Mat se puso una recia chaqueta marrón. Los botones eran de latón, pero aparte de eso no llevaba ningún adorno. Hecha con paño grueso, tenía unos cuantos agujeros de flechas que, a decir verdad, lo normal sería que lo hubieran matado. En uno de los rotos había sangre alrededor, pero había salido casi toda con el lavado. Era una chaqueta bonita. Cuando vivía en Dos Ríos habría pagado sus buenas monedas por una prenda como ésa.
Se frotó la cara y se miró en el espejo que había en la tienda nueva. Por fin se había afeitado la maldita barba. ¿Cómo puñetas se las arreglaría Perrin para aguantar el picor? Debía de tener la cara tan áspera como la piel seca de ese tiburón que llamaban lija. En fin, él encontraría otra forma de disfrazarse cuando fuera necesario.
Se había hecho unos cortes pequeños mientras se afeitaba, pero eso no quería decir que hubiera olvidado cómo cuidar de sí mismo. No necesitaba un criado que hiciera cosas de las que él podía encargarse. Asintiendo para sus adentros, se caló el sombrero y recogió la ashandarei del rincón de la tienda donde la había dejado; los cuervos grabados en la cuchilla parecían posados en una percha, excitados ante la perspectiva de batallas venideras.
—Y con toda razón las esperáis, diantre —masculló.
Se apoyó la ashandarei en el hombro al salir de la tienda. A partir de ese día, pasaría las noches en la ciudad.
Caminó por el campamento y saludó con un gesto de la cabeza a un grupo de Brazos Rojos con el que se cruzó. Había ordenado que se doblara la guardia. Le preocupaba el gholam, pero también los numerosos campamentos militares que había en la zona. La mitad era de mercenarios, y la otra mitad de criados de este señor o aquel otro que había ido a presentar sus respetos a la reina y que —detalle por demás sospechoso— habían llegado después de acabada la contienda.
Sin duda, todos y cada uno de ellos declararía su profunda y sincera lealtad a Elayne y explicarían que sus hombres la habían apoyado desde el principio. Puede que esas afirmaciones de los nobles no fueran muy bien recibidas, ya que Mat sabía de buena tinta, a través de tres distintos borrachines con los que había hablado en diferentes tabernas, que Elayne había hecho gran uso del Viaje para reclutar tropas con las que defenderse. Cuando uno respondía a una petición de ayuda por escrito era más fácil fingir una llegada con retraso, pero no era el caso.
—¡Mat! ¡Mat!
Se paró en el camino, fuera de la tienda, al ver a Olver que se acercaba corriendo. El chico había adquirido la costumbre de lucir una banda roja en el brazo, a semejanza de los Brazos Rojos, pero aún vestía pantalón y chaqueta marrones. Llevaba enrollado debajo del brazo el paño que hacía las veces de tablero para jugar a serpientes y zorros, además de un fardo cargado en el otro hombro.
Setalle se encontraba cerca, junto con Lussin y Edder, dos Brazos Rojos a los que Mat había asignado la tarea de velar por la seguridad del chico y la mujer. Partirían hacia la ciudad dentro de poco.
—Mat, ¿te marchas? —preguntó Olver, jadeante.
—Ahora no tengo tiempo para jugar contigo, Olver —se disculpó Mat, que bajó la ashandarei y la apoyó en el doblez del brazo—. He de acudir a una audiencia con la reina.
—Lo sé. Supuse que, como todos vamos a la ciudad, podríamos cabalgar juntos y hacer planes. ¡Se me han ocurrido algunas ideas para derrotar a las serpientes y los zorros! Les vamos a dar una lección, Mat. ¡Así me abrase, pero vaya si se la daremos, puñetas!
—¿Dónde has aprendido ese lenguaje?
—¡Mat, esto es importante! ¡Tenemos que hacer planes! No hemos hablado sobre lo que vamos a hacer.
Para sus adentros, Mat se maldijo por haber hablado sobre la misión de rescatar a Moraine donde Olver podía oírlos. Al chico no iba a gustarle nada que no lo llevaran con ellos.
—Necesito pensar qué voy a decirle a la reina —argumentó Mat, que se frotó el mentón—. Pero supongo que tienes razón, planear las cosas es importante. ¿Por qué no vas a explicarle a Noal tus ideas?
Ya lo he hecho. Y también a Thom. Y a Talmanes.
¿A Talmanes? ¡El no iría con ellos a la torre! Luz, ¿de qué había hablado Olver por el campamento y cuánto habría contado de lo que pensaban hacer?
Olver —Mat se puso en cuclillas para estar cara a cara con el chico, tienes que ser más discreto. Debemos evitar que mucha gente sepa lo que vamos a hacer.
—No se lo he contado a nadie que no sea de confianza, Mat. No te preocupes. Casi todos eran Brazos Rojos.
«Estupendo», rezongó Mat para sus adentros. ¿Qué pensarían los soldados de un comandante que planeaba ir a luchar contra un puñado de seres de cuentos infantiles? Con suerte, tomarían los comentarios de Olver como fantasías de un muchachito.
—Tú sé prudente —insistió Mat—. Mañana me pasaré por vuestra posada y podremos jugar una partida y hablar de este asunto, ¿vale?
—De acuerdo, Mat —aceptó el chico al tiempo que asentía con un cabeceo—. Pero… ¡Que me aspen, puñetas!
—¡Y deja de maldecir! —gritó Mat mientras lo veía alejarse.
Sacudiendo la cabeza, pensó que esos puñeteros soldados habrían corrompido al chico antes de que cumpliera doce años.
Después, se echó otra vez la lanza al hombro y echó a andar. Encontró a Thom y Talmanes montados a caballo en la entrada del campamento, junto con una tropa de cincuenta Brazos Rojos. Thom llevaba una extravagante chaqueta y un pantalón de un color rojo como el vino, así como una camisa adornada con encaje blanco en los puños y un pañuelo de seda al cuello. Los relucientes botones eran de oro. Se había recortado y peinado el bigote. Todo el atuendo era nuevo, incluida la capa negra con forro dorado.
Mat se quedó parado en seco. ¿Cómo había conseguido ese hombre transformar con tanta perfección a un viejo juglar granuja en un cortesano real? ¡Luz!
—Por tu reacción, veo que mi porte es convincente —dijo Thom.
