15 Usar un guijarro

Nynaeve apretó el paso por las calles adoquinadas de Tear, con el Asha’man Naeff a su lado. Aún percibía aquella tormenta en el norte, lejana pero terrible. Antinatural. Y se estaba desplazando hacia el sur. Lan se encontraba allí.

—Luz, protégelo —susurró.

—¿Qué decíais, Nynaeve Sedai? —preguntó Naeff.

—Nada.

Nynaeve se estaba acostumbrando a tener cerca a los hombres de chaqueta negra. Ya no sentía un desagradable escalofrío cuando miraba a Naeff. Eso sería absurdo. El Saidin se había limpiado; ella había ayudado a Rand a conseguirlo. No había por qué sentirse incómoda. Aunque a veces los Asha’man se quedaran con la mirada perdida en el vacío mientras mascullaban entre dientes. Como Naeff, que observaba la sombra arrojada por un edificio cercano, con la mano en la espada.

—Cuidado, Nynaeve Sedai —advirtió—. Nos sigue otro Myrddraal.

—¿Estás… seguro, Naeff?

El hombre alto, de rostro cuadrado, asintió con la cabeza. Tenía mucho talento para los tejidos, en especial los de Aire, algo poco corriente en un hombre; y era muy educado con las Aes Sedai, a diferencia de algunos de los otros Asha’man.

—Sí, estoy seguro. No sé por qué puedo verlos yo, y otras personas no.

Quizá tenga un Talento para eso. Se ocultan en las sombras, como una especie de merodeadores, creo. No han atacado aún; creo que son cautos porque saben que puedo verlos.

Le había dado por recorrer la Ciudadela de Tear de noche para vigilar a los Myrddraal que sólo él veía. Su locura no empeoraba, pero los daños sufridos antes no desaparecían. Siempre había tenido esa lacra. Pobre hombre. Al menos, su locura no era tan grave como la de algunos otros.

Nynaeve caminó por la ancha y pavimentada calle con la mirada fija al frente. Los edificios se sucedían a ambos lados al estilo arbitrario de Tear. Una gran mansión, con dos pequeñas torres y una puerta de bronce, semejante a las de acceso a una ciudad, se alzaba junto a una posada de tamaño modesto. Enfrente de ambos edificios había una hilera de casas con verjas de hierro forjado en puertas y ventanas, pero justo en medio de la fila se había construido una carnicería.

Naeff y ella se dirigían al distrito Todos los Estíos, que se encontraba pegado a la parte interior de la muralla occidental. No era el sector más rico de Tear, pero no cabía duda de que era próspero. Por supuesto, en Tear sólo existía una división: plebeyos y nobles. Muchos nobles todavía consideraban a los plebeyos seres diferentes —e inferiores— por completo.

Se cruzaron con algunos de esos plebeyos; hombres con pantalón amplio ajustado en los tobillos, y la cintura ceñida por fajines de colores vivos, y mujeres con vestidos de cuello alto y delantales claros. Los sombreros de paja con copas planas eran comunes, así como las gorras de paño que colgaban por un lado. Mucha gente llevaba colgados al hombro zuecos unidos por una cuerda, zuecos que volverían a utilizar cuando regresaran al Maule.

La gente con la que se cruzaba Nynaeve tenía ahora el gesto preocupado; algunos echaban ojeadas hacia atrás con temor. Una burbuja maligna había surgido en esa dirección. Quisiera la Luz que no hubiera muchos heridos, porque ella no disponía de mucho tiempo para esos menesteres. Tenía que regresar a la Torre Blanca. La exasperaba tener que obedecer a Egwene, pero lo haría, y se marcharía tan pronto como Rand hubiera regresado. Se había ido a alguna parte por la mañana. Qué hombre tan insufrible. Al menos se había llevado una escolta de Doncellas. Por lo visto había dicho que tenía que recoger algo.

Con Naeff a su lado, Nynaeve apretó tanto el paso que los dos iban casi corriendo. Un acceso habría resultado más rápido, pero no sería seguro; no tenía la certeza de abrirlo en un sitio sin seccionar a alguien.

«Nos estamos volviendo demasiado dependientes de esos accesos. Caminar y usar las piernas parece que ya no nos basta», pensó.

Doblaron en una esquina y entraron en una calle donde un grupo de nerviosos Defensores —vestidos con las chaquetas negras y los petos plateados por los que asomaban las mangas abullonadas en negro y dorado— formaban en fila. Se apartaron para que pasaran Naeff y ella y, aunque denotaron alivio al verlos llegar, siguieron aferrando las alabardas con nerviosismo.

La ciudad que se extendía a su espalda parecía un poco más… inconsistente de lo que debería. Descolorida. Los adoquines tenían un tono gris más suave; las paredes de los edificios de color marrón o gris en matices más tenues de como deberían ser.

—¿Tenéis hombres dentro para buscar a los heridos? —se interesó Nynaeve.

Uno de los Defensores movió la cabeza en un gesto de negación.

—Hemos estado impidiendo que la gente pase, eh…, lady Aes Sedai. No es seguro entrar ahí.

La mayoría de los tearianos aún no se habían acostumbrado a demostrar a las Aes Sedai el debido respeto. Hasta hacía poco, encauzar había estado prohibido en la ciudad.

