Morgase Trakand, en otro tiempo reina de Andor, servía el té pasando de una persona a otra en el amplio pabellón que Perrin había rescatado en Malden. Los costados se podían enrollar hacia arriba y no tenía lona en el suelo.
A pesar de lo grande que era la tienda, casi no cabían todos los que habían querido asistir a la reunión. Perrin y Faile se encontraban presentes, desde luego, sentados en el suelo. Los acompañaba otro hombre de ojos dorados, Elyas, así como Tam al’Thor, un sencillo granjero de anchos hombros y actitud sosegada. ¿De verdad ese hombre sería el padre del Dragón Renacido? Morgase había visto una vez a Rand al’Thor, y el muchacho también tenía aspecto de ser un campesino.
Al lado de Tam estaba sentado el evasivo secretario de Perrin, Sebban Balwer. ¿Cuánto sabría Perrin del pasado de ese hombre? Jur Grady también se hallaba presente, con la negra chaqueta y el alfiler de la espada plateada en el cuello. El curtido rostro de granjero del hombre mostraba los ojos hundidos y la tez aún pálida por la enfermedad que había pasado hacía poco. Neald —el otro Asha’man— no había asistido porque aún no se había recuperado de las mordeduras de las serpientes.
Las tres Aes Sedai sí habían acudido. Seonid y Masuri estaban sentadas con las Sabias, mientras que Annoura lo hacía al lado de Berelain y, de vez en cuando, echaba ojeadas a las seis Sabias. Gallenne se hallaba al otro lado de Berelain. Enfrente de ellos se encontraban Alliandre y Arganda.
Los oficiales trajeron a Morgase el recuerdo de Gareth Bryne. Hacía mucho tiempo que no lo veía, desde que lo había exiliado por razones que todavía era incapaz de explicar. Pocas cosas sobre esa época de su vida tenían sentido para ella ahora. ¿De verdad había estado tan encaprichada de un hombre como para desterrar a Aemlyn y Ellorien?
Fuera como fuese, esos días habían quedado atrás. Se movió con cuidado entre la gente para asegurarse de que todas las tazas estuvieran llenas.
—Habéis tardado en acabar vuestro trabajo más tiempo de lo que esperaba —comentó Perrin.
—Nos diste una tarea de la que ocuparnos, Perrin Aybara —replicó Nevarin—. La hemos realizado. Le dedicamos todo el tiempo que hizo falta para acabarla como es debido. Confío en que tu comentario no implique que no lo hayamos hecho así. —La Sabia de cabello dorado como la arena estaba sentada justo enfrente de Seonid y Masuri.
—Déjalo ya, Nevarin —gruñó Perrin.
Este desenrolló un mapa en el suelo, delante de él; lo había dibujado Balwer siguiendo las instrucciones de los ghealdanos.
—No ponía en duda vuestro trabajo. Preguntaba si hubo problemas para que se quemara.
—El pueblo ya no existe —repuso Nevarin—. Y todas las plantas que encontramos con el menor atisbo de la infección han sido reducidas a cenizas. Y suerte que lo hicimos. Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, habríais tenido muchos problemas para ocuparos de algo tan mortífero como la Llaga.
—Creo que te sorprenderías —intervino Faile.
Morgase la miró de reojo y vio que la Sabia y ella tenían trabadas las miradas. Faile tenía el porte de una reina, vestida de nuevo de acuerdo con su posición con un elegante vestido verde y violeta, plisado por los costados y dividida la falda para montar a caballo. Lo curioso era que la facultad de mando innata en Faile se había reforzado tras el tiempo pasado con los Shaido.
Morgase y Faile habían retomado enseguida la relación señora y criada. De hecho, la vida de Morgase era increíblemente similar a la que había llevado en el campo de los Shaido. Sí, cierto, algunas cosas eran diferentes; por ejemplo, no era probable que a Morgase la azotaran aquí. Pero eso no cambiaba el hecho de que —durante un tiempo— las otras cuatro mujeres y ella habían sido iguales. Ya no.
Se detuvo junto a lord Gallene y le llenó de nuevo la taza utilizando las mismas técnicas que había desarrollado estando al servicio de Sevanna. En ocasiones, tenía la impresión de que ser criada requería tanto sigilo como ser exploradora. Debía pasar desapercibida, no representar una distracción. ¿Sus criados habían actuado de ese modo con ella?
