33 Una buena sopa

La sopa que probó Siuan estaba increíblemente rica.

Enarcó una ceja y tomó otra cucharada. Era sencilla —caldo, verduras y trocitos de pollo—, pero cuando casi toda la comida sabía rancia en el mejor de los casos, esa sopa le parecía una maravilla. Probó un poco del panecillo. ¿Sin gorgojos? ¡Delicioso!

Nynaeve se había quedado callada, con el cuenco humeante delante de ella. Recién ascendida, había prestado los Juramentos a primera hora de la mañana y ahora se encontraban en el estudio de la Amyrlin, con las contraventanas abiertas a la dorada luz del sol que se derramaba sobre las alfombras nuevas de color verde y oro.

En silencio, Siuan se recriminó por dejar que el sabor de la sopa la distrajera. El informe de Nynaeve exigía que se le prestara mucha atención. Había hablado del tiempo que había pasado con Rand al’Thor y, en especial, de sucesos tales como la limpieza del Saidin. Era lo que había contado un Asha’man que había visitado el campamento durante la división y ella había sido escéptica, pero ahora era imposible negarlo.

—En fin —dijo la Amyrlin—, me satisface mucho esta explicación más extensa, Nynaeve. Aunque el hecho de que el saidin esté limpio no hace menos inquietante la posibilidad de considerar que Asha’man y Aes Sedai se vinculen unos a otros. Ojalá Rand hubiera estado dispuesto a cambiar impresiones conmigo sobre eso durante nuestro encuentro.

Habló con sosiego, aunque Siuan sabía que contemplaba el hecho de que los hombres vinculasen mujeres con tanta complacencia como lo haría un capitán con un fuego en la bodega de su barco.

—Lo supongo —repuso Nynaeve, que curvó las comisuras de los labios hacia abajo—. Si sirve de algo, Rand no veía con buenos ojos que lo hombres vincularan mujeres.

—Que le pareciera bien o mal no viene al caso —repuso Egwene—. Es responsable de los Asha’man y de sus actos.

—¿Del mismo modo que las Aes Sedai que lo encadenaron y lo golpearon son responsabilidad vuestra, madre? —preguntó Nynaeve.

—Heredada de Elaida, tal vez —repuso Egwene, que estrechó los ojos, aunque apenas una pizca.

«Tenía razón al querer traer de vuelta a Nynaeve —pensó Siuan mientras tomaba otra cucharada de sopa—. Se pone de parte de él con tanta frecuencia que empieza a ser preocupante».

Nynaeve suspiró y cogió la cuchara para empezar con la sopa. —No lo he dicho con ánimo de desafiaros, madre. Sólo quiero poner de manifiesto lo que él piensa. ¡Luz! No apruebo muchas cosas que ha hecho, sobre todo últimamente, pero sí entiendo cómo ha llegado a ese punto.

—Sin embargo ha cambiado —manifestó Siuan, pensativa—. Tú misma lo has dicho.

—Sí. Según los Aiel, ha hecho lo que ellos llaman abrazar la muerte.

—Yo también les he oído decir eso —confirmó Egwene—. Pero lo miré a los ojos y percibí que algo más había cambiado en él, algo inexplicable. El hombre que vi…

—¿No parecía el mismo que destruyó Refugio de Natrin? —Siuan se estremeció al pensar en aquel suceso.

—Al hombre que vi no le haría falta destruir un sitio así —concretó Egwene—. Los que estuvieran dentro del palacio lo seguirían, sin más.

Plegados a su voluntad. Por ser quien es.

Las tres se quedaron calladas. Egwene movió la cabeza en un gesto de negación y tomó una cucharada de sopa. Hizo una pausa y sonrió.

—Vaya, pues la sopa está buena. Quizá las cosas no marchan tan mal como pensaba.

—Los ingredientes han llegado de Caemlyn —apuntó Nynaeve—. Oí que lo comentaban las chicas que sirven hoy la mesa.

—Ah.

De nuevo se hizo el silencio.

—Madre —lo rompió Siuan, que eligió con cuidado las palabras—, las mujeres siguen inquietas por las muertes habidas en la Torre.

—Es cierto, madre —convino Nynaeve—. Las hermanas se miran unas a otras con desconfianza, lo cual me preocupa.

—Tendríais que haber visto cómo era antes, durante el mandato de Elaida —respondió Egwene.

—Pues si era peor que ahora, me alegro de no haber estado aquí —opinó Nynaeve, que bajó los ojos hacia su anillo de la Gran Serpiente.

Era algo que hacía con frecuencia en las últimas horas, igual que un pescador que pilota una chalupa nueva y a menudo echa ojeadas a los muelles, sonriente. A pesar de sus protestas afirmando que era Aes Sedai y de que llevaba puesto ese anillo hacía mucho tiempo, saltaba a la vista que estaba satisfecha de haber superado la prueba y de haber prestado los Juramentos.

—Era horrible —continuó Egwene—. Y no estoy dispuesta a que volvamos a lo mismo. Siuan, el plan ha de ponerse en marcha.

Siuan torció el gesto.

—He estado enseñando a las otras, pero no creo que sea una buena idea, madre —manifestó—. Casi no están preparadas.

—¿De qué se trata? —quiso saber Nynaeve.

—De Aes Sedai a las que se ha elegido con cuidado y a quienes se ha entregado ter’angreal del sueño —explicó Egwene—. Siuan les está enseñando cómo funciona el Tel’aran’rhiod.

—Madre, ese sitio es peligroso.

Egwene sorbió otro poco de sopa antes de contestar.

—Creo que eso lo sé mejor que la mayoría. Pero es necesario. Hemos de atraer a los asesinos a un enfrentamiento con un buen señuelo. Prepararé una reunión secreta en el Mundo de los Sueños con las Aes Sedai que me son más leales, y quizá dejemos pistas de que otras personas importantes asistirán también a esa reunión. Siuan, ¿te has puesto en contacto con las Detectoras de Vientos?

—Sí. Aunque quieren saber qué les daréis a cambio de que accedan a reunirse con vos.

—El préstamo de los ter’angreal del sueño será más que suficiente —fue la seca respuesta de Egwene—. No todo tiene que ser un trato.

—Para los Marinos lo es por regla general —comentó Nynaeve—. Pero eso es aparte. ¿Vais a llevar a esa reunión nada menos que a las Detectoras de Vientos para engatusar a Mesaana?

—No exactamente. Me reuniré con ellas al mismo tiempo, en otro sitio. Y también con algunas Sabias. Será suficiente para dar una pista a Mesaana que la haga desear de verdad espiarnos ese día en el Tel’aran’rhiod.