¡Que me aspen! —exclamó Mat—. ¿Qué ha pasado? ¿Estaba en mal estado alguna salchicha del desayuno y te has puesto enfermo?
Thom se echó la capa hacia atrás para dejar a la vista el arpa que llevaba al costado, sin la caja. ¡Parecía un bardo de la corte!
Pensé que, si después de todos estos años iba a aparecer en Caemlyn, debería dar la imagen adecuada —respondió el juglar.
Ahora entiendo que hayas estado cantando todos los días a cambio de monedas —comentó Mat—. A la gente de esas tabernas debe de sobrarle el dinero.
Talmanes enarcó una ceja, lo que en él era tanto como decir que sonreía con sorna. A veces tenía un gesto tan lóbrego que, en comparación, las nubes de tormenta parecían alegres. También vestía un atuendo elegante, éste en color plateado y azul cobalto. Mat se tocó los puños. Podría haber llevado algo de encaje. Si Lopin hubiera estado allí, le habría preparado el atuendo perfecto sin tener que pedírselo. Un toque de encaje le iba bien a un hombre, le daba un aspecto presentable.
—¿Es eso lo que vas a llevar puesto para visitar a la reina, Mat? —se interesó Talmanes.
—Pues claro que lo es. —Las palabras le salieron de la boca antes de que tuviera tiempo de pensar—. Es una buena chaqueta.
Se dirigió hacia Puntos para asir las riendas.
—Buena para participar en una pelea, tal vez —argumentó Talmanes.
—Elayne es ahora reina de Andor, Mat —intervino Thom—. Y las reinas son un poco especiales. Deberías mostrarle respeto.
—Ya se lo estoy mostrando, puñetas —respondió mientras le tendía la lanza a uno de los soldados y montaba. Después la recogió e hizo que Puntos se volviera para poder mirar a Thom—. Ésta es una chaqueta bastante buena para un granjero.
—Ya no lo eres, Mat —dijo Talmanes.
—Sí que lo soy—insistió, obstinado.
—Pero Musenge te llamó… —empezó Thom.
—Se equivocó —lo interrumpió Mat—. Sólo porque un hombre se case con alguien no significa que de repente sea un jodido noble.
Thom y Talmanes intercambiaron una mirada.
—Mat, pero es que es exactamente así como funciona. Es una de las contadas formas de convertirse en parte de la nobleza —explicó Thom.
—Puede que aquí sea así, pero Tuon es de Seanchan. ¿Quién sabe cómo lo hacen allí? Todos estamos al tanto de lo raros que son. No sabremos nada hasta que hablemos con Tuon.
—Por lo que ella dijo, estoy seguro de que… —empezó de nuevo Thom, fruncido el entrecejo.
—No sabremos nada hasta que hablemos con Tuon —repitió Mat, esta vez en tono más alto—. Hasta entonces, soy Mat. Nada de esa insensatez de Príncipe de «Loquesea».
Thom parecía desconcertado, pero los labios de Talmanes se curvaron hacia arriba, aunque de un modo apenas perceptible. Maldito hombre. Mat empezaba a pensar que su carácter solemne sólo era una farsa. ¿Se estaría riendo para sus adentros?
—Bueno, Mat —dijo el noble—, la sensatez y tú nunca habéis ido de la mano. ¿Cómo íbamos a imaginar que ahora sí? Adelante, pues. Vayamos a reunirnos con la reina de Andor. ¿Seguro que no quieres rebozarte en el fango antes?
Así estoy bien —replicó con sequedad, y se caló más el sombrero mientras un soldado ataba su fardo detrás de la silla.
Taloneó a Puntos, y la comitiva inició el ya conocido recorrido a Caemlyn. Mat se pasó casi todo el tiempo repasando para sus adentros el plan que tenía. Llevaba los papeles de Aludra guardados en un pequeño portapliegos de piel; entre ellos, iban las listas de lo que pedía la mujer: todos los fundidores de campanas de Caemlyn, bronce y hierro en grandes cantidades, y pólvora por valor de miles de coronas. Y aseguraba que eso era el mínimo de lo que necesitaba.
¿Cómo, por la Luz bendita, iba a convencer a la puñetera Elayne Trakand de que le diera todo eso? Tendría que sonreír a diestro y siniestro. Pero Elayne ya había demostrado que era inmune a sus sonrisas, además de que las reinas no eran como la gente corriente. Casi todas las mujeres le devolverían la sonrisa o le pondrían ceño, y así uno sabía a qué atenerse, pero Elayne parecía de las que le sonreían a uno y a continuación lo arrojaban a una mazmorra.
Sería estupendo que, por una vez, la suerte lo llevara a algún sitio en el que disfrutar de una pipa y una partida de dados, con una camarera bonita sentada en las rodillas y sin otra preocupación que hacer la próxima tirada. En cambio, se había casado con una seanchan de la Alta Sangre y se dirigía a suplicar ayuda a la reina de Andor. ¿Cómo se las arreglaba para meterse en semejantes complicaciones? A veces pensaba que el Creador tenía que ser como Talmanes: el gesto muy serio, pero, a la chita callando, lo pasaba en grande a su costa.
La comitiva pasó por numerosos campamentos instalados en las llanuras que rodeaban Caemlyn. A todos los mercenarios se les exigía que estuvieran como mínimo a una legua de la ciudad, pero las fuerzas de los señores podían acampar más cerca. Eso dejaba a Mat en un sector harto comprometido. Siempre había tensiones entre mercenarios y mesnaderos leales y, encontrándose los primeros tan lejos de Caemlyn, las peleas eran moneda corriente. La Compañía estaba justo en medio de todo eso.
Hizo una estimación rápida basada en los penachos de humo de las fogatas que veía enroscándose en el aire. Como poco había unos diez mil Mercenarios en la zona. ¿Sabría Elayne que lo que estaba preparando allí era una gran olla burbujeante, a punto de romper a cocer? ¡Un poco más de calor, y todo el jodido invento se le desbordaría!
La comitiva de Mat llamó la atención. Había ordenado a uno de sus soldados que llevara enarbolado el estandarte de la Compañía de la Mano roja, y sus hombres estaban adquiriendo cierta reputación. Según sus estimaciones, la Compañía era el grupo más numeroso de todos los acampados fuera de las murallas de Caemlyn, ya fueran mercenarios o mesnaderos de nobles. Era una fuerza tan organizada y disciplinada como un ejército regular que, además, se hallaba al mando de un amigo personal del Dragón Renacido. Sus hombres no podían evitar jactarse de ello, aunque él habría preferido que no hubieran dicho nada.
