Morgase salió de su tienda situada en una ladera y contempló Andor. Puente Blanco se extendía allá abajo, felizmente familiar, aunque se apreciaba que había crecido. Con las últimas reservas almacenadas en invierno echándose a perder, la vida en las granjas iba de mal en peor, así que la gente emigraba a las ciudades.
El paisaje tendría que haber sido verde. Por el contrario, incluso la hierba amarillenta se estaba muriendo y mostraba cicatrices marrones. De seguir así, todo el campo se convertiría en otro Yermo dentro de poco. Cómo anhelaba tomar medidas, hacer algo. Ese era su reino. O lo había sido antaño.
Dejó atrás la tienda y fue a buscar a maese Gill. En el camino se cruzó con Faile, que hablaba de nuevo con el intendente. Morgase saludó con una leve inclinación de cabeza, un gesto deferente. Faile respondió de igual modo. Ahora se abría una brecha entre las dos. A Morgase le habría gustado que no fuera así. Las otras y ella habían compartido un pedacito de sus vidas en el que la esperanza era más débil que la llama de una vela. Había sido Faile la que la había animado a usar el Poder Único —estrujando hasta la última pizca de su patética capacidad— para hacer señales pidiendo ayuda mientras se encontraban atrapadas.
El campamento ya estaba instalado casi del todo y, cosa sorprendente, los Capas Blancas se habían unido a ellos, aunque Perrin aún no había decidido qué iba a hacer. O al menos, si había tomado una decisión, no la compartía con ella.
Caminó hacia las filas de carretas dejando atrás herradores y mozos de cuadra que buscaban los mejores pastos, a gente que discutía en el descargadero de provisiones, a soldados que abrían a regañadientes fosas para desperdicios. Todo el mundo tenía su sitio, algo de lo que ocuparse, excepto ella. Los criados retrocedían, amagando una reverencia, inseguros de cómo tratarla. No era una reina, pero tampoco era una noble cualquiera. Y, desde luego, ya no era una criada.
Aunque el tiempo que había pasado con Galad le había recordado lo que era ser una gobernante, se sentía agradecida por lo que había aprendido siendo Maighdin. No había sido tan malo como había temido; había ciertas ventajas en ser la doncella de una noble. La camaradería de los otros criados, la libertad de las cargas del liderazgo, el tiempo pasado con Tallanvor…
Esa vida no era la suya. Había llegado el momento de acabar con el disimulo.
Por fin encontró a Basel Gill guardando paquetes y fardos en el carro, con Lini supervisándolo y Lamgwin y Breane ayudando. Faile había liberado a Breane y a Lamgwin de su servicio para que la sirvieran a ella. Morgase había guardado silencio sobre la gentileza de Faile al devolverle sus criados.
Tallanvor no estaba por allí. Bien, pues, ella ya no podía fantasear con ese hombre como una muchachita. Tenía que regresar a Caemlyn para ayudar a Elayne.
—Majest… —empezó maese Gill, haciendo una reverencia, pero vaciló—. Quiero decir, mi señora. Disculpadme.
—Tranquilizaos, maese Gill. Yo misma tengo problemas para recordar quién soy.
—¿Estás segura de querer seguir adelante con esto? —Lini cruzó los delgados brazos.
—Sí. Nuestro deber es regresar a Caemlyn y ofrecer a Elayne la ayuda que podamos darle.
—Si tú lo dices —contestó Lini—. Lo que soy yo, creo que cualquiera que permite que haya dos gallos adultos en un corral se merece los follones que se organizan.
—Tomo nota —dijo Morgase, que enarcó una ceja—. Pero creo que descubrirás que soy capaz de ayudar sin usurpar autoridad a Elayne.
Lini se encogió de hombros.
