La mañana siguiente al ataque del gholam, sintiéndose agarrotado y dolorido, Mat despertó de sueños tan desagradables como huevos podridos desde hacía un mes. Había pasado la noche durmiendo en un hueco que había encontrado debajo de la carreta de materiales de Aludra. Había elegido el lugar por el más puro azar, con una tirada de dados.
Salió de debajo de la carreta, se puso de pie y giró el hombro hasta que lo sintió chascar. Qué puñetas. Una de las mejores cosas de disponer de dinero era no tener que dormir en una cuneta. Había mendigos que pasaban noches mejores que la que había pasado él.
La carreta olía a azufre y a pólvora. Estuvo tentado de echar una ojeada por debajo de la lona alquitranada tensada sobre la parte trasera del vehículo, pero no serviría de nada. Aludra y sus componentes explosivos eran incomprensibles. Con tal que los dragones funcionaran, a Mat no le importaba ignorar cómo lo hacían. En fin, no le importaba mucho. No tanto como para correr el riesgo de irritarla.
Por suerte para él, la mujer no se encontraba en la carreta. Habría protestado otra vez por no haberle conseguido todavía un campanero. Por lo visto pensaba que era su chico de los recados. Uno algo indómito, que se negaba a hacer su trabajo como era debido. Casi todas las mujeres tenían momentos así.
Caminó por el campamento mientras se sacudía el pelo para quitarse las briznas de paja. Estuvo a punto de ir a buscar a Lopin para que le preparase un baño, pero entonces recordó que Lopin había muerto. ¡Maldición! Pobre hombre.
Pensar en el pobre Lopin lo puso aún más taciturno, pero se dirigió hacia donde encontraría algo para desayunar. Juilin lo encontró antes a él. El bajo husmeador teariano llevaba puesto el gorro con forma de cono truncado y la chaqueta azul oscura.
—Mat, ¿es cierto? ¿Has dado permiso para que las Aes Sedai regresen a la Torre?
—No necesitaban mi permiso para marcharse —respondió, con un respingo. Si las mujeres oían a alguien exponerlo de ese modo, le teñirían el pellejo y harían con él cuero para sillas de montar—. Sin embargo, voy a proporcionarles caballos.
—Ya los tienen —respondió Juilin, que miró hacia las hileras de caballos estacados—. Dijeron que les diste permiso.
Mat suspiró. El estómago le protestó de hambre, pero el desayuno tendría que esperar. Se dirigió hacia las hileras de caballos estacados; tendría que asegurarse de que las Aes Sedai no se llevaran sus mejores monturas.
—Estaba pensando en ir con ellas y llevar a Thera a Tar Valon —comentó Juilin, que echó a caminar a su lado.
—Puedes irte cuando gustes —contestó Mat—. No voy a retenerte aquí.
Juilin era un buen tipo, aunque un poco estirado a veces. En fin, muy estirado. Juilin conseguiría que, en comparación, un Capa Blanca pareciera relajado. No era la clase de hombre con el que a uno le gustaba jugar una partida de dados; se pasaría la noche dirigiendo miradas ceñudas a todos los parroquianos de la taberna y rezongando por los delitos que a buen seguro habían cometido. Pero era de fiar, y una buena ayuda si uno estaba en un aprieto.
—Yo quiero volver a Tear, pero los seanchan estarían demasiado cerca y a Thera le preocupa eso. Tampoco le hace mucha gracia la idea de vivir en Tar Valon, pero no tenemos mucho donde elegir y las Aes Sedai me han prometido que si voy con ellas, me conseguirán trabajo allí.
Así que esto es una despedida, ¿no? —Mat se paró y se volvió hacia el otro hombre.
—De momento —contestó Juilin.
El teariano vaciló, pero luego le tendió la mano y Mat se la estrechó. Acto seguido, el husmeador se marchó para reunirse con su pareja y recoger sus cosas.
Mat se quedó pensativo un momento; luego cambió de opinión y se dirigió hacia la tienda de cocina. Era más que probable que Juilin retrasara la salida de las Aes Sedai, y él quería recoger algo.
Poco después llegó a las hileras de monturas estacadas llevando debajo del brazo un bulto envuelto en tela. Ni que decir tiene que las Aes Sedai habían organizado una caravana desmesuradamente grande con algunos de sus mejores caballos. Por lo visto, Teslyn y Joline habían decidido que también podían apropiarse de algunos animales de carga y algunos soldados para encargarse del trabajo. Mat suspiró y se dirigió hacia el barullo mientras inspeccionaba con detalle los caballos.
Joline estaba montada en Fulgor de luna, una yegua de raza teariana que había pertenecido a uno de los hombres que Mat había perdido durante la lucha para escapar de los seanchan. La más reservada Edesina montaba en Chispa, y echaba ojeadas de vez en cuando a las dos mujeres que estaban de pie a un lado; Bethamin, de tez oscura, y Seta, pálida y de cabello rubio, habían sido sul’dam.
Las seanchan procuraban con todas sus fuerzas mostrar una actitud distante y fría mientras el grupo se reunía. Mat se acercó a ellas despacio.
—Alteza, ¿es cierto? —preguntó Seta—. ¿Vais a permitir a éstas que deambulen en libertad, lejos de vuestra alteza?
—Es mejor librarse de ellas —respondió Mat, que se encogió al oír la elección del título utilizado por la mujer.
¿Es que tenían que ir tirando al aire esos tratamientos, como si fueran peniques de madera? En fin, que aunque las dos seanchan habían cambiado mucho desde que se habían unido al grupo, todavía les sorprendía que Mat no quisiera utilizar a las Aes Sedai como armas.
—¿Queréis iros o queréis quedaros? —les preguntó.
—Nos iremos —contestó con firmeza Bethamin. Por lo visto, estaba decidida a aprender.