Eso, dando por sentado que cuenta con espías que vigilan a los otros grupos de encauzadoras.

Siuan y tú mantendréis una reunión en la Antecámara de la Torre, si bien sólo será un señuelo para conseguir que Mesaana o sus seguidoras salgan de su escondite. Con salvaguardias, así como algunas hermanas vigilando desde escondrijos, podremos capturarlas. Siuan me mandará llamar tan pronto como salte la trampa.

—Es un buen plan, salvo por un detalle —comentó Nynaeve con la frente arrugada—. No me gusta que os pongáis en peligro, madre. Dejad que sea yo la que dirija esta lucha. Sé cómo hacerlo.

Egwene observó a Nynaeve, y Siuan entrevió en parte a la verdadera Egwene. Reflexiva. Osada, pero cerebral. También advirtió la fatiga de la joven Amyrlin, el peso de la responsabilidad. Siuan conocía bien esa sensación.

—Reconozco que tu preocupación es lógica —dijo Egwene—. Desde que las compinches de Elaida me capturaron a las afueras de Tar Valon, me he preguntado si no me estaré involucrando demasiado, si no me estaré exponiendo en exceso.

—Exactamente —corroboró Nynaeve.

—No obstante, eso no cambia el hecho de que, de todas nosotras, sea yo la que tiene más experiencia en el Tel’aran’rhiod. Las dos sois muy diestras, cierto, pero yo os supero. Por lo cual, en este caso no soy sólo la cabecilla de las Aes Sedai, sino una herramienta que la Torre Blanca debe utilizar. —Vaciló un instante antes de seguir—. He soñado esto, Nynaeve. Si no derrotamos a Mesaana aquí, es posible que todo se pierda. Mejor dicho, todo se perderá. No es el momento de reservarnos ninguna de nuestras herramientas, por valiosa que sea.

Nynaeve se llevó la mano a la trenza, pero ahora sólo le llegaba al hombro, cosa que le hizo apretar los dientes.

—Es posible que tengáis razón, pero no me gusta —protestó.

—Las caminantes de sueños Aiel —apuntó Siuan—. Madre, habéis dicho que os reuniréis con ellas. ¿No querrían ayudaros en esto? Me sentiría mucho más tranquila en cuanto a que tengáis que luchar si supiera que ellas están cerca para echaros una mano si fuera menester.

—Sí, es una buena sugerencia —convino Egwene—. Me pondré en contacto con ellas antes de reunirnos y se lo plantearé, por si acaso.

—Madre, quizá Rand… —empezó Nynaeve.

—Éste es un asunto de la Torre, Nynaeve —la interrumpió Egwene—. Nos las arreglaremos.

—De acuerdo.

—Bien, pues, vamos a pensar la mejor forma de propagar los rumores adecuados para que Mesaana no pueda resistir la tentación de venir a escuchar lo que hablamos…


Perrin se zambulló en la pesadilla. El aire se plegó a su alrededor y las casas de la ciudad —en esta ocasión del estilo cairhienino de techos planos desaparecieron. La calzada se tornó blanda bajo sus pies, como barro, que a continuación pasó a ser líquido. Se hundió con un chapoteo en el océano. «¿Agua otra vez?», pensó con desagrado.

En el cielo restallaban relámpagos de un rojo intenso que teñían olas con un matiz sanguinolento. Cada estallido dejaba entrever criaturas borrosas que se movían por debajo de las olas. Seres inmensos, malignos, sinuosos, envueltos en la convulsa luz roja de los relámpagos.

La gente se aferraba a los restos del naufragio que antes había sido un barco, gritaba de terror y llamaba a sus seres queridos. Hombres tendidos en tablones rotos, mujeres que intentaban mantener a sus bebés por encima del agua mientras las enormes olas rompían sobre ellas, cadáveres que se balanceaban arriba y abajo como sacos de grano.

Las criaturas que pululaban debajo de las olas atacaron, atraparon a gente y la arrastraron a las profundidades entre chapoteos de aletas y centelleo de dientes afilados como cuchillas. El agua se tiñó enseguida de rojo que no se debía a la luz de los relámpagos. Quienquiera que hubiese soñado esta pesadilla en particular tenía imaginación muy retorcida. Perrin se negó a dejarse arrastrar a ella. Reprimió el miedo y no nadó hacia una de aquellas tablas.

«No es real. No es real. No es real». A despecho de ser consciente de ello, una parte de su ser sabía que iba a morir en esas aguas. Esas terribles, sangrientas aguas. Los gemidos de los otros lo acometieron, y Perrin ansió con todas sus fuerzas ayudarlos. No eran reales, lo sabía. Sólo eran ficciones. Pero qué difícil era resistirse. Perrin empezó a elevarse por encima del agua al tiempo que las olas convertían de nuevo en suelo. Pero entonces gritó cuando algo le rozó la pierna. Un fortísimo relámpago desgarró el aire. A su lado, una mujer se hundió bajo las olas, arrastrada por unas fauces invisibles. Aterrado. Perrin se encontró de repente en el agua de nuevo, flotando en un sitio distinto por completo, con un brazo echado por encima de una madera del naufragio.

Eso ocurría a veces. Si vacilaba un segundo, si veía la pesadilla algo real, ésta lo arrastraba hacia sí y lo integraba para que encajara en el terrible mosaico. Algo se movió en el agua, cerca; con un sobresalto Perrin se alejó chapoteando. Una de las olas lo alzó en el aire.

«No es real. No es real. No es real». Qué fría estaba el agua. De nuevo, algo le rozó la pierna. Gritó y se atragantó con un buche de agua salada.

«¡NO ES REAL!» Se encontraba en Cairhien, a leguas del océano. En una calle de ciudad, con duros adoquines debajo. El olor a pan horneado que llegaba de una tahona cercana. La calle bordeada de jóvenes fresnos de tronco fino. Con un fuerte grito, se aferró a esa certeza del mismo modo que los que estaban a su alrededor se asían a los restos del naufragio. Apretó los puños mientras se centraba en la realidad. Debajo de él había adoquines, no olas. Ni agua. Ni dientes ni aletas. Despacio, se alzó por encima del océano una vez más. Dio un paso y plantó el pie en una superficie que notó firme bajo la bota. Otro paso. Y se encontró en un pequeño círculo de piedras flotantes. Algo enorme emergió de las aguas a su izquierda, una bestia gigantesca, en parte pez y en parte monstruo, con una boca tan grande que un hombre podría entrar en ella caminando sin agacharse. Los dientes, tan largos como una mano de Perrin, brillaban y goteaban sangre.