Pasaron por grupos de hombres que esperaban al lado de la calzada, con la curiosidad de echar un vistazo a «lord Mat». Mantuvo la mirada fija al frente. ¡Si esperaban ver a un petimetre con una indumentaria cara, se iban a llevar una desilusión! Aunque, tal vez, debería haber elegido otra chaqueta mejor. La que llevaba estaba tiesa y el cuello le rascaba.
Ni que decir tiene que algunos tomaban a Talmanes por «lord Mat», a juzgar por los gestos que hacían al señalarlo; sin duda, se debía a cómo iba vestido. ¡Qué puñetas!
La entrevista con Elayne iba a ser difícil, pero él tenía un as escondido en la manga, uno que esperaba fuera suficiente para conseguir que pasara por alto el desembolso que requería la propuesta de Aludra. Aunque lo que más miedo le daba era que Elayne captara lo que estaba haciendo y quisiera tomar parte en ello. Y cuando una mujer quería «tomar parte en algo», eso significaba que quería ponerse al mando.
Se acercaron a las puertas de la muralla blanca grisácea de Caemlyn pasando por la ciudad de extramuros, en constante expansión. Los soldados les hicieron un gesto con la mano para que pasaran. Mat respondió tocando el ala del sombrero, mientras que Thom dedicaba un floreo ostentoso con la mano a la pequeña multitud reunida allí. La gente lo jaleó con vítores. Estupendo. Jodidamente estupendo.
En la marcha a través de la Ciudad Nueva no se produjeron incidentes y resultó tranquila, salvo porque había más aglomeraciones de gente observando el paso de la comitiva. ¿Habría alguien que relacionaría su rostro con los dibujos que circulaban por doquier? Mat habría querido salir de las calles principales, pero las vías secundarias eran un enredijo tortuoso. Un grupo de cincuenta jinetes era demasiado grande para moverse por esas calles.
Por fin traspusieron las relucientes murallas blancas de la Ciudad Interior, donde las vías eran más anchas, los edificios de construcción Ogier se encontraban menos abarrotados y no había tanto hacinamiento de población. Allí se cruzaron con más grupos de hombres armados; entre ellos, los soldados de la Guardia Real con sus uniformes blancos y rojos. Mat vio su campamento un poco más adelante, cubriendo los grises adoquines del patio, con las tiendas y las hileras de caballos atados.
El Palacio Real era en sí mismo una pequeña ciudad en el corazón de la Ciudad Interior, dentro de Caemlyn. Contaba con una muralla baja reforzada y, a pesar del diseño esbelto de torres y torreones que se alzaban en el aire, tenía más aspecto de refugio fortificado que el Palacio del Sol. Qué curioso que no se hubiera fijado en esos detalles cuando era más joven. Si Caemlyn caía, ese palacio resistiría por sí solo al ataque. Sin embargo, hacían falta más cuarteles dentro de ese muro. Era ridículo que los soldados tuvieran que acampar en el patio.
Mat se hizo acompañar por Talmanes, Thom y diez Brazos Rojos como escolta. Un hombre alto, con un peto bruñido y tres galones dorados en la capa, aguardaba a la entrada de palacio. Era joven, pero su actitud de porte relajado, aunque presto para actuar, con la mano en el pomo de la espada— indicaba que era un soldado experimentado. Lástima que fuera tan bien parecido. Casi con toda seguridad, la vida militar daría al traste con eso.
El hombre hizo una ligera inclinación de cabeza a Mat, Thom y Talmanes.
—¿Lord Cauthon? —le preguntó.
—Llámame Mat.
El soldado enarcó una ceja, pero no hizo ningún comentario.
—Me llamo Charlz Guybon. Os conduciré hasta Su Majestad.
Elayne había enviado a Guybon para que escoltara personalmente a Mat. Era un oficial de alto rango en el ejército, un segundo al mando. Eso sí que era inesperado. ¿Elayne le tenía miedo o era un gesto de reconocimiento a su posición? Quizás el propio Guybon había querido verlo. Elayne no lo compensaría con ese gesto, ni mucho menos. ¡Mira que hacerlo esperar tanto tiempo para concederle una audiencia! Menuda bienvenida para un viejo amigo. Sus sospechas se confirmaron cuando Guybon no los condujo al salón del trono, sino hacia una zona tranquila de palacio.
—He oído hablar mucho de vos, maese Cauthon —dijo Guybon.
Parecía ser uno de esos militares estirados; un tipo responsable, serio, quizá demasiado adusto. Como un arco sin suficiente elasticidad.
—¿Por boca de quién? ¿De Elayne? —preguntó Mat.
—Casi todo procedente de rumores que corren por la ciudad. A la gente le gusta hablar de vos.
«No me digas», pensó Mat.
No he hecho ni la mitad de lo que cuentan —rezongó en voz alta—. Y la otra mitad no fue culpa mía, puñetas.
Su respuesta hizo que Guybon se echara a reír.
¿Y qué me decís de esa historia sobre estar colgado de un árbol durante nueve días? —preguntó el oficial.
Que no ocurrió.
Mat tuvo que resistir el deseo de tirar del pañuelo que llevaba atado al cuello. ¿Nueve días? ¿De dónde había salido eso? ¡No había estado colgado ni siquiera nueve jodidos minutos! Incluso nueve segundos habían sido demasiado largos.
—También dicen que jamás perdéis a los dados ni en el amor y que vuestra lanza nunca yerra el blanco.
—Ojalá esas dos últimas afirmaciones fueran ciertas. Así me abrase, cómo me gustaría que lo fueran.
—Entonces, ¿siempre ganáis a los dados?
—Casi siempre —admitió Mat, que tiró del ala del sombrero y se lo caló un poco más—. Pero no lo propaguéis o no encontraré a nadie que quiera jugar conmigo.
—Dicen que matasteis a uno de los Renegados —hizo notar Guybon.
—No es cierto.
¿De dónde habría salido también eso?
—¿Y lo de batiros en duelo con el rey de los invasores Aiel en una batalla de honor? ¿De verdad que ganasteis la lealtad de los Aiel para el Dragón Renacido?