—Bien —intervino Arganda—, si alguien se estaba preguntando hacia dónde habíamos ido, el humo de ese incendio es un claro indicador.
—Somos demasiados para creer en la posibilidad de que no se nos localice —contestó Seonid.
En los últimos tiempos, Masuri y ella habían empezado a tener permiso para hablar sin recibir una reprimenda de las Sabias, si bien la hermana Verde todavía miraba de reojo a las Aiel antes de abrir la boca. A Morgase la exasperaba ver aquello. ¿Unas hermanas de la Torre, convertidas en aprendizas de un puñado de espontáneas? Se comentaba que habían llegado a esa situación por orden de Rand al’Thor, pero ¿cómo podía cualquier hombre, incluso el Dragón Renacido, ser capaz de hacer algo así?
El hecho de que dos Aes Sedai no parecieran ser capaces de rebelarse ante su situación la incomodaba. La posición social de una persona podía sufrir cambios drásticos. Gaebril —y después Valda— le habían enseñado esa lección. La cautividad con los Aiel sólo había sido otra fase más del proceso.
Cada una de esas experiencias la había alejado un poco más de la reina que había sido. Ahora no echaba de menos cosas refinadas ni su trono; sólo deseaba tener cierta estabilidad. Algo que, por lo visto, era un producto básico más valioso que el oro.
—Eso no importa —sentenció Perrin, que dio golpecitos con el índice en el mapa—. Bien, ¿estamos de acuerdo? De momento, vamos a pie en pos de Gill y los demás, y enviamos exploradores por accesos para encontrarlos, si es posible. Con suerte, los alcanzaremos antes de que lleguen a Lugard. ¿Cuánto tiempo calculas que se tarda hasta la ciudad, Arganda?
—Depende del barro —respondió el enjuto militar—. No llamamos la embarradura a esta época del año por capricho. Los hombres inteligentes no viajan durante el deshielo de primavera.
—La inteligencia es para quienes pueden recrearse en ella —masculló Perrin, que contó la distancia en el mapa con los dedos.
Morgase fue hacia Annoura para llenarle la taza otra vez. Servir té era más complicado de lo que siempre había dado por supuesto. Tenía que saber a quién debía apartarle la taza para llenarla, así como a quiénes debía llenársela mientras la sostenían en la mano. Tenía que saber con exactitud hasta dónde llenar una taza para que no se derramara y cómo verter el té sin que la porcelana tintineara y sin que salpicara. Sabía cuándo no debía dejarse ver y cuándo hacer una pequeña puesta en escena del acto de llenar tazas por si acaso había pasado por alto a alguien, lo había olvidado o había juzgado mal sus deseos.
Recogió con cuidado la taza que Perrin tenía en el suelo, a su lado. Le gustaba gesticular cuando hablaba y cabía la posibilidad de que el hombre le tirara la taza de la mano si no estaba atenta. En definitiva, que la tarea de servir té era un arte excepcional, todo un mundo en el que Morgase la reina nunca se había tomado la molestia de fijarse.
Llenó de nuevo la taza de Perrin y se la colocó al lado. Perrin hizo más preguntas sobre el mapa, como cuáles eran las ciudades cercanas y los puntos donde había posibilidad de reabastecerse. Poseía cualidades que hacían de él una gran promesa como líder. Quizá si lo asesoraba un poco…
Morgase rechazó la idea. Perrin Aybara era un rebelde. Dos Ríos formaba parte de Andor y se había proclamado señor de la comarca haciendo ondear ese estandarte con la cabeza de lobo. Por lo menos habían quitado la bandera de Manetheren. Enarbolarla había sido nada menos que una declaración de guerra abierta.
Morgase ya no se encrespaba cada vez que alguien lo llamaba señor, pero tampoco estaba dispuesta a ofrecerle ayuda. No hasta que resolviera cómo llevarlo de nuevo bajo el manto de la monarquía andoreña.
«Además —admitió de mala gana—, Faile tiene sagacidad de sobra para darle cualquier consejo que le daría yo».
De hecho, Faile era el complemento perfecto para Perrin. Donde él era una lanza en ristre lanzada al ataque, ella era un arco ligero de caballería. La combinación de ambos —con los vínculos de Faile al trono saldaenino— era lo que de verdad preocupaba a Morgase. Sí, Perrin había hecho arriar la bandera de Manetheren, pero también había ordenado antes que ese estandarte con la cabeza de lobo se guardara. A menudo, prohibir algo era el mejor modo de garantizar que se haría lo censurado.
