Pevara se guardó mucho de hablar mientras caminaba a través del pueblo de la Torre Negra junto a Javindhra y Mazrim Taim.
Había actividad por doquier, aunque así era siempre en la Torre Negra. Los soldados derribaban árboles a corta distancia, y los Dedicados los descortezaban y a continuación cortaban los troncos en maderos con chorros comprimidos de Aire. El camino estaba cubierto de serrín; con un escalofrío, Pevara comprendió que los montones de tablones apilados allí cerca los habían cortado los Asha’man casi con toda seguridad.
¡Luz! Sabía de antemano lo que iba a encontrar allí, pero asumirlo era mucho más difícil de lo que había imaginado.
—¿Veis? —dijo Taim, que caminaba con una mano cerrada a la espalda, los dedos muy apretados. Con la otra señaló hacia una parte alejada de inconclusa muralla de piedra negra—. Puestos de guardia separados a intervalos de cuarenta pies y con dos Asha’man en lo alto de cada uno de ellos. —Sonrió con satisfacción—. Este enclave será inexpugnable.
—Ya lo creo —convino Javindhra—. Impresionante —añadió en un tono sin inflexiones, desinteresado—. Pero del tema que deseo hablar con vos es si podríamos elegir hombres con el alfiler de Dragón en…
—¿Otra vez? —inquirió Taim.
El tal Taim Mazrim tenía fuego en los ojos. Era un hombre alto, de cabello negro, con los altos pómulos característicos de los saldaeninos. Sonrió. O esbozó una mueca que era lo más parecido a una sonrisa, un gesto que jamás se le reflejaba en los ojos. Le daba un aire… depredador.
—Ya he dado a conocer mi voluntad —prosiguió—. Y, sin embargo, seguís insistiendo. No. Sólo soldados y Dedicados.
—Como ordenéis —respondió Javindhra—. Seguiremos sometiendo a consideración este asunto.
—¿Después de semanas y aún lo estáis considerando? En fin, no es que quiera cuestionar a unas Aes Sedai, ni mucho menos. Me trae sin cuidado lo que hagáis, pero las mujeres que están fuera afirman pertenecer también a la Torre Blanca. ¿No queréis invitarlas a reunirse con vosotras?
Pevara reprimió un escalofrío. Ese hombre siempre daba la impresión de saber demasiado e insinuaba que, en efecto, estaba muy al corriente de la política interior de la Torre Blanca.
—No será necesario —repuso con frialdad.
—Como gustéis. Tendréis que hacer la elección pronto. Las otras se están impacientando, y al’Thor les ha dado permiso para vincular a mis hombres. Mis evasivas no van a frenarlas indefinidamente.
—Son rebeldes. No tenéis por qué hacerles caso.
—Rebeldes —repitió Taim—, con una fuerza muy superior a la vuestra. ¿Cuántas sois? ¿Seis mujeres? ¡Por la forma en que habláis cualquiera pensaría que os proponéis vincular a toda la Torre Negra!
—Quizá deberíamos hacerlo —respondió con voz sosegada Pevara—. A nosotras no nos pusieron ningún límite. Taim la miró, y Pevara experimentó la clara sensación de que la observaba un lobo mientras decidía si sería una buena comida. Rechazó la idea. Ella era Aes Sedai, no una presa fácil. Con todo, no pudo evitar recordar que, en efecto, sólo eran seis dentro de un campamento lleno de centenares de hombres que encauzaban. —Una vez vi un cormorán que se estaba muriendo en los muelles de la ciudad de Illian —comentó Taim—, El ave se asfixiaba porque había intentado tragarse dos peces al mismo tiempo.
—¿Ayudasteis al pobre animal? —preguntó Javindhra.
—Los necios se ahogan siempre cuando quieren tragar más de lo que pueden, Aes Sedai —contestó Taim—. ¿Qué me importaba a mí eso? Disfruté de una buena cena esa noche. Carne del ave y también pescado. He de irme, pero antes os prevengo que, ahora que dispongo de un perímetro defendible, debéis avisarme si queréis salir de él.
—¿Os proponéis controlar las entradas y salidas con tanto rigor? —le preguntó Pevara.
—El mundo se está convirtiendo en un sitio peligroso —respondió él con suavidad—. He de pensar en lo que mis hombres necesitan.
Pevara ya había reparado en el modo en que Taim se ocupaba de lo que «necesitaban» sus hombres. Un grupo de jóvenes soldados pasó cerca y todos saludaron a Taim. Dos de los chicos tenía moretones en el rostro uno de ellos con un ojo cerrado por la hinchazón. A los Asha’man se les propinaban palizas brutales por cometer errores en el entrenamiento y no se permitía aliviarlos con la Curación.
Alas Aes Sedai no les habían tocado ni un pelo. De hecho, la deferencia que les mostraban rayaba en la mofa.
Taim hizo una leve inclinación de cabeza y después se alejó con paso majestuoso para reunirse con dos de sus Asha’man que esperaban cerca, junto a la herrería. De inmediato se pusieron a hablar en voz baja.
—Esto no me gusta —dijo Pevara tan pronto como los hombres se hallaron lejos. Quizás habló con demasiada precipitación, lo que dejaba traslucir su preocupación, pero ese sitio le ponía los nervios de punta—. No sería de extrañar que nuestra misión se convirtiera en un desastre. Empiezo a pensar que deberíamos hacer lo que manifesté al principio: vincular a unos cuantos Dedicados cada una y regresar a la Torre Blanca. Nuestra misión no fue en ningún momento clausurar la Torre Negra, sino tener acceso a los Asha’man y obtener información sobre ellos.
—Y es lo que estamos haciendo —respondió Javindhra—. He aprendido muchas cosas en estas últimas semanas. ¿Qué has hecho tú?
Pevara no aceptó el desafío que implicaba el tono de la otra mujer. ¿Por qué tenía que llevarle siempre la contraria? Tenía el mando del equipo y las otras delegarían en ella la responsabilidad de tomar decisiones. Lo cual no significaba que siempre lo hicieran de buen grado.
—Hemos tenido oportunidad de vivir una experiencia interesante —continuó Javindhra, que recorrió con la mirada el recinto de la Torre—. Y creo que al final acabará claudicando a la petición de entregarnos Asha’man de alto rango.
Pevara frunció el entrecejo. Era imposible que Javindhra creyera tal cosa, a pesar de lo inflexible que Taim se había mostrado. Sí, cierto, ella había cedido a la sugerencia de permanecer un poco más en la Torre Negra para descubrir su funcionamiento y pedir a Taim que les permitiera acceder a los Asha’man de mayor rango. Pero ahora era evidente que Taim no condescendería a hacerlo. Javindhra tenía que ver que era así.
Por desgracia, de un tiempo a esta parte le costaba mucho entender a Javindhra. Al principio, parecía contraria a viajar a la Torre Negra y sólo había accedido a formar parte de la misión porque la Altísima se lo había ordenado. No obstante, ahora exponía razones para seguir allí.
—Javindhra —empezó Pevara, que se acercó a la otra mujer—, ya has oído lo que ha dicho ese hombre. Ahora tenemos que pedirle permiso para salir. Este sitio se está convirtiendo en una jaula.
—Creo que no corremos peligro —opinó Javindhra, que hizo un gesto desestimando las palabras de Pevara—. El ignora que tenemos el tejido del Viaje.
