Estos Capas Blancas son un grupo de tipos reservados, mi señora, pero siguen siendo hombres —comentó Lacile con una sonrisa jactanciosa—. Hombres que no han visto a una mujer hace tiempo, creo. Eso siempre les hace perder el poco cerebro que tienen.
Sosteniendo un farol ante sí, Faile recorría las hileras de caballos estacados bajo el cielo oscuro. Perrin dormía; se había retirado temprano estos últimos días para entrar en el Sueño del Lobo. Los Capas Blancas habían accedido a regañadientes a retrasar el juicio, pero Perrin no había preparado nada todavía sobre lo que iba a hablar allí. Él había rezongado que ya sabía lo que tenía que decir. Conociéndolo, se limitaría a contar a Morgase lo que había pasado, con sinceridad y directo, como siempre.
Lacile y Selande caminaban con ella, una a cada lado. Otros miembros de Cha Faile iban detrás a fin de asegurarse de que nadie se acercaba lo suficiente para oír lo que hablaban.
—Creo que los Capas Blancas sabían que estábamos allí para espiarlos —opinó Selande.
La mujer, baja y de piel muy blanca, llevaba la mano posada en la espada. Esa postura ya no parecía tan forzada como tiempo atrás; Selande se había tomado muy en serio el entrenamiento con el arma.
—No, dudo que lo hayan adivinado —replicó Lacile.
Ésta seguía llevando una sencilla blusa de color avellana y una falda de un tono marrón más oscuro. Selande había vuelto al pantalón y la espada nada más regresar —aún tenía un corte en el brazo, donde esa espada la había herido al intentar matarla—, pero Lacile parecía estar saboreando cada momento de ir vestida con falda.
Casi no dijeron nada de interés —adujo Selande.
Sí, pero creo que sólo se debe a que tienen por costumbre actuar así. Fue la réplica de Lacile—. La disculpa que dimos para ver cómo se encontraban Maighdin y los demás era razonable, mi señora. Así pudimos entregar vuestra nota y después sostener una pequeña charla con los hombres. Les sonsaqué lo suficiente para conseguir algo.
Faile enarcó una ceja, aunque Lacile guardó silencio cuando pasaron cerca de un caballerizo que trabajaba hasta tarde almohazando a uno de los caballos.
—Los Capas Blancas respetan a Galad —continuó Lacile cuando estuvieron a una distancia prudente para que el mozo no la oyera—. Aunque algunos rezongan sobre las cosas que les ha estado diciendo.
—¿Qué cosas?
—Quiere que se alíen con las Aes Sedai para la Última Batalla —explicó Lacile.
—Cualquiera te habría dicho que les desagrada esa idea —manifestó Selande—. ¡Son Capas Blancas!
—Sí —convino Faile—, pero eso implica que el tal Galad es más razonable que sus hombres. Un dato útil, Lacile.
La joven se puso hinchada y se atusó el cabello corto en un gesto de aparente recato y echó hacia atrás las cintas rojas que llevaba atadas. Había tomado por costumbre ponerse cintas —el doble ahora— desde la cautividad en el campamento Shaido.
Un poco más adelante, una figura desgarbada apareció entre dos de los caballos. Llevaba un poblado bigote al estilo tarabonés y, a pesar de su juventud, tenía el aire de quien ha visto mucho en su vida. Era Dannil Lewin, el joven a cuyas órdenes estaban los hombres de Dos Ríos ahora que Tam había decidido marcharse de forma tan misteriosa. Quisiera la Luz que Tam se encontrara a salvo, dondequiera que hubiese ido.
Vaya, Dannil —dijo Faile—, qué extraña coincidencia verte por aquí.
¿Coincidencia? —repitió el joven, que se rascó la cabeza. Sostenía el arco en una mano, como un bastón, aunque no dejaba de echarle ojeadas recelosas. Ahora un montón de gente actuaba así con sus armas—. Me Pedisteis que viniera aquí.
A pesar de todo, ha de ser una coincidencia en caso de que alguien te pregunte —señaló Faile—, Sobre todo si ese alguien es mi marido.
No me gusta ocultarle cosas a lord Perrin —manifestó Dannil, que se puso a caminar a su lado.
—¿Y prefieres correr el riesgo de que lo decapite un grupo de fanáticos Capas Blancas?
—No. Ni ninguno de los hombres.
—¿Has hecho, pues, lo que te pedí?
Dannil asintió con un cabeceo y añadió:
—Hablé con Grady y Neald. Aunque lord Perrin ya les había ordenado que se quedaran cerca, los tres hemos charlado un rato. Grady dijo que tendrá preparados tejidos de Aire con los que agarrará a lord Perrin y lo sacará de allí si las cosas se ponen feas, con Neald cubriendo la retirada. He hablado con los hombres de Dos Ríos. Un grupo de arqueros subidos a los árboles estará preparado para crear una maniobra de distracción.
