Rand y Min no se hicieron notar cuando llegaron a Bandar Eban. El acceso se abría a un pequeño callejón vigilado por dos Doncellas —Lerian y Heidia— junto a Naeff, el alto Asha’man de mentón cuadrado.
Tras hacer un reconocimiento del callejón, las Doncellas se situaron en la bocacalle, desde donde echaron miradas recelosas a la ciudad. Rand, vestido con capa marrón, llegó hasta ellas y posó la mano en el hombro de Heidia para calmar a la esbelta mujer; al parecer, la ponía nerviosa que hubiera llevado una escolta tan reducida.
En el cielo, las nubes se abrieron sobre la ciudad y desaparecieron casi de inmediato debido a la llegada de Rand. Min alzó la vista y sintió el calor en la cara. El callejón olía muy mal —a basura y desperdicios—, pero una cálida brisa sopló y se llevó el hedor.
—Milord Dragón, esto no me gusta —manifestó Naeff—. Deberíais llevar más protección. Regresemos y reunamos…
—Todo saldrá bien, Naeff —lo tranquilizó Rand, que se volvió hacia Min y le ofreció la mano.
Ella la tomó y se puso a su lado. Naeff y las Doncellas tenían órdenes de seguirlos a cierta distancia para no llamar la atención.
Nada más salir a una de las muchas aceras entarimadas de la capital domani, Min se llevó una mano a la boca. Había pasado poco tiempo desde que Rand se había marchado. ¿Cómo había cambiado tanto la ciudad en tan breve intervalo?
La calle estaba abarrotada de gente sucia y enferma que se amontonaba contra las paredes, arrebujada en mantas. No quedaba sitio para caminar por las aceras de madera, por lo que Rand y ella tuvieron que meterse en el barro para continuar. La gente tosía y gemía, y Min se dio cuenta de que la fetidez no sólo se limitaba al callejón: toda la ciudad parecía apestar. En otro tiempo, de la mayoría de los edificios colgaban estandartes, pero ahora los habían arrancado con el propósito de utilizarlos para arroparse o para alimentar las lumbres.
Casi todos los edificios tenían las ventanas rotas y estaban abarrotados de refugiados. Conforme Rand y ella avanzaban, la gente de alrededor se giraba para mirarlos. Algunos deliraban. Otros parecían hambrientos. Y peligrosos. Muchos eran domani, pero también había bastantes con la piel más clara: refugiados del llano de Almoth, o de Saldaea, quizá. Al pasar delante de un grupo de jóvenes con pinta de perdonavidas que holgazaneaban a la entrada de un callejón, Min aflojó un cuchillo que llevaba en la manga, para tenerlo al alcance de la mano. Tal vez Naeff tenía razón. La ciudad no daba la impresión de ser un lugar seguro.
—Caminé por Ebou Dar como ahora por aquí —dijo Rand en voz baja. De pronto, ella fue consciente de su dolor. Una culpabilidad aplastante que le hacía más daño que las heridas del costado—. En parte, fue eso lo que me hizo cambiar. La gente de Ebou Dar estaba feliz y bien alimentada. No tenía este aspecto. Los seanchan gobiernan mejor que yo.
—Rand, tú no eres responsable de esto —replicó Min—. No estabas aquí para…
El dolor de Rand se hizo mayor, y Min comprendió que se había equivocado al decir aquello.
—Precisamente —respondió con la misma suavidad—. No estaba aquí. Abandoné esta ciudad cuando vi que no podría utilizarla para lo que tenía proyectado. Lo olvidé, Min. Olvidé el propósito de todo esto. Qué razón tenía Tam. Un hombre debe saber por qué lucha.
Rand había enviado a su padre a Dos Ríos, acompañado por un Asha’man, con la misión de agrupar a la gente en una unidad y prepararla Para la Última Batalla.
Rand dio un traspié. De pronto parecía muy cansado, y se sentó en una caja que había cerca. Un rapazuelo de piel cobriza los observaba con interés desde el umbral de una casa. Al otro lado de la calle, una calzada se bifurcaba de la vía principal. Allí no se apelotonaba nadie; unos hombres con pinta de matones y armados con porras custodiaban la entrada a la calle.
Están creando bandas —susurró Rand, los hombros hundidos—. Los ricos contratan a los fuertes para que los protejan y alejen a aquellos que vienen en busca de su fortuna. Sólo que ahora no tiene nada que ver con el oro o las joyas, sino con la comida.