—Que nosotras sepamos —puntualizó Pevara.
—Si lo ordenas, estoy segura de que las otras se marcharán, pero yo tengo intención de seguir aquí y aprovechar la oportunidad de aprender cosas. Pevara hizo una profunda inhalación. ¡Qué mujer tan insufrible! No estaría planteándose llegar al extremo de no hacerle caso y pasar por alto su posición como cabecilla del grupo, después de que la Altísima la designara a ella para ese puesto, ¿verdad? Luz, qué imprevisible se estaba volviendo esa mujer.
Se separaron sin decir nada más. Pevara giró sobre sus talones y desanduvo el camino mientras hacía un esfuerzo para refrenar la ira. ¡Esa última frase había sido casi una declaración de clara rebeldía! Bien, pues, si quería desobedecer y quedarse, que lo hiciera. Había llegado el momento de regresar a la Torre Blanca.
Hombres con chaquetas negras caminaban por todas partes. Muchos inclinaban la cabeza con aquella mueca obsequiosa en exceso de fingido respeto. Las semanas que llevaba allí no habían servido en absoluto para que se sintiera más cómoda teniendo a esos hombres cerca. Tomaría a unos cuantos como Guardianes. A tres. Podría manejar a tres, ¿verdad?
Esas expresiones sombrías que recordaban la mirada del verdugo esperando que se acercara el siguiente cuello en la fila y se inclinara ante él. La forma en que algunos de esos hombres mascullaban entre dientes para sí ose asustaban hasta de su propia sombra o ladeaban la cabeza con aire de aturdimiento… También ella estaba al borde de la locura; le ponían la piel de gallina, como si la tuviera cubierta de orugas. Apretó el paso sin poder remediarlo.
«No —pensó—, no puedo dejar a Javindhra aquí. No sin intentarlo al menos una vez más».
Se lo explicaría a las otras y les daría la orden de partir. Entonces les pediría —a Tarna en primer lugar— que intentaran hacer entrar en razón a Javindhra. A buen seguro que entre todas la convencerían.
Llegó a las cabañas donde estaban alojadas. Adrede, no miró hacia la hilera de pequeños edificios donde las Aes Sedai vinculadas tenían su hogar. Había oído decir lo que algunas de ellas hacían para conseguir controlar a sus Asha’man utilizando… diversos métodos. Eso también le ponía la piel de gallina. Si bien era del parecer de que la mayoría de las Rojas tenían una opinión demasiado rigurosa sobre los hombres, lo que hacían esas mujeres era cruzar la línea a tontas y a locas.
Entró en su cabaña y allí encontró a Tarna sentada ante el escritorio, escribiendo una carta. Las Aes Sedai tenían que compartir las cabañas y Pevara había elegido expresamente a esa mujer porque, si bien ella era la cabecilla del grupo, Tarna era la Guardiana de las Crónicas. La concordia de esa expedición en particular era muy delicada debido a la influencia de muchas de sus componentes y a la diversidad de opiniones.
La pasada noche, Tarna se había mostrado de acuerdo en que era hora de marcharse. Colaboraría con ella para convencer a Javindhra.
—Taim ha cerrado la Torre Negra —informó Pevara con sosiego mientras se sentaba en su cama de la pequeña estancia circular—. Ahora necesitamos su permiso para marcharnos. Lo dijo de improviso, como sin darle importancia y como si no lo hubiera hecho en realidad para retenernos. Como si fuese una regla general de la que ha olvidado hacer una excepción con nosotras.
—Lo más probable es que sólo sea eso —contestó Tarna—. Seguro que no tiene importancia.
Pevara se quedó parada. ¿Qué? Volvió a intentarlo.
—Javindhra sigue con la idea irracional de que ese hombre cambiará de opinión y nos permitirá vincular Asha’man de alto rango. Ha llegado el momento de que vinculemos Dedicados y nos marchemos, pero ha insinuado que ella se quedará aquí sin tener en cuenta mis intenciones. Quiero que hables con ella.
—De hecho —contestó Tarna sin dejar de escribir—, he estado pensando en lo que hablamos anoche. Quizá me precipité. Aquí hay mucho que investigar y descubrir, y está el asunto de las rebeldes acampadas ahí fuera. Si nos marchamos, vincularán Asha’man, algo que no debe permitirse.
La mujer alzó la vista, y Pevara se quedó helada. Había algo diferente en los ojos de Tarna, algo helado. Siempre había sido una persona fría, pero esto era peor.
Tarna sonrió, una mueca que parecía por completo fuera de lugar en su rostro. Como la sonrisa en los labios de un cadáver. Reanudó la redacción de la carta. «Aquí pasa algo muy, pero que muy malo», pensó Pevara.
—Sí, bien, es posible que tengas razón —se encontró diciendo en voz alta. Movía la boca pero la cabeza le daba vueltas—. Después de todo, esta expedición fue idea tuya. Pensaré un poco más sobre todo esto. Si me disculpas…
Tarna hizo un gesto ambiguo con la mano, y Pevara se puso de pie Los años como Aes Sedai la ayudaron a actuar de forma que no trasluciera su preocupación. Salió de la cabaña y después se encaminó hacia el este, a lo largo del muro inacabado. Sí, había puestos de guardia situados a intervalos regulares. A primera hora de la mañana no había vigilantes en ellos.
Ahora sí; y eran encauzadores. Uno de esos hombres podía matarla antes de que tuviera ocasión de responder a una agresión. No veía los tejidos y tampoco podía atacar primero debido a los Juramentos.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia una pequeña arboleda, un sitio destinado a ser un jardín. Dentro, se sentó en un tocón y respiró hondo. La frialdad —casi la ausencia de vida— que había visto en los ojos de Tarna todavía le producía escalofríos.
Había recibido órdenes de la Altísima de no correr el riesgo de abrir accesos a menos que la situación fuera desesperada; en su opinión, ésta lo era. Abrazó la Fuente y realizó el tejido requerido.
Se deshizo en el instante en que lo completó. No se formó ningún acceso. Con los ojos desorbitados, volvió a intentarlo, pero con el mismo resultado. Probó con otros tejidos y funcionaron; pero, cada vez que intentaba abrir un acceso, fracasaba.
El frío que se había apoderado de ella se tornó en escarcha. Estaba atrapada.
Todas lo estaban.
Perrin y Mat se estrecharon la mano.
—Buena suerte, amigo mío —dijo Perrin.
Mat sonrió y tiró del borde de la ancha ala del sombrero.
—¿Suerte? —repitió—. Confío en que todo se reduzca a tener suerte. Eso se me da bien.
Mat cargaba al hombro un fardo voluminoso, al igual que el hombre huesudo y sarmentoso al que Mat había presentado como Noal. Además de un fardo similar al de ellos, Thom llevaba el arpa a la espalda. Perrin aún no tenía muy claro qué llevaban en esos bultos. Mat planeaba pasar sólo unos días dentro de la torre, así que no había necesidad de cargar con muchos víveres.
El reducido grupo se encontraba en la zona de Viaje situada fuera del campamento de Perrin. Detrás de ellos, la gente gritaba y hablaba mientras levantaba el campamento. Nadie tenía la más vaga idea de lo importante que podía ser ese día. Moraine. Moraine estaba viva.
«Luz, que así sea».
—¿Seguro que no puedo hacer nada para convencerte de que llevéis más ayuda? —preguntó.
