21 Una puerta abierta

Nos pareció mejor que una de nosotras diera un informe completo, así que he reunido la información de las otras para presentarlo yo.

Perrin asintió con gesto abstraído. Se encontraba sentado en cojines, con Faile a su lado, en el pabellón de reuniones, que de nuevo se hallaba atiborrado de gente.

—Cairhien sigue estando patas arriba, por supuesto —empezó Seonid. La eficiente Verde era una mujer brusca. No antipática ni desagradable, pero hasta el trato con sus Guardianes parecía el de una acomodada granjera con sus jornaleros—. El Trono del Sol lleva mucho tiempo sin estar ocupado. Todos saben que el lord Dragón ha prometido el trono a Elayne Trakand, pero ella ha estado luchando para afianzarse en el suyo propio. Según las informaciones, por fin lo ha conseguido.

Olía a satisfacción y miró a Perrin como esperando un comentario. El se rascó la barba. Todo esto era importante y debía prestar atención, pero los pensamientos de su entrenamiento en el Sueño del Lobo no dejaban de distraerlo.

—De modo que Elayne ya es reina. Rand se alegrará.

—Se ignora la reacción del lord Dragón —continuó Seonid mientras punteaba otro dato de la lista.

Las Sabias no hicieron comentarios ni plantearon preguntas; se limitaron a seguir sentadas en los cojines en un grupo reducido, como remaches de una bisagra. A buen seguro que las Doncellas ya las habían puesto al corriente de todo.

—Estoy casi segura de que el lord Dragón se encuentra en Arad Doman —añadió Seonid—. Varios rumores lo sitúan allí aunque, por supuesto, hay rumores que lo ubican en muchos otros sitios. Pero que esté en Arad Doman tiene sentido por ser una conquista táctica, además de que el malestar que reina en la zona amenaza con desestabilizar las Tierras Fronterizas. No sé si es cierto o no que haya enviado Aiel allí.

—Lo hizo —dijo de forma lacónica Edarra, que no dio más explicaciones.

—Sí, bien. Muchos rumores afirman que tiene intención de reunirse con los seanchan en Arad Doman. Sospecho que querrá tener los clanes allí para ayudarlo —sugirió Seonid.

Eso hizo que Perrin recordara Malden. Se imaginó a las damane y a las Sabias en guerra, el Poder Único causando destrozos entre las tropas, sangre, tierra y fuego girando en el aire. Sería como los pozos de Dumai, sólo que peor. Lo sacudió un estremecimiento. Sea como fuere, merced a las visiones —que habían aparecido mientras Seonid informaba— sabía que Rand estaba donde decía la Verde.

Seonid continuó hablando de comercio y víveres y recursos en Cairhien. Y Perrin se encontró pensando en el extraño muro violeta que había visto en el Sueño del Lobo.

«¡Necio! —se reprendió—. Sigue escuchando». ¡Luz! En verdad era un líder pésimo. No había tenido ningún problema para correr al frente de los lobos cuando lo habían dejado cazar. ¿Por qué era incapaz de hacer lo mismo con su propia gente?

—Tear está reclutando tropas —dijo Seonid—. Corren rumores de que el lord Dragón ordenó al rey Darlin que agrupara a los hombres para la guerra. Y, a propósito, al parecer ahora hay un rey en Tear. Un suceso curioso. Algunos dicen que Darlin marchará hacia Arad Doman, aunque otros aseguran que esos preparativos son para la Última Batalla. Aun así, otros insisten en que al’Thor se propone derrotar antes a los seanchan. Cualquiera de las tres opciones es factible y no puedo sacar más conclusiones sin hacer un viaje a Tear.

Miró a Perrin esperanzada, a juzgar por el olor.

No. Todavía no —contestó él—. Rand no está en Cairhien, pero la situación en Andor parece estable. En mi caso, lo que tiene más sentido es ir allí y hablar con Elayne. Debe de tener información sobre nosotros.

De pronto, Faile olía a preocupación.

Lord Aybara, ¿creéis que la reina os dará la bienvenida? —planteó Seonid—. ¿Con lo de la bandera de Manetheren y el título de lord que os habéis atribuido…?

—Los dos estandartes se han arriado ya —repuso Perrin, ceñudo—. Y Elayne lo comprenderá todo cuando se lo explique.

—¿Y mis soldados? —intervino Alliandre—. Probablemente tendríais que pedir permiso antes de entrar en suelo andoreño con tropas extranjeras.

—No vendréis —dijo Perrin—. Ya lo he dicho antes, Alliandre. Estaréis en Jehannah. Os trasladaremos allí tan pronto como nos hayamos ocupado del tema de los Capas Blancas.

—¿Se ha tomado ya, pues, una decisión sobre ellos? —preguntó Arganda, que se echó hacia adelante con actitud anhelante y excitada.

—Han exigido que nos enfrentemos en una batalla —contestó Perrin—. Y hacen caso omiso de mis peticiones de parlamentar más a fondo. Me siento inclinado a complacerlos y darles la lucha que quieren.

Empezaron a hablar de ese asunto, aunque enseguida pasaron a analizar lo que significaba tener un rey en Tear. Por fin, Seonid se aclaró la garganta y condujo la conversación de vuelta al informe.

—Los seanchan son un tema del que se habla mucho en Cairhien. Parece que los invasores están centrados en afianzar su dominio en las tierras ocupadas, incluida Altara. Aún se expanden hacia el oeste, sin embargo, y hay batallas campales en el llano de Almoth.

—En expansión hacia Arad Doman —dijo Arganda—. Ahí se está preparando una buena batalla.

—Es lo más probable, sí —confirmó Seonid.

—Si llega la Última Batalla, entonces sería ventajoso forjar una alianza con los seanchan —dijo Annoura, que parecía pensativa, sentada con las piernas cruzadas en el cojín de seda con bordados azules y amarillos.

—Han encadenado Sabias —intervino Edarra, cuyo rostro juvenil se tornó sombrío. El efluvio que emitía era peligroso. Airado pero frío, como el olor de una persona antes de que planeara matar—. No sólo Shaido, que merecen la suerte corrida. Si se pacta una alianza con los seanchan, se terminará en cuanto haya concluido la tarea del Car’acarn. Ya hay muchos entre mi gente que hablan de hostilidades a muerte contra esos invasores.