La verdad es que la anciana tenía razón; Morgase habría de ir con mucho cuidado. Quedarse en la capital durante demasiado tiempo podría arrojar una sombra sobre Elayne. Pero si había algo que Morgase había aprendido de los meses que había sido Maighdin, era que la gente necesitaba hacer algo productivo, incluso si era algo tan sencillo como aprender a servir el té. Ella tenía aptitudes de las que Elayne podría sacar provecho en los peligrosos tiempos que se avecinaban. Sin embargo, si empezaba a eclipsar a su hija, abandonaría Caemlyn e iría a sus posesiones del oeste.
Los otros trabajaban con rapidez cargando el carro, y Morgase tuvo que cruzar los brazos para contener el deseo de ayudar. Había cierta satisfacción en el hecho de saber cuidar de uno mismo. Mientras esperaba, notó que alguien venía a caballo por el camino de Puente Blanco. Tallanvor. ¿Qué había estado haciendo en la ciudad? Al verla, se acercó.
—Mi señora —saludó con una reverencia y una expresión deferente en el rostro cuadrado y descarnado.
—¿Has visitado la ciudad? ¿Recibiste permiso de lord Aybara?
Perrin no quería que hubiera problemas por producirse un repentino aluvión de soldados y refugiados a la ciudad.
—Mi señora, tengo familia aquí —contestó Tallanvor mientras desmontaba. Hablaba con voz formal y ceremoniosa—. Me pareció prudente investigar la información descubierta por los exploradores de lord Aybara.
—¿De veras, teniente de la guardia Tallanvor? —inquirió Morgase.
Si él era capaz de comportarse con tanta formalidad, entonces ella también podía hacerlo. Lini, que pasaba con un montón de ropas de cama para guardar, soltó un sonoro resoplido al oír el tono de Morgase.
—Sí, mi señora —contestó Tallanvor—. Mi señora… Si se me permite hacer una sugerencia…
—Habla.
—Según los informes, vuestra hija todavía os cree muerta. Estoy seguro de que, si hablamos con lord Aybara, él ordenará a sus Asha’man que abran un acceso para que regresemos a Caemlyn.
—Una interesante sugerencia —dijo con circunspección y sin hacer caso de la sonrisa burlona de Lini, que volvía sobre sus pasos tras dejar el bulto de ropa.
—Mi señora, ¿podría hablaros en privado? —preguntó Tallanvor, que miró de reojo a Lini.
Morgase asintió con un cabeceo y se dirigió hacia el perímetro del campamento, seguida por Tallanvor. Tras poner una corta distancia entre los otros y ellos, Morgase se volvió hacia Tallanvor.
—¿Y bien?
—Mi señora —empezó él en voz baja—. La corte andoreña se enterará de que estáis viva, ahora que todo el campamento de Aybara lo sabe. Si no os presentáis y explicáis que habéis renunciado al trono, los rumores de vuestra supervivencia podrían socavar la autoridad de Elayne.
Morgase no contestó nada.
—Si es cierto que se avecina la Última Batalla, no podemos permitirnos… —prosiguió Tallanvor.
—Oh, calla —lo interrumpió con brusquedad—. He dado a Lini y a los otros la orden de preparar el equipaje. ¿Es que no has visto lo que estábamos haciendo?
Tallanvor se sonrojó al fijarse en que Gill echaba un baúl al carro y lo colocaba bien.
—Perdón por mi atrevimiento. Con vuestro permiso, mi señora.
Tallanvor saludó con una inclinación de cabeza e hizo intención de marcharse.
—¿Tenemos que comportarnos con tanta formalidad entre nosotros, Tallanvor?
—La ficción ha acabado, mi señora.
Tallanvor se alejó, y Morgase lo siguió con la mirada mientras sentía el corazón en un puño. ¡Maldito hombre y su cabezonería! ¡Maldito Galad! Su aparición le había hecho recordar su orgullo, sus deberes reales.
Para ella no era bueno tener esposo. Eso lo había aprendido con Taringail. A pesar de la estabilidad que había traído su matrimonio con él, todas y cada una de las ventajas habían llegado parejas con una amenaza a su trono. Por eso nunca había hecho a Bryne ni a Thom su consorte oficial, y lo ocurrido con Gaebril ponía de manifiesto que ella había tenido razón en preocuparse en ese sentido.
