Egwene subió por el suave declive de la ladera pisando la verde hierba y disfrutando la grata caricia del aire fresco. Unas mariposas volaban con abandono de flor en flor como niños curiosos echando ojeadas furtivas a una alacena. Egwene hizo que los zapatos le desaparecieran para sentir las briznas de hierba bajo los pies.
Sonriendo, hizo una profunda inhalación y después alzó la vista hacia las negras nubes que se agitaban en lo alto. Impetuosas, violentas, silenciosas a pesar de los destellos amatista de los relámpagos. Arriba, una terrible tormenta; abajo, una pradera tranquila, plácida. Una dicotomía del Mundo de los Sueños.
Cosa extraña, el Tel’aran’rhiod le parecía ahora más antinatural de lo que le había parecido durante sus primeras visitas, en las que había utilizado el anillo de Verin. Había tratado aquel lugar como un patio de recreo, cambiando de ropa a capricho, dando por sentado que estaba a salvo. No lo había entendido. El Tel’aran’rhiod era tan poco seguro como una trampa para osos pintada en un color bonito. Si las Sabias no la hubieran enderezado para ponerla en su sitio, puede que no hubiera vivido para llegar a Amyrlin.
«Sí, creo que es aquí». Las suaves colinas verdes, los sotos de árboles. Era el primer lugar en el que había estado hacía ahora más de un año. Tenía algo de significativo encontrarse allí habiendo llegado tan lejos. Y, no obstante, parecía que tuviera que cubrir una distancia igual antes de que todo hubiera acabado, y en mucho menos tiempo.
Cuando había estado cautiva en la Torre se había recordado a sí misma —de forma repetida— que sólo podía centrarse en un problema a la vez. La reunificación de la Torre Blanca debía ser antes que nada. Ahora, sin embargo, tanto los problemas como las posibles soluciones parecían acumularse, innumerables. La abrumaban, ahogándola en todas las cosas que debería estar haciendo.
Por fortuna, durante los últimos días se habían descubierto de improviso varios almacenes de grano en la ciudad. En un caso se trataba de un depósito de almacenamiento cuyo propietario había fallecido durante el invierno. Los otros eran más pequeños, con unos cuantos sacos aquí y allí. Lo sorprendente era que ninguno había sido atacado por plagas ni se había echado a perder.
Esa noche tenía dos reuniones para ocuparse de otros problemas. La mayor dificultad se derivaría de la imagen que de ella tenía la gente con la que iba a reunirse. Ninguno de los grupos la vería como lo que había llegado a ser.
Cerró los ojos y deseó alejarse de allí. Cuando volvió a abrirlos, se encontraba de pie en una gran sala, muy oscura en el perímetro y con las columnas alzándose en derredor cual recias torres: el Corazón de la Ciudadela de Tear.
En el centro de la estancia y en medio de un bosque de columnas, había dos Sabias sentadas en el suelo. Por encima de las faldas marrón claro y las blusas blancas, las diferencias de los dos rostros eran manifiestas. El de Bair estaba surcado de arrugas por la edad, como un trozo de cuero puesto a curar al sol. A pesar de la severidad que mostraba de vez en cuando, se le marcaban arrugas de expresión alrededor de los labios y los ojos debido a sonreír.
La cara de Amys era tersa y suave como seda, consecuencia de tener el don de encauzar. No es que el rostro fuera intemporal, pero podría haber pasado por el de una Aes Sedai por el gesto hierático.
Las dos llevaban los chales anudados a la cintura y las blusas desatadas. Egwene se sentó enfrente de ellas, pero siguió con la ropa de las tierras húmedas. Amys arqueó una ceja; ¿estaría pensando que había cambiado? ¿O valoraba el hecho de que no hubiera fingido ser algo que no era? Con las Sabias eso no resultaba fácil de colegir.
—La batalla interna por la Torre Blanca ha terminado —anunció Egwene.
—¿Y la mujer Elaida a’Roidhan? —preguntó Amys.
—Secuestrada por los seanchan. He sido aceptada como Amyrlin por quienes me seguían. Mi posición dista mucho de ser segura… En ocasiones siento que me tambaleo en lo alto de una roca que se apoya en equilibrio sobre otra. Pero la Torre Blanca está reunificada.
Amys chasqueó la lengua con suavidad. Alzó la mano, y en el aire apareció una estola de rayas: la de la Amyrlin.
—Entonces, imagino que deberías llevar puesto esto —dijo la Sabia.
Egwene dejó escapar un largo y quedo suspiro. A veces se asombraba de la gran importancia que daba a la opinión de esas mujeres. Tomó la estola y se la puso por encima de los hombros.