—Dudo que Rand quiera que estalle una guerra entre vosotros.

—Un año y un día —dijo Edarra—. A las Sabias no se las puede hacer gai’shain, pero quizá las costumbres seanchan son diferentes. No obstante, les daremos un año y un día. Si transcurrido ese tiempo no liberan a sus cautivas cuando se lo pidamos, sabrán de nuestras lanzas. El Car’acarn no puede exigirnos nada más.

El silencio se apoderó del pabellón.

—En fin —intervino Seonid, carraspeando—. Después de acabar en Cairhien, nos reunimos con quienes habían ido a Andor para comprobar los rumores de allí.

—Un momento —la interrumpió Perrin—. ¿Andor?

—Las Sabias decidieron enviar Doncellas allí.

—Ése no era el plan —gruñó Perrin, que se volvió a mirar a las Sabias.

—Tú no tienes control sobre nosotros, Perrin Aybara —repuso Edarra con sosiego—. Necesitábamos saber si todavía quedaban Aiel en la ciudad o no, y si el Car’a’carn se encontraba allí. Tus Asha’man accedieron a nuestra petición de que abrieran un acceso.

—Podrían haber visto a las Doncellas —rezongó.

Bueno, la verdad es que le había dicho a Grady que hiciera los accesos a petición de los Aiel, aunque a lo que se había referido con eso era a la partida y al regreso. Tendría que haber sido más preciso.

—Sí, bien, pero no las vieron —dijo Seonid con un tono un tanto exasperado, como le hablaría un adulto a un chiquillo tonto—. Al menos nadie con quien no quisieran hablar.

¡Luz! ¿Era cosa suya o esa mujer empezaba a parecerse mucho a una Sabia? ¿Era eso lo que Seonid y las otras hacían en el campamento Aiel? ¿Aprender a volverse más testarudas? Que la Luz los ayudara a todos.

—Sea como sea, fue buena idea visitar Caemlyn —dijo Seonid—. No se debe confiar en los rumores, en especial cuando se dice que un Renegado estuvo operando en la zona.

—¿Uno de los Renegados? ¿En Andor? —preguntó Gallenne.

Perrin asintió e hizo un gesto para pedir otra taza de té templado.

—Rand dijo que era Rahvin, aunque yo me encontraba en Dos Ríos cuando tuvo lugar la lucha. —Los colores se arremolinaron en su mente—. Rahvin se hacía pasar por un noble andoreño, un hombre llamado Gabral o Gabil o algo por el estilo. Utilizó a la reina, haciendo que se enamorara de él o algo así, y después la mató.

Una bandeja cayó al suelo con un repiqueteo apagado.

Las tazas de porcelana se rompieron y el té salpicó rociadas en el aire. Perrin se giró con rapidez al tiempo que maldecía, y varias de las Doncellas se incorporaron de un salto, con los cuchillos empuñados.

Maighdin estaba plantada de pie, estupefacta, con los brazos caídos a los costados. La bandeja yacía a sus pies.

¡Maighdin! ¿Te encuentras bien? —se interesó Faile.

La criada de cabello dorado se volvió hacia Perrin, con gesto aturdido.

Si hacéis el favor, milord, ¿os importa repetir lo que acabáis de decir?

¿Qué? —preguntó Perrin—. Mujer, ¿qué ocurre?

Dijisteis que uno de los Renegados se había instalado en Andor —contestó Maighdin con voz tranquila mientras le asestaba una mirada tan penetrante como le habría lanzado cualquier Aes Sedai—. ¿Estáis seguro de lo que oísteis?

Perrin se acomodó en el cojín y se rascó la barba.

—Tan seguro como es posible. Ya ha pasado tiempo, pero sé que Rand estaba convencido. Luchó contra alguien en el palacio con Poder Único.

—Se llamaba Gaebril —intervino Sulin—. Yo estaba allí. Los rayos caían de un cielo despejado y no cabía duda de que se debía al Poder Único. Era un Depravado de la Sombra.

—Había algunos en Andor que afirmaron que el Car’acarn había hablado de esto —abundó Edarra—. Dijo que el tal Gaebril había utilizado tejidos prohibidos en palacio con gente de las tierras húmedas y les había manipulado la mente obligándolos a creer y hacer lo que él deseaba.

—Maighdin, ¿qué te pasa? —preguntó Perrin—. ¡Luz, mujer, ahora está muerto! No tienes nada que temer.

—Con permiso —dijo Maighdin.

La mujer salió del pabellón dejando la bandeja y la blanca porcelana rota esparcida por el suelo.

—Me ocuparé de ella después. La ha perturbado descubrir que ha vivido tan cerca de uno de los Renegados —la disculpó Faile, apurada—. Es de Caemlyn, ya sabéis.

Los otros asintieron con la cabeza y otros criados se pusieron a limpiar y a recoger el desbarajuste. Perrin comprendió que no iba a tomar más té.

«Tonto —pensó—. Si hasta hace poco has vivido sin mandar a nadie que te sirva té, no te morirás ahora que no te van a llenar la taza otra vez con hacer un gesto».

—Sigamos —dijo, rebullendo en los cojines. Nunca conseguía estar cómodo en esas malditas cosas.

—He acabado con mi informe —contestó Seonid, que hizo caso omiso de la criada que recogía los fragmentos de porcelana delante de ella.

—Mantengo mi decisión de antes —manifestó Perrin—. Ocuparse de los Capas Blancas es importante. Después de eso, iremos a Andor y hablaré con Elayne. Grady, ¿cómo te encuentras?

El envejecido Asha’man vestido de negro alzó la vista en donde se hallaba sentado.

—Estoy recuperado por completo de mi enfermedad, milord, y Neald casi.

—Todavía pareces cansado.

—Lo estoy, así me aspen —contestó el Asha’man—. Pero me siento mejor de lo que estaba muchos días en el campo antes de ir a la Torre Negra.

—Ha llegado la hora de enviar a algunos de los refugiados a su tierra. Con uno de esos círculos, ¿podrás mantener abierto un acceso más tiempo?