—Rand —le dijo Min, que se arrodilló junto a él—, no puedes…
—Sé que he de seguir adelante —la interrumpió—, pero es doloroso tomar conciencia de las cosas que he hecho, Min. Al convertirme en acero, me deshice de todas esas emociones. Y ahora, al permitirme sentirlas de nuevo, al reír de nuevo, también me he abierto a mis errores y ya no me son ajenos.
—Rand, veo brillar el sol a tu alrededor.
Rand la miró y luego alzó los ojos al cielo.
—No ese sol —susurró Min—. Es una visión. Veo nubes oscuras a las que aleja el calor del sol. Te veo a ti con una espada cegadoramente blanca en la mano, y la empuñas contra una espada negra asida por una oscuridad sin rostro. Veo árboles que florecen de nuevo y dan fruto. Veo un campo con la siembra abundante y saludable. —Min dudó—. Veo Dos Ríos, Rand. Veo una posada con la marca del Colmillo del Dragón incrustada en la puerta. Pero ya no es un símbolo de oscuridad y odio, sino de victoria y esperanza.
Él la miró.
Min vio algo por el rabillo del ojo. Se giró hacia la gente que se hallaba sentada en la calle y ahogó un grito. Todos tenían una imagen sobre ellos. Era un hecho excepcional ver aparecer tantas visiones —y todas a la vez— encima de las cabezas de los enfermos, los débiles y los desamparados.
—Veo un hacha plateada encima de la cabeza de ese hombre —continuó, señalando a un mendigo barbudo que estaba recostado contra la pared y con la barbilla hundida en el pecho—. Será un líder en la Última Batalla. Y esa taciturna mujer de ahí, acurrucada en las sombras, irá a la Torre Blanca y se convertirá en una Aes Sedai. Veo la Llama de Tar Valon junto a ella y sé lo que eso significa. ¿Ves a ese hombre de allí, con pinta de ser un simple matón? Le salvará la vida. Sé que no quiere, pero luchará. Todos ellos lo harán. ¡Lo veo!
Miró a Rand y le asió la mano.
—Serás fuerte, Rand. Serás tú el que conseguirá que ocurra eso. Vas a liderar a esta gente. Lo sé.
—¿Lo has visto en una visión?
Min negó con la cabeza.
—No hace falta. Confío en ti.
—Casi te maté —susurró Rand—. Cuando me miras, ves a un asesino. Sientes mi mano en tu garganta.
—¿Qué? ¡Claro que no! Rand, mírame a los ojos. Me sientes a través del vínculo. ¿Acaso percibes una sola pizca de duda o de miedo en mí? Rand la miró a los ojos con toda la intensidad de que era capaz, pero ella no se amedrentó, porque sostener la mirada de este pastor era muy fácil. Entonces él se sentó más erguido.
—Oh, Min, ¿qué haría sin ti?
La joven resopló con sorna antes de responder:
—Te siguen reyes y jefes Aiel, así como Aes Sedai, Asha’man y ta’veren. Estoy convencida de que te arreglarías muy bien.
—No. Tú eres más imprescindible para mí que todos ellos juntos. Me recuerdas quién soy. Además, sabes pensar con más claridad que la mayoría de quienes se llaman a sí mismos mis consejeros. Si quisieras, serías una reina.
—Sólo te quiero a ti, pedazo de idiota.
—Gracias. —Rand vaciló antes de añadir—: Aunque creo que no echaría de menos que dejaras de dedicarme cumplidos como ése.
—La vida es dura, ¿verdad? —dijo Min con guasa.
Rand sonrió. Después se puso de pie y respiró hondo. La culpabilidad seguía ahí, pero bajo control, al igual que controlaba el dolor. Alrededor, los refugiados empezaban a animarse. Rand regresó junto al desdichado barbudo que Min le había indicado antes; el hombre estaba sentado con los pies en el barro.
—Vos sois él —le dijo el hombre—. El Dragón Renacido.
—Sí —respondió Rand—. ¿Eras soldado?
—Yo… —La expresión en los ojos del hombre se tornó ausente, lejana—. En otra vida. Serví en la Guardia Real, antes de que el rey desapareciera, antes de que lady Chadmar aprovechara para ponerse al mando y nos disolviera.