No era real. El ser explotó en una rociada de espuma que salpicó a Perrin, pero se secó enseguida. A su alrededor, la pesadilla se plegó, presionada por una burbuja de realidad que emanaba de él. Oscuridad, olas frías, gente que gritaba, todo ello se escurrió como pintura húmeda. No había relámpagos; no veía los destellos a través de los párpados. No había truenos; no oía los estampidos. No había olas; en medio de un Cairhien rodeado de tierra firme, no.

Perrin abrió los ojos de golpe; la pesadilla se hizo añicos y se desvaneció como una fina capa de escarcha expuesta al sol de primavera. Los edificios reaparecieron, la calle retornó, las olas se retiraron. El cielo volvió a la negra perturbación de la tempestad. Los relámpagos eran brillantes y el blanco fulguraba en ellos, pero no había truenos. Saltador se encontraba sentado en la calle, a corta distancia. Perrin caminó hacia el lobo. Podría haber llegado a su lado de un salto, claro, pero no le gustaba la idea de hacerlo todo con demasiada facilidad. Sabía que eso haría mella en él cuando regresara al mundo real.

Te haces fuerte, Joven Toro, proyectó con aprobación Saltador. — Todavía me cuesta demasiado —se quejó. Miró hacia atrás—. Cada vez que entro, tardo varios minutos en recobrar el control. He de ser más rápido. En un combate con Verdugo, unos pocos minutos bien pueden significar la eternidad.

Él no será tan formidable como lo que acabas de ver. — Pero sí lo bastante —arguyó Perrin—. Ha tenido años para aprender a controlar el Sueño del Lobo. Yo acabo de empezar.

Sus palabras hicieron reír al lobo. Joven Toro, empezaste la primera vez que viniste aquí.

—Sí, pero sólo hace unas pocas semanas que me entreno.

Saltador no dejaba de reír.

En cierto modo, tenía razón. Él había pasado dos años preparándose, visitando el Sueño del Lobo por la noche. Pero aun así necesitaba aprender todo lo que pudiera. Para ser sincero, se alegraba por los días de aplazamiento del juicio. Pero no podía retrasarlo demasiado. Tenían encima la Última Cacería. Muchos lobos ya corrían hacia el norte; Perrin los sentía pasar trotando hacia la Llaga, a las Tierras Fronterizas. Se desplazaban tanto en el mundo real como en el Sueño del Lobo, pero los que iban por aquí no se valían del cambio para ir allí directamente. Corrían en manadas. Notaba que Saltador anhelaba unirse a ellos. Sin embargo, se quedaba atrás, como hacían algunos otros.

—Vamos, busquemos otra pesadilla —dijo Perrin.


El jardín florecía en el Pretil de la Rosa. Era increíble. Muy pocas plantas habían echado flor en aquel terrible verano, y las que lo habían hecho se habían marchitado. Pero el Pretil de la Rosa florecía; intensas explosiones rojas zigzagueaban y se enredaban alrededor del enrejado del jardín. Insectos voraces zumbaban de flor en flor, como si todas las abejas de la ciudad hubieran acudido allí a alimentarse.

Gawyn guardaba las distancias con los insectos, pero el aroma de las rosas era tan penetrante que se sentía sumergido en él por completo. Tenía el convencimiento de que llevaría ese olor impregnado en la ropa durante horas después de haber abandonado el jardín. Elayne hablaba con varias consejeras cerca de uno de los bancos que había junto a un pequeño estanque cubierto de nenúfares. Se le empezaba a notar el embarazo, y ella estaba radiante. El cabello dorado reflejaba la luz del sol como la superficie de un espejo; en comparación, la Rosa de la Corona de Andor que le ceñía la cabeza casi parecía sencilla. En los últimos días era habitual que tuviera muchas cosas que hacer. Recibía informes —transmitidos casi en susurros— sobre las armas que estaba construyendo, las que ella creía que podrían ser tan eficaces y destructivas como damane cautivas. Por lo que él había oído comentar, los campaneros instalados en Caemlyn habían estado trabajando sin parar día y noche. La ciudad bullía de actividad con los preparativos para la guerra que Andor tendría que afrontar pronto. Su hermana estaba tan ocupada que sólo contadas veces pasaban un rato juntos, pero él se alegraba de que pudiera dedicarle tiempo, aunque fuera poco. Cuando lo vio acercarse al grupo, Elayne le sonrió e hizo un gesto con la mano a sus ayudantes para que se retiraran hasta nueva orden. Le salió al paso y le dio un beso cariñoso en la mejilla.

—Pareces pensativo.

—Una dolencia persistente que me aqueja de un tiempo a esta parte.

—La misma dolencia persistente que de un tiempo a esta parte también me aqueja a mí.

—Si tienes que seguir con…

—No, he de hablar contigo. —Lo agarró del brazo—. Y me han dicho que dar un paseo por los jardines una vez al día es bueno para mi estado. Gawyn sonrió y aspiró el aroma de las rosas y de la tierra húmeda que rodeaba el estanque. Los olores de la vida. Alzó la vista al cielo mientras paseaban.

—No puedo creer cuánto tiempo llevamos disfrutando del sol. Casi estaba convencido de que esa penumbra perpetua era anómala.

—¡Oh!, y es muy probable que lo sea —respondió ella con despreocupación—. Hace una semana, el manto de nubes se abrió encima de Caemlyn, pero ha persistido en el resto del país.

—¿Y eso por qué?

—Por Rand —respondió su hermana con una sonrisa—. Por algo que hizo. Estuvo en lo alto del Monte del Dragón, creo. Y entonces…

De pronto, el día le pareció más sombrío a Gawyn. —Otra vez al’Thor —espetó—. Incluso aquí me persigue.

—¿Incluso aquí? —repitió ella, con sorna—. Creo que fue en estos jardines donde lo conocimos. Gawyn no respondió a eso. Miró hacia el norte y examinó el cielo en aquella dirección. Ominosos nubarrones oscuros se cernían allí.

—Es el padre, ¿verdad? —preguntó a su hermana.

—Si lo fuera, entonces lo prudente sería ocultar ese hecho, ¿no te parece? —le contestó sin alterarse—. Los hijos del Dragón Renacido se convertirían en blancos que abatir.

Gawyn se sintió enfermo. Lo había sospechado en el mismo momento en que descubrió que su hermana estaba embarazada. —Así me abrase, Elayne. ¿Cómo pudiste? ¡Después de lo que le hizo a nuestra madre!

