanzó contra la pared con mucha fuerza.
El dolor fue intenso en el hombro, y sintió un chasquido. ¿Se le habría roto el hueso? «¡Los bebés!», fue su pensamiento inmediato, una sacudida de terror primario que desafió toda idea sobre Min y sus visiones. La sorpresa hizo que soltara el tejido del acceso que conducía de vuelta a sus aposentos, arriba. El acceso parpadeó y desapareció.
—Tiene un ter’angreal de alguna clase que hace que los tejidos resbalen sobre ella —chilló Temaile.
Elayne se esforzó en incorporarse, empujó al secretario y creó un tejido de Aire para echarlo hacia atrás. Mas, mientras lo hacía, el tipo le asió la mano, tal vez al notar un destello metálico. El secretario metió los largos dedos alrededor del medallón justo cuando el tejido de Aire de Elayne lo golpeaba.
El hombre salió lanzado hacia atrás, aferrado al medallón. Elayne gruñó, todavía rabiosa. Temaile esbozó una sonrisa maliciosa y unos tejidos de Aire se crearon a su alrededor; la Negra los lanzó hacia adelante, pero Elayne los recibió con los suyos propios.
Los dos tejidos de Aire chocaron entre sí y provocaron que el aire se sacudiera en la pequeña celda. Fragmentos de paja salieron volando en un remolino, y a Elayne le dolieron los oídos por la presión. El secretario de cabello oscuro gateó alejándose de la lucha, sin soltar el ter’angreal. Elayne lanzó un tejido hacia él, pero sin resultado.
Elayne gritó de rabia; el dolor del hombro donde se había golpeado contra la pared era intenso. La pequeña celda estaba atiborrada con tanta gente, y Temaile se había quedado en la puerta, cerrando de forma impremeditada el paso al secretario, que quería salir. O tal vez fuera a propósito; seguramente querría ese medallón. Las otras dos hermanas Negras se agacharon, envueltas en las ráfagas de aire, todavía escudadas.
A través del angreal, Elayne absorbió tanto Poder Único como se atrevió y empujó hacia adelante su tejido de Aire, apartando el que Temaile utilizaba para empujar. Los dos aguantaron un instante; después, el de Elayne se abrió paso y chocó contra Temaile de forma que la sacó de la celda y la estampó contra la pared de fuera. Elayne creó un escudo, aunque parecía que Temaile se había quedado sin sentido por el golpetazo.
El secretario salió disparado hacia la puerta. Elayne tuvo un momento de pánico al verlo e hizo lo único que se le ocurrió: levantó a Chesmal con un tejido de Aire y la arrojó contra el secretario.
Los dos rodaron en un revoltijo de brazos y piernas. Un tintineo metálico sonó en el aire cuando el medallón de cabeza de zorro cayó al suelo, libre de la mano del hombre, y rodó a través de la puerta.
Elayne respiró hondo y sintió un intenso dolor en el pecho; el brazo le colgó, fláccido. Ya no conseguía sujetarlo como era debido. Se lo sujetó con el otro brazo, furiosa, aferrándose a la Fuente. La dulzura del Saidar era reconfortante. Tejió Aire y ató a Chesmal, al secretario y a Eldrith, que intentaba arrastrarse hacia ella a hurtadillas.
Respirando para sosegarse, Elayne se abrió paso entre ellos y salió de la pequeña celda para comprobar el estado de Temaile, tirada en el pasillo. La mujer respiraba, pero estaba inconsciente, como había supuesto. También la ató con Aire, para mayor seguridad, y luego recogió con tranquilidad el medallón de cabeza de zorro. Hizo una mueca de dolor por el otro brazo. Sí, era evidente que se había roto el hueso.
El oscuro pasillo se encontraba vacío, con las cuatro puertas de las celdas a los lados e iluminado por una única lámpara de pie. ¿Dónde estaban los guardias y las Allegadas? De mala gana, deshizo los tejidos del disfraz; no querría que unos soldados llegaran y la tomaran por una de las Amigas Siniestras. ¡Desde luego, alguien tenía que haber oído aquel jaleo! En el fondo de la mente percibía la preocupación que por ella sentía Birgitte, la cual se encontraba cada vez más cerca. Sin duda, su Guardiana había sentido la herida que había recibido.