—Sí —confirmó Seta—, aunque a veces creo que lo mejor sería dejarnos morir, oponiéndonos a… En fin, lo que somos, lo que simbolizamos, significa que representamos un peligro para el imperio.
—Tuon es una sul’dam —dijo Mat, que asintió con la cabeza.
Las dos mujeres bajaron la vista.
—Id con las Aes Sedai. Os daré caballos para vosotras y así no tendréis que depender de ellas. Aprended a encauzar. Eso será mucho más útil que morir. Quizás algún día vosotras dos podréis convencer a Tuon de la verdad. Ayudadme a encontrar el modo de arreglar esto sin provocar que el imperio se desmorone.
Las dos mujeres lo miraron, de repente con un aire más firme, más seguro.
—Sí, alteza —dijo Bethamin—. Es un buen objetivo para nosotras. Gracias, alteza.
¡Pero si Seta tenía los ojos llorosos! Luz, ¿qué creían que acababa de prometerles? Mat se apartó antes de que se imaginaran más ideas raras. Malditas mujeres. Aun así, no pudo evitar sentir lástima por ellas. Sabedoras de ser capaces de encauzar, les asustaba la idea de que tal vez fueran un peligro para quienes tenían a su alrededor.
«Así es como se sentía Rand. Pobre infeliz», pensó. Como siempre, el remolino de colores apareció al pensar en él. Intentaba no hacerlo a menudo; pero, antes de conseguir que los colores desaparecieran, tuvo un atisbo de Rand afeitándose en un elegante espejo dorado que estaba colgado en un bello cuarto para baños.
Mat impartió algunas órdenes a fin de que les proporcionaran caballos a las sul’dam y después se dirigió hacia las Aes Sedai. Thom había llegado también y se acercó sin prisas.
—Luz, Mat. Tienes el aspecto de alguien que se ha quedado atorado en un brezal y ha salido hecho unos zorros.
Mat se llevó la mano al pelo, que a buen seguro era todo un espectáculo.
—He sobrevivido a la noche y las Aes Sedai se marchan. Casi estoy por ponerme a bailar una giga, ya ves.
—¿Sabías que iba a haber dos más aquí? —dijo Thom con su resoplido.
—¿Las sul’dam? Lo suponía.
—No, me refiero a esos dos —señaló.
Mat se volvió y frunció el entrecejo al ver a Leilwin y Bayle Domon montados a caballo. Sus pertenencias iban empaquetadas sobre la grupa de las monturas. Leilwin —cuando aún se llamaba Egeanin— había sido una noble seanchan, pero Tuon la había despojado del nombre. La mujer vestía un traje de montar, con la falda dividida, en un color gris apagado. El corto y oscuro cabello le había crecido y le tapaba las orejas. Desmontó y se dirigió hacia Mat.
—Así me abrase. Si también me libro de ella, casi estoy por pensar que la vida ha decidido ser justa conmigo —le dijo Mat a Thom.
Domon siguió a la mujer. Era su so’jhin. Aunque, ¿podría seguir siendo so’jhin ahora que ella no tenía título? En fin, fuera como fuese, era su marido. El illiano era fuerte y ancho de contorno. No era un tipo demasiado malo, salvo cuando estaba cerca de Leilwin. Es decir, siempre.
—Cauthon —dijo ella, parándose delante.
—Leilwin. ¿También os marcháis vosotros? —Sí.
Mat sonrió. ¡En serio que iba a ponerse a bailar!
Siempre tuve intención de ir a la Torre Blanca —continuó la mujer— Lo pensé desde el día que salí de Ebou Dar. Si las Aes Sedai se marchan, me iré con ellas. Siempre es conveniente que un barco se una a un convoy si se presenta la ocasión.
—Lamento que te marches —mintió Mat mientras se tocaba el ala del sombrero.
Leilwin era tan dura como un roble centenario plagado de fragmentos de hacha que habían dejado hombres lo bastante necios para intentar derribarlo. Si a su montura se le caía una herradura de camino a Tar Valon, era probable que se echara el animal al hombro y lo llevara cargado el resto del viaje.
Pero Mat no le caía bien, a pesar de todo lo que él había hecho para salvarle el pellejo. A lo mejor era por no haber dejado que ella se pusiera al mando o por verse obligada a actuar como si fuera su amante. Bueno, esa parte tampoco había sido nada agradable para él. Más bien fue como sostener una espada por la hoja y fingir que no pinchaba.
Aunque había sido divertido verla retorcerse de impotencia.
—Que te vaya bien, Matrim Cauthon —dijo Leilwin—. No envidio en lo que te has metido. En cierto modo, parece muy probable que los vientos que te llevan sean aún más tempestuosos que los que me han azotado a mí en las últimas semanas.
Le hizo una leve inclinación de cabeza y se dio la vuelta para marcharse. Domon se acercó y puso una mano en el brazo de Mat.
—Cumpliste tu palabra. ¡Por mi anciana abuela! Ha sido una travesía con mucho trajín, pero has hecho lo que dijiste que harías. Gracias.
La pareja se alejó, y Mat movió la cabeza. Después llamó con un gesto de la mano a Thom y se encaminó hacia las Aes Sedai.
—Teslyn —saludó—. Edesina. Joline. ¿Todo bien?
—Sí, todo —contestó la Verde.
—Bien, bien. ¿Tenéis suficientes animales de carga?
—Nos las arreglaremos, maese Cauthon —repuso la mujer, que, disimulando una mueca de contrariedad, añadió—: Gracias por dárnoslos.
Mat sonrió de oreja a oreja. ¡Vaya, pero mira que era divertido ver cómo intentaba comportarse con respeto! Saltaba a la vista que había esperado que Elayne las recibiera a ella y a las otras con los brazos abiertos, en lugar de despedirlas sin antes concederles una audiencia, como había ocurrido. Joline lo miró y apretó los exuberantes labios.