—A Sorilea no le gustará esta noticia —intervino Bair al tiempo que meneaba la cabeza a un lado y a otro—. Todavía albergaba la esperanza de que dejarías a esas necias de la Torre Blanca y regresarías con nosotras.
—Por favor, mira bien lo que dices —respondió Egwene al tiempo que hacía aparecer una taza de té—. No sólo soy una de esas necias, amiga mía, sino que soy su cabecilla. La reina de las necias, podrías decir.
—He incurrido en toh —admitió Bair tras una fugaz vacilación.
—Por decir la verdad, no —le aseguró Egwene—. Muchas de ellas son unas necias, mas ¿acaso no lo somos todos en algún momento? Vosotras no me abandonasteis a mis fallos cuando me encontrasteis caminando en el Tel’aran’rhiod. Del mismo modo, yo no puedo abandonar a su suerte a las mujeres de la Torre Blanca.
Amys estrechó los ojos.
—Has madurado mucho desde la última vez que nos vimos, Egwene al’Vere —dijo después.
Aquellas palabras le produjeron un estremecimiento de emoción.
—No he tenido más remedio que madurar. En los últimos tiempos, mi vida ha sido muy difícil.
—Enfrentados al derrumbe de un techo, hay quienes se ponen a quitar los escombros y se hacen más fuertes en el proceso. Otros van a visitar el dominio de un hermano y se beben su agua.
—¿Habéis visto a Rand hace poco? —se interesó Egwene.
—El Car’a’carn ha abrazado la muerte —contestó Amys—. Ha renunciado a su intento de ser tan duro como las piedras y, en cambio, ha conquistado la resistencia y el ímpetu del viento.
—Casi vamos a tener que dejar de llamarlo niño —asintió Bair, sonriente—. Casi.
Egwene no dejó traslucir la estupefacción que sentía. Había esperado verlas molestas con él.
—Ojalá supieseis cuánto os respeto. Tenéis ganado mucho honor por acogerme como lo hicisteis. Creo que la única razón de que vea más allá que mis hermanas se debe a que me enseñasteis a caminar con la espalda erguida y la cabeza alta.
—Fue algo fácil de hacer. Una tarea que cualquier mujer habría podido realizar —respondió Amys; saltaba a la vista lo complacida que se sentía.
—Hay pocos placeres más satisfactorios que tomar un cordel que se ha hecho nudos y ponerse a desanudarlo hasta que esté desenredado —dijo Bair—. Aun así, si el cordel no es de buen material, por mucho que se desenrede no se salvará. Tú nos diste buen material con el que trabajar, Egwene al’Vere.
—Ojalá hubiera un modo de instruir a más hermanas en las costumbres de las Sabias.
—Puedes enviárnoslas —contestó Amys—. Sobre todo, si hace falta castigarlas. No nos andaríamos con contemplaciones, como pasa en la Torre Blanca.
Egwene se encrespó. ¿Que las tundas que había recibido había sido andarse con contemplaciones? Sin embargo, ésa no era una batalla en la que quisiera entrar ahora. Los Aiel siempre darían por sentado que las costumbres de las tierras húmedas pecaban de lenidad, y esa suposición no cambiaría.
—Dudo que las hermanas estén de acuerdo con eso —dijo, midiendo las palabras—. Pero lo que sí podría funcionar sería enviaros a mujeres jóvenes, de las que aún están instruyéndose, para que estudien con vosotras. En parte, la razón de que mi entrenamiento tuviera tan buenos resultados fue que todavía no estaba adaptada a los métodos de las Aes Sedai.
—¿Y accederían a hacerlo? —preguntó Bair.
—Es posible que sí. Si mandáramos Aceptadas. A las novicias se las consideraría demasiado inexpertas y a las hermanas demasiado eminentes, pero las Aceptadas… Podría ser. Tendría que haber una buena razón que pareciera beneficiar a la Torre Blanca.
—Deberías decirles que vengan y que se espera que obedezcan —arguyó Bair—. ¿No tienes el mayor honor entre ellas? ¿Es que no harían caso de tu consejo siendo sensato?
—¿Acaso el clan siempre hace lo que dice el jefe? —preguntó a su vez Egwene.
—Por supuesto que no —repuso Amys—. Pero los habitantes de las tierras húmedas andan siempre adulando a reyes y señores. Parece que les gusta que alguien les diga siempre qué tienen que hacer. Así se sienten seguros.
—Las Aes Sedai son diferentes.
