Elayne se despertó en la cama, con cara de sueño.
—¿Egwene? —llamó, desorientada—. ¿Qué…?
Los últimos retazos del sueño se disolvieron como miel consumida por té caliente, pero las palabras de Egwene se mantuvieron firmes en la mente de Elayne.
La serpiente ha caído, había proyectado Egwene. EL regreso de tu hermano fue providencial.
Elayne se sentó, invadida por una profunda sensación de alivio. Había pasado toda la noche tratando de encauzar lo suficiente para conseguir que su ter’angreal del sueño funcionara, pero sin resultado. Cuando se enteró de que Birgitte había impedido el paso a Gawyn —mientras ella se hallaba dentro, furiosa e incapaz de acudir al encuentro con Egwene— se había puesto frenética.
En fin, por lo visto Mesaana había sido derrotada. ¿Y qué querría decir con eso de su hermano? Sonrió. Tal vez Egwene y él habían resuelto sus problemas.
La luz del día se colaba a través de las cortinas. Se recostó en el cabecero y disfrutó de la intensa calidez que le llegaba a través del vínculo con Rand. Luz, qué sensación tan maravillosa. En el momento en que había empezado a sentirla, el manto de nubes que envolvía Andor se había roto.
Había pasado casi una semana desde la demostración de los dragones y había puesto a todos los campaneros del reino a trabajar en el proyecto. En la actualidad, se oía un ruido constante en Caemlyn, el de las reiteradas descargas de los disparos cuando los miembros de la Compañía se entrenaban con las armas en las colinas, a las afueras de la ciudad. Hasta ahora, sólo había dejado unas pocas unidades para entrenamiento; los diferentes equipos se turnaban para practicar con ellas. Reuniría el mayor número posible en secreto, en un almacén dentro de Caemlyn, para mayor seguridad.
De nuevo se acordó de la proyección del sueño. Estaba ansiosa de saber detalles específicos. En fin, a buen seguro que Egwene enviaría un mensajero por un acceso, con el tiempo. La puerta se entreabrió una rendija y Melfane se asomó.
—Majestad —llamó la mujer baja, de cara redonda—, ¿va todo bien? Me pareció oír un grito de dolor.
Desde que le había levantado la prescripción de que permaneciera en cama, la matrona había decidido dormir en la antesala del dormitorio para tenerla a su cuidado.
—Ha sido una exclamación de alegría, Melfane —contestó—. De bienvenida a la maravillosa mañana que nos viene a visitar.
Melfane frunció el entrecejo. Elayne trataba de mostrarse alegre y animosa cuando la mujer andaba cerca a fin de persuadirla de que más reposo en cama era innecesario, pero quizás eso último había sido un poco exagerado. No podía permitirse dar la impresión de esforzarse en aparentar que se sentía alegre. Aunque lo estuviera. Qué mujer tan insufrible.
La matrona entró y abrió las cortinas ya que, según había explicado, la luz del sol era conveniente para una mujer embarazada. Últimamente, parte del tratamiento había sido sentarse en la cama con las sábanas y la colcha retiradas para que la luz primaveral le cociera la piel como si estuviera en un horno. Mientras Melfane realizaba sus tareas, Elayne sintió un ligero movimiento dentro del vientre.
—¡Oh! Otra vez. ¡Dan patadas, Melfane! ¡Ven y pon la mano!
—Aún no podría notarlo, majestad. Hasta que no sean más fuertes, no podré.
Inició la rutina diaria auscultando los latidos del corazón de Elayne y a continuación los de los bebés. Melfane todavía no estaba convencida de que fueran dos. Después, examinó y dio golpecitos a Elayne, realizando todas esas pruebas de su lista secreta de cosas molestas y embarazosas que hacer a las preñadas.
Por fin, puesta en jarras, Melfane observó a Elayne mientras ésta se quitaba el camisón.
—Creo que habéis hecho demasiados esfuerzos este último tiempo dijo—. Quiero que os toméis en serio que debéis descansar como es debido. La hija de mi prima Tess tuvo un hijo hace menos de dos años y la criatura nació casi incapaz de respirar. Gracias a la Luz, el bebé sobrevivió, pero la madre se había pasado muchas horas trabajando en los campos hasta el día antes del nacimiento, y sin tomar las comidas pertinentes. ¡Imaginaos! Debéis cuidaros, majestad. Los bebés os lo agradecerán.