Morgase vio la taza de Alliandre medio vacía, y se acercó para llenarla; como muchas damas de alta alcurnia, Alliandre siempre esperaba tener llena la taza. La reina ghealdana la miró, y hubo un ligero vislumbre de incomodidad en aquellos ojos. Alliandre no estaba segura de cómo debería ser su relación, lo cual resultaba curioso habida cuenta de lo altanera que la dama había sido durante la cautividad de todas ellas. La persona que Morgase había sido en otros tiempos, la reina, deseaba hablar a solas con ella para darle una extensa explicación de cómo sustentar mejor su grandeza.
Tendría que aprenderlo por sí misma; Morgase ya no era la persona que había sido otrora. No sabía con certeza quién era, pero aprendería cómo realizar su tarea como doncella de una dama. Conseguirlo se estaba convirtiendo en una pasión para ella. Era un modo de demostrarse a sí misma que seguía siendo fuerte, que aún era útil.
En cierto modo resultaba aterrador que se preocupara por eso.
—Lord Perrin —dijo Alliandre mientras Morgase se retiraba—, ¿es cierto que planeáis enviar a mi gente de vuelta a Jehannah después de que encontréis a Gill y su grupo?
Morgase pasó de largo junto a Masuri; a la Aes Sedai le gustaba que le llenaran la taza sólo cuando daba unos golpecitos en ella con la uña.
—Sí, lo es —contestó Perrin—. Para empezar, todos sabemos que, en realidad, no deseabais uniros a nuestra fuerza. Si no os hubiésemos llevado con nosotros, los Shaido no os habrían capturado. Masema ha muerto. Es hora de que regreséis para gobernar vuestro país.
—Con el debido respeto, milord. ¿Por qué reclutáis a mis compatriotas si no es con intención de reunir un ejército para su futuro uso?
—No estoy reclutando a nadie —negó Perrin—. Que no rechace a quienes piden que los acepte no significa que quiera ampliar más este ejército.
—Milord, a buen seguro es atinado conservar lo que se tiene —dijo Alliandre.
—En eso tiene razón, Perrin —agregó con suavidad Berelain—. Sólo hay que mirar al cielo para saber que la Última Batalla es inminente. ¿Por qué mandar de vuelta a sus tropas? Estoy segura de que el lord Dragón necesitará a todos los soldados de todas las naciones que le son leales.
—Existe la opción de emplazarlos cuando él lo decida —insistió Perrin con testarudez.
—Milord, yo no le juré lealtad a él, sino a vos —indicó Alliandre—. Si Ghealdan ha de marchar al Tarmon Gai’don, será siguiendo vuestra bandera.
Perrin se puso de pie, con lo que sobresaltó a varias personas presentes en la tienda. ¿Es que se iba? Se dirigió al lado abierto del pabellón sin decir palabra y asomó la cabeza.
—Wil, ven aquí —llamó.
Un tejido de Poder Único impedía que la gente que se encontraba fuera escuchara lo que se decía en el interior. Morgase veía los tejidos de Masuri, atados y salvaguardando el pabellón. La complejidad de esos tejidos parecía burlarse de su mínimo talento.
Masuri dio golpecitos en su taza, y Morgase se apresuró a rellenarla. A la Aes Sedai le gustaba beber té cuando estaba nerviosa.
Perrin regresó a la tienda, seguido de un apuesto joven que llevaba un envoltorio de tela.
—Desenróllalo —indicó Perrin.
Con aire aprensivo, el joven lo hizo. En la tela se veía el emblema de la cabeza de lobo que era el símbolo de Perrin.
—Yo no hice esta bandera —dijo—. Jamás la he querido, pero, siguiendo un consejo, dejé que se izara. Bien, las razones para hacerlo han quedado atrás. He ordenado que se arríe, pero al parecer no ha surtido mucho efecto. —Miró al joven—. Wil, que esto se comunique a todo el campamento. Estoy dando una orden directa. Quiero que todas y cada una de las copias de esta maldita bandera se quemen. ¿Lo has entendido?
—Pero… —Wil se puso pálido.
—Hazlo. Alliandre, prestaréis juramento a Rand tan pronto como nos encontremos con él. No marcharéis bajo mi bandera, porque yo no tengo una. Soy un herrero y no se hable más. He aguantado esta estupidez demasiado tiempo.
