Un atronador estampido sacudió los pasillos e hizo que toda la estructura retumbara. Mat trastabilló y se apoyó en la pared para mantener el equilibrio mientras una rociada de humo y esquirlas de piedra salía disparada por el vano que había detrás de ellos.
Asomó la cabeza por el hueco y miró el pasillo mientras Thom y Noal corrían hacia allí, el juglar con Moraine en brazos. Noal había tirado la antorcha para ponerse a tocar un tambor con el que intentaba aturdir a los alfinios. Su maniobra no había funcionado, por lo que Mat había recurrido a los cilindros explosivos y a las flores de medianoche.
¡Luz, vaya si eran mortíferos esos cilindros! Vio esparcidos por el pasillo cadáveres de alfinios que habían caído, con la reluciente piel desgarrada y arrancada de cuajo en tanto que de la sangre salía un vapor de aspecto siniestro. Otros salían de vanos y nichos, abriéndose paso a través del humo. Se erguían sobre dos piernas, pero más que andar parecía que se deslizaran, ondulando atrás y adelante por el pasillo, mientras los siseos sonaban más y más furiosos.
Con el corazón latiéndole desbocado, Mat echó a correr en pos de Thom y Noal.
—¿Aún nos siguen? —gritó el hombre mayor.
—¿Tú qué crees? —Mat los alcanzó—. ¡Luz, pero qué rápidas son esas serpientes!
Mat y sus dos compañeros irrumpieron en otra estancia idéntica a todas las demás. Paredes cuadrangulares un tanto desequilibradas, vapor que salía de las esquinas, suelo de baldosas negras en forma de triángulo. No había una abertura triangular en el centro por la que salir. Maldición.
Sosteniendo la ashandarei en las manos sudorosas, Mat echó un vistazo a los otros tres pasillos. No podían recurrir a la misma treta de antes, yendo y viniendo entre las dos mismas salas porque tenían a los alfinios pisándoles los talones. No había más remedio que fiarse de su suerte. Se preparó para girar sobre sí mismo y…
—¡Tenemos que seguir! —chilló Noal. Se había parado junto al umbral y brincaba de forma alternativa en uno y otro pie, con ansiedad—. ¡Mat! Si esas serpientes nos atrapan…
Mat oía los furiosos siseos a su espalda, como la corriente impetuosa de un río. Eligió una dirección y echó a correr.
—¡Lanza otro cilindro! —dijo Thom.
—¡Ése era el último! —contestó Mat—. Y sólo nos quedan tres flores nocturnas. —Qué ligero parecía su fardo.
—Pues la música no funciona con ellos —comentó Noal, que se desprendió del tambor—. Están demasiado furiosos.
Barbotando una maldición, Mat prendió la mecha de una flor nocturna con un mixto y la arrojó por encima del hombro. Los tres entraron con ímpetu en otra sala y después siguieron recto a través del vano que había enfrente.
—No sé por dónde ir, muchacho —dijo Thom. ¡Cómo jadeaba!—. Estamos perdidos.
—¡He ido eligiendo la dirección al azar!
—Sólo que no puedes ir hacia atrás —le recordó el juglar—. ¡Lo más probable es que sea ésa la dirección que la suerte quiere que tomemos!
La flor nocturna explotó y el estallido resonó levantando eco en los pasillos. Pero ni de lejos era tan potente como el de los cilindros. Mat se arriesgó a echar una ojeada hacia atrás y vio humo y chispas flotando en el túnel. El fuego retrasó a los alfinios, pero enseguida los miembros más osados de la partida reptaron a través del humo.
—Quizá podamos negociar —dijo Thom, jadeando.
—¡Creo que están demasiado furiosos! —opinó Noal.
—Mat, mencionaste que sabían lo de tu ojo, que respondieron una pregunta sobre eso.
—Me dijeron que renunciaría a la jodida mitad de la luz del mundo —contestó Mat, todavía con un dolor de cabeza espantoso—. No quería saberlo, pero ellos me lo dijeron de todas formas.
