Perrin se encontraba sentado en un tocón, solo, con los ojos cerrados y la cara alzada hacia el oscuro cielo. El campamento estaba instalado, el acceso cerrado y los informes repasados. Por fin, Perrin tenía tiempo para descansar.
Y eso era peligroso. Descansar le daba la posibilidad de pensar, pensar le traía recuerdos y los recuerdos, dolor.
Captaba el olor del mundo en el aire. Capas de efluvios que se entremezclaban entre sí; por ejemplo, los del campamento que se levantaba a su alrededor: gente sudorosa, especias para la comida, jabones para la limpieza, heces de caballo, emociones. O los de las colinas que los rodeaban: agujas de pino secas, cieno junto un arroyo, el cadáver de un animal muerto. O los del mundo más allá: las motas del polvo de una lejana calzada, un rodal de espliego que, de alguna manera, sobrevivía en un mundo moribundo.
No había polen. No había lobos. Ambas ausencias constituían un terrible presagio para Perrin.
Se sentía físicamente enfermo, con ganas de vomitar, como si tuviera el estómago repleto del agua lodosa de un pantano, de musgo putrefacto y de pedazos de escarabajos muertos. Quería gritar. Quería encontrar a Verdugo y matarlo, golpearle la cara con los puños hasta que la tuviera cubierta de sangre por completo.
Pisadas; alguien se acercaba. Faile.
—Perrin —lo llamó—. ¿Quieres que hablemos?
Perrin abrió los ojos. Debería estar llorando, gritando. Sin embargo, se sentía tan frío… Frío y furioso, dos cosas que no iban parejas en su carácter.
Los faldones de su tienda —levantada no muy lejos de allí— se agitaron con el viento. Gaul se hallaba recostado en un ejemplar joven de cedro, a corta distancia. Se oía un suave repiqueteo en la noche, a lo lejos; el del martillo de un herrador que trabajaba hasta tarde.
—Fracasé, Faile —susurró Perrin.
—Te hiciste con el ter’angreal —le respondió ella al tiempo que se arrodillaba a su lado—. Salvaste a la gente.
—Y, aun así, Verdugo nos venció —contestó Perrin con amargura—. Una manada de cinco… El esfuerzo en conjunto de cinco de nosotros y no fue suficiente para enfrentarnos a él.
Perrin se había sentido de la misma manera cuando se enteró de que su familia había muerto a manos de los trollocs. ¿Cuántos más iba a arrebatarle la Sombra antes de que esto terminara? Saltador debería haber estado a salvo en el Sueño del Lobo.
Cachorro estúpido, cachorro estúpido.
¿En verdad habría sido una trampa para su ejército? El propósito del clavo de sueños de Verdugo podría haber sido otro diferente por completo. Una mera coincidencia.
No hay coincidencias con los ta’veren…
Necesitaba encontrar algo que hacer con su ira y su dolor. Se puso de pie, dio media vuelta y se asombró del número de lumbres que aún brillaban en el campamento. Un grupo de personas esperaba cerca, aunque se hallaba lo bastante lejos para no haber reconocido a cada uno por su efluvio. Alliandre vestía un atuendo dorado, en tanto que Berelain iba de azul. Las dos estaban sentadas en unos taburetes junto a una pequeña mesa de viaje de madera, sobre la que había un farol. Elyas se había sentado en una roca que había al lado y se dedicaba a afilar su cuchillo. Una docena de hombres de Dos Ríos —entre ellos Wil al’Seen, Jon Ayellan y Grayor Frenn— se apiñaban alrededor de una lumbre sin quitarle ojo a Perrin. Incluso Arganda y Gallenne se encontraban ahí y conversaban en voz baja.
—Deberían estar descansando —rezongó Perrin.
—Están preocupados por ti —dijo Faile. Ella también olía a preocupación—. Asimismo les preocupa que los mandes de vuelta, ahora que los accesos vuelven a funcionar.
—Necios —susurró Perrin—. Necios por seguirme. Por no esconderse.
—¿De verdad es eso lo que quieres que hagan? —preguntó Faile enfadada—. ¿Que se escondan en algún lugar mientras se lucha la Última Batalla? ¿No fuiste tú quien dijo que todos los hombres iban a hacer falta?
Ella estaba en lo cierto. Se iba a necesitar a todos los hombres. Se dio cuenta de que, en parte, su frustración se debía a que no sabía de qué había escapado. Había huido, sí, pero ¿de qué? ¿Por qué había muerto Saltador? No saber cuál era el plan del enemigo hacía que se sintiera ciego.
Se alejó del tocón y se dirigió hacia donde Arganda y Gallenne charlaban.
—Traedme el mapa —ordenó—. El de la calzada de Jehannah.
Arganda llamó a Hirshanin y le dijo dónde ir a buscarlo. Acto seguido, Hirshanin se alejó corriendo. Perrin echó a andar por el campamento en dirección al herrador que seguía trabajando, al golpeteo de metal contra metal. Era como si el sonido lo atrajera hacia sí. Los olores se arremolinaban a su alrededor mientras el cielo seguía retumbando en lo alto.
Los demás lo siguieron. Faile, Berelain y Alliandre, los hombres de Dos Ríos, Elyas, Gaul. El grupo creció al unirse a ellos otros hombres de Dos Ríos. Nadie hablaba. Perrin no les prestó la menor atención hasta que llegó junto a Aemin, que trabajaba en un yunque al lado de una de las fraguas tiradas por caballos que había en el campamento. El fuego ardía con una luz rojiza.
Hirshanin, con el mapa, los alcanzó al tiempo que llegaban. Perrin lo desenrolló y lo sujetó frente a él. Aemin dejó de trabajar; el herrero olía a curiosidad.
—Arganda, Gallenne —llamó Perrin—. Decidme, si tuvierais que tender una emboscada a una fuerza numerosa que avanzara hacia Lugard por esta calzada, ¿cuál sería el mejor lugar?
—Aquí —respondió sin dudar Arganda, que señaló un lugar a varias horas de distancia de donde habían estado acampados—. Fijaos, la calzada se desvía para seguir el lecho seco de un antiguo río. Cualquier ejército que pasara por ahí, estaría expuesto a una emboscada. Se lo podría atacar desde las alturas de los cerros, aquí y aquí.