Cualquier hombre con el que se uniera en matrimonio podría ser una amenaza potencial para Elayne, así como para Andor. Sus hijos, si tuviera alguno, se convertirían en rivales de los de Elayne. Ella no podía permitirse el lujo de amar.
Tallanvor se paró a corta distancia, y Morgase contuvo la respiración. Él se dio la vuelta y desanduvo sus pasos. Desenvainó la espada e, inclinándose, hincó una rodilla en tierra y dejó el arma con gesto reverente a los pies de Morgase, entre malas hierbas y maleza.
—Me equivoqué cuando amenacé con marcharme —dijo en voz baja—. Me sentía dolido, y el dolor vuelve estúpido a un hombre. Sabéis que siempre estaré aquí, Morgase. Os lo prometí antes y lo dije en serio. Hoy en día me siento como un biteme en un mundo de águilas. Pero tengo mi espada y mi corazón, y ambos os pertenecen. Para siempre.
Dicho esto se puso de pie para marcharse.
—Tallanvor —empezó Morgase, casi en un susurro—. Nunca me lo has preguntado, ¿sabes? Si te aceptaría, me refiero.
—No puedo poneros en esa posición. Sería obligaros a hacer lo que ambos sabemos que debéis hacer, ahora que se ha descubierto quién sois.
—¿Y qué es lo que debo hacer?
—Rechazarme —barbotó; saltaba a la vista que empezaba a encolerizarse—. Por el bien de Andor.
—¿Y debo? —preguntó—. No dejo de repetírmelo, Tallanvor, pero sigo cuestionándolo.
—¿De qué os serviría yo como esposo? —preguntó él—. Como mínimo, deberíais casaros para ayudar a Elayne a asegurar la lealtad de alguna de las facciones a las que ofendisteis.
—Y así iría al matrimonio sin amor —dijo—. Otra vez. ¿Cuántas veces he de sacrificar mi corazón por Andor?
—Tantas como sean necesarias, imagino.
Qué amargura destilaba su voz. Cómo apretaba los puños. No porque estuviera enfadado con ella, sino con la situación. Siempre había sido un hombre tan apasionado…
Morgase vaciló, pero después movió la cabeza.
—No —dijo—. Otra vez, no. Tallanvor, mira ese cielo. Has visto las cosas que caminan por el mundo, has sentido caer sobre nosotros las maldiciones del Oscuro. No son tiempos en los que vivir sin esperanza. Sin amor.
—¿Y qué hay del deber?
—El deber puede ponerse en la puñetera fila a esperar. Ya se ha llevado una buena parte de mí. Todo el mundo se ha llevado una parte mía, Tallanvor. Todos, excepto el hombre a quien quiero.
Pasó por encima de la espada, que seguía tendida entre los abrojos, y no fue capaz de contenerse. En un visto y no visto, lo estaba besando.
—Está bien, vosotros dos —se oyó una voz severa tras ellos—. Vamos a ver a lord Aybara ahora mismo.
Morgase se apartó. Era Lini.
—¿Qué? —inquirió Morgase mientras intentaba recobrar cierta compostura.
—Vais a casaros —aseveró Lini—. Aunque tenga que llevaros de la oreja.
—Quien debe tomar esa decisión soy yo —replicó Morgase—. Perrin ya intentó que…
—Yo no soy él —la interrumpió Lini—. Lo mejor es que se haga antes de volver con Elayne. Una vez que estés en Caemlyn, surgirán complicaciones.
Se volvió hacia Gill, que cargaba el baúl en el carro.
—¡Y tú! Baja las cosa de mi señora.
—Pero, Lini, nos vamos a Caemlyn —protestó Morgase.
—Con que nos vayamos mañana será suficiente, pequeña. Esta noche, estarás de celebración. —Los miró a los dos—. Y, hasta que se haya celebrado el matrimonio, no me parece seguro dejaros solos a los dos.