—No estoy seguro del todo. Formar parte de un círculo sigue siendo agotador. Quizá más. Pero sí que puedo abrir accesos más grandes con la ayuda de las mujeres, lo bastante anchos para que pasen al tiempo dos carretas.

—Bien. Empezaremos enviando a casa a gente corriente. Cada persona a la que llevemos de regreso al lugar donde pertenece será una piedra menos cargada a mi espalda.

—¿Y si no quiere irse? —preguntó Tam—. Muchos han empezado a adiestrarse, Perrin. Saben lo que se avecina y prefieren afrontarlo aquí, contigo, que acobardados en sus casas.

¡Luz! ¿Es que no había nadie en este campamento que quisiera volver con sus familias?

—A buen seguro que habrá algunos que quieran volver.

—Algunos —dijo Tam.

—Recuerda que los Aiel dejaron marchar a los débiles y los mayores —intervino Faile.

—He observado a esas tropas —comentó Arganda—. Cada vez hay más gai’shain que han salido de ese estado de letargo y, cuando lo hacen, son duros. Tanto como muchos soldados que conozco.

—Algunos querrán ir a ver cómo está la familia —dijo Tam—, pero sólo si les permites volver después. Ven ese cielo. Saben lo que se avecina —repitió.

—De momento, mandaremos de vuelta a los que quieren marcharse y quedarse en sus casas —indicó Perrin—. No podré ocuparme de los otros hasta después de que haya acabado el asunto con los Capas Blancas.

—Excelente. ¿Tenéis un plan de ataque? —inquirió Gallenne, ansioso.

—Bueno, imagino que si van a ser tan amables de alinearse, los contendremos con mis arqueros y encauzadores y los destruiremos.

—Apruebo el plan, siempre y cuando mis hombres puedan cargar para encargarse de la chusma que quede al final —manifestó Gallenne.

—Balwer —llamó Perrin—, escribe a los Capas Blancas. Diles que lucharemos y que escojan ellos el sitio.

Mientras pronunciaba esas palabras sintió una fuerte renuencia. Le parecía una pérdida absurda matar a tantos soldados dispuestos a luchar contra la Sombra. Pero no veía otra salida.

Balwer asintió con la cabeza; el hombrecillo olía a ferocidad. ¿Qué le habrían hecho los Capas Blancas? El huraño secretario estaba obsesionado con ellos.

La reunión empezó a disgregarse. Perrin fue hacia el costado abierto de la tienda y observó la marcha de los grupos separados; Alliandre y Arganda se dirigían a su sector del campamento. Faile caminaba junto a Berelain y, cosa extraña, las dos iban charlando. Los efluvios de ambas indicaban que estaban enfadadas, pero las palabras que pronunciaban sonaban amistosas. ¿Que se traerían entre manos esas dos?

En el suelo de la tienda sólo quedaban unas manchas húmedas de la bandeja caída. ¿Qué le pasaría a Maighdin? Un comportamiento imprevisible como el suyo resultaba perturbador; con frecuencia, lo seguía alguna manifestación del poder del Oscuro.

—Milord… —llamó una voz, precedido de una discreta tosecilla.

Perrin se volvió al caer en la cuenta de que Balwer seguía detrás de él. El secretario tenía las manos enlazadas ante sí. Su aspecto era el de un montón de palos que unos niños hubieran vestido con una camisa y una chaqueta muy usadas.

—¿Sí? —preguntó.

—Resulta que he oído por casualidad algunas noticias de… eh… cierto interés mientras visitaba a los estudiosos de Cairhien.

—Encontraste suministros, ¿verdad?

—Sí, sí. Tenemos existencias suficientes. Un momento, por favor. Creo que os interesará la conversación que oí sin poder evitarlo.

—Bien, cuenta, pues.

Perrin entró de nuevo en el pabellón que en ese momento abandonaba el último de los asistentes a la reunión.

—En primer lugar, milord —empezó Balwer en voz baja—, parece ser que los Hijos de la Luz están confabulados con los seanchan. Ahora lo sabe todo el mundo, y me preocupa que las fuerzas que tenemos cerca estuvieran plantadas ahí para…

—Balwer —lo interrumpió Perrin—, sé que odias a los Capas Blancas, pero ya me has contado esa noticia media docena de veces.

—Sí, pero…

—No quiero oír nada más de los Capas Blancas —advirtió, alzando una mano—. A menos que sean noticias específicas sobre esa fuerza que tenemos enfrente. ¿Algo nuevo sobre eso?

—No, milord.

—Muy bien, pues. ¿Alguna otra cosa que quieras decirme?

Balwer no dio señales de estar enfadado, pero Perrin olía su descontento. La Luz sabía que los Capas Blancas tenían que dar cuenta de muchas cosas, y comprendía que Balwer los odiara, pero ese asunto empezaba a empacharlo.

—Bien, milord, me atrevo a decir que los rumores de que el Dragón Renacido desea alcanzar una tregua con los seanchan son algo más que simples habladurías. Varias fuentes indican que ha pedido la paz a su cabecilla.

—Pero ¿qué le pasó en la mano? —preguntó Perrin, que apartó otra imagen de Rand en su mente.

—¿Qué habéis dicho, milord?

—No, nada.

—Además, circula un número alarmante de éstos —dijo buscando algo en una manga— entre rateros, ladrones y descuideros de Cairhien.

Sacó una hoja de papel con el dibujo de la cara de Perrin. El gran parecido era preocupante. Perrin tomó el papel, fruncido el entrecejo. No había nada escrito. Balwer le tendió otra hoja, idéntica a la primera. Le siguió una tercera, ésta con el dibujo de la cara de Mat.

—¿Dónde los conseguiste? —preguntó.

—Como he dicho, milord, se están repartiendo en ciertos círculos. Parece ser que se han prometido grandes sumas de dinero a quien entregue vuestro cadáver, aunque no logré determinar quién pagaría esa suma.

—¿Y lo descubriste mientras visitabas a los estudiosos en la escuela de Rand?

La cara afilada del escriba no denotó emoción alguna.

—¿Quién eres en realidad, Balwer?

—Un secretario. Con un poco de habilidad para descubrir secretos.