—Maldita sea —rezongó Mat—. ¡Maté a Couladin, pero no fue en ningún duelo ni nada por el estilo! Me topé con él en el campo de batalla y uno de los dos tenía que morir. No estaba dispuesto a permitir que fuese yo.
—Interesante. Me parecía que eso podría ser verdad. Al menos, es una de las pocas cosas que podría haber ocurrido en realidad. A diferencia de… —Dejó la frase sin acabar.
—¿De qué?
Cruzaron por una intersección de pasillos en los que se agrupaban sirvientes que los observaron pasar, mientras cuchicheaban entre ellos.
—Seguro que también lo habréis oído —contestó Guybon, vacilante.
—Lo dudo.
¡Maldición! ¿Qué sería lo siguiente? ¿Habrían propagado esos rumores miembros de la Compañía? ¡Ni siquiera ellos sabían algunas de esas cosas!
—Bueno, pues, corre un rumor que cuenta que entrasteis en el dominio de la muerte para retarla y le exigisteis que respondiera a vuestras preguntas —explicó el oficial, que parecía cada vez más incómodo—. Y que os entregó esa lanza que lleváis y vaticinó vuestra muerte.
Mat tuvo un escalofrío. Ése se acercaba lo bastante a la verdad para sentirse arredrado.
—Sí, lo sé, es una tontería —dijo Guybon.
—Una tontería, claro.
Mat intentó reírse, pero sonó más como un golpe de tos, y el oficial lo miró con curiosidad.
«¡Luz, cree que soslayo la pregunta!», comprendió.
—Sólo son rumores, por supuesto —se apresuró a negar. Tal vez con demasiada rapidez. ¡Por la Luz bendita!
Guybon asintió con la cabeza, el gesto pensativo.
Mat quería cambiar de tema, pero no se fiaba de lo que podía decir si abría la boca. Advirtió que cada vez había más sirvientes palaciegos que se paraban para observar el paso de la comitiva. Le entraron ganas de ponerse a maldecir, pero entonces se dio cuenta de que muchos de ellos parecían centrados en Thom.
Thom había sido un bardo de la corte allí, en Caemlyn. No hablaba de ello, pero Mat sabía que su relación con la reina había sufrido un revés. Desde entonces, podía decirse que Thom había vivido exiliado y sólo había ido a Caemlyn cuando se vio forzado a hacerlo.
Morgase estaba muerta ahora, así que, al parecer, éste era el regreso de Thom de su exilio. Era probable que por esa razón se hubiera ataviado con ropa tan elegante. Mat se miró de nuevo la chaqueta.
«Maldita sea, tendría que haberme puesto algo más bonito».
Guybon los condujo hacia una puerta de madera con el emblema del León de Andor tallado. Llamó con suavidad, recibió permiso para entrar, y después hizo un gesto a Mat señalando la puerta.
—La reina os recibirá en su sala de estar.
—Thom, tú entras conmigo —dijo Mat—. Talmanes, tú te quedas vigilando a los soldados.
El noble parecía desilusionado, pero seguro que Elayne iba a avergonzarlo y no quería que Talmanes lo viera.
—Te la presentaré luego —le prometió.
Puñeteros nobles. Creían que una cosa de cada dos que pasaban era una afrenta a su honor. ¡Él habría estado más que contento de esperar fuera!
Se acercó a la puerta y respiró hondo. Había luchado en docenas de escaramuzas y batallas sin perder los nervios, y ahora las manos le temblaban. ¿Por qué tenía la sensación de ir derecho hacia una emboscada sin llevar puesta una sola pieza de armadura?
Elayne. Como reina. Que lo asparan si este encuentro no iba a ser doloroso. Abrió la puerta y entró.
De inmediato, los ojos de Mat localizaron a Elayne. Estaba sentada junto a la chimenea, con una taza de lo que parecía ser leche. Tenía un aspecto radiante con el vestido rojo intenso y dorado; y unos labios llenos y bonitos que no le habría importado besar si no fuera un hombre casado. El cabello dorado brillaba con el resplandor de la chimenea y las mejillas tenían un color saludable. Había ganado algo de peso, pero era mejor no Mencionar eso. ¿O debería hacerlo? A veces, a las mujeres les irritaba que uno les dijera que tenían un aspecto diferente, y otras veces se enfurecían si uno no se fijaba.
Era muy bonita. No tanto como Tuon, claro. Elayne tenía la tez demasiado pálida y era demasiado alta; y tenía demasiado cabello. Su presencia resultaba perturbadora. Aun así, era bonita. Lástima que fuera reina. Habría resultado una camarera excelente. En fin, alguien debía ser reina.
Mat echó una ojeada a Birgitte, la única persona que se hallaba en la sala con Elayne. Ella no había cambiado. Era siempre la misma, con la trenza dorada y las botas altas, como la heroína de las puñeteras leyendas. Es decir, exactamente lo que era. Se alegraba de volver a verla; era una mujer que no le hablaría con aspereza por decir la verdad.
Thom entró con él y Mat se aclaró la garganta. Elayne esperaría que se comportara con formalidad. Bueno, pues, no iba a hacer reverencias ni andarse con pamplinas, y…
Elayne se levantó del sillón de un salto y cruzó corriendo el cuarto mientras Birgitte cerraba la puerta.
—¡Thom, cuánto me alegro de que estés bien!
La joven se abrazó al juglar.
—Hola, querida —contestó Thom, afectuoso—. He oído que lo has hecho muy bien, por ti y por Andor.
¡Elayne estaba llorando! Mat se quitó el sombrero, desconcertado. Sí, claro que Thom y Elayne habían estado muy unidos, pero ahora era la reina. Elayne se volvió hacia él.
—Me alegra volver a verte, Mat. No creas que la corona ha olvidado lo que hiciste por mí. Traer de vuelta a Thom es otra deuda que tenemos contigo.
—Bueno, hummm… —empezó—. En realidad no fue nada, Elayne, ya sabes. ¡Que me aspen! ¡Eres reina! ¿Qué se siente?
Elayne se echó a reír y por fin soltó a Thom.
—Qué labia la tuya, Mat.
—No voy a hacerte reverencias ni nada de eso —advirtió—. Ni nada de esas tonterías de «Su Majestad» o cosas por el estilo.
—Ni yo te lo pediría —dijo ella—. A menos que estemos en público, por supuesto. Quiero decir que he de guardar las apariencias por el pueblo.
—Supongo que tienes razón —convino Mat.