—¿Y qué más dijeron? —preguntó el juglar—. ¿Algo que pudiera darnos una pista? ¿Cómo saliste la última vez?
—Me echaron.
Los otros y él irrumpieron en otra sala —también sin portal al exterior— y a continuación salieron por el vano que había a la izquierda. Lo que Thom había dicho era cierto. Casi con toda seguridad tendrían que retroceder, ¡pero no podían con aquel enjambre de víboras persiguiéndolos a tan corta distancia!
—Me echaron por el marco de acceso al mundo de los alfinios —repuso Mat, notando que el aire empezaba a faltarle—. Conduce al sótano de la Ciudadela de Tear.
—¡Entonces, quizá podamos encontrarlo! —propuso Thom—. Utiliza tu suerte, Mat. Consigue que nos conduzca a los dominios de los alfinios.
A lo mejor funcionaba.
—De acuerdo —accedió y cerró el ojo antes de girar sobre sí mismo.
Después señaló en una dirección y abrió el ojo. Apuntaba directamente a la partida de alfinios que avanzaba hacia ellos zigzagueando pasillo adelante.
—¡Maldita sea! —barbotó Mat.
Dio media vuelta y, eligiendo al azar otro pasillo, echó a correr para alejarse de allí.
Thom lo siguió, pero se lo notaba extenuado. El podía ocuparse de cargar con Moraine durante un rato, pero el juglar estaría tan cansado que no se encontraría en condiciones de luchar. Los alfinios los agotarían hasta la extenuación, como habían hecho con Birgitte siglos atrás.
En la siguiente sala, Thom hizo un alto, tambaleándose, y se inclinó, aunque sin soltar a Moraine. Como todas las otras estancias, ésta tenía cuatro salidas, pero la única que contaba era la que conducía directamente hacia los alfinios. La que no podían tomar.
—En este juego nunca se gana —dijo Thom, jadeando—. Aunque hagamos trampas, no se gana.
—Thom… —llamó en tono urgente Mat.
Le tendió la ashandarei al juglar y después se hizo cargo de Moraine. Qué poco pesaba. Por suerte, claro, o de otro modo Thom no habría aguantado tanto tiempo.
Noal los miró y después echó un vistazo hacia el pasillo. En cuestión de segundos los alfinios caerían sobre ellos. El hombre mayor se volvió hacia Mat y lo miró a la cara.
—Dame tu fardo. Voy a necesitar esas flores nocturnas —dijo.
—Pero…
—¡No discutas! —espetó Noal.
Se acercó como un rayo y sacó una de las flores nocturnas. Tenía una mecha muy corta. La encendió y la arrojó al corredor. Los alfinios estaban lo bastante cerca para que Mat alcanzara a oír los gritos y siseos de los seres al ver el fuego de artificio.
Se produjo la explosión y por la boca del pasillo salieron volando chispas y pavesas que iluminaron la oscura sala. Esas chispas llegaron cerca de una de las columnas de vapor que ascendía hacia el techo y el vaho se apartó con brusquedad para esquivar las llamas. En el aire surgió de repente un intenso olor a humo y a azufre.
—Dame el fardo, Mat. ¡Venga! —pidió Noal.
Luz, qué pinchazos le daba la cuenca vacía otra vez. Y los oídos todavía le pitaban por la explosión.
—¿Qué puñetas haces? —contestó Mat con recelo, mientras Noal asía el fardo y sacaba la última flor nocturna.
—Ya lo ves, Mat. Necesitamos más tiempo. Tenéis que sacar ventaja suficiente a esas víboras para que podáis retroceder unas cuantas veces y dejar que tu suerte os ayude a salir con bien de ésta.
Noal señaló con un gesto de la cabeza hacia uno de los pasillos.
—Estos corredores son estrechos. Un buen cuello de botella. Un hombre podría plantarse ahí y sólo tendría que luchar contra uno o dos a la vez. Quizás aguantaría unos cuantos minutos.
—¡Noal! —exclamó Thom, con la respiración resollante. El juglar apoyaba las manos en las rodillas, cerca de la ashandarei de Mat, que había recostado contra la pared—. No puedes hacer eso.