Elayne casi prefería el dolor del hombro a la charla que le iba a dar Birgitte. Hizo otra mueca al pensarlo mientras se daba la vuelta y echaba una ojeada a sus cautivas. Tendría que comprobar las otras celdas.
Sus bebés estarían bien, desde luego. Y ella también. Había tenido una facción fuerte por el dolor; en realidad no se había asustado. Aun así, lo mejor sería…
—Hola, mi reina —le susurró la voz de un hombre al oído un instante antes de que un dolor nuevo le estallara en el costado.
Dio un respingo y se tambaleó hacia adelante. Una mano le arrebató de un tirón la cabeza de zorro.
Elayne giró sobre sí misma y el pasillo empezó a hacerse borroso. Algo cálido le resbalaba por el costado. ¡Estaba sangrando! La impresión fue tal que perdió contacto con la Fuente.
Doilin Mellar se encontraba detrás de ella en el pasillo; sostenía un cuchillo ensangrentado en la mano derecha y sujetaba el medallón en la izquierda. El rostro enjuto del hombre exhibía una amplia sonrisa, casi una mueca lasciva. Aunque vestía con harapos, se advertía en él tanta seguridad en sí mismo como la que mostraría un rey en su trono.
Elayne siseó y buscó la Fuente. No ocurrió nada. Oyó una risita a su espalda. ¡No había atado el escudo de Chesmal! Tan pronto como había soltado la Fuente, los tejidos se habrían deshecho. Como era de esperar, al mirar encontró tejidos que la aislaban del Poder Único.
Chesmal, con la bonita cara encendida de placer, le sonrió. ¡Luz! Había un charco de sangre a sus pies. Tanta.
Trastabilló hacia atrás, contra la pared del pasillo, con Mellar a un lado y Chesmal al otro.
No podía morir. Min había dicho…
«Quizá lo estamos malinterpretando», pensó. Hay muchas cosas que todavía pueden salir mal. La advertencia de Birgitte le vino a la mente.
—Cúrala —dijo Mellar.
—¿Qué? —demandó Chesmal.
A su espalda, Eldrith se sacudía el polvo del vestido dentro de la celda. Había caído al suelo cuando los tejidos de Aire de Elayne se disiparon, pero el escudo seguía en su sitio. Ése sí lo había atado.
«Piensa —se exhortó mientras la sangre le corría entre los dedos—. Tiene que haber un modo de salir de ésta. ¡Tiene que haberlo! ¡Oh, Luz! ¡Birgitte, date prisa!»
—Cúrala —repitió Mellar—. La herida del cuchillo era para hacer que te soltara.
—Necio —espetó Chesmal—. ¡Si los tejidos hubieran estado atados, una herida no nos habría liberado!
—En ese caso, habría muerto —dijo él, encogiéndose de hombros. Miró a Elayne; los bonitos ojos del hombre brillaron de deseo—. Y habría sido una lástima, porque se me prometió que la tendría, Aes Sedai. No quiero que muera aquí, en estas mazmorras. No morirá hasta que yo haya tenido tiempo de… disfrutar de ella. —Miró a la hermana Negra—. Además, ¿crees que a quienes servimos les agradaría que dejáramos morir a la reina de Andor sin antes sacarle sus secretos?
Chesmal parecía contrariada, pero por lo visto comprendió lo acertado de las palabras del hombre. Tras ellos, el secretario salió de la celda y después de mirar a un lado y a otro— echó a andar pasillo adelante hacia la escalera, deprisa. Chesmal cruzó el corredor para acercarse a Elayne. Por suerte, pues se sentía ya muy mareada. Apoyó la espalda en la pared, casi sin notar el dolor del hombro roto, y se deslizó pared abajo hasta quedarse sentada.
—Muchacha idiota —masculló Chesmal—. Me di cuenta de tu engaño desde el principio, por supuesto. Sólo te seguía la corriente para ganar tiempo hasta que llegara la ayuda que sabía que estaba en camino.