Tenía sentido. Le tendió la mano a Birgitte, pero la mujer rió bajito y le dio un abrazo, además de palmearle la espalda como uno haría con un viejo compañero de jaranas con el que se reúne para tomar una cerveza. En fin, quizá era justo eso lo que hacían. A excepción de lo de tomar una cerveza. No le habría venido mal una jarra.
—Venid, sentaos —invitó Elayne, que gesticuló hacia los sillones que había junto al fuego—. Lamento mucho haberte hecho esperar tanto tiempo, Mat.
—No pasa nada. Estás muy ocupada.
Es embarazoso. Uno de mis mayordomos te metió con los grupos mercenarios. ¡Es tan difícil seguirles el rastro a todos! Si quieres, te daré permiso para acampar más cerca de la ciudad. Pero no hay sitio para la Compañía dentro de las murallas, me temo.
No es necesario. —Mat se sentó en un sillón—. Permitir que nos instalemos más cerca es suficiente, gracias.
Thom se sentó, pero Birgitte prefirió seguir de pie, aunque se reunió con ellos cerca de la chimenea y se apoyó en las piedras del hogar.
Tienes buen aspecto, Elayne —dijo Thom—. ¿Va todo bien con el bebé?
—Bebés —lo corrigió Elayne—. Serán mellizos. Y sí, todo va muy bien. Salvo que me muelen a patadas y a golpes cada dos por tres.
—Un momento —dijo Mat—. ¿Qué? —Miró el vientre de Elayne.
Thom puso los ojos en blanco.
—¿Nunca prestas atención a lo que se cuenta cuando vienes a jugar a la ciudad? —le preguntó a Mat.
—Claro que lo hago —rezongó—. Por lo general. —Miró con expresión acusadora a Elayne—: ¿Esto lo sabe Rand?
—Espero que no se sorprenda demasiado cuando se entere —dijo Elayne riendo.
—¡Que me aspen! ¡El padre es él!
—La identidad del padre de mis hijos es un asunto sobre el que se especula en la ciudad —comentó ella en actitud solemne—. Y la corona prefiere que lo siga siendo durante un tiempo. ¡Pero basta ya de hablar de mí! Thom, tienes que contármelo todo. ¿Cómo escapasteis de Ebou Dar?
—Olvida Ebou Dar —intervino Birgitte—. ¿Cómo está Olver? ¿Lo encontrasteis?
—Lo encontramos, sí —respondió Thom—. Y se encuentra bien, aunque me temo que el chico está destinado a ser soldado profesional.
—No es una mala vida, ¿eh, Mat? —manifestó Birgitte.
—Las hay peores —contestó, todavía sin acabar de salir de su estupefacción.
¿Cómo era posible que convertirse en reina hiciera a Elayne menos altanera y estirada? ¿Se le había pasado algo por alto? ¡Pero si ahora resultaba incluso agradable!
Bueno, eso era injusto. Antes ya se había mostrado agradable en algunas ocasiones. Lo que ocurría era que se mezclaban con esas otras veces que se pasaba todo el tiempo dándole órdenes. Mat se encontró sonriendo con el detallado relato de Thom sobre la huida y la captura de Tuon, así como el viaje con el espectáculo ambulante de maese Luca. Relatada por un narrador de cuentos, la historia resultaba incluso mucho más impresionante que haberla vivido. Mat casi se creyó un héroe al escuchar a Thom.
No obstante, justo antes de que Thom llegara a la parte en que Tuon pronunciaba las palabras de matrimonio, Mat tosió y lo interrumpió:
—Y vencimos a los seanchan y huimos a Murandy, hasta que, por fin, encontramos a una Aes Sedai que nos trajo aquí a través de un acceso. Por cierto, ¿has visto a Verin hace poco?
—No —respondió Elayne
Thom miró a Mat con expresión divertida.
—¡Maldición!
En fin, eso eliminaba la posibilidad de que les abriera un acceso a la Torre de Ghenjei. Pero ya se ocuparía de eso más adelante. Sacó del cinturón el portapliegos de piel, lo abrió y tomó los papeles de Aludra.
—Elayne, necesito hablar contigo —empezó.
—Sí, hablabas de campaneros en tu carta. ¿En qué lío te has metido, Matrim Cauthon?
—Eso no es justo en absoluto —contestó mientras extendía las hojas—. No soy yo el que se mete en líos. Si no hubiera…
—No irás a referirte de nuevo a mi captura en la Ciudadela de Tear, ¿verdad? —lo interrumpió, y puso los ojos en blanco.
—Pues claro que no. Eso ocurrió hace siglos. Casi ni lo recuerdo.
Ella rompió a reír, un sonido bonito que repicó en la estancia. Notó que se ponía colorado.
—Sea como sea, yo no estoy metido en líos. Sólo necesito recursos.
—¿Qué clase de recursos? —se interesó Elayne.
Su curiosidad aumentó conforme Mat extendía los papeles sobre la mesa que había al lado del sillón en el que estaba sentada. Birgitte se agachó un poco para echar un vistazo.
—Bien —siguió Mat, que se frotó el mentón—, en la ciudad hay tres fundidores de campanas. Voy a necesitarlos. Y también vamos a necesitar algo de pólvora. Todo está en un listado, en esta página. Y… Necesitaremos un poco de metal.
Se encogió al tenderle a Elayne una de las listas de Aludra. Elayne leyó la página y después parpadeó.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó.
—A veces creo que es posible, sí. Pero, así me abrase, creo que esto valdrá la pena el coste.
—¿Qué es? —preguntó Elayne.
Birgitte miraba una de las hojas y se la pasó al acabar de ojearla.
—Aludra los llama dragones —respondió Mat—. ¿Es verdad lo que me dijo Thom sobre que la conoces?
—Sí, la conozco.
—Bien, pues, éstos son tubos lanzadores, como los que usa para sus fuegos de artificio. La diferencia es que son de metal y son grandes. Y en lugar de lanzar flores nocturnas lanzan piezas de hierro del tamaño de una cabeza.
—¿Y para que querría uno lanzar trozos de hierro por el aire? —le preguntó Elayne, con el entrecejo fruncido.
—Al aire no —dijo Birgitte, con los ojos muy abiertos—. Se los lanzaría al ejército de alguien.
Mat asintió con la cabeza.