—Claro que puedo. —El hombre mayor se dirigió hacia el corredor tras el cual se reagrupaban los alfinios—. Thom, tú no estás en condiciones de luchar. Mat, tu suerte es la que puede dar con la salida. Ninguno de los dos puede quedarse, pero yo sí.
—No habrá camino de vuelta para ti —advirtió Mat en tono sombrío—. Tan pronto como volvamos sobre nuestros pasos, este jodido lugar nos conducirá a cualquier otra parte.
Noal lo miró fijamente, con un gesto firme en el ajado rostro.
—Lo sé. Es el precio, Mat. Sabíamos que este sitio exigiría uno a cambio. Bien, pues, he visto un montón de cosas y he hecho muchas más. Me he servido bien de este cuerpo, un poco más de la cuenta. Y éste es un sitio tan bueno como otro cualquiera para darle descanso.
Mat se incorporó y levantó a Moraine, tras lo cual hizo una respetuosa inclinación de cabeza a Noal.
—Vamos, Thom.
—Pero…
—¡Vamos! —bramó Mat, que salió disparado hacia una de las otras salidas.
Thom vaciló y, tras mascullar una maldición, fue tras él llevando la antorcha de Mat en una mano y la ashandarei en la otra. Noal entró en el pasillo que tenía a la espalda y sopesó la espada corta. Un poco más allá, unas sombras se movían entre el humo.
—Mat —llamó el hombre mayor, girando la cabeza hacia atrás.
Mat hizo una seña a Thom para que siguiera adelante y miró hacia el otro pasillo.
—Si alguna vez te encuentras con un malkieri, dile que Jain el Galopador murió con la cabeza bien alta.
—Lo haré, Jain —prometió Mat—. Que la Luz te guarde.
Noal se volvió de nuevo para hacer frente a los alfinios, y Mat lo dejó atrás. Sonó otro estampido cuando explotó la última flor nocturna, y entonces Mat oyó la voz de Noal resonar en el pasillo con el eco del grito de batalla lanzado por el hombre. Fue un grito lanzado en un lenguaje que Mat no había oído nunca.
Thom y él entraron en otra cámara. El juglar lloraba, pero Mat contuvo las lágrimas. Noal moriría con honor. Hubo un tiempo en que él había considerado estúpido dicho concepto, pues ¿de qué servía el honor si uno estaba muerto? Pero guardaba muchos recuerdos de soldados —y había pasado mucho tiempo con hombres que luchaban y sangraban por ese honor— para ahora restar credibilidad a tales ideas.
Cerró los ojos y giró sobre sí mismo; el peso de Moraine casi lo desequilibró. Eligió una dirección y se encontró señalando el camino de vuelta por donde había llegado. Cargó corredor adelante, seguido por Thom.
Cuando llegaron al final del pasillo, no salieron a la sala donde habían dejado a Noal. Esta sala era circular y estaba llena de columnas espirales de color amarillo, a semejanza de enormes enredaderas que se enroscaran en torno a un espacio hueco en forma de cilindro. Unas lámparas, también enroscadas entre sí, sostenían esferas blancas que bañaban la estancia con una luz tenue, mientras que las baldosas del suelo creaban un dibujo de franjas blancas y amarillas que partían del centro en forma de espirales. Un olor penetrante a piel seca de serpiente cargaba el aire.
«Tú no eres un héroe, Matrim Cauthon —pensó mientras echaba una ojeada hacia atrás—. Ese hombre que has dejado atrás, él sí que lo es. Que la Luz brille sobre ti, Noal».
—¿Y ahora qué? —preguntó Thom.
El juglar parecía haber recobrado un poco las fuerzas, así que Mat le tendió de nuevo a Moraine y asió su lanza. Sólo había dos salidas en esa estancia, la que tenían a la espalda y la que había justo enfrente, al otro lado de la sala. No obstante, Mat cerró el ojo y giró sobre sí mismo. La suerte señaló el acceso opuesto a aquel por el que habían llegado.