Elayne asintió con la cabeza, ya más tranquila.
—¡Un momento! —exclamó, sentándose más incorporada—. ¿Has dicho «bebés»?
—Sí. —Melfane fue hacia la puerta—. Hay dos corazones latiendo dentro de vuestro vientre, tan seguro como que yo tengo dos brazos. Ignoro cómo lo sabíais.
—¡Oíste dos corazones! —exclamó Elayne, alborozada.
—Sí, dos, tan seguro como que hay sol.
Melfane meneó la cabeza y se marchó, aunque envió a Naris y Sephanie para que la vistieran y le cepillaran el cabello.
Elayne soportó el proceso en un estado de embobamiento. ¡Melfane decía que eran dos! La sonrisa no se le borraba de la cara.
Una hora más tarde, se instalaba en la pequeña sala de estar con todas las ventanas abiertas para que entrara la luz del sol y un vaso de leche de cabra en la mano. El larguirucho maese Norry —con los ralos mechones de pelo sobresaliendo por detrás de las orejas, el rostro alargado y macilento— entró con el cartapacio de piel debajo del brazo. Lo acompañaba Dyelin, que por lo general no asistía a las reuniones matinales. Elayne la miró y enarcó una ceja.
—Tengo la información que pediste, Elayne —anunció Dyelin mientras se servía un poco de té. El de esa mañana era de camemoro—. ¿Es cierto que Melfane ha oído latir más de un corazón?
—Ya lo creo que sí.
—Mis plácemes, majestad —dijo maese Norry.
El hombre abrió el cartapacio y se puso a ordenar los papeles en la mesa alta y estrecha que había cerca del sillón de Elayne. El jefe amanuense rara vez se sentaba en su presencia. Dyelin ocupó otro de los cómodos sillones que había junto a la chimenea.
¿Qué información le había pedido a Dyelin? Elayne no recordaba nada específico. Eso la distrajo mientras Norry repasaba los informes diarios sobre los distintos ejércitos situados en la zona. Había una lista de altercados entre grupos de mercenarios.
También habló sobre problemas de abastecimiento. A despecho de los accesos que abrían las Allegadas a las tierras de Rand en el sur, en busca de víveres, y a pesar de los depósitos de reservas hallados de forma sorprendente en la ciudad, en Caemlyn empezaba a faltar comida.
—Por último, en cuanto a nuestras… eh… invitadas —dijo Norry—, han llegado mensajeros con las respuestas esperadas.
Ninguna de las tres casas a las que pertenecían las nobles prisioneras podía pagar el rescate. Antaño, las propiedades de Arawn, Sarand y Marne se contaban entre las más productivas y extensas de Andor, pero ahora estaban arruinadas, con los cofres vacíos y los campos improductivos. Y Elayne había dejado a dos de esas casas sin liderazgo. ¡Luz, qué desastre!
Norry continuó. Talmanes le había enviado una carta accediendo a su petición de desplazar varias unidades de soldados de la Compañía de la Mano Roja a Cairhien. Elayne ordenó a Norry que le enviara un despacho con su sello autorizando a los soldados a «prestar ayuda para restablecer el orden». Eso, por supuesto, era una tontería. No había orden que restablecer; pero, si por fin decidía ocupar el Trono del Sol, iba a necesitar hacer algunas maniobras preliminares en esa dirección.
—Eso es sobre lo que quiero hablar, Elayne —intervino Dyelin mientras Norry empezaba a recoger sus papeles y a colocarlos de uno en uno, con meticuloso cuidado.
Que la Luz las librara si una de esas preciosas páginas se rompía o se manchaba.
—La situación en Cairhien es… compleja —apuntó Dyelin.
—¿Y cuándo no? —Preguntó Elayne con un suspiro—. ¿Tienes información sobre el actual panorama político de allí?
—Turbulento —respondió Dyelin de forma escueta—. Tenemos que hablar respecto a cómo vas a organizar el mantenimiento de dos reinos, uno de ellos en ausencia.
—Disponemos de accesos —argumentó Elayne.
—Cierto. Pero tú tienes que encontrar una forma de ocupar el Trono del Sol sin que parezca que Andor está subsumiendo Cairhien. La nobleza de allí podría aceptarte como su reina, pero sólo si el trato es equiparable al que reciben las casas andoreñas. De otro modo, las intrigas crecerán como levadura en un cuenco de agua caliente en el instante en que te ausentes del reino.