—¿Un poco? Balwer, no te he preguntado sobre tu pasado. Opino que un hombre merece tener una segunda oportunidad. Pero ahora tenemos aquí a los Capas Blancas y hay algo que te relaciona con ellos. Tengo que saber qué es.

Balwer guardó silencio unos segundos. Los faldones alzados del pabellón susurraron al moverlos el aire.

—Mi anterior patrono era un hombre al que respetaba, milord —dijo el hombrecillo—. Murió a manos de los Hijos de la Luz. Algunos podrían reconocerme.

—¿Eras un espía para esa persona?

Los labios de Balwer se inclinaron por las comisuras de forma notable. Cuando habló, lo hizo en voz más baja.

—Simplemente tengo cabeza para recordar datos, milord.

—Sí, tienes muy buena cabeza para eso. Tu labor me es muy útil, Balwer. Sólo intento dejar eso claro. Me alegro de que estés aquí.

El olor del hombre revelaba que se sentía complacido.

—Si se me permite decirlo, milord, es agradable trabajar para alguien que no ve mi labor de informador como un simple medio para traicionar o comprometer a quienes están a su alrededor.

Bueno, en cualquier caso, tal vez debería empezar a pagarte algo más.

Sus palabras provocaron un efluvio de pánico en el hombrecillo.

Eso no es necesario —dijo.

¡Pero hay un montón de señores o mercaderes con los que ganarías un sueldo más alto trabajando para ellos!

Hombres insignificantes, sin importancia —manifestó Balwer, que unió los dedos índice y pulgar como si sostuviera un pellizco de algo.

—Sí, pero sigo pensando que deberías cobrar más. Es simple sentido común. Si uno contrata un aprendiz de herrero para la forja y no le paga bien, el aprendiz impresionará a los clientes habituales con su trabajo y después, en cuanto pueda permitírselo, abrirá una forja nueva al otro lado de la calle.

—Ah, pero no os dais cuenta, milord. El dinero no significa nada para mí. La información es lo importante. Hechos y descubrimientos son… como pepitas de oro. Podría dar ese oro a un banquero corriente para que hiciera monedas, pero prefiero dárselo a un maestro artesano para que cree algo bello.

Por favor, milord, dejad que siga siendo un simple secretario. Veréis, una de las formas más fáciles de discernir si alguien no es lo que aparenta, es comprobar su salario. —Soltó una risita—. He descubierto a más de un asesino o espía de ese modo, oh, sí. No tenéis que pagarme por esto. La oportunidad de trabajar con vos es retribución suficiente.

Perrin se encogió de hombros, pero aceptó con un cabeceo y Balwer se retiró. Perrin salió del pabellón mientras se guardaba los dibujos en el bolsillo. Lo desasosegaban. Apostaría a que esos retratos andaban también por Andor, repartidos por los Renegados.

Por primera vez, se sorprendió a sí mismo preguntándose si iba a necesitar un ejército para estar a salvo. Era una idea inquietante.


La oleada de los bestiales trollocs irrumpió en la cima de la colina y asaltó las últimas fortificaciones. Gruñían y aullaban, mientras las manos de gruesos dedos desgarraban la oscura tierra saldaenina y aferraban espadas, lanzas con forma de gancho, martillos, garrotes y otras armas abyectas. Las armaduras negras iban decoradas con pinchos.

Los hombres de Ituralde aguantaban firme con él en la base de la ladera posterior de la colina. Había dado orden de desocupar el campamento de abajo y replegarse hacia el sur todo lo posible, a lo largo de la ribera del río. Entretanto, el ejército se había retirado de las fortificaciones. Detestaba rendir el terreno alto, pero que los empujaran cuesta abajo por esa pendiente escarpada durante un ataque habría sido suicida. Tenía espacio para replegarse, de modo que lo utilizó, ahora que las fortificaciones se habían perdido.

Situó a sus fuerzas justo al pie de la colina, cerca de donde había estado el campamento de abajo. Los soldados domani llevaban cascos de acero y habían clavado en tierra las puntas romas de las picas de catorce pies, sosteniéndolas para darles más estabilidad, y con las afiladas moharras de acero apuntadas hacia la creciente oleada de trollocs. Una posición defensiva clásica: tres líneas de piqueros y hombres con paveses, las picas inclinadas hacia lo alto de la vertiente. Cuando cada soldado de la primera fila de picas matara un trolloc, los hombres se retirarían hacia atrás y liberarían sus armas de un tirón, dejando que la segunda fila se adelantara para matar. Una retirada lenta, cuidadosa, de fila en fila.

Dos hileras de arqueros situados detrás empezaron a disparar flechas y lanzaron andanada tras andanada a los Engendros de la Sombra, cuyos cuerpos rodaban ladera abajo, algunos todavía chillando y derramando sangre oscura. Un gran número continuó bajando, pisando a sus hermanos caídos, intentando llegar hasta los piqueros.

Un trolloc con cabeza de ave murió empalado en una pica, delante de Ituralde. Había mellas a lo largo de los bordes del pico del ser, y la cabeza con ojos depredadores— se erguía sobre un cuello grueso como el de un toro; las plumas estaban pringadas por los bordes con alguna clase de sustancia oscura y oleosa. El monstruo chilló al morir, una voz baja y un tanto aviar que pronunció sonidos guturales en el lenguaje trolloc.

—¡Aguantad! —gritó Ituralde, dando la vuelta y taconeando al caballo para trotar fila abajo de piqueros.

Sería un respiro transitorio. Había demasiados trollocs, e incluso rotando la triple línea acabarían arrollándolos. Era una táctica dilatoria. A sus espaldas, el resto de las tropas iniciaba la retirada. Una vez que las líneas se hubieran debilitado, los Asha’man asumirían la responsabilidad de la defensa para dar tiempo a los piqueros a replegarse.

Si los Asha’man pudieran dosificar las fuerzas… Los había presionado mucho; puede que demasiado. Sabía el límite de las tropas corrientes, pero ignoraba dónde estaba el de esos hombres. Si fueran capaces de parar el avance de los trollocs, su ejército se retiraría hacia el sur. Esa retirada los llevaría cerca de la seguridad de Maradon, pero allí no les permitirían entrar. Los que estaban dentro habían rechazado todos los intentos de Ituralde de comunicarse con ellos. «Nosotros no cooperamos con invasores», había sido siempre la respuesta. Malditos estúpidos.