—Me habría gustado domarte, Cauthon —dijo—. Aún estoy tentada de volver algún día y ocuparme de hacer el trabajo como es debido.
—En tal caso, aguardaré ese momento con la respiración entrecortada por la emoción —repuso, y le tendió el bulto envuelto en tela que llevaba debajo del brazo.
—¿Qué es esto? —preguntó la Verde con desconfianza, sin hacer intención de recogerlo.
—Un regalo de despedida. —Mat lo sacudió—. De donde soy, uno no permite que un viajero se marche sin darle algo para el camino. Sería una descortesía.
De mala gana, la mujer lo aceptó y echó un vistazo al interior. Fue evidente su sorpresa al descubrir que contenía más o menos una docena de panecillos dulces espolvoreados.
—Gracias —dijo, fruncido el entrecejo.
—Os acompañarán unos soldados de la Compañía —anunció Mat—. Así traerán de vuelta los caballos una vez que hayáis llegado a Tar Valon.
Joline abrió la boca como si fuera a protestar, pero la cerró sin decir nada. ¿Qué habría podido argumentar?
—Es una medida aceptable, Cauthon —intervino Teslyn, que hizo avanzar a su castrado negro.
—Les daré instrucciones para que hagan lo que les digáis. —Mat se volvió hacia la Roja—. Así tendréis a quien dar órdenes y quienes os monten las tiendas. Pero esto lleva una condición anexa.
Teslyn enarcó una ceja.
—Quiero que le digáis algo a la Amyrlin. Si es Egwene, no será difícil. Pero, aunque no sea ella, también tendréis que comunicárselo. La Torre Blanca tiene algo que me pertenece y casi ha llegado el momento de que vaya a reclamarlo. No es que quiera hacerlo, pero de un tiempo a esta parte parece que lo que yo desee no importa ni poco ni mucho. Así pues, iré allí y no dejaré que me despidan con una patada en el culo. —Sonrió—. Usad exactamente esas palabras.
Teslyn tuvo el detalle de soltar una risita contenida.
—Me ocuparé de transmitir tu recado, aunque dudo que los rumores sean ciertos. Elaida jamás renunciaría a la Sede Amyrlin.
—Puede que os llevéis una sorpresa.
Él se la había llevado cuando encontró mujeres que llamaban Amyrlin a Egwene. No sabía lo que había ocurrido en la Torre Blanca, pero empezaba a preocuparle que las Aes Sedai hubieran enredado a la pobre Egwene en sus artimañas de tal manera que nunca podría escabullirse. Le daban ganas de cabalgar hasta allí él mismo y ver si podía sacarla del atolladero.
Pero debía ocuparse de otros cometidos. Egwene tendría que valerse por si misma de momento. Era una chica muy competente; a buen seguro que sabría manejar la situación sin su ayuda durante un tiempo.
Thom seguía a su lado, pensativo. No sabía con seguridad si Mat había tocado el Cuerno… Al menos, él no se lo había contado, porque procuraba no pensar en el puñetero artefacto. Pero cabía la posibilidad de que Thom lo hubiese adivinado.
—En fin, supongo que debéis poneros en marcha —dijo Mat—. ¿Dónde está Setalle?
Se queda aquí —informó Teslyn—. Dijo que quería evitar que dieras demasiados pasos en falso.
La Roja enarcó una ceja, y Joline y Edesina asintieron con expresión enterada. Todas daban por sentado que Setalle era una antigua criada fugitiva de la Torre Blanca que quizás había huido de jovencita por culpa de alguna fechoría.
Eso significaba que no se libraría de todo el grupo. Aun así, si hubiera tenido que elegir que se quedara una, ésa habría sido la señora Anan. Lo más probable era que esperara a encontrar un modo de reunirse con su esposo y su familia, que habían huido de Ebou Dar en barco.
Juilin se acercó al grupo, conduciendo a Thera por el brazo. ¿De verdad que esa asustada mujercita había sido la Panarch de Tarabon? Mat había visto ratones que eran menos asustadizos que ella. Los soldados llevaron unos caballos para los dos. Entre unas cosas y otras, esa expedición le iba a costar unos cuarenta caballos y una partida de soldados. Pero merecería la pena. Además, su intención era recuperar tanto a los hombres como a los animales… Junto con información sobre lo que estaba ocurriendo de verdad en Tar Valon.
Hizo un gesto con la cabeza a Vanin. Éste no se había mostrado muy complacido cuando Mat le había ordenado que fuera a Tar Valon y recopilara información. Mat había pensado que se pondría eufórico, habida cuenta de lo embobado que estaba con las Aes Sedai. Bien, pues, se sentiría aún menos contento cuando descubriera que Juilin iba también; el orondo cuatrero tendía a andar con pies de plomo cuando el husmeador estaba cerca.
Vanin montaba un castrado bayo. Que las Aes Sedai supieran, era un Brazo Rojo veterano y uno de los exploradores de campo de Mat, pero nadie de quien sospechar. Su aspecto no resultaba amenazador, excepto —tal vez— como un peligro para un cuenco de patatas cocidas. Esa característica debía de ser la razón por la que resultaba tan bueno en lo que hacía. Mat no necesitaba conseguir caballos robados, pero el talento de Vanin se podía aplicar en otros campos.
—Bien —dijo Mat, volviéndose hacia las Aes Sedai—. No os entretengo más, pues.
Mat se apartó a un lado y evitó mirar a Joline; la Verde tenía un brillo predatorio en los ojos que le recordaba demasiado a Tylin. Teslyn dijo adiós con la mano y, cosa curiosa, Edesina le dedicó una inclinación respetuosa. Juilin también se despidió de Thom y de él moviendo la mano, y Mat recibió un ligero cabeceo por parte de Leilwin. La mujer masticaba piedras para desayunar y clavos para comer, pero era una persona recta. A lo mejor podría hablar con Tuon para que le restituyera su posición o algo por el estilo.