—Manda a tus hombres a investigar —ordenó Nynaeve con firmeza—. El lord Dragón se disgustará si por vuestra falta de coraje se pierden vidas. Empezad por el perímetro y mandadme llamar si encontráis a alguien a quien pueda ayudar.

Los guardias se pusieron en movimiento. Nynaeve se volvió hacia Naeff y, cuando éste hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, dio un paso hacia el sector de la ciudad afectado. El adoquín del pavimento se pulverizó al rozarlo con el pie, que se le hundió a través de la piedra desmenuzada y pisó en la tierra compacta.

Sacudida por un escalofrío, Nynaeve bajó la vista al suelo, pero siguió adelante mientras los adoquines se deshacían en polvo a medida que los pisaba. Naeff y ella se dirigieron hacia un edificio cercano dejando tras ellos un rastro de piedra pulverizada.

El edificio era una posada con bonitos balcones en el segundo piso, delicados diseños de hierro en las ventanas de cristal, y un porche tiznado de forma enigmática. La puerta estaba abierta y, cuando Nynaeve alzó el pie para subir al porche, las tablas también se deshicieron. Se quedó paralizada, prendida la mirada en el suelo. Naeff se situó a su lado y se arrodilló para tocar con los dedos una pizca de aquel polvo.

—Es suave —dijo en voz baja—. Más fino que cualquier polvo que haya tocado en toda mi vida.

El aire olía fresco —lo que no era natural— en contraste con la calle silenciosa. Nynaeve respiró hondo y a continuación entró en la posada. Le costó cierto trabajo porque tuvo que caminar con el suelo de madera a la altura de las rodillas y los tablones desmenuzándose en el instante en que los tocaba.

Dentro reinaba la oscuridad, pues las lámparas de pie habían dejado de arder. Había gente sentada alrededor de la sala, paralizada en mitad de un movimiento. La mayoría eran nobles vestidos con elegantes ropajes y que lucían barba terminada en punta, untada con aceites. Uno se encontraba sentado a una mesa alta que había cerca, rodeada de sillas de patas altas. Tenía una jarra de cerveza matinal a mitad de camino de los labios. Estaba inmóvil, con la boca abierta para tomar la bebida.

La expresión de Naeff era sombría, aunque había pocas cosas que, al parecer, sorprendieran o alteraran al Asha’man. Cuando Nynaeve vio que daba otro paso, lo sujetó por el brazo. Naeff se volvió a mirarla con la frente arrugada, y ella señaló hacia abajo. Un poco más adelante del Asha’man —apenas visible bajo los tablones del suelo, todavía intactos—, el suelo se desplomaba. Naeff había estado a punto de precipitarse a la bodega de la posada.

—Luz —exclamó el hombre mientras retrocedía.

Se arrodilló y dio golpecitos con el dedo en el tablón que había delante de él. La madera se deshizo y cayó en la oscura bodega como una lluvia de ceniza.

Nynaeve tejió Energía, Aire y Agua para Ahondar al hombre sentado en la silla que había cerca. Por regla general habría tocado a cualquier persona para Ahondarla, pero en esta ocasión dudó. Funcionaría sin tocarlo, aunque la Curación no tendría tan buenos resultados.

Su Ahondamiento no halló nada. Ni vida, ni percepción de que jamás la hubiese habido. El cuerpo ni siquiera era carne. Con una sensación deprimente, Nynaeve realizó el Ahondamiento a otras personas que había en la lóbrega sala. Una camarera que llevaba el desayuno a tres mercaderes andoreños. Un posadero corpulento que debía de haber tenido problemas para moverse entre las mesas, ya que estaban colocadas bastante juntas. Una mujer ataviada con un rico vestido y sentada al fondo de la sala que leía con actitud remilgada un pequeño libro.

Ni el menor rastro de vida en ninguno de ellos. No eran cadáveres: eran cáscaras huecas. Temblándole los dedos, Nynaeve alargó la mano y rozó el hombro del noble sentado a la mesa alta. De inmediato, el hombre se deshizo en polvo, que cayó al suelo en una nube. La silla y los tablones que había debajo no se pulverizaron.

—Aquí no hay nadie que podamos salvar —dijo Nynaeve.

—Pobre gente. Que la Luz acoja sus almas —musitó Naeff.

A menudo, a Nynaeve le costaba trabajo sentir pena por los nobles tearianos; de todas las gentes que había conocido, ellos parecían estar entre las más arrogantes. Pero nadie se merecía esto. Además, también muchos plebeyos habían sido víctimas de la burbuja.

Naeff y ella salieron del edificio; Nynaeve, cada vez más frustrada, se tiró de la trenza. Odiaba sentirse impotente. Como con el pobre guardia que había dado inicio al incendio en la casona de Arad Doman, o con la gente que perecía abatida por extrañas enfermedades. Ese día, cáscaras huecas de polvo. ¿De qué servía aprender a Curar si no podía ayudar a las personas?

Y ahora tenía que marcharse. Regresar a la Torre Blanca. Era como si huyera. Se volvió hacia Naeff.

—Viento —le dijo.

—¿Perdón, Nynaeve Sedai?

—Lanza una ráfaga de Viento al edificio, Naeff. Quiero ver qué ocurre.

El Asha’man obedeció, y sus tejidos invisibles crearon un chorro de aire. El edificio entero pareció estallar en una nube de polvo que se desperdigó flotando en el aire como vilanos de diente de león. Naeff se volvió hacia ella.