—Así es —convino Gallenne, que asintió con la cabeza—. Se considera un lugar excelente para que acampe un ejército, en la base de la colina, ahí, donde tuerce la calzada. Sin embargo, si alguien ocupa esas posiciones altas con intención de haceros daño, es probable que no despertaseis por la mañana.
Arganda asintió a su vez con otro cabeceo.
El antiguo lecho del río se había convertido en un camino, amplio y llano, que discurría hacia el sur y el oeste. Los altos de los cerros al norte de la calzada eran llanos, un terreno apropiado para desplegar un ejército.
—¿Qué es esto? —preguntó Perrin mientras señalaba con el dedo unas marcas al sur de la calzada.
—Antiguas ruinas sin importancia —respondió Arganda—. Están tan degradadas por la erosión que no proporcionarían cobertura. En realidad, no son más que unos pedruscos cubiertos de musgo.
Perrin asintió. Algo empezaba a encajarle en la cabeza.
—¿Grady y Neald duermen? —preguntó.
—No —respondió Berelain—. Dijeron que querían estar despiertos, por si acaso. Creo que vuestro estado de ánimo los ha intranquilizado.
—Haced que vengan —dijo Perrin sin dirigirse a nadie en particular—. Uno de ellos tiene que ir a observar el ejército de los Capas Blancas. Recuerdo que alguien me dijo que habían levantado el campamento.
Perrin no esperó a ver si seguían su orden o no; se encaminó hacia la fragua y le puso la mano en el hombro al herrero.
—Ve a dormir, Aemin. Necesito trabajar un rato. Herraduras, ¿verdad?
El hombre asintió en silencio, con gesto de perplejidad. Perrin se puso el delantal y los guantes de herrero, y Aemin se marchó. Perrin sacó su propio martillo, el que le habían dado en Tear. Un objeto que se había usado para matar, pero que hacía mucho tiempo que no se utilizaba para crear.
El martillo podía ser un arma o una herramienta. Perrin tenía la capacidad de escoger, al igual que la tenían todos los que lo seguían. Saltador pudo escoger, y el lobo hizo su elección y arriesgó en defensa de la Luz más de lo que ningún humano entendería jamás. A excepción de Perrin.
Perrin utilizó las tenazas para sacar de las ascuas un trozo pequeño de metal y lo puso en el yunque. Levantó el brazo y empezó a golpearlo con el martillo.
Había pasado mucho tiempo desde que había estado trabajando en una forja. De hecho, el último trabajo sustancial que recordaba haber realizado fue en Tear, en aquel tranquilo día, cuando dejó a un lado sus responsabilidades durante un rato y trabajó en aquella fragua.
Hay mucho de lobo en ti, esposo mío, le había dicho Faile, refiriéndose a lo centrado que estaba en lo que hacía. Eso era un rasgo de los lobos; sabían el pasado y el futuro y, sin embargo, mantenían la atención centrada en la caza. ¿Sería él capaz de hacer lo mismo? ¿Se permitiría dejar que el lobo lo reemplazara cuando fuera necesario y, aun así, mantener el equilibrio en otras partes de su vida?
El trabajo, el golpeteo rítmico del martillo en el metal, empezó a absorberlo. Fue aplanando el trozo de hierro, que volvía a meter en las ascuas de vez en cuando para sacar otro, trabajando así en varias herraduras a la vez. Cerca tenía las medidas de los tamaños que hacían falta. Poco a poco, fue curvando el metal contra el borde del yunque, dándole forma. Los brazos empezaron a sudarle y el rostro se le puso caliente con el fuego y el trabajo.
Neald y Grady llegaron, junto con las Sabias y Masuri. Mientras trabajaba, Perrin advirtió que mandaban a Sulin a través de un acceso para que vigilara los movimientos de los Capas Blancas. Poco después volvía Sulin, pero retrasó darle el informe puesto que él estaba ocupado con su trabajo.
Perrin levantó una herradura y después frunció el entrecejo. Esto no era un trabajo lo bastante difícil. Relajante, sí, pero ese día deseaba hacer algo que fuera un reto mayor. Sentía la necesidad de crear algo que sirviera para contrarrestar la destrucción que había visto en el mundo; una destrucción a la que él había contribuido. Había varios trozos de acero en bruto apilados junto a la forja, un material más fino que el que se utilizaba para las herraduras. A buen seguro estaba allí para forjar espadas para los antiguos refugiados.
Perrin recogió varios de esos trozos de acero y los metió en las ascuas. Esta forja no era tan buena como aquellas en las que estaba acostumbrado a trabajar; a pesar de contar con fuelles y tres barriles para templar, el viento enfriaba el metal y las ascuas no se ponían tan calientes como le habría gustado. Observó el conjunto con insatisfacción.
—Podría ayudaros con eso, lord Perrin —dijo a su lado Neald—. A calentar el metal, si queréis.
Perrin lo miró y luego asintió con un cabeceo. Sacó un trozo de acero, sosteniéndolo con las tenazas.
—Lo quiero de un bonito color amarillo anaranjado. Pero no tan caliente que se ponga al rojo blanco, ojo.
Neald hizo un gesto de asentimiento, y Perrin apoyó la barra de acero en el yunque, asió el martillo y empezó de nuevo a golpear. Neald siguió a su lado, concentrado.
Perrin se sumergió en el trabajo, olvidándose de todo cuanto lo rodeaba. Forjar el acero. Todo lo demás se desvaneció. El golpeteo rítmico del martillo en el metal, como el latido de su corazón. Ese metal rielando con un brillo trémulo, cálido y peligroso. Con ese enfoque, llegó la lucidez. El mundo se resquebrajaba un poco más cada día. Necesitaba ayuda, ahora mismo. Cuando algo se rompía, uno no podía unirlo de nuevo.
—Neald —oyó la voz de Grady, que tenía un tono urgente, pero distante para Perrin—. Neald, ¿qué haces?
—No lo sé. Pero me da una buena sensación —le contestó Neald—. La de hacer algo correcto.