—No le hizo nada —rebatió ella—. Puedo traer un montón de testigos que te lo confirmarán, Gawyn. Madre desapareció antes de que Rand liberara Caemlyn. —Una expresión de cariño le asomaba a los ojos cada vez que hablaba de él—. Está pasando por un cambio, lo noto, siento su evolución. Limpiándose. Aleja las nubes negras y hace que las rosas florezcan. Gawyn enarcó una ceja. ¿Su hermana creía que las rosas florecían por al’Thor? En fin, a veces el amor hacía que una persona pensara cosas raras, y cuando el hombre en cuestión era el Dragón Renacido, quizás era de esperar cierta irracionalidad.

Se acercaron al pequeño embarcadero del estanque. Recordaba haber nadado allí de pequeño una vez y después recibir una reprimenda por hacerlo. No de su madre, sino de Galad, aunque ella le había echado una mirada severa, descontenta. Jamás le había contado a nadie que si estaba nadando en el estanque era porque Elayne lo había tirado al agua.

—Nunca se te olvidará eso, ¿verdad? —preguntó su hermana.

—¿El qué?

—Pensabas en esa vez que resbalaste y te caíste al estanque durante la reunión de madre con la casa Farah.

—¿Que me resbalé? ¡Me empujaste tú!

—Yo no hice tal cosa —negó ella con gazmoñería—. Estabas alardeando, balanceándote en los postes. —Y tú zarandeaste el embarcadero. —Pisé en él —refutó Elayne—. Con fuerza. Soy una persona vigorosa. Tengo un paso muy enérgico. —Un paso muy…

¡Eso es una mentira manifiesta!

—No, me limito a exponer la verdad de forma creativa. Ahora soy una Aes Sedai, y ése es un talento que tenemos. Bien, entonces, ¿vas a llevarme remando por el estanque o no?

—Que te… ¿Que te lleve remando? ¿Cuándo ha salido eso a relucir?

—Ahora mismo. ¿Es que no me estabas escuchando? Gawyn meneó la cabeza con gesto de pasmo. —Vale, de acuerdo —accedió. Detrás de ellos, varias mujeres de la guardia ocuparon posiciones. Siempre se encontraban cerca, a menudo dirigidas por una mujer alta que se creía la viva imagen de Birgitte, la heroína de los relatos. Bien pensado, quizás era cierto que se parecía a ella; en cualquier caso, atendía por ese nombre y servía como capitán general. A las mujeres de la guardia se les unió un grupo creciente de ayudantes y mensajeros. La Última Batalla era inminente, y Andor se preparaba; por desgracia, muchos de esos preparativos requerían la atención personal de Elayne. No obstante, Gawyn había oído un curioso rumor. Al parecer, a su hermana la habían subido en andas al adarve de la muralla hacía más o menos una semana. Hasta el momento, no había conseguido que le contestara si tal cosa era cierta o no. Saludó con la mano a Birgitte, que le dirigió una mirada ceñuda al ver que conducía a Elayne hacia el pequeño bote de remos que había en el estanque.

—Prometo que no la tiraré al agua —gritó Gawyn, tras lo cual, añadió entre dientes—: Aunque quizá reme con energía y vuelque el bote.

—Oh, cállate —dijo Elayne, que se acomodó en la barquita— El agua del estanque no les haría bien a los bebés.

—Y a propósito de eso —comentó Gawyn, que empujó el bote para apartarlo del embarcadero y luego subió a él, lo que provocó que se bamboleara de forma peligrosa hasta que se sentó—. ¿No tendrías que estar paseando porque es bueno para tu estado?

—Le diré a Melfane que tuve que aprovechar la oportunidad de reformar al bribón de mi hermano. Uno puede salir bien parado de todo tipo de cosas si le suelta una buena reprimenda a alguien.

—¿Y es eso lo que va a hacer? ¿Reprenderme?

—No ha de ser así por fuerza. —Habló con voz severa. Gawyn armó los remos y los metió en el agua. El estanque no era grande, apenas lo suficiente para justificar que hubiera un bote, pero era relajante surcar el agua en medio de mariposas y zapateros, a los que llamaban aclara-aguas de pequeños.

—Gawyn, ¿por qué has venido a Caemlyn?

—Es mi hogar. ¿Por qué no iba a venir aquí?

—Estuve preocupada por ti durante el asedio. Me habría sido de gran ayuda contar contigo en la lucha, pero te mantuviste alejado.

—¡Ya te lo he explicado, Elayne! Estaba enredado en cosas políticas de la Torre Blanca, además de que nos quedamos aislados por las nieves invernales. Me duele no haber podido ayudarte, pero esas mujeres me tenían bien pillado.

— Soy una de esas mujeres, ¿sabes? —Alzó la mano en la que lucía el anillo de la Gran Serpiente.

— Tú eres distinta. En cualquier caso, tienes razón. Tendría que haber estado aquí. Pero no sé qué más disculpas esperas que te dé.

—No espero que te disculpes. Oh, Gawyn, no te estaba reprendiendo. Aunque no me cabe duda de que me habría venido bien tu ayuda, nos las arreglamos bien. También me preocupaba que te vieras atrapado en la disyuntiva de defender la Torre o proteger a Egwene. Al parecer eso también se ha resuelto. Así pues, te lo pregunto de nuevo. ¿Por qué has venido ahora? ¿Es que Egwene no te necesita?

—Parece ser que no. Gawyn bogó hacia atrás, a una zona de la orilla donde crecía un inmenso sauce llorón cuyas ramas colgaban sobre el agua como trenzas. Alzó los remos antes de llegar a esas ramas, y el bote se quedó parado.

—En fin, no voy a entrometerme en eso… Al menos, no lo haré de momento —continuó Elayne—. Siempre eres bienvenido aquí, Gawyn. Te nombraría capitán general si me lo pidieras, pero no creo que sea eso lo que quieres.

—¿Por qué lo dices?

— Bueno, casi todo el tiempo que llevas en Caemlyn has estado vagando como un alma en pena por los jardines.

—No he hecho eso en absoluto. Lo que hacía era reflexionar.

—¡Oh!, sí. Veo que tú también has aprendido a usar la creatividad para decir la verdad. Él resopló con suavidad. —Gawyn, no has estado con ninguno de tus amigos ni tus conocidos de palacio. No has hecho intención de ocupar tu puesto en la corte como príncipe o capitán general. En lugar de ello, te has limitado a… reflexionar. Gawyn miró al otro lado del estanque.

—No he pasado tiempo con los demás porque lo único que quieren saber es por qué no estaba aquí durante el asedio. No dejan de preguntarme cuándo voy a ocupar el puesto que me corresponde y desempeñar mi cometido, dirigiendo tu ejército.

