Prólogo Distinciones

Los cascos de Mandarb marcaban un ritmo familiar en el terreno accidentado. Lan Mandragoran cabalgaba hacia su muerte. El aire seco le provocaba escozor en la garganta y el suelo estaba salpicado de cristales de sal que salían a la superficie después de desecarse bajo tierra. La infección se hacía patente en las manchas de unas formaciones rocosas de color rojizo que se alzaban hacia el norte. Eran marcas de la Llaga, provocadas por un oscuro liquen que se iba propagando.

Siguió cabalgando hacia el este, en paralelo a la Llaga. Todavía estaba en Saldaea, donde su mujer lo había dejado cumpliendo así —por un mínimo margen— su promesa de llevarlo a las Tierras Fronterizas. La calzada por la que marchaba se extendía ante él desde hacía mucho tiempo. Le había dado la espalda veinte años atrás, cuando había accedido a ir con Moraine, pero siempre supo que regresaría. Eso era lo que significaba llevar el nombre de sus padres, la espada que le colgaba de la cintura y el hadori ceñido a la frente.

Aquella parte del norte de Saldaea se conocía como Landas de Proska, y era un sitio lúgubre por el que viajar, un lugar donde no crecía una sola planta. Soplaba un viento del norte que arrastraba consigo un hedor repulsivo, como el de una profunda y sofocante ciénaga henchida de cadáveres. En lo alto, el cielo tormentoso estaba oscuro, encapotado.

«Esa mujer», pensó Lan al tiempo que meneaba la cabeza. Qué deprisa había aprendido Nynaeve a hablar y pensar como una Aes Sedai. El hecho de que estuviera cabalgando hacia su muerte no lo afligía, pero saber que ella temía por su suerte… Eso sí que dolía. Muchísimo.

Hacía días que no veía a nadie. Los saldaeninos tenían fortificaciones más al sur, pero la zona que atravesaba estaba surcada por barrancos quebrados que dificultaban los asaltos a los trollocs, y éstos preferían atacar en las cercanías de Maradon. Lo cual no era motivo para relajarse. Uno no debía bajar nunca la guardia estando tan cerca de la Llaga. Se fijó en la cumbre de una colina; aquél sería un buen sitio para tener un apostadero. Lo observó con atención, pendiente de cualquier indicio de movimiento. Sin apartar la mano del arco, dio un rodeo a una depresión del terreno, en prevención de que hubiera atacantes emboscados. Cuando estuviera viajando un poco más hacia el este, cortaría a través de Saldaea y cruzaría Kandor por las estupendas calzadas que había por allí. Después…

Un poco de grava rodó ladera abajo en alguna colina cercana.

Con mucho cuidado, Lan sacó una flecha de la aljaba que llevaba colgada en la silla de montar. ¿De dónde provenía el sonido?

«De la derecha», decidió para sus adentros. Del sur. De la colina que se encontraba en aquella dirección; alguien se aproximaba por detrás del cerro.

Lan no frenó a Mandarb, porque hacer cambiar el ritmo de los cascos sería tanto como poner sobre aviso a quien se acercaba. Notando el sudor de los dedos dentro de los guantes de piel de cervato, alzó el arco sin hacer movimientos bruscos. Encajó la flecha y tensó la cuerda a la par que la subía hasta la mejilla, aspirando el olor a resina y a plumas de ganso…

Alguien apareció rodeando la falda de la colina. El hombre se quedó petrificado, y el viejo rocín de carga que lo seguía —con la crin enmarañada— llegó junto a él, lo sobrepasó, y sólo se detuvo cuando el ronzal que lo sujetaba por el cuello se puso tirante.

El hombre vestía una camisa marrón claro cerrada con lazos y unos pantalones polvorientos. Llevaba espada a la cintura y tenía los brazos fuertes y musculosos, pero su aspecto no era amenazador. De hecho, a Lan le resultaba familiar.

—¡Lord Mandragoran! —exclamó el hombre, que echó a andar con premura y tiró del ronzal del caballo para que lo siguiera—. Por fin os encuentro. ¡Había dado por hecho que viajaríais por la calzada de Kremer!

—¿Te conozco? —inquirió Lan, que bajó el arco e hizo parar a Mandarb.

—¡Traigo víveres, milord! —El cabello oscuro y la piel curtida del hombre sugerían que tenía ascendencia fronteriza. Siguió adelante, en exceso ansioso y dando tirones al sobrecargado jamelgo con la mano de gruesos dedos—. Imaginé que no llevaríais suficiente comida. Y tiendas, traigo cuatro, por si acaso. También algo de agua. Forraje para los caballos, y…

—¿Quién eres? —inquirió Lan con brusquedad—. ¿Y cómo sabes quién soy yo?

El hombre se frenó en seco.

—Soy Bulen, milord. De Kandor, ¿recordáis?

De Kandor… A Lan le vino a la memoria la imagen de un joven y desgarbado chico de los recados. Para su sorpresa, advirtió el parecido.

—¿Bulen? ¡De eso hace veinte años, hombre!

—Lo sé, lord Mandragoran, pero en palacio corrió la voz de que la Grulla Dorada ondeaba de nuevo y supe lo que tenía que hacer. He aprendido a manejar bien la espada, milord. Vengo para cabalgar con vos y…

—¿Dices que la noticia de mi viaje ha llegado hasta Aesdaishar?

—Sí, milord. El’Nynaeve se presentó ante nosotros, ¿sabéis? Y nos contó lo que habíais hecho. Hay más gente reuniéndose, pero yo me adelanté porque sabía que necesitaríais provisiones.

«Condenada mujer», pensó Lan. ¡Y encima le había hecho jurar que aceptaría a aquellos que quisieran cabalgar con él! Bien, pues, si ella hacía malabarismos con la verdad, él también sabía hacerlos. Había dicho que aceptaría a quien deseara «cabalgar» con él; ese hombre no iba montado y, en consecuencia, no incumplía su promesa si rechazaba su compañía. Una diferencia insignificante, pero los veinte años pasados con las Aes Sedai le habían enseñado un buen número de cosas en cuanto a ser prudente con lo que uno decía y cómo lo decía.

—Regresa a Aesdaishar y explícales que mi esposa se equivocó, que no he enarbolado la Grulla Dorada —declaró.

—Pero…

—No te necesito, hijo. Vete.

Lan tocó con los talones los ijares de Mandarb para que reanudara la marcha, y dejó plantado al hombre en la calzada. Durante unos segundos creyó que éste obedecería su orden, aunque eludir un juramento le producía remordimientos de conciencia.

—Mi padre era malkieri —dijo Bulen a su espalda.

Lan no se detuvo.

—Murió cuando yo tenía cinco años —añadió Bulen, alzando la voz—. Se casó con una kandoresa. Los dos murieron a manos de unos forajidos. Apenas los recuerdo, pero sí me acuerdo de que mi padre me dijo que algún día lucharíamos por la Grulla Dorada. Eso es todo cuanto me queda de él.

Lan miró atrás sin poder evitarlo, aunque no frenó a Mandarb. Bulen sostenía en alto una fina tira de cuero, el hadori que llevaba ceñido a la frente cualquier malkieri comprometido bajo juramento a luchar contra la Sombra.

—Me pondría el hadori de mi padre —prosiguió Bulen, que alzó más aún la voz—, pero no tengo a quién preguntarle si puedo. Tal es la tradición, ¿verdad? Alguien ha de darme permiso para llevarlo. Bien, pues, lucharé contra la Sombra mientras viva. —Bajó la vista hacia el hadori y después levantó de nuevo los ojos y gritó—: ¡Combatiré contra la oscuridad, al’Lan Mandragoran! ¿Vais a decirme que no puedo?

—Ve con el Dragón Renacido —contestó Lan—. O con el ejército de tu soberana. Cualquiera de ellos te aceptará.

—¿Y vos? ¿Pensáis hacer todo el recorrido hasta las Siete Torres sin provisiones?

—Las buscaré.

—Con el debido respeto, milord, ¿habéis visto la zona en la actualidad? La Llaga avanza más y más hacia el sur. No crece nada, ni siquiera en las tierras que antaño eran fértiles. Apenas queda caza.

Lan vaciló y tiró de las riendas para frenar a Mandarb.

—En aquellos años casi no sabía quién erais —continuó Bulen, que echó a andar seguido por el animal de carga—. Aunque sí sé que perdisteis a alguien de entre nosotros muy importante para vos. Durante años, me he maldecido por no haberos servido mejor y me juré que algún día combatiría a vuestro lado.

Por fin llegó junto a Lan.

—Os lo pido porque no tengo padre: ¿puedo ceñirme el hadori y luchar junto a vos, al’Lan Mandragoran, mi rey?

Lan soltó el aire muy despacio para sosegarse.

«Nynaeve, cuando vuelva a verte…» Pero no volvería a verla. Trató de no darle vueltas a esa idea.

Había hecho un juramento. Las Aes Sedai sorteaban sus promesas, pero ¿con qué derecho iba a hacer él lo mismo? No. Un hombre era su honor. No podía rechazar a Bulen.

—Viajaremos en el anonimato. No enarbolaremos la Grulla Dorada ni le dirás a nadie quién soy.

—Sí, milord.

—Entonces, lleva ese hadori con orgullo. Demasiados pocos conservan las tradiciones. Y sí, puedes venir conmigo —concedió Lan.

Acto seguido espoleó con suavidad a Mandarb para que reanudara la marcha y Bulen lo siguió a pie. Y, de uno, pasaron a ser dos.


Perrin descargó el martillo contra el trozo de hierro al rojo vivo. Las chispas saltaron en el aire como insectos incandescentes. El sudor le perlaba la cara.

Había gente a la que el repique de metal contra metal le resultaba molesto, pero no era el caso de Perrin. Para él, ese sonido era relajante. Alzó el martillo y lo dejó caer con fuerza.

Chispas. Partículas luminosas que rebotaban en el chaleco de cuero y en el mandil. Con cada golpe, las paredes del cuarto —de maciza madera de cedro— «runruneaban» en respuesta al choque de metal contra metal. Perrin estaba soñando, aunque no se encontraba en el Sueño del Lobo. Sabía que era así, si bien ignoraba cómo tenía tal certeza.

Las ventanas se hallaban a oscuras; la única luz era el brillo rojo intenso del fuego que ardía a la derecha. Esperando su turno en la forja, dos barras de hierro se calentaban en las ascuas. Perrin descargó de nuevo el martillo.

Esto era la paz. Esto era el hogar.

Estaba haciendo algo importante. Algo muy, muy importante. Era una parte de algo más grande. El primer paso para crear algo era comprender las distintas partes que lo componían. Maese Luhhan le había enseñado eso el primer día que Perrin fue a la forja. Uno no podía hacer una espada sin entender la forma en que la hoja encajaba con la empuñadura. Uno no podía hacer una bisagra sin saber cómo se moverían en el eje las dos piezas articuladas. Ni siquiera se podía hacer un clavo sin conocer sus partes: cabeza, caña y punta.

Comprende las partes, Perrin.

En un rincón del cuarto yacía un lobo. Era un animal grande, con canas en el pelaje de un color gris claro semejante al de un canto rodado de río, y lleno de cicatrices tras toda una vida de luchas y cacerías. El lobo, apoyada la cabeza en las patas delanteras, lo observaba. Esto no era nada fuera de lo normal. Pues claro que había un lobo en el rincón. ¿Por qué no iba a estar allí? Era Saltador.

Mientras trabajaba, Perrin disfrutaba del intenso calor de la forja, de la sensación del sudor resbalándole por los brazos, del olor del fuego. Daba forma al trozo de hierro descargando un martillazo cada dos latidos del corazón. El metal no se enfriaba nunca, sino que conservaba la maleabilidad del rojo amarillento.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó. Alzó el trozo de hierro incandescente con las tenazas y se produjo una distorsión en el aire alrededor del metal.

Dale que dale y dale. Como un cachorro persiguiendo mariposas, proyectó Saltador.

El lobo no entendía qué sentido tenía modelar metal y le parecía divertido que los hombres hicieran cosas así. Para un lobo, una cosa era lo que era. ¿Para qué esforzarse tanto en transformarla en otra diferente?

Perrin dejó a un lado el trozo de hierro, que se enfrió de inmediato y de amarillo pasó a ser anaranjado y después carmesí, para acabar en un negro opaco. A fuerza de martillazos, lo había convertido en una masa informe del tamaño aproximado de dos puños. Maese Luhhan se avergonzaría al ver un trabajo tan mal hecho. Perrin tenía que descubrir enseguida qué estaba haciendo, antes de que volviera su maestro.

No. Eso no era así. El sueño fluctuó y las paredes se tornaron brumosas, inconsistentes.

«No soy un aprendiz. Ya no estoy en Dos Ríos. Soy un hombre. Un hombre casado». Alzó la mano protegida por un grueso guante y se la llevó a la cabeza.

Luego retomó con las tenazas el trozo informe de hierro y volvió a ponerlo en el yunque. El hierro irradió calor de golpe, como si reviviera.

«Todo sigue estando mal. —Descargó un martillazo—. ¡Tendría que haber mejorado ahora! Pero, de algún modo, parece haber empeorado».

Siguió martilleando. Detestaba esos rumores que corrían de boca en boca por el campamento. Se había puesto enfermo, y Berelain lo había cuidado. Eso era todo. Sin embargo, los chismorreos no cesaban.

Golpeó con el martillo una y otra vez. Las chispas saltaban en el aire como salpicaduras de agua, demasiadas para que procedieran de un trozo de hierro. Dio un último martillazo antes de respirar hondo.

El trozo de metal no había cambiado. Perrin soltó un gruñido y asió las tenazas para apartar a un lado el pegote informe y sacar de las ascuas otra barra nueva. Tenía que acabar esa pieza. Hacerlo era muy, muy importante, pero ¿qué era lo que estaba forjando? Comenzó a martillear de nuevo.

«He de pasar más tiempo con Faile para resolver las cosas y acabar con la sensación de incomodidad que hay entre nosotros. ¡Pero no queda tiempo!»