Perrin siguió golpeando más y más fuerte. Dobló el metal, aplanó las piezas unas contra otras. Era maravilloso la forma en que el Asha’man lo mantenía exactamente a la temperatura correcta. Eso liberó a Perrin de la necesidad de depender sólo de unos pocos instantes de temperatura perfecta entre caldeos.
El metal parecía fluir, casi como si cobrara forma por voluntad propia. ¿Qué estaba creando? Sacó otros dos trozos del fuego y empezó a alternar el trabajo con los tres. El primero —y más grande— lo dobló sobre sí mismo, moldeándolo, utilizando el proceso conocido como compactación con el que iba incrementando el contorno. Lo transformó en una gran bola y después añadió más acero hasta que alcanzó un tamaño casi tan grande como una cabeza humana. Extrajo el segundo trozo, haciéndolo largo y fino, y después lo enrolló en una barra delgada. El último, la pieza más pequeña, lo aplanó.
Inhalaba y exhalaba como si los pulmones fuesen un fuelle. El sudor era como las aguas del temple. Los brazos, como el yunque. Él era la forja.
—Sabias, necesito un círculo —pidió Neald en tono urgente—. Ya. ¡No discutáis! ¡Lo necesito!
Con los golpes de Perrin empezaron a volar chispas en el aire. Con cada martillazo, las rociadas se hacían más grandes. Perrin sintió que algo de sí mismo se filtraba al acero, como si cada golpe instilara en el metal su propia fuerza, sus sentimientos. Preocupaciones y esperanzas fluyeron desde él al interior de las tres piezas aún sin elaborar.
El mundo se moría. No podía salvarlo. Eso era trabajo de Rand. Él sólo quería volver a su vida sencilla, ¿verdad?
No, no. Él quería a Faile, quería la complejidad. Quería la vida. No podía esconderse, como tampoco podían esconderse quienes lo seguían.
No quería su lealtad, pero la tenía. ¿Cómo se sentiría si cualquier otra persona se pusiera al mando y después los condujera a la muerte?
Golpe tras golpe. Rociadas de chispas. Demasiadas, como si estuviera golpeando contra un cubo de líquido fundido. Las chispas saltaban en el aire, estallaban desde su martillo, volaban tan alto como las copas de los árboles y se esparcían en un radio de decenas de pasos. Los que observaban se echaron hacia atrás, todos excepto el Asha’man y las Sabias, que se habían agrupado alrededor de Neald.
«No quiero dirigirlos —pensó—. Pero, si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Si los abandono y caen, será culpa mía».
Perrin vio entonces lo que estaba creando, lo que había intentado crear desde el principio. Trabajó el pedazo más grande dándole forma de ladrillo. La pieza larga se convirtió en una barra del grosor de tres dedos. La pieza plana pasó a ser una abrazadera de tope, una pieza de metal para rodear la cabeza y unirla al mango.
Un martillo. Estaba creando un martillo. Y éstas eran las partes.
Ahora lo entendía. Se volcó en su tarea. Golpe tras golpe. Qué fuerte sonaban. Cada uno de ellos parecía sacudir el suelo a su alrededor, haciendo que las tiendas traquetearan. Perrin se sentía exultante. Sabía lo que estaba haciendo. Por fin sabía lo que estaba haciendo.
No había pedido ser un cabecilla, pero ¿eso lo eximía de responsabilidad? La gente lo necesitaba. El mundo lo necesitaba. Y, con una comprensión que se enfrió en su interior como roca fundida que adopta una forma, se dio cuenta de que deseaba liderar.
Si tenía que haber un señor para esas personas, quería serlo él. Porque encargarse de ello uno mismo era la única forma de estar seguro de que se hacía bien.
Utilizó el cincel y el horadador para hacer un agujero por el centro de la cabeza del martillo; después asió el mango y, alzándolo a la altura de su cabeza, lo insertó de un golpe en su sitio. Tomó la abrazadera y colocó el martillo encima, tras lo cual le dio forma. Un poco antes, ese proceso se había cebado en su ira, pero ahora parecía sacar a la luz su resolución, su determinación.
El metal era algo vivo. Todos los herreros lo sabían. Una vez que uno lo calentaba, mientras lo trabajaba, el metal tenía vida. Tomó su martillo y el cincel y empezó a configurar contornos, surcos, modificaciones. Saltaban las chispas, el golpeteo del martillo sonaba más fuerte, como un repique de campanas. Usó el cincel en un pequeño trozo de acero para crear un cuño con una figura y después lo colocó en la parte superior del martillo.
Con un bramido, levantó el viejo martillo una última vez por encima de la cabeza y golpeó en el nuevo, troquelando así el adorno en el costado de la cabeza del martillo nuevo: un lobo dando un salto.
Perrin bajó las herramientas. En el yunque —todavía refulgente con un calor interno— yacía un martillo bellísimo. Un trabajo que excedía cualquiera de las cosas que había creado en toda su vida o que hubiera creído ser capaz de crear. Tenía una cabeza gruesa, poderosa, como la de un mazo o una marra, pero con la mocheta cuadrangular y la peña achatada, rectangular y deprimida. La herramienta de un herrero. Medía cuatro pies de largo, puede que más, un tamaño enorme para un martillo de ese tipo.
El mango era todo de acero, algo que él nunca había visto en un martillo. Perrin lo levantó; podía hacerlo con una mano, pero por muy poco. Era pesado. Sólido.
La decoración consistía en un dibujo de cuadrículas, con un lobo en pleno salto troquelado en una de las caras laterales. Parecía Saltador. Perrin lo tocó con el pulgar encallecido, y el material se apagó. Todavía estaba caliente al tacto, pero no lo quemó.
Se dio la vuelta para echar una ojeada y se quedó sorprendido por la cantidad de gente que lo observaba, una multitud. Los hombres de Dos Ríos se hallaban delante, con Jori Congar, Azi al’Thone y Wil al’Seen a la cabeza de unos centenares más. Ghealdanos, cairhieninos, andoreños, mayenienses… En silencio, atentos, mirándolo de hito en hito. El suelo alrededor de Perrin estaba ennegrecido por las chispas que habían caído; goterones de metal plateado se esparcían como un sol rutilante, irradiando hacia afuera a partir de donde se encontraba él.