«No seas idiota» —pensó mientras despedía a Bayle Domon con un gesto de la mano—. Lo primero que tienes que hacer es persuadir a Tuon de que no te haga su da’covale.
Estaba medio convencido de que ella se proponía verlo como su sirviente, ni que fuera su esposo ni que no. Pensar en ello hacía que le sudara el cuello.
Poco después, el grupo se alejaba levantando una nube de polvo en el camino. Thom se acercó a Mat y siguió con la mirada la marcha de los jinetes.
—¿Panecillos dulces? —preguntó, escueto.
—Una tradición entre la gente de Dos Ríos.
—Es la primera vez que oigo hablar de esa tradición.
—Es muy poco conocida.
—Ah, entiendo. ¿Y qué les hiciste a esos panecillos?
—Espolvorearlos con ciertas raíces molidas. Le pondrán la boca azul durante una semana, puede que dos. Además, no compartirá los panecillos dulces con nadie, salvo, tal vez, con sus Guardianes. A Joline la vuelven loca esos dulces. Debe de haberse comido siete u ocho bolsas desde que llegamos a Caemlyn.
—Genial —dijo Thom, que se atusó el bigote—. Aunque infantil.
—Intento volver a mis raíces —respondió Mat—. Ya sabes, recobrar parte de mi juventud perdida.
—¡Pero si apenas tienes veinte años!
—Claro, pero viví de forma muy intensa en mis años mozos. Vamos. La señora Anan se queda y eso me ha dado una idea.
—Necesitáis un afeitado, Matrim Cauthon. —La señora Anan se cruzó de brazos para mirarlo con fijeza.
El se llevó la mano a la cara. Lopin se había encargado de eso siempre, todas las mañanas. Ese hombre se ponía tan mohíno como un perro bajo la lluvia cuando Mat no lo dejaba encargarse de cosas así, aunque en los últimos tiempos Mat se había dejado crecer la barba para evitar ser reconocido. Todavía le picaba como si tuviera roña de una semana.
Había encontrado a Setalle en las tiendas de suministro, donde supervisaba la comida de mediodía. Los soldados de la Compañía estaban en cuclillas picando verduras en trocitos y guisando alubias, con la expresión furtiva de unos hombres a los que se les han impartido instrucciones con firmeza. Setalle no hacía falta allí; los cocineros de la Compañía siempre habían sido capaces de preparar comida sin contar con ella. Pero no había nada que le gustara más a una mujer que encontrar hombres que estuvieran relajados para empezar a darles órdenes. Además, Setalle había sido posadera y —quién lo habría imaginado— Aes Sedai. Mat la encontraba a menudo supervisando cosas que no hacía falta supervisar.
No por primera vez, deseó que Tuon siguiera viajando con él. Por regla general, Setalle se había puesto de parte de Tuon, pero estar con la Hija de las Nueve Lunas la había mantenido muy ocupada. No había nada más peligroso para la salud mental de un hombre que una mujer con mucho tiempo libre.
Setalle todavía vestía al estilo ebudariano, cosa que a Mat le resultaba agradable si se tenía en cuenta la profundidad del escote de los vestidos. Ese tipo de atuendo le iba bien, sobre todo a una mujer tan pechugona como Setalle. Bueno, tampoco es que él se fijara en eso. La mujer llevaba aros dorados en las orejas, tenía hebras grises en el cabello y se conducía con distinción. El Cuchillo de Esponsales enjoyado que llevaba colgado al cuello parecía casi una advertencia por la forma en que quedaba recogido en el canalillo de los senos. Tampoco es que Mat se fijara en eso, desde luego.
—Me estoy dejando crecer la barba a propósito —le respondió—. Quiero que…
—Lleváis la chaqueta sucia —lo interrumpió ella al tiempo que hacía un gesto con la cabeza a un soldado que le llevaba unas cebollas que había pelado. Obedeciendo con mansedumbre, el hombre las echó a una olla, sin mirar a Mat—. Y el pelo hecho un desastre. Parece que hubieseis salido de una reyerta tabernaria y aún no es mediodía.
—Estoy bien. Me asearé después. No os fuisteis con las Aes Sedai.
—Cada paso que diera hacia Tar Valon me alejaría más de donde he de estar. Tengo que avisar a mi esposo. Cuando nos separamos, no me imaginaba que acabaría en Andor, nada menos.
—Es posible que dentro de poco me ponga en contacto aquí con alguien capaz de crear accesos. Y yo…
Mat enmudeció y miró con el ceño fruncido a varios soldados que traían unas cuantas codornices que habían cazado; eran más pequeñas de lo normal, y los soldados parecían avergonzados por la insignificante captura.
Setalle les ordenó desplumar a los animales sin dirigir siquiera una mirada a Mat. Luz, tenía que sacarla del campamento. Las cosas no volverían a la normalidad hasta que todas se hubiesen marchado.
—No me miréis así, lord Mat —dijo la mujer—. Noram fue a la ciudad para ver qué provisiones podía encontrar. Me he fijado en que, cuando el cocinero no anda por aquí para azuzarlos, los hombres tardan una barbaridad en tener preparada la comida. A algunos no nos gusta comer cuando el sol se está poniendo.
—No he dicho nada —se defendió Mat con tranquilidad—. ¿Podríamos hablar un momento?
Setalle vaciló, pero enseguida asintió con la cabeza y se alejó un poco para hacer un aparte con él.
—¿Qué es lo que pasa en realidad? —preguntó en voz baja ella—. Por vuestro aspecto se diría que habéis dormido debajo de un montón de heno.
—De hecho, dormí debajo de una carreta. Y mi tienda está manchada de sangre. Ahora mismo no me apetece mucho ir allí para cambiarme de ropa.
La mirada de la mujer se suavizó.
—Comprendo vuestra pérdida, pero eso no es excusa para andar por ahí como si estuvieseis viviendo en un sucio callejón. Tendréis que contratar a otro criado.