En fin, lo más probable era que los trollocs tomaran posiciones alrededor de Maradon para montar un asedio continuo, y ello daría a Ituralde y a sus hombres tiempo para retirarse a una posición más defendible.

¡Aguantad! —gritó de nuevo Ituralde.

Cabalgó hacia un área donde la presión de los trollocs empezaba a obtener resultados. En lo alto de una de las fortificaciones de la colina acechaba con cautela una manada de trollocs con cabeza de lobo, a la espera, mientras sus compañeros cargaban por delante de ellos.

¡Arqueros! —llamó, al tiempo que señalaba hacia allí. Una andanada de flechas llovió sobre los trollocs de cabeza de lobo, o Ladinos, como habían empezado a llamarlos los Juramentados del dragón que había en el ejército de Ituralde. Los trollocs tenían sus propias bandas y organización, pero a menudo sus hombres se referían a algunos en particular por los rasgos que presentaban. Cuernos a los machos cabríos, Picos a los halcones, y Brazos a los osos. Los que tenían la cabeza de lobo solían ser los más inteligentes; algunos saldaeninos afirmaban haberles oído hablar el lenguaje humano para negociar con sus adversarios o para engañarlos.

Ituralde sabía ahora mucho sobre los trollocs. Uno debía conocer a su enemigo. Por desgracia, había una gran variedad en cuanto a la inteligencia y la personalidad de esos seres. Y había muchos trollocs que compartían atributos físicos de varios grupos. Ituralde juraría haber visto una horrenda abominación con plumas de halcón y cuernos de macho cabrío.

Los trollocs situados en lo alto de las fortificaciones intentaban escabullirse de las flechas. Montones de bestias enormes que tenían detrás los empujaron colina abajo al tiempo que rugían. A menos que estuvieran hambrientos, los trollocs eran cobardes por regla general; pero, si se los azuzaba hasta ponerlos frenéticos, luchaban bien.

Los Fados vendrían detrás de esa oleada inicial, después de que los arqueros se quedaran sin flechas y los trollocs hubieran debilitado a los hombres de abajo. Ituralde no quería pensarlo siquiera.

«Luz, espero que podamos dejarlos atrás». Los Asha’man esperaban su orden a lo lejos. Ojalá los tuviera más cerca, pero no podía correr ese riesgo. Eran demasiado valiosos para perderlos en una andanada de flechas.

Con suerte, las filas delanteras de trollocs quedarían seriamente castigadas por los piqueros —los cadáveres retorcidos y amontonados contra las picas—, y los trollocs que venían detrás tropezarían y caerían sobre sus restos sangrantes. Los saldaeninos que le quedaban a Ituralde cabalgarían como una fuerza de acoso contra cualquiera que superara los ataques de los Asha’man. Entonces los piqueros estarían en posición de replegarse y seguir al resto del ejército en retirada. Una vez pasada Maradon, usarían accesos para trasladarse a la siguiente posición elegida: un paso arbolado que había unas diez leguas al sur.

Sus hombres deberían poder escapar. Deberían. Luz, cómo odiaba verse obligado a ordenar una retirada tan precipitada como ésta.

«Mantente firme —se exhortó—. Ese chico es el Dragón Renacido. Cumplirá su promesa».

Siguió cabalgando y dio la orden de resistir. Era importante que oyeran su voz.

—¡Milord! —llamó alguien. La guardia de Ituralde abrió un paso para dejar que llegara hasta él un chico, jadeando—. ¡Milord, es el teniente Lidrin!

—¿Ha caído? —demandó Ituralde.

—No, milord. Está…

El muchacho miró hacia atrás. En la cercana formación de picas los soldados cargaban hacia la oleada trolloc, en lugar de retroceder.

—¿Pero qué diantre…? —exclamó Ituralde, que taconeó a Tejido del Alba para que se moviera.

El castrado blanco se puso a galope, y la guardia de Ituralde y el muchacho mensajero se unieron a él en medio de una estruendosa trápala.

Ituralde oía los gritos de Lidrin a pesar del fragor de la lucha. El joven oficial domani estaba por delante de las líneas de picas y atacaba a los trollocs con espada y escudo, bramando a voz en cuello. Los hombres de Lidrin se habían abierto paso para defenderlo y con su maniobra dejaron a los piqueros desorientados y confusos.

—Lidrin, necio. —Ituralde sofrenó su caballo.

—¡Venid! —chillaba el joven oficial, enarbolando la espada enfrente de los trollocs. Tenía la cara salpicada de sangre, reía con desatino y la voz sonaba enloquecida—. ¡Venid! ¡Me enfrentaré a todos vosotros! ¡Mi espada está sedienta!

—¡Lidrin! ¡Lidrin! —gritó Ituralde.

El hombre miró hacia atrás. Tenía los ojos desorbitados con una especie de gozo demencial. Ituralde ya había visto esa expresión en los ojos de soldados que luchaban durante demasiado tiempo y con demasiada dureza.

—¡Vamos a morir, Rodel! —le gritó Lidrin—. ¡Así me llevaré a unos cuantos conmigo! ¡Al menos uno o dos! ¡Únete a mí!

—¡Lidrin, retrocede hasta aquí y…!

El domani hizo caso omiso, se dio media vuelta y siguió intentando abrirse camino.

—Haced que esos hombres vuelvan aquí —gritó Ituralde al tiempo que señalaba al grupo—. ¡Cerrad las filas de picas! Deprisa. No podemos…

Los trollocs se lanzaron hacia adelante. Lidrin cayó soltando una rociada de sangre, riendo. Sus hombres lo estaban pasando mal y se dividieron por el centro. Los piqueros formaron de nuevo, pero un pelotón de trollocs chocó con fuerza contra ellos. Algunos trollocs cayeron.

La mayoría no.

Los monstruos que se encontraban cerca aullaron y chillaron al ver la brecha en las defensas. Corrieron hacia allí pasando por encima de los cadáveres amontonados al pie de la colina y se lanzaron contra los piqueros.