Los muy necios que lo rodeaban no sabían cuidar de sí mismos, así los cegara la Luz. En Dos Ríos jamás había habido nadie que necesitara tener un señor.

Estuvo trabajando un rato y después levantó la segunda pieza de hierro. Al enfriarse, el metal se convirtió en un trozo aplastado y deforme, tan largo como su antebrazo. Otra chapucería. La apartó a un lado.

Si aquí te sientes desdichado, ve a buscar a tu hembra y marchaos. Si no quieres dirigir la manada, otro lo hará.

La proyección del lobo le llegó como imágenes de correr a través de campos abiertos, con tallos de cereales rozándole el hocico. El cielo espacioso, la brisa fresca, la excitación y el ansia de aventuras. El aroma de lluvia reciente, de pastos silvestres.

Perrin acercó las tenazas a las ascuas para sacar la última barra de hierro. El metal ardía con una tonalidad amarilla, hostil y peligrosa.

—No puedo irme. Significaría rendirme a la naturaleza del lobo y perder la mía, y eso no lo haré.

Sostuvo entre los dos la barra de metal, casi derretida, de forma que apuntaba al lobo con ella. Saltador la observó, y los ojos del lobo reflejaron unos puntos amarillos de luz. Qué sueño tan extraño. Antes, los sueños normales de Perrin y el Sueño del Lobo eran independientes. ¿Qué significado tenía que se mezclaran ahora?

Tenía miedo. Había llegado a una tregua inestable con el lobo que llevaba dentro. Sentirse demasiado próximo a los lobos era peligroso, pero tal cosa no había constituido un obstáculo para recurrir a ellos cuando tuvo que buscar a Faile. Por ella, todo lo que fuera necesario. Y al actuar así casi se había vuelto loco, incluso había intentado matar a Saltador.

No tenía tan controlada la situación como había supuesto. Todavía existía la posibilidad de que prevaleciera el lobo que llevaba dentro.

Saltador bostezó, y la lengua le colgó entre las fauces. Emitía un olor dulzón a regocijo.

—No tiene gracia —espetó Perrin.

Dejó a un lado la última barra sin haber trabajado en ella. El metal se enfrió y tomó la forma de un fino rectángulo que recordaba un gozne en las primeras fases de forjado.

Los problemas nunca son divertidos, Joven Toro. Pero no dejas de saltar atrás y adelante la misma valla, una y otra vez. Ven. Corramos.

Los lobos vivían el momento presente; aunque recordaban el pasado y parecían tener una extraña percepción del futuro, eso tampoco les preocupaba. No como les ocurría a los hombres. Los lobos corrían libres, cazando al viento. Unirse a ellos significaría pasar por alto el dolor, la pesadumbre, la frustración. Ser libre…

Pero tendría que pagar un precio muy alto por esa libertad. Perdería a Faile y se perdería a sí mismo. No quería ser un lobo. Quería ser un hombre.

—¿Hay algún modo de deshacer lo que me ha ocurrido?

¿.Deshacer? El lobo ladeó la cabeza. Dar marcha atrás no era algo que hicieran los lobos.

—¿Puedo…? —A Perrin no le resultaba fácil explicar lo que quería decir—. ¿Puedo correr tan lejos que los lobos no me oigan?

La pregunta pareció desconcertar a Saltador. No. «Desconcertar» no transmitía las proyecciones angustiadas que le llegaban del lobo: la nada, el efluvio a carne podrida, lobos aullando de dolor. Quedarse incomunicado era un concepto inconcebible para Saltador.

Un estado de confusión se apoderó de Perrin. ¿Por qué había dejado de forjar? Tenía que acabar. ¡Maese Luhhan se sentiría defraudado! Esos pegotes metálicos eran horribles. Los escondería. Crearía otra cosa, demostraría que era competente. Él sabía forjar, ¿verdad?

A su lado sonó un burbujeo; Perrin se volvió hacia el ruido y se sorprendió al ver que hervía el agua de uno de los barriles de enfriar que había junto al fogón.

«Pues claro —pensó—. Eché ahí las primeras piezas que terminé».

Acuciado por una repentina ansiedad, Perrin asió las tenazas y las sumergió en el agua hirviente, con el vapor envolviéndole la cara. Encontró algo en el fondo y lo sacó con las tenazas: era un trozo de metal al rojo blanco.

El brillo se apagó. Resultó que el trozo metálico era una estatuilla de acero que representaba a un hombre alto y delgado con una espada colgada a la espalda. Cada trazo de la figurilla era muy preciso, como las chorreras de la camisa o las tiras de cuero que forraban la empuñadura de la diminuta espada. Pero tenía el gesto del rostro descompuesto, la boca desencajada en un grito.

«Aram. Se llamaba Aram», pensó Perrin.

¡No podía enseñar aquello a maese Luhhan! ¿Por qué habría creado semejante cosa?

La boca de la figurilla se abrió más aún y gritó sin hacer ruido. Perrin chilló y la dejó caer de las tenazas al tiempo que retrocedía de un salto. La figurilla se hizo añicos al estrellarse en el suelo.

Abriendo las mandíbulas al máximo y con la lengua enroscada hacia atrás, Saltador soltó un gran bostezo lobuno.

¿Por qué piensas tanto en ése? Es normal que un joven cachorro desafíe al líder de la manada. Era un necio, y tú lo derrotaste.

—No, ése no es un comportamiento normal entre humanos. Y menos entre amigos —susurró Perrin.

La pared de la forja desapareció de repente y se convirtió en humo, pero no le extrañó que ocurriera tal cosa. En el exterior, Perrin vio una calle despejada, iluminada por luz diurna. Era una ciudad con comercios que tenían los escaparates rotos.

—Malden —identificó Perrin.

Una imagen de sí mismo, etérea y traslúcida, se hallaba fuera. No llevaba puesta chaqueta y se le marcaban los músculos en los brazos desnudos. Tenía la barba recortada, pero ésta lo hacía parecer mayor, más severo. ¿De verdad su aspecto era tan imponente? Sólido como una fortaleza, resplandecientes los ojos dorados; cargaba con un hacha de brillante hoja en forma de media luna, grande como la cabeza de un hombre.

Había algo raro en esa hacha. Perrin salió de la herrería y pasó a través de la etérea versión de sí mismo. Al hacerlo, se convirtió en esa imagen, con la pesada hacha asida en la mano y la ropa de trabajo sustituida por la indumentaria de batalla.

Echó a correr. Sí, se hallaba en Malden. Había Aiel en las calles. Ya había participado en esa batalla, si bien en esta ocasión se sentía mucho más tranquilo. La vez anterior se encontraba sumido en la excitación del combate y la búsqueda de Faile. Se paró en seco.

«Esto no era así. Entré en Malden con el martillo. Me deshice del hacha».

Cuerno o pezuña, joven Toro. ¿Importa acaso cuál utilizas para cazar? A su lado estaba Saltador, sentado al sol en la calle.

—Sí, importa. A mí me importa.

Y, sin embargo, los usas del mismo modo.

Dos Aiel Shaido doblaron una esquina y observaron algo a su izquierda, algo que Perrin no alcanzaba a ver. Corrió hacia ellos para atacarlos.

A uno le hendió la barbilla con la hoja del hacha y, haciendo un amplio y rápido movimiento, golpeó el pecho del otro con la punta recurvada del contrafilo. Fue un ataque terrible, brutal, y los tres acabaron en el suelo. Tuvo que asestar varios golpes más con la púa del contrafilo al segundo Shaido para matarlo.

Perrin se levantó. Recordaba haber matado a esos dos Aiel, aunque lo había hecho con el martillo y un cuchillo. No lamentaba sus muertes. A veces un hombre tenía que luchar, punto. La muerte era terrible, pero eso no quitaba que fuera necesaria. De hecho, el enfrentamiento con los Aiel había sido maravilloso. Se había sentido como un lobo durante una cacería.

Cuando luchaba, estaba mucho más cerca de convertirse en alguien distinto. Y eso era peligroso.

Dirigió una mirada acusadora a Saltador, que se había arrellanado en una esquina de la calle.

—¿Por qué me haces soñar estas cosas?

¿Hacerte? Este no es mi sueño, Joven Toro. ¿Acaso ves que te sujete el cuello con los dientes para obligarte a pensar en eso?

El hacha chorreaba sangre. Perrin sabía lo que venía a continuación. Giró sobre sí mismo y vio que Aram se acercaba con una mirada asesina en los ojos. La mitad del rostro del otrora gitano estaba cubierta de sangre, que le goteaba por la barbilla y le manchaba la chaqueta a rayas rojas.

Aram blandió la espada con un golpe dirigido al cuello de Perrin; la hoja siseó en el aire, y Perrin dio un paso atrás. No quería luchar otra vez contra el chico.

La versión etérea de sí mismo se desprendió de él y dejó al Perrin real atrás, con su indumentaria de herrero. La sombra intercambió golpes con Aram.

El Profeta me lo explicó… En realidad eres un Engendro de la Sombra… He de rescatar a lady Faile de ti…

El Perrin etéreo se transformó de forma repentina en un lobo de pelaje casi tan oscuro como el de un Hermano de la Sombra; saltó sobre Aram y le desgarró la garganta de una dentellada.

—¡No! ¡No ocurrió así!

Sólo es un sueño, proyectó Saltador.

—Pero yo no lo maté —protestó Perrin—, Unos Aiel le dispararon flechas justo antes de que…

De que Aram lograra su propósito de matarlo a él.

Cuerno, pezuña o diente, ¿qué más da? Los muertos, muertos están. Por lo general, cuando los dos patas mueren no vienen aquí. No sé a qué lugar van.

Tras proyectar esa idea, Saltador se dio la vuelta y se encaminó sin prisa hacia un edificio. La pared se desvaneció y dejó a la vista el interior de la herrería de maese Luhhan.

Perrin miró el cuerpo de Aram.

—Debería haberle quitado esa estúpida espada en el momento en que la empuñó. Debería haberlo mandado de vuelta con su familia.

¿Es que un joven cachorro no está en su derecho de tener colmillos? ¿Por qué se los quitarías?

El desconcierto de Saltador era genuino.

—Es una cosa de hombres.

Cosas de los dos patas, de hombres. Para ti, siempre son cosas de hombres. ¿Y qué pasa con las cosas de lobos?

—Yo no soy un lobo.

Saltador entró en la forja y Perrin lo siguió, aunque de mala gana. El agua del barril aún borbotaba. La pared reapareció, y Perrin se encontró de nuevo vestido con el mandil y el chaleco de cuero, sosteniendo las tenazas.

Se adelantó un paso y sacó otra figurilla. Ésta tenía la forma de Tod al’Caar. Al enfriarse, Perrin comprobó que el rostro no estaba contraído como el de Aram, aunque la mitad inferior de la estatuilla no tenía forma alguna, continuaba siendo un trozo de metal. La figura siguió emitiendo un débil brillo rojizo después de que Perrin la hubo dejado en el suelo. Volvió a meter las tenazas en el agua y extrajo una figura de Jori Congar, y acto seguido, una de Azi al’Thone.

Perrin continuó sacando figurilla tras figurilla del agua en ebullición. Al modo de los sueños, sacarlas todas le llevó lo que le pareció un breve instante y, a la vez, horas. Cuando acabó, había centenares de estatuillas colocadas ante él, como si lo miraran. Observándolo. Todas las piezas de acero estaban iluminadas por un minúsculo fuego interior, como si esperaran sentir el martillo del forjador.

No obstante, figurillas como ésas no se forjarían, sino que se moldearían.

—¿Qué significa esto? —Perrin se sentó en una banqueta.

Saltador abrió las fauces en una risa lobuna.

¿Que qué significa? Significa que hay muchos hombrecillos en el suelo y no puedes comerte ninguno. A tu especie le gustan demasiado las rocas y lo que hay en su interior.

Las figurillas parecían mirarlo con gesto acusador. A su alrededor yacían esparcidos los fragmentos rotos de Aram. De pronto dio la impresión de que los fragmentos se hacían más grandes. Las manos fracturadas empezaron a impulsarse por el suelo clavando las uñas. Todos los pedazos rotos se convirtieron en manos pequeñas que se arrastraban hacia Perrin para asirlo.

Perrin ahogó un grito alarmado y pegó un brinco. Oyó una risa a lo lejos que sonó más y más cerca, hasta retumbar en el edificio. Saltador también brincó y chocó contra él. Y entonces…

Perrin se despertó sobresaltado. De nuevo se encontraba en su tienda, en la pradera donde llevaban acampados varios días. La semana anterior habían topado con una burbuja maligna que había hecho aparecer por todo el campamento enfurecidas serpientes de color rojo y piel untuosa que salían retorciéndose de la tierra. Las picaduras de esas sierpes habían enfermado a varios centenares de personas; las Aes Sedai habían salvado la vida a la mayoría con la Curación, pero no lograron que los afectados se recuperaran por completo.

Faile dormía a su lado, sosegada. Fuera, uno de sus hombres dio golpecitos en un poste para tocar la hora. Tres golpes. Todavía faltaban horas para el amanecer.

Perrin notó el suave latido de su corazón y se llevó la mano al torso desnudo. Casi esperaba ver aparecer un ejército de diminutas manos de metal reptando por debajo del petate.

Por último, se obligó a cerrar los ojos e intentó relajarse. En esta ocasión, el sueño fue muy esquivo.


Graendal bebió un sorbo del vino que brillaba en la copa, decorada con una filigrana de plata alrededor del borde. El recipiente se había adornado con gotas de sangre que formaban un anillo de diminutas burbujas de un intenso color rojo, petrificadas para siempre dentro del cristal.

—Deberíamos hacer algo —dijo Aran’gar, que se hallaba reclinada en un diván; aprovechó que pasaba una de las mascotas de Graendal para echarle una mirada de ansia predatoria—. No sé cómo soportas estar tan alejada de acontecimientos importantes, como un estudioso encerrado en un rincón polvoriento.