—Nunca he necesitado uno, para empezar —respondió, ceñudo—. Sé cuidar de mí mismo. Veréis, he de pediros un favor. Quiero que cuidéis de Olver durante un tiempo.
—¿Con qué finalidad?
—Esa cosa podría volver. Y podría intentar hacerle daño. Además, dentro de poco he de marcharme con Thom. Supongo que volveré. Debería volver. Pero, si no lo hago, yo… En fin, que preferiría que no se quedara solo.
La mujer lo observó con intensidad.
—No estará solo. Los hombres del campamento parecen sentir mucho afecto por el chico.
—Claro, pero no me gusta lo que le están enseñando. El chico necesita tener mejores ejemplos que esa pandilla.
Por alguna razón, a Setalle pareció hacerle gracia lo que le estaba diciendo.
—Ya he empezado a instruirlo en lenguaje y cultura —le informó la mujer—. Supongo que puedo ocuparme de él durante un tiempo, si es preciso.
—Estupendo. —Mat soltó un suspiro de alivio—. Maravilloso.
A las mujeres las hacía felices tener la oportunidad de educar a un chico cuando era joven; Mat sospechaba que ellas daban por sentado que podían educarlo para que se convirtiera en un hombre si se lo proponían con suficiente empeño.
—Os dejaré algo de dinero, así podréis ir a la ciudad y buscar una posada.
—Ya he ido a la ciudad —contestó Setalle—. Todas las posadas están llenas hasta los topes.
Yo encontraré un sitio para los dos —prometió Mat—. Vos cuidad de Olver. Cuando llegue el momento y tenga a alguien que pueda abrir accesos, haré que os envíen a Illian para que podáis encontrar a vuestro esposo.
Bien, tenemos un trato —aceptó Setalle. Vaciló y miró hacia el norte. Entonces, ¿las… los demás se han ido?
Sí. —¡Y en buena hora!
Ella asintió con la cabeza, con expresión agradecida. A lo mejor el motivo de que hubiera estado dando órdenes a sus hombres para que hicieran la comida no era que le molestara verlos desocupados. A lo mejor había buscado algo en lo que estar ocupada ella.
—Lo siento. Por lo que quiera que os ocurriera —dijo Mat.
—El pasado, pasado está. Y necesito dejarlo atrás. Ni siquiera debí pediros que me enseñaseis el objeto que lleváis. Estas últimas semanas han hecho que pierda el norte.
Mat asintió con la cabeza, se apartó de la mujer y fue a buscar a Olver. Después tendría que ir a cambiarse de chaqueta, sin falta. Y así se abrasara, pero también iba a afeitarse. Los hombres que lo buscaban podrían matarlo de todas formas si querían, puñetas. Un corte de oreja a oreja en la garganta sería mejor que ese condenado picor.
Elayne paseaba por el Jardín del Amanecer. Situado en la terraza del ala este de palacio, ese pequeño jardín había sido siempre uno de los lugares preferidos de su madre. Lo rodeaba un óvalo de cantería blanca, con un muro más grande y curvado en la parte posterior.
Elayne disfrutaba de una panorámica completa de la ciudad que se extendía a sus pies. Años atrás le gustaba más ir a los jardines de abajo, justo porque eran como un retiro. Había sido en esos jardines donde había visto a Rand por primera vez. Se llevó una mano al vientre. Aunque tenía la sensación de estar enorme, su estado de gestación sólo empezaba a ser perceptible. Lo malo es que había tenido que encargar un montón de vestidos nuevos, y encima tendría que volver a hacer lo mismo en los próximos meses. Qué fastidio.
Siguió paseando por el jardín de la terraza. Pensamientos y campánulas blancas florecían en enormes macetones. Las flores no eran ni mucho menos tan grandes como tendrían que haber sido, y ya empezaban a marchitarse. Los jardineros se quejaban de que nada de lo que hacían mejoraba los resultados. Fuera de la ciudad, la hierba y los matojos se morían en ringleras, como a golpe de guadaña, y el mosaico de los campos sembrados tenía un deprimente aspecto pardusco.
«Se acerca», pensó Elayne. Siguió adelante por un camino de mullida hierba, segada y recortada en los bordes. El esfuerzo de los jardineros tenía como premio algunos buenos resultados. La hierba estaba verde casi en su totalidad y el aire olía a las rosas que trepaban por los costados del muro. Éstas tenían puntitos marrones, pero al menos habían florecido.
Un regato cantarín corría por el centro del jardín entre piedras de río colocadas con esmero. Ese arroyuelo sólo corría cuando ella iba al jardín, ya que el agua había que subirla a la cisterna.
Elayne se paró en otro punto desde el que tenía una panorámica de la ciudad. Una reina no podía buscar la soledad, como sí estaba en condiciones de hacer una heredera del trono. Birgitte caminaba a su lado. La mujer cruzó los brazos sobre la pechera roja de la chaqueta, sin quitarle ojo.
—¿Qué? —preguntó Elayne.
—Estás a plena vista —dijo Birgitte—. Cualquiera que se encontrara ahí abajo con un arco y buena puntería podría empujar a la nación a otra guerra de Sucesión.
—No corro peligro, Birgitte —protestó, poniendo los ojos en blanco—. No me pasará nada.
—Oh, bien, mis disculpas —replicó la otra mujer en tono seco—. Los Renegados andan sueltos y están furiosos contigo. Y sin duda, las mujeres del Ajah Negro no estarán muy contentas de que hayas capturado a sus agentes. Ni los diversos nobles a los que has humillado por intentar arrebatarte el trono. Es evidente que no corres peligro, en absoluto. En ese caso, me iré a comer.
—Y harías bien —espetó Elayne—. Porque estoy a salvo. Min tuvo una Visión. Mis bebés nacerán sanos, y Min nunca se equivoca, Birgitte.