Las palabras sonaban con eco; Elayne yacía tendida en el suelo. La Curación. Necesitaba… esa… Curación. La mente se le embotaba más y más, y la visión se volvía borrosa. Mantuvo la mano contra el costado, aterrada por sí misma, por sus hijos.
La mano se deslizó al suelo. Sintió algo a través de la tela de la escarcela: la copia del medallón de la cabeza de zorro.
Chesmal le puso las manos en la cabeza y realizó el tejido de Curación. A Elayne le dio la impresión de que por las venas le fluía agua helada; una oleada de Poder le asaltó el cuerpo. Hizo una profunda inhalación, desaparecido el dolor del costado y del hombro.
—Ya está —dijo Chesmal—. Ahora, deprisa, tenemos que…
Elayne sacó el falso medallón y lo sostuvo en alto. En un acto reflejo, Chesmal lo aferró. Y quedó incapacitada para encauzar. Sus tejidos desaparecieron, incluido el escudo de Elayne.
Chesmal maldijo y tiró el medallón, que cayó al suelo y rodó mientras la mujer tejía un escudo.
Elayne ni se molestó en hacer otro para la Negra. Esta vez tejió Fuego. Sencillo, directo, peligroso. Las llamas le prendieron la ropa antes de que la Negra tuviera tiempo de acabar el tejido. Chesmal soltó un aullido.
Elayne se puso de pie. El pasillo osciló y dio vueltas —la Curación la había dejado agotada—; pero, antes de que todo dejara de girar, tejió otro hilo de Fuego y lo lanzó contra Mellar. ¡Ese hombre había puesto en peligro la vida de sus hijos! ¡La había acuchillado! Él…
El tejido se deshizo en el momento en que lo tocó. Mellar le sonrió mientras paraba algo con el pie: el segundo medallón.
Vaya, vaya —dijo mientras lo recogía—. ¿Otro? ¿Y si te sacudo caerá un tercero?
Elayne masculló. Chesmal seguía gritando, envuelta en fuego; cayó al suelo, pataleando, y el pasillo empezó a llenarse del acre olor a carne quemada. ¡Luz! Su intención no había sido matarla. Pero no había tiempo que perder. Tejió Aire y volvió a levantar en el aire a Eldrith antes de que La mujer tuviera ocasión de escapar. La empujó hacia adelante, entre Mellar y ella, por si acaso. Él observaba la escena con sagacidad y avanzaba poco a poco, sosteniendo los dos medallones en una mano y la daga en la otra. El arma todavía brillaba con la sangre de Elayne.
—Aún no hemos acabado, mi reina —dijo con voz suave—. A estas otras se les prometió poder, pero mi recompensa siempre fuiste tú. Y yo siempre cobro lo que se me debe.
La observaba con atención, esperando alguna treta. ¡Ojalá la tuviera! Pero lo cierto era que apenas conseguía sostenerse en pie. Mantener la conexión con la Fuente no era nada fácil. Retrocedió, manteniendo a Eldrith entre los dos en todo momento. Los ojos del hombre se desviaron un instante hacia la escultural Negra, que tenía los brazos sujetos con Aire contra los costados y flotaba una pulgada por encima del suelo. Con un movimiento brusco, saltó hacia Eldrith y la degolló.
Elayne dio un respingo y retrocedió a trompicones.
—Lo siento —dijo Mellar, y Elayne tardó un instante en darse cuenta de que el hombre le hablaba a Eldrith—. Pero órdenes son órdenes.
Dicho lo cual, se agachó y hundió el cuchillo en la inconsciente Temaile.
¡No podía escapar con los medallones! Con una repentina descarga de energía, Elayne absorbió Poder Único y tejió Tierra. Tiró del techo, por encima de donde se encontraba Mellar. Las piedras se rompieron y los sillares se precipitaron al pasillo; el hombre chilló y se cubrió la cabeza al mismo tiempo que hacía un quiebro. Algo sonó en el aire; metal sobre piedra.