—Las Aes Sedai siguen dando a entender que todas nosotras deberíamos estar instruyéndonos en la Torre Blanca —dijo Amys. El tono de voz de la Sabia dejaba muy claro lo que pensaba de tal idea—. Pían y chirrían de forma tan ruidosa como un gorrión chillón que es ciego y no distingue si es de día o de noche. Tienen que entender que jamás haremos tal cosa.
Diles que nos mandarás mujeres para que estudien nuestros métodos y así podamos entendernos unas a otras. Eso es cierto, y no hace falta que sepan que también esperas que se hagan más fuertes gracias a vivir esa experiencia.
—Sí, eso podría funcionar. —Egwene se sentía complacida; el plan sólo se desviaba una pizca de lo que deseaba lograr con el tiempo.
—Este es un asunto para considerar en tiempos mejores —intervino Bair—. Percibo que hay algo que te preocupa más que esto, Egwene al’Vere.
—Hay algo que es más preocupante: Rand al’Thor. ¿Os ha contado lo que dijo cuando visitó la Torre Blanca?
—Comentó que te había encolerizado —contestó Amys—. Su modo de actuar me parece chocante. Después de tanto hablar de las Aes Sedai que lo encerraron y lo metieron en un arcón, ¿va a visitarte?
—Estaba… cambiado cuando vino aquí.
—Porque había abrazado a la muerte —repitió Bair al tiempo que asentía con la cabeza—. Se ha convertido de verdad en el Car’a’carn.
—Habló con fuerza, pero sus palabras eran las de un demente —arguyó Egwene—. Dijo que va a romper los sellos de la prisión del Oscuro.
Amys y Bair se quedaron petrificadas.
—¿Estás segura de eso? —preguntó la Sabia mayor. —Sí.
—Esta es una noticia perturbadora —musitó Amys—. Hablaremos con él sobre ello. Gracias por informarnos.
—Voy a reunir a todos los que se opongan a que lo haga. —Egwene se relajó. Hasta ese momento no había estado segura de qué dirección tomarían las Sabias—. Quizá Rand atenderá a razones si hay suficientes voces contrarias.
—No tiene por costumbre avenirse a razones —dijo Amys con un suspiro, y se levantó.
Egwene y Bair hicieron otro tanto. Las blusas de las Sabias estuvieron atadas en un visto y no visto.
—Hace mucho tiempo que la Torre Blanca tendría que haber dejado de hacer caso omiso de las Sabias. Y las Sabias, haber dejado de evitar a las Aes Sedai —manifestó Egwene—. Hemos de trabajar juntas, codo con codo, como hermanas.
—Siempre y cuando no se trate de una idea ridícula y enceguecida por el sol respecto a que las Sabias se instruyan en la Torre —dijo Bair, que sonrió para demostrar que bromeaba, aunque sólo consiguió enseñar los dientes un poco.
Egwene sonrió. Quería que las Sabias se entrenaran en la Torre. Había muchos métodos de encauzar que las Aes Sedai realizaban mejor que las Sabias. Por otra parte, las Sabias eran mejores trabajando en equipo y aunque Egwene lo admitiera a regañadientes— también en cuanto a liderazgo.
Los dos grupos podían aprender mucho el uno del otro. Ella encontraría la forma de ligarlos. De algún modo.
Se despidió con afecto de las dos Sabias y las vio desvanecerse del Tel’aran’rhiod. Ojalá que su consejo bastara para hacer cambiar de idea a Rand sobre su demente plan. Pero no lo creía probable.
Respiró y, un instante después, se encontraba en la Antecámara de la Torre, plantada justo encima de la Llama de Tar Valon dibujada en el suelo. Siete espirales de colores se desplegaban a partir de ella y giraban en dirección al perímetro de la sala abovedada.
Nynaeve no se encontraba allí. Egwene apretó los labios hasta reducirlos a una línea. «¡Esa mujer!» Ella era capaz de poner de rodillas a la Torre Blanca, hacer que una integrante acérrima del Ajah Rojo se pusiera de su parte, ganarse el respeto de las Sabias. ¡Pero la Luz la ayudara si necesitaba la lealtad de sus amigos! Rand, Gawyn, Nynaeve… Todos ellos exasperantes a su manera.
Se cruzó de brazos mientras esperaba. A lo mejor, Nynaeve aún acudía a la cita. Si no lo hacía, sería la primera vez que la había decepcionado. Un enorme rosetón dominaba la pared del fondo, situada detrás de la Sede Amyrlin. La Llama que tenía el centro del rosetón resplandecía, como si detrás hubiera luz del sol, pero Egwene sabía que los negros y agitados nubarrones cubrían todo el cielo del Mundo de los Sueños.
Se volvió hacia la ventana y se quedó inmóvil.