Graendal enarcó una ceja. ¿Un estudioso? ¿En un rincón polvoriento? Refugio de Natrin podía considerarse una construcción modesta si se lo comparaba con algunos palacios que había visto en la era anterior, pero distaba de ser una casucha. El mobiliario era refinado, las paredes lucían arquerías talladas de recias y oscuras maderas nobles, el mármol de los suelos relucía con incrustaciones de madreperla y oro.

Sin duda Aran’gar buscaba provocarla, de modo que Graendal rechazó la incipiente irritación que sentía. En el hogar ardía un fuego bajo, pero la doble puerta —por la que se salía a una galería fortificada y suspendida en el vacío a tres pisos de altura del suelo— estaba abierta y dejaba pasar la vivificante brisa de la montaña. Rara vez tenía abierta una ventana o una puerta, pero ese día le apetecía el contraste: por un lado la calidez del fuego, y una fresca brisa por el otro.

La vida era la capacidad de sentir, por ejemplo, diferentes roces en la piel, unos ardientes y otros gélidos. Cualquier cosa que no fuera una temperatura templada, normal y corriente.

—¿Me estás escuchando? —inquirió Aran’gar.

—Siempre lo hago —respondió Graendal, que soltó la copa al tiempo que tomaba asiento.

Lucía un vestido dorado, envolvente y translúcido, aunque abotonado hasta el cuello. Qué modas tan maravillosas tenían esas domani, ideales para encubrir y revelar a la vez.

—Oh, cómo detesto estar tan lejos de los acontecimientos —reiteró Aran’gar—. Esta era es excitante. Esta gente primitiva puede resultar tan interesante… —La voluptuosa mujer de piel marfileña arqueó la espalda y estiró los brazos hacia la pared—. Nos estamos perdiendo todo lo emocionante.

—Lo emocionante es mejor verlo de lejos. Imaginé que comprenderías eso.

Aran’gar se quedó callada. Al Gran Señor no le había gustado que hubiera perdido el control que ejercía sobre Egwene al’Vere.

—En fin. —Aran’gar se puso de pie—. Si ésa es tu idea al respecto, buscaré otro entretenimiento mejor para la velada.

Habló con voz fría; a lo mejor la alianza entre ambas estaba llegando a su fin. Graendal se abrió para aceptar el dominio del Gran Señor y experimentó el éxtasis estremecedor de su poder, su pasión, su propia sustancia. Ese embravecido torrente de fuego era mucho más embriagador que el Poder Único.

Amenazaba con arrollarla y consumirla, y, a despecho de estar henchida de Poder Verdadero, sólo podía encauzar un hilillo de esa fuerza. Un regalo de Moridin. No, un regalo del Gran Señor. Más valía que no empezara a asociarlos a los dos al pensar en ellos. De momento, Moridin era Nae’blis. Sólo de momento.

Graendal tejió un cordón de Aire. Trabajar con el Poder Verdadero era similar a hacerlo con el Poder Único, aunque no idéntico. Un tejido del Poder Verdadero a menudo funcionaba de un modo un tanto distinto o tenía un efecto secundario imprevisto. Y había algunos tejidos que sólo podían llevarse a cabo con el Poder Verdadero.

La esencia del Gran Señor forzaba el Entramado, atirantándolo y dejándolo marcado con cicatrices. Con el empleo de las energías del Oscuro podía destejerse incluso algo diseñado por el Creador para ser eterno. Ello ponía de manifiesto una verdad eterna, lo más parecido a lo que Graendal estaba dispuesta a aceptar como sagrado: todo cuanto el Creador construyera, el Oscuro podía destruirlo.

Hizo que el cordón de Aire serpenteara a través del cuarto, en dirección a Aran’gar. La otra Elegida había salido a la galería, ya que Graendal tenía prohibido abrir accesos dentro para no dañar a sus mascotas o estropear el mobiliario. Graendal levantó el cordón hacia la mejilla de Aran’gar y la rozó con delicadeza, como una caricia.

Aran’gar se quedó petrificada. Después se volvió, recelosa, pero no tardó ni un segundo en abrir los ojos de par en par. No había notado la piel de gallina en los brazos que indicara que Graendal estaba encauzando: el Poder Verdadero no daba ninguna indicación, ni la menor señal. Varón o mujer, nadie podía ver ni percibir los tejidos, a menos que a esa persona se le hubiera concedido el privilegio de encauzar Poder Verdadero.

—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó la mujer—. Moridin es…

—El Nae’blis, sí —dijo Graendal—. Pero hubo un tiempo en que el favor del Gran Señor respecto a esto no estaba limitado al Nae’blis. —No dejó de acariciar la mejilla de Aran’gar, y ésta enrojeció.

Ella, como los otros Elegidos, anhelaba el Poder Verdadero a la vez que lo temía por ser peligroso, delectable, incitante. Cuando Graendal retiró el cordón de Aire, Aran’gar entró de nuevo en el cuarto y volvió a sentarse en el diván, tras lo cual mandó a uno de los juguetes de Graendal que fuera a buscar a su Aes Sedai marioneta. El deseo todavía hacía que le ardieran las mejillas; seguramente usaría a Delana para distraerse. A Aran’gar parecía divertirle obligar a la poco agraciada Aes Sedai a actuar con servilismo.

Delana llegó enseguida; siempre andaba cerca. La shienariana tenía el cabello claro y era fornida, con las extremidades gruesas. El gesto desdeñoso de Graendal le inclinó las comisuras de los labios hacia abajo. Qué cosa tan fea. No como Aran’gar, que habría resultado una mascota ideal. Tal vez, algún día, a Graendal se le presentaría la oportunidad de convertirla en una.

Aran’gar y Delana empezaron a intercambiar arrumacos en el diván. Aran’gar era insaciable, y de ello Graendal se había aprovechado en numerosas ocasiones, la más reciente de las cuales era la utilización del señuelo del Poder Verdadero. Ni que decir tiene que Graendal gozaba de placeres, pero se aseguraba de que la gente la creyera mucho más esclava de su lascivia de lo que era en realidad. Si uno sabía lo que la gente esperaba que fuera, podía sacar provecho de esas expectativas. Se…

Graendal se quedó inmóvil cuando le llegó a los oídos una alarma, el sonido de olas rompiendo entre sí. Aran’gar siguió con sus placeres, incapaz de oírlo. Era un tejido muy específico, situado donde sus servidores podían hacerlo saltar para ponerla sobre aviso.

Se levantó del asiento y caminó despacio por la habitación, sin dar señales de tener prisa. Al llegar a la puerta, mandó entrar a unos cuantos de sus juguetes para que distrajeran a Aran’gar. Sería mejor descubrir el alcance del problema antes de involucrarla a ella.

Recorrió un pasillo iluminado por candelabros y adornado con espejos. Estaba a mitad de camino de un rellano de la escalera cuando Garumand —el capitán de su guardia de palacio— apareció subiendo los escalones con apresuramiento. Era un saldaenino, primo lejano de la reina, y lucía un poblado bigote en el rostro descarnado y atractivo. La Compulsión lo había hecho totalmente leal, por supuesto.

—Insigne Señora —empezó entre jadeos—, se ha capturado a un individuo que se acercaba a palacio. Mis hombres lo han identificado como un noble de segunda fila de Bandar Eban, un miembro de la casa Ramshalan.

Graendal frunció el entrecejo y, haciendo un ademán a Garumand para que la siguiera, se dirigió a una de sus salas de audiencias. Era una estancia pequeña y sin ventanas, decorada con distintos tonos carmesí. Tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos y ordenó a Garumand que condujera al intruso a su presencia.

Poco después, el capitán regresó con varios guardias y un hombre domani vestido con ropa de chillones tonos verdes y azules, con un lunar de adorno en forma de campana pegado en la mejilla. Llevaba diminutas campanillas prendidas en la barba corta y bien arreglada, las cuales tintinearon cuando los guardias le propinaron un empujón para que se adelantara. El hombre se sacudió de encima las manos de los soldados, a los que lanzó una mirada iracunda, tras lo cual se colocó la camisa desarreglada.

—¿He de entender que he sido conducido a presencia de…?

Se interrumpió de golpe y emitió un sonido ahogado cuando Graendal lo envolvió en tejidos de Aire y se introdujo en su mente. El hombre balbució al tiempo que la mirada se le desenfocaba.

—Soy Piqor Ramshalan —dijo con voz monótona—. Me envía el Dragón Renacido para forjar una alianza con la familia de mercaderes residente en esta fortificación. Puesto que soy más avispado y más listo que al’Thor, me necesita para establecer alianzas en su nombre. Sobre todo, le preocupan los que viven en este palacio, cosa que me parece ridícula, ya que está alejado y carece de importancia.

«Salta a la vista que el Dragón Renacido es un hombre débil. Creo que, si me gano su confianza, podría elegirme para ser el próximo rey de Arad Doman. Deseo que hagáis una alianza conmigo, no con él, y os prometo mis favores una vez que sea rey. Me…»

Graendal hizo un gesto con la mano, y el hombre enmudeció sin terminar lo que iba a decir. Graendal se cruzó de brazos y sintió que el cabello se le erizaba al tiempo que la recorría un escalofrío.

El Dragón Renacido la había encontrado.

Había enviado a ese hombre como una maniobra de distracción. Creía que podía manipularla.

De inmediato tejió un acceso a uno de sus escondrijos más seguros. Entró una bocanada de aire frío procedente de una zona del mundo donde era por la mañana, no primera hora de la tarde. Más valía ser prudente. Más valía huir. Y, no obstante… Vaciló.

Tiene que sentir dolor en el alma… Debe conocer la frustración… Debe experimentar la angustia. Hazle llegar todo eso y serás recompensada.

Aran’gar había tenido que huir de su puesto asignado entre las Aes Sedai por cometer la necedad de permitir que descubrieran que encauzaba Saidin, y todavía sufría el castigo por su fracaso. Si ella se marchaba ahora, desperdiciando la ocasión de volver la maniobra de al’Thor contra sí mismo, ¿recibiría un castigo parecido?

—¿Qué pasa? —se oyó la voz de Aran’gar en el pasillo—. Dejadme pasar, necios. Graendal, ¿qué haces?

Graendal soltó un quedo siseo antes de cerrar el acceso, recobrada ya la compostura. Asintió con la cabeza para que dejaran entrar a Aran’gar en la sala de estar. La esbelta mujer cruzó el umbral y, al ver a Ramshalan, le dirigió una mirada evaluadora. No tendría que haber mandado sus mascotas a Aran’gar; lo más probable era que ese gesto hubiera despertado las sospechas de la mujer.

—al’Thor me ha encontrado —contestó, lacónica—. Ha enviado a este tipo para establecer una «alianza» conmigo, pero no le dijo quién soy. Seguramente quiere que piense que este hombre dio conmigo por casualidad.

Aran’gar frunció los labios.

—Entonces, ¿vas a huir? —preguntó—. ¿Volverás de nuevo al centro de la acción?

—¿Y eso me lo preguntas tú?

—Estaba rodeada de enemigos. Huir era mi única opción. —Sonaba a palabras ensayadas.

Además de sonar como un reto. Quizá podría servirse de Aran’gar…

—Esa Aes Sedai tuya, ¿conoce la Compulsión?

—Se la entrenó en su uso —respondió Aran’gar mientras se encogía de hombros—. Es aceptablemente diestra.

—Tráela aquí.

Aran’gar enarcó una ceja, pero hizo una inclinación de cabeza con deferencia y desapareció a toda prisa para hacer el encargo en persona. Y, casi con toda seguridad, con el propósito de ganar tiempo para pensar.

Graendal mandó a un sirviente a las jaulas de palomas, y el hombre volvió con el ave antes de que Aran’gar hubiera regresado. Graendal tejió con cuidado el Poder Verdadero —estremecida de nuevo por el arrebato de encauzarlo— y empezó a ejecutar un tejido complejo de Energía. ¿Se acordaría de cómo se realizaba? Había pasado tanto tiempo…

Revistió con el tejido la mente del ave y tuvo la impresión de que la vista se le dividía. Un instante después, veía ante sí dos imágenes: el mundo tal como lo percibía ella, y una versión nebulosa de lo que veía el ave. Si enfocaba, era capaz de centrar la atención en una o en otra.

Le hacía daño en el cerebro. La vista de un ave era por completo diferente de la de un ser humano; tenía un campo de visión mucho mayor y los colores eran tan vividos que casi cegaban, pero se veía borroso y costaba trabajo calcular las distancias.

Se introdujo la vista del ave en el fondo de la mente. Una paloma resultaría poco llamativa, aunque era más difícil de utilizar que un cuervo o una rata, los ojos preferidos por el Oscuro. El tejido funcionaba mejor en esos animales que con otros. Sin embargo, casi todas las alimañas que espiaban para el Oscuro tenían que regresar para informar, y sólo entonces se sabía lo que habían visto. No estaba segura de por qué ocurría tal cosa; nunca había encontrado mucho sentido a las complejidades de los tejidos especiales del Poder Verdadero. Al menos, no tanto como el que habían tenido para Aginor.

Aran’gar regresó con su Aes Sedai, que en los últimos días parecía mostrarse más retraída. La mujer hizo una profunda reverencia a Graendal y permaneció en una postura servicial. Graendal retiró con cuidado su Compulsión a Ramshalan, dejándolo aturdido y desorientado.

—¿Qué deseáis que haga, Insigne Señora? —preguntó Delana, que miró a Aran’gar para después volver la vista hacia Graendal.

—Compulsión —contestó— Tan intrincada y compleja como seas capaz de hacerla.

—¿Para que tenga qué efecto, Insigne Señora?

—Que sea capaz de actuar por sí mismo —pidió Graendal—. Pero que se le borren todos los recuerdos que tenga de aquí. Sustitúyelos por uno de haber hablado con una familia de mercaderes y haber forjado su alianza. Agrega al azar unos cuantos requisitos más, cualesquiera que se te ocurran.