—Pero si serán tratados como sus iguales —arguyó Elayne.
—No lo verán así si entras allí con tus ejércitos —refutó Dyelin—. El pueblo cairhienino es orgulloso. La idea de vivir conquistados bajo la corona de Andor…
—Ahora viven bajo el poder de Rand.
—Con el debido respeto, Elayne. Él es el Dragón Renacido. Tú no.
Elayne frunció el entrecejo, pero ¿cómo argumentar contra ese razonamiento? Maese Norry se aclaró la garganta.
Majestad, el consejo de lady Dyelin no se basa en simples especulaciones. Yo… Esto… he oído cosas. En vista de vuestros intereses en Cairhien, claro.
Norry estaba mejorando en cuanto a reunir informadores. ¡Al final acabaría teniéndolo como jefe de espías!
—Majestad —continuó el jefe amanuense, bajando la voz—, corren rumores de que iréis enseguida a ocupar el Trono del Sol. Y ya se habla de rebelión contra vos. Mera especulación, estoy seguro, pero…
—Los cairhieninos pueden considerar a Rand al’Thor como un emperador —intervino Dyelin—. No como un rey forastero. Ahí radica la diferencia.
—Bien, pues, no hay necesidad de desplazar ejércitos para ocupar el Trono del Sol —dijo Elayne, pensativa.
—Yo no… estaría tan seguro de eso, majestad —dijo Norry—. Los rumores proliferan, hay un buen caldo de cultivo. Al parecer, tan pronto como el lord Dragón anunció que el trono sería vuestro, algunos elementos del reino empezaron a trabajar con mucha sutileza para impedir que tal cosa ocurra. Debido a dichos rumores, a mucha gente le preocupa que arrebatéis los títulos cairhieninos a la nobleza y se los otorguéis a los andoreños. Otros afirman que relegaréis a cualquier cairhienino a ser un ciudadano de segunda clase.
—Tonterías —protestó Elayne—. ¡Eso es simplemente ridículo!
—Por supuesto —convino Norry—. Pero hay muchos rumores. Rumores que tienden a… esto… crecer como correhuelas. Calan en la gente con fuerza.
Elayne apretó los dientes. El mundo se estaba convirtiendo con rapidez en un sitio en el que se hacía necesario crear alianzas firmes, bien consolidadas con vínculos, tanto de sangre como de papel, y ella tenía una oportunidad de unir Cairhien y Andor mejor que la que había tenido cualquier reina en generaciones.
—¿Se sabe quiénes han empezado a lanzar los rumores?
—Eso es muy difícil de verificar, mi señora —contestó Norry.
—¿Quién tiene la probabilidad de beneficiarse más con ellos? —inquirió—. Eso sería lo primero que deberíamos buscar para dar con la fuente.
Norry echó una ojeada a Dyelin.
—Gran cantidad de personas podrían beneficiarse —contestó Dyelin, que movía el té con la cuchara—. Supongo que aquellas con mayor posibilidad de ocupar el trono serían las más beneficiadas.
—Las que se opusieron a Rand —dedujo Elayne.
—Tal vez. O tal vez no. Los elementos rebeldes más fuertes recibieron mucha atención del Dragón, y muchos de ellos acabaron ganados para su causa o vencidos. De modo que quizás habríamos de sospechar de sus aliados, aquellos en los que más confía o que le profesan una mayor fidelidad. Después de todo, hablamos de Cairhien.
El Daes Dae’mar. Sí, tendría sentido que los aliados de Rand se opusieran a que ella ascendiera al trono. Aquellos a los que Rand había dado un trato de mayor privilegio serían los favoritos al trono si ella resultaba ser incompetente para el puesto. Sin embargo, esas mismas personas también habrían menoscabado sus posibilidades al profesar lealtad a un cabecilla extranjero.
—En mi opinión —empezó Elayne, pensativa—, los que están en mejor posición para ascender al trono son los que están a mitad de camino. Alguien que no se opuso a Rand y, por ende, no despertó su ira. Pero también alguien que no lo apoyaba de forma incondicional, alguien a quien se consideraría un patriota que puede aceptar, de mala gana, ocupar el trono una vez que yo haya fracasado. —Los miró a los dos—. Conseguid los nombres de cualquiera que haya ganado en influencia de forma notable de un tiempo a esta parte, un noble o una dama al que se le pueda aplicar ese criterio.