Neald cayó de rodillas, jadeante, con la cara cubierta de sudor. Grady y las mujeres se sentaron con aspecto de estar exhaustos. Las seis Sabias al completo habían participado en el círculo. ¿Qué habían hecho?
Él también se sentía extenuado, como si toda su fuerza y todas sus emociones se hubieran fundido en el corazón del metal. Pero no podía descansar.
—Wil, hace unas semanas te di la orden de que quemaras los estandartes de la cabeza de lobo. ¿Obedeciste? ¿Los quemaste todos?
Wil al’Seen lo miró a los ojos y después bajó la vista, avergonzado.
—Lord Perrin, lo intenté, pero… Luz, no fui capaz de hacerlo. Guardé uno. El que ayudé a coser.
—Ve por él, Wil —ordenó Perrin con una voz que sonaba acerada.
Wil echó a correr; olía a asustado. Regresó enseguida con una tela doblada, blanca, con el borde en rojo. Perrin la cogió y la sostuvo en una mano, con reverencia, y en la otra, el martillo. Miró a la multitud. Faile se encontraba allí; tenía las manos enlazadas ante sí y olía a esperanza. Ella veía dentro de él. Lo sabía.
—He procurado mandaros de vuelta a casa —anunció a la multitud—. Pero no quisisteis marcharos. Tengo defectos y vosotros debéis de saberlo. Si vamos a la guerra, me será imposible protegeros a todos. Cometeré errores.
Recorrió con la vista la multitud y miró a los ojos a quienes se encontraban allí. Todos ellos, cada hombre y cada mujer a quienes miró, asintieron en silencio. Ni remordimientos ni pesadumbres ni vacilaciones. Sólo asintieron. Perrin hizo una profunda inhalación.
—Si es lo que deseáis, aceptaré vuestro juramento de lealtad. Os lideraré.
Prorrumpieron en vítores. Fue un enorme rugido de excitación y enardecimiento.
—¡Ojos Dorados! ¡Ojos Dorados el lobo! ¡La Última Batalla! ¡Tai’shar Manetheren!
—¡Wil! —gritó Perrin, que levantó el estandarte—. Iza esta enseña bien alto. Y no la arríes hasta que la Última Batalla se haya ganado. Marcharé bajo la insignia del lobo. Todos los demás, despertad al campamento, que todos los soldados se preparen para la lucha. ¡Esta noche tenemos otra tarea!
El joven tomó la bandera y la desdobló, ayudado por Jori y Azi, de forma que no rozara el suelo. Después la alzaron en alto y corrieron a buscar el asta. El grupo se deshizo, los hombres corrieron en una u otra dirección mientras emplazaban a todos a voces.
Perrin tomó a Faile de la mano cuando su mujer se acercó a él. Olía a satisfacción.
—Entonces, ¿problema resuelto? —preguntó ella.
—Se acabaron las protestas —prometió Perrin—. No me gusta, pero tampoco me gusta matar. Haré lo que tenga que hacerse.
Bajó la vista al yunque, ennegrecido por su trabajo de forja. Encima descansaba el antiguo martillo, ahora desgastado y mellado. Le apenaba dejarlo, pero había tomado una decisión.
—¿Qué fue lo que hiciste, Neald? —le preguntó al Asha’man.
El hombre todavía estaba pálido y se incorporó a trompicones. Perrin levantó el martillo nuevo para mostrarle el magnífico trabajo.
—No lo sé, milord. Simplemente… En fin, fue como dije. Percibía una buena sensación, algo que era correcto. Vi lo que tenía que hacer, cómo poner los tejidos dentro del propio metal. Un metal que parecía atraerlos hacia sí, como un océano asimilando el agua de un río.
Enrojeció, como si le pareciera un modo estúpido de expresarse.
—Parece apropiado —dijo Perrin—. Hay que darle un nombre a este martillo. ¿Tienes conocimientos de la Antigua Lengua?
—No, milord.
Perrin contempló el lobo acuñado en una de las caras.
—¿Alguien sabe cómo se dice el que remonta el vuelo?
—Yo… Yo no…
—Mah’alleinir —dijo Berelain, que salió de la posición desde la que había estado observando para adelantar un paso.
—Mah’alleinir— repitió Perrin—. Suena bien. Sulin, ¿qué hay de los Capas Blancas?
—Han acampado, Perrin Aybara —respondió la Doncella.
—Muéstramelo. —Indicó el mapa de Arganda.
Sulin señaló el lugar. Era un terreno en la falda de una colina, y más allá de la cara norte se alzaban unos cerros. La calzada discurría desde el noreste y rodeaba los cerros por el sur siguiendo el antiguo lecho fluvial, para después girar hacia el sur al llegar junto al campamento instalado al pie de la colina. Desde ahí, la calzada llevaba a Lugard. Era un lugar perfecto para acampar, ya que estaba resguardado del viento por dos lados. Pero también era el sitio perfecto para una emboscada. El mismo que habían señalado Arganda y Gallenne.
Estudió la calzada y el campamento sin dejar de pensar en lo que había ocurrido en las últimas semanas.
Nos encontramos con viajeros… Dijeron que, hacia el norte, el barrizal era casi completamente infranqueable con carros y carretas…
Un rebaño de ovejas, corriendo delante de la manada hacia las fauces de una bestia. Faile y los otros dirigiéndose hacia un precipicio. ¡Luz!
—Grady, Neald —llamó Perrin—, necesito otro acceso. ¿Estáis en condiciones?
—Eso creo —respondió Neald—. Dadnos unos minutos para recuperar el aliento.
—Muy bien. Abridlo ahí —dijo Perrin señalando el terreno elevado por encima del campamento de los Capas Blancas—. ¡Gaul! —Como siempre, el Aiel andaba cerca. Llegó en un par de zancadas—. Quiero que hables con Dannil, Arganda y Gallenne. Quiero que todo el ejército cruce el acceso lo más rápido posible, pero sin hacer ruido. Nos moveremos con tanto sigilo como sea capaz de hacerlo un ejército de este tamaño.
Gaul asintió y se alejó corriendo. Gallenne seguía por las inmediaciones; fue el primero con el que habló Gaul.