Faile asintió en silencio. Por suerte, ninguno de los dos Asha’man había salido herido en la burbuja maligna. Ambos llevaban un cuchillo; pero, según los informes, miraron las armas que flotaban en el aire y luego, como si tal cosa, movieron las manos y las hicieron caer con un estampido. Cuando los mensajeros de la noticia del truco de Faile con la tierra llegaron al sector del campamento donde se encontraban los Asha’man, encontraron mucho menos caos en esa zona, con Grady y Neald caminando a través del campamento y derribando armas dondequiera que las veían.
En parte, la razón para demorar el juicio era ocuparse de la Curación. Pero otra no menos importante era que Perrin quería dar tiempo a los herreros y artesanos del campamento para que hicieran armas que reemplazaran las que la gente había perdido, por si acaso el juicio desembocaba en una batalla. Y Faile estaba cada vez más convencida de que sería así.
—Lord Perrin no querrá que lo saquen de la lucha —comentó Dannil—. No le hará ni pizca de gracia.
—Esa tienda podría convertirse en una trampa mortal —argumentó Faile—. Perrin puede dirigir la batalla si gusta, pero desde una posición más segura. Lo sacaréis de allí.
Dannil suspiró, pero asintió con la cabeza antes de hacerlo de viva voz:
—Sí, mi señora.
Perrin estaba aprendiendo a no temer a Joven Toro.
Paso a paso, aprendía a encontrar el equilibrio. El lobo, cuando se necesitaba al lobo; el hombre, cuando se necesitaba al hombre. Se dejaba arrastrar a la caza, pero mantenía a Faile —su hogar— presente en la mente. Caminaba por el filo de la espada, pero con cada paso dado crecía la seguridad en sí mismo.
Ese día cazaba a Saltador, una presa trapacera y avezada. Pero Joven Toro aprendía deprisa, y tener la mente de un hombre le daba ventaja. Estaba capacitado para pensar como algo, o alguien, que no era.
¿Habría sido así como había empezado Noam? ¿Adónde conducía ese camino de comprensión? En ello aún había un secreto, un secreto que Joven Toro tenía que descubrir por sí mismo.
No podía fallar. Debía aprender. Tenía la impresión de que —de algún modo— cuanta más seguridad en sí mismo adquiría en el Sueño del Lobo, más cómodo se sentía consigo mismo en el mundo de vigilia.
Joven Toro iba a la carga a través de un bosque desconocido. No; era una jungla con enredaderas colgantes y frondosos helechos. La maleza era tan espesa que hasta una rata habría tenido problemas para introducirse a través de ella. Pero Joven Toro ordenó que el mundo se abriera ante él. Las enredaderas se apartaron. Los arbustos se doblaron. Los helechos se replegaron como madres retirando a sus hijos del paso de un caballo a galope.
Captó un atisbo de Saltador brincando más adelante. Su presa desapareció. Joven Toro no redujo la velocidad y, cargando a través de ese punto, captó el olor del destino al que había ido Saltador. Cambio. Joven Toro se encontró en una llanura abierta, sin árboles y el suelo cubierto con maleza desconocida. Su presa era poco más que una serie de borrones relampagueantes a lo lejos. Joven Toro la siguió avanzando cientos de pasos con cada salto.
En cuestión de segundos, se aproximaron a una planicie. Su presa corrió directamente hacia arriba por la cara casi vertical de la plataforma rocosa. Joven Toro la siguió sin hacer caso de lo que era lógico. Corrió con el suelo muy, muy abajo, a su espalda, y con la nariz apuntada hacia el mar agitado de negros nubarrones. Salvó a saltos las grietas de la roca y cruzó una falla rebotando entre ambas paredes para después llegar a lo alto de la planicie.
Saltador atacó. Joven Toro estaba preparado. Rodó sobre sí mismo y se incorporó sobre las cuatro extremidades mientras su presa, saltando por encima de su cabeza, pasaba por el borde del precipicio, pero a continuación desaparecía en un abrir y cerrar de ojos y volvía a aparecer de pie al borde del despeñadero.
Joven Toro se convirtió en Perrin, que sostenía un martillo de madera suave. Cosas así eran posibles en el Sueño del Lobo; de ese modo, si acertaba a dar en el blanco con el martillo no le hacía daño.
Perrin golpeó, y el aire chasqueó a causa de la velocidad de su movimiento. Pero Saltador era igual de rápido y lo esquivó; acto seguido, rodó sobre sí mismo y le saltó a la espalda enseñando los relucientes colmillos, Perrin gruñó. Cambio. Apareció a unos cuantos pies de distancia, de pie.
Los dientes de Saltador mordieron el aire con un chasquido, y Perrin arremetió de nuevo con el martillo.