Mat negó con la cabeza, en silencio.
—Lo siento —dijo luego—. Estas cosas… En fin, que suelen ser muy particulares. La nota era clara. Sólo podemos entrar tres; de lo contrario, fracasaremos. Si aun así fracasamos… Bueno, pues, supongo que entonces será culpa suya, ¿verdad?
—Tened cuidado. —Perrin frunció el entrecejo—. Espero disfrutar de otro pellizco del tabaco de tu bolsa en la posada de maese Denezel a vuestro regreso, Thom.
—Cuenta con ello —dijo el juglar.
Estrechó la mano que le tendía Perrin, sonriente y con un brillo malicioso en los ojos.
—¿Qué? —preguntó Perrin.
—¿Es que todos los chicos granjeros que conozco se habrán convertido en nobles para cuando todo esto haya acabado? —dijo Thom riendo mientras se colocaba mejor el fardo en la espalda.
—Yo no soy un noble —protestó Mat.
—¿De veras, Príncipe de los Cuervos?
—La gente puede llamarme lo que quiera. —Mat se caló más el sombrero—. Eso no significa que sea uno de ellos.
—En realidad, es… —empezó Thom.
—Abre el acceso para que nos pongamos en marcha de una vez —pidió Mat—. Se acabaron las tonterías.
Perrin hizo un gesto a Grady con la cabeza. Una línea de luz sinuosa hendió el aire y abrió un acceso que se asomaba a la ancha y lenta corriente de un río.
—Esto es lo más cerca que puede abrirlo —dijo Perrin—. Al menos, sin tener una descripción mejor del sitio.
—Servirá —contestó Mat, que asomó la cabeza por el acceso—. ¿Nos abrirás uno para volver?
—A mediodía todos los días —repuso Grady repitiendo las órdenes que Perrin le había dado—. En ese mismo punto. —Sonrió—. Tened cuidado para que no os corte los dedos de los pies cuando aparezca, maese Cauthon.
—Haré todo lo posible. Llevamos juntos mucho tiempo y les tengo cariño.
Respiró hondo y cruzó el acceso. El silencioso Noal, que olía a determinación, lo siguió. Aquel tipo era un hueso más duro de roer de lo que aparentaba. Thom saludó a Perrin con un cabeceo que hizo que se le moviera el bigote, y saltó al otro lado. Era ágil, a pesar de que aún tenía la pierna agarrotada desde el enfrentamiento con el Fado, dos años atrás.
«Que la Luz os guíe», pidió Perrin para sus adentros y levantó la mano para despedirlos.
Los siguió con la mirada mientras caminaban a lo largo de la ribera del río.
Moraine. Tendría que avisar a Rand. Los colores se arremolinaron ante sus ojos y le mostraron a Rand hablando con un grupo de fronterizos. Pero… no. No debía decírselo hasta tener la certeza de que estaba viva. De lo contrario, sería una crueldad, así como una invitación a que Rand se inmiscuyera en la misión de Mat.
Perrin se dio la vuelta al tiempo que el acceso se cerraba. Al plantar el pie sintió una leve punzada en la pierna donde la flecha de Verdugo se le había clavado. Le habían Curado la herida y, que él supiera, la Curación había sido completa. No quedaba rastro de la herida, pero la pierna… Era como si recordara el daño sufrido, de todos modos. Era como una sombra, algo muy tenue, casi imperceptible.
Faile se acercó a él con gesto de curiosidad. Gaul la acompañaba, y Perrin sonrió al fijarse en la forma en que el Aiel echaba ojeadas hacia atrás a Bain y Chiad. Una llevaba las lanzas del guerrero, y la otra, el arco. Por lo visto, para que él no tuviera que cargar con las armas.
—¿Me he perdido la despedida? —preguntó su esposa.
—Como era tu intención, ¿no?
Ella aspiró por la nariz de forma sonora.
—Matrim Cauthon es una mala influencia. Me sorprende que no te haya arrastrado a otra taberna antes de marcharse.
Lo divertido fue que los colores aparecieron y le mostraron a Mat —que acababa de irse— caminando a lo largo del río.
—No es tan mala influencia como crees —lo defendió—. ¿Estamos listos?
—Aravine ha organizado a todo el mundo y los tiene en movimiento. Calculo que estaremos listos para partir antes de una hora.
Resultó que su estimación era buena. Alrededor de media hora más tarde, Perrin se hallaba de pie a un lado de un enorme acceso que hendía el aire, creado por Grady y Neald coligados con las Aes Sedai y Edarra. Nadie había cuestionado la decisión de Perrin de marcharse. Si Rand se dirigía a ese lugar llamado Campo de Merrilor, entonces era allí donde él quería estar. Donde tenía que estar.
El paisaje al otro lado del acceso era más accidentado que el sur de Andor. Había menos árboles y más praderas. A lo lejos se veían unas ruinas. El área abierta que se extendía ante ellos estaba repleta de tiendas, estandartes y campamentos. Por lo visto la coalición de Egwene se había reunido.
Grady se asomó y después soltó un suave silbido.
—¿Cuánta gente hay ahí? —preguntó.
—Aquéllas son las Lunas Crecientes de Tear —dijo Perrin, señalando hacia un estandarte. Apuntó hacia otro—. Y aquél con nueve abejas doradas es el de Illian. Han acampado en lados opuestos del campo.
—Un gran número de casas cairhieninas —comentó Faile, contemplando el panorama—. Y no pocos Aiel… Pero no hay banderas de las Tierras Fronterizas.
—Jamás había visto tantas tropas en un sitio —dijo Grady.
«Está ocurriendo de verdad —pensó Perrin con el corazón latiéndole deprisa. El Tarmon Gai’don».
—¿Crees que serán suficientes para detener a Rand? —preguntó Faile—. ¿Para ayudarnos a impedir que rompa los sellos?
—¿Ayudarnos? —repitió Perrin.
—Le dijiste a Elayne que irías a Campo de Merrilor porque Egwene lo había pedido —argumentó su esposa.
—Oh, sí, le dije que tenía que estar aquí, pero jamás dije que fuera a ponerme de parte de Egwene. Confío en Rand, Faile, y a mí me parece correcto que tenga que romper los sellos. Es como hacer una espada. Por lo general, uno no quiere forjarla con los trozos de otra arma rota y estropeada. Buscas acero nuevo para hacerla. En lugar de recomponer los viejos sellos poniéndoles parches, tendrá que hacerlos nuevos.
—Tal vez. Pero esta situación va a ser como caminar por una cuerda muy, muy floja, al haber tantos ejércitos en un mismo sitio. Si unos apoyan a Rand y otros a la Torre Blanca…
Nadie ganaría si se enfrentaban unos contra otros. En fin, tendría que asegurarse de que tal cosa no ocurriera. Las tropas ya estaban agrupadas en columnas para cruzar el acceso y Perrin se volvió hacia los hombres.
—El Dragón Renacido nos envió a buscar un enemigo bramó—. Volvemos junto a él trayendo aliados. ¡Adelante, a la Última Batalla!
Sólo los que estaban delante lo oyeron, pero lanzaron vítores y transmitieron sus palabras al resto. Rand o Elayne habrían hecho un discurso mucho más enardecedor, pero él era diferente y haría las cosas a su manera.
—Aravine —llamó a la rellenita amadiciense—, adelántate y ten cuidado de que nadie se pelee por el sitio en el que instalar los campamentos.