Allí, incrustado en el cristal debajo de la Llama de Tar Valon, había un gran segmento en forma del Colmillo del Dragón. Eso no formaba parte de la ventana original. Egwene avanzó unos pasos e inspeccionó el cristal.
Existe una tercera constante aparte del Creador y el Oscuro. Hay un mundo que se halla dentro de todos los demás a un tiempo. O quizá los rodea. Los escritores de la Era de Leyenda lo llamaban Tel’aran’rhiod.
Unas palabras recitadas por la voz meticulosa de Verin. Una remembranza de otro tiempo.
¿Representaría esa ventana uno de aquellos otros mundos en el que el Dragón y la Amyrlin gobernaban Tar Valon codo con codo?
—Un ventanal muy interesante —dijo una voz a su espalda.
Sobresaltada, Egwene giró sobre sí misma. Nynaeve se hallaba allí; llevaba un vestido de un amarillo intenso, ribeteado en verde a través del alto corpiño y a lo largo de la falda. Lucía un punto rojo en el centro de la frente y el cabello lo tenía trenzado en su característica coleta.
Egwene sintió una oleada de alivio. ¡Por fin! Habían pasado meses desde que no veía a Nynaeve. Maldiciendo para sus adentros por dejar que la sorprendiera, serenó el semblante y abrazó la Fuente para tejer
Energía. Unas salvaguardias invertidas servirían para que no la sobresaltaran otra vez. Se suponía que Elayne llegaría un poco más tarde.
—Yo no elegí ese diseño —aclaró a la par que echaba una ojeada al rosetón—. Ésta es una interpretación del Tel’aran’rhiod.
—Pero ¿la ventana es real? inquirió Nynaeve.
—Por desgracia. Es uno de los agujeros que dejaron los seanchan cuando atacaron.
—¿Que han atacado los seanchan? —Sí.
«¡Cosa que sabrías a estas alturas si hubieses respondido a mis llamadas!»
Nynaeve se cruzó de brazos y las dos se miraron a través de la sala, con la Llama de Tar Valon del suelo bajo ellas. Esto habría que llevarlo con muchísimo cuidado; Nynaeve podía mostrarse tan punzante como el peor arbusto espinoso.
—Bueno, sé que estás ocupada y la Luz sabe que yo tengo bastantes cosas pendientes —dijo Nynaeve con un timbre que denotaba su incomodidad de forma manifiesta—. Cuéntame las novedades que crees que he de saber, y me marcharé.
—Nynaeve, no te he hecho venir aquí para darte noticias.
La otra mujer se asió la trenza. Sabía que debería reprenderla por la forma en que la había evitado.
—De hecho, quiero pedirte consejo —prosiguió Egwene.
—¿Consejo sobre qué? —Nynaeve parpadeó, desconcertada.
—Bueno, eres una de las pocas personas que se me ocurren que se ha encontrado en una situación parecida a la mía.
—¿Como Amyrlin? —inquirió Nynaeve con voz inexpresiva.
—Como una cabecilla a la que todos consideran demasiado joven. —Pasó junto a la antigua Zahorí y le hizo un gesto con la cabeza para que caminara a su lado—. Alguien que ascendió a su posición de repente. Que se sabe la persona adecuada para el trabajo y, sin embargo, sólo recibe una aprobación a regañadientes por parte de casi todos los que le son cercanos.
—Sí, podrías decir que sé algo sobre lo que es estar en esa situación. —La mirada de Nynaeve se había vuelto remota.
—¿Cómo lo afrontaste? —preguntó Egwene—. Tengo la impresión de que todo lo que hago he de hacerlo yo misma, porque si no, las demás hacen caso omiso en cuanto me pierden de vista. Muchas dan por hecho que doy órdenes sólo para que se me vea ocupada y haciendo ruido, y hay quienes están resentidas porque ocupo una posición que supera la de ellas.
—¿Preguntas que cómo me ocupé de ese tema cuando era Zahorí? Egwene, ignoro si lo conseguí. ¡Casi no resistía las ganas de abofetear a Jon Thane un día sí y otro no, y no me hagas hablar de Cenn!
—Pero al final te respetaban.
—Era todo cuestión de no dejar que olvidaran mi posición. No podía dejarles que siguieran pensando en mí como en una jovencita. Establece tu autoridad cuanto antes. Sé firme con las mujeres de la Torre, Egwene, porque si no, empezarán a probar para ver hasta dónde pueden tirar de la cuerda. Y, si dejas que avancen un palmo, recuperar lo que has perdido te resultará más duro que la melcocha en invierno.
—Está bien —dijo Egwene.