Entraron por él. Las ventanas de ese pasillo se asomaban a la espesura y ahora se encontraban en pleno corazón del boscaje, a nivel del suelo. Alguna vez que otra, Mat atisbaba aquellas tres torres ahusadas. El lugar donde habían estado hacía poco, el sitio donde Noal sangraba.
—Aquí es donde obtuviste esas respuestas, ¿verdad? —preguntó Thom.
Mat asintió con un cabeceo.
—¿Crees que yo podría conseguirlas también? —inquirió el juglar—. Tres preguntas. Cualesquiera respuestas que uno quiere que…
—No las quieres —contestó Mat, que tiró hacia abajo del ala del sombrero—. Créeme, no las querrías. No son respuestas. Son advertencias. Promesas. Nosotros…
Se frenó de repente, y Thom se detuvo a su lado. En los brazos del juglar, Moraine, que empezaba a rebullir, soltó un suave quejido, todavía con los ojos cerrados. Pero no era ése el motivo por el que Mat se había quedado paralizado.
Desde donde se encontraba, Mat alcanzaba a ver otra estancia circular y amarilla, un poco más adelante. Justo en el centro de esa sala se alzaba un marco de piedra roja. O lo que quedaba de él.
Mat soltó una imprecación y echó a correr. El suelo estaba sembrado de fragmentos de piedra rojiza. Mat gimió y, dejando caer la lanza, recogió unos cuantos pedazos y los sostuvo ante sí. Algo había hecho añicos el marco, un golpe dado con una potencia descomunal.
Cerca de la entrada a la sala, Thom cayó de hinojos sin soltar a Moraine, que seguía moviéndose. El juglar parecía exhausto. Ninguno de los dos tenía ya el fardo; Mat se lo había dado a Noal y Thom lo había dejado atrás. Y esa estancia era un callejón sin salida, sin otras puertas.
—¡Así se abrase este sitio! —gritó Mat, despojándose del sombrero con violencia y mirando hacia la extensa, inconmensurable oscuridad en lo alto—. ¡Así os abraséis todos, zorros y serpientes! Así el Oscuro os lleve del primero al último. Tenéis mi ojo, tenéis a Noal. ¡Es un precio más que suficiente para vosotros! ¡Un precio demasiado alto! ¡Ni siquiera os basta la vida del jodido Jain el Galopador para apaciguar vuestra ansia, monstruos!
Las palabras resonaron y se extinguieron sin recibir respuesta. El viejo juglar apretó los ojos con fuerza. Parecía derrotado, desolado, hundido. Tenía las mangas de la chaqueta quemadas y las manos rojas y con ampollas de cuando había liberado a Moraine.
Mat miró en derredor, desesperado. Hizo un intento de girar sobre sí mismo con el ojo cerrado. Cuando lo abrió, señalaba al centro de la sala. Al marco roto.
Fue entonces cuando sintió que la esperanza sucumbía dentro de él.
—Fue un buen intento, muchacho —dijo Thom—. Lo hicimos bien. Mejor de lo que cualquiera habría esperado.
—No me rendiré —contestó Mat mientras trataba de superar esa sensación aplastante que notaba dentro—. Volveremos sobre nuestros pasos, encontraremos el camino de vuelta al lugar que hay entre alfinios y elfinios. El acuerdo decía que tenían que dejar abierto el portal. Lo tomaremos y saldremos de aquí, Thom. Que me aspen si me muero aquí dentro. Todavía me debes un par de jarras de cerveza.
Thom abrió los ojos y sonrió, pero no se puso de pie. Sacudió la cabeza de forma que los largos bigotes se mecieron, y bajó la vista hacia Moraine. En ese momento, la mujer parpadeó y abrió los ojos.
—Thom —susurró, sonriente—. Me pareció oír tu voz.
Luz, la voz de la mujer hizo retroceder a Mat a tiempos mejores. Eras atrás. Ella lo miró.
—Y Mat. Querido Matrim. Sabía que vendríais a buscarme. Los dos. Ojalá no lo hubieseis hecho, pero sabía que lo haríais…
—Descansa, Moraine —le susurró Thom—. Saldremos de aquí en dos rasgueos de arpa.