Morgase se puso colorada.
—Lini, ¡que ya no tengo dieciocho años!
—No, cuando los tenías te casaste como era debido. ¿Voy a tener que agarraros de la oreja?
—Yo… —empezó Morgase.
—Ya vamos, Lini —dijo Tallanvor.
Morgase le asestó una mirada furibunda.
—¿Qué? —preguntó él, fruncido el entrecejo.
—No lo has preguntado.
Tallanvor sonrió y la estrechó contra sí.
—Morgase Trakand, ¿quieres ser mi esposa?
—Sí. Y ahora, vayamos a buscar a Perrin.
Perrin tiró de la rama del roble, que se partió soltando polvillo de madera en el aire. Al levantar la rama, del extremo cayó más serrín en la hierba marchita.
—Ocurrió anoche, milord —dijo Kevlyn Torr, que sostenía los guantes en la mano—. Toda esta zona del bosque, seca y muerta en una noche. Casi un centenar de árboles, calculo.
Perrin soltó la rama y se sacudió las manos.
—No es peor de lo que hemos visto con anterioridad.
—Pero…
—No te preocupes por esto —lo interrumpió Perrin—. Manda hombres para que recojan esta leña para las lumbres; creo que debe de arder muy bien.
Kevlyn asintió con la cabeza y se alejó a buen paso. Otros leñadores iban dando golpecitos a los árboles con aire inquieto. Ya era malo de por sí que robles, fresnos, olmos y nogales murieran de la noche a la mañana. Pero ¿que murieran y luego se secaran como si llevaran muertos años? Eso era en verdad inquietante. Sin embargo, lo mejor era tomárselo con calma e impedir que los hombres empezaran a asustarse.
Perrin regresó a pie hasta el campamento. A lo lejos se oía el repique de los yunques. Habían traído materias primas, hasta el último trozo de hierro o acero que pudieron conseguir en Puente Blanco. La gente estaba deseosa de conseguir comida a cambio, y Perrin había obtenido cinco forjas con hombres para moverlas e instalarlas, así como martillos, otras herramientas y carbón.
Quizás había salvado de morir de hambre a gente de la ciudad. Al menos durante un tiempo.
Los herreros seguían martilleando. Esperaba no estar exigiendo demasiado a Neald y a los otros. Armas forjadas con Poder darían a los suyos una ventaja crucial. Neald no había sido capaz de descifrar con exactitud qué había hecho para ayudarlo a forjar Mah’alleinir, pero a Perrin no le sorprendió que no pudiera. Esa noche había sido única. Pensando en Saltador, posó la mano en el arma y percibió el tenue calor que irradiaba.
Ahora bien, Neald sí había descifrado cómo forjar hojas que no se rompieran y que el filo no se embotara. Cuanto más practicaba, más agudos eran los filos que lograba crear. Los Aiel ya habían pedido esos filos para sus lanzas, y Perrin le había ordenado a Neald que se ocupara de sus armas primero. Estaba en deuda con ellos y era lo menos que podía hacer a cambio.
En la zona de Viaje, a un lado del enorme y crecientemente atrincherado campamento, Grady formaba un círculo con Annoura y Masuri para mantener abierto un acceso. Este era el último grupo de personas no combatientes que deseaban marcharse, el que se dirigía a Caemlyn. Entre ellos, enviaba un mensajero a Elayne. Tendría que reunirse con ella enseguida; no sabía si debía estar preocupado o no. El tiempo lo diría.
Algunos otros regresaban a través del acceso, trayendo consigo carros de comida comprados en Caemlyn, donde todavía podían conseguirse víveres. Por fin, vio a Faile dirigiéndose hacia él a través del campamento. Alzó una mano para atraer su atención y la llamó con un gesto. Sabía que había estado en la tienda del intendente.
—¿Todo va bien con Bavin? —le preguntó cuando Faile llegó a su lado.