Sí, lord Ojos Dorados.
—De momento que se coloquen apartados de los otros ejércitos —indicó Perrin al tiempo que señalaba—. Sulin y Gaul elegirán un buen lugar. Haz correr la voz por nuestros ejércitos mientras nos instalamos. No hay que relacionarse ni enzarzarse con ninguna de esas otras fuerzas. ¡No dejes que nadie se aparte y se desplace hacia el sur! Ya no estamos en territorio agreste y no quiero recibir quejas de los lugareños por ocasionarles perjuicios en sus granjas.
—Sí, milord —contestó la mujer.
No le había preguntado a Aravine por qué no se había unido a uno de los grupos a los que habían enviado de regreso a Amadicia. Pero casi con toda seguridad se debía a los seanchan. Que esa mujer era una noble saltaba a la vista, a pesar de que casi no hablaba de su pasado. Perrin se alegraba de poder contar con ella. Como administradora del campamento, actuaba de enlace entre los distintos bandos que componían su ejército.
La Guardia del Lobo había encabezado la marcha antes, así que hicieron lo mismo a través del acceso. La larga columna empezó a moverse y Perrin dio unos cuantos pasos en sentido contrario, hacia atrás, a fin de impartir órdenes que en su mayoría eran para recalcar su deseo de que no hubiera problemas con los lugareños ni con los otros ejércitos acampados. Se paró al llegar al grupo de los Capas Blancas, que esperaban su turno. Berelain cabalgaba de nuevo junto a Galad; parecían enfrascados en una conversación deferente. Luz, esa mujer había pasado con Galad casi todas las horas de vigilia durante los últimos días.
Perrin no había puesto juntos a los Capas Blancas y los mayenienses; sin embargo, por lo visto habían acabado así de algún modo. Al empezar a moverse, los Capas Blancas de Galad marcharon en una columna perfecta de cuatro en fondo, los blancos tabardos adornados con el sol radiante. Perrin aún tenía una reacción visceral semejante al pánico cada vez que los veía, pero lo sorprendente era que apenas habían causado problemas desde el juicio.
La Guardia Alada de Mayene cabalgaba al lado —Gallenne casi pegado a Berelain— con las lanzas en alto. En las astas ondeaban banderolas rojas, y los petos y los yelmos se habían bruñido a la perfección. Era como si fueran a tomar parte en un desfile. Y quizás era así. Si uno cabalgaba a la Última Batalla, lo hacía sosteniendo bien alto la lanza y con la armadura reluciente.
Perrin siguió adelante. El ejército de Alliandre venía a continuación, con la caballería pesada cabalgando en una formación compacta de ocho jinetes en fondo y Arganda a la cabeza. Éste bramó una orden al ver a Perrin, y la serpentina columna de soldados giró y saludó.
Perrin respondió de igual forma. Le había preguntado a Alliandre, quien le había indicado que era la respuesta apropiada. Ella cabalgaba al lado de Arganda, montada a asentadillas, y lucía un liviano vestido de color granate con ribetes dorados. Un atuendo nada práctico para cabalgar, pero no estarían montados mucho tiempo. Trescientos pasos; que equivalían a otras tantas leguas.
Perrin advirtió la satisfacción de la mujer cuando saludó a sus soldados. Le complacía verlo actuar en su papel de líder de la coalición. De hecho, muchos en el campamento reaccionaban del mismo modo. Quizás antes habían percibido lo mucho que le incomodaba esa posición como cabecilla. ¿Cómo se las arreglaba la gente para advertirlo sin ser capaz de oler las emociones?
—Lord Perrin —saludó Alliandre cuando se cruzaron, haciendo una especie de balanceo con la cabeza que era el equivalente a una reverencia a caballo—, ¿no deberíais ir montado?
—Me gusta caminar.
—Un cabecilla a caballo da una imagen más autoritaria.
—He decidido dirigir esta agrupación de fuerzas, Alliandre, pero lo haré a mi modo. Eso incluye caminar cuando quiera hacerlo.
Se encontraban sólo a unos cuantos pasos del acceso y, para esa distancia, las piernas para desplazarse eran más que suficiente para él.
—Por supuesto, milord.
—Una vez que estemos instalados, quiero que envíes a unos cuantos hombres de regreso a Jehannah para que recluten gente, que reúnan a los guardias locales que tengas y que los traigan aquí. Vamos a necesitar a todos los que consigamos reunir, y quiero que se entrenen tanto como sea posible antes de que la guerra estalle.
—De acuerdo, milord.
—También he enviado gente a Mayene —informó Perrin—. Y Tam está reuniendo a toda la gente que pueda de Dos Ríos.
Luz, cómo le gustaría poder dejarlos atrás, en sus granjas, para vivir en paz mientras la tormenta bramaba en otra parte. Pero éste era de verdad el final. Lo notaba. Perder esta batalla significaba perderlo todo. El mundo. El propio Entramado. Ante algo así, reclutaría muchachitos apenas capaces de blandir una espada y abuelos que les costara trabajo andar. Se le revolvía el estómago de tener que admitirlo, pero era verdad.
Continuó columna abajo y dio varias órdenes a otros cuantos grupos. Estaba terminando con el último, cuando reparó en que un puñado de hombres de Dos Ríos pasaba por allí. Uno de ellos, Azi, portaba la bandera de la cabeza de lobo. Jori Congar se quedó atrás, se detuvo e hizo señas a los otros tres para que siguieran adelante, tras lo cual trotó hacia él. ¿Pasaría algo?
—Lord Perrin. —Jori, alto y desgarbado, se plantó erguido como una zancuda posada en una pata—. Yo…
—¿Y bien? Vamos, suéltalo —apremió Perrin.
—Quería disculparme —repuso Jori de forma atropellada.
—¿Por qué?
—Por ciertas cosas que dije. —Jori apartó la vista—. Me refiero a cosas estúpidas. Fue después de que caísteis enfermo, ¿sabéis?, cuando os llevaron a la tienda de la Principal y… En fin, yo…
—No te preocupes, Jori. Lo comprendo.
Jori alzó los ojos, sonriente.
—Es un placer estar aquí con vos, lord Perrin. Un verdadero placer. Os seguiremos a cualquier parte, los otros y yo.
Sin más, Jori saludó y echó a correr. Perrin se rascó la barba mientras lo seguía con la mirada. Jori era uno de la buena docena de hombres de Dos Ríos que se habían acercado a él en los últimos días para disculparse. Al parecer, todos se sentían culpables por propagar rumores sobre Berelain y él, aunque ninguno de ellos lo había dicho tan a las claras.
Bendita Faile, por hacer lo que quiera que hubiese hecho.
Tras haberse ocupado de todos, Perrin hizo una profunda inhalación, echó a andar columna arriba y cruzó el acceso.
«Ven deprisa, Rand —pensó mientras el remolino de colores surgía en su visión—. Está empezando, lo noto».
Mat se había parado —con Thom a su izquierda y Noal a su derecha— y miraba hacia la torre que se asomaba entre las copas de los árboles, un poco más adelante. Un regato cantarín, afluente del cercano Arinelle, gorgoteaba cerca de ellos. Una llanada herbosa se extendía a su espalda y, más allá, el caudaloso río.
¿Había pasado por allí antes? Eran tantos los recuerdos fragmentados que tenía de esa época… Y, sin embargo, la torre permanecía clara en su mente, divisada a lo lejos. Ni siquiera la oscuridad de Shadar Logoth había sido capaz de arrancarle esa imagen de la memoria.