Pronto, una niebla espesa rodeó a Saltador. El martillo se descargó atravesándola y golpeó en el suelo. Rebotó. Perrin maldijo y giró sobre sí mismo con rapidez. En la niebla no veía, no captaba el olor de Saltador.
Una sombra se movió en la bruma y Perrin se lanzó sobre ella, pero sólo era un remolino de aire. Se giró de nuevo y vio sombras moviéndose a su alrededor. Formas de lobos, hombres y otros seres que no lograba ver.
Haz tuyo el mundo, Joven Toro, proyectó el lobo.
Perrin se centró y pensó en aire seco. El olor a cerrado del polvo. Así debería ser el aire en un paisaje árido como aquél.
No. Como debería ser el aire, no. ¡Como era el aire! Su mente, su voluntad, sus sentimientos chocaron contra algo. Empujó a través de ello.
La niebla desapareció, evaporada por el calor. Saltador se encontraba sentado en los cuartos traseros a corta distancia.
Bien. Aprendes, transmitió.
El lobo miró hacia un lado, en dirección norte, al parecer distraído por algo. Y desapareció.
Perrin captó su olor y lo siguió hasta la calzada de Jehannah. Saltador corría a lo largo del exterior de la extraña cúpula violeta. Con frecuencia saltaban de vuelta a ese sitio para ver si la cúpula desaparecía. Hasta ahora, no había ocurrido tal cosa.
Perrin reanudó la persecución. ¿El propósito de la cúpula sería atrapar lobos en su interior? Pero, de ser así, ¿por qué Verdugo no instalaba su trampa en el Monte del Dragón, donde —por alguna razón— se habían congregado tantos lobos?
Quizá la finalidad de la cúpula era otra. Perrin memorizó unas cuantas formaciones rocosas peculiares a lo largo del perímetro de la cúpula y después siguió a Saltador hasta un saliente rocoso de poca altura. El lobo se bajó de un salto y desapareció en el aire de repente; Perrin fue tras él.
Captó el olor del destino de Saltador en el aire, a mitad de camino entre el saliente y el suelo, y se dirigió hacia allí, en pleno salto. Apareció a unos dos pies por encima de una rutilante extensión azul. Sorprendido, cayó al agua con un fuerte chapoteo.
Soltó el martillo y nadó con brazadas frenéticas. Saltador estaba encima del agua y lo miraba con una desaprobadora expresión lobuna.
Mal. Todavía necesitas aprender, criticó el lobo.
Perrin tosió y escupió agua.
El mar se tornó tempestuoso, pero Saltador seguía sentado tranquilamente en las encrespadas olas. De nuevo miró hacia el norte, pero después volvió los ojos hacia Perrin.
El agua te angustia, Joven Toro.
—Sólo me sorprendí —se justificó, nadando con fuerza.
¿Por qué?
¡Porque no me esperaba esto!
¿Y por qué esperar algo? Cuando sigues a otro, es posible que acabes en cualquier sitio.
—Lo sé.
Perrin escupió una bocanada de agua. Apretó los dientes y después se imaginó de pie en el agua, como Saltador. Gracias a la Luz, se alzó sobre el mar y se quedó erguido sobre la superficie. Era una sensación extraña notar bajo él las ondulaciones del agua.
Así no vencerás a Verdugo, proyectó el lobo.
Entonces, seguiré aprendiendo.
Queda poco tiempo.
—Aprenderé más deprisa.
¿Puedes?
—No queda otra opción.
Podrías elegir no luchar contra él.
Perrin movió la cabeza en un gesto enérgico de negación.
—¿Huimos de nuestra presa? Si lo hacemos, será la presa la que nos dé caza a nosotros. Me enfrentaré a él y tengo que estar preparado.
Hay un modo. El lobo olía a preocupación.
—Haré lo que sea preciso.
Sígueme.
Saltador desapareció y Perrin captó un olor inesperado: basura y barro, madera ardiendo y carbón. Gente.
Cambio. Perrin se encontró en el tejado de un edificio en Caemlyn. Sólo había estado una vez en esa ciudad y fue una visita breve. Ver la hermosa Ciudad Interior frente a él —edificios antiguos, cúpulas y torres en lo alto de la colina como pinos majestuosos en la cumbre de una montaña coronada— lo hizo pararse. Se encontraba cerca de la muralla antigua, detrás de la cual se extendía la Ciudad Nueva.
Saltador estaba sentado a su lado y contemplaba la hermosa ciudad. Gran parte de ésta, según se decía, era obra de los Ogier, y Perrin no lo ponía en duda ante la maravillosa belleza de sus construcciones. Se decía que Tar Valon era más grandiosa que Caemlyn. Creer posible tal cosa no resultaba fácil.
—¿Por qué hemos venido a esta ciudad? —preguntó.
Los hombres sueñan aquí, contestó el lobo.