Dyelin y maese Norry asintieron con un cabeceo. Al final, lo más probable era que ella misma tuviera que crear una red más fuerte de informadores, ya que ninguno de esos dos valía en realidad para dirigirla. Norry resultaba demasiado obvio, aparte de que ya tenía mucho trabajo con sus obligaciones. Dyelin era… En fin, Elayne no sabía bien cómo describir a Dyelin.
Le debía mucho, porque Dyelin parecía haber asumido el papel de actuar como sustituta de su madre. La voz de la experiencia y la sabiduría. Pero, al final, Dyelin tendría que retroceder unos pasos. Ninguna de las dos podía permitir que se diera pábulo a la idea de que Dyelin era el verdadero poder detrás del trono.
¡Pero, Luz! ¿Qué habría hecho sin esa mujer? Elayne tuvo que reprimir una repentina oleada de emoción. Pero qué puñetas, ¿cuándo iba a superar esos altibajos emocionales? ¡Una reina no podía permitirse el lujo de que la viesen llorar por cualquier tontería!
Se enjugó los ojos, y Dyelin, con gran prudencia, no dijo nada.
—A la larga, esto será para bien —aseguró con firmeza Elayne a fin de distraer la atención de sus ojos traicioneros—. Pero sigue preocupándome lo de la invasión.
Dyelin no hizo ningún comentario al respecto. Ella no creía que Chesmal se hubiera referido a una invasión específica de Andor; pensaba que la hermana Negra se refería a la invasión trolloc de las Tierras Fronterizas. Birgitte se había tomado ese tema muy en serio y había incrementado el número de soldados en las fronteras andoreñas. Con todo, a Elayne le encantaría tener Cairhien bajo su control; si los trollocs se proponían invadir Andor, su otro reino mancomunado sería una de las vías que podrían utilizar.
Antes de que la conversación avanzara más, la puerta del pasillo se abrió y Elayne habría pegado un brinco, alarmada, de no haber percibido antes que se trataba de Birgitte. La Guardiana nunca llamaba a la puerta. Entró en la sala llevando una espada —a regañadientes— y las negras botas, altas hasta la rodilla, por encima del pantalón. Lo extraño era que la seguían dos figuras con capa y el rostro cubierto por las capuchas. Norry retrocedió, llevándose una mano al pecho ante semejante irregularidad. Todo el mundo sabía que Elayne no recibía visitas en la salita de estar. Si Birgitte llevaba a alguien allí…
—¿Mat? —conjeturó Elayne.
—En absoluto —contestó una voz firme y clara.
La figura más alta de las dos se retiró la capucha dejando a la vista un rostro masculino bellísimo. Tenía el mentón cuadrado y unos ojos de mirada intensa que Elayne recordaba bien de su infancia, sobre todo de cuando él se daba cuenta de que había hecho algo mal.
—Galad —dijo, sorprendida por el cálido afecto que sentía por su medio hermano. Se puso de pie, tendiéndole las manos. Se había pasado casi toda su infancia frustrada con él por una u otra razón, pero era muy grato volver a verlo vivo y en buen estado de salud—. ¿Dónde te habías metido?
—Buscando la verdad —contestó Galad, que le hizo una reverencia impecable, aunque no se acercó a tomarla de las manos. Se irguió y miró a la persona que tenía a lado—. Y encontré lo que no esperaba. Ármate de valor, hermana.
Elayne frunció el entrecejo un instante mientras la figura más baja se retiraba la capucha. Su madre.
Elayne soltó un grito ahogado. ¡Era ella! Esa cara, ese cabello dorado. Esos ojos que la habían mirado de niña tan a menudo, juzgándola, calibrándola… No sólo como unos padres valorarían a su hija, sino como una reina valoraría a su sucesora. Elayne sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Su madre. Su madre estaba viva.
Morgase estaba viva. La reina seguía viva.
Morgase la miró a los ojos y entonces —cosa extraña— bajó la vista.
—Majestad —dijo al tiempo que hacía una reverencia, todavía cerca de la puerta.
Elayne controló los pensamientos, dominó el pánico. Era reina o habría sido reina o… ¡Luz! Había ocupado el trono y era, al menos, la heredera. ¿Pero ahora su propia madre regresaba de entre los puñeteros muertos?