La torre parecía ser de puro metal, con el sólido acero reluciendo a la tenue luz del sol encapotado, y Mat sintió una terrible frialdad entre los omóplatos. Muchos viajeros a lo largo del río la tenían por algún tipo de reliquia de la Era de Leyenda. ¿Qué otra conclusión iba uno a sacar de una columna de acero que se elevaba por encima del bosque y que, en apariencia, estaba deshabitada? Era tan anómala y parecía tan fuera de lugar como los retorcidos marcos de piedra roja. Ésos hacían que los ojos le bizquearan a uno si los miraba con fijeza.
La quietud del bosque allí era excesiva; todo se hallaba en silencio a excepción de las pisadas de los tres. Noal llevaba un bastón largo, más alto que él. ¿De dónde lo habría sacado? Tenía ese aspecto suave, pulido, de la madera que lleva más años siendo bastón de caminar que los pasados antes como rama de árbol. Noal también se había puesto un par de pantalones de color azul oscuro, casi negro, así como una camisa de un estilo raro, desconocido para Mat. Los hombros eran más rígidos que los tipos de corte que él solía ver. Asimismo, la chaqueta era más larga; le llegaba casi hasta las rodillas. Iba abotonada en la cintura y después se separaba en las piernas. Un estilo muy raro, vaya que sí. El viejo nunca respondía a las preguntas que le hacían sobre su pasado.
Thom había optado por sus ropas de juglar. Era muy grato verlo así otra vez, en lugar de los atavíos llenos de adornos de un bardo de corte. La capa de parches multicolores, la sencilla camisa atada con lazadas por delante, las ajustadas calzas metidas por dentro de las botas. Cuando le preguntó el porqué de esa elección, Thom se había encogido de hombros antes de responder.
—Parece como si tuviera que llevar esto si voy a verla.
Con «verla» se refería a Moraine. Mas ¿qué le habrían hecho las serpientes y los zorros a las Aes Sedai? Hacía tanto tiempo… Pero que lo asparan si dejaba pasar aunque sólo fuera una hora más. El había escogido ropa de color verde apagado y pardo terroso, así como una capa marrón oscuro. Llevaba el fardo cargado al hombro y la ashandarei en la mano. Había practicado con el nuevo regatón de hierro acoplado a la punta del astil, y le había gustado.
Los elfinios le habían dado el arma. Bien, pues, si se atrevían a interponerse entre Moraine y él, entonces iban enterarse de lo que era capaz de hacer con su regalo. Vaya si se iban a enterar, puñetas.
Los tres se acercaron a la torre. No parecía que hubiera una sola abertura por ningún sitio en los doscientos pies que tenía de altura. Ni una ventana, ni una junta, ni un arañazo. Mat miró hacia arriba y se sintió desorientado mientras recorría con la vista aquel enorme fuste reluciente que se elevaba hacia el distante cielo gris. ¿No reflejaba demasiada luz?
Lo sacudió un escalofrío y se volvió hacia Thom para asentir con un brusco cabeceo.
Tras una breve vacilación, Thom desenvainó un cuchillo de bronce que llevaba colgado al cinturón y adelantó un paso para tocar con la punta en la torre. Con gesto resuelto, deslizó el cuchillo de forma que trazó un triángulo invertido del ancho de la palma de una mano. El metal chirrió contra el metal, pero no dejó ni rastro. Thom acabó trazando una línea ondulante a través del centro, como se hacía al empezar una partida de serpientes y zorros.
Todo se quedó en silencio. Mat miró a Thom.
—¿Lo has hecho bien?
—Eso creo. Pero ¿cómo sabemos qué es «bien»? Ese juego ha pasado de generación en generación durante…
Enmudeció cuando una fina línea de luz apareció en la pared de la torre. Mat pegó un brinco hacia atrás y enarboló la lanza. Las líneas brillantes formaron un triángulo en consonancia con el que Thom había trazado y después —veloz como un único aleteo de una polilla— el acero del centro del triángulo desapareció.
Noal contempló el tamaño del agujero.
—Un poco pequeño para colarse por él, ¿no? —Se acercó a la brecha triangular y se asomó—. Nada al otro lado, salvo oscuridad.
Thom bajó la vista al cuchillo.
—Imagino que el triángulo es de hecho una puerta. Eso es lo que se dibuja cuando uno empieza a jugar. ¿Intento hacer otro más grande?
—Supongo que sí —contestó Mat—. A menos que el gholam te enseñara cómo deslizarte a través de un hueco del tamaño de un puño.
—No es menester ser desagradable —respondió Thom. Acto seguido, utilizó el cuchillo para dibujar otro triángulo alrededor del primero, éste lo bastante grande para entrar por él. Acabó con el trazado de la línea ondulante.
Mat empezó a contar. Le dio tiempo a llegar a siete para que las líneas brillantes aparecieran. El acero comprendido entre ellas se desvaneció dejando abierto un corredor triangular que conducía dentro de la torre, cuyo interior parecía ser acero sólido.
—La Luz me abrase —susurró Noal.
El corredor desaparecía en la oscuridad, dando la impresión de que la luz del sol fuese reacia a penetrar en la abertura, aunque a buen seguro sólo se trataba de una ilusión óptica.
—Y así empezamos el juego que no podemos ganar —dijo Thom mientras envainaba de nuevo el cuchillo.
—Valor para fortalecer —susurró Noal mientras daba un paso adelante alzando una linterna de llamita titilante—. Fuego para cegar. Música para aturdir. Hierro para encadenar.
—Y Matrim Cauthon —añadió Mat— para equilibrar las jodidas probabilidades.
Sin más, traspasó el umbral. Hubo un destello blanco, brillante, cegador. Mat maldijo y apretó los ojos a la par que bajaba la ashandarei en lo que confiaba diera la impresión de ser una pose amenazadora. Parpadeó, y la blancura desapareció. Se encontraba en el centro de una estancia amplia; detrás de él, una abertura en forma de triángulo invertido —de un negro puro hecho de cordones o filamentos retorcidos que en algunos sitios parecían de metal y en otros, de madera— se sostenía derecha sin ningún apoyo.
La estancia también era negra, de forma cuadrangular. Volutas de vapor blanco salían desde agujeros dispuestos en los cuatro vértices; esa neblina irradiaba una luz blanca. Cuatro pasillos partían de la estancia, cada cual en una dirección.
La cámara no era exactamente cuadrada. Cada lado tenía una longitud distinta, aunque por muy poco, de modo que la confluencia en los vértices resultaba extraña. ¡Y ese vapor! Emitía un hedor sulfúreo que inducía a respirar por la boca. Las paredes del color del ónice no eran de piedra, sino de un material reflectante, como las escamas de un pez enorme. El vapor se acumulaba en el techo y el tenue brillo difundía una luz suave.
¡Así se abrasara! Aquello no era igual que el primer sitio que había visitado, con las espirales enroscadas y los umbrales circulares, pero tampoco como el segundo, con las estancias en forma de estrella y las líneas que emitían un resplandor amarillo. ¿Dónde se encontraban? ¿En qué se habían metido? Giró sobre sí mismo, nervioso.