—Y no se te ocurra dejar que haraganeen —añadió Nynaeve; salieron de la Antecámara y caminaron por los pasillos—. Acostumbra a todas a recibir órdenes tuyas, pero que sean unas órdenes buenas. Asegúrate de que no te rehúyen. Imagino que les sería más fácil acudir a las Asentadas o a las cabezas de los Ajahs en lugar de a ti; las mujeres de Campo de Emond empezaron a recurrir al Círculo de Mujeres, en vez de a mí.
Si descubres que las Asentadas están tomando decisiones que deberían someterse a toda la Antecámara, debes organizar un buen jaleo. Hazme caso. Se quejarán de que montas escenas por menudencias, pero lo pensarán dos veces antes de hacer algo importante sin que te hayan informado antes.
Egwene asintió con la cabeza. Era un buen consejo, aunque —por supuesto— enfocado bajo la perspectiva que Nynaeve tenía del mundo.
—Creo que el mayor problema es que tengo pocas partidarias de verdad —dijo.
—Me tienes a mí. Y a Elayne.
—¿En serio? —Egwene se paró en el pasillo y miró a Nynaeve—. ¿De verdad te tengo a ti?
La antigua Zahorí se detuvo a su lado.
—Pues claro que sí, no seas tonta.
—¿Y qué imagen daría si aquellas que me conocen mejor no admiten mi autoridad? ¿No pensarían las demás que hay algo que ellas ignoran? ¿Alguna debilidad que sólo mis amigas han sabido ver?
Nynaeve se quedó paralizada. De pronto, su sinceridad se transformó en suspicacia.
—Lo de hacerme venir no tenía nada que ver con pedirme consejo, ¿no es cierto? —preguntó con los ojos entrecerrados.
—Por supuesto que sí. Sólo una necia pasaría por alto el consejo de quienes la apoyan. Mas ¿cómo fueron para ti esas primeras semanas de ejercer como Zahorí, cuando todas las mujeres a las que se suponía que tenías que dirigir te miraban sólo como a la muchacha que conocían?
—Terribles —admitió Nynaeve en voz baja.
—¿Y se equivocaban al actuar de ese modo?
Sí, porque me había convertido en algo más. Ya no era por mí, sino por mi posición.
Egwene sostuvo la mirada de la otra mujer y una comprensión especial surgió entre ellas.
—Luz, me has pillado bien, ¿verdad? —dijo Nynaeve.
—Te necesito, Nynaeve. No sólo porque seas fuerte en el Poder, no sólo porque seas una mujer inteligente y decidida. No sólo porque resulte tan grato que sigas al margen de la política de la Torre, y no sólo porque eres una de las pocas personas que conocía a Rand antes de que todo esto empezara. Sino porque necesito gente en la que confiar absoluta e incondicionalmente. Si es que puedes ser una de ellas.
—Harás que me arrodille en el suelo y te bese el anillo —dijo Nynaeve.
—¿Y? ¿No habrías hecho lo mismo por otra Amyrlin?
—No de buen grado.
—Pero lo habrías hecho. —Sí.
—Y, con sinceridad, ¿crees que hay otra que lo haría mejor que yo?
Nynaeve vaciló un instante y después negó con la cabeza.
—En tal caso, ¿por qué te cuesta tanto servir a la Amyrlin? No hablo de mí, Nynaeve, sino de la posición.
El semblante de la antigua Zahorí adoptó un gesto como si se hubiera bebido algo amargo.
—Esto no será… fácil para mí.
—Que yo sepa, nunca has rehuido una tarea porque fuera difícil, Nynaeve.
—La posición. De acuerdo. Lo intentaré.
—Entonces, podrías empezar por llamarme madre. —Egwene alzó un dedo para cortar las protestas de la otra mujer—. Para recordártelo, Nynaeve. No tiene que ser en todo momento, al menos no en privado. Pero debes empezar a pensar en mí como la Amyrlin.
—Vale, vale, de acuerdo. Ya me has clavado suficientes espinas. Me siento como si hubiera estado bebiendo todo el día un vino peleón. —Titubeó un instante antes de añadir—: Madre.
Casi se atragantó con la palabra. Egwene le sonrió con gesto alentador.
—No te trataré como aquellas mujeres me hicieron después de que me nombraron Zahorí —prometió Nynaeve—. ¡Luz! Ser capaz de sentir lo mismo que ellas. Bueno, eran unas idiotas. Yo lo haré mejor, ya verás. —Otra vacilación—. Madre.
Esta vez no sonó tan forzado y Egwene ensanchó la sonrisa. No había mejor método para motivar a Nynaeve que una competición.