En el mundo real, lo hacían. Aquí, el lugar estaba desierto. Había luz suficiente para ser de día a pesar de las nubes tormentosas que cubrían el cielo, y Perrin tuvo la sensación de que las calles deberían estar abarrotadas de gente. Mujeres yendo y viniendo al mercado. Nobles a caballo. Carretas cargadas de barriles de cerveza y sacos de grano. Niños correteando, rateros buscando un posible objetivo, trabajadores reemplazando adoquines del pavimento, afanosos vendedores ambulantes ofreciendo empanadas de carne a todos ellos.
En cambio, había vislumbres. Sombras. Un pañuelo caído en la calle. Puertas que estaban abiertas en cierto momento y al siguiente, cerradas. Una herradura asomando en el barro de un callejón. Era como si se hubieran llevado de repente a todos, secuestrados por Fados o por algún monstruo salido del relato tenebroso de un bardo.
Abajo apareció una mujer durante unos segundos. Llevaba un precioso vestido verde y dorado. Contempló la calle con ojos vidriosos y entonces desapareció. La gente aparecía de vez en cuando en el Sueño del Lobo. Perrin suponía que debía pasarles cuando estaban dormidos, como parte de sus sueños naturales.
Este sitio no es un lugar sólo de lobos. Es un sitio de todos, dijo Saltador.
—¿De todos? —preguntó Perrin, que se sentó en las tejas.
Todas las almas conocen este sitio. Vienen aquí cuando lo buscan.
—Cuando sueñan.
Sí. El lobo se tendió a su lado. Los sueños-espanto de los hombres son fuertes. Muy fuertes. A veces, esos sueños terribles vienen aquí.
La proyección era un lobo enorme, grande como un edificio, que derribaba a golpes a lobos mucho más pequeños que intentaban morderlo. En Saltador se percibía un efluvio de terror y muerte, como… En una pesadilla.
Perrin asintió despacio con la cabeza.
Muchos lobos han quedado atrapados en los tormentos de esos sueños-terror. Aparecen con más frecuencia en donde los humanos caminan, aunque los sueños viven sin aquellos que los crearon.
El lobo miró a Perrin.
Cazar en los sueños-terror te enseñará a tener fortaleza. Pero podrías morir. Es muy peligroso.
—Ya no tengo tiempo para elegir estar a salvo —contestó Perrin—. Hagámoslo.
Saltador no le preguntó si estaba seguro. Saltó a la calle y Perrin lo siguió, cayendo con suavidad en el pavimento. El lobo empezó a correr a largas zancadas calle abajo, así que él se puso al trote.
—¿Cómo los encontramos?
Olfatea miedo. Terror, proyectó Saltador.
Perrin cerró los ojos e hizo una profunda inhalación. Cuando las puertas se abrían un instante y se cerraban, en el Sueño del Lobo podía oler cosas un momento y después no quedaba rastro. Patatas de invierno rancias. Estiércol de un caballo que había pasado. Un pastel horneándose.
Cuando abría los ojos, no veía ninguna de esas cosas. En realidad no estaban allí, pero casi. Podrían haber estado.
Allí, dijo el lobo, que desapareció. Perrin fue tras él y apareció a su lado en la boca de un angosto callejón. Dentro estaba demasiado negro para que la oscuridad fuera natural.
Entra, instruyó Saltador. No permanecerás mucho tiempo la primera vez. Iré a buscarte. Recuerda que no es. Recuerda que es falso.
Preocupado, pero decidido, Perrin entró en el callejón. Las paredes a ambos lados eran negras, como si estuvieran pintadas. Sólo que… Eran demasiado oscuras para que fuera pintura. ¿Era un puñado de hierba lo que había pisado? En lo alto, el cielo había dejado de bullir y le pareció que se veían estrellas atisbando el mundo. Una luna pálida, demasiado grande, apareció en el cielo medio oculta tras las nubes. Irradiaba un brillo frío, como hielo.
Ya no estaba en la ciudad. Dio media vuelta, alarmado, y se encontraba en un bosque. Los árboles tenían troncos gruesos y pertenecían a especies que no le resultaban conocidas. Las ramas estaban peladas, con la corteza de un color gris desvaído; parecían huesos bajo la fantasmagórica luz que llegaba de arriba.
¡Tenía que volver a la ciudad! Salir de ese horrible lugar. Se dio la vuelta.
Algo surgió de repente en la noche, y Perrin se volvió hacia allí.
—¿Quién va? —gritó.
Una mujer irrumpió de la oscuridad corriendo a trompicones. Llevaba una vestidura amplia de color blanco, poco más que una camisola, y el largo cabello, de color negro, ondeaba tras ella. Lo vio y se paró en seco; después dio media vuelta e hizo intención de correr en otra dirección.