Ituralde maldijo y después azuzó a Tejido del Alba para que avanzara.

En la guerra, como en la labranza, a veces uno tenía que meterse en el barro hasta las rodillas. Bramó a la par que caía sobre los trollocs. Su guardia se desplazó para rodearlo y la brecha se cerró. El aire se convirtió en una estrepitosa tormenta de acero contra acero y gruñidos de dolor.

Tejido del Alba resopló y pataleó mientras Ituralde descargaba golpes con la espada. Al caballo de batalla le desagradaba encontrarse cerca de los Engendros de la Sombra, pero estaba bien entrenado. Era un regalo de uno de los hombres de Bashere, el cual había afirmado que, en las Tierras Fronterizas, un general necesitaba una montura que ya hubiera luchado antes con trollocs. Ituralde bendijo al soldado en ese momento.

Realizó La garza en el tocón con un amplio movimiento —una maniobra de combate con espada a lomos de un caballo— y alcanzó a un trolloc en la garganta, degollándolo. Saltó una rociada de fétida sangre pardusca, y el ser se desplomó hacia atrás; en la caída, chocó contra otro monstruo con cabeza de jabalí. Un estandarte rojo —en el que se representaba la calavera de un carnero con un fuego detrás— ondeaba en la colina. Era el emblema del clan Ghob’hlin.

Ituralde hizo que el caballo se girara para esquivar el golpe de un hacha horrenda y después azuzó al animal para que se adelantara y hundió la espada en el costado del trolloc. A su alrededor, Whelborn y Lehynen —dos de sus mejores hombres— murieron mientras defendían su flanco. ¡Así la Luz abrasara a los trollocs!

La línea entera se estaba desmoronando. Sus hombres y él eran muy pocos, pero la mayoría de sus tropas ya se había retirado. «¡No, no, no!», pensó mientras trataba de salir de la batalla para retomar el mando. Pero, si retrocedía, los trollocs abrirían brecha por allí.

Tenía que correr ese riesgo. Estaba preparado para afrontar problemas como éste.

Sonó el toque de retirada.

Ituralde se quedó paralizado y escuchó con espanto el angustiado sonido que se propagaba por el campo de batalla. ¡Se suponía que los cuernos no lo tocarían a menos que él o un miembro de su guardia dieran la orden! Era muy pronto, demasiado pronto.

Algunos trompeteros oyeron el toque y lo repitieron, aunque otros no.

Se daban cuenta de que era demasiado pronto. Por desgracia, eso fue peor. Significaba que la mitad de los piqueros empezó a retroceder mientras que la otra mitad mantenía su posición.

Las líneas alrededor de Ituralde se rompieron y los hombres se desperdigaron a medida que la ingente masa de trollocs se les echaba encima.

Era un desastre, el peor en el que Ituralde había tomado parte. Sintió los dedos fláccidos.

«Si caemos, los Engendros de la Sombra destruirán Arad Doman».

Lanzó un rugido a la par que tiraba de las riendas del caballo y se apartaba de la embestida de los trollocs. Los componentes que quedaban de su guardia personal lo siguieron.

—¡Helmke y Cutaris! —llamó a voces a los dos hombres, unos domani robustos y de piernas largas—. ¡Id hasta la caballería de Durhem y decidle que ataquen el centro tan pronto como aparezca la brecha! Kappre, tú ve a la caballería de Alin. Ordénale que ataque a los trollocs por el flanco occidental. ¡Sorrentin, ve a traer a esos Asha’man! ¡Quiero que los trollocs sean pasto de las llamas!

Los mensajeros partieron a galope en tanto que Ituralde se dirigía hacia el oeste, al punto donde los piqueros todavía aguantaban. Empezó a reunir una de las filas de atrás para conducirla al sector que aguantaba mayor presión. Casi logró que funcionara. Pero entonces, atacando con rapidez, aparecieron los Myrddraal deslizándose como serpientes entre las filas de trollocs, y una bandada de Draghkar descendió al suelo.

Ituralde se encontró luchando para salvar la vida.

A su alrededor, el campo de batalla era un desastre terrible: filas deshechas, trollocs campando a sus anchas y matando a placer, Myrddraal azotándolos para que, en cambio, atacaran a los pocas formaciones de piqueros que quedaban.

El fuego voló en el aire cuando los Asha’man apuntaron hacia los trollocs, pero eran bolas de fuego más pequeñas y más débiles que las de días atrás. Los hombres gritaban, las armas repicaban y las bestias bramaban en el humo bajo un cielo de nubes negras.

Ituralde estaba jadeando. Sus guardias habían caído. Al menos había visto morir a Staven y Rett. ¿Qué habría sido de los otros? No los había visto. Tantas muertes, tantas… El sudor le entraba en los ojos.

«Luz —pensó—. Al menos he presentado batalla. He aguantado más de lo que creía posible».

Al norte se alzaron columnas de humo. Al menos algo había salido como estaba planeado; ese Asha’man, Tymoth, había hecho bien su trabajo. La segunda tanda de máquinas de asalto estaba ardiendo. Algunos de sus oficiales había dicho que era una locura mandar lejos a uno de sus Asha’man; sin embargo, en este desastre, habría dado igual tener un Asha’man más. Y, cuando los trollocs atacaran Maradon, que no tuvieran esas catapultas representaría una gran diferencia.

Tejido del Alba cayó. Una jabalina trolloc lanzada contra él había volado baja. El caballo relinchó con el arma alojada en el cuello mientras la sangre se deslizaba por la piel sudorosa. No era la primera montura que Ituralde perdía en combate y sabía cómo rodar hacia un lado, pero esta vez estaba muy desequilibrado en la silla. Oyó el chasquido de la pierna cuando se le rompió al chocar contra el suelo.

Rechinando los dientes, decidido a no morir tirado de espaldas, hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse sentado. Soltó la espada —aunque tuviera la marca de la garza— y asió una pica rota con un grácil movimiento. Clavó el arma en el pecho de un trolloc que se le venía encima.

Sangre oscura y apestosa impregnó el astil y se deslizó hasta las manos de Ituralde al tiempo que el trolloc chillaba y moría.