De repente, una campanilla repicó en la mente de Egwene. Casi había olvidado las salvaguardias.
—Creo que Elayne ha llegado.
—Estupendo —dijo Nynaeve con aparente alivio—. Vayamos a su encuentro, pues. —Echó a andar hacia la Antecámara; entonces se paró de golpe y miró hacia atrás—. Si os parece bien, madre.
«Me pregunto si será capaz alguna vez de decirlo sin que suene raro. En fin, mientras lo intente…», pensó Egwene.
—Una excelente sugerencia —convino, y se unió a la otra mujer.
Sin embargo, al llegar a la Antecámara la encontraron vacía. Egwene se cruzó de brazos.
—A lo mejor ha ido a buscarnos —dijo Nynaeve.
—La habríamos visto en el pasillo. Además…
Elayne apareció de pronto en la estancia. Llevaba un regio atuendo blanco en el que resplandecían los diamantes. Al ver a Egwene sonrió de oreja a oreja y corrió hacia ella para tomarla de las manos.
—¡Lo lograste, Egwene! ¡Volvemos a estar unidas!
—Sí —sonrió ella—, aunque la Torre sigue herida. Hay mucho que hacer.
—Hablas como Nynaeve. —Elayne miró a la antigua Zahorí, sonriente.
—Gracias —respondió ésta con sequedad.
—Oh, no seas tonta. —Elayne se acercó a ella y la abrazó—. Me alegro de que estés aquí. Me preocupaba que no vinieras y que Egwene quisiera salir a darte caza y arrancarte los dedos de los pies de uno en uno.
—La Amyrlin tiene cosas mucho más importantes que hacer, no es cierto, ¿madre?
Elayne se quedó parada, con gesto de asombro. Tenía un brillo divertido en los ojos y disimulaba una sonrisa. Por lo visto pensaba que Nynaeve había recibido un buen rapapolvo. Pero, por supuesto, Egwene sabía que eso no habría funcionado con la antigua Zahorí. Sería igual que intentar quitarse un abrojo cuando las espinas estaban clavadas a contrapelo.
—Elayne, ¿dónde fuiste antes de que nosotras regresáramos? —preguntó Egwene.
—¿A qué te refieres?
—Cuando entraste la primera vez, no estábamos aquí. ¿Fuiste a buscarnos a algún sitio?
Elayne estaba perpleja.
Encaucé en mi ter’angreal, me quedé dormida, y estabais aquí cuando aparecí.
Entonces, ¿quién hizo saltar las salvaguardias? —inquirió Nynaeve.
Preocupada, Egwene las restableció y después —con sumo cuidado y atención— tejió una salvaguardia invertida contra oídos indiscretos, pero alterada de forma que permitía que la atravesara una pizca de sonido. Con otro tejido, proyectó esa pizca alrededor de las tres, a cierta distancia.
Alguien que se acercara las oiría como si hablaran en susurros. Se acercaría más, pero seguiría sonando un susurro. Quizás eso indujera a la persona a aproximarse, poco a poco, en un intento de escucharlas.
Nynaeve y Elayne observaron cómo realizaba los tejidos; Elayne con aire de estar impresionada, aunque Nynaeve asintió con la cabeza, como absorta.
—Sentaos, por favor —dijo Egwene, que se acomodó en un sillón que hizo aparecer—. Tenemos mucho de lo que hablar.
Elayne se preparó un trono, aunque era probable que lo hiciera de forma inconsciente, y Nynaeve modeló un asiento igual a los bancos de las Asentadas que había en la estancia. Ni que decir tiene que Egwene cambió el sillón por la Sede Amyrlin.
Nynaeve miró ambos tronos de forma alternativa; saltaba a la vista su insatisfacción. Quizás ésa era la razón de que se hubiera resistido durante tanto tiempo a tener estos encuentros; Elayne y ella habían llegado a niveles tan altos…
Egwene pensó que había llegado el momento de quitar el amargor con un poco de miel.
—Nynaeve, me gustaría mucho que volvieras a la Torre y enseñaras a más hermanas tu nuevo método de Curación —empezó Egwene—. Muchas están aprendiéndolo, pero no les vendría mal recibir más clases. Y hay otras que son reacias a abandonar los métodos antiguos.
—Cabras tozudas —rezongó Nynaeve—. Enséñales un lugar donde hay cerezas y seguirán comiendo las manzanas podridas si llevan haciéndolo así el tiempo suficiente. No obstante, no estoy segura de que regresar fuera prudente en mi caso. Madre.
—¿Y eso por qué?