—Perrin, ¿crees que esto es atinado? —Faile parecía sorprendida.
Qué necio. Al menos tendría que haberlo hablado antes con su esposa. Pero los hombres eran así. Les gustaban sus secretos y sus planes.
—No sé si es atinado, pero es lo que estoy haciendo —repuso antes de sentarse de nuevo—. Márchate, Wil. Quiero que esas banderas se hayan quemado antes de que caiga la noche. Y no quiero demoras, ¿entendido?
Wil se puso rígido y luego giró sobre sus talones y salió de la tienda sin responder nada. Daba la impresión de que el muchacho se sintiese traicionado. Cosa extraña, Morgase se sorprendió sintiendo algo parecido. Qué necedad. Esto era lo que ella quería, era lo que Perrin debía hacer. Y, sin embargo, la gente sentía temor, y con razón. Ese cielo, las cosas que estaban pasando en el mundo… En fin, que en tiempos como los que corrían quizá se podía disculpar que un hombre decidiera tomar el mando.
—Eres un necio, Perrin Aybara —sentenció Masuri. La Aes Sedai tenía un punto de brusquedad en su modo de comportarse.
—Hijo, los chicos han puesto mucha fe en esa bandera —intervino Tam.
—Demasiada —espetó Perrin.
—Tal vez. Pero es bueno tener algo en lo que creer. Cuando mandaste quitar el otro estandarte, fue un mal trago para ellos. Esto será peor.
—Ha de hacerse —reiteró Perrin—. Los hombres de Dos Ríos se han encariñado demasiado con ella, han empezado a hablar como si fueran a quedarse conmigo en lugar de regresar con sus familias, donde deben estar. Cuando volvamos a tener accesos, Tam, te los llevarás. —Miró a Berelain—. Supongo que no puedo librarme de vos ni de vuestros hombres. Vendréis conmigo para reuniros con Rand.
—No me había dado cuenta de que necesitaseis «libraros» de nosotros —respondió con tirantez la Principal—. No os mostrasteis tan reacio a aceptar mi ayuda cuando pedisteis los servicios de mi Guardia Alada para rescatar a vuestra esposa.
Perrin hizo una profunda respiración.
—Agradezco vuestra ayuda, a todos. Lo que conseguimos en Malden estuvo bien, y no sólo por Faile y Alliandre. Era algo que tenía que hacerse. Pero, diantres, eso ya ha quedado atrás. Si queréis seguir a Rand, estoy seguro de que os aceptará. Pero mis Asha’man están agotados y las tareas que me fueron encomendadas se han llevado a cabo. En mi interior noto esos ganchos que tiran de mí hacia Rand. Pero, antes de que lo haga, necesito cortar con todos vosotros.
—Esposo, ¿puedo sugerir que empecemos con los que quieren ser enviados a su casa? —Las palabras de Faile sonaron tensas.
—Sí, algunos refugiados serían muy felices si regresaran a sus hogares —dijo Aravine.
La antigua gai’shain se encontraba sentada casi al fondo de la tienda, un buen sitio donde pasar inadvertida, aunque se había convertido en una pieza importante en la administración del campamento de Perrin. Actuaba para él como una especie de administrador extraoficial.
—Preferiría enviar a todo el mundo, si puedo. Grady… —dijo Perrin.
El Asha’man se encogió de hombros.
—Abrir los accesos para los exploradores no me ha agotado en exceso y creo que podría hacer unos más grandes. Todavía sigo un poco débil, pero casi me he recobrado de la enfermedad. Sin embargo, Neald necesitará más tiempo.
—Milord. —Balwer tosió con discreción—. Dispongo de algunas cifras curiosas que querría mencionaros. Desplazar tanta gente como la que tenéis ahora a través de accesos llevaría horas, puede que días. No será una tarea que se realice con rapidez, como cuando nos aproximamos a Malden.
—Va a ser muy trabajoso, milord —abundó Grady—. No creo que pueda mantener abierto un acceso durante tanto tiempo. Y menos si queréis que esté en condiciones de luchar, si llega el caso.
Perrin se acomodó para inspeccionar el mapa de nuevo. La taza de Berelain estaba vacía, y Morgase se apresuró a llenarla.
—Está bien, pues. Empezaremos a enviar a grupos más reducidos de refugiados, de los que quieren marcharse antes —decidió Perrin.