—Min dijo que tus bebés serían fuertes y sanos, no que tú estarías bien cuando nacieran.
—¿Y cómo, si no, iban a nacer?
—He visto gente recibir un golpe en la cabeza tan fuerte que jamás volvió a ser la misma persona, muchacha. Algunos viven durante años, pero no pronuncian ni una palabra y hay que alimentarlos con caldos y viven con un orinal debajo. Podrías perder un brazo, incluso los dos, y aun así seguirías en condiciones de parir unos niños sanos. ¿Y qué me dices de la gente que te rodea? ¿No te hace pensar el peligro al que puedes empujarla?
—Lo lamento por Vandene y Sareitha —admitió Elayne—. Y por los hombres que murieron para rescatarme. ¡No te atrevas a insinuar que no me siento responsable por lo que les ocurrió! Pero una reina debe estar preparada para aceptar la carga de permitir que otros mueran por ella. Ya hemos discutido esto, Birgitte, y llegamos a la conclusión de que era imposible que yo supiera que Chesmal y las otras llegarían como hicieron.
La conclusión a la que llegamos fue que no tenía sentido seguir discutiendo —replicó Birgitte, prietos los dientes—. Pero quiero que tengas muy presente que hay muchas cosas que todavía pueden salir mal.
No saldrán mal —insistió Elayne, prendida la vista en la ciudad que se extendía allá abajo—. Mis hijos estarán sanos y a salvo, y eso significa que yo también lo estaré. Tenemos esa garantía hasta que nazcan.
Birgitte soltó un suspiro de exasperación.
Cabezota, necia…
Dejó de rezongar entre dientes cuando una de las mujeres de la Guardia que estaba cerca agitó una mano para llamar su atención. Dos de las Allegadas salieron a la terraza. Elayne les había pedido que fueran a reunirse con ella.
Birgitte se situó al lado de uno de los cerezos bajos, cruzada de brazos. Las dos Allegadas llevaban vestidos sin adornos; Sumeko, de color amarillo, y Alise, de azul. Esta —la más baja de las dos— tenía hebras grises en el cabello castaño y era más débil con el Poder, por lo cual el retardo del envejecimiento no había surtido tanto efecto en ella como en Sumeko.
Sólo hacía falta verlas caminar para darse cuenta de que estaban mucho más seguras de sí mismas. Ninguna otra Allegada había desaparecido ni había sido asesinada; Careane había estado detrás de esas muertes todo el tiempo. Una hermana Negra infiltrada entre ellas. ¡Luz, pensar en ello le ponía a Elayne la piel de gallina!
—Majestad —saludó Alise al tiempo que hacía una reverencia. Hablaba con voz sosegada y suave, con un ligero acento tarabonés.
—Majestad —saludó asimismo Sumeko, que imitó la reverencia de su compañera.
Las dos se mostraban deferentes con ella más de lo que hacían con otras Aes Sedai en la actualidad. En general, Nynaeve había animado a las Allegadas para que le echaran valor en lo tocante a su relación con las Aes Sedai y la Torre Blanca, aunque a Elayne no le había parecido en ningún momento que Alise necesitara ese empujón.
Durante el asedio, Elayne había empezado a reaccionar con desagrado ante la actitud de las Emparentadas, como también se hacían llamar a veces. No obstante, de un tiempo a esta parte le había estado dando vueltas al asunto. Esas mujeres habían sido tremendamente útiles. ¿Hasta dónde llegaría su recién descubierta audacia?
Elayne las saludó a las dos con un ligero gesto de la cabeza y después señaló las tres sillas que se encontraban colocadas a la sombra de las ramas inclinadas de unos cerezos. Las tres se sentaron, con el sinuoso regato discurriendo a su izquierda. Había té con hierbabuena. Las otras dos mujeres tomaron una taza cada una, pero no se les pasó por alto echar a la infusión una generosa cantidad de miel. Últimamente el té tenía un gusto horrible si no se endulzaba.
—¿Cómo están las Allegadas? —preguntó Elayne.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Maldición. Había sido formal en exceso con ellas. Ahora sabían que se preparaba algo.
—Estamos bien, majestad —respondió Alise—. Parece que a la mayoría de las mujeres se les está pasando el miedo. Al menos, es el caso de aquellas que tuvieron el suficiente sentido común para estar asustadas antes. Supongo que las que no lo tenían fueron las que salieron solas y acabaron muertas.
—También ayuda no tener que pasar tanto tiempo usando la Curación —hizo notar Sumeko—. Ya se hacía fatigoso en exceso. Tantos heridos, día tras día —dijo, con un mohín.
Alise estaba hecha de otra pasta. Dio un sorbo de té, sin alterar la placidez del semblante, pero no impávida como una Aes Sedai. Pensativa y afable, aunque reservada. Esta era una ventaja que tenían ellas y de la que carecían las Aes Sedai: no se las vería con tanta desconfianza, ya que no se encontraban vinculadas de forma directa a la Torre Blanca. Claro que tampoco tenían su autoridad.
—Habréis notado que hay algo que tengo que pediros —dijo Elayne, sosteniendo la mirada de Alise.
—¿De veras? —preguntó Sumeko en tono sorprendido. A lo mejor Elayne la había juzgado más sagaz de lo que era.
Alise movió la cabeza en un gesto de asentimiento, con aire digno.
—Nos habéis pedido mucho mientras hemos estado aquí, majestad, aunque no más de lo que creí que estabais en vuestro derecho de pedir. Hasta ahora.
—He intentado daros una buena acogida en Caemlyn, ya que soy consciente de que no podréis regresar nunca a casa, al menos mientras los seanchan gobiernen Ebou Dar.
—Eso es cierto —convino Alise—. Pero mal podemos llamar nuestro hogar a Ebou Dar si sólo era un lugar en el que instalarnos. Más que un hogar, fue una necesidad básica. De todos modos, muchas nos turnábamos en la ciudad, llegábamos o nos marchábamos para evitar llamar la atención.