—Aludra asegura que uno de estos dragones podría lanzar una bola de hierro hasta una milla de distancia—añadió.
—¡Por los pechos de una madre lactante! —exclamó Birgitte—. No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Eso afirma ella. Y yo la creo. Deberíais ver lo que ha creado ya, y asegura que esto será su obra maestra. Mira, aquí muestra a los dragones disparando contra la muralla de una ciudad desde una milla de distancia. Con cincuenta dragones y doscientos cincuenta soldados, podría derribar una muralla como la que rodea Caemlyn en pocas horas.
Elayne estaba un poco pálida. ¿Le creía? ¿Se enfadaría con él por hacerle perder el tiempo?
—Sé que no serán muy útiles en la Última Batalla —se apresuró a añadir—. Los trollocs no tienen murallas, pero mira esto. Hice que diseñara un proyectil hueco cargado de esquirlas metálicas. Dispáralo contra una línea de trollocs desde cuatrocientos pasos, y uno de esos dragones hará el trabajo de cincuenta arqueros. Que me aspen, Elayne, pero nos vamos a encontrar en desventaja. La Sombra siempre puede mandar contra nosotros más trollocs que soldados tenemos, y a esas malditas bestias cuesta matarlas el doble que a un hombre. Necesitamos tener ventaja en algo. Recuerdo la…
Se calló de golpe. Había estado a punto de decir que recordaba la Guerra de los Trollocs, y ésa no era una buena idea. Por algo así, un hombre podía dar pie a rumores embarazosos.
—Mira, sé que esto suena disparatado, pero tienes que darle una oportunidad.
Elayne alzó los ojos hacia él y… ¿Estaba llorando otra vez? ¿Qué había hecho ahora?
Mat, podría besarte —soltó—. ¡Esto es exactamente lo que necesito!
Mat parpadeó. ¿Qué?
Primero Norry, y ahora Mat —dijo Birgitte, riendo—. Elayne, vas a tener que controlarte. Rand se pondrá celoso.
Elayne resopló y se enfrascó otra vez en los planos.
A los campaneros no les va a gustar esto. Casi todos los artesanos estaban deseosos de volver a su trabajo cotidiano después del asedio.
—Oh, no estoy yo tan segura, Elayne —comentó Birgitte—. He conocido a uno o dos artesanos en mis tiempos. Sí, todos protestan por los privilegios reales durante la guerra; pero, mientras la corona los compense, están satisfechos aunque lo disimulen. El trabajo estable es siempre bienvenido. Además, algo como esto despertará su curiosidad.
—Tendremos que guardarlo en secreto —manifestó Elayne.
—Así pues, ¿vas a hacerlo? —preguntó Mat, sorprendido. ¡No le había hecho falta recurrir a su carta en la manga para distraerla!
—Antes necesitaremos la prueba de que uno funciona, claro —repuso Elayne—. Pero si estos artefactos, esos dragones, funcionan la mitad de bien de lo que Aludra afirma… ¡En fin, sería una necia si no pusiera a trabajar en ellos a todos los hombres que podamos!
—Eso es muy generoso de tu parte —dijo Mat, que se rascó la cabeza.
—¿Generoso? —preguntó ella, vacilante.
—Construirlos para la Compañía.
—Para la Compañía… ¡Mat, serán para Andor!
—Eh, un momento. Estos planos son míos.
—¡Y son mis recursos! —replicó Elayne, que se sentó erguida y con más aplomo de repente—. Tienes que entender que la corona está en condiciones de ofrecer un control más estable y útil para el desarrollo de esas armas.
A un lado, Thom sonreía.
—¿Por qué estás tan contento? —le espetó Mat.
—Por nada. Tu madre se sentiría orgullosa de ti, Elayne.
—Gracias, Thom. —Elayne le regaló una sonrisa.
—¿De parte de quién estás? —preguntó Mat.
—De todos.
—Eso es no estar de parte de nadie, puñetas. —Mat se volvió hacia Elayne—. He puesto mucho empeño, mucho trabajo y mucho razonamiento para lograr estos planos de Aludra. No tengo nada contra Andor, pero no me fío de nadie que tenga estas armas, salvo si soy yo.
—¿Y si la Compañía fuera parte de Andor? —preguntó Elayne. De pronto se comportaba en verdad como una reina.
—La Compañía no tiene obligaciones con nadie.
—Eso es admirable, Mat, pero os convierte en mercenarios. Creo que la Compañía merece algo más, algo mejor. Con respaldo oficial, tendríais autoridad y acceso a recursos. Podríamos daros una comisión en Andor, con vuestra propia estructura de mando.
A decir verdad, resultaba tentador. Sólo un poco. Pero eso no importaba. No creía que a Elayne le entusiasmara tenerlo en su reino una vez que se enterara de su relación con los seanchan. Su intención era reunirse con Tuon andando el tiempo, de algún modo. Aunque sólo fuera para descubrir lo que de verdad sentía por él.
No estaba dispuesto a dar a los seanchan acceso a estos dragones, pero tampoco le apetecía dárselo a Andor. Por desgracia, tenía que admitir que no había posibilidad de conseguir que Andor los construyera sin darle también armas al reino.
No quiero una comisión para la Compañía —dijo—. Somos hombres libres y queremos seguir siéndolo.
Elayne parecía preocupada.
—Sin embargo —añadió Mat—, estoy dispuesto a repartir los dragones contigo. Parte para nosotros, parte para ti.
—¿Y si construyo los dragones y soy dueña de todos, pero prometo que sólo la Compañía podría usarlos? Ninguna otra fuerza militar tendría acceso a ellos.
—Sería muy amable por tu parte, aunque sospechoso —contestó Mat—. Sin ánimo de ofender.
—Para mí sería mejor que las casas nobles no tuvieran esas armas, al menos al principio. Al final acabará teniéndolas todo el mundo. Eso siempre ocurre con las armas. Yo las construyo y prometo dárselas a la Compañía. No tendréis encomienda, sólo un contrato por el que os doy empleo a largo plazo. Podéis marcharos cuando queráis. Pero en ese caso, dejaréis los dragones.
—Es como si me ciñeras al cuello una cadena, Elayne —dijo, fruncido el entrecejo.
—Sólo sugiero soluciones razonables.
—El día en que te vuelvas razonable, me comeré mi sombrero. Sin ánimo de ofender —dijo por segunda vez.