—¿Qué amplitud dijeron que tenía esta burbuja? —preguntó Nynaeve.

—Unas dos calles a lo ancho en todas direcciones.

—Necesitamos más aire —dijo, al tiempo que empezaba a tejer—. Crea una ráfaga tan grande como seas capaz. Así, si hubiera gente herida en esa área, la encontraríamos.

Naeff asintió con la cabeza. Los dos se adelantaron al tiempo que creaban Viento. Deshicieron edificios haciéndolos estallar en polvo que caía al suelo. Naeff era muchísimo más diestro en el proceso que ella, pero Nynaeve era más fuerte con el Poder Único. Juntos, barrieron edificios, piedras y cáscaras vacías que había ante ellos reduciéndolos a una tormenta de polvo.

Era un trabajo extenuante, pero no lo dejaron. Nynaeve confiaba —en contra de lo que le dictaba la lógica— que tal vez encontrarían a alguien a quien ayudar. Los edificios se pulverizaban ante Naeff y ella, con el polvo atrapado en los remolinos del viento. Fueron empujando el polvo en un círculo mientras se desplazaban hacia adentro, como haría una mujer al barrer el suelo.

Pasaron junto a personas paralizadas en las calles mientras caminaban. Bueyes tirando de un carro. A Nynaeve le partió el corazón ver niños jugando en un callejón. Todo se deshacía en polvo.

No encontraron vivo a nadie. Por fin, Naeff y ella pulverizaron toda la zona destruida de la ciudad y amontonaron el polvo en el centro. Nynaeve lo miró mientras seguía girando en el mismo sitio merced a un pequeño ciclón que Naeff había tejido. Por curiosidad, Nynaeve encauzó una lengua de Fuego dentro del ciclón, y el polvo ardió.

Nynaeve dio un respingo; el polvo se elevó como papel arrojado a una hoguera y creó una crepitante tempestad de llamas. Naeff y ella retrocedieron, pero todo acabó en un visto y no visto. Y no dejó ni rastro de ceniza.

«Si no lo hubiéramos recogido, alguien podría haber tirado una vela en el polvo, y un fuego así podría…» Se estremeció.

Naeff calmó los vientos, y los dos se encontraron en el centro de un círculo abierto de tierra desnuda y salpicada a intervalos con agujeros destinados a bodegas. En los bordes había edificios cortados por la mitad, con estancias abiertas al exterior; algunas de esas estructuras se habían desplomado. Era escalofriante ver toda esa área vacía. Semejaba la cuenca ocular vacía de una cara, por lo demás, sana.

Varios grupos de Defensores se hallaban en el perímetro. Hizo un gesto con la cabeza a Naeff y se encaminaron hacia el grupo más grande.

—¿No encontrasteis a nadie? —demandó.

—No, lady Aes Sedai —repuso el hombre—. Eh… Bueno, encontramos unos cuantos, pero ya estaban muertos.

Otro de los hombres asintió con la cabeza; era un tipo que parecía un barril y el uniforme le quedaba muy ajustado.

—Por lo visto, cualquiera que tuviera aunque sólo fuera un dedo del pie dentro de ese círculo, se desplomó muerto. Encontramos unos pocos a los que sólo les faltaba un pie o parte de un brazo. Pero estaban muertos, de todos modos. —Un escalofrío sacudió al hombre.

Nynaeve cerró los ojos. El mundo entero se estaba haciendo pedazos, y ella no podía hacer nada para Curarlo. Estaba furiosa y tenía el estómago revuelto.

—Quizá lo han provocado ellos —susurró Naeff.

Nynaeve abrió los ojos y lo vio señalando con la cabeza hacia las sombras de un edificio cercano.

—Me refiero a los Fados —añadió el Asha’man—. Ahí hay tres que nos están observando, Nynaeve Sedai.

—Naeff —empezó, frustrada.

Decirle que los Fados no eran reales no iba a servir de nada.

«He de hacer algo. He de ayudar a alguien».

—Naeff, quédate quieto.

Agarró al hombre del brazo y lo Ahondó. El Asha’man la miró, sorprendido, pero sin poner reparos.

Nynaeve vislumbraba la locura como una oscura urdimbre reticular de venas que se hundía en la mente del hombre. Daba la impresión de que palpitaba, como un diminuto corazón. Poco tiempo atrás había encontrado una alteración similar en otro Asha’man. Su destreza en el Ahondamiento estaba creciendo, sus tejidos eran más refinados y conseguía descubrir cosas que antes estaban ocultas para ella. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo regenerar esas deficiencias.

«Todo debería ser curable —se dijo para sus adentros—. Todo salvo la muerte».

Se concentró, tejió los Cinco Poderes y, con cuidado, como si le diera golpecitos suaves, tanteó la urdimbre reticular, teniendo muy presente lo que le había ocurrido al desdichado aprendiz cuando retiró la Compulsión de Graendal. Naef estaría mucho mejor con su demencia de lo que estaría si ella le provocaba un daño mayor en la mente.

Cosa extraña, la oscuridad era semejante a la Compulsión. ¿Sería eso lo que provocaba la infección? ¿Doblegar a los varones que usaban el Poder Único con la Compulsión del Oscuro?

Tejió con mucho cuidado un tejido contrario al de la locura y a continuación lo colocó en la mente de Naeff. Lo único que hizo el tejido fue desvanecerse, sin surtir efecto alguno.