Faile observaba a Perrin; olía a curiosidad y un poco a inquietud.
—¿Qué te traes entre manos, esposo?
—Ya es hora de que me ponga al mando —respondió Perrin.
Miró su antiguo martillo y tocó el mango con los dedos una última vez. Después, se cargó Mah’alleinir al hombro y se alejó pisando las gotas de acero endurecido que crujían bajo sus pies.
La herramienta que acababa de abandonar era el martillo de un simple herrero. Ese otro hombre siempre sería parte de él, pero ya no podía permitirse que mandara él.
A partir de ese momento, llevaría el martillo de un líder. Un martillo digno de un rey.
Faile pasó los dedos por el yunque mientras Perrin se alejaba sin dejar de dar órdenes para la preparación del ejército.
¿Se habría dado cuenta del aspecto que tenía en medio de esa lluvia de chispas, con cada golpe de martillo haciendo que el acero que tenía ante sí palpitase y llamease lleno de vida? Los ojos dorados le habían brillado con tanta intensidad como el acero, y cada golpe de martillo había sido casi ensordecedor.
—Hacía siglos que este mundo no era testigo de la creación de un arma forjada con el Poder —dijo Berelain.
Casi todos los demás se habían ido para cumplir las órdenes de Perrin. Sólo quedaban ellas dos y Gallenne, que se acariciaba el mentón mientras estudiaba el mapa.
—Es un Talento poderoso el que el joven acaba de desplegar —siguió la Principal—. Y será muy útil. El ejército de Perrin contará con cuchillas forjadas con el Poder, que las reforzará.
—Es un proceso que parece agotador —respondió Faile—. Incluso si Neald fuera capaz de repetir lo que hizo, dudo que tengamos tiempo de forjar muchas armas.
—Cada ventaja, por pequeña que sea, cuenta —contestó Berelain — El ejército que ha forjado vuestro esposo es algo increíble. Su naturaleza ta’veren está de por medio. Perrin reúne hombres, y esos hombres aprenden con una velocidad y una pericia increíbles.
—Quizá —dijo Faile mientras caminaba despacio alrededor del yunque sin dejar de mirar a Berelain quien, a su vez, hacía lo mismo por el lado opuesto. ¿A qué jugaba ahora la Principal?
—Entonces, debemos hablar con él —le dijo Berelain—. Convencerlo de que no siga adelante con la decisión que ha tomado.
—¿Qué decisión? —preguntó Faile, con sincero desconcierto.
Berelain se detuvo. Algo hacía que los ojos le brillaran. Parecía estar tensa.
«Está preocupada. Muy preocupada por algo», pensó Faile.
—Lord Perrin no debe atacar a los Capas Blancas —dijo Berelain—. Por favor, debéis ayudarme a persuadirlo.
—No va a atacarlos —respondió Faile. Estaba bastante segura de ello.
—Les va a tender una emboscada perfecta —replicó Berelain—. Los Asha’man para encauzar el Poder Único, los arqueros de Dos Ríos para disparar desde la cima al campamento de los Hijos y la caballería para cabalgar ladera abajo y barrerlos después. —Berelain vaciló antes de añadir con aire afligido:
Les ha tendido una trampa. Les dijo que si Damodred y él sobrevivían a la Última Batalla, se sometería a su fallo. Pero Perrin va a asegurarse de que los Capas Blancas no lleguen a la Última Batalla. De esa manera no quebrantará su juramento, pero también evitará entregarse.
—Nunca haría eso, Berelain —afirmó Faile mientras negaba con la cabeza.
—¿Estáis segura? ¿Completamente segura?
Faile titubeó. Perrin había cambiado de un tiempo a esta parte. La mayoría de esos cambios habían sido para bien, como la decisión de aceptar el liderazgo por fin. Y la emboscada de la que hablaba Berelain tenía sentido. Perfecta y sin piedad.
Pero no era honorable. Era ruin. Perrin no lo haría, a pesar de lo mucho que hubiera cambiado. Faile estaba segura de ello.
—Sí, lo estoy —respondió—. Prometer tal cosa a Galad Damodred para luego masacrar a los Capas Blancas de esa manera… Eso le rompería el corazón a Perrin. Él no es así. Eso no va a pasar.
—Espero que estéis en lo cierto —contestó Berelain—. Albergué la esperanza de poder llegar a algún tipo de acuerdo con su capitán general antes de marcharnos…
¡Por la Luz, un Capa Blanca! ¿No podría haber escogido a cualquier noble del campamento en el que volcar sus atenciones? ¿Uno que no estuviera casado? Sin darse cuenta, las siguientes palabras salieron de la boca de Faile:
—No se os da bien escoger a los hombres, ¿verdad, Berelain?
La Principal se volvió hacia ella con los ojos desorbitados, ya fuera por la conmoción o por la ira.
—¿Acaso Perrin fue una mala elección?
—Un mal partido para vos —respondió Faile, que resopló con desdén—. Lo habéis demostrado esta noche con lo que pensáis que es capaz de hacer.
—Que no fuera un buen partido para mí es irrelevante. Me fue prometido.
—¿Por quién?
—Por el Dragón Renacido —contestó Berelain.
—¿Cómo?
—Me presenté ante el Dragón Renacido en la Ciudadela de Tear —explicó la Principal—. Pero él no quiso tener nada conmigo. Incluso se enfadó con mis insinuaciones. Entonces me di cuenta de que el Dragón Renacido tenía la intención de casarse con una mujer de más alta cuna, probablemente Elayne Trakand. Tiene lógica. No puede tomar todos los reinos con la espada. Algunos tendrían que doblegarse a través de alianzas. Andor es un país muy poderoso y está gobernado por una mujer. Controlarlo a través de un matrimonio tendría sus ventajas.
—Perrin me ha comentado que Rand no piensa así, Berelain —dijo Faile—. No es tan calculador. Por lo que sé de él, yo también pienso que el Dragón Renacido es como dice Perrin.
—Y también decís lo mismo de vuestro esposo. ¿Queréis hacerme creer que son así de simples, sin una pizca de inteligencia?
—Yo no dije eso.