—Todo bien.
—Llevo tiempo ya con intención de decirte una cosa… —Perrin se frotó el mentón, vacilante—. Creo que no es muy honrado que digamos.
—Bien, estaré pendiente y no le quitaré ojo —contestó; olía a regocijo.
—Berelain pasa más tiempo ahora con los Capas Blancas —comentó Perrin—. Parece que ha puesto los ojos en Damodred. Me ha dejado en paz por completo.
—¿Sí? No me digas.
—Sí. Y publicó esa proclamación en que condenaba los rumores sobre ella y yo. Luz, es que parecía que la gente lo creía de verdad. ¡Estaba preocupado por si lo entendían como una señal de desesperación!
Faile olía a satisfecha. Perrin le puso la mano en el hombro.
—No sé qué hiciste, pero gracias —le dijo.
—¿Sabes la diferencia entre un azor y un halcón, Perrin?
—Pues, no muy bien. De hecho, casi todo el mundo llama «halcón» a los dos. En el tamaño, sobre todo, supongo —dijo—. Y también la envergadura de alas. El halcón tiene un aspecto más semejante a una flecha.
—El halcón es un volador más ágil. Mata con el pico y puede volar con rapidez. El azor es más lento y más fuerte; se distingue por conseguir presas que se desplazan por el suelo. Le gusta matar con las garras, atacando desde arriba.
—De acuerdo —dijo Perrin—. Pero ¿significa eso que si ambos ven un conejo en el campo, al azor se le dará mejor atraparlo?
—Eso es exactamente lo que significa. El azor es mejor cazando al conejo. Pero ¿sabes? —Faile sonrió con picardía—, el halcón es mejor cazando al azor. ¿Has enviado el mensajero a Elayne?
Mujeres. Nunca conseguía entender sus razonamientos. Por una vez, sin embargo, esa incapacidad le pareció muy conveniente.
—Sí. Con suerte, podremos reunirnos con ella pronto.
—Ya se habla por el campamento respecto a quién irá contigo.
—¿Y por qué se habla de eso? Serás tú quien me acompañe. Eres la que mejor sabrá cómo tratar con Elayne, aunque tener al lado a Alliandre tampoco estaría de más.
—¿Y Berelain?
—Que se quede en el campamento. Vigilando las cosas. Ya fue la última vez.
El efluvio a satisfacción de Faile se hizo más intenso.
—Deberíamos… —empezó su mujer, pero enmudeció y frunció el entrecejo—. Vaya, al parecer, la última hoja cayó por fin.
—¿Qué? —preguntó Perrin al tiempo que se daba la vuelta.
Faile miraba a un grupo que se dirigía hacia ellos. La anciana Lini, y detrás de ella caminaban Morgase y Tallanvor, que se miraban el uno al otro como una pareja que acaba de pasar junta su primer Bel Tine.
—Creía que a ella no le gustaba —dijo Perrin—. O, si le gustaba, que no iba a casarse con él de todos modos.
—Se cambia de parecer mucho más rápido que de sentimientos —comentó Faile.
Ahora olía un poco a estar enfadada, aunque lo controlaba. No había perdonado del todo a Morgase, pero ya no se mostraba abiertamente hostil con ella.
—Perrin Aybara —dijo Morgase—, eres lo más parecido a un señor que tenemos en este campamento, aparte de mi hijastro. Pero no sería correcto que un hijo casara a su madre, así que supongo que tendrás que hacerlo tú. Este hombre ha pedido mi mano. ¿Querrás llevar a cabo la ceremonia para unirnos en matrimonio?
—Tenéis un modo un tanto sesgado de pedir las cosas, Morgase —contestó.
La mujer lo observó con los ojos entrecerrados. Y Faile lo miró y también olió a enfado. Perrin suspiró. Por mucho que entre ellas se pelearan, no perdían ocasión de caer sobre un hombre por decir lo que no debía, aunque fuera verdad. No obstante, Morgase se tranquilizó.