—Por favor, siéntate —se sorprendió diciendo, indicando con un gesto el sillón que había al lado de Dyelin.
Le vino bien ver que Dyelin no reaccionaba a la impresión mejor que ella. La noble se encontraba sentada y apretaba de forma convulsa la taza de té, blancos los nudillos y los ojos desorbitados.
—Gracias, majestad —dijo Morgase, que avanzó mientras Galad se acercaba a ella y ponía una mano en el hombro de Elayne con gesto reconfortante. Después se acercó una silla que había al otro lado del cuarto.
El tono de Morgase era más reservado de lo que Elayne recordaba. ¿Y por qué seguía dirigiéndose a ella con el título de reina? La reina había entrado a escondidas, con la capucha echada. Elayne miró a su madre y fue encajando las piezas mientras se sentaba.
—Renunciaste al trono, ¿verdad?
Morgase asintió con gesto majestuoso.
—Oh, gracias a la Luz —dijo Dyelin, que soltó la respiración que había estado conteniendo y se llevó la mano al pecho—. Sin ánimo de ofender, Morgase. ¡Pero, por un momento, imaginé una guerra de Trakand contra Trakand!
—No se habría llegado a eso —intervino Elayne, a la vez que su madre decía algo similar. De nuevo se encontraron los ojos de ambas y Elayne se permitió sonreír—. Habríamos encontrado un… arreglo razonable. Éste valdrá. Aunque de verdad siento curiosidad por las circunstancias de lo ocurrido.
—Los Hijos de la Luz me tuvieron prisionera, Elayne —dijo Morgase—. El viejo Pedron Niall era un caballero en muchos aspectos, pero su sucesor no. No podía permitir que me utilizaran contra Andor.
—Malditos Capas Blancas —masculló Elayne entre dientes.
Luz, ¿así que habían dicho la verdad cuando afirmaban tener a Morgase en su poder?
Galad la miró y enarcó una ceja. Colocó la silla que había movido y se quitó la capa, dejando a la vista el níveo uniforme blanco que llevaba debajo, con el sol radiante en el pecho.
—Oh, sí, es cierto —dijo Elayne, exasperada—. Casi lo había olvidado. A propósito.
—Los Hijos tenían respuestas, Elayne. —Galad se sentó.
Luz, qué frustrante era. ¡Se alegraba de verlo, pero era frustrante!
—No quiero hablar de ello —se opuso Elayne—. ¿Cuántos Capas Blancas han venido contigo?
—He venido a Andor acompañado por la totalidad de la fuerza de los Hijos —contestó Galad, que puso énfasis en el nombre de la asociación—. Soy su capitán general.
Elayne parpadeó y después miró a Morgase. Su madre asintió con la cabeza —Bien —dijo Elayne—. Ya veo que hay mucho de lo que hemos de ponernos al día.
Galad se lo tomó como una petición —su hermanastro podía ser muy literal— y empezó a explicar cómo había llegado a su posición actual. Lo hizo con todo detalle y, de vez en cuando, Elayne echaba ojeadas a su madre. La expresión de Morgase resultaba indescifrable.
Una vez que él hubo concluido, le preguntó a su vez sobre la Guerra de Sucesión. A menudo, conversar con Galad era un intercambio de información más formal que familiar. Hubo un tiempo en que eso la hacía sentirse frustrada, pero en esta ocasión se dio cuenta de que —a su pesar— lo cierto era que lo había echado de menos. Así que escuchó con cariño.
Al rato, la conversación empezó a decaer. Había más cosas de las que Elayne quería tratar con él, pero se moría de ganas de hablar con su madre.
—Galad, me gustaría disfrutar de una larga charla —dijo—. ¿Te apetecería compartir una cena temprana esta noche? Hasta entonces, puedes tomar algún refrigerio en tus antiguos aposentos.
—Me parece muy bien —accedió, y se puso de pie.
—Dyelin, maese Norry. El hecho de que mi madre siga viva nos llevará a ciertos… asuntos de estado delicados. Tendremos que hacer pública su abdicación de manera oficial, y cuanto antes. Maese Norry, dejo en vuestras manos la confección de los documentos oficiales. Dyelin, por favor, informa de la nueva a mis principales aliados para que no los pille por sorpresa.