—Asimismo, quizá va siendo hora de enviar mensajeros que se pongan en contacto con el lord Dragón —intervino Faile—. Tal vez esté dispuesto a enviar más Asha’man.
—Sí —asintió Perrin.
—Según las últimas noticias que tuvimos de él, se encontraba en Cairhien —intervino Seonid—. El mayor número de refugiados es de allí, así que podríamos empezar por enviar algunos de ellos a su casa, junto con exploradores que se reúnan con el lord Dragón.
—No está allí —dijo Perrin.
—¿Cómo lo sabes? —Edarra dejó la taza en el suelo.
Morgase se desplazó por el perímetro de la tienda y la recogió para volver a llenarla. Edarra, la mayor de las Sabias y quizá la de más rango entre ellas —cosa difícil de averiguar con esas mujeres—, parecía increíblemente joven para la edad que tenía según los rumores. La minúscula capacidad de Morgase con el Poder Único bastaba para descubrirle que esa mujer era fuerte. Puede que la más fuerte de las presentes en la tienda.
—Yo… —Perrin titubeó. ¿Acaso contaba con alguna fuente de información que no compartía con ellos?—. Rand tiene por costumbre estar donde menos te lo esperas. Dudo que se haya quedado en Cairhien, pero Seonid tiene razón. Es el mejor sitio para empezar a buscarlo.
—Milord, me preocupa lo que podríamos… ejem… provocar si no tenemos cuidado —intervino Balwer—. ¿Multitudes de refugiados que regresan a través de accesos de forma inesperada? Llevamos tiempo sin estar en contacto. Tal vez, además de ponernos en contacto con el Dragón, podríamos enviar exploradores para recopilar información, ¿no?
—Me parece una gran idea. —Perrin asintió con la cabeza.
Balwer se echó hacia atrás con aire complacido, y eso que el hombre era muy bueno en lo tocante a disimular las emociones. ¿Por qué tenía tanto interés en enviar alguien a Cairhien?
—Lo admito, me preocupa tener que mover a toda esta gente —dijo Grady—. Incluso cuando Neald se encuentre bien, va a ser agotador mantener abiertos los accesos el tiempo suficiente para que los crucen todos.
—Perrin Aybara, puede que haya una forma de solucionar este problema —manifestó Edarra.
—¿Cómo?
—Estas aprendizas nos han hablado sobre algo. ¿Un círculo, se llama? Si nos coligamos los Asha’man y algunas de nosotras, entonces quizá podamos darles fuerza para crear accesos mayores.
Perrin se rascó la barba, pensativo.
—¿Qué opinas, Grady? —preguntó al Asha’man.
—Nunca nos hemos coligado en un círculo, milord. Pero si conseguimos descifrar cómo hacerlo… Bueno, unos accesos más grandes podrán trasladar a más gente en menos tiempo. Eso sería una gran ayuda.
—De acuerdo —accedió Perrin. Se volvió hacia la Sabia—. ¿Qué me costaría que lo intentaseis?
—Has trabajado demasiado tiempo con Aes Sedai, Perrin Aybara —le reprochó Edarra con gesto desdeñoso—. No todo ha de hacerse a cambio de un precio. Esto será en beneficio de todos nosotros. Me he estado planteando sugerírtelo desde hace un tiempo.
—¿Desde cuándo sabes que esa variante podría funcionar? —Perrin tenía el entrecejo fruncido.
—El tiempo suficiente.
—Maldita sea, mujer, ¿por qué no me hablaste de ello antes?
—La mayoría del tiempo no parecías muy interesado en tu posición como jefe —replicó Edarra con frialdad—. El respeto es algo que ha de ganarse, Perrin Aybara, no exigirlo.
Morgase contuvo la respiración ante el insolente comentario. Muchos señores responderían con aspereza por el tono empleado. Perrin se quedó paralizado, pero después asintió con la cabeza, como si aquélla fuera la respuesta que debía esperar.
—Tus Asha’man estaban enfermos cuando se me ocurrió esta idea la primera vez —continuó Edarra—. Antes no habría funcionado, pero éste momento era el justo para plantearla. En consecuencia, lo he hecho.
«Insulta a las Aes Sedai en cierto momento y al siguiente actúa como si fuera una de ellas», pensó Morgase.