—No pasa nada, Gawyn, no tienes que ser capitán general y, si no queda más remedio, yo puedo seguir adelante aunque mi Primer Príncipe de la Espada se halle ausente. Aunque he de admitir que Birgitte está muy molesta contigo porque no desempeñas la tarea de capitán general.

—¿Es por eso por lo que me lanza esas miradas coléricas?

—Sí. Pero se las arreglará. De hecho, realiza muy bien su trabajo. Y, si hay alguien a quien yo querría que protegieses, sería a Egwene. Se lo merece.

—¿Y si he decidido que no quiero hacerlo? Elayne le puso la mano en el brazo. El rostro de su hermana, enmarcado por el dorado cabello que ceñía esa corona a juego, tenía una expresión preocupada.

—¡Oh!, Gawyn, ¿qué te ha pasado?

—Egwene cree que estaba demasiado acostumbrado a tener éxito y que no he sabido cómo reaccionar cuando las cosas han empezado a irme mal —contestó mientras movía la cabeza a uno y otro lado.

—¿Y tú qué crees?

—Creo que me ha venido bien estar aquí —confesó él con un profundo suspiro. Algunas mujeres paseaban por el sendero que discurría alrededor del estanque; a la cabeza iba una mujer de cabello pelirrojo surcado de hebras blancas. Dimana era una especie de estudiante fracasada de la Torre Blanca. Gawyn no estaba muy seguro respecto a lo que eran las Allegadas ni a su relación con Elayne. —Volver aquí me ha hecho recordar mi vida de antes. En especial, ha sido liberador para mí no encontrarme al servicio de las Aes Sedai. Durante un tiempo tuve el convencimiento de que necesitaba estar con Egwene. Cuando dejé a los Cachorros para unirme a ella, me pareció la mejor elección que había hecho en mi vida. Sin embargo, ella actúa como si no me necesitara para nada. Tan volcada está en ser fuerte, en ser la Amyrlin, que no hay lugar para alguien que no se doblegue a todos sus deseos.

—Dudo que las cosas estén tan mal como dices, Gawyn. Egwene… En fin, tiene que ofrecer una imagen fuerte debido a su juventud y a la forma en que fue ascendida. Pero no es arrogante. No más de lo necesario. Elayne metió los dedos en el agua y asustó a un carpín dorado. —Ha habido momentos en que me he sentido igual que ella debe de sentirse ahora —reconoció en voz baja—. Dices que quiere a alguien servil que no le lleve la contraria, pero, en mi opinión, lo que quiere de verdad, lo que en realidad necesita, es alguien en quien confiar por completo. Alguien a quien pueda encargar tareas y después no tener que preocuparse sobre cómo las llevará a cabo. Cuenta con recursos formidables: riqueza, tropas, fortificaciones, criados… Pero ella sólo es una, y si todo requiere su atención personal es como si no tuviera recursos en absoluto.

—Yo…

—Afirmas que la amas. Me has dicho que estás dedicado a ella, que morirías por ella. Bueno, pues, Egwene tiene ejércitos en los que abundan ese tipo de personas, igual que yo. Lo realmente extraordinario es tener a alguien que haga lo que digo. O, mejor aún, que haga lo que sabe que le pediría que hiciera si tuviera ocasión.

—No sé si podría ser ese hombre —contestó Gawyn.

—¿Por qué no? De entre todos los hombres dispuestos a apoyar a una mujer con poder, habría apostado por ti.

—Con Egwene es diferente. No sé explicar el porqué.

— Bien, pues, si quieres casarte con una Amyrlin, entonces habrás de hacer esta elección. Su hermana estaba en lo cierto. Y lo hacía sentirse frustrado, pero tenía razón.

—Dejemos este tema —pidió—. Me he dado cuenta de que la conversación se ha desviado de al’Thor.

—Porque no hay nada más que hablar sobre él.

—Tienes que mantenerte alejada de él, Elayne, es peligroso.

—El Saidin está limpio —contestó ella al tiempo que desestimaba ese tema con un ademán.

— Es lo que él afirmaría, claro.

—Lo odias. Lo noto en tu voz. Esto no tiene nada que ver con madre, ¿no es cierto? Gawyn vaciló. Su hermana se estaba haciendo muy diestra en cambiar el tema de una conversación. ¿Era por la reina que había en ella o por la Aes Sedai? Estuvo a punto de remar de vuelta al embarcadero, pero ésta era Elayne. Luz, qué agradable resultaba hablar con alguien que lo comprendiera de verdad.

—¿Que por qué odio a al’Thor, dices? Bueno, está la muerte de madre. Pero no es sólo por ella. Detesto en lo que se ha convertido.

—¿En el Dragón Renacido?

—Es un tirano.

—Eso no lo sabes, Gawyn.

—Es un pastor. ¿Qué derecho tiene a derrocar tronos, a cambiar el mundo como lo hace?

—Sobre todo mientras tú estabas confinado en un pueblo, ¿verdad? —Le había contado gran parte de lo que le había ocurrido en los últimos meses—. Mientras él conquistaba naciones, tú te viste obligado a matar a tus amigos, y después tu Amyrlin te alejó y te envió a tu muerte.

—Exacto.

—Así que son celos —concluyó Elayne en voz queda.

— No, qué tontería. Yo…

—¿Y qué harías, Gawyn? —preguntó su hermana—. ¿Lo retarías a duelo?

—Quizá.

— Y si por casualidad vencieras y lo atravesaras con tu espada como has dicho que te gustaría hacer, ¿nos condenarías a todos por satisfacer tu arrebato? No supo qué responder a eso.

—Eso no son sólo celos, Gawyn —continuó Elayne, que le quitó los remos—. Es egoísmo. En este momento no podemos permitirnos el lujo de ser estrechos de miras, de no tener visión de futuro. A pesar de las protestas de Gawyn, Elayne empezó a remar hacia el embarcadero.

—¿Y todo eso lo dice una mujer que ha hecho batidas y atacado a mujeres del Ajah Negro? —inquirió. Su hermana se sonrojó. Gawyn advirtió que Elayne habría preferido que no se hubiera enterado de ese suceso.

—Era necesario —dijo Elayne—. Y, además, hablé en plural, de los dos. Tú y yo tenemos ese problema. Birgitte no deja de repetirme que he de aprender a actuar con más mesura. En fin, tú también tendrás que aprender la misma lección, por bien de Egwene. Y ella te necesita, Gawyn. Puede que no sea consciente de ello, puede que esté convencida de que ha de cargar con el peso del mundo ella sola, pero se equivoca.