—Por Rand. Tiene que haber alguien que no lo pierda de vista. Alguien aparte de Cadsuane, claro. —Curvó las comisuras de los labios al pronunciar el nombre de la mujer—. Ha cambiado de unos días a esta parte.
—¿Cambiado? —repitió Elayne con un dejo de preocupación—. ¿A qué te refieres?
—¿Lo has visto hace poco? —preguntó Egwene.
—No —respondió Elayne de inmediato. Con demasiada rapidez.
Sin duda era cierto, ya que Elayne no podía mentirle, pero había cosas sobre Rand que le estaba ocultando, y Egwene llevaba un tiempo sospechándolo. ¿Lo habría vinculado?
—Pues ha cambiado —insistió Nynaeve—. Y menos mal que lo ha hecho. Madre… no os imagináis lo mal que ha estado. Había veces que me aterrorizaba. Ahora… eso ha desaparecido. Ha vuelto a ser la misma persona, incluso habla como solía hacerlo, con serenidad, sin ira. Antes era como el quedo susurro de un cuchillo al desenvainarse, y ahora es como el sosegado arrullo de la brisa.
—Ha despertado —dijo Elayne de improviso—. Hay más calidez en él ahora.
—¿Y eso qué significa? —Egwene tenía el entrecejo fruncido.
—Pues… En realidad, no lo sé. —Elayne se ruborizó—. Me salió así. Lo siento.
Sí, lo había vinculado. En fin, eso podría ser conveniente. ¿Por qué no quería hablar de ello? En algún momento tendría que hablar a solas con Elayne.
Nynaeve observaba a Elayne con gesto escrutador, entrecerrados los ojos. ¿Lo habría notado también? Los ojos bajaron hacia el pecho de Elayne y, a continuación, hacia el vientre.
—¡Estás embarazada! —acusó de repente Nynaeve, señalándola.
La reina andoreña se puso colorada. Así era. Nynaeve no sabría nada del embarazo, pero Egwene se había enterado a través de Aviendha.
—¡Luz! —clamó Nynaeve—. Creía que no había perdido de vista a Rand el tiempo suficiente para que pasara esto. ¿Cuándo fue?
—Nadie ha dicho que él… —empezó Elayne, sonrojada.
Pero la mirada intensa de Nynaeve la hizo enmudecer y se puso más colorada. Las dos sabían la opinión de la antigua Zahorí respecto a lo que era aceptable y decoroso en ese tema. A decir verdad, Egwene estaba de acuerdo con ella. Pero la vida privada de Elayne no era asunto suyo.
—Me alegro por ti, Elayne —dijo—. Y por Rand. No estoy segura de lo que pienso sobre la oportunidad del momento. Debéis saber que Rand tiene planeado romper los sellos que quedan de la prisión del Oscuro y, al hacerlo, se arriesga a dejarlo libre y con acceso al mundo.
—Bueno, sólo quedan tres sellos y están resquebrajándose —arguyó Elayne, que frunció los labios.
—¿Y qué, si corre ese riesgo? —intervino Nynaeve—. El Oscuro quedará libre cuando se rompa el último sello. Mejor será que ocurra cuando Rand se encuentre allí para hacerle frente.
—Sí, pero ¿los sellos? Eso es temerario. Sin duda, Rand puede hacer frente al Oscuro y derrotarlo y encerrarlo sin correr ese riesgo.
—Quizá tengas razón —dijo Nynaeve.
Elayne parecía preocupada.
Esta era una acogida con menos entusiasmo de lo que Egwene había esperado. Creía que las Sabias se opondrían y no la secundarían, mientras que Nynaeve y Elayne verían el peligro de inmediato.
«Nynaeve ha estado con él demasiado tiempo», pensó. A buen seguro estaba atrapada en su naturaleza de ta’veren. El entramado se plegaba a su alrededor y los que estaban cerca empezaban a ver las cosas a su modo, actuaban —sin ser conscientes de ello— para lograr que se hiciera su voluntad.
Ésa debía de ser la explicación. Por lo general, Nynaeve era muy sensata con ese tipo de cosas. O… Bueno, en realidad, Nynaeve no era sensata. Pero, por regla general, se daba cuenta de cómo debían hacerse las cosas de forma correcta, siempre y cuando lo correcto no significara que ella se equivocaba.
—Necesito que las dos volváis a la Torre —dijo—. Elayne, sé lo que vas a decir. Y sí, soy consciente de que eres reina y que lo que necesita Andor debe llevarse a cabo. Pero, mientras no hayas prestado los Juramentos, otras Aes Sedai te tendrán por alguien sin derecho a llevar ese título.