Nynaeve apretó los dientes. Eso tendría que haber funcionado. Pero, como parecía ocurrir con tanta frecuencia de un tiempo a esta parte con muchas cosas, había fallado.

«No. No puedo quedarme cruzada de brazos», pensó. Hizo otro Ahondamiento más profundo. La oscuridad tenía diminutas proyecciones semejantes a espinas clavadas en la mente de Naeff. Haciendo caso omiso de la gente reunida a su alrededor, examinó aquellas espinas y, con cuidado, utilizó tejidos de Energía para desprender una.

La espina salió ofreciendo cierta resistencia, y Nynaeve Curó enseguida el punto en el que había estado clavada en la materia gris de Naeff. Dio la impresión de que el cerebro del hombre palpitaba antes de adquirir un aspecto más sano. Nynaeve fue soltando las demás, una por una. Tuvo que mantener los tejidos para tener retiradas las púas, por miedo a que volvieran a clavarse. Empezó a sudar. Ya estaba cansada antes debido a la limpieza de la zona afectada por la burbuja, y no se encontraba en condiciones de desviar parte de su concentración en evitar el calor. Qué bochorno hacía en Tear.

Siguió trabajando y preparó otro tejido neutralizador. Una vez que hubo sacado todas las espinas, soltó su propio tejido. La mancha oscura onduló y se agitó como si estuviera viva.

Entonces desapareció.

Nynaeve trastabilló hacia atrás, agotada hasta casi la extenuación. Naeff parpadeó y después miró a su alrededor. Se llevó una mano a la cabeza.

«¡Luz! ¿Le habré causado algún daño? No debería haber hurgado en eso. Podría haberle…»

—Se han ido —dijo Naeff—. Los Fados… Ya no los veo. —El Asha’man parpadeó—. En cualquier caso, ¿por qué iban a estar unos Fados escondidos en las sombras? Si hubiera podido verlos, entonces me habrían matado y… —La miró con fijeza—. ¿Qué habéis hecho?

—Creo… Creo que acabo de Curarte la locura.

Bueno, algo había hecho. Lo que había llevado a cabo no tenía nada que ver con cualquier Curación convencional. Ni siquiera había utilizado tejidos de Curación. Pero, en apariencia, había funcionado.

Naeff sonrió de oreja a oreja, con aire aturullado. Le tomó la mano entre las suyas y luego se arrodilló delante de ella, con los ojos llorosos.

—Durante meses he tenido la sensación de que me estuvieran vigilando en todo momento. Como si fueran a matarme en el instante en que le diese la espalda a las sombras. Y ahora… ¡Gracias! Tengo que ir en busca de Nelavaire.

—Pues ve, anda —lo animó Nynaeve.

Naeff salió disparado, de vuelta hacia la Ciudadela, para encontrar a su Aes Sedai.

«No debo permitirme empezar a pensar que nada de lo que hago es importante. Eso es lo que quiere el Oscuro».

Mientras seguía con la vista a Naeff, reparó en que las nubes se estaban abriendo en lo alto. Rand había regresado.

Unos trabajadores se pusieron a retirar los escombros de los edificios que se habían pulverizado en parte, y Nynaeve acabó dirigiéndose en tono tranquilizador a los preocupados tearianos que empezaban a agruparse alrededor del perímetro. No quería que el pánico se desatara allí; les aseguró que el peligro había pasado y después pidió reunirse con las familias que hubieran perdido a alguien.

Seguía enfrascada en esa tarea —hablando en tono quedo con una mujer angustiada— cuando Rand la encontró. La mujer era plebeya y llevaba un vestido de cuello alto, con tres delantales y un sombrero de paja. Su marido estaba empleado en la posada en la que Nynaeve había entrado. La mujer no dejaba de echar ojeadas al agujero del suelo que había sido la bodega.

Al cabo de unos segundos, Nynaeve reparó en Rand, que la observaba, de pie y con los brazos enlazados a la espalda, la mano sujetando el muñón. Llevaba una escolta de dos Doncellas, un par de mujeres llamadas Somma y Kanara. Nynaeve acabó de hablar con la teariana, pero los ojos anegados en lágrimas de la mujer le rompían el corazón. ¿Cómo reaccionaría ella si perdiera a Lan?

«Que la Luz lo guarde. Por favor, por favor, protégelo», rogó. Se desprendió de la bolsa donde llevaba monedas y despidió a la mujer tras entregársela. Quizás eso la ayudaría algo.

Rand se acercó a ella.

—Cuidas de mi gente. Gracias —le dijo.

Cuido de cualquiera que lo necesite —respondió Nynaeve.

Como has hecho siempre. Además de cuidar a algunos que no lo necesitaban.

—¿Como tú? —inquirió al tiempo que enarcaba una ceja.

—No, yo siempre lo he necesitado. Eso y más.

Nynaeve vaciló. No había esperado que Rand admitiera algo así. ¿Por qué no se había quitado ese viejo capote? Estaba descolorido y ajado.

—Esto es culpa mía —dijo Rand, que señaló con la cabeza hacia el espacio arrasado de la ciudad.

—No seas necio, Rand.

—Ignoro si hay alguien capaz de evitar ser un necio a veces. Me culpo por los retrasos. Hemos estado aplazando el enfrentamiento con él demasiado tiempo. ¿Qué ha pasado aquí hoy? ¿Los edificios se convirtieron en polvo?