Thom entró a trompicones en la habitación y parpadeó, aturdido. Mat soltó el fardo y asió al juglar por el brazo. Noal llegó a continuación. El huesudo hombre guardó el equilibrio, pero era evidente que estaba cegado porque sostenía la linterna ante sí, a la defensiva.
Los dos parpadearon y a Noal le lloraron los ojos, pero por fin se orientaron y echaron una ojeada en derredor. La estancia, así como los pasillos que partían en cuatro direcciones opuestas, se hallaban vacíos.
—Esto no se parece a lo que nos describiste, Mat —dijo Thom.
La voz levantó un débil eco, aunque los sonidos parecían distorsionarse de forma inquietante. Casi como susurros que les respondieran. El efecto hizo que a Mat se le erizara el vello de la nuca.
—Lo sé —contestó mientras sacaba una antorcha del fardo—. Este sitio no tiene sentido. Al menos, las historias coinciden en eso. Toma, enciende esto, Noal.
Thom sacó una antorcha de su fardo y Noal las encendió las dos con la linterna. Tenían mixtos de Aludra, pero Mat quería reservarlos. Había temido que, dentro de la torre, las llamas se apagaran después de prenderlas, pero ardían con regularidad y fuerza. Eso lo animó en cierta medida.
—Bien, pues, ¿dónde están? —preguntó Thom, que empezó a recorrer el perímetro de la estancia negra.
—Nunca están cuando uno entra —contestó Mat, que alzó la antorcha para examinar la pared. ¿Era eso escritura esculpida en la aparente piedra que no lo era? La desconocida grafía era tan fina y delicada que apenas se veía—. Pero no bajes la guardia. Pueden aparecer detrás de ti con más rapidez que un posadero al oír el tintineo de monedas en el bolsillo de un parroquiano.
Noal examinó la abertura triangular por la que habían entrado.
—¿Crees que podríamos utilizar esto para salir?
Se asemejaba al ter’angreal de piedra por el que Mat había pasado la vez anterior, sólo que con una forma diferente.
—Eso espero —contestó.
—Quizá deberíamos intentarlo —propuso Noal.
Mat asintió con la cabeza. No le gustaba separarse, pero necesitaban saber si eso era un camino de vuelta o no. Noal lo cruzó con actitud decidida. Desapareció.
Mat contuvo la respiración unos segundos que le parecieron largos, pero el hombre mayor no reapareció. ¿Sería un truco? ¿Estaría esa puerta ahí para…?
Noal entró dando trompicones a través del triángulo. Thom dejó la antorcha en el suelo y corrió hacia él para ayudarlo. Noal se recobró con más rapidez que la vez anterior y parpadeó para librarse de la momentánea ceguera.
—Se cerró y me dejó fuera —explicó—. Tuve que trazar otro triángulo para volver a entrar.
—Al menos sabemos que hay un modo de salir —comentó Thom.
«Eso, dando por hecho que los jodidos alfinios y elfinios no lo cambien de sitio», pensó Mat al recordar su anterior visita, la que había acabado con él ahorcado en un árbol. Aquella vez, la ubicación de las habitaciones y los corredores había variado de forma misteriosa, en un desafío absoluto a lo todo lo establecido.
—¿Os habéis fijado en eso? —dijo Thom.
Mat bajó la lanza a la defensiva, y Noal empuñó una espada corta de hierro en un visto y no visto. Thom señalaba la antorcha que ardía mal donde la había dejado en el suelo, junto a uno de los conductos por los que salía el vapor brillante.
La blanca emanación se «apartaba» de las llamas, como si soplara una brisa. Sólo que ningún tipo de brisa podía hacer que el vapor se moviera de un modo tan anómalo, curvándose alrededor del fuego, como un bucle. Thom se agachó y recogió la antorcha; después la aproximó al chorro de vapor, que se apartó de las llamas. Thom metió la antorcha directamente en la columna de vapor, la cual se dividió, rodeó las llamas y volvió a unirse en un solo chorro una vez que las dejó atrás.
Thom miró a los otros.
—A mí no me preguntes —dijo Mat, ceñudo—. Ya he dicho que este sitio es disparatado. Si eso es lo más raro que vemos aquí, me dejo crecer un bigote murandiano. Venga, en marcha.
Mat se dirigió hacia uno de los pasillos y echó a andar por él. Los otros dos se dieron prisa en alcanzarlo. El vapor brillaba en el techo y bañaba el pasillo con su luminosidad lechosa. El suelo era de baldosas triangulares encajadas entre sí, las cuales —de nuevo— tenían el inquietante aspecto de escamas. El corredor, ancho y largo, se perdía en la oscuridad, a lo lejos.
—Y pensar que todo esto se halla oculto en una simple torre —dijo Noal, que levantó la linterna.
—Dudo que sigamos en la torre —comentó Mat.
Más adelante vislumbró un cuadrante en el costado de la pared, una especie de ventana. Estaba alta, tanto que no parecía su sitio natural.
—Entonces, ¿dónde…?
Noal enmudeció al llegar a la ventana, que era un cuadrilátero descentrado. A través de ella se veía un paisaje que parecía irreal. Se encontraban a varios pisos de altura en una especie de torre ahusada, pero lo que se divisaba fuera no era Andor, ni mucho menos.
La ventana se asomaba a un dosel de densa vegetación que era demasiado amarillenta. Mat reconoció los árboles de hojas finas como encaje y los de copa que parecía una sombrilla de ramas lacias, aunque la otra vez los había visto desde abajo. Los árboles semejantes a helechos con las hojas en forma de inmenso abanico también le resultaban familiares, aunque de ésos ahora colgaban frutos de un profundo color negro. Los enormes frutos hacían que las hojas se doblaran por el peso.
—El aventador tenga piedad —susurró Noal, una frase que Mat no había oído en su vida.
El pasmo de Noal estaba más que justificado; Mat recordó que mientras miraba ese bosque por primera vez había comprendido que el marco retorcido no lo había conducido a otro lugar, sino que lo había llevado a otro mundo distinto.
Mat echó una ojeada al exterior. ¿Divisaría las tres altas torres ahusadas que había visto en la primera visita? No parecía que estuvieran por allí, aunque en este sitio podía ocurrir que al pasar por delante de la siguiente ventana contemplaran una escena distinta por completo. Puede que…
Se paró y miró con atención por la ventana. Se veía una torre ahusada a la izquierda. Y entonces lo comprendió: se encontraba en una de las tres torres que había oteado a lo lejos durante la primera visita.
Reprimió un escalofrío y dio la espalda a la ventana. Al menos sabía con certeza que estaba en el mismo sitio. ¿Significaba eso que el mundo de alfinios y elfinios era el mismo? Ojalá fuera así. Moraine había caído a través del segundo marco retorcido de piedra roja, lo que significaba que, casi con toda seguridad, la habían apresado los elfinios, los zorros.
Ésos eran los que lo habían colgado a él; al menos las serpientes sólo lo habían echado de su reino sin darle respuestas útiles. Les tenía inquina, pero los zorros… ¡Ellos se habían negado a contestar a sus preguntas y en cambio le habían dado esos puñeteros recuerdos!
Sus dos compañeros y él continuaron pasillo adelante, acompañados por el sonido de sus pisadas en el pavimento. Poco después, Mat empezó a tener la sensación de que los estaban observando. Era algo que ya había experimentado antes, en las otras visitas. Miró hacia atrás y captó un atisbo de movimiento allá, a lo lejos.