El pasillo tembló y se levantó una polvareda. El desprendimiento de las piedras ahuyentó a Mellar, pero impidió que ella lo persiguiera. El hombre desapareció por el hueco de escalera que había a la derecha. Elayne se dejó caer de rodillas, exhausta. Pero entonces vio algo que brillaba entre los cascotes del techo. Algo de metal plateado. Uno de los medallones.
Conteniendo la respiración, lo recogió. Gracias a la Luz, no perdió contacto con la Fuente. Por lo visto Mellar había escapado con la copia, pero ella aún tenía el original.
Suspiró y se permitió sentarse y recostar la espalda en la fría pared de piedra. Habría querido dejarse llevar y sumirse en la inconsciencia, pero hizo un esfuerzo para guardar el medallón y permanecer despierta hasta que Birgitte apareció en el pasillo. La Guardiana jadeaba con fuerza por la carrera; la chaqueta roja y la trenza dorada estaban mojadas por la lluvia.
Mat entró en el pasillo a continuación, con un pañuelo que le cubría la parte inferior de la cara y el cabello castaño tan mojado que se le pegaba a la cabeza. Los ojos fueron con rapidez de un lado a otro mientras sostenía el bastón de combate en actitud defensiva. Birgitte se arrodilló al lado de Elayne.
—¿Te encuentras bien? —preguntó en tono urgente.
Elayne asintió con la cabeza, desmadejada.
Salí de ésta por mí misma —dijo luego. «Hasta cierto punto», añadió para sus adentros—. ¿Por casualidad no habréis hecho al mundo el favor de matar a Mellar de camino aquí?
—¿Mellar? —preguntó Birgitte, alarmada—. No. ¡Elayne, tienes sangre en el vestido!
—Estoy bien, de verdad. Me han Curado —explicó. Así que Mellar había huido—. Deprisa, buscad por los pasillos. Los hombres de la guardia y las Allegadas que vigilaban aquí…
—Los hemos encontrado —contestó Birgitte—. Amontonados al fondo del hueco de la escalera. Muertos. Elayne, ¿qué ha ocurrido?
A un lado, Mat empujó con la punta del dedo a Temaile y reparó en la herida de arma blanca que tenía en el pecho.
Elayne se llevó las manos al abdomen. Los bebés estarían bien, ¿verdad que sí?
—Hice algo temerario, Birgitte, y sé que me vas a gritar por ello. Pero antes, ¿te importaría llevarme a mis aposentos? Creo que deberíamos pedir a Melfane que me explore. Sólo por si acaso.
Una hora después del fallido intento de asesinato contra Egwene, Gawyn se encontraba solo en un pequeño cuarto que era parte de los aposentos de la Amyrlin. Lo había liberado de los tejidos que lo inmovilizaban y después le había dicho que se quedara allí.
Por fin, Egwene entró en el cuarto caminando con pasos largos y firmes.
—Siéntate —dijo.
El vaciló, pero la fiera mirada de la Amyrlin habría podido encender velas. El reducido cuarto tenía varios baúles y cómodas para ropa. La puerta comunicaba con una sala de estar más grande, donde antes lo había inmovilizado con los tejidos; otra puerta de esa sala conducía al dormitorio de Egwene.
Esta cerró la puerta, aislando a ambos de los numerosos guardias, Guardianes y Aes Sedai que se desplazaban, arremolinados, por las estancias contiguas. Egwene vestía de rojo y dorado, y llevaba adornado el oscuro cabello con hilos dorados. Tenía las mejillas encendidas por el enfado que sentía a causa de él. Lo cual sólo conseguía que le pareciera más hermosa que de costumbre.
Egwene, yo…
¿Eres consciente de lo que has hecho? , Vine a comprobar que la mujer a quien amo estaba a salvo, después de descubrir a un asesino delante de su puerta.
Ella se cruzó de brazos, y Gawyn casi sintió el calor de su cólera.
—Tu griterío ha atraído a la mitad de la Torre Blanca. Te han visto capturado. Lo más probable es que el asesino sepa ya que tenía preparados esos tejidos.
—¡Por la Luz, Egwene! Hablas como si lo hubiera hecho a propósito. Sólo trataba de protegerte.