El bote rozó contra el embarcadero. Elayne desarmó los remos y extendió una mano. Gawyn salió del bote y después la ayudó a pasar al embarcadero. Ella le apretó la mano con cariño. —Tú sabrás arreglarlo —le dijo Elayne—. Te libero de la responsabilidad de ser mi capitán general. De momento no designaré a otro Primer Príncipe de la Espada y puedes conservar el título estando en reserva, con tus obligaciones suspendidas de manera temporal. Siempre y cuando aparezcas de forma esporádica en algún acto oficial, no tienes que preocuparte de que se requieran tus servicios para nada más. Lo haré público de inmediato, citando que debes ocuparte de otras tareas relativas al advenimiento de la Última Batalla.

—Yo… Gracias —dijo, si bien no estaba del todo convencido de que se sintiera agradecido. Todo aquello le sonaba muy parecido a la insistencia de Egwene de que no tenía que vigilar su puerta. Elayne le apretó la mano de nuevo y después se dirigió hacia sus ayudantes. Gawyn la vio hablar con ellos en voz reposada. Cada día que pasaba parecía más regia; era como contemplar una rosa mientras florecía. Ojalá hubiera estado en Caemlyn para presenciar el proceso desde el principio. Se sorprendió a sí mismo sonriendo mientras reanudaba el paseo a lo largo del Pretil de la Rosa. Era difícil que sus pesares arraigaran en él después de recibir una dosis del optimismo innato de Elayne. Sólo su hermana era capaz de llamar envidioso a un hombre y conseguir que se lo tomara a bien.

Pasó entre vaharadas de perfume, sintiendo el sol en la nuca. Llegó a la zona donde Elayne y él jugaban de pequeños, y evocó a su madre paseando por esos jardines con Bryne. Recordó sus prudentes enseñanzas cuando cometía algún desliz, y las sonrisas que le dirigía cuando actuaba como debería hacerlo un príncipe. Esas sonrisas eran como si saliera el sol. Este lugar era ella. Seguía viva en Caemlyn, en Elayne —que cada vez se parecía más a su madre—, en la seguridad y la fortaleza del pueblo de Andor. Se detuvo junto al estanque, en el mismo sitio donde Elayne lo había salvado de morir ahogado siendo niño. Quizás Elayne tenía razón. Quizás al’Thor no tenía nada que ver con la muerte de Morgase. Y, si lo tuviera, él nunca podría probarlo. Pero eso daba igual. Rand al’Thor ya estaba condenado a morir en la Última Batalla, así que ¿por qué seguir odiando a ese hombre? —Tiene razón —susurró mientras observaba los movimientos de los avispones que zumbaban sobre la superficie del agua—. Se acabó, al’Thor. A partir de ahora, me traes sin cuidado. Fue como si le quitaran un enorme peso de encima, y soltó un largo suspiro. Sólo ahora que Elayne lo había eximido, era consciente de la culpabilidad enorme que había sentido por estar ausente de Andor. Eso también había desaparecido. Había llegado el momento de centrarse en Egwene. Metió la mano en el bolsillo y sacó el cuchillo del asesino; lo sostuvo a la luz del sol y examinó las gemas rojas. Tenía el deber de proteger a Egwene. Y, suponiendo que se pusiera a lanzarle improperios, que lo odiara y lo exiliara, ¿acaso los castigos no merecerían la pena si a cambio lograba mantenerla con vida?

—Por la tumba de mi madre —exclamó una voz en tono agudo a su espalda—. ¿Dónde conseguisteis eso?

—Gawyn giró sobre sí mismo con rapidez y se encontró con las mujeres en las que se había fijado un rato antes, paradas en el camino. Dimana iba a la cabeza; el cabello surcado de canas, el rostro con arrugas alrededor de los ojos. ¿Pues no se suponía que manejar el Poder retardaba esos signos de envejecimiento? Había otras dos mujeres con ella. Una era una joven regordeta de cabello negro y la otra era corpulenta y de mediana edad. La joven era quien había hablado; tenía los ojos, de expresión inocente, muy abiertos. Y parecía aterrada.

—¿A qué te refieres, Marille? —preguntó Dimana.

—Ese cuchillo. —Marille señaló la mano de Gawyn—. ¡Marine ha visto uno igual antes!

— «He visto» —la corrigió Dimana—. Eres una persona, no una cosa

—Sí, Dimana. Muchas disculpas, Dimana. Marille… eh… Yo no cometeré el error otra vez, Dimana. Gawyn enarcó una ceja. ¿Qué le pasaba a esa chica?

—Disculpadla, milord —intervino la Allegada—. Marille ha pasado mucho tiempo como damane y tiene dificultades para adaptarse.

—¿Eres seanchan? —preguntó Gawyn. «Por supuesto. Tendría que haber notado el acento». Marille asintió con un vigoroso cabeceo. Una antigua damane. Gawyn sintió un escalofrío. A esa mujer la habían entrenado para matar con el Poder. La tercera mujer permanecía callada y observaba todo con curiosidad. No parecía tan servil, ni mucho menos.

—Deberíamos seguir paseando —dijo Dimana—. No le conviene ver cosas que le recuerden Seanchan. Vamos, Marille. Eso no es más que un trofeo que lord Trakand ganó en una batalla, imagino.

—No, esperad —pidió Gawyn, que alzó una mano—. ¿Has reconocido esta arma? Marille miró a Dimana, como si le pidiera permiso para contestar. La Allegada asintió con gesto sufrido.

—Es un puñal sanguinario, milord —respondió la joven—. No lo ganasteis en batalla, porque los hombres no derrotan a los Puñales Sanguinarios, son imparables. Sólo caen cuando su propia sangre se vuelve contra ellos. Gawyn frunció el entrecejo. ¿Pero de qué hablaba esa chica?

—Es decir, que esta arma es seanchan, ¿verdad?

—Sí, milord. La llevan los Puñales Sanguinarios.

—Creí oírte decir que esto era un puñal sanguinario.

—Lo es, pero también lo es el que lo empuña. Envueltos en la noche enviados por voluntad de la emperatriz, así viva para siempre, para caer sobre sus enemigos y morir en su nombre y con gloria. —La joven agachó más los ojos—. Marille habla demasiado. Ella lo siente.

—«Yo» lo siento —corrigió Dimana con un atisbo de exasperación en el timbre de la voz.

—Yo lo siento —repitió Marille.