Elayne lo miró enarcando una ceja. Sí, se había convertido en toda una reina. Como quien no quiere la cosa.
—Si nos marchamos, quiero tener derecho a quedarme unos cuantos dragones —apuntó Mat—. Una cuarta parte para nosotros y tres cuartas partes para ti. Pero nos atendremos a tu contrato y, mientras nos tengas como empleados de la corona, sólo nosotros los usaremos. Como dijiste.
Ella frunció más el entrecejo. Diantres, con qué rapidez había captado el poder que tenían los dragones. No podía dejar que ahora dudara. Era necesario que la producción de los dragones empezara de inmediato. Y no estaba dispuesto a dejar pasar de largo la oportunidad que se le presentaba a la Compañía de tenerlos.
Suspirando para sus adentros, Mat alzó la mano y desató el cordón que llevaba atado en la nuca; a continuación sacó el medallón de cabeza de zorro de debajo de la camisa. En el instante en que lo apartó de sí, se sintió más desnudo que si se hubiera quedado en cueros. Lo puso encima de la mesa.
Elayne lo miró, y a él no le pasó inadvertido el destello de deseo que asomó a los ojos de la mujer.
—¿Para qué es esto?
—Digamos que es un… incentivo. —Mat se echó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas—. Lo tendrás durante un día si aceptas empezar la producción del dragón prototipo esta tarde. Me da igual lo que hagas con el medallón, ya sea estudiarlo, escribir un jodido libro sobre él o llevarlo puesto. Pero me lo devuelves mañana. Empeña en ello tu palabra.
Birgitte soltó un quedo silbido. Elayne había querido echar mano a ese medallón desde el instante en que había descubierto que él lo tenía. Claro que todas las puñeteras Aes Sedai que Mat conocía también deseaban lo mismo.
—El contrato de empleo entre la corona y la Compañía tendrá una duración mínima de un año. Renovable —dijo Elayne—. Recibiréis la misma paga que recibisteis en Murandy.
¿Cómo se habría enterado de eso?
—Podrás rescindirlo siempre y cuando lo notifiques con un mes de anticipación —continuó Elayne—, pero yo me quedo con cuatro dragones de cada cinco. Y cualquier hombre que desee unirse al ejército andoreño será libre de hacerlo.
—Quiero uno de cada cuatro —fue la contraoferta de Mat—. Y un nuevo sirviente.
—¿Un qué? —se extrañó Elayne.
—Un criado personal. Ayuda de cámara, creo que se dice. Ya sabes, para que se ocupe de mi ropa. Tú sabrás mucho mejor que yo a quién elegir.
Elayne le miró la chaqueta y después alzó la vista hacia el pelo.
—Esa petición la atenderé, indiferentemente de cómo vayan las otras negociaciones —dijo después.
—¿Uno de cada cuatro? —insistió Mat.
—Tendré el medallón durante tres días.
Un estremecimiento lo sacudió. Tres días, con el gholam en la ciudad. Tal vez tendría que devolvérselo a un muerto. Ya era un riesgo dejárselo durante un día. Sin embargo, no se le ocurría qué otra cosa ofrecerle.
—¿Y qué esperas hacer con él? —le preguntó.
—Copiarlo, si tengo suerte —contestó Elayne, abstraída.
—¿En serio?
—No lo sabré hasta que no lo estudie.
A Mat se le vino de repente a la cabeza la imagen espeluznante de todas las Aes Sedai del mundo llevando uno de esos medallones. Intercambió una mirada con Thom, que parecía tan sorprendido como él.
Pero ¿qué más daba eso? El no encauzaba. Antes tenía miedo de que, si Elayne estudiaba el medallón, podría encontrar la forma de tocarlo con el poder Único aunque lo llevara puesto. Pero si sólo quería copiarlo, pues… Sintió un gran alivio. Y se sintió muy intrigado.
Hay algo que también quería mencionarte, Elayne —dijo—. El gholam está aquí, en la ciudad. Y está matando gente.
Elayne se mantuvo serena, pero él se dio cuenta de que la noticia la preocupaba a pesar de adoptar una actitud más formal cuando habló:
En tal caso, me aseguraré de devolverte el medallón en el plazo convenido.
Mat no pudo menos de torcer el gesto.
—De acuerdo, tres días —accedió después.
—Muy bien. Quiero que el contrato con la Compañía entre en vigor de inmediato. Viajaré a Cairhien pronto y tengo la sensación de que allí será una fuerza de apoyo mejor que la Guardia Real.
¡De modo que de eso se trataba! El Trono del Sol era el siguiente objetivo de Elayne. Bien, pues, ése parecía un buen modo de utilizar a sus hombres, al menos hasta que él los necesitara. Mucho mejor que dejarlos sentados, haraganeando y buscando pelea con los mercenarios.
—Estoy de acuerdo en eso —dijo—. Pero, Elayne, la Compañía tiene que estar libre, sin compromisos, para combatir en la Última Batalla del modo que Rand quiera. Y Aludra tiene que supervisar la fabricación de los dragones. Me huelo que va a insistir en quedarse contigo si la Compañía se marcha de Andor.
—No tengo nada que objetar en cuanto a eso —respondió Elayne, sonriente.
—Ya me parecía a mí. No obstante, y sólo para que quede claro, la Compañía tiene control sobre los dragones hasta que nos marchemos. No puedes vender la tecnología a otros.
—Alguien acabará copiándolos, Mat.
—Esas copias no serán tan buenas como los originales de Aludra, eso te lo prometo —afirmó.
Elayne lo observó de hito en hito, evaluándolo con aquellos ojos azules, analizándolo.
—Sigo prefiriendo tener a la Compañía como una fuerza al servicio exclusivo de la corona andoreña.
Claro, y a mí me gustaría tener un sombrero hecho con oro, una tienda que volara y un caballo que excretara diamantes. Pero ambos habremos de conformarnos con lo que es razonable, ¿verdad?
A mi entender sería razonable que…
Tendríamos que hacer lo que tú dijeras, Elayne, y eso no lo toleraré respondió—. Hay batallas que no merecen librarse, por lo que seré yo quien decida cuándo se ponen mis hombres en peligro. No hay más que hablar.
—No me gusta contar con hombres que pueden dejarme en cualquier momento.
—Sabes que no los retendré sólo para mortificarte. Haré lo correcto.
—Lo que tú entiendes por correcto —lo corrigió ella.