Dyelin asintió con la cabeza y miró a Morgase. La noble no era una de las personas a quienes la anterior soberana había avergonzado durante el tiempo en que estuvo bajo la influencia de Rahvin, pero sin duda había oído contar cosas. Ella, Galad y maese Norry se marcharon. Morgase miró a Birgitte en cuanto la puerta se cerró; la Guardiana era la única persona que había en la salita aparte de madre e hija.
—Confío en ella como en una hermana, madre —la tranquilizó Elayne—. A veces una hermana mayor insufrible, pero hermana en cualquier caso.
Morgase sonrió, se levantó y, tomando a Elayne de las manos, la atrajo hacia sí y la estrechó en un abrazo.
—Ah, hija mía —dijo, con lágrimas en los ojos—. ¡Fíjate lo que has conseguido! ¡Reina por tus propios méritos!
—Me instruiste bien, madre. —Elayne se echó hacia atrás—. ¡Y eres abuela! ¡O lo serás pronto!
Morgase frunció el entrecejo y bajó la vista para mirarle el abdomen.
—Sí, es lo que me pareció al mirarte. ¿Quién…?
—Rand —contestó, con un repentino rubor en las mejillas—, aunque no lo sabe casi nadie y prefiero que siga siendo así.
—Rand al’Thor… —dijo Morgase; se le cambió el semblante—. Ese…
—Madre —se adelantó Elayne, que asió la mano de su madre—. Es un buen hombre y lo amo. Lo que has oído son exageraciones o rumores resentidos.
—Pero, Elayne, es… ¡Es un hombre que encauza, el Dragón Renacido!
—Sigue siendo un hombre —contestó; sentía ese nudo de emociones en el fondo de la mente, tan cálido—. Sólo un hombre, a pesar de todo cuanto se le exige.
Morgase apretó los labios hasta que formaron una fina línea.
—Me reservaré la opinión. Aunque, en cierto modo, aún creo que debería haber arrojado a ese chico a las mazmorras de palacio en el momento en que lo encontramos ocultándose en el jardín. Te advierto que ni siquiera entonces me gustó cómo te miraba.
Elayne sonrió y después señaló los sillones. Morgase se sentó y, en esta ocasión, Elayne lo hizo en el sillón de al lado, sin soltar las manos a su madre. Birgitte estaba de pie, apoyada en la pared del fondo y con una pierna doblada de manera que tenía plantada la suela de la bota en el revestimiento de madera.
—¿Qué? —preguntó Elayne.
—Nada —contestó Birgitte—. Está bien veros actuar como madre e hija o, al menos, de mujer a mujer, en lugar de miraros la una a la otra como si fueseis dos postes.
—Elayne es reina —replicó Morgase, altiva—. Su vida le pertenece a su pueblo, y mi llegada amenazaba con desestabilizar su sucesión.
—Todavía podría enturbiar las cosas, madre —apuntó Elayne—. Tu aparición podría reabrir heridas.
—Tendré que pedir disculpas. Tal vez ofrecer algún tipo de reparación. —Hubo una corta vacilación antes de proseguir—. He intentado permanecer apartada, hija. Sería mejor que quienes me odian siguieran creyéndome muerta, pero…
—No —se apresuró a interrumpirla Elayne, que le apretó las manos— Así es mejor. Sólo que tendremos que abordarlo con cuidado y habilidad.
—Haces que me sienta orgullosa —manifestó Morgase con una sonrisa—. Serás una gran reina.
Elayne tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír de oreja a oreja. Su madre nunca había sido muy dada a hacer cumplidos.
Pero, dime, antes de seguir adelante —pidió Morgase, ahora más vacilante la voz—. He oído informes de que Gaebril era…
Rahvin —atajó Elayne, asintiendo con la cabeza—. Es cierto, madre.
Lo odio por lo que hizo. Lo veo utilizándome, aguijoneando los corazones y la lealtad de mis más queridos amigos. Y, sin embargo, hay una parte de mí que anhela verlo, por irracional que sea.
—Utilizó la Compulsión contigo —reflexionó Elayne—. No hay otra explicación. Habría que ver si alguien de la Torre Blanca puede Curarlo.
—Fuera lo que fuese, ahora se ha debilitado mucho y puedo controlarlo —dijo Morgase, que negó con la cabeza—. Además, he encontrado a otro hombre a quien entregar mi afecto.
Elayne frunció el entrecejo.
—Te lo explicaré en otro momento —aseguró Morgase—. Ni siquiera yo estoy segura de entenderlo. Antes hemos de decidir qué hacer con mi regreso.