Delana frunció el entrecejo, pero había aprendido a no cuestionar a los Elegidos. Graendal se cruzó de brazos y dio golpecitos con un dedo mientras observaba el trabajo de la Aes Sedai. Cada vez estaba más nerviosa. Al’Thor sabía dónde se encontraba. ¿Atacaría? No, él no hacía daño a las mujeres. Esa flaqueza en particular era importante. Significaba que disponía de tiempo para reaccionar, ¿verdad?

¿Cómo se las había arreglado para seguirle la pista hasta este palacio? Había cubierto su rastro a la perfección. Los únicos acólitos que había dejado fuera del alcance de su vista se hallaban sometidos a una Compulsión tan fuerte que quitársela los mataría. ¿Sería que la Aes Sedai que seguía con él, la tal Nynaeve, una mujer dotada para la Curación, habría conseguido socavar e interpretar sus tejidos?

Graendal necesitaba tiempo y necesitaba descubrir lo que sabía al’Thor. Si Nynaeve al’Meara tenía la destreza requerida para interpretar las Compulsiones, quizá corría peligro. Graendal necesitaba dejarle un rastro falso que lo retrasara; de ahí su requerimiento para que Delana creara una Compulsión compleja con disposiciones raras.

Hacerle pasar un suplicio. Eso estaba a su alcance.

—Ahora tú —le dijo a Aran’gar cuando Delana acabó—. Algo enrevesado. Quiero que al’Thor y su Aes Sedai encuentren el toque de un hombre en la mente. —Eso los desconcertaría más si cabe.

Aran’gar se encogió de hombros, pero hizo lo que le pedía y colocó una Compulsión densa y compleja en la mente del infortunado Ramshalan. Era guapo en cierto modo. ¿Habría creído al’Thor que ella lo querría para que fuera una de sus mascotas? ¿Recordaría lo suficiente de lo que había sido Lews Therin para saber eso sobre ella? Los informes que tenía respecto a cuánto recordaba de su antigua vida eran contradictorios, pero al parecer cada vez recordaba más y más cosas. Eso la preocupaba. Quizá Lews Therin podría haberla rastreado hasta este palacio. En ningún momento imaginó que al’Thor sería capaz de hacer lo mismo.

Aran’gar terminó.

—Bien —dijo Graendal, que soltó los tejidos de Aire y habló a Ramshalan—. Regresa y cuéntale al Dragón Renacido que has tenido éxito en tu misión.

Ramshalan parpadeó y sacudió la cabeza.

—Eh… Sí, mi señora. Sí, creo que los compromisos que hemos acordado hoy serán muy beneficiosos para ambos. —Sonrió.

Estúpido mentecato.

—Quizá deberíamos cenar y brindar por el éxito, ¿no, lady Basene? La caminata para venir hasta aquí a veros ha sido extenuante, y yo…

—Vete —lo interrumpió con frialdad.

—Como digáis. ¡Seréis recompensada cuando sea rey!

Los guardias lo condujeron fuera de la sala, y el muy necio se puso a silbar con aire de suficiencia. Graendal se sentó y cerró los ojos; varios de sus soldados se acercaron para montar guardia a su alrededor, sin apenas hacer ruido con las botas en la gruesa alfombra.

Miró a través de los ojos de la paloma y se fue acostumbrando a la extraña visión del ave. Obedeciendo su orden, un sirviente la tomó en las manos y la llevó a una ventana del pasillo, fuera de la sala. La paloma saltó al alféizar, y Graendal la azuzó con un pequeño estímulo para que alzara el vuelo. Pero no tenía suficiente práctica para controlarla del todo, y volar era mucho más difícil de lo que parecía.

La paloma aleteó y saltó de la ventana. El sol se metía detrás de las montañas y las perfilaba con intensos matices rojos y anaranjados; abajo, el lago tenía un profundo color azul oscuro, casi negro. La vista era imponente y le provocó náuseas cuando la paloma se elevó en el aire y se posó en una de las torres.

Por fin Ramshalan salió por las puertas, allá abajo. Graendal azuzó a la paloma, que saltó de la torre y se zambulló hacia el suelo. Graendal apretó los dientes para aguantar la impresión del veloz picado que redujo a una mancha borrosa las piedras del palacio. La paloma enderezó el vuelo y aleteó en pos de Ramshalan. Parecía que el hombre rezongaba entre dientes, aunque Graendal sólo percibía sonidos rudimentarios a través de los oídos del ave.

Lo siguió durante un tiempo a través de los bosques que iban oscureciendo de forma paulatina. Un búho habría sido mejor, pero no tenía ninguno capturado; se reprendió por ese descuido. La paloma volaba de rama en rama; el suelo del bosque era una desordenada maraña de monte bajo y agujas de pino caídas. Le resultaba muy desagradable.

Había una luz más adelante. Era tenue, pero los ojos de la paloma demarcaban con facilidad luz y sombra, movimiento y quietud. Azuzó al ave para que se adelantara a investigar, dejando atrás a Ramshalan.

La luz procedía de un acceso abierto en medio de un pequeño claro e irradiaba un brillo cálido. Delante había unas figuras de pie. Una de ellas era al’Thor.

Graendal tuvo un momento de pánico. Él estaba allí. Mirando desde la cresta de un cerro, en su dirección. ¡Por la más negra oscuridad! Hasta ese momento no había sabido con seguridad si él se encontraría allí, en persona, o si Ramshalan viajaría a través de un acceso para presentarle su informe. ¿A qué jugaba al’Thor? Hizo que la paloma se posara en una rama. Oía protestar a Aran’gar y preguntarle que qué pasaba. Había visto la paloma y debía de haberse dado cuenta de lo que se traía entre manos.

Se concentró más. El Dragón Renacido, el hombre que en otra era había sido Lews Therin Telamon. Y sabía dónde estaba ella. Por aquel entonces la había odiado con todas sus fuerzas; ¿cuánto de lo ocurrido antaño guardaría en la memoria? ¿La recordaría como la asesina de Yanet?

Los Aiel domados de al’Thor llevaron a Ramshalan ante él, y Nynaeve lo examinó. Sí, esa mujer parecía capaz de interpretar la Compulsión. Al menos, sabía lo que debía buscar. Tendría que morir. Al’Thor dependía de ella; y su muerte le ocasionaría dolor. Y, después de ella, la amante morena de al’Thor.

Graendal azuzó a la paloma para que bajara a otra rama más cerca del suelo. ¿Qué medidas tomaría al’Thor? El instinto le decía a Graendal que él no haría nada hasta que desentrañara su confabulación. Ahora actuaba igual que había hecho durante su era; le gustaba planificar las cosas, dedicar tiempo a desarrollar un asalto hasta alcanzar un crescendo.

Frunció el entrecejo. ¿Qué decía al’Thor? Se esforzó en tratar de entender los sonidos. Malditos oídos de las aves… Las voces sonaban como graznidos. ¿Callandor? ¿Por qué hablaba de Callandor y de un arcón?…

Tenía en la mano algo luminoso. La llave de acceso. Graendal ahogó un grito de sorpresa. ¿Había llevado eso con él? Era casi tan malo como el fuego compacto.

Y, de repente, lo entendió. Se la había jugado.

Helada, aterrorizada, liberó a la paloma y abrió los ojos de golpe. Seguía sentada en el pequeño cuarto sin ventanas; Aran’gar estaba apoyada en el marco de la puerta, cruzada de brazos.

al’Thor había enviado a Ramshalan allí para que fuera capturado, para que le pusiera una Compulsión. El único propósito de Ramshalan era confirmar a al’Thor que ella se encontraba en palacio.

«¡Luz! Qué listo se ha vuelto».

Soltó el Poder Verdadero y abrazó el menos poderoso Saidar. ¡Tenía que darse prisa! Era tal su perturbación que casi no logró abrazar la Fuente. Y sudaba.

Huir. Tenía que salir de allí.

Abrió otro acceso. Aran’gar se volvió y se quedó mirando fijamente a través de las paredes hacia donde se encontraba al’Thor

—¡Cuánto poder! ¿Qué está haciendo? —preguntó.

Aran’gar. Ella y Delana habían creado los tejidos de Compulsión.

al’Thor tenía que creer que ella había muerto. Si destruía el palacio y las Compulsiones se mantenían, al’Thor sabría que había fallado y que ella seguía con vida.

Graendal creó dos escudos y los utilizó, uno para Aran’gar y otro para Delana. Las mujeres dieron un respingo. Graendal trabó los tejidos y las ató a las dos con Aire.

—Graendal, ¿qué estás…? —empezó a decir Aran’gar con voz despavorida.

Ya llegaba. Graendal saltó hacia el acceso, rodó a través de él dando tumbos y desgarrándose el vestido con una rama. Una luz cegadora surgió a su espalda. Mientras se afanaba en cerrar el acceso captó un atisbo de la aterrada Aran’gar antes de que todo lo que había dejado atrás se consumiera en una blancura pura, bellísima.

El acceso desapareció dejando a Graendal en la oscuridad.

Con el corazón latiéndole desbocado, permaneció tendida en el suelo, casi cegada por el resplandor. Había hecho el acceso más rápido que había podido, uno que sólo llevaba a una corta distancia. Yacía en el sucio terreno de monte bajo, en lo alto de un cerro situado detrás del palacio.

Una onda aberrante pasó sobre ella, una distorsión en el aire, el propio Entramado ondulándose. Se llamaba grito de quebranto, un momento en que la mismísima creación aullaba de dolor.

Inhaló y exhaló aire, temblorosa. Pero tenía que cerciorarse. Tenía que saber. Al ponerse de pie descubrió que tenía un esguince en el tobillo izquierdo. Fue cojeando hasta la línea de árboles y miró hacia abajo.

Refugio de Natrin, el palacio al completo, había desaparecido. Consumido, borrado del Entramado. No alcanzaba a ver a al’Thor a tanta distancia, pero sabía que se encontraba allí.

—Maldito —bramó—. Te has vuelto muchísimo más peligroso de lo que creía.

Centenares de hermosos hombres y mujeres, los más sublimes que había logrado reunir, perdidos. Su plaza fuerte, docenas de objetos de Poder, su principal aliada entre los Elegidos… Perdidos. Aquello era un desastre.

«No. Estoy viva». Le había ganado por la mano, aunque sólo por escasos segundos. Ahora creería que estaba muerta.

De pronto se sentía más a salvo de lo que había estado desde que había escapado de la prisión del Oscuro. Excepto por el hecho de que acababa de ocasionar la muerte de uno de los Elegidos. Y eso no iba a gustarle al Gran Señor.

Renqueante, planeando ya su siguiente movimiento, abandonó la cima. Era un asunto que debía manejar con mucho, muchísimo cuidado.


Galad Damodred, capitán general de los Hijos de la Luz, sacó de un tirón el pie atorado en el barro que le llegaba hasta el tobillo; sonó un ruido de succión.

En el aire bochornoso zumbaban los bitemes, y el hedor a fango y agua estancada amenazaba con provocarle arcadas cada vez que respiraba mientras conducía su caballo hacia el terreno más seco del camino. Detrás de él avanzaba penosamente una larga y sinuosa columna de hombres de cuatro en fondo, todos ellos tan embarrados, sudorosos y cansados como él.

Se hallaban en la frontera de Ghealdan con Altara, en una zona pantanosa en la que los robles y las linderas aromáticas habían dado paso a los laureles y los cipreses araña, cuyas raíces nudosas se extendían a semejanza de patas finas y largas. Además del olor apestoso, la atmósfera estaba cargada y resultaba bochornosa a pesar de la sombra y del cielo encapotado. Era como respirar en una sopa infecta. Galad sudaba debajo del peto y la cota; llevaba el yelmo cónico colgado en la silla, y la piel le picaba por la suciedad y el sudor salobre.

Aun cuando tuviera el ánimo por los suelos, esa ruta era el mejor camino porque Asunawa no contaría con eso. Galad se enjugó la frente con el dorso de la mano y procuró caminar con la cabeza bien alta por mor de quienes lo seguían. Siete mil hombres, Hijos que lo habían elegido a él en vez de escoger a los invasores seanchan.

El musgo, de un tono verde apagado, colgaba de las ramas con apariencia de pingajos de carne que se desprendieran de cadáveres en descomposición. Aquí y allá, el luminoso despliegue rosa o violeta de flores menudas aliviaba los verdes y grises enfermizos. Las repentinas pinceladas de color sorprendían por inesperadas, como si alguien hubiese salpicado gotas de pintura por el suelo.

Era raro encontrar belleza en ese lugar. ¿Podría él encontrar también la Luz en su situación personal? Mucho se temía que no iba a ser tan sencillo.

Tiró de las riendas de Tenaz. De atrás le llegaban conversaciones en tono preocupado, salpicadas de alguna que otra maldición. Ese lugar, con el hedor y los picotazos de los insectos, pondría a prueba al mejor de los hombres. Los que lo seguían estaban tensos por lo que le estaba pasando al mundo. Un mundo en el que el cielo estaba encapotado y oscuro de continuo, en el que los buenos hombres morían víctimas de extrañas alteraciones en el Entramado y en el que Valda —el capitán general que lo había precedido en el puesto— había resultado ser un asesino y un violador.

Galad sacudió la cabeza. La Última Batalla llegaría enseguida.

El tintineo de una cota de malla anunció que alguien se aproximaba columna arriba. Galad miró hacia atrás justo a tiempo de ver llegar a Dain Bornhald; éste saludó al llegar junto a él.

—Damodred, quizá deberíamos dar media vuelta. —Hablaba en voz baja, casi apagada por el ruido del chapoteo de las botas en el fango.

—Volver atrás sólo conduce al pasado —respondió Galad mientras escudriñaba el camino al frente—. He reflexionado mucho sobre esto, Hijo Bornhald. Este cielo, la degradación de la tierra, el hecho de que los muertos caminen… Ya no hay tiempo para encontrar aliados y luchar contra los seanchan. Hemos de marchar hacia la Última Batalla.

—Pero esta ciénaga… —empezó Bornhald, que miró a un lado cuando una serpiente grande reptó para escabullirse entre la maleza—. Nuestros mapas indican que a estas alturas deberíamos haber salido de ella.

—En ese caso, sin duda debemos de estar cerca de la orilla.