—Lo lamento. No era mi intención menospreciar tu autoridad.
—No importa —contestó Perrin—. Supongo que tenéis razones para cuestionarla.
—No —dijo Morgase, que se puso erguida. Luz, podía parecer una reina cuando quería. ¿Cómo se le había pasado eso por alto antes?—. Eres un señor, Perrin Aybara. Tus actos lo ponen de manifiesto. Dos Ríos es afortunado de tenerte y, tal vez, el reino de Andor también. Siempre y cuando sigas siendo parte de él.
—Esa es mi intención —prometió Perrin.
—Bien, pues, si tú me haces este favor —continuó Morgase, mirando a Tallanvor—, entonces estaré dispuesta a interceder por ti ante Elayne. Se puede llegar a arreglos, y los títulos, me refiero a los legales, se pueden otorgar.
—Aceptaremos vuestra oferta de interceder por nosotros —intervino Faile, que se apresuró a hablar antes de que Perrin pudiera hacerlo—. Pero decidiremos con Su Majestad si el otorgamiento de títulos es lo más… adecuado en este momento.
Perrin la miró. No estaría considerando todavía la escisión de Dos Ríos para convertirlo en un reino, ¿verdad? Nunca lo habían discutido con términos tan claros, pero sí que Faile lo había animado a usar la bandera de Manetheren. Bien, pues, eso tendría que hablarse.
A corta distancia vio a Galad Damodred que se dirigía hacia ellos con Berelain —como siempre en los últimos días— a su lado. Por lo visto Morgase había enviado un mensajero a buscarlo. Galad se estaba guardando algo en el bolsillo. Parecía una carta pequeña, sellada con cera roja. ¿De dónde había sacado eso? Parecía preocupado, aunque su expresión se suavizó al llegar. No se mostró sorprendido por la noticia del matrimonio; hizo un saludo con la cabeza a Perrin y le dio un abrazo a su madre, tras lo cual saludó a Tallanvor con expresión adusta, pero cordial.
—¿Qué clase de ceremonia os gustaría? —preguntó Perrin a Morgase— Yo sólo conozco la de Dos Ríos.
—Creo que con hacernos las promesas ante ti será suficiente —dijo Morgase—. Soy lo bastante mayor para estar harta de ceremonias.
—Me parece correcto —manifestó Perrin.
Galad se apartó a un lado, y Morgase y Tallanvor enlazaron las manos.
—Martyn Tallanvor —dijo ella—, me has dado más de lo que merezco desde mucho antes de que supiera que me lo dabas. Has manifestado que el amor de un simple soldado no es nada ante la dignidad de una reina, pero yo digo que a un hombre no se lo mide por su título, sino por su alma.
»He visto tu valentía, tu dedicación, tu lealtad y tu amor. He visto el corazón de un príncipe dentro de ti, el corazón de un hombre que permanecería fiel mientras centenares a su alrededor fallarían. Juro que te amo. Y, ante la Luz, juro que no te abandonaré. Juro cuidarte y tenerte para siempre como mi esposo.
Berelain sacó un pañuelo y se enjugó los rabillos de los ojos. En fin, las mujeres siempre lloraban con cosas como las bodas. Aunque él… En fin, que también se notaba algo turbios los ojos. Quizás era por la luz del sol.
—Morgase Trakand —empezó Tallanvor—, me enamoré de ti por la forma en que tratabas como reina a quienes estaban a tu alrededor. Veía a una mujer que se tomaba el deber no sólo con responsabilidad, sino con pasión. Incluso cuando no me distinguías de cualquiera de los otros guardias, me tratabas con amabilidad y respeto. Tratabas así a todos tus súbditos.