La fatiga pareció desbordarse por los ojos del hombre mientras evocaba esos tiempos.
—Excelente —exclamó Rand—. Necesitamos reinstaurar el orden en esta ciudad, capitán.
—¿Capitán? —repitió el hombre—. Pero yo…
Entonces ladeó la cabeza, se levantó y se sacudió el polvo de la ropa. De pronto, fue como si un ligero aire militar irradiara de él a pesar de las ropas rasgadas y la barba enmarañada.
—Bien, supongo que tenéis razón. Pero no creo que sea fácil. La gente se muere de hambre.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Rand—. Necesito que reúnas a tus hombres.
—No veo a muchos de los otros muchachos por aquí… No, aguardad. Ahí están Votabek y Redbord.
Llamó con un ademán a un par de los hombres en los que Min se había fijado al pasar. Los dos dudaron un momento, pero se acercaron.
—¿Durnham? —preguntó uno de ellos—. ¿Qué sucede?
—Ha llegado la hora de acabar con esta ausencia de ley en la ciudad —respondió Durnham—. Vamos a organizar las cosas, a hacer limpieza. El lord Dragón ha vuelto.
Uno de los hombres escupió al suelo. Era un hombre corpulento con el pelo moreno y rizado, piel domani y un bigote fino.
—Así se abrase. Nos abandonó. Yo… —El hombre enmudeció de golpe al ver a Rand.
—Lo siento —dijo Rand, mirándolo a los ojos—. Os fallé. No volverá a pasar.
El hombre miró a su compañero, y éste se encogió de hombros.
—Lain nunca nos va a pagar, así que es mejor ver qué podemos hacer aquí.
—Naeff —llamó Rand al Asha’man con un gesto de la mano. Tanto él como las Doncellas se acercaron desde donde habían estado observando—. Abre un acceso de vuelta a la Ciudadela. Quiero armas, armaduras y uniformes.
—De inmediato —respondió Naeff—. Haremos que los soldados traigan todo…
—No —lo interrumpió Rand—. Pasadlo a través del acceso al interior de este edificio. Yo os despejaré el sitio donde abrirlo. Pero ningún soldado tiene que venir. —Rand alzó la vista y miró la calle—. Bandar Eban ya ha sufrido bastante a manos de extranjeros. Hoy no verá la mano de un conquistador.
Min dio un paso atrás y observó maravillada. Los tres soldados entraron con presteza en el edificio y evacuaron a los pilluelos. Rand, al verlos, les pidió que le hicieran de mensajeros para llevar recados. Y respondieron. Todos respondían a Rand si se paraban a mirarlo.
Quizás otra persona habría pensado que se trataba de algún tipo de Compulsión, pero Min vio cómo les cambiaba la cara, cómo les brillaban los ojos al recuperar la esperanza. Vieron que en Rand había algo en lo que podían confiar. O, al menos, algo en lo que esperaban poder confiar.
Los tres soldados enviaron a unos cuantos mensajeros, chicos y chicas, a buscar a otros antiguos soldados. Naeff abrió el acceso. Al cabo de unos minutos, los tres soldados salían del edificio vestidos con corazas plateadas y un sencillo —pero limpio— uniforme de color verde. Los hombres se habían peinado la barba y el pelo, y habían encontrado algo de agua para lavarse la cara. Así, en un visto y no visto, dejaron de parecer unos pordioseros y se convirtieron en soldados. Olían un poco, ¡pero eran soldados, de todas todas!
La mujer en la que Min se había fijado antes —de la que sabía a ciencia cierta que tenía la capacidad de encauzar— se acercó a hablar con Rand. Tras un breve intercambio entre los dos, ella asintió y al poco rato había reunido a hombres y mujeres para llenar cubos de agua del pozo, Min frunció el entrecejo sin entenderlo, hasta que se pusieron a lavarles la cara y las manos a todos aquellos que se acercaban.
La gente empezó a congregarse alrededor. Algunos por curiosidad, otros con aire hostil y varios que seguían la corriente al resto, sin más. La mujer y su equipo se pusieron a examinarlos y a asignarles tareas: unos para buscar a heridos o enfermos; otros para enfundarse los uniformes y empuñar un arma. Una de las mujeres empezó a hablar con los arrapiezos para descubrir dónde estaban sus padres, si es que tenían.