—Sí. Fueron despojados de su sustancia. Todo se deshacía con sólo tocarlo.

—El haría lo mismo con el mundo entero —musitó Rand—. Rebulle. Cuanto más tiempo esperemos, aferrándonos con las uñas, más destruirá él lo que queda. No podemos demorarlo más.

—Pero, Rand, si lo dejas libre, ¿no será empeorar aún más las cosas? —preguntó, fruncido el entrecejo.

—Puede que sea así en el arranque impetuoso y repentino. Abrir la Perforación no lo liberará de inmediato, aunque sí le proporcionará más fuerza. Aun así, ha de hacerse. Piensa en nuestra tarea como escalar una alta pared de piedra. Por desgracia, nos estamos demorando dando vueltas y más vueltas antes de intentar la escalada. Cada paso nos cansa un poco más para la lucha que está por venir. Hemos de hacerle frente mientras seguimos siendo fuertes. Esa es la razón por la que he de romper los sellos.

—Yo… —empezó Nynaeve—. A decir verdad, me parece que te creo. —Darse cuenta de ello la sorprendió.

—¿En serio, Nynaeve? —preguntó él con un dejo que, cosa extraña, sonaba aliviado—. ¿De verdad?

—De verdad.

—Entonces, intenta convencer a Egwene. Tratará de detenerme si está en su mano.

—Rand… Me ha llamado para que vuelva a la Torre. Tendré que irme hoy.

Rand parecía apenado.

—En fin, imaginaba que antes o después recurriría a eso —dijo. La asió por el hombro en un gesto poco habitual en él—. No dejes que te echen a perder, Nynaeve. Lo intentarán.

—¿Que me echen a perder?

—Tu pasión es parte de ti. Intenté ser como ellas, aunque jamás lo habría admitido. Frío. Siempre controlando las cosas. Casi acabó conmigo. Para algunas personas, ser así significa ser fuerte, pero ése no es el único tipo de fortaleza. Quizá tengas que aprender a controlarte un poco más, pero a mí me gustas como eres. Te hace franca y auténtica. No me gustaría verte convertida en otra perfecta Aes Sedai con una máscara pintada por rostro y ningún interés por los sentimientos y las emociones de otros.

—Ser Aes Sedai es ser imperturbable —repuso ella.

—Ser Aes Sedai es ser lo que tú decidas ser —replicó Rand, que aún mantenía el muñón a la espalda—. Moraine se preocupaba por los demás. Se le notaba, aun cuando se mostrara imperturbable. Las mejores Aes Sedai que he conocido son aquellas a las que otras censuran por no ser como debería ser una Aes Sedai.

Para su sorpresa, Nynaeve asintió con la cabeza; se irritó consigo misma. ¿Ahora se dejaba aconsejar por Rand al’Thor?

Pero es que había algo distinto en él. Una intensidad serena y palabras prudentes. Era la clase de hombre del que uno aceptaría un consejo sin tener la impresión de ser tratado con aire de suficiencia. Como su padre, de hecho. Y no es que ella hubiera admitido tal cosa ante ninguno de los dos.

—Ve con Egwene —dijo Rand, que le soltó el hombro—. Pero me gustaría mucho que volvieras conmigo en cuanto puedas. Necesitaré tu consejo de nuevo. Al menos, querría tenerte a mi lado cuando vaya a Shayol Ghul. No puedo derrotarlo sólo con Saidin, y si vamos a utilizar a Callandor, necesitaré dos mujeres de mi confianza en el círculo conmigo. Aún no he decidido quién será la otra. Puede que Aviendha o Elayne. Pero tú eres una, sin lugar a dudas.

—Estaré allí, Rand. —Cosa extraña, se sentía orgullosa de sí misma—, Quédate quieto un momento. No voy a hacerte daño, lo prometo.

El enarcó una ceja, pero no hizo nada cuando percibió el Ahondamiento. Nynaeve se sentía muy cansada, pero si iba a dejarlo, necesitaba aprovechar esta oportunidad para Curar su locura. De repente, le parecía lo más importante que podía hacer por él. Y por el mundo.

Ahondó, sin tocar las heridas del costado del hombre, unos pozos de oscuridad que parecían querer absorberle la energía. Mantuvo la atención en la mente de Rand. ¿Dónde estaba la…?

Se quedó paralizada. La oscuridad era enorme, abarcaba toda su mente. Miles y miles de minúsculas espinas negras hincadas en el cerebro, pero debajo de ellas había una fina trama de un blancor esplendente. Una albura radiante, como Poder líquido. La Luz, encarnada en forma y vida. Dio un respingo. Revestía todas las púas oscuras y se hundía en la mente del hombre junto con ellas. ¿Qué significaría eso?

No tenía la más ligera idea de cómo empezar a trabajar en aquello.

Había tantas púas… ¿Cómo era capaz de pensar siquiera con tal oscuridad presionándole el cerebro? ¿Y qué había creado la blancura? Ya había Curado a Rand en otras ocasiones y no la había visto hasta entonces. Claro que tampoco había visto la oscuridad hasta hacía muy poco tiempo. Lo más probable es que la práctica con el Ahondamiento fuera la razón. Se apartó con renuencia.