—¡Yo no pedí tu protección! ¡Te pedí obediencia! Gawyn, ¿no te das cuenta de la oportunidad que hemos perdido? ¡Si no hubieses ahuyentado a Mesaana, habría caído en mi trampa!
—No era una de los Renegados. Era un hombre —argumentó Gawyn.
—Dijiste que no te fue posible distinguirle la cara ni la figura porque se veía borroso.
—Bueno, sí. Pero luchó con una espada.
—¿Es que acaso una mujer no sabe usar una espada? La talla de la persona que viste apunta a una mujer.
—Tal vez, pero ¿una Renegada? ¡Luz, Egwene, si hubiese sido Mesaana habría utilizado el Poder para reducirme a polvo!
—¡Razón de más para que no desobedecieras! Quizá tengas razón y fuera uno de los secuaces de Mesaana. Un Amigo Siniestro o un Hombre Gris. De ser ése el caso, lo habría apresado y ahora podría descubrir lo que Mesaana planea. Y Gawyn… ¿qué habría ocurrido si te hubieses encontrado con Mesaana? ¿Qué podrías haber hecho?
Gawyn bajó la vista al suelo.
—Te dije que había tomado precauciones —continuó ella—. ¡Pero aun así desobedeciste! Y ahora, a causa de tu intervención, la asesina sabe que la estaba esperando. La próxima vez actuará con mucha más precaución. ¿Qué precio en vidas crees que pagaremos por lo que acabas de hacer?
Gawyn mantuvo las manos en el regazo para ocultar que había apretado los puños. Tendría que haberse sentido avergonzado, pero la única emoción que notaba era la rabia. Una cólera que no entendía; y frustración consigo mismo, pero sobre todo con Egwene por convertir en una afrenta personal un error que no había sido deliberado.
—Mi impresión —dijo— es que no quieres en absoluto un Guardián. Porque te diré una cosa, Egwene. Si no soportas que alguien se ocupe de ti, entonces ningún hombre será válido a tus ojos.
—A lo mejor tienes razón —repuso ella con sequedad.
La falda susurró cuando abrió la puerta que daba a la estancia contigua, salió y cerró tras ella. No fue del todo un portazo.
Gawyn se puso de pie con ganas de pegar una patada a la puerta. ¡Luz, qué enredo se había armado con esto!
Oía a Egwene a través de la puerta mandando a los curiosos y fisgones que volvieran a la cama y ordenando a la Guardia de la Torre que redoblara la vigilancia esa noche. A buen seguro que todo eso era para impresionar, nada más. Ella sabía que el asesino no volvería a intentarlo tan pronto.
Gawyn salió del cuarto y se marchó. Egwene advirtió su partida, pero no le dijo nada y, en cambio, se volvió para hablar en voz baja con Silviana. La Roja lo fulminó con una mirada que habría hecho encogerse a una roca.
Pasó junto a varios guardias que —sin excepción— se mostraron respetuosos con él. Que ellos supieran, Gawyn había frustrado un atentado contra la vida de la Amyrlin. Respondió a sus saludos con un gesto de cabeza. Chubai se encontraba cerca; el mayor inspeccionaba el puñal que casi se le había clavado a Gawyn en el pecho. Chubai alzó el arma para mostrársela.
—¿Habíais visto alguna vez algo parecido? —le preguntó.
Gawyn tomó el estrecho y lustroso puñal. Estaba equilibrado para ser usado como arma arrojadiza, con una fina hoja de acero que guardaba semejanza con una alargada llama de vela. Incrustados en el centro, había tres pequeños fragmentos de piedra de color rojo sangre.
—¿Qué tipo de piedra es ésta? —se interesó Gawyn mientras sostenía el puñal en alto para que le diera la luz.
—Jamás la había visto.
Gawyn le dio vueltas al puñal. No había inscripciones ni labrados.
—Esta arma estuvo en un tris de acabar con mi vida —dijo.
—Podéis quedaros con ella, si queréis —ofreció el mayor—. A lo mejor podríais preguntar a los hombres de Bryne si alguna vez han visto un puñal de este estilo. Tenemos otro igual que encontramos pasillo abajo.