Perrin la atajó, la asió de la mano y tiró de ella hacia atrás. La mujer forcejeó, y aplastó y hundió el blando suelo margoso con los pies al intentar escabullirse. Jadeaba. Inhalar, exhalar. Inhalar, exhalar. Olía a desesperación.
—¡He de saber por dónde se sale! —gritó Perrin—. Hemos de regresar a la ciudad.
La mujer le sostuvo la mirada.
—Él viene —susurró.
Consiguió soltar la mano de la de él, echó a correr y desapareció en la noche, mientras la oscuridad la envolvía como un sudario. Perrin dio un Paso con la mano extendida.
Oyó algo a su espalda. Se volvió despacio y se encontró con algo enorme. Una sombra que se alzaba imponente, amenazadora, y absorbía la luz de la luna. Esa cosa parecía privarlo de la respiración, absorberle la propia vida y la voluntad.
La cosa se hizo más alta. Más que los árboles, un monstruo gigantesco con brazos gruesos como barriles, la cara y el cuerpo desdibujados en las sombras. Abrió unos ojos de un color rojo intenso, como dos enormes carbones encendidos que cobraran vida.
«¡Tengo que luchar contra eso!», pensó Perrin, y el martillo apareció en su mano. Dio un paso adelante, pero luego lo pensó mejor. ¡Luz! Esa cosa era inmensa. No podía luchar contra ese horror, no en un espacio abierto, como en el que se encontraba. Necesitaba encontrar un escondrijo.
Dio media vuelta y echó a correr a través del bosque hostil. La cosa lo siguió. Perrin oía cómo chascaba ramas y sentía temblar la tierra con las pisadas. Un poco más adelante vio a la mujer; la fina vestidura blanca la había frenado al engancharse en una rama, pero ella la soltó de un tirón y siguió corriendo.
El monstruo se acercaba, amenazador. ¡Lo alcanzaría, lo consumiría, lo destruiría! Le gritó a la mujer y extendió los brazos hacia ella. La mujer miró hacia atrás por encima del hombro y tropezó.
Perrin masculló una maldición. Llegó junto a ella a trompicones para ayudarla a levantarse. ¡Pero esa cosa estaba muy cerca!
Entonces, habría que luchar. El corazón le golpeaba en el pecho y latía tan deprisa como un pájaro carpintero picoteando un pino. Con las manos sudorosas, se volvió asiendo el martillo para afrontar a la horrible cosa que había detrás. Se interpuso entre ese monstruo y la mujer.
La cosa se irguió y se hizo más grande mientras aquellos ojos rojos relucían llameantes. ¡Luz! El no podía luchar contra eso, ¿verdad? Necesitaba alguna clase de ventaja.
—¿Qué es eso? —le preguntó a la mujer, desesperado—. ¿Por qué nos persigue?
—Es él —musitó la mujer—. El Dragón Renacido.
Perrin se quedó paralizado. El Dragón Renacido. Pero… Pero el Dragón Renacido era Rand.
«Es una pesadilla —se recordó a sí mismo—. Nada de esto es real. ¡No debo dejarme atrapar en ella!»
El suelo tembló, como si gimiera. Notaba el calor de los ojos del monstruo. Un ruido atropellado sonó a su espalda cuando la mujer se levantó y echó a correr, dejándolo solo.
Perrin se puso de pie; las piernas le temblaban y el instinto le gritaba que huyera. Pero no. Y tampoco debía luchar contra eso. No debía aceptar que aquello era real.
Un lobo aulló y entonces apareció en el claro de un brinco. Fue como si Saltador hiciera retroceder a la oscuridad. El monstruo se agachó hacia él y alargó la gigantesca mano para aplastarlo.
Esto era un callejón.
En Caemlyn.
No era real.
¡No lo era!
La oscuridad que los rodeaba se desvaneció. La inmensa criatura de sombras se deformó en el aire como un trozo de tela que se estirara. La luna desapareció. Un trozo de tierra —la pisoteada y sucia de un callejón apareció bajo los pies de ambos.
Entonces, con un chasquido, el sueño se evaporó. Perrin se encontró de nuevo en la sucia callejuela, con Saltador a su lado y sin el menor indicio del bosque ni de la horrenda criatura que alguien había imaginado como el Dragón Renacido.
Perrin exhaló muy despacio. Le goteaba sudor de la frente y alzó la mano para limpiárselo, aunque de inmediato deseó en cambio que se disipara.
Saltador desapareció y Perrin lo siguió para encontrarse de nuevo en el mismo tejado de antes. Se sentó. El mero hecho de recordar esa sombra le producía un escalofrío.
—Parecía tan real… —dijo—. Una parte de mí sabía que era una pesadilla, pero no podía resistir el impulso de luchar o de huir. Cuando hacía cualquiera de las dos cosas, la criatura se volvía más fuerte, ¿verdad?
Sí. No debes creer lo que ves.
Perrin asintió con un cabeceo.