Sonó un trueno en el aire. No era extraño; a menudo retumbaban truenos en esas nubes, muchas veces misteriosamente desligados de los relámpagos.

Ituralde apartó con gran esfuerzo al trolloc hacia un lado haciendo palanca con la pica. Entonces lo vio, un Myrddraal.

Apretando los dientes, Ituralde alargó la mano hacia la espada, pero comprendió que acababa de ver a su asesino. Uno de esos seres era capaz de acabar con una docena de hombres, de modo que hacerle frente con una pierna rota…

Aun así, intentó ponerse de pie. No lo logró y cayó hacia atrás al tiempo que maldecía. Preparado para morir, enarboló la espada cuando ese monstruo se acercó silencioso, moviéndose como si fuera líquido.

Una docena de flechas se incrustó en el Fado.

Ituralde parpadeó al ver desplomarse a la criatura. Los truenos sonaban con más fuerza. Volvió a incorporarse y se sorprendió al ver miles de jinetes desconocidos cargando en formación a través de las filas trollocs y arremetiendo contra los monstruos que tenían delante.

«¡El Dragón Renacido! ¡Está aquí!»

Pero no. Esos hombres ondeaban la bandera saldaenina. Miró hacia atrás. Las puertas de Maradon se hallaban abiertas, y a los cansados supervivientes de Ituralde les permitían entrar, renqueantes. Desde las almenas volaban bolas de fuego; habían dejado que los Asha’man subieran allí para tener esa ventaja respecto al campo de batalla.

Una fuerza de veinte jinetes se apartó del grupo principal y derribó al Myrddraal arrollándolo con los caballos. El último hombre del grupo saltó de la silla y propinó tajos al ser con un hacha de mano. Por todo el campo de batalla se daba caza a los trollocs, ya fuera a flechazos o lanceados.

No duraría mucho. Más y más de esas bestias se abrían paso entre las fortificaciones antes defendidas por Ituralde y descendían por la ladera.

Pero la ayuda saldaenina sería suficiente, con esas puertas abiertas y con los Asha’man desencadenando la destructiva venganza del fuego. Los hombres que quedaban de la fuerza de Ituralde huían hacia la seguridad de la ciudad. Se sintió orgulloso de Barettal y Connel —los últimos de su guardia personal— al verlos cruzar el campo de batalla a trompicones e ir hacia él a pie —sus monturas debían de estar muertas—, con los uniformes manchados de sangre.

Deslizó la espada en la vaina y sacó de un tirón la jabalina clavada en el cuello de Tejido del Alba. Apoyándose en el arma, se las ingenió para ponerse de pie. Un jinete de la fuerza saldaenina se dirigía hacia él al trote; era un hombre de rostro enjuto, nariz ganchuda y cejas negras muy pobladas. Lucía una barba recortada y saludó a Ituralde alzando su espada ensangrentada.

—Estáis vivo —dijo.

—En efecto. —En ese momento llegaron sus dos guardias—. ¿Tenéis el mando de esta fuerza?

—De momento —contestó el jinete—. Me llamo Yoeli. ¿Podéis cabalgar?

—Mejor eso que quedarme aquí.

Yoeli le tendió la mano y tiró de él para subirlo a la silla, detrás de él.

La pierna de Ituralde protestó con un estallido de dolor, pero no había tiempo para esperar unas parihuelas.

Otros dos jinetes subieron a los guardias de Ituralde a sus caballos, y poco después los tres cabalgaban hacia la ciudad.

—Bendito seáis —dijo Ituralde—, Aunque os costó mucho tiempo decidiros, sin embargo.

—Lo sé. —Cosa extraña, la voz de Yoeli tenía un timbre sombrío—. Espero que lo merezcáis, invasor, porque lo que acabo de hacer hoy es probable que me cueste la vida.

—¿Qué?

El hombre no contestó. Se limitó a conducirlo a galope tendido hacia la seguridad de la ciudad… O toda la seguridad que podía ofrecer, considerando que ahora se iba a encontrar asediada por una fuerza de varios centenares de miles de Engendros de la Sombra.


Morgase salió del campamento. Nadie le dio el alto, aunque algunos le dirigieron miradas raras. Dejó atrás el arbolado perímetro septentrional.

Los árboles eran robles que crecían bastante separados a fin de poder extender las enormes ramas. Caminando por debajo de ellas, inhaló hondo el aire húmedo.

Gaebril había sido uno de los Renegados.

Por fin encontró un sitio donde un minúsculo arroyuelo de montaña corría por una hendidura entre dos rocas y formaba una charca clara y tranquila. Los peñascos que había alrededor estaban agrupados de forma que semejaban un antiguo y destartalado trono construido para un gigante de quince espanes de altura.

Los árboles tenían hojas, aunque muchos parecían enfermos. Un trozo de nubes más tenues pasó deslizándose por el cielo y permitió que finos haces de sol se colaran hasta el suelo. Aquella luz fracturada brilló en rayos a través del agua y creó formas luminosas en el fondo de la charca. Los pececillos se movían veloces entre ellas, como si investigaran la luz.

Morgase rodeó la charca y después se sentó en una piedra lisa. Los sonidos del campamento se oían en la distancia. Llamadas, postes que se clavaban en el suelo, carros que traqueteaban por los senderos.

Se quedó mirando la charca. ¿Había algo más odioso que convertirse en el títere de otro y tener que bailar como si le movieran unos hilos al igual que una marioneta de madera? En su juventud se había visto obligada a tener que ceder a los caprichos de otros. Había sido la única forma de estabilizar su soberanía.

Taringail había intentado manipularla. En realidad, lo había conseguido casi siempre. También había habido otros. Muchos que la habían empujado hacia uno u otro lado. Había pasado diez años complaciendo a la facción más fuerte, fuera la que fuese. Diez años de construir alianzas poco a poco. Había funcionado. Al final había sido capaz de maniobrar por sí misma. Cuando Taringail murió en una cacería, muchos habían murmurado que el fallecimiento de su esposo la había liberado, pero la gente cercana a ella sabía que ya llevaba tiempo procurando quitarle peso a su autoridad.