—Ése también iba dirigido a mi corazón —comentó Gawyn mientras se guardaba el arma en el cinturón—. Gracias. A cambio, tengo un regalo para vos.
Chubai enarcó una ceja.
—Os habéis quejado de haber perdido muchos hombres —continuó Gawyn—. Bien, pues, hay un grupo de soldados que os recomiendo encarecidamente.
¿Del ejército de Bryne? —preguntó Chubai con las comisuras de la boca inclinadas en un gesto de desagrado.
Como muchos guardias de la Torre, todavía consideraba una fuerza rival al ejército de Bryne.
No. Hombres leales a la Torre. Algunos que se entrenaron para ser guardianes y que lucharon conmigo en el bando de Elaida. Ahora se sienten desplazados y preferirían ser soldados en vez de Guardianes. Agradecería que les dieseis un hogar. Son hombres íntegros y excelentes guerreros.
Mandádmelos —accedió Chubai con un cabeceo.
—Se presentarán mañana ante vos. Sólo os pido una cosa. Procurad que el grupo no se separe. Han pasado por muchas cosas juntos, y ese vínculo les da fuerza.
—No será difícil —contestó el mayor—. La Décima Compañía de la Torre fue aniquilada casi sin excepción por esos malditos seanchan. Pondré a varios oficiales veteranos con vuestros chicos y formaremos una nueva compañía con ellos.
—Gracias. —Gawyn señaló con la barbilla hacia los aposentos de Egwene—. Vigiladla también por mí, Chubai. Creo que está empeñada en conseguir que alguien la mate.
—Mi deber es defender y respaldar a la Amyrlin siempre. Pero ¿dónde estaréis vos?
—Dejó claro que no quiere un Guardián —repuso Gawyn.
Lo que Bryne le había dicho horas antes le vino a la cabeza. ¿Qué quería él como individuo, sin Egwene? A lo mejor había llegado el momento de descubrirlo.
—Creo que va siendo hora de que vaya a ver a mi hermana —añadió.
Chubai asintió con la cabeza, y Gawyn se marchó. Fue a los dormitorios del cuartel y recogió sus cosas —poco más que una muda y una capa de invierno—, tras lo cual se dirigió a los establos y ensilló a Reto.
Después condujo al caballo hasta la zona de Viaje. Egwene tenía allí a una hermana de guardia a todas horas. La Aes Sedai de esa noche —una Verde menudita con los ojos amodorrados, llamada Nimri— abrió un acceso a la ladera de una colina situada a una hora a caballo de Caemlyn sin hacerle preguntas.
Así dejó atrás Tar Valon… y a Egwene al’Vere.
—¿Qué es eso? —demandó Lan.
El envejecido Nazar, con el blanquecino cabello sujeto con un hadori, alzó la vista de sus alforjas. Un cantarín arroyuelo corría cerca del campamento, situado en mitad de un bosque de pinos de alta montaña. Esos pinos no deberían tener ni la mitad de agujas secas que lucían.
Nazar guardaba cosas en las alforjas, y Lan había atisbado por casualidad algo dorado que asomaba.
—¿Esto? —preguntó Nazar.
Sacó una tela, una bandera muy blanca con una grulla dorada bordada en el centro. Faltó poco para que Lan se la arrebatara a Nazar para desgarrarla por la mitad.
—Vaya, veo la expresión de vuestro rostro, Lan Mandragoran —dijo Nazar—. Bueno, pues, no adoptéis esa actitud egocéntrica a costa de esto. Un hombre está en su derecho a llevar consigo la bandera de su país.
—Eres panadero, Nazar.
—Primero soy un fronterizo, hijo —respondió el hombre, que guardó la bandera—. Es mi legado.
—¡Bah! —barbotó Lan, que se dio la vuelta.
Los demás levantaban el campamento. A regañadientes, había permitido que los tres recién llegados se unieran a él; eran cabezotas como mulas y, al final, no le quedó más remedio que sucumbir a su juramento. Había prometido que aceptaría seguidores. Esos hombres, técnicamente, no habían pedido cabalgar con él; lo siguieron sin preguntar, sin más. Era suficiente. Además, si iban a viajar en la misma dirección, no tenía sentido montar dos campamentos.