—Había una mujer allí —explicó—. ¿Tampoco era real? ¿Era parte del sueño?
Sí.
—A lo mejor era la que lo soñó, la que tuvo la pesadilla original y se quedó atrapada en ella aquí, en el Sueño del Lobo.
Los humanos que sueñan no permanecen mucho tiempo en este lugar, transmitió Saltador. Para él, ahí acababa ese tema de conversación. Eres fuerte, Joven Toro. Lo hiciste bien. Olía a estar orgulloso.
—Fue una ayuda cuando la mujer llamó a esa cosa el Dragón Renacido. Eso me demostró que no era real. Me ayudó a creer que no lo era.
Lo hiciste bien, cachorro tonto, repitió el lobo. A lo mejor puedes aprender.
—Sólo si sigo practicando. Tenemos que hacer eso otra vez. ¿Puedes encontrar otro?
Si. Siempre hay pesadillas cuando tu especie anda cerca. Siempre, fue la respuesta de Saltador.
El lobo, sin embargo, miró hacia el norte otra vez. Perrin había pensado que lo que lo había distraído antes eran los sueños, pero no parecía que se debiera a eso.
¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó—. ¿Por qué no dejas de mirar ya? proyectó el lobo.
¿El qué?
La Última Cacería. Empieza. O no.
Perrin arrugó la frente y se puso de pie.
—¿Quieres decir ahora mismo?
La decisión se tomará. Pronto.
—¿Qué decisión?
Las proyecciones de Saltador eran confusas, y él no acertaba a descifrarlas. Luz y oscuridad, un vacío y fuego, frialdad y un calor terrible, espantoso. Todo ello mezclado con lobos aullando, llamando, prestando fuerza.
Ven. Saltador se levantó y miró hacia el norte.
Desapareció y él lo siguió. Cambio. Perrin apareció en la falda del Monte del Dragón, junto a una afloración rocosa.
—Luz —musitó Perrin, que miraba hacia arriba sobrecogido.
La tormenta que se había estado preparando durante meses había alcanzado el punto crítico. Un agitado cúmulo de tempestuosos nubarrones dominaba el cielo y cubría la cima de la montaña. Giraba despacio en el aire cual un enorme vórtice de negrura y descargaba relámpagos que saltaban a las nubes que había por encima. En otras partes del Sueño del Lobo las nubes eran tormentosas, aunque lejanas. Aquí la sensación era de inmediatez.
Aquello era… el punto de convergencia de algo. Perrin lo sentía. A menudo, el Sueño del Lobo reflejaba cosas del mundo real de forma extraña o inesperada.
Saltador se hallaba plantado en el afloramiento. Perrin percibía lobos por toda la falda del Monte del Dragón; y en un número que era mayor incluso del que había en la zona no hacía mucho.
Esperan. La Última Cacería llega, proyectó Saltador.
Cuando Perrin expandió la mente, descubrió que se acercaban otras manadas que aún estaban lejos, pero que se dirigían hacia la montaña. Perrin alzó la vista para contemplar el monstruoso pico. La tumba del Dragón, Lews Therin. Era un monumento a su locura, un monumento tanto a su fracaso como a su éxito. A su orgullo y a su propia inmolación.
—Los lobos. ¿Se reúnen para la Última Cacería? —preguntó Perrin.
Sí. Si tiene lugar.
Perrin se volvió hacia el lobo para mirarlo.
—Acabas de decir que ocurriría: La Última Cacería llega.
Ha de hacerse una elección, Joven Toro. Un camino conduce hacia el Monte del Dragón. El otro camino no conduce a la Última Cacería.
—Ya, pero ¿a qué conduce, entonces?
A nada.
Perrin abrió la boca para insistir, pero entonces toda la fuerza de la proyección de Saltador le llegó de golpe. Nada para el lobo significaba una guarida vacía porque los tramperos se habían llevado a todos los cachorros. Una noche sin estrellas. La luna apagándose. El olor a sangre añeja, enranciada, seca, deshecha en escamillas dispersas al viento.
Perrin cerró la boca. El cielo siguió bullendo con esa negra tormenta. La olfateaba en el aire, en el olor a árboles rotos y a tierra triturada, a campos anegados y a chispas de rayos. Como le ocurría muy a menudo, sobre todo últimamente, esos efluvios parecían contrastar con el mundo que lo rodeaba. Uno de sus sentidos le advertía que se hallaba en el mismo centro de una catástrofe, mientras que para los demás todo iba bien.
—¿Y por qué no hacemos esa elección de una vez?
No depende de nosotros, Joven Toro.
Perrin tenía la impresión de que las nubes lo arrastraban hacia lo alto. A su pesar, empezó a subir pendiente arriba. Saltador lo acompañó a largas zancadas.
Es peligroso ir allí, Joven Toro.
—Lo sé —contestó.