—Eso es sencillo. ¡Lo celebramos!
—Sí, pero…
—Pero nada, madre. ¡Has vuelto con nosotros! La ciudad, el reino entero, lo celebrará. —Titubeó un instante—. Y después, encontraremos una función importante que puedas desempeñar.
—Algo que me tenga ocupada fuera de la capital, y así no arrojaré sombras inoportunas.
—Pero una actividad que sea importante, no vaya a dar la impresión de que es una maniobra para quitarte de en medio y retirarte. —Elayne torció el gesto—. Quizá podríamos ponerte al mando de la comarca occidental del reino. No estoy muy contenta con los informes de lo que está ocurriendo allí.
—¿En Dos Ríos? —Preguntó Morgase—. ¿Y lord Perrin Aybara?
Elayne asintió con un cabeceo.
—Perrin es un tipo interesante —dijo Morgase, pensativa—. Sí, quizá pueda ayudarte con eso. Ya tenemos una especie de entendimiento.
Elayne enarcó una ceja.
—A él le debo mi regreso a ti, sana y salva. Es un hombre honrado, y además honorable. Pero también un rebelde a despecho de sus buenas intenciones. No lo vas a tener nada fácil con ese hombre si os enzarzáis.
—Preferiría evitarlo —dijo Elayne con mal gesto.
La forma más fácil de resolver el problema sería encontrarlo y ejecutarlo; por supuesto, ella no caería en eso. Aun cuando los informes la habían hecho rabiar tanto que casi deseó ser capaz de hacerlo.
—Bueno, en cierto modo, empezaremos ahora a ocuparnos del asunto —sonrió Morgase—. Te ayudará oír lo que me ha ocurrido. Ah, por cierto, Lini está bien. No sé si te ha preocupado su seguridad o no.
—Para ser sincera, no —admitió Elayne con una punzada de remordimiento—. Siempre tuve la impresión de que ni el derrumbamiento del Monte del Dragón podría hacer daño a Lini.
Morgase sonrió y a continuación empezó a relatar su historia. Elayne escuchó con asombro y no poca emoción. Su madre estaba viva. Bendita fuera la Luz porque, aunque tantas cosas habían ido mal últimamente, una al menos había tenido un desenlace feliz.
De noche, en la Tierra de los Tres Pliegues reinaba el silencio y la tranquilidad. Casi todos los animales estaban activos en el crepúsculo y al amanecer, sin el abrasador calor ni el frío helador.
Aviendha se hallaba sentada en un pequeño afloramiento rocoso, con las piernas dobladas debajo y contemplando Rhuidean, en las tierras de los Jenn Aiel, el clan que no lo era. Otrora, Rhuidean había estado envuelta en brumas protectoras. Eso había sido antes de que Rand llegara allí. Había roto la ciudad de tres formas trascendentes y muy inquietantes.
La primera era la más sencilla. Rand había hecho desaparecer la niebla. La ciudad se había despojado de su bóveda protectora como un algai’d’siswai que desvela el rostro. Ignoraba qué había hecho Rand para provocar esa transformación; dudaba de que él mismo lo supiera. Pero, al dejar expuesta la ciudad, la había cambiado para siempre.
La segunda forma en que Rand había roto Rhuidean era llevando agua allí. Un gran lago se extendía junto a la ciudad y la fantasmal luz de la luna que se filtraba entre las nubes hacía brillar las aguas. La gente llamaba al lago Tsodrelle’Aman. Lágrimas del Dragón, aunque debería haberse llamado Lágrimas de los Aiel. Rand al’Thor no había imaginado cuánto dolor ocasionarían las cosas que reveló. Así era él. A menudo, sus actos eran así de inocentes.
La tercera forma en que Rand había roto la ciudad era la más profunda. Aviendha no había empezado a captarlo hasta hacía poco. Las palabras de Nakomi la preocupaban, la inquietaban. Habían despertado en ella sombras de evocaciones, cosas de futuros potenciales que Aviendha había visto en los anillos durante su primera visita a Rhuidean, pero que su mente era incapaz de recordar, al menos de forma voluntaria.