»Te amo por tu bondad, por tu inteligencia, por tu fuerza de voluntad y tu determinación. Ni siquiera uno de los Renegados pudo quebrantarte; escapaste de él cuando creía que te tenía controlada por completo. El más terrible de los tiranos no pudo quebrantarte, ni siquiera cuando te tenía en la palma de la mano. Los Shaido no pudieron quebrantarte. En tu lugar, cualquier otra mujer estaría llena de odio si hubiera tenido que pasar por lo que tú has pasado. Pero tú… Tú has crecido más y más hasta convertirte en una persona digna de admiración, de aprecio y de respeto.
»Juro que te amo. Y, ante la Luz, juro que nunca, nunca jamás, te abandonaré. Juro cuidarte y tenerte para siempre como mi esposa. Lo juro, Morgase, aunque una parte de mí aún no cree que esto pueda estar ocurriendo de verdad.
Y entonces se quedaron así, mirándose a los ojos, como si Perrin no estuviera allí delante; así que tosió.
—Bien, pues, que así sea. Sois marido y mujer.
¿Debería darles algún consejo? ¿Y qué iba a aconsejar él a Morgase Trakand, una reina con hijos de su misma edad? Se encogió de hombros.
—Podéis iros, pues.
A su lado, Faile olía a regocijo y un poquito a estar descontenta. Lini resopló con desdén por su actuación, pero condujo a Morgase y a Tallanvor de vuelta a su tienda. Galad lo saludó con un gesto de cabeza, y Berelain hizo una reverencia. Los dos se alejaron, Berelain comentando lo repentino de lo ocurrido.
—Tendrás que mejorar en esto —dijo Faile con una sonrisa.
—Querían una ceremonia sencilla.
—Todo el mundo dice eso —contestó Faile—. Pero puedes mostrar un aire de autoridad aunque el proceso sea breve. Ya hablaremos de ello. La próxima vez lo harás mucho mejor.
¿La próxima vez? Perrin meneó la cabeza en tanto que Faile se daba media vuelta y se dirigía hacia el campamento.
—¿Adónde vas? —preguntó Perrin.
—A ver a Bavin. He de requisar algunos barriles de cerveza.
—¿Para qué?
—Para la celebración —respondió Faile, mirando hacia atrás—. Una ceremonia se puede acortar si hace falta, pero en la celebración no debe escatimarse. —Miró hacia arriba—. Sobre todo en unos tiempos como los que corren.
Perrin la siguió con la mirada hasta que desapareció en el bullicio del enorme campamento. Soldados, granjeros, artesanos, Aiel, Capas Blancas, refugiados… Casi unas setenta mil almas, a pesar de los que habían caído en batalla. ¿Cómo había acabado al frente de semejante fuerza? Antes de salir de Dos Ríos, jamás había visto más de mil personas juntas en un mismo sitio.
La parte más numerosa era el grupo de antiguos mercenarios y refugiados que se habían entrenado con Tam y Dannil. La Guardia del Lobo, se llamaban a sí mismos, fuera lo que fuese lo que se suponía que significaba eso. Echó a andar hacia los carros de provisiones para comprobarlos, pero algo pequeño lo golpeó con suavidad en la cabeza, por detrás.
Se quedó muy quieto y después giró sobre sus talones; escudriñó el bosque que tenía detrás. A la derecha, todo estaba marrón y muerto; a la izquierda, el dosel de los árboles raleaba. No vio a nadie.
«¿Me he esforzado en exceso? —se preguntó mientras se frotaba la cabeza y echaba a andar—. Imaginar cosas así…»
Otro golpecito en la cabeza, por detrás. Giró con rapidez sobre sí mismo y captó algo que caía a la hierba. Fruncido el entrecejo, se arrodilló y lo recogió. Una bellota. Otra lo golpeó en la frente. Había llegado del bosque.
Perrin gruñó y se dirigió hacia los árboles. ¿Alguno de los contados niños que había en el campamento? Un poco más adelante había un gran roble; el tronco era grueso, lo bastante ancho para que alguien se escondiera detrás. Plantó la mano en el martillo y avanzó centímetro a centímetro. El árbol estaba a favor del viento y no le llegaba el olor de… Una mano apareció de repente detrás del tronco, sosteniendo un saco marrón.