Lan siguió secándose la cara tras el aseo de la mañana. Bulen preparaba pan para desayunar. Ese pinar se hallaba en la región oriental de Kandor, próximo a la frontera con Arafel. A lo mejor podía…
Se quedó parado de golpe. Había varias tiendas nuevas en el campamento y un grupo de ocho hombres que charlaban con Andere. A juzgar por el contorno de la cintura y el tipo de ropa que vestían tres de ellos, no eran guerreros, aunque sí parecían malkieri. Los otros cinco eran shienarianos; llevaban la cabeza afeitada salvo el mechón de pelo recogido en la coronilla con una tira de cuero, brazaletes de cuero en los brazos y arcos de caballería guardados en estuches colgados a la espalda, junto con largas espadas para asir a dos manos.
—¿Qué es esto? —demandó Lan.
—Weilin, Managan y Gorenellin —dijo Andere a la par que iba señalando a los malkieri—. Esos otros son Qi, Joao, Merekel, Ianor, Kuehn…
—No he preguntado quiénes son —lo interrumpió Lan con voz fría—. He preguntado qué ocurre. ¿Qué habéis hecho?
Andere se encogió de hombros antes de responder:
—Los conocimos antes de encontraros. Les dijimos que nos esperaran a lo largo de la calzada meridional. Rakim fue a recogerlos anoche, mientras dormíais.
—¡Se suponía que Rakim estaba de guardia! —espetó Lan.
—La hice yo en vez de él —aclaró Andere—. Supuse que estos compañeros nos vendrían bien.
Los tres mercaderes metidos en carnes miraron a Lan y después se pusieron de rodillas. Uno de ellos lloraba sin rebozo.
—Tai’shar Malkier.
Los cinco shienarianos hicieron un saludo formal a Lan.
Dai Shan —dijo uno.
Hemos traído lo que hemos podido para la causa de la Grulla Dorada añadió otro de los mercaderes—. Todo cuanto pudimos reunir en tan Poco tiempo.
—No es mucho —continuó el tercero—. Pero también os ofrecemos nuestras espadas. Puede que no estemos en muy buena forma, pero sabemos luchar. Y lucharemos.
—No necesito lo que traéis —contestó Lan, exasperado—. Yo…
—Antes de que digáis algo más, viejo amigo —intervino Andere, que posó una mano en el hombro de Lan—, quizá deberíais echar un vistazo a eso. —Señaló con la barbilla a un lado.
Lan frunció el entrecejo al oír un matraqueo. Echó a andar y dejó atrás un grupo de árboles para mirar el camino que llevaba al campamento. Por él se aproximaban dos docenas de carretas cargadas con suministros: armas, sacos de grano, tiendas. Lan abrió los ojos de par en par. Atada en una hilera, había su buena docena de caballos de guerra; fuertes bueyes tiraban de las carretas. Los conductores de los tiros de carreta y los criados caminaban al lado.
—Cuando dijeron que vendieron cuanto pudieron y compraron suministros, hablaban en serio —agregó Andere.
—¡Va a ser imposible que nos movamos sin llamar la atención con todo esto! —se quejó Lan.
Andere se encogió de hombros. «De acuerdo», dijo Lan para sus adentros. Se las arreglaría.
—De todos modos, parece que pasar inadvertidos no está funcionando, así que, de ahora en adelante, nos haremos pasar por una caravana que lleva suministros a Shienar.
—Pero…
—Vais a prestar un juramento —dijo, volviéndose hacia los hombres—. Todos y cada uno de vosotros juraréis que no vais a revelar quién soy ni a avisar a nadie más que pudiera estar buscándome. Juradlo —acabó, dando énfasis a la última palabra.
Parecía que Nazar iba a hacer objeciones, pero Lan logró que guardara silencio con una mirada severa. Prestaron juramento uno tras otro.
Y los cinco pasaron a ser docenas, pero a partir de allí no habría más.