—Pero usáis las mismas afirmaciones de siempre. Qué aburrimiento. Bien, pues, me di cuenta de lo que el lord Dragón insinuaba, así que dirigí mis atenciones hacia uno de sus colaboradores allegados. Tal vez él no me lo prometiera. He escogido mal mis palabras. Pero supe que se sentiría satisfecho de que me uniera a uno de sus amigos y aliados más cercanos. De hecho, presumo que era lo que quería que hiciera. Después de todo, fue el lord Dragón quien nos eligió a Perrin y a mí para esta misión. No obstante, no podía decir abiertamente lo que deseaba, para no ofender a Perrin.
Faile vaciló. Por una parte, lo que decía Berelain era una estupidez supina; pero, por otra, ella era capaz de comprender lo que la mujer podía haber entendido. O quizá, lo que había querido entender. Para Berelain, entrometerse entre un marido y su esposa no era nada inmoral. No era más que una maniobra política. Y, por lógica, probablemente a Rand le tendría que haber interesado vincularse con algunas naciones a través de los matrimonios de las personas más cercanas a él.
Sin embargo, tal visión no cambiaba el hecho de que ni él ni Perrin enfocaban de esa manera los asuntos del corazón.
—He renunciado a Perrin —continuó Berelain—. Me reafirmo en lo que os prometí. Pero eso me deja en una posición difícil. Llevo tiempo pensando que la única esperanza de que Mayene mantenga su independencia en los años venideros es estar ligada de algún modo al Dragón Renacido.
—Un matrimonio se basa en más cosas que las ventajas políticas que se puedan sacar de él.
—Aun así, esas ventajas son tan claras que no deben desdeñarse.
—¿Un Capa Blanca?
—Es el hermanastro de la Reina de Andor —respondió Berelain; un leve rubor tiñó las mejillas de la mujer—. Si en verdad el Dragón Renacido tiene intención de casarse con Elayne Trakand, eso me proporcionaría un vínculo con él.
Pero había algo más, y Faile lo notaba por la manera en que Berelain actuaba, en cómo le cambiaba la cara cuando hablaba de Galad Damodred. Pero si la Principal quería racionalizarlo bajo un prisma de motivación política, ella no era quién para disuadirla, siempre y cuando sirviera de ayuda para que dejara de interesarle Perrin.
—He hecho lo que me pedisteis —siguió Berelain—. Ahora os pido vuestra ayuda. Si se viera que tiene intención de atacar a los Capas Blancas, por favor, ayudadme a intentar disuadirlo. Juntas, quizá, podríamos conseguirlo.
—De acuerdo —accedió Faile.
Perrin cabalgaba a la cabeza de un ejército que se sentía unido por primera vez. La bandera de Mayene, la de Ghealdan, las de las casas nobles entre los refugiados. Incluso había algunas banderas confeccionadas por los chicos, que representaban las diferentes zonas de la comarca de Dos Ríos. Pero sobre todas ellas ondeaba la cabeza de lobo.
Lord Perrin. Nunca iba a acostumbrarse a ello, pero quizás era lo mejor que podía pasar.
Condujo a Brioso a un lado del acceso abierto para ver cruzar las tropas, que lo saludaban al pasar. Llevaban antorchas para iluminar el camino. Con un poco de suerte, los encauzadores podrían iluminar el campo de batalla más tarde.
Un hombre se acercó a Brioso. Perrin percibió el olor a pieles de animales, a marga y a sangre de conejo. Elyas había ido a cazar mientras esperaba que se preparara el ejército. Sólo un buen cazador podía atrapar conejos de noche. Elyas decía que era un gran desafío.
En cierta ocasión me comentaste algo, Elyas —empezó Perrin—. Me dijiste que, si alguna vez me gustaba el hacha, la tirase.
—Sí que te lo dije.
—Creo que eso también se puede aplicar al liderazgo. Los hombres que no quieren ningún título, al parecer son quienes los consiguen. Mientras siga pensando igual, creo que puedo hacerlo bien.
Elyas rió entre dientes.
—La bandera no tiene mala pinta, colgada ahí.
—Encaja conmigo. Siempre lo ha hecho. Por el contrario, soy yo quien no siempre ha encajado con ella.
—Menudos pensamientos filosóficos… para un herrero.
—Tal vez. —Perrin sacó del bolsillo el rompecabezas de herrero que había encontrado en Malden. Aún no había logrado separar las piezas—. ¿No te parece raro que se piense que los herreros son unos tipos sencillos y después sean ellos los que hacen estos condenados rompecabezas, tan difíciles de resolver?
—Nunca se me había ocurrido. Así que ¿eres uno de nosotros? ¿Por fin?
—No —respondió Perrin, que volvió a guardar el rompecabezas—. Yo soy quien soy. Por fin.
A ciencia cierta, no sabía qué había cambiado en él, pero quizás el hecho de pensar demasiado en ello había sido el problema, para empezar. Sabía que había encontrado el punto de equilibrio. No acabaría como Noam, el hombre que se había perdido en el lobo. Con eso le bastaba.
Perrin y Elyas se quedaron allí un rato viendo pasar al ejército. Esos accesos de mayor tamaño hacían que Viajar fuera más fácil. Todos los hombres y mujeres que iban a luchar no tardaron ni una hora en cruzar. Los hombres saludaban a Perrin. Olían a orgullo. No les asustaba la conexión que tenía con los lobos. De hecho, parecía que estaban más relajados después de saber los detalles específicos. Antes, había rumores. Incógnitas. Pero ahora se sentían cómodos con la verdad. Y orgullosos. Su señor no era un tipo cualquiera. Era alguien especial.
—Tengo que irme, Perrin —anunció Elyas—. Esta noche, si puedo.
—Lo sé. Ha empezado la Última Cacería. Ve con ellos, Elyas. Nos veremos en el norte.
El antiguo Guardián entrado en años le puso una mano en el hombro.
—Si no volvemos a vernos aquí, tal vez nos veamos en el Sueño, amigo mío.
—Esto es el Sueño —contestó Perrin con una sonrisa—. Y volveremos a vernos. Te encontraré si estás con los lobos. Buena cacería, Diente Largo.
—Buena cacería, Joven Toro.
Elyas desapareció en la oscuridad sin apenas hacer ruido.