—Lo siento, no puedo Curarte —dijo.

—Muchas personas lo han intentado con esas heridas, incluida tú misma. Son incurables, no hay vuelta de hoja. Hoy día apenas pienso en ellas.

—No me refería a las heridas del costado, sino a la locura. Yo…

—¿Puedes Curar la demencia de la infección?

—Creo que lo he conseguido con Naeff.

Rand sonrió de oreja a oreja.

—Nunca dejas de… —empezó a decir—. Nynaeve, ¿te das cuenta de que hasta los más diestros en la Curación durante la Era de Leyenda tenían dificultades a la hora de tratar las enfermedades mentales? Muchos opinaban que era imposible Curar la locura con el Poder Único.

—Curaré a los demás antes de marcharme —dijo ella—. Al menos a Narishma y a Flinn. Es más que probable que todos los Asha’man tengan al menos una pizca de esa infección en el cerebro. Aunque no sé si me será posible ir a la Torre Negra.

«Ni si deseo ir allí», se dijo para sus adentros.

—Gracias. —Rand miró hacia el norte—. Pero no, no deberías ir a la Torre Negra. Tendré que enviar a alguien allí, si bien habrá que llevar ese asunto con sumo cuidado. Les está pasando algo, pero tengo tantas cosas que hacer…

Nynaeve asintió con un gesto y a continuación —sintiéndose como una tonta— le dio un abrazo antes de marcharse deprisa en busca de Narishma y Flinn. Un abrazo. Al Dragón Renacido. Se estaba volviendo tan estúpida como Elayne. Sacudió la cabeza; a lo mejor pasar un tiempo en la Torre Blanca la ayudaría a recobrar el buen juicio.

Las nubes habían vuelto.


Egwene se hallaba en el punto más alto de la Torre Blanca, en el tejado plano y circular, agarrada al antepecho que le llegaba a la cintura. A semejanza de un asqueroso moho progresivo, las nubes se habían cerrado de nuevo sobre Tar Valon cual insectos pululantes. La visita de la luz del sol había sido bienvenida, pero breve.

El té volvía a saber mal. Las reservas de grano que habían descubierto en los almacenes se estaban acabando, y los sacos que llegaron después se habían llenado de gorgojos. «El Dragón forma parte de la tierra, y ésta forma parte de él».

Inhalando para oler el aire nuevo, contempló desde allá arriba Tar Valon. Su Tar Valon.

Saerin, Yukiri y Seaine —tres de las primeras hermanas que habían emprendido la caza del Ajah Negro en la Torre— esperaban con paciencia a su espalda. Ahora se encontraban entre sus más fervientes seguidoras, así como entre las de mayor utilidad para ella. Todo el mundo esperaba que Egwene favoreciera a las mujeres que se habían separado de Elaida, por lo que el hecho de pasar tiempo con Aes Sedai que habían permanecido en la Torre Blanca era conveniente.

—¿Qué habéis descubierto? —les preguntó.

Saerin movió la cabeza y se reunió con Egwene en el antepecho. La cicatriz de la mejilla y las hebras blancas en las sienes hacían que la Marrón de piel olivácea y rostro franco pareciera un general envejecido.

—Parte de la información que pedisteis ya era ambigua hace tres mil años, madre.

—Cualquier dato que puedas darme será de ayuda, hija —respondió Egwene—. Siempre que no estemos supeditadas del todo a los hechos, el conocimiento incompleto es mejor que la ignorancia absoluta.

Saerin resopló con suavidad, pero era evidente que había identificado la cita de Yasicca Cellaech, una antigua erudita Marrón.

—¿Y vosotras dos? —les preguntó a Yukiri y a Seaine.

—Estuvimos buscando —respondió Yukiri—. Seaine tiene una lista de posibilidades. De hecho, algunas son razonables.

Egwene enarcó una ceja. Preguntar a una Blanca acerca de teorías resultaba siempre interesante, pero no siempre era útil. Tenían tendencia a pasar por alto lo verosímil para centrarse en posibilidades poco probables.

—Empecemos con eso, pues —dijo Egwene—. Seaine…

—Bien, comenzaré diciendo que una Renegada sin duda posee conocimientos que ni siquiera imaginamos. Así pues, es posible que no haya forma de averiguar cómo ha conseguido saltarse la vinculación de la Vara Juratoria. Por ejemplo, podría existir un modo de desactivarla durante un corto período de tiempo, o quizás haya unas palabras especiales que se puedan utilizar para soslayar sus efectos. La Vara es un objeto de la Era de Leyenda y, aunque la hemos utilizado durante milenios, en realidad no la entendemos. Más o menos como ocurre con la mayoría de los ter’angreal.

—Bien, de acuerdo —dijo Egwene.

Pero —añadió Seaine mientras sacaba una hoja de papel—, teniendo eso presente, he desarrollado tres teorías de cómo sería posible soslayar los Juramentos. La primera, que es posible que esa mujer posea otra Vara Juratoria. Se dice que antaño existieron más, y es probable que una de ellas pudiera liberarla de los juramentos de la otra. Mesaana podría poseer una de ellas en secreto. Habría prestado los Tres Juramentos sosteniendo nuestra Vara, y después, de algún modo, utilizar la otra para invalidarlos antes de jurar que no era una Amiga Siniestra.

—Poco convincente —manifestó Egwene—. ¿Cómo habría podido liberarse sin que nos diéramos cuenta? Es preciso encauzar Energía.