Le preocupaba que Rhuidean dejara de tener importancia muy pronto. Antes, el propósito principal de la ciudad había sido mostrar a Sabias y jefes de clan el pasado secreto de su pueblo. Prepararlos para el día en que sirvieran al Dragón. Ese día había llegado. Así pues, ¿quién visitaría ahora Rhuidean? Mandar a los cabecillas Aiel a través de las columnas de cristal sería recordarles el toh que ya estaban cumpliendo.
Eso incomodaba a Aviendha hasta el punto de sentirlo como un picor debajo de la piel. No quería aceptar esas preguntas, deseaba seguir con la adición. Pero no podía quitárselas de la cabeza.
Rand causaba tantos problemas… Aun así, lo amaba. Lo quería por su ignorancia, en cierto modo, porque eso le permitía aprender. Y lo amaba por su absurdo afán de proteger a quienes no querían protección.
Sobre todo, lo amaba por su deseo de ser fuerte. Aviendha siempre había deseado serlo. Aprender el camino de la lanza. Luchar y ganar ji. Ser la mejor. Ahora lo percibía, muy lejos de ella. Eran tan semejantes en eso…
Los pies le dolían de correr; se los había frotado con la savia de una segade, pero aún sentía en ellos un dolor intenso. Había dejado las botas en la piedra, a su lado, junto con las excelentes medias de lana que Elayne le había dado.
Estaba cansada y sedienta. Esa noche ayunaría y meditaría; después rellenaría el odre en el lago antes de entrar en Rhuidean al día siguiente. Esa noche se quedaría sentada y reflexionaría, preparándose.
La vida de los Aiel estaba cambiando. Se necesitaba fortaleza para aceptar el cambio cuando no podía evitarse. Si un dominio sufría daños durante un asalto y uno lo reconstruía, nunca conseguía rehacerlo exactamente igual que antes. Uno podía correr el albur de solucionar problemas, como una puerta que chirriaba al moverla el viento, o una zona desnivelada del suelo. Pero querer hacerlo igual que antes, punto por punto, era una necedad.
A la larga, tal vez había que reconsiderar las tradiciones, como viajar a Rhuidean e incluso vivir en la Tierra de los Tres Pliegues. Pero, de momento, los Aiel no podían vivir en las tierras húmedas. Estaba la Última Batalla. Y también los seanchan, que habían capturado a muchos Aiel y habían hecho damane a Sabias; eso no debía permitirse. Y la Torre Blanca seguía dando por sentado que todas las Sabias Aiel que encauzaban eran espontáneas. Habría que hacer algo respecto a eso.
¿Y en cuanto a sí misma? Cuanto más pensaba en ello, más consciente era de que no podría volver a su antiguo estilo de vida. Tenía que estar con Rand. Si él sobrevivía a la Última Batalla —y Aviendha se proponía luchar con todas sus fuerzas para asegurarse de que fuera así—, seguiría siendo un rey de las tierras húmedas. Y también estaba Elayne. Ellas dos iban a ser hermanas conyugales, pero Elayne jamás abandonaría Andor. ¿Esperaría que Rand se quedara con ella? ¿Significaría eso que Aviendha también tendría que vivir allí?
Un arreglo muy problemático, tanto para sí misma como para su pueblo. Las tradiciones no se mantenían sólo porque fueran tradiciones. La fortaleza no era tal sin tener un propósito o una orientación.
Observó Rhuidean, un grandioso lugar de piedra y majestuosidad. Casi todas las ciudades le desagradaban con su corrupta suciedad, pero Rhuidean era diferente. Techos abovedados, monolitos y torres a medio acabar, sectores con viviendas planeados con cuidado. En las fuentes ahora fluía el agua, aunque un amplio sector conservaba marcas de la lucha que Rand había sostenido allí. Las familias que vivían en ella habían limpiado muchas cosas; eran Aiel que no habían ido a la guerra.
No habría tiendas ni discusiones en las calles ni asesinatos en los callejones. Puede que a Rhuidean se la hubiera privado de significado, pero continuaría siendo un lugar de paz.
«Seguiré adelante —decidió—. Pasaré a través de las columnas de cristal». Quizá sus recelos eran ciertos y el paso a través de ellas habría perdido significado, pero sentía verdadera curiosidad por ver lo que las otras habían contemplado. Además, para una persona era importante conocer el pasado si quería entender el futuro.
Las Sabias y los jefes de clan habían visitado ese lugar durante siglos. Regresaban con conocimientos. Quizá la ciudad le mostraría qué hacer con su pueblo y con su propio corazón.