—Así que esos… Puñales Sanguinarios —continuó Gawyn— ¿son asesinos seanchan? Se le puso el vello de punta. ¿Habrían dejado atrás tropas suicidas para matar Aes Sedai? Sí. Tenía sentido. El asesino no era uno de los Renegados.

—Sí, milord —confirmó Marille—. Vi uno de esos puñales colgado en el cuarto de los alojamientos de mi señora. Había pertenecido a su hermano, que lo había llevado con honor hasta que su sangre se volvió contra él.

— ¿Su propia familia?

—No, su sangre. —Marille se encogió un poco más.

— Háblame de ellos —ordenó Gawyn en tono de urgencia.

— Envueltos en la noche, enviados por voluntad de la emperatriz, así viva para siempre, para caer sobre sus enemigos y morir en… —se puso a recitar de nuevo la antigua damane.

—Sí, sí, eso ya lo has dicho —la interrumpió Gawyn—. ¿Qué métodos utilizan? ¿Cómo se camuflan tan bien? ¿Qué sabes sobre la forma en que esos asesinos atacan? Con cada pregunta, Marille se encogía más y más, hasta que rompió a llorar.

—¡Lord Trakand, conteneos! —intervino Dimana.

—Marille no sabe mucho —sollozó la damane—. Marille lo siente. Por favor, castigadla por no escuchar mejor.

Gawyn se echó hacia atrás. Los seanchan trataban a sus damane peor que si fueran animales. A Marille no le habrían explicado nada específico en cuanto a lo que los Puñales Sanguinarios tenían orden de hacer. — ¿Dónde encontrasteis a estas damane? —le preguntó a Dimana—. ¿Se capturó a algún soldado seanchan? He de hablar con uno; a ser posible, un oficial.

Dimana frunció los labios. — Estas mujeres fueron capturadas en Altara y sólo nos enviaron a las damane —respondió luego.

—Dimana, ¿y qué tal si habla con la sul’dam? —sugirió la otra mujer, que no tenía acento seanchan—. Kaisea pertenecía a la Sangre baja.

—Kaisea no… —Dimana frunció el entrecejo—. No es de fiar —concluyó.

—Por favor, esto podría salvar vidas —insistió Gawyn.

—De acuerdo —accedió Dimana—. Esperad aquí. Iré a buscarla. Se dirigió al palacio llevándose con ella a las dos mujeres a su cargo, y Gawyn se quedó esperando, impaciente. Al cabo de unos minutos, Dimana regresó seguida de una mujer alta que llevaba un vestido de color gris claro, sin cinturón ni bordados, y el largo cabello negro peinado en una trenza. Parecía decidida a mantenerse justo un paso por detrás de Dimana, hecho que molestaba a la Allegada, quien procuraba no perder de vista a la otra mujer. Llegaron donde se encontraba Gawyn, y la sul’dam —quién lo habría imaginado— se arrodilló y se postró en el suelo con la frente tocando la tierra del paseo. Realizó la reverencia con una suave elegancia; por alguna razón, a Gawyn le produjo la impresión de que se estaba mofando de él.

—Lord Trakand, ésta es Kaisea —presentó Dimana a la mujer—. O al menos, es el nombre por el que insiste que se la llame ahora.

—Kaisea es una buena servidora —habló la mujer con sosiego.

— Ponte de pie —ordenó Gawyn—. ¿Qué haces ahí?

—A Kaisea le han dicho que sois hermano de la reina; sois de la Sangre de este reino y yo soy una humilde damane.

—¿Damane? Eres una sul’dam.

—Ya no —manifestó la mujer—. Debo ser atada a la correa, gran señor. ¿Os ocuparéis de que lo hagan? Kaisea es peligrosa. Dimana señaló con la cabeza hacia un lado para indicarle a Gawyn que deberían hablar en privado. Gawyn se alejó unos cuantos pasos más por el Pretil de la Rosa para hacer un aparte con la Allegada, dejando atrás a Kaisea, postrada en el suelo.

—¿Es una sul’dam o una damane? —preguntó Gawyn.

— Todas las sul’dam están capacitadas para encauzar y se les puede enseñar —explicó Dimana—. Elayne opina que ese hecho minará toda la cultura del pueblo seanchan una vez que salga a la luz. Muchas rehúsan admitir que ven los tejidos, pero unas cuantas han sido sinceras con nosotras. Y todas sin excepción han insistido en que se las debe hacer damane. —Señaló de nuevo a Kaisea con un movimiento de cabeza. Ésta es la que nos está dando más problemas. Creemos que está aprendiendo los tejidos para así ser capaz de provocar un accidente de forma deliberada y usar contra nosotras nuestro razonamiento: si hace algo violento con el Poder Único, afirmará que nos hemos equivocado al dejarla libre. ¿Así que tenían una mujer a la que se podía entrenar para matar con el Poder Único, sin prestar los Tres Juramentos vinculantes y que estaba decidida a demostrar que era peligrosa? Gawyn tuvo un escalofrío. —Le damos pequeñas dosis de horcaria la mayoría de los días —informó Dimana—. No os he contado esto para preocuparos, sino para preveniros de que no os fiéis, porque lo que diga o haga quizá no sea cierto.

—Gracias —dijo Gawyn con un leve cabeceo. Dimana y él regresaron hasta donde la sul’dam seguía postrada en el suelo.

—¿Cómo puede serviros Kaisea, gran señor? —dijo la mujer. Su modo de actuar parecía una parodia del sometimiento de Marille. Lo que Gawyn había interpretado como mofa al principio no lo era en absoluto, sino el esfuerzo deficiente de una persona de alta cuna por imitar a otra de baja estirpe.

— ¿Has visto alguna vez uno de éstos? —preguntó Gawyn, como sin darle importancia, mientras sacaba el puñal sanguinario. Al verlo, Kaisea dio un grito ahogado.

—¿Dónde lo encontrasteis? ¿Quién os lo dio? —Se encogió casi de inmediato al darse cuenta de que había sobrepasado los límites del papel asumido.

—Un asesino intentó matarme con él —contestó Gawyn—. Luchamos y él escapó.

—Eso es imposible, gran señor —manifestó la seanchan, más controlada la voz ahora.

—¿Por qué lo dices?

—Porque si hubieseis luchado con uno de los Puñales Sanguinarios, gran señor, estaríais muerto. Son los asesinos más expertos de todo el imperio. Luchan de forma despiadada, con la mayor crueldad posible porque ellos ya están muertos.

—Tropas suicidas —musitó Gawyn con un cabeceo de comprensión—. ¿Tienes más información sobre ellos? El rostro de Kaisea reflejó un creciente conflicto interno. — ¿Y si me ocupo de que seas atada a la correa? ¿Me responderías entonces? —sugirió Gawyn.