—Lo tuve en cuenta —manifestó Seaine.

—No es de extrañar —dijo Yukiri.

Seaine la miró y luego continuó hablando.

—Esa es la razón por la que Mesaana necesitaría una segunda Vara Juratoria. Podría haber encauzado Energía en ella y a continuación habría invertido el tejido, quedando así vinculada a la segunda Vara.

—Parece poco probable —opinó Egwene.

—¿Poco probable? —repitió Saerin—. Lo que parece es ridículo. Creí oírte decir que algunas de esas hipótesis eran razonables, Yukiri.

—Esta es la menos probable de las tres —dijo Seaine—. El segundo método sería más fácil. Mesaana podría haber enviado a una doble que llevara el Espejo de las Nieblas. Alguna infortunada hermana o una novicia, o incluso alguna mujer sin instruir que fuera capaz de encauzar, sometida a una fuerte Compulsión. Esa mujer podría haberse visto forzada a prestar los Juramentos en lugar de Mesaana. Luego, puesto que esa persona no sería una Amiga Siniestra, no tendría ningún problema para afirmar que no lo era.

Pensativa, Egwene asintió con la cabeza.

—Para llevar eso a cabo se tendrían que haber hecho muchísimos preparativos —comentó.

—Por lo que he conseguido averiguar sobre ella, a Mesaana se le daba muy bien planificar las cosas —dijo Saerin.

La tarea de la Asentada Marrón había sido descubrir todo lo posible sobre la verdadera personalidad de Mesaana. Todas habían oído lo que se contaba sobre ella, pues, ¿quién no se sabía de memoria los nombres de los Renegados y sus actos más terribles? Pero Egwene se fiaba poco de los relatos; de ser posible, quería algo más concluyente.

—¿Dijiste que había una tercera posibilidad? —preguntó.

—Sí —respondió Seaine—. Sabemos que algunos tejidos actúan con sonidos. Las variaciones en tejidos vocales se utilizan para realzar una voz de forma que se proyecte hacia una multitud, o para levantar salvaguardias contra las escuchas a escondidas; y, por supuesto, en diversos trucos utilizados para escuchar lo que se habla a corta distancia. Aplicaciones complejas del Espejo de las Nieblas pueden cambiar la voz de una persona. Con cierta práctica, Doesine y yo fuimos capaces de crear una variación en un tejido que alteraría las palabras que dijéramos. De hecho, decíamos una cosa, pero la otra persona oía algo completamente distinto.

—Un camino peligroso por el que ir, Seaine —intervino Saerin en tono áspero—. Esa es la clase de tejido que se podría utilizar con malos fines.

—No pude usarlo para mentir —aclaró Seaine—. Lo intenté. Los Juramentos aguantaron… Mientras el tejido estaba en funcionamiento, fui incapaz de pronunciar palabras que sabía que otra persona oiría como una mentira, ni siquiera si eran verdad cuando salían de mis labios. No obstante, era un tejido fácil de desarrollar. Atado e invertido, quedó suspendido delante de mí y alteró mis palabras del modo que he indicado antes.

En teoría, si Mesaana hubiera tenido ese tejido operativo, habría podido asir la Vara Juratoria y prometer cualquier cosa que hubiera querido. «Juro que mentiré siempre que me dé la gana», por ejemplo. La Vara Juratoria habría hecho vincular en ella ese juramento, pero los tejidos habrían cambiado los sonidos en el aire en cuanto le salieran de la boca, de modo que le habríamos oído pronunciar los Juramentos de forma correcta.

Egwene rechinó los dientes. Había dado por hecho que burlar la Vara Juratoria sería difícil y, sin embargo, existía un tejido sencillo capaz de lograrlo. Debería habérselo imaginado… Como solía decir su madre, qué necesidad había de usar una roca cuando serviría un guijarro.

—De ese modo, habrán podido introducir Amigas Siniestras en las filas de Aes Sedai durante años —comentó Egwene.

—No es probable —la contradijo Saerin—. Ninguna de las hermanas Negras que capturamos conocía este tejido. En caso contrario habrían intentado usarlo cuando las obligamos a prestar de nuevo los Juramentos. Sospecho que, si Mesaana conoce ese truco, se lo ha guardado para sí. La utilidad que tiene desaparecería una vez que lo supieran muchas.

—Sea como sea —dijo Egwene—, ¿qué hacemos? Estando al tanto de la existencia del tejido es posible que halláramos el modo de comprobar si se estaba usando. No obstante, dudo que las hermanas estén dispuestas a pasar de nuevo por el proceso de jurar en la Vara.

—¿Y si fuera para atrapar a una Renegada? —sugirió Yukiri—. Podría valer la pena herir susceptibilidades a cambio de cazar a la raposa escondida en el gallinero.

—No conseguiríamos atraparla —manifestó Egwene—. Además, ignoramos si está usando alguno de esos métodos. La lógica de Seaine apunta que es muy posible burlar la Vara Juratoria sin que resulte demasiado complejo. El método que Mesaana utilice para lograrlo es menos importante que la posibilidad en sí de hacerlo.

Seaine miró a Yukiri. Ninguna de las tres había puesto en duda la afirmación de Egwene de que había una Renegada en la Torre Blanca, pero ella sabía que consideraban tal posibilidad con escepticismo. En fin, al menos ahora comprendían que era factible burlar la Vara Juratoria.