Giró sobre sus talones, preparado para tirar la antorcha y luchar con la ashandarei, pero no vio nada. Los otros dos se quedaron quietos y miraron en derredor, nerviosos. Mat siguió adelante, azorado, aunque se sintió mejor cuando, poco después, Thom hizo lo mismo que él. El juglar llegó incluso a arrojar un cuchillo a un borrón oscuro de la pared.
El arma de hierro golpeó la superficie con un ruido seco y metálico. El apagado tintineo resonó en el pasillo y el eco se oyó mucho tiempo.
—Lo siento —se disculpó Thom.
—No pasa nada —dijo Mat.
—Nos están observando, ¿no es así? —preguntó Noal.
Hablaba en voz baja y un tanto nerviosa. ¡Luz! Mat se sentía como si en cualquier momento fuera a dar un brinco tal que se saldría de las botas y echaría a correr dejándolas atrás. Comparado con eso, Noal parecía sereno.
—Sospecho que sí —respondió.
Unos segundos después llegaban al final de larguísimo pasillo. Allí entraron en una cámara que era idéntica a la primera, salvo que no había portal en el centro. También contaba con cuatro salidas a corredores que se perdían en la oscura lejanía.
Se encaminaron en otra dirección memorizando el rumbo que iban tomando, sin dejar de sentir en la espalda el roce de unos ojos invisibles. Las pisadas se hicieron más precipitadas a medida que recorrían el pasillo y entraban en otra cámara. Era exactamente igual que la anterior.
—Desorientarse en un sitio como éste es fácil —comentó Noal.
El hombre mayor abrió su fardo y sacó una hoja de papel y un carboncillo. Marcó tres puntos en el papel y a continuación los conectó con líneas para representar los corredores y las estancias por las que habían pasado.
—Todo es cuestión de dibujar un buen mapa. Un buen mapa significa la diferencia entre la vida y la muerte; sé de lo que hablo, creedme.
Mat giró sobre sí mismo y miró en la dirección de la que venían. Una parte de su ser deseaba seguir adelante, sin mirar atrás, pero tenía que saber.
—Vamos —dijo, y empezó a desandar el camino.
Thom y Noal intercambiaron una mirada, pero de nuevo apretaron el paso para alcanzarlo. Les llevó su buena media hora desandar el camino de vuelta a la primera estancia, en la que debería estar el umbral. La encontraron vacía. Esas columnas de vapor se alzaban en las esquinas, igual que ocurría en las otras dos en las que habían estado.
—¡Imposible! —dijo Noal—. ¡Hemos vuelto sobre nuestros pasos con exactitud!
A lo lejos —apagada, casi inaudible— Mat oyó una risa. Una risa sibilante, peligrosa. Maliciosa. Se le heló la sangre.
—Thom —dijo—, ¿conoces un relato sobre Birgitte Arco de Plata y su visita a la Torre de Ghenjei?
—¿Birgitte? —repitió el juglar, que alzó la vista. Él y Noal estaban inspeccionando el suelo; parecían convencidos de que el umbral debía de haber desaparecido en alguna clase de trampilla oculta—. No, no conozco esa historia.
—¿Y la de una mujer atrapada durante dos meses en un laberinto de corredores, dentro de una fortaleza?
—¿Dos meses? —se extrañó Thom—. Bueno, no. Pero existe el relato de Elmiaray los Ojos Lóbregos. La mujer pasó cien días deambulando por un laberinto en busca de la tristemente célebre fuente curativa de Sund para salvar la vida de su amante.
Sí, debía de ser ésa. La historia había perdurado; cambiada en la forma, como les ocurría a muchas de ellas.
—No salió de allí, ¿verdad que no?
—No. Murió al final, a sólo dos pasos de la fuente, pero separada de ella por un muro. La oía burbujear; fue el último sonido que oyó antes de morir de sed.
El juglar miró a su alrededor con inquietud, como inseguro de querer compartir un relato así en aquel lugar. Preocupado, Mat meneó la cabeza. Así se abrasara, pero, ¡cómo odiaba a esos zorros! Tenía que haber una forma de…
—Habéis roto el pacto —dijo una voz suave.
Mat giró sobre sus talones con rapidez y los otros dos barbotaron una maldición mientras se incorporaban y echaban mano a las armas. En el pasillo que tenían detrás había una figura. Era uno de los seres que Mat recordaba, puede que incluso fuese el mismo con el que se había encontrado la vez anterior. En el pálido cuero cabelludo le crecía pelo rojizo, muy corto y de punta, y las orejas, pegadas al cráneo, se afinaban ligeramente en punta por la parte de arriba. Era nervudo y alto, con los hombros demasiado anchos en proporción con la cintura. Llevaba unas correas blancas que le cruzaban el torso —Mat seguía sin querer conjeturar con qué estarían hechas—, así como una faldilla negra que le llegaba a las rodillas.
Lo más llamativo era el rostro: ojos demasiado grandes y casi sin color salvo un leve matiz en el iris, mandíbula estrecha y facciones angulosas. Zorrunas. Era uno de los elfinios, señores de aquel reino.
Había acudido a jugar con los roedores.
—No hay pacto para entrar por este umbral —respondió Mat, que procuró no delatar nerviosismo en la voz—. Así que podemos traer lo que nos dé la gana, puñetas.
—No tener acuerdo es peligroso —advirtió el elfinio con voz suave—. Para vosotros. Por suerte, puedo llevaros donde deseéis.
—Bien, pues, hazlo —respondió Mat.
—Dejad el hierro —dijo el elfinio—. Los instrumentos de música. El fuego.
—Jamás —se negó Mat.
Despacio, con parsimonia, los enormes ojos del elfinio parpadearon. Después, el ser avanzó con pisadas leves, sin hacer apenas ruido. Mat alzó la ashandarei, pero el elfinio no hizo ningún movimiento que pareciera amenazador, sino que se deslizó alrededor de los tres mientras preguntaba en tono melifluo:
—Oh, vamos. ¿Es que no podemos hablar con cortesía? Habéis venido a nuestro reino buscando algo. Tenemos poder para concederos lo que deseáis, lo que necesitáis. ¿Por qué no demostráis vuestra buena fe? Dejad atrás los útiles de hacer fuego, sólo eso, y prometo conduciros durante un tiempo.
La voz resultaba hipnótica, relajante. Lo que decía tenía sentido. ¿Para qué necesitaban fuego? Había luz de sobra con esa niebla. Era…
—Thom, música —pidió Mat.
—¿Qué? —preguntó el juglar, con un ligero estremecimiento.
—Toca algo. Lo que sea, da igual.
Thom sacó la flauta y el elfinio estrechó los ojos. Thom empezó a tocar una canción conocida, El viento que agita el sauce. La intención de Mat era tranquilizar al elfinio, quizá conseguir que se descuidara, pero la melodía pareció que lo ayudaba a él a disipar el velo que le nublaba la mente.
—Esto no es necesario —dijo el elfinio, que le lanzó una mirada fulminante a Thom.
—Sí que lo es —lo contradijo Mat—. Y no vamos a dejar el jodido fuego. No a menos que prometas llevarnos todo el camino hasta la cámara central y nos devuelvas a Moraine.
—No puedo pactar ese acuerdo —dijo el ser, sin dejar de caminar alrededor de ellos.
Mat se giró para seguirlo con la mirada, sin darle la espalda.
—Que venga alguien que pueda hacerlo.