Mat la miró allí tendida, indefensa.
—Así me abrase. ¡No voy a permitir que esto acabe así!
—Vienen hacia aquí, muchacho —advirtió Thom—. Los oigo.
Mat se volvió para mirar a través del vano. Vio aquello que Thom había oído: los alfinios se deslizaban por el pasillo, sinuosos y mortíferos. Sonreían, y Mat distinguía los incisivos afilados como colmillos en el centro de esas muecas. Habrían pasado por humanos, de no ser por los dientes. Y por esos ojos antinaturales de pupilas verticales. Se deslizaban, escurridizos. Terribles, ansiosos.
—No —susurró Mat—. Tiene que haber una forma.
«Piensa —se exhortó—. Mat, no seas necio. Tiene que haber una salida. ¿Cómo escapaste la última vez?» Eso mismo le había preguntado Noal. Pero eso no servía de nada.
Thom, con aire desesperado, se quitó el arpa de la espalda y empezó a tocarla. Mat reconoció la melodía: Dulces susurros del mañana. Una música doliente que se tocaba por los caídos. Era muy hermosa.
Cosa sorprendente, la música pareció sosegar a los alfinios. Se movieron más despacio y los que iban al frente empezaron a balancearse al ritmo de la melodía mientras caminaban. Lo sabían. Thom tocaba por su propio funeral.
—No sé cómo salí la última vez —susurró Mat entre dientes—. Estaba inconsciente. Al volver en mí estaba colgado de una cuerda. Rand la cortó y me bajó.
Se llevó la mano a la cicatriz. Las respuestas originales de los alfinios no le revelaban nada. Sabía lo de la Hija de las Nueve Lunas, sabía lo de renunciar a la mitad de la luz del mundo, sabía lo de Rhuidean. Todo cobraba sentido. Sin vacíos. Sin preguntas.
Salvo…
«¿Qué te dieron los elfinios?»
Si me fuera dado escoger, llenaría esos vacíos, evocó sin quitar la vista de los alfinios.
Los seres se deslizaron hacia adelante, con esas telas amarillas que les envolvían el cuerpo. La música de Thom flotaba en el aire y levantaba ecos. Los alfinios se acercaban con pasos lentos, regulares. Sabían que tenían a sus presas seguras.
Los dos alfinios que iban a la cabeza blandían brillantes espadas de bronce que goteaban sangre. Pobre Noal. Thom empezó a cantar:
—«Oh, qué largos se le hacían los días a un hombre, mientras recorría a largos pasos una tierra destrozada».
Mat escuchó y los recuerdos surgieron en su mente. La voz de Thom lo llevó a unos tiempos muy lejanos. Tiempos de sus propios recuerdos, de los recuerdos de otros. Tiempos en los que había muerto y tiempos en los que había vivido, tiempos en los que había luchado y en los que había vencido.
—Quiero llenar esos vacíos… —musitó para sí—. Eso fue lo que dije. Los elfinios me complacieron dándome recuerdos que no eran míos.
Moraine había vuelto a cerrar los ojos, pero sonreía como si escuchara la música de Thom. Mat había pensado que el juglar tocaba para los alfinios, pero ahora se preguntó si no lo estaría haciendo para Moraine. Una última y melancólica canción por un rescate frustrado.
—«Navegó hasta donde un hombre podía bogar, y nunca quiso el miedo perder» —entonó Thom con voz sonora, hermosa.
—Quiero llenar esos vacíos —repitió Mat—, y me dieron recuerdos. Ése fue mi primer deseo concedido.
—«Porque el miedo de un hombre es imponderable. ¡Lo mantiene a salvo y lo hace ser osado!»
—Pedí algo más, sin darme cuenta —susurró Mat—. Dije que quería librarme de las Aes Sedai y del Poder. Me dieron el medallón para tener eso. Otro deseo cumplido.
—«No dejes que el miedo te impida luchar, ¡porque el miedo te hace seguir con vida!»