—Puede ser —dijo Bornhald.

Una gota de sudor le resbaló por la frente y, al deslizarse por la enjuta mejilla, ésta se le contrajo con un tic. Por suerte, se le había acabado el brandy hacía unos cuantos días.

—A no ser que el mapa esté mal —añadió.

Galad no contestó. Mapas que antes eran precisos, en la actualidad resultaban incorrectos. Praderas abiertas se convertían en colinas quebradas; pueblos que desaparecían; campos aptos para el cultivo un día, y poblados de enredaderas y líquenes al siguiente. No sería de extrañar que el pantano se hubiera extendido.

—Los hombres están exhaustos —comentó Bornhald—. Son buenos soldados, tú lo sabes. Pero empiezan a protestar. —Se encogió, como si esperara una reprimenda por parte de Galad.

Tal vez en otro tiempo sí lo habría hecho. Los Hijos debían soportar con orgullo sus aflicciones. Sin embargo, el recuerdo de las lecciones que Morgase le había enseñado, lecciones que él no había entendido siendo joven, ahora lo corroían. Dirigir con el ejemplo. Exigir fortaleza, sí, pero demostrarla antes.

Galad asintió con la cabeza. Se aproximaban a un claro.

—Reúne a los hombres. Hablaré con los que están delante. Que se tome nota de lo que digo y después se lea a los de atrás.

Bornhald parecía perplejo, pero hizo lo que le ordenaba. Galad se apartó a un lado y se encaramó a una pequeña elevación del terreno. Apoyó la mano en la empuñadura de la espada e inspeccionó a sus hombres mientras las compañías de la parte delantera se agrupaban alrededor de la prominencia. Los hombres —con los hombros hundidos, cabizbajos— tenían las piernas embarradas y espantaban los bitemes a manotazos o se rascaban el cuello.

—Somos Hijos de la Luz —empezó Galad cuando estuvieron situados en derredor—. Éstos son los días más aciagos de la humanidad. Tiempos en que la esperanza es frágil, tiempos en que reina la muerte. Pero en las noches más negras es cuando la luz brilla más gloriosa. Durante el día, una almenara resplandeciente puede parecer tenue. Pero, cuando todas las demás se apagan, ¡su luz es la que guía!

«Nosotros somos esa almenara. Este cenagal es un tormento, pero somos Hijos de la Luz y las aflicciones nos fortalecen. Nos persiguen para darnos caza quienes deberían amarnos, y otros caminos conducen a nuestra tumba. Así pues, seguiremos adelante. ¡Por aquellos a quienes debemos proteger, por la Última Batalla, por la Luz!»

«¿Que dónde está la victoria en este pantano? En que me niego a sentir sus tarascadas, porque estoy orgulloso. Orgulloso de vivir en estos tiempos. Orgulloso de ser parte de lo que va a acontecer. Todos los que vivieron en esta era antes que nosotros esperaban con ansia este momento, el momento en que los hombres serán puestos a prueba. Que otros lamenten su suerte. Que otros clamen y giman. Nosotros no lo haremos, porque afrontaremos esa prueba con la cabeza bien alta. ¡Y demostraremos que somos fuertes!»

No era una arenga extensa; Galad no quería alargar más de la cuenta la permanencia de sus tropas en aquel terreno pantanoso. No obstante, pareció servir a su propósito. Los hombres enderezaron la espalda y asintieron con la cabeza. Los que habían sido elegidos para escribir el discurso, cumplieron su cometido y retrocedieron por la columna para leérselo a aquellos que no lo habían oído.

Cuando la tropa reanudó la marcha, los hombres ya no caminaban arrastrando los pies ni con los hombros hundidos. Galad permaneció en el montículo para que los Hijos lo vieran mientras avanzaban.

Cuando el último de los siete mil hombres hubo pasado ante él, Galad reparó en un grupo reducido que estaba parado al pie del montículo. El Hijo Jaret Byar se encontraba entre esos hombres, con la vista alzada hacia Galad y los hundidos ojos relucientes por el fervor. Era un tipo delgado, de rostro alargado.

—Hijo Byar —saludó Galad al llegar al final del declive.

—Ha sido un buen discurso, capitán general —afirmó Byar con actitud ferviente—. La Última Batalla, sí. Es el momento de ir a ella.

—Es nuestra carga. Y nuestro deber.

—Cabalgaremos hacia el norte —continuó Byar—. Los hombres se unirán a nosotros y nuestra tropa crecerá. Una fuerza enorme de Hijos, de decenas de miles. De cientos de miles. Arrollaremos a nuestro paso. Quizá reuniremos hombres suficientes para abatir la Torre Blanca y a las brujas, en lugar de tener que aliarnos con ellas.

Galad negó con la cabeza.

—Necesitaremos a las Aes Sedai, Hijo Byar. La Sombra contará con Señores del Espanto, Myrddraal, Renegados.

—Sí, supongo que sí. —Byar habló con renuencia.

En fin, no era la primera vez que se mostraba renuente con esa idea, pero al final la había aceptado.

—Recorremos un camino difícil, Byar, pero los Hijos de la Luz serán líderes en la Última Batalla.

Con sus fechorías, Valda había desprestigiado a toda la orden. Lo que es más, Galad estaba cada vez más convencido de que Asunawa había desempeñado un papel muy importante en el maltrato infligido a su madrastra y su posterior muerte. Lo cual significaba que el propio Inquisidor Supremo era corrupto.

Lo más importante en la vida era hacer lo correcto, y requería cualquier sacrificio. En aquel momento, lo aconsejado era huir, porque era imposible hacer frente a Asunawa. El Inquisidor Supremo contaba con el respaldo de los seanchan. Además, la Última Batalla tenía prioridad.

Galad echó a andar a paso vivo y se dirigió a través del barro hacia la cabeza de la columna de Hijos. Viajaban ligeros, con pocos animales de carga; los hombres llevaban puesta la armadura, ya que sus monturas transportaban vituallas y suministros.

Al frente de la columna, Galad encontró a Trom hablando con unos cuantos hombres que llevaban gorros de cuero y capas marrones, en lugar de tabardos blancos y cascos de acero. Los exploradores. Trom le hizo una respetuosa inclinación de cabeza; el capitán era uno de los hombres que le merecían más confianza a Galad.

—Los exploradores dicen que hay un pequeño inconveniente más adelante, mi capitán general —informó Trom.

—¿Qué inconveniente?

—Será mejor que vengáis a verlo, señor —respondió el Hijo Barlett, jefe de los exploradores.

Galad le indicó con un gesto de la cabeza que lo condujera allí. Más adelante, el bosque pantanoso parecía que empezaba a ralear. Gracias a la Luz. ¿Significaría que estaban a punto de librarse de la ciénaga?

No. Al acercarse, Galad descubrió a varios exploradores que contemplaban otro bosque muerto. Casi todos los árboles del pantano tenían follaje, aunque reseco, pero los que había más adelante eran esqueléticos y cenicientos, como si hubiesen ardido. Había una especie de liquen o moho de un blanco enfermizo que lo cubría todo. Los troncos parecían consumidos.

La zona se encontraba inundada por la lenta corriente de un río poco profundo, pero ancho. El agua había engullido las bases de muchos árboles, y las ramas de ejemplares muertos asomaban en la sucia corriente pardusca semejando brazos que se alzaban al cielo.

—Hay cadáveres, capitán general —indicó uno de los exploradores mientras señalaba río arriba—. Bajan flotando. Parecen el vestigio de alguna batalla lejana.

—¿Aparece este río en nuestros mapas? —preguntó Galad.

Los exploradores, uno tras otro, negaron con la cabeza.

—¿Y se puede vadear? —planteó Galad, prietos los dientes.

—Es somero, capitán general, pero hemos de ir con cuidado para evitar hoyas ocultas.

Galad tiró de una rama larga del árbol que tenía al lado y la madera se partió con un fuerte chasquido.

—Iré delante. Y que los hombres se quiten capas y armaduras.

Las órdenes se transmitieron a lo largo de la columna. Galad se despojó de la armadura, que envolvió en la capa, y se ató el bulto a la espalda. A continuación se recogió los pantalones todo lo posible, hecho lo cual bajó por el suave declive de la orilla y empezó a abrirse paso a través de la turbia corriente. Se puso en tensión al adentrarse en la helada escorrentía de primavera. Las botas se le hundieron varias pulgadas en el arenoso cauce, se le llenaron de agua y levantaron remolinos de barro. Detrás de él, Tenaz entró en el río con un ruidoso chapoteo.

El agua sólo le llegaba a las rodillas a Galad y vadear la corriente no era difícil, ya que se valía de la rama cortada para encontrar el mejor sitio donde pisar. Los esqueléticos árboles muertos que asomaban a la superficie resultaban inquietantes. No se apreciaban signos de podredumbre en ellos y, ahora que se encontraba más cerca, Galad alcanzó a distinguir una pelusilla gris cenicienta entre el liquen que cubría los troncos y las ramas.

El chapoteo de los Hijos que iban detrás de él se hizo más ruidoso a medida que entraban más en la ancha corriente. Cerca, unos bultos hinchados flotaban río abajo hasta atascarse en las piedras. Algunos eran cadáveres de hombres, pero muchos otros eran más grandes, y comprendió que eran mulas al fijarse en un hocico que asomaba en el agua.

«Son docenas», se dijo. Hombres y animales debían de llevar muertos cierto tiempo, a juzgar por la hinchazón.

Lo más probable era que hubiera atacado a algún pueblo situado corriente arriba para apoderarse de la comida. Aquél no era el primer grupo de cadáveres que encontraban.

Galad llegó a la otra orilla del río y subió el suave declive. Mientras se desenrollaba las perneras del pantalón y se ponía la armadura y la capa, sintió dolor en el hombro a causa de los golpes que Valda le había infligido. También notaba punzadas en el muslo.

Giró y continuó por una vereda abierta por animales de caza que llevaba hacia el norte, encabezando la marcha de los Hijos que iban llegando a la orilla. Ansiaba subir a lomos de Tenaz, pero no se atrevió. Aunque hubieran salido del río, el terreno seguía siendo blando, húmedo y accidentado, repleto de invisibles hoyos subterráneos socavados por el agua. Si montaba, no sería de extrañar que Tenaz acabara con una pata quebrada, y él con la crisma rota.

Así pues, sudorosos a causa del terrible calor, sus hombres y él reanudaron la caminata rodeados por aquellos árboles grises. Oh, qué ganas tenía de darse un buen baño.

Un rato después, Trom se acercó a él corriendo.

—Todos los hombres han cruzado sin incidentes —informó. Alzó la vista al cielo—. Malditas nubes. Así no hay forma de calcular qué hora es.

—Han pasado cuatro horas desde mediodía.

—¿Seguro? —Sí.

—¿Y no íbamos a hacer un alto a mediodía para discutir el curso de acción que seguiríamos?

Esa reunión tendría que haberse celebrado después de haber salido del pantano.

—De momento, tenemos pocas opciones. Conduciré a los hombres hacia el norte, a Andor —contestó Galad.

—Allí los Hijos hemos encontrado… hostilidad.

—Poseo unas tierras en una zona aislada, al noroeste. Allí no se me rechazará, sea quien sea la persona que ocupe el trono.

Quisiera la Luz que fuera Elayne la que ocupaba el solio. Quisiera la Luz que hubiera escapado de los enredos de las Aes Sedai, aunque Galad se temía lo peor. Había muchos que la utilizarían como rehén, al’Thor el primero. Su hermanastra era tozuda y eso hacía fácil manipularla.

—Necesitaremos provisiones. Avituallarse es difícil, y más en pueblos que están deshabitados —comentó Trom.

Galad asintió con la cabeza. Era una preocupación muy justificada.

—Pero es un buen plan —dijo Trom, que después bajó la voz para añadir—: Confieso que me preocupaba que no quisieras aceptar el liderazgo, Damodred.

—No podía negarme. Abandonar ahora a los Hijos, después de haber matado a su cabecilla, no sería justo.

—Para ti es tan sencillo como eso, ¿verdad? —dijo Trom, sonriendo.

—Debería serlo para cualquiera. —Galad se sintió en la obligación de ocupar el puesto que le había sido entregado. No tenía otra opción—. La Última Batalla está en puertas y los Hijos de la Luz lucharán. Aunque para ello tengamos que aceptar alianzas con el mismísimo Dragón Renacido, lucharemos.

Durante un tiempo, Galad no había estado seguro respecto a al’Thor. Ni que decir tiene que el Dragón Renacido habría de combatir en la Última Batalla, mas, ese hombre, al’Thor, ¿era un títere de la Torre Blanca en lugar del Dragón Renacido? El cielo estaba demasiado oscuro y la tierra demasiado quebrantada. Al’Thor tenía que ser el Dragón Renacido. Lo cual, por supuesto, no quería decir que no fuera asimismo un títere de las Aes Sedai.

Poco después de dejar atrás los esqueléticos árboles grises, llegaron a otros que eran más normales. Aun así, éstos tenían las hojas amarillentas y demasiadas ramas muertas, pero eso era mejor que la pelusilla blanca.

Alrededor de una hora más tarde, Galad vio acercarse de nuevo al Hijo Barlett. El explorador era un hombre delgado, con cicatrices en una mejilla. Galad alzó una mano cuando el hombre estuvo cerca.

—¿Qué novedades hay?

Barlett saludó llevándose la diestra al pecho.

—El pantano se seca y los árboles ralean a una milla más o menos, mi capitán general. El campo que se extiende más allá es un terreno abierto y despoblado, con el camino hacia el norte despejado.

«¡Gracias a la Luz!», pensó Galad. Hizo un gesto de asentimiento a Barlett, y el hombre se apresuró a volver sobre sus pasos entre los árboles.

Galad echó un vistazo hacia atrás, a la columna de hombres. Estaban embarrados, sudorosos y fatigados. Pese a ello, ofrecían una estampa imponente, de nuevo con las armaduras puestas, el ademán decidido. Lo habían seguido a través de ese agujero que era el pantanal. Eran buenos hombres.