Pero no podía pararse. Por el contrario, aceleró el paso y dejó atrás árboles, rocas, grupos de lobos que observaban. Subieron y subieron los dos, Perrin y Saltador, subieron hasta que los árboles empezaron a ralear y el terreno a estar cubierto de escarcha y hielo.
Por fin, se acercaron a la masa nubosa. Parecía niebla negra agitada por corrientes de aire y que asimismo giraba sobre sí. Perrin vaciló al llegar al perímetro, pero después se internó en ella. Fue como entrar en una pesadilla. El viento sopló con violencia de repente, mientras la atmósfera zumbaba con energía. Hojas, tierra y grava volaban en la tempestad, y Perrin tuvo que levantar un brazo para protegerse la cara.
«No», pensó.
Una pequeña burbuja de aire encalmado surgió a su alrededor. La tempestad seguía aullando a unas pulgadas de su cara, y Perrin hubo de hacer un esfuerzo para no dejarse arrastrar de nuevo hacia ella. Esa tormenta no era una pesadilla ni un sueño; era algo más vasto, algo más… real. En esta ocasión, era él quien introducía un elemento ajeno al entorno con la burbuja de seguridad.
Siguió adelante y poco después dejaba en la nieve el rastro de su paso. Saltador avanzaba contra el viento de forma que también aminoraba sus efectos sobre él. Era más fuerte que Perrin en ese sentido; en realidad, Perrin estaba pasando apuros para conseguir que la burbuja siguiera activa.
Mucho se temía que sin esa protección la tormenta lo levantaría en sus remolinos y lo lanzaría al aire. Vio grandes ramas que pasaban volando e incluso algunos árboles pequeños.
Saltador disminuyó el ritmo y después se sentó en la nieve. Miró hacia arriba, al pico.
No puedo quedarme. Éste no es mi sitio, transmitió. —Lo comprendo.
El lobo desapareció, pero él siguió adelante. Habría sido incapaz de explicar qué lo impulsaba, pero sabía que hacía falta que estuviera allí para ser testigo de algo. Alguien lo necesitaba. Caminó durante lo que se le antojaron horas, centrado por completo en sólo dos cosas: mantenerse aislado del vendaval y poner un pie delante de otro, dar paso tras paso.
La tempestad se fue haciendo más y más violenta. Llegó a tal punto que Perrin no fue capaz de aislarse de ella por completo, sólo de lo peor. Dejó atrás el borde irregular por donde se había resquebrajado el pico de la montaña y caminó a lo largo de la cornisa —con un precipicio a ambos lados— encorvado para resistir las ráfagas. El viento empezó a tironearle de las ropas, y Perrin tuvo que entrecerrar los ojos para protegerlos del polvo y de la nieve que arrastraba el aire.
Pero no cejó y siguió adelante, ascendiendo con afán hacia la cumbre que se alzaba más allá, elevándose por encima de la boca abierta en la ladera por una explosión. Sabía que allí arriba encontraría lo que buscaba. Ese horrible torbellino era la reacción del Sueño del Lobo a algo grande, algo terrible. En este lugar, a veces las cosas eran más reales que en el mundo de vigilia. El sueño reflejaba una tempestad porque algo muy importante estaba teniendo lugar, y a Perrin le preocupaba que fuera algo terrible.
Siguió adelante abriéndose paso a través de la nieve, trepando por paredes rocosas, dejándose la piel de los dedos pegada en el hielo que cubría las piedras. Pero se había entrenado bien durante las últimas semanas. Salvó de un salto abismos que no tendría que haber podido cruzar y subió a rocas que deberían haber sido demasiado altas para él.
Una figura se erguía en el punto más elevado de la quebrada cúspide, al borde aserrado del cráter. Perrin no dejó de avanzar. Alguien tenía que ver aquello. Alguien tenía que estar allí cuando ocurriera.
Por fin, Perrin se encaramó a una gran roca y se encontró a una docena de pasos de la cumbre. Ahora distinguía a la figura. El hombre se hallaba en el mismo centro del vórtice del viento, mirando hacia el este, inmóvil. Veía la imagen tenue y translúcida, un reflejo del mundo real. Como una sombra. Perrin jamás había visto nada semejante.
Era Rand, por supuesto. Perrin había sabido desde el principio que sería él. Se aferró a la roca con una mano hecha un guiñapo y tiró de la capa con la otra para arrebujarse con ella; esa capa la había creado en una de las caras de varios precipicios atrás. Parpadeó para aliviar los ojos enrojecidos y miró hacia arriba. Tuvo que volcar casi toda la concentración en repeler algunas ráfagas para que no lo arrojaran al torbellino de la tormenta.