Perrin se llevó la mano al cálido martillo que le colgaba de la cintura. Había pensado que la responsabilidad sería otro peso más para cargar a la espalda; pero, ahora que la había aceptado, de hecho se sentía más ligero.
Perrin Aybara sólo era un hombre, pero Perrin Ojos Dorados era un símbolo creado por la gente que lo seguía. Perrin no tenía ninguna opción al respecto. Lo único que estaba en su mano hacer era guiarlos lo mejor posible. Si no lo hacía, el símbolo no desaparecería, pero la gente perdería la fe en él. Como le había pasado al pobre Aram.
«Lo siento, amigo mío. Tú eres a quien más le fallé», pensó. No tenía sentido mirar atrás; eso ya no tenía remedio. Debía seguir adelante y hacerlo mejor.
—Soy Perrin Ojos Dorados, el hombre que habla con los lobos —dijo—. Supongo que no está nada mal ser esa persona.
Taconeó a Brioso y cruzó el acceso. Por desgracia, Perrin Ojos Dorados tenía que matar esa noche.
Galad se despertó con el susurro de los faldones de su tienda al abrirse. Ahuyentó los últimos vestigios del sueño —una tontería: él, cenando con una bella mujer de pelo oscuro, labios perfectos y ojos astutos— y alargó la mano hacia la espada.
—¡Galad! —llamó una voz, la de Trom.
—¿Qué sucede? —preguntó Galad, sin retirar la mano de la espada.
—Tenías razón —contestó Trom.
—¿Sobre qué?
—El ejército de Aybara ha regresado. ¡Galad, se han posicionado en los cerros que hay por encima de nosotros! Los vimos de casualidad. Nuestros hombres vigilaban la calzada, según tus órdenes.
Galad masculló una maldición. Se sentó y cogió la ropa.
—¿Y cómo han subido ahí sin que los hayamos visto?
—Poderes oscuros, Galad. Byar tenía razón. Ya viste con qué rapidez levantaron su campamento.
Hacía una hora que los exploradores habían regresado. Habían encontrado el campamento de Aybara vacío, una imagen inquietante, como si antes hubiera estado habitado por fantasmas. Nadie los había visto partir siguiendo la calzada.
Y ahora eso. Galad empezó a vestirse con rapidez.
—Despertad a los hombres. A ver si podéis hacerlo sin meter ruido. Fuiste prudente al venir sin luz, porque eso podría haber alertado al enemigo. Que los hombres se pongan la armadura dentro de las tiendas.
—Sí, mi capitán general —respondió Trom. El frufrú de los faldones lo acompañó al irse.
Galad se vestía tan rápido como podía.
«Pero ¿qué he hecho?»
Desde el principio había confiado en que las decisiones tomadas habían sido las correctas y, sin embargo, lo habían conducido a esto. Aybara en posición de ataque y ellos, sus hombres, dormidos. Desde el regreso de Morgase, Galad había visto cómo se desmoronaba su mundo. Ya no tenía tan claro qué era lo correcto, no como lo había sido antaño. El futuro parecía azaroso.
«Deberíamos rendirnos —pensó, mientras se sujetaba la capa sobre la coraza—. No. Los Hijos de la Luz no se rinden nunca ante los Amigos Siniestros. ¿Cómo he podido pensar semejante cosa?»
Tenían que morir luchando. ¿Qué conseguirían con eso? ¿El fin de los Hijos, muertos antes de la Última Batalla?
Los faldones de la tienda se abrieron de nuevo. Galad tenía la espada desenvainada, lista para atacar.
—Galad —dijo Byar—, nos has condenado.
No había ni un ápice de respeto en la voz. La acusación puso a Galad nervioso.
—Los que caminan en la Luz no son responsables de las acciones de aquellos que siguen a la Sombra. —Una cita de Lothair Mantelar—. He actuado con honor.
—Deberías haber atacado en lugar de acceder a ese ridículo juicio.
—Nos habrían destrozado. Tenían Aes Sedai, Aiel, hombres que encauzan, más soldados que nosotros y poderes que no llegamos a entender.
—¡La Luz nos habría protegido! —exclamó Byar.
—Y, si eso es cierto, nos protegerá ahora —respondió Galad, recuperada y fortalecida la confianza.
—No —contestó Byar. Su voz no era más que un susurro iracundo—. Nosotros mismos nos hemos abocado a esto. Si caemos, es porque nos lo merecemos.
Abandonó la tienda con el sonido de los faldones al cerrarse.
Galad se quedó parado un momento y después envainó la espada. Las recriminaciones y el arrepentimiento tendrían que esperar. Tenía que encontrar la manera de sobrevivir a esa noche… Si es que la había.
«Contrarrestar su celada con una propia —pensó—. Que los hombres se queden en las tiendas hasta que empiece el ataque, luego sorprender a Aybara saliendo todos a la vez y…»
No. Aybara empezaría con las flechas, haciendo que cayera una lluvia mortal sobre las tiendas. Ésa era la mejor manera de sacar provecho de su posición elevada y de sus arqueros de largo alcance.
Lo mejor que podía hacer era que sus hombres se pusieran la armadura y luego dar una señal y que abandonaran las tiendas, todos a la vez, y se dirigieran a sus monturas. Los amadicienses podían formar un muro de picas a los pies de los cerros. Quizás Aybara intentaría cargar colina abajo, pero los piqueros podrían desbaratar esa maniobra.
Los arqueros aún seguían siendo un problema. Los escudos les serían útiles. Un poco. Hizo una profunda inspiración y salió a la noche a impartir órdenes.
Una vez que empiece la batalla —dijo Perrin—, quiero que vosotras tres os retiréis a un lugar seguro. No os voy a enviar de vuelta a Andor. Sé que no os marcharíais. Pero no quiero que participéis en la batalla. Quedaos detrás de las líneas de batalla, con las tropas de retaguardia.
Faile le echó una ojeada. Perrin estaba montado a caballo, con la vista puesta al frente. Se encontraban en lo alto de los cerros y la última tropa de su ejército cruzó el acceso abierto a sus espaldas. Jori Congar sostenía entreabierta una linterna sorda para Perrin. Así había un poco de luz en esa zona.