—Y… Y pedí otra cosa más. Dije que quería perderlos de vista y regresar a Rhuidean. Los elfinios me concedieron todo lo que pedí. Los recuerdos llenaron mis vacíos. El medallón me libró del Poder. Y…
¿Y qué? Lo enviaron de vuelta a Rhuidean para morir ahorcado. Pero morir colgado era un precio, no una respuesta a sus peticiones.
—«¡Recorreré esa calzada derruida, y soportaré una pesada carga!» —siguió Thom, alzando la voz.
—Me dieron algo más —susurró Mat, que bajó la vista a la ashandarei que tenía en las manos a la par que los alfinios empezaban a sisear con más fuerza.
Así queda escrito el trato; así se cierra el acuerdo.
Estaba inscrito en el arma. La hoja tenía dos cuervos cincelados, el astil llevaba grabadas frases en la Antigua Lengua.
La mente es la flecha del tiempo; jamás se borra el recuerdo.
¿Por qué le habían dado la lanza? En ningún momento se había preguntado por qué la tenía. Pero él no había pedido un arma.
Lo que se pidió se ha dado. El precio queda pagado.
«No, yo no pedí un arma. Pedí salir de allí».
«Y me dieron esto».
—«Así pues, venid a mí con vuestras atroces patrañas. ¡Soy un hombre de palabra y os sostendré la mirada!» —acabó con voz fuerte Thom la última estrofa de la canción.
Mat giró la ashandarei y arremetió contra la pared. La punta se hundió en el material que no era piedra. Alrededor de la cuchilla se filtró luz y se esparció como sangre que manara de una vena cortada. Mat gritó y amplió el corte en horizontal. Intensas ondas de luz salieron a chorros de la pared.
Bajó la ashandarei en ángulo, abriendo una raja. Desde el vértice, impulsó el arma hacia arriba, hacia el lado contrario de la línea horizontal, de modo que cortó un triángulo invertido de gran tamaño, luminoso. La luz pareció crear un sonido vibrante al pasar sobre él. Los alfinios habían llegado a la entrada que había cerca de Thom, pero sisearon y dieron un respingo, apartándose de la intensa luminosidad.
Mat acabó trazando una línea ondulada en el centro del triángulo. Apenas podía ver de lo intensa que era la luz. La sección de la pared que tenía delante se desplomó, descubriendo un blanco pasillo reluciente que parecía estar cortado en acero macizo.
—Vaya, así me… —farfulló Thom, que se puso de pie.
Los alfinios gritaron su ira con voces agudas. Entraron en la sala con un brazo levantado para protegerse los ojos y la espada empuñada en la otra mano.
—¡Salid! —bramó Mat, que giró sobre sí mismo para hacer frente a los seres. Alzó la ashandarei y usó la punta del astil para asestar un golpe en la cara a un alfinio—. ¡Id!
Thom alzó a Moraine en brazos y después echó una mirada a Mat.
—¡Id! —repitió Mat, que destrozó el brazo a otro alfinio de un golpe.
Thom saltó por el hueco del triángulo y desapareció. Sonriendo, Mat giró entre los alfinios con su ashandarei golpeando piernas, brazos, cabezas. Había muchos, pero parecían aturdidos por la luz en su frenesí por llegar hasta él. A medida que derribaba a los primeros, los otros empezaron a tropezar. Los seres se convirtieron en una masa de piernas y brazos sinuosos que se retorcían, de voces que siseaban y gruñían de rabia. Varios de los que había detrás trataban de trepar por encima del montón de cuerpos para llegar hasta él.
Mat retrocedió y se tocó el ala del sombrero mirando a los seres.
—Pues por lo visto sí que se puede ganar este juego, después de todo —dijo—. Decidles a los zorros que estoy sumamente complacido con esta llave que me dieron. Y también que todos vosotros podéis iros al fondo de un abismo de fuego y cenizas y pudriros en él, pedazos de mierda restregada en el culo de un cerdo. Que tengáis un jodido y magnífico día.
Sujetándose el sombrero, saltó a través de la abertura.
Y todo fue un cegador destello blanco.