Con todo, estar cautiva en Malden le había servido a Morgase para empezar a entender las maneras Aiel. Todo el mundo afirmaba que era imposible entender a ese pueblo, pero ella no le daba mucho crédito a ese tipo de habladurías. Los Aiel eran una sociedad, como cualquier otra. Tenían costumbres extrañas y peculiaridades culturales extravagantes, pero también las tenían todos los pueblos. Una reina debía ser capaz de entender a todos los pueblos de su reino, así como a todos los enemigos potenciales.
—Muy bien, pues —dijo Perrin—. Grady, no te fatigues mucho, pero empieza a practicar con ellas. Prueba a ver si consigues formar un círculo.
—Sí, milord. —El Asha’man se mostraba siempre algo distante—. Sería conveniente involucrar a Neald en esto. Se marea cuando se pone de pie, pero está deseoso de hacer algo con el Poder, y éste sería un buen modo de que reanudara las prácticas.
—De acuerdo —accedió Perrin.
—No hemos acabado de hablar sobre los exploradores que enviamos a Cairhien —le recordó Seonid—. Me gustaría estar con el grupo.
Perrin se rascó la barbuda mejilla.
—Supongo que sí. Que vayan vuestros Guardianes, dos Doncellas y Pel Aydaer. Y sed discretos, si es posible.
—Irá también Camaille Nolaisen —dispuso Faile.
Por supuesto. Tenía que incluir a una Cha Faile en el grupo.
Balwer carraspeó para llamar la atención de Perrin.
—Milord, necesitamos urgentemente papel y péñolas nuevas para escribir, y no digamos otros materiales delicados.
—Sin duda, eso podrá esperar —arguyó Perrin, ceñudo.
—No —intervino Faile—. No, esposo, creo que es una buena sugerencia. Deberíamos enviar a alguien para que adquiriera suministros. Balwer, ¿querrás ir tú para traer esas cosas?
—Con gusto, mi señora. Hace tiempo que tengo muchas ganas de visitar esa escuela que el Dragón ha abierto en Cairhien. Ellos tendrán los suministros que necesitamos.
—Supongo que puedes ir tú, entonces —convino Perrin—. Pero nadie más. ¡Luz! Si nos descuidamos un poco, enviamos al puñetero ejército al completo.
Balwer inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento, satisfecho a juzgar por su expresión. Era evidente que ese hombre ahora hacía de espía para Perrin. ¿Le diría a Aybara quién era ella en realidad? ¿Se lo habría dicho ya? Perrin no actuaba como si lo supiera.
Morgase recogió más tazas; la reunión empezaba a disgregarse. Era normal que Balwer se hubiera ofrecido a espiar para Aybara; ella habría tenido que abordar antes al hombrecillo para ver qué pedía a cambio de guardar silencio. Errores como ése le podían costar el trono a una reina. Se quedó paralizada, con la mano tendida hacia una taza, sin llegar a ella.
«Ya no eres reina. ¡Tienes que dejar de pensar como si lo fueras!»
Durante las primeras semanas que siguieron a su abdicación secreta, había esperado hallar una forma de volver a Andor para poner su experiencia al servicio de Elayne. Sin embargo, cuanto más lo había pensado, más claro vio que tenía que mantenerse al margen. Todo el mundo en Andor debía dar por sentado que ella había muerto. Cada reina debía hacer las cosas a su manera, y Elayne podría dar la imagen de ser una marioneta de su propia madre si regresaba. Por si fuera poco, se había ganado muchos enemigos antes de marcharse. ¿Por qué habría hecho cosas así? El recuerdo que guardaba de esos días era borroso, pero su vuelta sólo serviría para reabrir viejas heridas.
Siguió recogiendo tazas. Quizá tendría que haber hecho caso a la expresión «nobleza obliga» y haberse dado muerte. Si los enemigos del trono descubrían quién era, la utilizarían contra Elayne del mismo modo que los Capas Blancas lo habrían hecho. Pero, de momento, ella no representaba una amenaza para su hija. Además, estaba convencida de que Elayne no pondría en riesgo la seguridad de Andor, ni siquiera para salvar a su madre.
Perrin despidió a los asistentes y dio algunas instrucciones básicas para acampar esa noche. Morgase se arrodilló y usó un trapo para limpiar la tierra que manchaba un lado de una taza que se había volcado. Niall le había dicho que Gaebril había muerto y que al’Thor controlaba Caemlyn. Eso tendría que haber impelido a Elayne a regresar con prontitud, ¿verdad? ¿Sería la reina? ¿Las casas le habrían otorgado su apoyo o habían actuado contra su hija por lo que ella había hecho?