—¿Habéis pensado dónde os quedaréis ahora?
—Vamos a Tar Valon —se apresuró a contestar Sumeko—. Nynaeve Sedai dijo…
—Estoy convencida de que habrá un sitio allí para algunas de vosotras —la interrumpió Elayne—. Las que deseen hacerse Aes Sedai, porque Egwene estará deseosa de ofrecer una segunda oportunidad a cualquier Allegada que desee hacer otro intento de alcanzar el chal. Pero ¿qué me decís de las demás?
—Hemos hablado sobre este asunto —empezó con mucho tiento Alise, que estrechó los ojos—. Estaremos vinculadas con la Torre, un lugar de retiro para Aes Sedai.
Pero, sin duda, no os mudaréis a Tar Valon. ¿De qué serviría que las Allegadas dispusieran de un lugar al que retirarse de la política Aes Sedai si se hallan tan cerca de la Torre Blanca?
—Habíamos dado por supuesto que nos quedaríamos aquí —repuso Alise.
«A esa misma conclusión había llegado yo» —contestó Elayne con cuidado—. Pero las suposiciones no son bases sólidas, y por ello deseo ofreceros promesas. Después de todo, si os quedaseis en Caemlyn no habría impedimentos para que la corona os apoyara de inmediato.
—¿A cambio de qué? —preguntó Alise.
Sumeko las observaba con la frente arrugada en un gesto de desconcierto.
—De nada gravoso —repuso Elayne—. En realidad, no habría costes. Sólo prestar un favor de vez en cuando, como ya habéis hecho con la corona en el pasado.
Se hizo el silencio en el jardín. Desde abajo, procedentes de la ciudad, llegaban voces apagadas transportadas por el aire; la brisa meció las ramas, que se estremecieron y dejaron caer unas pocas hojas marchitas entre Elayne y las Allegadas.
—Suena peligroso —manifestó Alise, que tomó un sorbo de té—. A buen seguro no sugeriréis que establezcamos una Torre Blanca rival aquí, en Caemlyn.
—En absoluto —se apresuró a negar Elayne—. Yo soy Aes Sedai, después de todo. Y Egwene ha hablado de dejar que las Allegadas sigan igual que antes, siempre y cuando acepten su autoridad.
—No estoy segura de que queramos seguir igual que antes —manifestó Alise—. La Torre Blanca dejó que viviéramos nuestras vidas, aunque supeditadas al terror de ser descubiertas en cualquier momento. Pero, mientras tanto, nos utilizaba. Cuanto más reflexionamos sobre ello, menos… gracia nos hace esa posibilidad.
—Habla por ti, Alise —intervino Sumeko—. Yo me propongo someterme a la prueba y volver a la Torre. Me uniré a las Amarillas, que quede muy claro.
—Quizá, pero a mí no me aceptarán —contestó Alise—. Soy demasiado débil con el Poder. Pero no aceptaré un compromiso a medias que me obligue a adular y a hacer reverencias cada vez que una hermana aparezca y quiera que le lave la ropa. Y tampoco renunciaré a encauzar. Egwene Sedai ha hablado de dejar que las Allegadas sigan como antes; pero, si hacemos eso, ¿podremos trabajar con el Poder Único a las claras, sin andarnos con tapujos?
—Es de suponer que podréis hacerlo —contestó Elayne—. Gran parte de esto fue idea de Egwene. Desde luego, no os iba a enviar Aes Sedai en retiro si fueran a tener prohibido encauzar. No, los días de las mujeres encauzando en secreto fuera de la Torre han quedado atrás. Las Detectoras de Vientos y las Sabias Aiel han demostrado que todo eso ha de cambiar.
—Quizá —dijo Alise—. Pero prestar servicio a la corona de Andor es un asunto diferente por completo.
—Podríamos encontrar la forma de no competir con los intereses de la Torre. Y reconoceríais la autoridad de la Amyrlin. Así pues, ¿qué problema hay? Las Aes Sedai prestan servicios a monarcas a lo largo y ancho del continente.
Alise dio otro sorbo de té antes de contestar:
—Vuestra oferta merece ser tenida en cuenta, pero depende de la naturaleza de los favores que requiriera de nosotras la corona de Andor.
—Sólo os pediré dos cosas —contestó Elayne—. Curar y Viajar. No tendréis que implicaros en nuestros conflictos ni tendréis que tomar parte en la política. Sólo acceder a Curar a mis súbditos enfermos y asignar un grupo de mujeres cada día para crear accesos cuando la corona lo desee.
—Eso sigue pareciéndose muchísimo a vuestra Torre Blanca —argumentó Alise. Sumeko estaba ceñuda.
—No, no. La Torre Blanca significa autoridad, política. Vuestro grupo sería algo por completo diferente. Imaginad un lugar en Caemlyn donde cualquier persona pueda acudir a recibir la Curación de forma gratuita. Imaginad una ciudad libre de enfermedades. Imaginad un mundo donde la comida pueda transportarse de forma instantánea a aquellos que la necesiten.
—Y a una reina que pueda enviar tropas a otro lugar siempre que le haga falta —apuntó Alise—. Cuyos soldados puedan combatir un día y estar sin una herida al siguiente. Una reina que pueda sacar un beneficio económico considerable cobrando a mercaderes por el uso de sus accesos. —Dio otro sorbo de té.
—Sí —admitió Elayne. Aunque no estaba segura de cómo iba a convencer a Egwene para que le permitiera encargarse de esa parte.
—Querremos la mitad —dijo Alise—. La mitad de todo lo que cobréis por Viajar o Curar.
—La Curación será gratuita —replicó Elayne con firmeza—. Para cualquiera que acuda a pedirla, sea cual sea su posición. A la gente se la tratará conforme a la gravedad de sus dolencias, no dependiendo de su rango.