—Imposible —repuso el elfinio—. Escuchad, el fuego no hace falta, os conduciré hasta la mitad del camino que lleva a la estancia central, la Cámara de Acuerdos, si dejáis ese terrible fuego. Nos ofende. Sólo queremos que se cumplan vuestros deseos.
Era evidente que el ser intentaba adormecerlos otra vez, pero había perdido la cadencia de la voz, en oposición con la melodía de Thom. Mat lo observó y después se puso a cantar con la música de la flauta. No tenía una voz maravillosa, pero tampoco era terrible. El elfinio bostezó y a continuación se acomodó en el suelo, junto a la pared, y cerró los ojos. Se quedó dormido en cuestión de segundos.
Thom apartó la flauta de los labios; parecía impresionado.
—Bien hecho —susurró Noal—. No tenía idea de que dominaras la Antigua Lengua con tanta fluidez.
Mat vaciló; ni siquiera se había dado cuenta de haberla utilizado.
—Tengo muy olvidada la Antigua Lengua —continuó Noal, que se frotó el mentón—, pero entendí bastantes cosas. El problema es que seguimos sin saber cómo movernos por este sitio. ¿Cómo nos orientaremos sin que uno de ellos nos guíe?
Tenía razón. Birgitte había deambulado de un sitio para otro durante meses sin alcanzar la meta, que se encontraba a unos pasos de distancia. La cámara en la que Mat se había reunido con los cabecillas elfinios… Ella había dicho que, una vez que uno estaba allí, tenían que pactar contigo. Ésa debía de ser la Cámara de Acuerdos que el elfinio había mencionado.
Pobre Moraine. Había llegado a través de uno de los marcos de piedra roja; tendría que haber estado protegida por el pacto que los elfinios tenían con las antiguas Aes Sedai, fuera cual fuese pero ese marco se había destruido. Sin vuelta atrás. Sin salida.
Cuando él había estado allí la primera vez, habían elogiado que se le ocurriera pedir salir de allí. Aunque todavía rezongaba contra los elfinios por no responder sus preguntas, ahora entendía que no era eso lo que ellos hacían. A los alfinios se les hacían preguntas; los elfinios concedían peticiones. Pero tergiversaban esas peticiones y, a cambio, tomaban lo que querían. De forma involuntaria, él había pedido llenar los vacíos que tenía en la memoria, un modo de librarse de las Aes Sedai y del Poder Único, y salir de aquel sitio.
Si Moraine no sabía eso y no había pedido salir como había hecho él… O si había pedido volver a través del marco, ignorante de que se había destruido…
Él había pedido salir y se lo habían concedido, pero no recordaba cómo había ocurrido. Todo se había tornado negro, y había vuelto en sí colgando de la ashandarei, que estaba suspendida entre dos ramas.
Mat sacó algo de un bolsillo y lo aferró con fuerza en el puño.
—Los elfinios y alfinios van y vienen por aquí de algún modo —susurró—. Por fuerza tiene que haber un camino correcto.
—Un camino —dijo Noal—. Cuatro posibilidades, seguidas por cuatro más, seguidas por otras cuatro… ¡Las probabilidades en nuestra contra son incalculables!
—Probabilidades —repitió Mat al tiempo que alzaba la mano. La abrió y dejó a la vista un par de dados—. ¿Y qué me importan a mí las probabilidades?
Sus dos compañeros contemplaron los dados de marfil y después volvieron a mirarlo a la cara. Mat percibió que su suerte volvía.
—Doce puntos máximos. Tres por cada salida. Si saco un uno, un dos o un tres, vamos rectos. Cuatro, cinco o seis, nos dirigimos a la derecha, y así sucesivamente.
—Pero Mat —susurró Noal, que echó una ojeada al elfinio dormido—. Las tiradas no serán iguales. No es posible que saques un uno, por ejemplo, y es mucho más probable que un siete…
—No lo entiendes, Noal —lo interrumpió Mat mientras tiraba dados al suelo; saltaron y repicaron sobre las baldosas semejantes a escamas sonando como el castañeteo de dientes—. No importa qué es más o menos probable. Cuando yo estoy presente, no.
Los dados se pararon. Uno de ellos se enganchó en una ranura entre dos baldosas y se quedó inmóvil en un equilibrio inestable, con uno de los picos en el aire. El otro cayó marcando un punto.
—¿Qué opinas sobre eso, Noal? —preguntó Thom—. Parece que, después de todo, puede salir hasta un uno.
—Diantre, sí que es digno de verse —respondió el hombre mayor, que se frotó la barbilla.
Mat asió la ashandarei, recogió los dados y echó a andar hacia el pasillo que había en línea recta. Los otros lo siguieron y dejaron atrás al elfinio dormido.
En la siguiente intersección, Mat hizo otra tirada y salió un nueve.
—¿Volver por donde hemos venido? —se extrañó Thom—. Eso es…
—Es lo que vamos a hacer —lo atajó Mat, que giró sobre sus talones y desanduvo el camino.
En la otra estancia, el elfinio dormido había desaparecido.
—A lo mejor lo han despertado —sugirió Noal.
—O quizás es otra sala distinta por completo —dijo Mat, que volvió a tirar los dados.
Otro nueve. Estaba de espaldas al pasillo por el que habían llegado, de modo que un nueve significaba dar otra vez la vuelta.
—Los alfinios y los elfinios tienes sus reglas —comentó Mat, que giró y corrió pasillo adelante, con los otros dos pisándole los talones—. Y este lugar tiene reglas.
—Las reglas han de tener lógica, Mat —contestó Noal.
—Han de ser coherentes —afirmó Mat—. Pero no han de seguir nuestra lógica. ¿Por qué iban a hacerlo?
Para él eso tenía sentido. Corrieron durante un tiempo, ya que el pasillo por el que iban parecía ser mucho más largo que los anteriores. Mat empezaba a resollar cuando llegaron a la siguiente sala. De nuevo tiró los dados, pero imaginaba lo que iba a salir: nueve. Otra vez de vuelta a la primera estancia.
—¡Mira, esto es absurdo! —protestó Noal mientras daban la vuelta y desandaban el camino—. ¡Así nunca llegaremos a ninguna parte!
Mat no le hizo caso y siguió corriendo. Poco después se acercaron de nuevo a la primera sala.
—Mat, ¿podemos al menos…? —empezó Noal en tono suplicante.
El hombre enmudeció cuando entraron en tropel en la primera cámara. Sólo que no era la primera cámara. Esta sala era enorme, con el suelo blanco y unas gruesas columnas negras que se elevaban hacia un techo que no alcanzaban a ver.
El brillante vapor blanco que se acumulaba en lo alto del pasillo por el que habían llegado fluyó hacia la sala y ascendió hacia la negrura, como una catarata invertida. Aunque el suelo y las columnas parecían de cristal, Mat sabía que tenían un tacto áspero como piedra. La cámara estaba iluminada por el tenue resplandor que emitían las acanaladuras de cada columna estriada y que punteaban su forma ahusada.
—Mat, muchacho, esto es una locura. —Thom le dio una palmada en el hombro—. Y funciona. De algún modo.
—Justo lo que cabía esperar de mí —respondió mientras tiraba un poco del ala del sombrero—. He estado ya en esta cámara y vamos por buen camino. Si Moraine sigue viva, ha de encontrarse en algún lugar más allá de este punto.