—Haz correr la voz a los otros capitanes, Trom —ordenó—. Que les digan a sus tropas que habremos salido de este sitio en menos de una hora.

El hombre mayor sonrió con un gesto que denotaba tanto alivio como el que Galad sentía. Éste tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor de la pierna, pero continuó vereda adelante. La herida estaba bien cerrada y no había peligro de que empeorara. Era dolorosa, pero soportable.

¡Por fin libres de aquel cenagal! Tendría que planear el siguiente paso con cuidado para mantenerse lejos de ciudades, calzadas principales o predios pertenecientes a nobles influyentes. Repasó mentalmente los mapas, unos mapas que tenía aprendidos de memoria desde antes de cumplir los diez años.

Estaba sumido en esas reflexiones cuando el dosel de hojas amarillentas aclaró, dejando pasar entre las ramas un poco de luz que llegaba del cielo nublado. Enseguida vio a Barlett esperando al borde de la línea de árboles. El bosque acababa de repente, casi con tanta precisión como un trazo dibujado en un mapa.

Galad soltó un suspiro de alivio, valorando la idea de encontrarse en terreno abierto. Salió de los árboles. Y sólo en ese momento una enorme fuerza de tropas empezó a aparecer por encima de una elevación que se alzaba justo a su derecha.

Sonó el tintineo de armaduras y el relincho de caballos cuando miles de soldados se alinearon en lo alto de la cresta. Algunos eran Hijos, con sus petos, cotas y yelmos cónicos bruñidos a la perfección. Los prístinos tabardos y las capas relucían, la insignia del sol llameante brillaba en los torsos, las lanzas se alzaban en hileras. Los más numerosos eran soldados de infantería que no vestían el blanco de los Hijos, sino sencilla ropa de cuero marrón. Amadicienses proporcionados por los seanchan, casi con toda seguridad. Muchos tenían arcos.

Galad reculó a trompicones mientras llevaba la mano a la espada, pero supo de inmediato que estaba atrapado. No pocos Hijos lucían en el uniforme el rojo báculo de pastor de la Mano de la Luz: interrogadores. Si los Hijos corrientes eran una llama para destruir el mal, los interrogadores eran una hoguera rugiente.

Galad hizo un rápido cálculo. Tres o cuatro mil Hijos y, al menos, entre seis y ocho mil soldados de infantería, la mitad de ellos con arcos. Una fuerza de diez mil hombres descansados. Se le cayó el alma a los pies.

Detrás de Galad, Trom, Bornhald y Byar salieron con rapidez del bosque junto con un grupo de Hijos. Trom masculló una maldición entre dientes.

—¿Así que eres un traidor? —increpó Galad, volviéndose hacia el explorador, Barlett.

—Vos sois el traidor, Hijo Damodred —replicó el explorador con un gesto duro en el semblante.

—Sí, supongo que podría entenderse así.

La marcha a través del pantano se la habían sugerido sus exploradores. Ahora lo entendía Galad; había sido una táctica para retrasarlos, una forma de que Asunawa se le adelantara. La marcha también había dejado agotados a sus hombres, en tanto que la fuerza de Asunawa estaba descansada y lista para la batalla.

Una espada chirrió al deslizarse en la vaina. Sin volverse, Galad alzó una mano.

—Paz, Hijo Byar.

Tenía que ser él quien hubiese desenvainado el arma; para descargarla contra Barlett, casi con seguridad. Tal vez todavía podía salvarse algo en este desastre. Galad tomó una decisión con rapidez.

—Hijo Byar e Hijo Bornhald, quedaos conmigo. Trom, tú y los otros capitanes haced que los hombres salgan en filas a campo abierto.

Un grupo numeroso de hombres del frente de la fuerza de Asunawa había emprendido galope, colina abajo. Muchos lucían el báculo de pastor de los interrogadores. Podrían haber atacado en la emboscada y matar al grupo de Galad con rapidez. Sin embargo, enviaban un grupo para parlamentar. Era una buena señal.

Reprimiendo un gesto de dolor por la pierna herida, Galad montó. Byar y Bornhald hicieron lo propio y lo siguieron hacia campo abierto, con el ruido de los cascos ahogado por la espesa y amarillenta hierba. Asunawa en persona se encontraba en el grupo que se aproximaba. Tenía las cejas espesas y canosas, y estaba tan delgado que parecía un muñeco hecho con palos y tela atirantada sobre ellos para imitar piel.

Asunawa no sonreía. Rara vez lo hacía.

Galad frenó el caballo delante el Inquisidor Supremo. Asunawa se encontraba rodeado por una reducida guardia de sus interrogadores, pero también lo acompañaban cinco capitanes, con todos los cuales Galad había tenido trato o a cuyas órdenes había servido durante el corto tiempo que llevaba en la asociación de los Hijos.

Asunawa se inclinó hacia adelante en la silla de montar y entrecerró los ojos hundidos.

—Tus rebeldes forman en filas. Diles que se retiren u ordenaré a mis arqueros que disparen.

—Imagino que debes conocer las reglas de un combate formal. ¿Dispararás flechas sobre hombres mientras forman en filas? ¿Dónde dejas el honor? —instó Galad.

—Los Amigos Siniestros no merecen trato de honor. Ni piedad —barbotó el Inquisidor Supremo.

—¿Así que nos acusas de Amigos Siniestros? —preguntó Galad mientras hacía girar un poco a su montura—. ¿A la totalidad de los siete mil hombres que estaban a las órdenes de Valda? ¿Hombres junto a los que han servido, comido y combatido hombro con hombro tus soldados? ¿Hombres por los que velabas tú mismo hace menos de dos meses?

Asunawa vaciló. Tachar de Amigos Siniestros a siete mil hombres sería ridículo, significaría que, de los Hijos que quedaban, dos de cada tres se habían pasado a la Sombra.

—No. Quizá sólo los han… guiado mal. Es posible que incluso un buen hombre se desvíe a caminos tenebrosos si sus cabecillas son Amigos Siniestros.

—Yo no soy Amigo Siniestro. —Galad le sostuvo la mirada al Inquisidor Supremo.

—Sométete a mi interrogatorio y demuéstralo.

—El capitán general no se somete a nadie. En nombre de la Luz, te ordeno que capitules.

Asunawa se echó a reír.

—¡Hijo, te tenemos con un cuchillo al cuello! ¡Esta es tu oportunidad de rendirte!

—Golever —dijo Galad, dirigiéndose al capitán situado a la izquierda de Asunawa; era un hombre larguirucho, barbudo, un tipo duro donde los hubiera, pero justo—, dime, ¿los Hijos de la Luz se rinden?

—No lo hacemos —respondió el capitán al tiempo que negaba con la cabeza—. La Luz nos hará salir victoriosos.

—¿Y si nos enfrentamos a un enemigo en clara desventaja?

—Seguimos luchando.

—¿Aunque estemos cansados y doloridos?

—La Luz nos protegerá. Y, si ha llegado nuestra hora, que así sea. Llevémonos por delante a tantos enemigos como sea posible —dijo Golever.

Galad se volvió de nuevo hacia Asunawa.

Verás que me encuentro en un dilema. Luchar es permitir que nos taches de Amigos Siniestros, pero rendirnos es faltar a nuestros juramentos. Por mi honor como capitán general, me es imposible aceptar cualquiera de esas dos opciones.

La expresión del Inquisidor Supremo se tornó sombría.

—Tú no eres el capitán general. Él está muerto.

—A mis manos —ratificó Galad mientras desenvainaba la espada y la sostenía ante sí de forma que las garzas brillaron con la luz—. Y empuñó su espada. ¿Niegas que tú mismo presenciaste mi enfrentamiento con Valda en justo combate, tal como lo prescribe la ley?

—Según la ley, quizá, pero yo no llamaría a eso un combate justo. Recurriste a los poderes de la Sombra; te vi envuelto en oscuridad a pesar de que lucía el sol, y te vi marcado en la frente el Colmillo del Dragón. Valda no tenía la menor oportunidad.

—Dime, Harnesh, ¿la Sombra es más fuerte que la Luz? —preguntó Galad, que se volvió hacia el capitán situado a la derecha de Asunawa.

Era un hombre bajo y calvo al que le faltaba una oreja, perdida durante un enfrentamiento con Juramentados del Dragón.

—Por supuesto que no —respondió el hombre, que escupió hacia un lado.

—Si la causa del capitán general hubiera sido honorable, ¿habría salido derrotado por mí en un combate teniendo la Luz por testigo? Si yo fuera un Amigo Siniestro, ¿habría estado a mi alcance matar al mismísimo capitán general?

Harnesh no respondió, pero era tan evidente lo que opinaba que fue como si Galad pudiera leerle el pensamiento. La Sombra podría mostrarse fuerte en ocasiones, pero la Luz siempre ponía al descubierto sus artimañas y las destruía. Sí, era posible que todo un capitán general cayera a manos de un Amigo Siniestro; eso era factible que le ocurriera a cualquier hombre. Pero ¿en un duelo delante de otros Hijos? ¿En un duelo de honor, con la Luz como testigo?

—A veces, la Sombra despliega astucia y fuerza, y mueren hombres buenos —interrumpió Asunawa antes de que Galad tuviera ocasión de hacer más preguntas.

—Todos sabéis lo que hizo Valda. Mi madre está muerta. ¿Alguna objeción a mi derecho a desafiarlo?

—¡Como Amigo Siniestro que eres no tienes derechos! No parlamentaré más contigo, asesino.

Asunawa agitó una mano y varios de sus interrogadores desenvainaron las espadas. De inmediato, los compañeros de Galad hicieron lo mismo. A su espalda, el joven capitán general oyó a sus cansadas tropas cerrar filas con premura.

—¿Qué será de nosotros, Asunawa, si luchan Hijos contra Hijos? No me rendiré y tampoco te atacaré, pero quizá podríamos reunificarnos. No como enemigos, sino como hermanos que han estado separados durante un tiempo —dijo en voz queda Galad.

—Jamás me asociaré con Amigos Siniestros —fue la respuesta del Inquisidor Supremo, aunque sus palabras sonaron indecisas.

Mientras observaba a los hombres de Galad, Asunawa comprendió que ganaría la batalla, pero si los hombres de Galad se mantenían firmes, la victoria sería muy costosa en vidas. Ambos bandos perderían miles de hombres.

—Me rendiré, con ciertas condiciones —manifestó Galad.

—¡No! —exclamó Bornhald tras él, pero Galad levantó una mano y lo hizo callar.

—¿Qué condiciones? —inquirió Asunawa.

—Jurarás por la Luz, y con los capitanes aquí presentes como testigos, que no harás daño, no interrogarás ni condenarás de otra manera a los hombres que me han seguido. Sólo hicieron lo que creían que era correcto.

Asunawa entrecerró los ojos y apretó los labios hasta reducirlos a una fina línea.

—Eso incluye a mis compañeros, aquí presentes —agregó Galad, mientras señalaba con la cabeza a Byar y a Bornhald—. Todos los hombres, Asunawa. Ninguno de ellos ha de ser sometido a interrogatorio.

—¡No puedes poner semejantes cortapisas a la Mano de la Luz! ¡Eso les daría carta blanca para buscar a la Sombra!

—¿Quieres decir que sólo es el miedo al interrogatorio lo que nos mantiene en la Luz, Asunawa? ¿Los Hijos no son valerosos y fieles?

Asunawa se quedó callado y Galad, sintiendo el peso del liderazgo, cerró los ojos. Cada instante que el Inquisidor Supremo se quedara sin saber qué decir, aumentaba las posibilidades de negociación en favor de sus hombres. Abrió los ojos.

—La Última Batalla se aproxima, Asunawa. No hay tiempo para andar con altercados. El Dragón Renacido camina por el mundo.

—¡Herejía! —clamó Asunawa.

—Sí. Y también verdad —apuntó Galad.

Asunawa rechinó los dientes, aunque pareció tomar en consideración la oferta.

—Galad, no lo hagas, podemos luchar —pidió en voz baja Bornhald—. ¡La Luz nos protegerá!

—Si luchamos, mataremos a hombres buenos, Hijo Bornhald —respondió sin volverse a mirarlo—. Cada golpe de nuestras espadas será un golpe a favor del Oscuro. Los Hijos son la única institución fiable que le queda al mundo. Se nos necesita. Si es mi vida lo que se exige a cambio de la unidad, que así sea. Creo que tú harías lo mismo.

Galad buscó los ojos de Asunawa y le sostuvo la mirada. El Inquisidor Supremo parecía insatisfecho y vaciló un instante antes de hablar:

Prendedlo. Informad a las tropas que termina el estado de alerta y que he tomado bajo mi custodia al falso capitán general para interrogarlo a fin de determinar la magnitud de sus delitos. Corred también la voz de que quienes lo han seguido no serán castigados ni interrogados.

Después, Asunawa hizo volver grupas a su caballo y se alejó.

Galad dio vuelta a la espada y se la entregó a Bornhald.

—Regresad con mis hombres y contadles lo que ha ocurrido aquí. Y no los dejéis luchar ni que intenten rescatarme. Es una orden.

Bornhald lo miró a los ojos y después, despacio, tomó la espada. Por último, saludó.

—Sí, milord capitán general.

Tan pronto como dieron media vuelta para alejarse, unas manos bruscas asieron a Galad y lo desmontaron con violencia de Tenaz. Soltó un gemido ahogado al golpearse en el suelo con el hombro herido, lo que le ocasionó una punzada en el torso. Trató de incorporarse, pero varios interrogadores desmontaron y volvieron a derribarlo.

Uno lo obligó a seguir tendido en el suelo pisándolo en la espalda, y Galad oyó el chirrido metálico que hizo un cuchillo al salir de la vaina. Le arrancaron la armadura y la ropa cortándolas.

—No te cubrirás con el uniforme de un Hijo de la Luz, Amigo Siniestro —le dijo al oído un interrogador.

—No soy un Amigo Siniestro —refutó Galad con la cara pegada contra la hierba—. Jamás diré tal mentira. Yo camino en la Luz.