—Como vos digáis, milord —respondió con suavidad Berelain.
—Entonces, os pediré que lo juréis —continuó Perrin, sin dejar de mirar al frente—. A Alliandre y a ti, Berelain. Faile, a ti te lo ruego. Espero que aceptes.
—Os lo juro, milord —prometió Alliandre.
La voz de Perrin denotaba tanta… resolución. Eso le preocupaba a Faile. ¿Podría Berelain estar en lo cierto? ¿Iba a atacar a los Capas Blancas? La forma de reaccionar de esos hombres, su modo de actuar, era imprevisible, por mucho que proclamaran que querían luchar en la Última Batalla. Podían causar más mal que bien. Aparte de eso, Alliandre era vasalla de Perrin y los Capas Blancas se encontraban en sus tierras. ¿Quién sabía el daño que podían causar antes de abandonarlas? Y además estaba el futuro castigo de Galad, que pendía como una espada sobre la cabeza de Perrin.
—Mi señor —dijo Berelain con voz preocupada—. Por favor, no lo hagáis.
—Sólo hago lo que tengo que hacer —respondió Perrin, que oteaba la calzada que llevaba hacia Jehannah.
Los Capas Blancas no se encontraban en esa dirección, sino al sur de la posición de Perrin.
—Perrin —dijo Faile, echando una ojeada a Berelain—, ¿qué te propones…?
De repente, apareció un hombre de entre las sombras, sin hacer el más mínimo ruido a pesar de la maleza seca.
—Perrin Aybara, los Capas Blancas saben que estamos aquí —dijo Gaul.
¿Estás seguro? —preguntó Perrin, que no parecía estar alarmado lo más mínimo.
—Intentan que no nos demos cuenta —confirmó Gaul—, pero los he visto. Las Doncellas afirman lo mismo. Se preparan para danzar: los mozos están destrabando los caballos y los guardias se mueven de tienda en tienda.
Perrin asintió e hizo avanzar a Brioso a través de la maleza hasta llegar al borde de la cumbre llana de los cerros. Faile fue tras él con Albor —seguida por Berelain, que no se apartaba de su lado— y se situó detrás de su esposo.
La pendiente que bajaba hasta el antiguo lecho fluvial que flanqueaba la calzada era empinada. La carretera discurría recta desde Jehannah hasta llegar al pie de esos cerros. Allí era donde giraba y enfilaba hasta Lugard. En esa curva estaba la hondonada resguardada en la falda de la colina, donde los Capas Blancas habían levantado sus círculos de tiendas.
Las nubes eran finas y permitían que la pálida luz de la luna bañara la tierra de un color blanco plateado. Una niebla baja, densa, se desplazaba por el suelo, en especial por el antiguo lecho de río. Perrin escudriñaba el paraje; nada obstaculizaba su visión de la calzada en las dos direcciones. De pronto, se oyeron unos gritos abajo mientras los Capas Blancas abandonaban las tiendas y corrían hacia las monturas. Se empezaron a encender antorchas.
—¡Arqueros, avanzad! —bramó Perrin. Los hombres de Dos Ríos se situaron al borde de la ladera—. ¡Infantería! ¡En posición, detrás de los arqueros! —gritó—. Arganda, al flanco izquierdo. Gallenne, al derecho. Os llamaré si necesito que hagáis un barrido.
Muchachos, mantened una formación cerrada —dijo, girándose hacia los soldados de a pie, que en su mayoría eran refugiados—. El escudo arriba y el brazo de la lanza flexionado. ¡Arqueros, preparados!
Faile notó que empezaba a sudar. Eso estaba mal. Seguro que Perrin no iba a…
Seguía sin mirar a los Capas Blancas que había debajo él, sino que dirigía la vista al lecho del río que había al otro lado, quizás a unas cien yardas o más de distancia de los cerros, cuya pendiente pronunciada se debía a la erosión causada por el antiguo río. Perrin observaba como si hubiera algo que el resto de ellos no pudiera ver. Y, quizás, era así, con esos ojos dorados suyos.
—Milord —llamó Berelain, haciendo avanzar su caballo al lado del de Perrin. La voz de la mujer sonaba desesperada—. Si tenéis que atacar, ¿podríais perdonar la vida del comandante de los Capas Blancas? Puede ser de utilidad por razones políticas.
—Pero ¿de qué hablas? —se extrañó Perrin—. La única razón por la que estoy aquí es para que Damodred siga con vida.
—¿Que vos… qué?
—¡Milord! —exclamó Grady acercándose al galope—. ¡Alguien encauza!
—¿Qué es eso de allí? —gritó Jori Congar señalando con el dedo—. Hay algo entre la niebla. Es…
Faile entrecerró los ojos. Allí, justo por debajo del ejército, en el lecho del antiguo río, unas figuras empezaron a aparecer como si salieran del suelo. Seres deformes con cabeza y cuerpo de animales y que blandían armas escalofriantes; eran grandes, tanto que Perrin les llegaría al pecho. Moviéndose entre ellos, se veían unas figuras estilizadas y sin ojos, vestidas de negro.
La niebla se abría a su paso y se arremolinaba a su alrededor, deshaciéndose en jirones a medida que avanzaban. Los monstruos seguían apareciendo. Docenas de ellos. Cientos. Miles.
Todo un ejército de trollocs y Myrddraal.
—¡Grady, Neald! —Tronó Perrin—. ¡Luz!
Esferas brillantes de color blanco aparecieron y se quedaron colgadas en el aire. Más y más trollocs surgían de la niebla, como si germinaran de ella, pero la luz los aturulló. Alzaron la vista y entornaron los ojos al tiempo que se los protegían con la mano.
Perrin gruñó.
—¿Qué, os gusta? No nos esperaban. Pensaban que los Capas Blancas serían pan comido. —Perrin se dio media vuelta y miró a sus sorprendidas tropas—. Muy bien, muchachos, ¿queríais seguirme hasta la Última Batalla? ¡Ahora mismo vamos a catar un bocado de lo que nos espera! ¡Arqueros, disparad! ¡Enviemos a esos Engendros de la Sombra de vuelta al agujero del que salieron!
Levantó el martillo que acababa de forjar y la batalla empezó.