—¡Milord! ¡La reina no lo permitirá jamás! —protestó Dimana.

—Se lo pediré. No puedo prometer que serás atada a la correa, Kaisea, pero sí te prometo que intercederé con la reina por ti.

—Sois poderoso y fuerte, gran señor. Y muy sabio —respondió la seanchan—. Si lo hacéis, Kaisea os lo explicará. Dimana asestó una mirada feroz a Gawyn.

—Habla —ordenó él a la sul’dam.

—Los Puñales Sanguinarios no viven mucho tiempo —empezó—. Una vez que les ha sido encomendada una misión, no abandonaran sin concluirla. La emperatriz, así viva para siempre, les otorga recursos, unos anillos ter’ángreal que los convierten en grandes guerreros.

—Les difumina las formas cuando están cerca de sombras —adivinó Gawyn.

—Sí —admitió Kaisea, sorprendida porque lo supiera—. Son imbatibles. Pero, al final, su propia sangre los mata.

—¿Su propia sangre?

—Utilizar esos anillos los envenena. Una vez que se les ha encomendado una tarea, a menudo no duran más de unas pocas semanas. Con mucho, sobreviven un mes.

—De modo que sólo hay que esperar a que perezcan —comentó Gawyn mientras contemplaba el puñal con aire preocupado. Sus palabras provocaron la risa en Kaisea.

—Eso no es así. Antes de morir se ocuparán de cumplir con su cometido.

—Éste mata personas poco a poco —explicó Gawyn—. Una cada pocos días. Hasta ahora, a un puñado.

—Tanteos —dijo Kaisea—. Azuza para descubrir puntos débiles, aprende dónde atacar sin ser visto. Si sólo han muerto unas cuantas personas, entonces es que aún no habéis visto a los Puñales Sanguinarios actuar a pleno rendimiento. No dejan un puñado de muertos, sino docenas.

—A menos que lo detenga —objetó Gawyn—. ¿Cuál es su punto débil?

—¿Punto débil? —Kaisea se echó a reír otra vez—. Gran señor, ¿no os he dicho ya que son la elite de los guerreros en Seanchan, mejorados y ayudados por el favor de la emperatriz, así viva para siempre?

—Estupendo. ¿Y para qué más sirve el ter’angreal, entonces? ¿Ayuda al asesino cuando está en sombras? ¿Cómo puedo interrumpir su funcionamiento? ¿Quizá con un número mayor de antorchas?

—No puede haber luz sin sombra, gran señor —respondió la mujer—. Cread más luz y crearéis más sombras.

—Tiene que haber un modo.

— Kaisea está segura de que, si lo hay, gran señor, lo encontraréis, —En la voz de la seanchan había un dejo ufano, petulante—. Si Kaiséa puede haceros una sugerencia, gran señor… Daos por afortunado de haber sobrevivido en una lucha con un Puñal Sanguinario. No debíais de ser uno de sus verdaderos objetivos, pero sería prudente que os ocultaseis hasta que haya transcurrido un mes. Permitid que la emperatriz, así viva para siempre, vea cumplida su voluntad y agradeced que los augurios os hayan dado aviso para que escapéis y viváis.

— Basta ya —dijo Dimana—. Confío en que hayáis obtenido lo que queríais, lord Trakand, ¿verdad?

— Sí, gracias —respondió Gawyn, tan preocupado que casi ni se dio cuenta de que Kaisea se incorporaba y la Allegada conducía a la mujer a su cargo de vuelta a palacio. Daos por afortunado de haber sobrevivido… No debíais de ser uno de sus verdaderos objetivos… Gawyn estudió el arma arrojadiza que tenía en las manos. El objetivo Egwene, desde luego. ¿Por qué, si no, iban los seanchan a emplear un arma tan poderosa? Quizá creían que su muerte acabaría con la Torre Blanca.

Tenía que poner sobre aviso a Egwene. Aunque provocara su enfado, aunque hiciera caso omiso de lo que ella quería, tenía que llevarle esa información. Podría salvarle la vida. Seguía parado en el mismo sitio —planteándose cómo abordar el asunto con Egwene— cuando una criada con uniforme rojo y blanco se acercó a él.

—Milord Gawyn —dijo mientras le tendía una bandeja en la que había una carta sellada.

—¿Qué es? —preguntó, aunque recogió la carta y utilizó el puñal sanguinario para abrirla por un extremo.

—Viene de Tar Valon —respondió la criada, que le hizo una reverencia—. La ha traído un mensajero a través de un acceso. Gawyn desdobló el grueso papel e identificó la letra de Silviana. Empezó a leer:

Gawyn Trakand: La Amyrlin se sintió muy contrariada cuando se enteró de vuestra partida. En ningún momento se os dio instrucciones de que abandonaseis la ciudad. Me ha pedido que os envíe esta misiva manifestando que habéis dispuesto de tiempo sobrado para haraganear en Caemlyn. Vuestra presencia se requiere en Tar Valon y debéis regresar cuanto antes.

Leída la breve misiva, Gawyn la leyó de nuevo. Egwene le había gritado por echar a perder sus planes, sólo le había faltado echarlo de la Torre, ¿y estaba contrariada al enterarse de que se había ido de la ciudad? ¿Y qué esperaba que hiciera? Casi se echó a reír.

—Milord, ¿queréis enviar respuesta? —preguntó la criada. En la bandeja había papel y pluma—. El mensajero dio a entender que se esperaba que la hubiera.

— Dile que entregue esto. Gawyn echó el puñal sanguinario en la bandeja. De pronto estaba tan furioso que se le borró de la mente la idea de regresar. ¡Condenada mujer! —Y que le comunique —añadió tras pensar un momento— que el asesino es seanchan y lleva encima un ter’angreal especial que lo hace casi invisible en las sombras. Que mejor será que enciendan más luces. Los anteriores asesinatos sólo fueron pruebas para tantear nuestras defensas. El verdadero objetivo es ella. Ella. Que recalque que el asesino es muy, muy peligroso, pero no es la persona de la que ella sospechaba. Si necesita pruebas, que venga y hable con alguna de las seanchan que están aquí, en Caemlyn. La criada parecía perpleja, pero al ver que él no añadía nada más, se retiró. Gawyn trató de aplacar la ira. No volvería; ahora no. Porque parecería que regresaba arrastrándose, obedeciendo su orden. Tenía sus trampas y planes cuidadosamente preparados. Había dicho que no lo necesitaba. Por lo tanto, tendría que pasar sin él durante un tiempo.

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