Esa afirmación le valió una patada en el costado, a la que siguió otra, y una tercera. Galad se hizo un ovillo mientras gemía, pero siguieron cayéndole golpes.

Por fin, se sumió en la inconsciencia.


El ser que en otro tiempo había sido Padan Fain caminó colina abajo. Los matojos parduscos crecían en rodales irregulares, como el vello en las mejillas de un mendigo.

El cielo estaba negro. Una tempestad. Eso le gustaba, aunque detestaba al causante.

Odio. Era la prueba de que seguía vivo, la emoción que le quedaba. La única. No podía quedar nada más.

Consumidor. Estimulante. Hermoso. Cálido. Violento. Odio. Maravilloso odio. Era la tormenta la que le daba fuerzas, el propósito que lo motivaba. Al’Thor moriría. A sus manos. Y después, quizá, el Oscuro. Maravilloso.

El ser que había sido Padan Fain toqueteó su hermosa daga y tanteó los relieves del labrado en la exquisita empuñadura dorada. Un enorme rubí remataba el pomo; llevaba el arma desenvainada en la mano derecha, sujeta de manera que la hoja se extendía entre los dedos pulgar e índice. Los lados de esos dedos tenían docenas de cortes.

La sangre goteaba por la punta de la hoja y caía en los matojos. Puntos carmesí para animarlo. Abajo, rojo; arriba, negro. Perfecto. ¿Sería su odio lo que causaba esa tormenta? Tenía que serlo. Sí.

Las gotas de sangre caían al lado de las manchas oscuras que aparecían en hojas muertas y tallos a medida que avanzaba más y más al norte, adentrándose en la Llaga.

Estaba loco. Eso era una buena cosa. Cuando uno aceptaba la locura dentro de sí, la abrazaba y la bebía como si fuera luz del sol o agua o el propio aire, entonces se convertía en parte de uno. Como una mano o un ojo. Uno veía gracias a la locura. Uno asía cosas con la locura. Era maravilloso. Liberador.

Por fin era libre.

El ser que había sido Mordeth llegó al pie de la colina y no volvió la cabeza para mirar la masa grande y purpúrea que había dejado en lo alto del cerro. Resultaba muy complicado matar a los Gusanos como era debido, pero algunas cosas había que hacerlas de forma correcta. Era el principio fundamental del asunto.

Saliendo de la tierra, arrastrándose, la niebla había empezado a seguirlo. ¿Esa niebla era producto de su locura o lo era de su odio? Le resultaba muy familiar. Se le enroscaba alrededor de los tobillos y le lamía los talones.

Algo se asomó por detrás de otra colina cercana y después reculó con rapidez. Los Gusanos morían haciendo mucho ruido. Los Gusanos lo hacían todo con mucho ruido. Una manada de Gusanos era capaz de destruir un ejército entero. Cuando uno los oía, lo mejor era marcharse por el lado contrario, deprisa. Claro que podría ser beneficioso enviar exploradores a fin de observar la dirección que llevaba la manada para no seguir adelante y tropezarse otra vez con ellos en otra parte.

Así pues, el ser que había sido Padan Fain no se sorprendió cuando, al girar por la ladera de la colina, se topó con un nervioso grupo de trollocs dirigidos por un Myrddraal.

«Mis amigos», se dijo con una sonrisa. Cuánto tiempo hacía.

Tuvieron que pasar unos segundos hasta que sus cerebros bestiales llegaron a la conclusión obvia, aunque errónea: si un hombre deambulaba por allí, entonces los Gusanos no podían andar cerca. Habrían olido su sangre y habrían ido por él. A los Gusanos les gustaban más los humanos que los trollocs. Lo cual tenía sentido. El ser que había sido Mordeth había probado la carne de ambos, y la de los trollocs era poco recomendable.

Los trollocs se abalanzaron hacia él con precipitación en una variopinta confusión de plumas, picos, garras, dientes, colmillos. El ser que había sido Fain se quedó inmóvil, con la niebla lamiéndole los pies descalzos. ¡Qué maravilla! Al final del grupo, el Myrddraal, con la mirada ciega fija en él, vaciló. Quizá percibió que algo iba muy, muy mal. Y asimismo bien, por supuesto. No podía haber una cosa sin la otra. Lo contrario no tendría sentido.

El ser que había sido Mordeth —pronto necesitaría un nombre nuevo— sonrió de oreja a oreja.

El Myrddraal giró sobre sus talones y echó a correr.

La niebla atacó.

Se desplazó por encima de los trollocs con rápidas volutas, como los tentáculos de un leviatán del Océano Aricio. Prolongaciones brumosas se proyectaron con violencia a través de los torsos de los trollocs. Un zarcillo largo chasqueó por encima de las cabezas y a continuación se disparó hacia adelante en un manchón borroso que alcanzó al Fado en el cuello.

Los trollocs chillaron y se desplomaron en el suelo, sacudidos por espasmos. La pelambrera se les desprendió en manojos, y la piel empezó a hervirles. Ampollas y excrecencias que, cuando se desprendían del pellejo de los Engendros de la Sombra, dejaban pústulas que semejaban cráteres, cual burbujas en la superficie de un metal al rojo vivo que se enfría con demasiada rapidez.

El ser que había sido Padan Fain abrió la boca en una mueca de gozo, alzó la cabeza hacia al tumultuoso cielo negro con los ojos cerrados y entreabiertos los labios para disfrutar del festín. Cuando hubo pasado, suspiró y asió la daga con más fuerza, de forma que se cortó la carne.

Rojo abajo, negro arriba. Rojo y negro, rojo y negro, cuánto rojo y cuánto negro. Maravilloso.

Siguió adelante, a través de la Llaga.

Detrás de él, los trollocs contagiados se levantaron y se pusieron en movimiento, con la baba colgándoles de las fauces. Ahora tenían los ojos apagados, muertos; pero, cuando él quisiera, responderían con una frenética avidez de batallar que superaría cuanto habían conocido en vida.

Dejó atrás al Myrddraal. Ése no se levantaría, como ocurría según los rumores. El contacto del ser que había sido Padan Fain provocaba la muerte instantánea a uno de su especie. Una pena. Tenían ciertos recursos que, de haber ocurrido de otro modo, él habría sabido aprovechar bien.

A lo mejor debería conseguir unos guantes. Pero, si se los ponía, sería imposible cortarse la mano. ¡Qué problema!

Bah, qué más daba. Adelante. Había llegado el momento de matar a al’Thor.

Lo entristecía que la caza tuviera que terminar. Aunque ya no había razón para seguir con ella. Uno no cazaba algo cuando sabía con exactitud dónde iba a estar. Uno se limitaba a aparecer para encontrarse con la presa. Como con un viejo amigo. Un apreciado, amado, viejo amigo al que uno iba a apuñalar en un ojo, a sacarle las tripas y consumirlas a puñados al tiempo que bebía su sangre. Ése era el modo apropiado de tratar a los amigos. Era un honor.


Malenarin Rai rebuscó entre los informes de suministros. Esa maldita contraventana que había detrás de su escritorio chascó y volvió a abrirse dejando entrar el calor húmedo de la Llaga.

A pesar de llevar diez años prestando servicio como comandante de Torre Heeth, no se había acostumbrado al calor de las tierras altas. Ni a la humedad. A menudo, el aire bochornoso llegaba cargado de olores putrefactos.

El viento silbante sacudió la hoja de madera. El comandante se levantó, se acercó a la contraventana, la cerró y enrolló un trozo de bramante alrededor del tirador para mantenerla atrancada.

Regresó al escritorio y echó un vistazo a la lista de los soldados recién llegados. Cada nombre iba acompañado de una especialidad; allí arriba, todos los soldados tenían que ocuparse de dos o más tareas. Habilidad para vendar heridas. Piernas rápidas para llevar mensajes. Buen ojo con el arco. La habilidad de hacer que las gachas de siempre tuvieran un gusto nuevo. Malenarin siempre pedía hombres con especialidad en ese último grupo. Cualquier cocinero capaz de lograr que los soldados estuvieran deseosos de ir al comedor valía su peso en oro.

El comandante apartó a un lado el informe actual y lo sujetó con el cuerno de trolloc relleno de plomo que utilizaba de pisapapeles. La siguiente hoja del montón era una carta de un hombre llamado Barriga, un mercader que conducía su caravana hacia la torre para negociar. Malenarin sonrió; ante todo era un soldado, pero lucía a través del pecho las tres cadenas plateadas que lo señalaban como un maestro mercader. Si bien su torre recibía gran parte de los suministros directamente de la reina, a ningún comandante kandorés se le negaba la oportunidad de negociar con mercaderes.

Si tenía suerte, conseguiría emborrachar a ese comerciante forastero en la mesa de negociaciones. Malenarin había obligado a más de un mercader a prestar un año de servicio militar como castigo por entrar en tratos que no podía cumplir. A menudo, un año de entrenamiento con las fuerzas de la reina les venía muy bien a los orondos mercaderes extranjeros.

Dejó la hoja debajo del cuerno de trolloc, y vaciló al ver el último tema del que tenía que ocuparse, al final del montón de papeles. Era un recordatorio de su mayordomo. A Keemlin, su hijo mayor, le faltaba poco para cumplir los catorce años. ¡Como si a Malenarin se le fuera a olvidar tal cosa! No necesitaba un recordatorio.

Sonrió y plantó el cuerno de trolloc encima de la nota, no fuera a ocurrir que la contraventana se abriera de nuevo en cualquier momento; él en persona había matado al trolloc al que había pertenecido el cuerno. A continuación se dirigió hacia un lado del despacho y abrió el maltrecho baúl de roble. Entre otros efectos personales que guardaba en él había una espada envuelta en tela, con la vaina marrón conservada en buen estado y bien impregnada de sebo, aunque había perdido algo de color con el paso del tiempo. Era la espada de su padre.

Dentro de tres días se la entregaría a Keemlin. Un muchacho se convertía en hombre al cumplir los catorce años, el día en que se le daba su primera espada y se hacía responsable de sí mismo. Keemlin se había esforzado mucho para prepararse bien siguiendo las enseñanzas de los instructores más severos que Malenarin logró conseguir. Su hijo se convertiría en un hombre dentro de poco. ¡Qué deprisa pasaban los años!

Exhalando un suspiro enorgullecido, Malenarin cerró el baúl, se incorporó y salió del despacho para hacer su ronda diaria. La torre, un bastión defensivo que vigilaba la Llaga, albergaba doscientos cincuenta soldados.

Tener una responsabilidad era tener orgullo, del mismo modo que soportar una carga significaba acrecentar la fortaleza. Vigilar la Llaga era su responsabilidad y su fortaleza; en la actualidad eso había pasado a ser aún más importante, con la extraña tormenta que amenazaba por el norte y habiendo partido la reina y la mayoría del ejército kandorés en busca del Dragón Renacido. Cerró la puerta del despacho, tras lo cual tiró del picaporte oculto que la atrancaba por fuera. Era una de varias puertas semejantes que había en el vestíbulo; cualquier enemigo que entrara al asalto en la torre no sabría cuál de ellas conducía a la escalera que subía a los otros niveles. De esta forma, el pequeño despacho tenía una doble función al ser también parte de las defensas de la torre.

Se dirigió hacia la escalera. Estos niveles altos no eran accesibles desde la planta baja; los cuarenta pies de la planta baja de la torre constituían una trampa. El enemigo que entrara por abajo y subiera los tres primeros niveles de los alojamientos de la guarnición descubriría que no había forma de subir al cuarto nivel. El único camino para llegar allí era subir por una estrecha rampa plegable que había en el exterior de la torre, y que llevaba del segundo nivel hasta el cuarto. Salir a esa rampa dejaba a los atacantes expuestos a las flechas que les dispararían desde arriba. Entonces, una vez que algunos de ellos estuvieran arriba, pero no los demás, los kandoreses plegarían la rampa y así dividirían la fuerza enemiga, de forma que los que habían subido acabarían muertos mientras intentaban encontrar las escaleras interiores.

Malenarin subió a buen paso. En los lados de los escalones, a intervalos, se abrían aspilleras que se asomaban a los tramos inferiores para que los arqueros pudieran disparar a los invasores. Cuando Malenarin se encontraba más o menos a mitad de camino del nivel superior, oyó unos pasos que bajaban con precipitación. Unos segundos después, Jargen, el sargento de guardia, aparecía por el recodo del hueco de escalera. Como la mayoría de los kandoreses, Jargen lucía la barba partida en dos; el negro cabello estaba salpicado de hebras grises.

Jargen se había unido a la Guardia de Vigilancia de la Llaga al día siguiente de su decimocuarto cumpleaños. En el cordón que llevaba atado alrededor del hombro del uniforme marrón tenía un nudo por cada trolloc que había matado. En la actualidad, debía de haber unos cincuenta nudos en ese cordón.

Jargen saludó llevándose el brazo al pecho y después bajó la mano para ponerla en la espada como señal de respeto a su comandante. En muchos países, asir el arma de ese modo sería un insulto, pero los sureños tenían fama de irascibles y suspicaces. ¿Es que no se daban cuenta de que era un honor asir la espada para dar a entender que uno consideraba a su comandante un oponente digno?

—Milord —saludó con voz áspera el sargento—. Un destello de aviso de Torre Rena.

—¿Qué? —exclamó Malenarin.

Los dos hombres subieron al trote los escalones.

—Fue muy clara, señor. Yo mismo la vi, seguro. Sólo un destello, pero lo hubo.

—¿Enviaron una rectificación?

—Puede que lo hayan hecho a estas alturas, pero antes quise ir a buscaros para poneros sobre aviso.

Si hubiese habido otras noticias, Jargen las habría compartido, así que Malenarin no malgastó saliva en hacerle más preguntas. Poco después llegaban a lo alto de la torre, donde había un gran mecanismo de espejos y lámparas. Con aquel mecanismo, la torre podía enviar mensajes al este o al oeste —donde otras torres se alineaban a lo largo de la Llaga— o hacia el sur, a lo largo de otra línea de torres que llegaba hasta el palacio Aesdaishar, en Chachin.