Recordaba aquel día en que se deshizo del último de los que habían presumido de ser el verdadero poder detrás del trono. Ése fue el día en que, en el fondo del corazón, se convirtió en una reina de verdad. Había jurado que nadie volvería a manipularla jamás.

Y entonces, años después, apareció Gaebril. Y después, Valda, que había sido peor aún. Al menos, con Gaebril no había sido consciente de lo que pasaba y eso había insensibilizado las heridas.

Unos pasos que hicieron chascar ramitas caídas anunciaron la llegada de alguien. La luz menguó al pasar las nubes más tenues. Los haces desaparecieron y los pececillos se dispersaron.

Las pisadas se detuvieron junto a la roca en la que estaba sentada.

—Me marcho —dijo Tallanvor—. Aybara ha dado permiso a su Asha’man para que abra accesos, empezando por algunas ciudades lejanas. Me voy a Tear. Según los rumores, ahora hay un rey. Está reuniendo un ejército para luchar en la Última Batalla y quiero formar parte de él.

Morgase alzó los ojos y se quedó mirando con fijeza hacia los árboles.

En realidad no era un bosque.

—Dicen que te mostrabas tan resuelto a lograr tu propósito como Ojos Dorados —susurró—. Que no descansabas, que apenas dedicabas tiempo a comer, que te pasabas todo el tiempo buscando la forma de liberarme.

Tallanvor no dijo nada.

—Nunca hubo un hombre que hiciera algo así por mí —continuó—. Taringail me veía como un peón al que manejar, Thom como una belleza a la que conquistar y cortejar, y Gareth como una reina a la que servir.

Pero ninguno de ellos hizo de mí su vida entera, su corazón. Creo que Thom y Gareth me amaron, pero como algo a lo que cuidar y poseer, y después soltarlo. Creo que tú no lo soltarías nunca.

—No lo haría —repuso él con suavidad.

—Te vas a Tear y, sin embargo, dijiste que nunca te marcharías.

—Mi corazón se queda aquí. Sé muy bien lo que significa amar desde lejos, Morgase. Lo he hecho durante años, antes de que este viaje de locos comenzara, y seguiré haciéndolo más años. Mi corazón es un traidor.

Quizás algún trolloc me hará el favor de arrancármelo del pecho.

—Cuánta amargura —musitó ella.

—Has dejado muy claro que no deseabas mis atenciones. Una reina y un simple guardia. Pura necedad.

—Una reina, ya no.

—No de nombre, Morgase. En pensamiento, sí.

Una hoja cayó del árbol a la charca. Con un verdor intenso y borde lobulado, debería haber aguantado viva bastante más tiempo.

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —preguntó Tallanvor—. La esperanza. La esperanza que me permití albergar. Viajar contigo, protegerte, me alentó a pensar que quizá te darías cuenta. Que quizá te importaría. Me olvidé de él.

¿Él?

—Gaebril —barbotó Tallanvor—. Soy consciente de que aún piensas en él. Incluso después de lo que te hizo. Yo dejo aquí mi corazón, pero tú dejaste el tuyo en Caemlyn.

Por el rabillo del ojo vio que Tallanvor se daba la vuelta.

—Fuera lo que fuese lo que viste en él, no lo tengo —añadió—. Sólo soy un simple guardia real, un estúpido que no sabe decir las cosas con las palabras adecuadas. Lo adulabas y él apenas reparaba en ti. Así es el amor.

Maldita sea, puede decirse que yo he hecho lo mismo contigo.

Morgase siguió callada.

—Bien, pues, ésa es la razón por la que he de irme. Ahora estás a salvo y eso es lo único que importa. ¡La Luz me asista, pero eso sigue siendo todo cuanto me interesa!

Echó a andar y de nuevo chascaron ramitas caídas.

—Gaebril era uno de los Renegados —dijo Morgase.

Los chasquidos cesaron.

—En realidad era Rahvin —continuó—. Se apoderó de Andor valiéndose del Poder Único, obligando a la gente a hacer lo que él quería.

Tallanvor siseó y las ramitas crujieron cuando giró sobre sus talones para regresar junto a ella.

—¿Estás segura?

—¿Segura? No. Pero tiene sentido. No podemos pasar por alto lo que está ocurriendo en el mundo, Tallanvor. El tiempo, la forma en que la comida se estropea en un abrir y cerrar de ojos, los movimientos del tal Rand al’Thor. No es un falso Dragón. Los Renegados deben de estar libres otra vez.

¿Qué harías si fueras uno de ellos? ¿Reunir un ejército y conquistar?

¿O sencillamente entrar en palacio y tomar a la reina de consorte? Manipularle la mente para que haga lo que quieres. Obtendrías los recursos de una nación entera y todo con el mínimo esfuerzo. Poco más que levantar un dedo…

Alzó la cabeza y miró a lo lejos. Hacia el norte. Hacia Andor.

—Lo llaman Compulsión —prosiguió después—. Un oscuro y abyecto tejido que anula la voluntad de la víctima. Se supone que no debo saber que existe.

Dices que pienso en él. Es cierto. Pienso en él y lo odio. Me odio a mí misma por permitir que actuara como lo hizo. Y una parte de mi corazón sabe que, si apareciera ahora y me exigiera algo, se lo daría. No podría evitarlo. Pero esto que siento por él, esto que combina mi deseo y mi odio como dos mechones en una trenza, no es amor. —Se volvió hacia Tallanvor.

Sé lo que es amar, Tallanvor, y Gaebril nunca obtuvo eso de mí. Dudo que un ser como él fuera capaz de comprender tal sentimiento.

Tallanvor le sostuvo la mirada. Los ojos del hombre eran grises, dulces y puros.

—Mujer, vuelves a darme esperanza. Ten cuidado con lo que yace a tus pies.

—Necesito tiempo para pensar. ¿Te abstendrías, de momento, de marcharte a Tear?

Él inclinó la cabeza en una reverencia antes de responder:

—Morgase, si quieres algo de mí, lo que sea, sólo tienes que pedirlo.

Creía haber dejado claro eso. Iré a borrar mi nombre de la lista.

Se alejó, y Morgase lo siguió con la mirada. A pesar de la quietud de los árboles y la charca que tenía delante, su mente era un torbellino.

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