—He atrapado un tejón —dijo una voz familiar—. ¿Quieres que lo suelte en el Prado del pueblo?
Perrin se quedó pasmado unos instantes, pero después prorrumpió en una estruendosa carcajada. Rodeó el tronco del árbol y se encontró con un hombre vestido con chaqueta roja de cuello alto adornada con hilos de oro y elegante pantalón marrón; estaba sentado en las raíces que asomaban por encima de la tierra, y el saco que sostenía cerca de los tobillos se retorcía. Mat masticaba con aire despreocupado una larga tira de cecina. Llevaba puesto un sombrero negro de ala ancha. Un asta negra con una hoja ancha en la punta descansaba apoyada en el árbol, junto a él. ¿De dónde había sacado una ropa tan elegante? ¿No se había quejado en cierta ocasión de que Rand llevaba atuendos como ése?
—¡Mat! —empezó, casi demasiado pasmado para hablar—. ¿Qué haces aquí?
—Cazar tejones —contestó Mat, que sacudió el saco otra vez—. Jodidamente difícil de conseguirlo, ¿sabes? Sobre todo con tan poco tiempo para prepararlo.
El saco rebulló y Perrin oyó un tenue gruñido en el interior. De hecho, el olfato le revelaba que dentro de ese saco había algo vivo.
—¿De verdad has cazado uno?
—Bueno, llámame nostálgico si quieres.
Perrin no sabía si regañar a Mat o reír con él… Esa mezcla especial de emociones era normal cuando Mat andaba cerca. Los colores, por suerte, no aparecieron ahora que estaban juntos. Luz, qué confuso habría sido eso. Sin embargo, Perrin sentía una especie de… cohesión, de que era lo adecuado.
Su amigo sonrió, dejó el saco a un lado y se puso de pie, ofreciéndole la mano. Perrin la tomó, pero tiró de Mat y lo estrechó en un cordial abrazo.
—Luz, Mat. ¡Parece que hace una eternidad!
—Toda una vida. Puede que dos. He perdido la cuenta. Sea como sea, Caemlyn bulle con rumores de tu llegada. Pensé que la única forma de transmitirte unas palabras de bienvenida era colarme por ese acceso y encontrarte antes que los demás.
Mat recogió la lanza y se la apoyó en el hombro, con la hoja hacia atrás.
—¿En qué has estado metido? —dijo Perrin—. ¿Dónde has andado? ¿Está Thom contigo? ¿Y qué me dices de Nynaeve?
—Cuántas preguntas. ¿Hasta qué punto es seguro tu campamento?
—Tanto como cualquier otro sitio.
—Pues no es lo bastante seguro. —Mat adoptó un gesto serio— Mira, Perrin, tenemos a unos tipos muy peligrosos pisándonos los talones. Vine porque quería ponerte sobre aviso a fin de que tomes más medidas de precaución. Los asesinos darán contigo en cualquier momento y será mejor que estés preparado para esa contingencia. Tenemos que ponernos al día, pero no quiero hacerlo aquí.
—¿Dónde, pues?
—Reúnete conmigo en una posada llamada El Gentío Feliz, en Caemlyn. Ah, y si no te importa, me gustaría que me prestaras a uno de esos tipos de chaqueta negra que tienes. Te lo devolvería en un periquete. Necesito un acceso.
—¿Con qué propósito?
—Te lo explicaré, pero después.
Mat se tocó el sombrero y echó a correr de vuelta al acceso que todavía estaba abierto a Caemlyn.
—Va en serio, Perrin —dijo, volviéndose y corriendo hacia atrás unos instantes—. Ten mucho cuidado.
Sin más, se metió entre unos cuantos refugiados y cruzó el acceso. ¿Cómo había conseguido colarse delante de Grady? ¡Luz! Perrin sacudió la cabeza para sus adentros y después se inclinó para desatar el saco y soltar al pobre tejón que Mat había capturado.