Min se sentó en la caja que Rand había utilizado antes. En una hora, había una tropa formada por quinientos soldados a las órdenes del capitán Durnham y sus dos tenientes. Muchos de esos quinientos soldados no podían dejar de mirar con asombro el uniforme limpio y las corazas plateadas que llevaban.
Rand habló con muchos de ellos en persona, pidiéndoles perdón. Mientras hablaba con una mujer, la multitud que tenía detrás empezó a moverse nerviosa. Rand se dio la vuelta y vio a un hombre anciano que se acercaba, con la piel llagada por lesiones terribles. La gente mantenía las distancias con él.
—Naeff —llamó Rand.
—¿Milord?
—Trae Aes Sedai. Aquí hay gente que necesita Curación.
La mujer que había organizado a la gente para llenar los cubos de agua ayudó al anciano a moverse a un lado.
—Milord. —Durnham llegó junto a Rand a paso ligero.
Min se quedó boquiabierta. El hombre había encontrado una navaja en algún lugar y se había afeitado la barba, dejando a la vista un mentón de rasgos firmes. Se había dejado el típico bigote domani. Lo acompañaba una guardia de cuatro hombres.
—Vamos a necesitar más sitio, milord —informó el capitán—. El edificio que elegisteis está a rebosar, y más y más personas siguen llegando y tienen abarrotada la calle.
—¿Qué sugieres? —preguntó Rand.
—Los muelles —respondió Durnham—. Uno de los mercaderes de la ciudad se ha adueñado de ellos. Apuesto a que encontraremos algunos almacenes casi vacíos que podríamos utilizar. Antes almacenaban comida pero… Bueno, ya no queda.
¿Y el mercader que tiene en su poder esa zona? —preguntó Rand.
Nada que vos no podáis solucionar, milord.
Rand sonrió y le indicó con un ademán a Durnham que lo guiara hasta allí, tras la cual le tendió la mano a Min.
—Rand —dijo Min cogiéndole la mano—, van a necesitar comida.
—Sí —convino él. Miró en dirección sur, hacia los muelles cercanos—. La encontraremos allí.
—¿No se la habrán comido ya?
Rand no respondió. Se unieron a la recién creada guardia de la ciudad y se pusieron a la cabeza de la unidad vestida de verde y plata. Tras ellos iba una multitud de refugiados llenos de esperanza.
Los enormes muelles de Bandar Eban —que se contaban entre los más impresionantes del mundo— estaban situados al pie de la ciudad, en la rada con forma de media luna. Min se sorprendió al ver cuántos barcos fondeaban en ellos, la mayoría navíos de los Marinos.
«Claro —se dijo Min—. Rand hizo que trajeran comida a la ciudad. Pero se echó a perder. Cuando Rand abandonaba la ciudad, le informaron que toda la comida que había en esos barcos había sucumbido al contacto del Oscuro».
Alguien había levantado barricadas en medio de la calzada. Las otras calles que llevaban a los muelles tenían parapetos similares. Detrás de la barricada, varios soldados uniformados miraban con nerviosismo a la fuerza que se acercaba.
—¡Alto ahí! —gritó una voz—. No nos…
Rand levantó una mano e hizo un gesto despreocupado. La barricada, hecha de muebles y tablones, empezó a temblar y luego se deslizó a un lado con el chirrido de maderas al rozar entre sí. Los hombres cobijados detrás gritaron al tiempo que se apartaban.
Rand dejó a un lado las barricadas tiradas en la calzada y avanzó. Min percibía la paz que había dentro de él. Un grupo de hombres harapientos, armados con porras, se encontraba en medio de la calle con los ojos desorbitados. Rand se dirigió a uno de ellos.
—¿Quién impide a mi gente acceder a los muelles y acapara toda la comida para sí? Querría… hablar con esa persona.
—¿Milord Dragón? —preguntó una voz llena de sorpresa.
Min miró hacia donde había sonado la voz. Un hombre alto y delgado, vestido con una chaqueta roja de corte domani, se abría paso hacia ellos a trompicones. Su camisa había conocido tiempos mejores; ahora, en vez de impoluta y de calidad, estaba arrugada y sucia. Se notaba que el hombre se hallaba al borde de la extenuación.
«¿Cómo se llamaba? —pensó Min—. Iralin, eso es. El jefe de puerto».