De pronto, brilló el destello de un relámpago seguido por el retumbo del trueno; era la primera vez que sonaba uno desde que Perrin había empezado a escalar. Ese relámpago empezó a trazar un arco que formó una cúpula alrededor de la cumbre de la montaña e iluminó el rostro de Rand. Ese rostro impasible, duro como la propia piedra. ¿Dónde estaban las curvas de esa cara? ¿Cuándo había adquirido tantas aristas y ángulos? Y esos ojos. ¡Parecían de mármol!
Las violentas ráfagas de aire no hacían mella en las ropas de Rand, que colgaban con una inmovilidad anómala, como si en realidad él fuera una estatua. Una tallada en piedra. Lo único que se le movía era el cabello rojizo, que el viento sacudía y revolvía.
Perrin se aferró a la roca con desesperación mientras el aire helado parecía clavarle pinchos en las mejillas; tenía las manos y los pies tan insensibles que apenas los sentía, y la barba erizada y rígida por la nieve y el polvo de hielo. Algo negro empezó a girar alrededor de Rand. Algo que no formaba parte de la tormenta; era como si la propia noche manara de él. De aquella negrura crecieron unos zarcillos a partir de la piel de Rand, semejantes a manos diminutas que se retorcían y se enroscaban a su alrededor. Era como si el propio mal hubiera cobrado vida.
—¡Rand! —llamó Perrin a voz en cuello—. ¡Lucha contra ello! ¡Rand!
El viento se llevó sus palabras; de todos modos, Perrin dudaba que Rand hubiera podido oírlo. La oscuridad siguió manando como brea líquida que se filtrara por los poros de Rand para crear un miasma de alquitrán alrededor del Dragón Renacido. En cuestión de segundos, Perrin apenas veía a Rand a través de la negrura. Lo envolvió, lo aisló, lo confinó. El Dragón Renacido había desaparecido. Sólo quedaba el mal.
—Rand, por favor… —susurró Perrin.
Y entonces, en el corazón de la negrura, desde el centro de la barahúnda y la tempestad, un finísimo resquicio de luz se abrió paso a través del mal. Como la luz de la llamita de una vela en una noche muy oscura. La luz irradió hacia arriba, hacia el lejano cielo, como un faro. ¡Tan débil!
La tempestad la zarandeó. Los vientos soplaron, aullaron y clamaron. Un rayo se descargó en lo alto del rocoso pico, hizo saltar fragmentos de roca y cuarteó el suelo. La negrura onduló y palpitó.
Pero la luz siguió brillando.
Una red de grietas apareció por la parte inferior del caparazón de negrura perversa, con la luz brillando en el interior. Apareció otra fractura, y otra más. Dentro había algo fuerte, algo brillante, algo rutilante.
El caparazón explotó, se volatilizó y liberó una columna de luz tan intensa, tan increíble, que Perrin creyó que le consumiría los ojos en las cuencas. Pero aun así siguió mirando sin alzar el brazo para tapar u ocultar la imagen esplendorosa que tenía ante él. Rand se erguía dentro de esa boca abierta como si gritara al cielo. La columna amarilla dorada salió disparada hacia arriba, y fue como si la tormenta se estremeciera mientras el propio cielo ondulaba.
La tempestad desapareció.
Aquella columna de luz ardiente se convirtió en un rayo de sol que se derramaba hacia el suelo e iluminaba el pico del Monte del Dragón. Perrin soltó los dedos agarrotados en la roca sin dejar de contemplar maravillado a Rand, erguido en medio de la luz. Era como si hubiese transcurrido mucho, muchísimo tiempo desde que Perrin no veía un rayo de pura luz del sol.
Los lobos empezaron a aullar. Era un aullido de triunfo, de gloria y de victoria. Perrin alzó la cabeza y también aulló, convertido durante un instante en Joven Lobo. Sentía que el rayo de sol se ensanchaba y se extendía sobre el pico, de forma que poco después lo bañaba en una calidez que desterró el gélido helor. Apenas fue consciente de que la imagen de Rand desaparecía, porque dejó allí esa luz dorada del sol.
Alrededor de Perrin aparecieron de repente lobos, a mitad de un salto. Exultantes, siguieron aullando y brincando unos contra otros, danzando bajo la luz del sol a medida que se iba extendiendo sobre ellos. Ladraron y chillaron y levantaron rociadas de nieve al brincar. Saltador se encontraba entre ellos y dio un gran salto en el aire con el que pasó por encima de Perrin.
¡La Última Cacería empieza, Joven Toro! Vivimos. ¡Vivimos!, gritó.
Perrin se volvió hacia el sitio donde Rand había estado de pie. Si aquella oscuridad se hubiese apoderado de él…
Pero no lo había hecho. Sonrió de oreja a oreja.
—¡La Última Cacería ha llegado! —gritó a los lobos—. ¡Que dé comienzo!
Ellos respondieron con aullidos en señal de conformidad, unos aullidos tan fuertes como la tormenta que bramaba hacía sólo unos instantes.