El grupo de exploradores podría volver con noticias que aguardaba con ansiedad. Tendría que encontrar el modo de estar presente en cualquier reunión donde se presentaran los informes, quizá ofreciéndose a servir el té. Cuanto más mejorara en su trabajo como doncella de Faile, más probabilidades habría de que se enterara de los acontecimientos importantes.
Al tiempo que las Sabias salían de la tienda, Morgase atisbó a alguien fuera. Tallanvor, tan cumplidor como siempre. El hombre, alto y ancho de hombros, llevaba la espada a la cintura; en los ojos tenía una expresión de intensa preocupación.
La había seguido prácticamente de continuo desde Malden, y aunque ella protestara por cuestión de principios, no le importaba. Después de dos meses separados, Tallanvor quería aprovechar todas las ocasiones que se le presentaban de estar juntos. Mirando aquellos hermosos ojos del hombre, Morgase era incapaz de considerar la idea del suicidio, ni siquiera por el bien de Andor. Y por ello se sentía como una estúpida. ¿Es que aún no eran bastantes las veces que había permitido que su corazón la metiera en problemas?
Malden la había cambiado, sin embargo. Había echado muchísimo de menos a Tallanvor. Y entonces, él había ido a su rescate, cuando no tendría por qué haberse arriesgado. Estaba más consagrado a ella que al propio Andor. Y, por alguna razón, eso era justo lo que ella necesitaba. Echó a andar hacia él haciendo equilibrios con ocho tazas que llevaba sujetas en el doblez del brazo, en tanto que sostenía los platos en la mano.
—Maighdin —llamó Perrin cuando ella salía de la tienda.
Morgase vaciló, y se volvió a mirar. Todo el mundo excepto Perrin y su esposa había abandonado ya el pabellón.
—Vuelve, por favor —dijo Perrin—. Tallanvor, puedes entrar también. Te he visto andar al acecho ahí fuera. En serio, ¡como si alguien pudiera abatirse sobre ella desde el aire y llevársela encontrándose en una tienda llena de Sabias y Aes Sedai!
Morgase enarcó una ceja. Que ella supiera, el propio Perrin había seguido a Faile de aquí para allá tanto o más desde que habían vuelto.
Tallanvor le lanzó una sonrisa al entrar. Le quitó algunas tazas del brazo y después los dos se presentaron ante Perrin. Tallanvor hizo una reverencia formal, cosa que despertó irritación en Morgase. Él seguía siendo miembro de la guardia de la reina; el único miembro leal, que ella supiera, así que no debería hacer reverencias a ese rústico arribista.
—Nada más uniros a nosotros, muy al principio, me hicieron una sugerencia —empezó Perrin con brusquedad—. Pues bien, creo que ya es hora de que la tenga en cuenta. Últimamente, vosotros dos sois como jóvenes de pueblos diferentes que se miran embobados en la hora previa a que acabe el Día Solar. Ya va siendo hora de que os caséis. Podríamos pedir a Alliandre que celebre la boda o tal vez podría hacerlo yo. ¿Tenéis alguna tradición para esa ceremonia?
Morgase parpadeó con sorpresa. ¡Maldita Lini por meter esa idea en la cabeza de Perrin! De pronto le entró pánico, aunque Tallanvor la miraba de manera inquisitiva.
—Ve a cambiarte si quieres llevar algo más bonito —sugirió Perrin—. Reunid a quienes queráis de testigos y volved dentro de una hora. Así pondremos fin a esta bobería.
Morgase notó que el rostro le enrojecía de rabia. ¿Bobería? ¡Cómo osaba! ¡Y con esos modales! ¡Despacharla como si fuera una chiquilla, como si sus emociones, su amor, fueran sólo una molestia para él!
Se había puesto a enrollar el mapa; pero, cuando la mano de Faile se posó en su brazo, hizo que él alzara la vista y comprobara que sus órdenes no se habían seguido.
—¿Y bien? —preguntó.
—No —dijo Morgase.
Le sostuvo la mirada a Perrin porque no quería ver la inevitable decepción y el rechazo en el rostro de Tallanvor.
—¿Qué? —preguntó Perrin.
—No, Perrin Aybara —repitió—. No estaré de vuelta aquí dentro de una hora para casarme.