—¿Iralin? —llamó Rand—. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué has hecho?
—¿Que qué he hecho yo? —demandó el hombre—. ¡Intentar evitar que toda la ciudad asaltara los barcos en busca de la comida echada a perder! Cualquier persona que la come, enferma y muere. Pero la gente no atiende a razones. Varios grupos intentaron entrar a la fuerza en los muelles en busca de la comida, así que decidí no permitir que provocaran su propia muerte al ingerirla.
La voz del hombre nunca había sonado tan enojada como ahora. Min lo recordaba como un hombre sosegado.
—Lady Chadmar huyó una hora después de que vos os marchasteis continuó Iralin—, y los otros miembros del Consejo de Mercaderes no tardaron ni un día en hacer lo mismo. Esos malditos Marinos dicen que no se irán hasta que desembarquen la mercancía o hasta que les pague para hacer otro servicio. Así que me he dedicado a esperar que la ciudad se muera de hambre, o que coma esa comida y se muera, o que estalle otro disturbio de fuego y muerte. Eso es lo que he estado haciendo aquí. ¿Qué habéis estado haciendo vos, milord Dragón?
Rand cerró los ojos y suspiró. No se disculpó con Iralin como lo había hecho con otra gente. Quizá se había dado cuenta de que disculparse no serviría de nada.
Min asestó una mirada encolerizada a Iralin.
—Es mucho el peso que carga el lord Dragón a la espalda, mercader. No puede cuidar de todos y cada uno de…
—Está bien, Min —la interrumpió Rand. Le puso la mano en el brazo y abrió los ojos—. Es lo que me merezco. Iralin, antes de marcharme de la ciudad me dijisteis que la comida en esos barcos se había echado a perder. ¿Comprobasteis todos los barriles y sacos?
—Comprobé los suficientes —respondió el jefe de puerto, aún hostil—. Si uno abre cien sacos y encuentra lo mismo en todos ellos, se imagina cómo estará el resto. Mi mujer ha intentado discurrir un método para separar el grano malo del bueno. Si es que hay grano bueno.
Rand echó a andar hacia las naves. Iralin lo siguió, desconcertado quizá porque Rand no le hubiera gritado. Min se unió a ellos. Rand se acercó a un sobrecargado navío de los Marinos que estaba amarrado al muelle. Un grupo de Marinos descansaba a bordo.
—Querría hablar con la Navegante —anunció Rand.
—Heme aquí —respondió una mujer con canas en el liso cabello negro; lucía tatuajes en la mano derecha—. Milis din Shalada Tres Estrellas.
—Hice un trato para que se hiciera llegar comida aquí —continuó Rand.
Y ése no quiere que hagamos la entrega —respondió Milis, señalando con la cabeza a Iralin—. No nos deja descargar. Dice que, si lo hacemos, hará que sus arqueros nos disparen.
—No sería capaz de contener a la gente —se defendió Iralin—. He hecho correr el rumor por la ciudad de que los Marinos retienen la comida a la fuerza.
¿Veis lo que hemos de soportar por vos? —le dijo Milis a Rand—. Empiezo a cuestionarme el Compromiso que acordamos, Rand al’Thor.
—¿Niegas que sea el Coramoor? —preguntó Rand sin dejar de mirarla a los ojos. Parecía que la mujer tenía problemas para desviarlos en otra dirección.
—No —dijo al final la Navegante—. No, supongo que no. Querréis subir a bordo del Cresta Blanca, supongo.
—Si se me permite.
—¡Arriba, pues!
Tras colocar la plancha, Rand subió a bordo con paso resuelto, seguido de Min, Naeff y las dos Doncellas. Tras un instante de vacilación, lo siguieron Iralin y el capitán con algunos de sus soldados.
Milis los condujo al centro de la cubierta, donde una trampilla y una escala llevaban a la bodega del barco. Rand bajó en primer lugar; al tener sólo una mano, lo hizo con movimientos torpes. Min fue la siguiente.
En la bodega, la luz entraba entre las ranuras de cubierta e iluminaba montones y montones de sacos de grano. El aire se notaba cargado y olía a polvo.
—Estaríamos encantados de deshacernos de esta carga —dijo con suavidad Milis, que había sido la tercera en bajar—. Está matando a las ratas.