—Quiero que sigáis con vuestro trabajo —dijo—. Vosotras y las demás demostrasteis ser eficaces en la captura de varias hermanas Negras, y también en descubrir a las comadrejas. Esto es algo muy parecido.

«Sólo que mucho, muchísimo más peligroso», añadió para sus adentros.

—Lo intentaremos, madre —contestó Yukiri—. Aunque, ¿una hermana entre centenares? ¿Una de las criaturas más arteras y perversas que jamás hayan existido? Dudo que deje muchas pistas. Por ahora, las investigaciones que hemos realizado sobre los asesinatos no han tenido apenas resultados.

—De todos modos, seguid con ello —reiteró Egwene—. Saerin, ¿qué información nos traes?

—Comentarios, rumores, chismes y poco más, madre —respondió la aludida con una mueca de disgusto—. A buen seguro ya conocéis las historias más famosas respecto a Mesaana, de cómo dirigía las escuelas en las tierras conquistadas por la Sombra durante la Guerra del Poder. Por lo que he averiguado, esas leyendas son del todo ciertas. Marsim de Manetheren habla con detalle sobre ello en sus Anales de las Últimas Noches, y se la tiene por una fuente fidedigna. Alrom realizó un amplio y completo informe sobre la experiencia de estar en una de esas escuelas, y hay fragmentos de éste que han llegado a nuestros días.

Mesaana deseaba dedicarse a la investigación, pero fue rechazada. Los detalles no son claros. También tuvo a su mando a las Aes Sedai que se pasaron a la Sombra y, en ocasiones, las dirigió en la batalla, si se da crédito al informe de Alrom. Yo no estoy muy convencida de ello, y más bien creo que el liderazgo de Mesaana fue más figurativo.

Egwene asintió despacio con la cabeza.

—¿Y qué tienes sobre su personalidad? ¿Cómo es?

—Para la mayoría, los Renegados son más monstruos nocturnos que personalidades reales, madre, y se han perdido muchos datos o se han citado de forma incorrecta —respondió Saerin—. Por lo que he entendido, entre los Renegados se la podría tener por la realista, la práctica, la que, en lugar de sentarse en un trono, toma cartas en el asunto y se mancha las manos. En Llegar a entender el Desmembramiento, de Elandria Borndat, se insiste en que, a diferencia de Moghedien y Graendal, Mesaana estaba dispuesta a tomar las riendas, sin tapujos.

En ningún momento fue la más hábil ni la más poderosa de los Elegidos, pero era competente en extremo. Elandria explica que hacía lo que fuera preciso hacerse. Mientras que otros se dedicarían a intrigar, ella estaría levantando defensas y entrenando nuevos reclutas. —Saerin titubeó antes de seguir—. La imagen que da es… En fin, algo muy parecido a una Amyrlin, madre. La Amyrlin de la Sombra.

—Luz —musitó Yukiri—. No es de extrañar, pues, que se instalara aquí. —La Gris parecía muy perturbada ante tal idea.

—Sólo he encontrado una cosa más de cierta relevancia, madre —continuó Saerin—. Se trata de una curiosa referencia de la estudiosa Azul, Lannis. Esta indica que, en cuanto a la propensión a la ira, a Mesaana sólo la superaba Demandred.

—Yo daba por hecho que todos los Renegados rebosaban odio —dijo Egwene, fruncido el entrecejo.

—No he dicho odio, sino ira. Lannis opinaba que Mesaana estaba furiosa consigo misma, con el mundo, con los otros Renegados, por no encontrarse entre los de primera fila. Y eso podía convertirla en una persona muy peligrosa.

«Es una organizadora. —Egwene asintió despacio con la cabeza—. Una administradora que detesta encontrarse relegada en esa posición».

¿Sería la razón por la que se había quedado en la Torre después de que se descubrió a las hermanas Negras? ¿Deseaba obtener un gran logro para el Oscuro? Verin había dicho que los Renegados compartían una característica unificadora: el egoísmo.

«Se proponía entregar al Oscuro una Torre Blanca rota —se dijo Egwene para sus adentros—. Pero ahí ha fracasado. Lo más probable es que estuviera metida también en el rapto de Rand. Otro fiasco. ¿Y quizá también en la idea de enviar a las mujeres a destruir la Torre Negra?»

Mesaana necesitaría tener un gran éxito para contrarrestar tantos fracasos. Matarla a ella podría servir. De ese modo tendría dividida de nuevo a la Torre Blanca.

Gawyn se había sentido mortificado cuando le dijo que podría ponerse a sí misma como cebo. ¿Se atrevería a llevarlo a cabo? Se aferró con fuerza al antepecho, en lo alto de la Torre, por encima de la ciudad que dependía de ella, contemplando un mundo que la necesitaba.

Había que hacer algo; había que conseguir que Mesaana saliera a descubierto. Si lo que decía Saerin era cierto, entonces esa mujer estaría dispuesta a luchar cara a cara, no se escondería para azuzar desde las sombras. En tal caso, Egwene tenía la obligación de tentarla con una buena oportunidad, una que no pareciera demasiado obvia, una a la que no pudiera resistirse.

—Venid. He de hacer algunos preparativos —dijo, y se dirigió hacia la rampa por la que se descendía a la Torre.

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