—Pero…
—Si queréis que os sirva un té o que os limpie la tienda o que empaquete algo, entonces mandad llamarme. Si deseáis que os lave la ropa, os complaceré. Pero soy vuestra criada, Perrin Aybara, no una súbdita vuestra. Soy leal a la reina de Andor. Carecéis de autoridad para darme una orden así.
—Yo…
—¡Ni siquiera la propia reina impondría esto a nadie! ¿Obligar a dos personas a casarse por estar cansado de la forma en que se miran uno al otro? ¿Como si fueran dos perros de caza que os proponéis cruzar para después vender los cachorros?
—Mi intención no era ésa en absoluto.
—Pues lo pareció, en cualquier caso. Además, ¿cómo estáis seguro de las intenciones del joven? ¿Habéis hablado con él, le habéis preguntado, le habéis consultado como un señor debería hacer en un asunto como éste?
—Pero, Maighdin, él está pendiente de ti, le importas. Tendrías que haber visto cómo actuó cuando te raptaron. ¡Luz, mujer, pero si es obvio!
—Las cosas del corazón nunca son obvias. —Poniéndose tan erguida como le fue posible, Morgase casi volvió a sentirse como una reina—. Si elijo casarme con un hombre, esa decisión la tomaré yo. Para ser un hombre que afirma no gustarle tener el mando, desde luego os encanta dar órdenes. ¿Por qué pensáis que anhelo el amor de este joven? ¿Sabéis lo que siento?
A su lado, notó que Tallanvor se ponía tenso y, acto seguido, le hacía una reverencia formal a Perrin y se alejaba a zancadas de la tienda. A ese hombre lo podían las emociones. Bueno, tenía que saber que a ella no podían avasallarla. Ya no. Primero, Gaebril. Después, Valda. ¿Y ahora Perrin Aybara? Flaco favor le harían a Tallanvor si tomaba a una mujer que se casaba con él porque le habían dicho que lo hiciera.
Morgase observó a Perrin, que se había puesto colorado, y suavizó el tono de voz.
—Sois joven aún en esto, así que os daré un consejo. Hay cosas en las que un señor debería involucrarse, pero hay otras que siempre debería dejar pasar de largo sin implicarse. Aprenderéis la diferencia con la práctica, pero tened la gentileza de no hacer demandas como ésta hasta que, al menos, os haya asesorado vuestra esposa.
Dicho esto, hizo una reverencia —todavía cargada con las tazas— y se retiró. No debería haberle hablado así. ¡Sí, bien, pero es que él no tendría que haber dado esa orden! Por lo visto todavía le quedaba una chispa de empuje, después de todo. No se había sentido tan firme ni tan segura de sí misma desde… ¡En fin, desde antes de la llegada de Gaebril a Caemlyn! Aunque ahora tendría que encontrar a Tallanvor y apaciguar su orgullo. A su alrededor, criados y trabajadores se ocupaban de sus tareas. Muchos de los antiguos gai’shain se comportaban todavía como si siguieran entre los Shaido, con tanta reverencia y tanta ceremonia cada vez que alguien los miraba, aunque no hiciera nada más. Los de Cairhien eran los peores; los habían tenido prisioneros más tiempo, y los Aiel eran expertos en dar lecciones.
Desde luego, había unos cuantos gai’shain Aiel. Qué costumbre tan extraña. A algunos de los gai’shain que estaban allí, por lo que había logrado discernir, los habían capturado los Shaido y después habían sido liberados en Malden. Seguían con ropa blanca, lo cual significaba que ahora actuaban como esclavos de sus propios familiares y amigos.
Se podía entender a cualquier pueblo, pero tenía que admitir que quizás entender a los Aiel costaría un poco más que con los otros. Por ejemplo, ese grupo de Doncellas que recorrían a zancadas el campamento. ¿Por qué tenía que apartarse todo el mundo de su camino? No había…
Morgase vaciló. Esas Doncellas iban directas hacia la tienda de Perrin. Debían de traer noticias. La curiosidad la pudo y Morgase las siguió. Las Doncellas dejaron dos guardias junto a los faldones de la entrada, pero la salvaguarda para que no se oyera fuera lo que se hablaba dentro se había quitado. Morgase dio un rodeo a la tienda; procurando aparentar que hacía algo más que escuchar a escondidas, reprimió una punzada de remordimiento por dejar a Tallanvor solo con su dolor.
—Capas Blancas, Perrin Aybara —se oyó dentro la voz firme de Sulin—. Hay una fuerza numerosa en la calzada, justo delante de nosotros.