—Quién hubiera dicho que eso no os agradaría —comentó Min.
—Un barco sin ratas es como un océano sin tormentas —respondió la Navegante—. Nos quejamos de ambas, pero mi tripulación murmura cada vez que encuentra un roedor muerto.
Cerca había varios sacos abiertos y tumbados, con el oscuro contenido desparramado por el suelo. Iralin había explicado que intentaban separar el grano bueno del malo, pero Min no veía grano bueno. Tan sólo grano arrugado y descolorido.
Rand se quedó mirando los sacos abiertos, mientras Iralin bajaba a la bodega. El capitán Durnham y sus hombres fueron los últimos en bajar.
—Ya no hay nada que aguante mucho tiempo —dijo Iralin—. No es sólo el grano. La gente trajo consigo lo que había almacenado en sus granjas durante el invierno. También se pudrió. Vamos a morir, y ya está dicho todo. No vamos a llegar a la maldita Última Batalla. Nosotros…
—Paz, Iralin —lo interrumpió con suavidad Rand—. Las cosas no están tan mal como piensas.
Rand se acercó a un saco y tiró del cordón que lo cerraba. El saco cayo de lado y derramó en el suelo de la bodega granos dorados de cebada. No había ni una sola mancha de color negro. Daba la impresión de que esa cebada se hubiera recolectado hacía poco, todos y cada uno de los granos hinchados y llenos.
Milis reprimió un grito ahogado.
—¿Qué habéis hecho? —le preguntó a Rand.
—Nada. Sólo abristeis los sacos equivocados, eso es todo. El resto está en buenas condiciones.
—¿Que eso es todo? —repitió Iralin—. O sea, ¿ahora resulta que abrimos todos los sacos malos sin dar con uno solo que estuviera bien? Eso es ridículo.
—No es ridículo, sólo improbable —argumentó Rand, que posó la mano en el hombro del jefe de puerto—. Lo hiciste bien, Iralin. Siento haberte dejado en este aprieto. Te nombro miembro del Consejo de Mercaderes.
Iralin se quedó boquiabierto.
A su lado, el capitán Durnham abrió otro saco.
—Este está bien —dijo tras comprobarlo.
—Y éste —confirmó uno de sus hombres.
—Aquí hay patatas —dijo otro soldado junto a un barril—. Me parecen tan buenas como cualesquiera que haya comido antes. En realidad, tienen mejor pinta. No se han secado como cabría esperar de restos sobrantes del invierno pasado.
—Corred la voz —les dijo Rand a los soldados—. Reunid a vuestros hombres para empezar a distribuir las provisiones desde uno de los almacenes. Quiero este grano bien protegido con una guardia nutrida. Iralin actuó con gran acierto al prever que la gente podía asaltar los muelles. No entreguéis nada sin cocinar. Eso haría que la gente lo acaparara y traficara con ello. Necesitaremos calderos y lumbres para cocinar una parte. El resto, llevadlo a los almacenes. ¡Daos prisa!
—¡Sí, señor! —respondió el capitán Durnham.
—La gente que he reunido de momento os ayudará —dijo Rand—. No robarán el grano. Podéis confiar en ellos. Que descarguen los barcos y quemen el grano malo. Tendría que haber miles de sacos que aún estén en buenas condiciones. —Rand miró a Min—. Vamos, he de organizar a las Aes Sedai para las Curaciones.
Rand vaciló un instante al reparar en que Iralin seguía sin salir de su asombro.
—Lord Iralin, te nombro administrador de la ciudad por el momento. Durnham será tu comandante. Pronto dispondrás de suficientes tropas Para restablecer el orden.
—¿Administrador de la ciudad? —repitió Iralin—. ¿Podéis hacer eso? Rand le sonrió.
Alguien ha de desempeñar esa tarea. Y date prisa con el trabajo, Porque hay mucho que hacer. Sólo puedo quedarme el tiempo justo para estabilizar las cosas. Un día o así.
Rand se dio media vuelta para subir por la escalera de mano.
¿Un día? —exclamó Iralin, aún en la bodega con Min—. ¿Para que todo vuelva a ser estable? No conseguiremos hacerlo en este tiempo, ¿verdad?
—Creo que os sorprenderá, lord Iralin —respondió Min, mientras se asía a la escalera de mano para empezar a subir—. A mí me sorprende a diario.