—Podría acceder a eso —dijo Alise.
Sumeko se volvió hacia ella con los ojos abiertos de par en par.
No puedes hablar por nosotras. Tú misma me echaste en cara que el Círculo de Labores de Punto se había disuelto, ahora que hemos abandonado Ebou Dar. Además, según la Regla…
Hablo sólo en mi nombre, Sumeko —la interrumpió Alise—. Y en el de aquellas que quieran unirse a mí. Las Allegadas, tal como las conocíamos, ya no existen. Nos dominaba la necesidad de mantenernos en secreto, pero eso ya ha quedado atrás.
Sumeko guardó silencio.
Tu intención es unirte a las Aes Sedai, amiga mía —añadió Alise, que puso la mano en el brazo de la otra mujer—. Pero a mí no me aceptarán, ni yo quiero estar con ellas. Necesito otra cosa. Y como yo, también la necesitarán otras personas.
—Pero os ataréis a la corona de Andor…
—Nos atamos a la Torre Blanca —puntualizó Alise—. Pero vivimos en Caemlyn. Ambas cosas tienen ventajas. No somos bastante fuertes para valernos por nosotras mismas. Andor es un sitio tan bueno como el mejor. Goza del favor de la Torre Blanca así como del favor del Dragón Renacido. Casi todo está aquí, y nosotras también.
—Podéis reorganizaros —sugirió Elayne, entusiasmada—. La Regla podría rehacerse del todo. Ahora podéis permitir que las Allegadas se casen, si queréis. Creo que eso sería beneficioso.
—¿Por qué? —inquirió Alise.
—Porque las ataría —explicó Elayne—. Y haría que el grupo pareciera menos peligroso para la Torre Blanca. Ayudaría a diferenciaros. Son pocas las mujeres de la Torre que se casan, y es una peculiaridad que haría más atractiva como opción la agrupación de las Allegadas.
Alise asintió con la cabeza, pensativa; Sumeko parecía estar aceptando lo que se hablaba. Elayne lamentó reconocer que no la echaría de menos cuando se fuera. Su intención era empujarlas a reestructurar la forma de elegir a sus cabecillas. Sería mucho más conveniente si tuviera que trabajar con alguien como Alise, en lugar de quienquiera que resultara ser la de más edad entre ellas.
—Todavía me preocupa la Amyrlin —dijo Alise—. Las Aes Sedai no cobran por prestar servicios. ¿Qué dirá cuando nosotras empecemos a hacerlo?
—Yo hablaré con Egwene —repitió Elayne—. Estoy segura de que puedo convencerla de que las Allegadas y Andor no representan una amenaza.
Con suerte. Era una posibilidad para algo increíble entre las Allegadas, una oportunidad para Andor de tener acceso constante y a precio razonable al Viaje. Eso casi equipararía la ventaja de los seanchan.
Habló otro poco más con las dos mujeres para que se dieran cuenta de que les prestaba la debida atención. Por fin las despidió, pero ella siguió en el jardín, de pie entre dos grandes macetones que tenían jacintos de los bosques, con los ramilletes —de capullos diminutos en forma de jarrón— inclinados y meciéndose con la brisa. Procuró no mirar el macetero que había al lado, que estaba vacío. Los jacintos del bosque que habían florecido allí tenían un color rojo sangre y, de hecho, habían sangrado un líquido rojo cuando los cortaron. Los jardineros los habían arrancado.
Los seanchan acabarían yendo contra Andor. Para entonces, era probable que los ejércitos de Rand estuvieran debilitados y destrozados por los combates, y su líder tal vez muerto. De nuevo sintió como si le estrujaran el corazón al tomar en consideración tal posibilidad, pero no podía cerrar los ojos a la verdad.
Andor sería un premio de primera para los seanchan. Las minas y las ricas tierras de su reino los tentarían, al igual que la proximidad a Tar Valon. Aparte de eso, Elayne sospechaba que los que proclamaban ser descendientes de Artur Hawkwing jamás estarían satisfechos hasta tener todo lo que antaño había pertenecido a su antecesor.
Elayne contempló la capital de su reino. Su nación. Repleta de quienes confiaban en que ella los protegería y los defendería. Muchos de los que la habían apoyado en su reclamación al trono tenían poca fe en ella. Pero era su mejor opción, su única opción. Les demostraría lo acertado de su elección.
Contar con las Allegadas sería un paso. Antes o después, los seanchan estarían en condiciones de utilizar el Viaje. Lo único que necesitaban era capturar a una mujer que supiera el tejido, y enseguida todas las damane con la fuerza requerida serían capaces de crear los portales. Elayne también necesitaba tener acceso a ellos.
Sin embargo, lo que no tenía era encauzadoras para la batalla. Sabía que no podía pedirles tal cosa a las Allegadas. Jamás accederían a ello, como tampoco Egwene. Ni ella misma. Forzar a una mujer a usar el Poder como arma la pondría a la misma altura que los seanchan.
Por desgracia, Elayne sabía de sobra la terrible destrucción que las mujeres que usaban así el Poder eran capaces de causar. Había permanecido atada en una carreta mientras Birgitte dirigía el ataque contra las Negras que la habían secuestrado en Caemlyn, pero había visto las secuelas. Cientos de muertos, centenares más de heridos, docenas abrasados. Cadáveres retorcidos, humeantes.
Necesitaba algo que le diera una posición de ventaja sobre los seanchan. Algo que compensara la superioridad que les daban sus encauzadoras en combate. Lo único que se le ocurría era la Torre Negra. Se encontraba en suelo andoreño. Les había dicho que los consideraba parte de su reino, pero hasta el momento no había ido más allá de enviar grupos de reconocimiento.
¿Qué pasaría con esos hombres si Rand moría? ¿Debería reclamarlos como sus subordinados? ¿Correría el riesgo de que lo hiciera otra persona antes, si demoraba su decisión?