Las vastas y onduladas tierras altas kandoresas se extendían a partir de su torre. Algunas de las colinas meridionales todavía aparecían cubiertas en parte por la tenue bruma matinal. Esa área hacia el sur, libre del calor anormal de las tierras altas, no tardaría en verdear, y los pastores kandoreses subirían a las praderías altas para que pacieran sus ovejas.

Hacia el norte estaba la Llaga. Malenarin había leído cosas de otros tiempos en que la Llaga casi no se divisaba desde esta torre. Pero ahora llegaba cerca de la base de la construcción de piedra. Torre Rena se encontraba también al noroeste. Su comandante, lord Niach, de la casa Okatomo, era un primo lejano, además de un buen amigo. No habría lanzado el destello de aviso sin un buen motivo, y también habría mandado una anulación si hubiese ocurrido de forma accidental.

—¿Alguna novedad? —inquirió el comandante.

Los soldados de guardia negaron con la cabeza. Jargen dio golpecitos con el pie en el suelo, y Malenarin se cruzó de brazos a la espera de que llegara una rectificación.

No llegó nada. Torre Rena se encontraba más al norte que Torre Heeth, dentro de la Llaga en la actualidad. Por lo común, su posición en la Llaga no tenía mayor importancia. Hasta los seres más temibles de la Llaga sabían que lo mejor era no atacar una torre kandoresa.

La anulación no llegó. No hubo más destellos.

—Manda un mensaje a Rena —ordenó Malenarin—. Pregunta si el destello de aviso ha sido un error. Después, pregunta a Torre Farmay si allí han notado algo fuera de lo normal.

Jargen puso en marcha a los hombres, pero lanzó una mirada circunspecta a Malenarin, como si preguntara: «¿Cree que no lo he hecho ya?»

Lo cual significaba que ya se habían enviado mensajes, pero sin que se hubiera recibido respuesta alguna. El viento sopló en lo alto de la torre; chirrió el acero del mecanismo de espejos mientras los hombres que lo manejaban enviaban otra serie de destellos. Ese viento era húmedo. Y demasiado caliente. Malenarin miró hacia el cielo, a la misma tormenta oscura que rebullía y se agitaba. Era como si se hubiera establecido allí de forma permanente. Cosa que despertaba una profunda incomodidad en Malenarin.

—Enviad un mensaje a las torres de tierra adentro —ordenó el comandante—. Informad de lo que hemos visto; decidles que estén preparados por si surgen problemas.

Los hombres se pusieron a ello.

—Sargento, ¿quién es el siguiente mensajero en la lista? —preguntó Malenarin.

Las dotaciones de las torres incluían un grupo pequeño de muchachos que eran excelentes jinetes. De peso ligero, podían viajar en caballos rápidos si un comandante decidía no hacer uso de los espejos. Los destellos luminosos eran veloces, pero cabía la posibilidad de que los viera el enemigo. Además, si la línea de comunicación entre las torres estaba cortada, o si el mecanismo de alguna se había estropeado, les haría falta contar con otro medio de llevar noticias a la capital.

—El siguiente en el turno de servicio… —Jargen repasó la lista clavada a un lado de la puerta que daba al tejado—. Sería Keemlin, milord.

Keemlin. Su hijo.

Malenarin echó una ojeada hacia el noroeste, en dirección a la torre silenciosa que había lanzado un destello tan ominoso.

—Informadme si llega alguna noticia, la menor señal de respuesta de las otras torres —ordenó el comandante a los soldados—. Jargen, acompáñame.

Los dos hombres bajaron la escalera deprisa.

—Hemos de enviar un mensajero al sur —empezó Malenarin, que vaciló acto seguido—. No. Tenemos que enviar varios mensajeros. Hay que doblar los servicios, por si acaso las torres caen. —Reanudó la marcha escaleras abajo.

Los dos hombres salieron del hueco de escalera y entraron en el despacho de Malenarin. Este tomó la mejor pluma de las que había en la estantería de la pared. La maldita contraventana volvía a mecerse y a matraquear; los papeles del escritorio crujieron al sacar una hoja en blanco.

Rena y Far may no responden a las señales de espejos. Quizá los han invadido o tienen serias dificultades que les impiden contestar. Daos por informados. Heeth presentará resistencia.

Dobló la hoja y se la tendió a Jargen. El sargento la tomó en la curtida mano, la leyó y después preguntó:

—¿Dos copias, pues?

—Tres. Moviliza a los arqueros y mándalos al tejado. Adviérteles que el peligro puede llegar de arriba.

Si no era cosa de su imaginación haciéndole que se le antojaran los dedos huéspedes, si las torres situadas a ambos lados de Heeth habían caído con tanta rapidez, entonces cabía la posibilidad de que ocurriera lo mismo con las del sur. Y si hubiera sido él quien preparara un asalto, habría hecho todo lo posible para esquivar los puestos de vigía con un rodeo y tomar en primer lugar una de las torres meridionales. Quizás el mejor modo de cerciorarse de que no llegaran mensajes a la capital.

Jargen saludó golpeando el torso con el puño y después salió. El mensaje se enviaría de inmediato: tres veces a lomos de caballos, y una a lomos de la luz. Malenarin se permitió experimentar un atisbo de alivio con la idea de que su hijo era uno de los que cabalgaban a terreno seguro. No había deshonor en ello; había que mandar los mensajes, y Keemlin era el siguiente en la lista de servicio.

Malenarin echó un vistazo por la ventana. Daba al norte, en dirección a la Llaga. Como las de todos los comandantes. La agitada tormenta, con sus nubes plateadas. A veces parecían adoptar precisas figuras geométricas. Había prestado atención a lo que contaban los mercaderes que pasaban por la torre. Se aproximaban tiempos difíciles. La reina no se habría marchado al sur a buscar a un falso Dragón por muy astuto o influyente que fuera. Ella creía que era el verdadero.

Llegaba el momento del Tarmon Gai’don y, contemplando aquella tormenta, Malenarin creyó ver el mismísimo límite del propio tiempo. Un límite que no estaba muy lejos. De hecho, parecía que cada vez era más oscuro. Y debajo, hacia el norte, en la tierra había oscuridad.

Una oscuridad que avanzaba.

El comandante salió del despacho con precipitación y subió la escalera corriendo; arriba, el viento se agitaba contra los hombres y empujaba y movía los espejos.

—¿Se ha enviado el mensaje al sur? —demandó.

—Sí, señor, pero aún no hay respuesta —respondió el teniente Landalin, al que habían despertado para que se pusiera al frente de los soldados apostados en lo alto de la torre.

Malenarin echó una ojeada hacia abajo y vio que tres jinetes salían de la torre a galope tendido: los mensajeros partían. Pararían en Barklan, si no la habían atacado. El capitán de allí los mandaría hacia el sur, por si acaso. Y, si Barklan no había resistido, los chicos seguirían adelante, hasta la capital misma si era preciso.

Malenarin se volvió otra vez de cara a la tormenta. Esa creciente oscuridad le tenía los nervios de punta. Se acercaba.

—Haz que carguen las reservas de provisiones. Que suban todo lo que haya almacenado y vacíen las bodegas —ordenó a Landalin—. Que los cargadores recojan todas las flechas y preparen apostaderos para reabastecer a los arqueros, y sitúa a éstos en todos los puntos de contención, todas las saeteras y todas las ventanas. Que preparen los tarros de sustancias incendiarias y que los hombres estén listos para plegar las rampas exteriores. Preparaos para un asedio.

A medida que Landalin bramaba órdenes, los hombres se alejaban corriendo a cumplir los encargos. Malenarin oyó el roce de unas botas en la piedra, a su espalda, y miró hacia atrás. ¿Es que Jargen volvía otra vez?

No. Era un muchacho de casi catorce años, demasiado joven para tener barba, con el cabello oscuro despeinado y la cara manchada de churretes de sudor debido, era de suponer, a subir corriendo los siete niveles de la torre.

Keemlin. Malenarin sintió una punzada de miedo que al instante fue reemplazada por la cólera.

—¡Soldado! ¡Tenías que partir llevando un mensaje!

Keemlin se mordió el labio inferior.

—Bueno, señor, es que Tian, que estaba cuatro turnos detrás de mí, pesa cinco o diez libras menos que yo. Y eso influye mucho, señor. Cabalga mucho más deprisa, e imaginé que se trataba de un mensaje importante. Así que pedí que lo mandaran en mi lugar.

Malenarin frunció el entrecejo. Los soldados se movían alrededor de los dos, bajaban la escalera a toda velocidad o se agrupaban al borde de la torre armados con arcos. El viento aullaba en el exterior y empezó a sonar el apagado retumbo de truenos a lo lejos, pero con insistencia. Keemlin le sostuvo la mirada.

—La madre de Tian, lady Yabeth, ha perdido cuatro hijos por la Llaga añadió Keemlin en voz lo bastante queda para que sólo lo oyera su padre—. Tian es el único hijo que le queda. Si alguno de nosotros tiene una oportunidad de conseguirlo, señor, imaginé que sería él.

Malenarin mantuvo la vista prendida en los ojos de su hijo. El chico había adivinado lo que se avecinaba. La luz lo amparara. Lo sabía. Y había hecho que fuera otro en su lugar.

—Kralle —bramó Malenarin, mirando a uno de los soldados que pasaban por allí.

—¿Sí, milord comandante?

—Baja a toda prisa a mi despacho. Hay una espada en mi baúl de roble. Tráemela.

El hombre saludó y corrió a llevar a cabo la orden.

—Padre, faltan tres días para mi cumpleaños —dijo Keemlin.

Malenarin esperó con los brazos enlazados a la espalda. Su principal tarea en aquel momento era que lo vieran dirigiéndolo todo para dar confianza a sus tropas. Kralle regresó con la espada; la desgastada vaina estaba adornada con la imagen de un roble en llamas: el emblema de la casa Rai.

—Padre, faltan… —intentó repetir Keemlin.

—Esta arma se le ofrece a un muchacho cuando se convierte en un hombre —empezó Malenarin—. Por lo visto llega demasiado tarde, hijo, porque ante mí veo a un hombre.

Sostuvo el arma en la mano derecha y con el brazo extendido. En el tejado de la torre, todos los hombres se volvieron hacia él: los arqueros con los arcos prestos, los soldados encargados de hacer funcionar los espejos, los vigías de guardia. Como fronterizos, todos ellos habían recibido su espada en su decimocuarto cumpleaños. Todos habían sentido la emoción estrujándoles el pecho, la sensación maravillosa de hacerse adultos. Les había pasado a todos, pero eso no hacía que esta ocasión fuera menos especial.

Keemlin hincó una rodilla en el suelo.

¿Para qué desenvainas tu espada? —preguntó Malenarin en voz alta a fin de que todos los que estaban en la torre oyeran sus palabras.

En defensa de mi honor, de mi familia o de mi patria —respondió Keemlin

¿Hasta cuándo lucharás?

Hasta que mi último aliento se mezcle con los vientos del norte.

—¿Cuándo dejarás de vigilar?

—Jamás —musitó Keemlin.

—¡Habla más alto!

—¡¡Jamás!!

—Una vez que esta espada se desenvaina, te conviertes en guerrero, siempre con ella cerca de ti, preparado para luchar contra la Sombra. ¿Desenvainarás este acero y te unirás a nosotros, como un hombre?

Keemlin alzó los ojos; después asió la empuñadura del arma con mano firme y liberó la espada de la vaina.

—¡Ponte en pie, ahora como un hombre, hijo mío! —declaró Malenarin.

Keemlin se incorporó sosteniendo el arma en alto, de forma que la resplandeciente hoja reflejó la difusa luz del sol. Los hombres que estaban en el tejado de la torre prorrumpieron en vítores.

No era vergonzoso que hubiera lágrimas en los ojos de uno en un momento como aquél. Malenarin parpadeó para librarse de ellas y después se inclinó sobre una rodilla para abrochar a la cintura de su hijo el talabarte del arma. Los hombres siguieron lanzando aclamaciones y vítores, y el comandante comprendió que no eran sólo por su hijo. Gritaban en desafío a la Sombra. Durante un instante, las voces resonaron con más fuerza que los truenos.

Malenarin se puso de pie y posó la mano en el hombro de su hijo al tiempo que el joven envainaba el arma. Juntos, se dieron media vuelta para mirar de frente a la Sombra que se acercaba.

—¡Allí! —gritó uno de los arqueros, que señaló hacia arriba—. ¡Hay algo en las nubes!

—¡Draghkar! —bramó otro.

Las monstruosas nubes estaban muy cerca ahora y la sombra que arrojaban ya no bastaba para ocultar la horda ondulante de trollocs que avanzaba allá abajo. Algo apareció volando en el cielo, pero una docena de arqueros disparó. El ser chilló y se precipitó a tierra mientras las alas oscuras batían con torpeza.

Jargen se abrió paso entre los hombres y llegó junto a Malenarin.

—Milord —saludó y echó una rápida ojeada a Keemlin—, el chico debería estar abajo.

—Ya no es un muchacho, sino un hombre —respondió el comandante, enorgullecido—. ¿Qué información traes?

—Todo está preparado. —Jargen miró por encima de la almena y observó el avance de los trollocs con la misma flema con que inspeccionaría un establo de caballos—. Descubrirán que este árbol no es tan fácil de echar abajo como piensan.

Malenarin asintió con la cabeza. Notó tensión en el hombro de Keemlin.

Aquel mar de trollocs parecía infinito. Contra semejante enemigo, la torre acabaría cayendo. Los trollocs seguirían llegando, oleada tras oleada.

Pero todos los hombres que estaban en lo alto de esa torre sabían cuál era su obligación. Matarían Engendros de la Sombra mientras pudieran hacerlo, con la esperanza de dar tiempo a que los mensajeros llegaran y el aviso sirviera de algo.

El comandante era un hombre de las Tierras Fronterizas, como lo había sido su padre, como lo era el hijo que estaba a su lado. Sabían cuál era su cometido. Uno aguantaba hasta que lo relevaban o lo liberaban de su carga.

De eso se trataba, nada más.

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