—Todos los hombres deberían tener ese privilegio —replicó.
—Muy pocos hacen uso de él con buen juicio.
—Lo queremos, en cualquier caso. Lo exigimos —dijo de forma rotunda.
Elayne miró de soslayo —casi de un modo imperceptible— los planos y el medallón que estaban en la mesa.
—Concedido —dijo al cabo.
—Trato hecho.
Dicho esto se puso de pie, se escupió en la mano y se la tendió. Ella vaciló, pero enseguida se incorporó, se escupió en la mano y se la asió. Mat sonrió mientras se la estrechaba.
—¿Sabías que tal vez te habría pedido que empuñaseis las armas contra Dos Ríos? —preguntó Elayne—. ¿Es por eso por lo que demandaste el derecho a marcharte si querías?
¿Contra Dos Ríos? ¿Por qué diantre querría hacer tal cosa?
—No tienes por qué luchar contra ellos, Elayne.
—Veremos qué me obliga a hacer Perrin —repuso ella—. Pero no discutamos sobre eso ahora. —Miró a Thom y luego buscó debajo de la mesa y sacó un pliego de papel enrollado y sujeto con una cinta—. Por favor, quiero saber más detalles de lo que ocurrió durante vuestro viaje desde Ebou Dar. ¿Querréis cenar conmigo esta noche?
—Será un placer —aceptó Thom, que se puso de pie—. ¿Verdad, Mat?
—Supongo que sí —contestó—. Si Talmanes puede venir también. Me cortará el cuello si no os presento al menos, Elayne. Y ya, si cena contigo, irá bailando todo el trecho de vuelta al campamento.
Elayne soltó una risita divertida.
—Como quieras. Haré que unos criados os conduzcan a unos aposentos donde podréis descansar hasta la hora de cenar. —Le tendió a Thom el papel enrollado—. Esto se proclamará mañana, si quieres.
—¿Qué es? —preguntó Thom.
—La corte de Andor no tiene un bardo apropiado. Pensé que podría interesarte.
Thom vaciló un instante antes de contestar:
—Me honras con tu propuesta, pero no me es posible aceptarla. Hay cosas que he de hacer que me ocuparán cierto tiempo y no puedo estar atado a la corte.
—No tienes por qué estarlo —manifestó Elayne—. Tendrás libertad para ir y venir donde desees. Pero, cuando estés en Caemlyn, haré que se te reconozca por lo que eres.
.—Yo… —Tomó el papel enrollado—. Lo pensaré, Elayne.
—Excelente. —Hizo una mueca—. Me temo que ahora he de acudir a una cita con mi comadrona, pero os veré en la cena. Aún no he preguntado a Matrim qué quería decir al referirse a sí mismo en su carta como un hombre casado. ¡Espero un informe completo! ¡Nada de expurgaciones!
Miró a Mat y sonrió de manera taimada—. Expurgaciones significa «suprimir o cortar partes», Mat. Por si acaso no estabas enterado, puñetas.
—Lo sabía —dijo, al tiempo que se ponía el sombrero.
¿Cómo era esa palabra? ¿Expiraciones? Luz, ¿por qué habría mencionado lo del matrimonio en esa carta? Porque había esperado despertar la curiosidad de Elayne lo bastante para que quisiera recibirlo.
Elayne se echó a reír y les hizo un gesto señalando hacia la puerta. Thom le dio un beso paternal en la mejilla antes de ir hacia allí… ¡Bien, por lo de paternal! Había oído ciertas cosas sobre esos dos que prefería no creer, si se tenía en cuenta que Thom era lo bastante mayor para ser, como poco, su abuelo.
Mat abrió la puerta con intención de salir.
—Y, Mat —añadió Elayne, haciendo que se parara—, si te hace falta pedir dinero para comprarte una chaqueta nueva, la corona podría prestarte algo. Teniendo en cuenta tu posición, deberías vestir mejor.
—¡No soy un jodido noble! —barbotó, y se dio media vuelta.
—Aún no. No tienes la audacia de Perrin de arrogarse un título, pero me ocuparé de que lleves uno.
—Ni se te ocurra.
—Pero…
—Verás —dijo, mientras Thom se reunía con él en el pasillo—, estoy orgulloso de ser quien soy. Y me gusta esta chaqueta. Es cómoda. —Tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los puños para no rascarse el cuello.
—Si tú lo dices… Te veré en la cena. Tendré que invitar a Dyelin. Siente mucha curiosidad y quiere conocerte.
Dicho esto, indicó a Birgitte que cerrara la puerta. Mat se quedó mirándola durante un instante con expresión resentida y después se volvió hacia Thom. Talmanes y los soldados esperaban a una distancia prudencial, pasillo adelante, para no oír la conversación que se había sostenido dentro. Unos criados de palacio les habían llevado té caliente.
Ha ido bien —decidió Mat, puesto en jarras—. Me preocupaba que no mordiera el anzuelo, pero la atraje bien con el cebo.
Sin embargo, los malditos dados seguían rodando dentro de su cabeza, Thom rió con ganas y le palmeó el hombro.
¿Qué? —demandó al juglar.
Thom se limitó a soltar otra risita divertida y después bajó la vista al pergamino enrollado que llevaba en la mano.
—Y esto también ha sido inesperado.
—Bueno, Andor no tiene un bardo de la corte —razonó Mat.
—Sí, pero aquí hay también una amnistía por escrito para todos y cualesquiera delitos, conocidos y desconocidos, que haya podido cometer en Andor o en Cairhien —explicó Thom, sin apartar la vista del pergamino—. Me pregunto quién le dijo…
—¿Le dijo qué?
—Nada, Mat. Nada en absoluto. Disponemos de unas pocas horas hasta la cena con Elayne. ¿Qué te parece si vamos a comprarte una chaqueta nueva?
—De acuerdo. ¿Crees que yo conseguiría también una de esas amnistías si la pidiera?
—¿Acaso la necesitas?
Mat se encogió de hombros y caminó junto al otro hombre pasillo adelante.
—Nunca está de más cubrirse las espaldas —comentó—. Bueno ¿y qué clase de chaqueta vas a comprarme?
—No he dicho que vaya a pagarla yo.
—No seas tan tacaño —le recriminó Mat—. Yo pagaré la cena.
Y así se abrasara si, de algún modo, no sabía que acabaría pagando. ¡Vaya si lo sabía, puñetas!