—Tiene razón, Elayne —dijo Nynaeve—. No es preciso que estés mucho tiempo, sólo lo suficiente para que te asciendan de modo formal a Aes Sedai y te acepten en el Ajah Verde. Los nobles de Andor no notarán la diferencia, pero otras Aes Sedai, sí.
—Cierto —admitió Elayne—. Pero el momento no es… oportuno. No sé si quiero arriesgarme a prestar los Juramentos estando embarazada. Podría perjudicar a los niños.
Eso dio que pensar a Nynaeve.
—Puede que tengas razón —dijo Egwene—. Haré que alguien busque si los Juramentos son peligrosos o no durante el embarazo. Pero a ti, Nynaeve, te quiero de vuelta aquí, y eso es definitivo.
—Dejaré a Rand sin ninguna vigilancia, madre.
—Me temo que tal cosa es inevitable. —Egwene buscó los ojos de Nynaeve—. No te admitiré como una Aes Sedai libre de los Juramentos. No, cierra la boca. Sé que procuras cumplirlos, pero mientras no los hayas prestado en la Vara Juratoria, otras se preguntarán si podrían estar libres también.
—Sí, supongo que sí —admitió la antigua Zahorí.
—Entonces, ¿vas a volver?
Nynaeve apretó los dientes y pareció sostener una lucha interna.
—Sí, madre —dijo luego.
El pasmo hizo que Elayne abriera los ojos como platos.
—Esto es importante, Nynaeve —añadió Egwene—. Dudo que tú sola pudieras hacer algo para frenar ahora a Rand. Necesitamos reunir aliados para formar un frente compacto.
—De acuerdo —aceptó Nynaeve.
—Lo que me preocupa es la prueba —dijo Egwene—. Las Asentadas han empezado a argüir que, aunque fue correcto ascenderos a las dos y a otras en el exilio, aún debéis pasar la prueba, ahora que la Torre Blanca se ha reunificado. Los argumentos que han planteado son muy buenos. Quizá yo pueda alegar que los difíciles retos que habéis afrontado en los últimos tiempos deberían generar el privilegio de la exención. No tenemos tiempo para enseñaros todos los tejidos que necesitaríais.
Elayne asintió con la cabeza, y Nynaeve se encogió de hombros.
—Me someteré a la prueba. Si voy a regresar, entonces más vale que haga esto como es debido.
Egwene parpadeó, sorprendida.
—Nynaeve, son unos tejidos muy complejos. No he tenido tiempo de memorizarlos todos; juro que muchos están recargados más de lo necesario por la mera razón de hacerlos más difíciles.
Egwene no tenía intención de someterse a la prueba y tampoco era necesario que lo hiciera. La ley era muy precisa al respecto: al haberla nombrado Amyrlin había ascendido a Aes Sedai de forma automática. Las cosas no eran tan claras en el caso de Nynaeve y las demás que Egwene había ascendido. Nynaeve se encogió de hombros otra vez.
—Los cien tejidos de la prueba no son tan complejos. Podría enseñároslos aquí mismo, si queréis.
—¿Cuándo has tenido tiempo para aprenderlos? —exclamó Elayne.
—No me he pasado los últimos meses mirando las musarañas y cavilando sobre Rand al’Thor.
—¡Conseguir afianzarme en el trono de Andor no es «mirar las musarañas»!
—Nynaeve, si de verdad tienes memorizados los tejidos, entonces me ayudará muchísimo que seas ascendida como es debido. Así no dará tanto la impresión de que favorezco a mis amigas.
—La prueba se supone que es peligrosa —dijo Elayne—. ¿Estás segura de tener controlados los tejidos?
—Todo saldrá bien —la tranquilizó Nynaeve.
—Excelente, te espero aquí por la mañana —dijo Egwene.
—¡Tan pronto! —exclamó Nynaeve, consternada.
—Cuanto antes sostengas la Vara Juratoria en la mano, antes dejaré de estar preocupada por ti. Elayne, de todos modos, algo tendremos que hacer respecto a ti.
—El embarazo está interfiriendo en mi capacidad para encauzar, aunque va mejorando. De hecho, fui capaz de llegar aquí, menos mal. Sin embargo, sigue representando un problema. Explica a la Antecámara que sería demasiado peligroso para mí, así como para los bebés, someterme a la prueba mientras sea incapaz de encauzar con consistencia.
—A lo mejor sugieren que esperes —dijo Nynaeve.
¿Y dejar que me mueva de aquí para allá sin los Juramentos? Aunque me gustaría saber si ya ha habido alguien que haya prestado los Juramentos durante el embarazo, sólo para estar segura.
—Intentaré descubrir lo que pueda —dijo Egwene—. Hasta entonces, tengo otra tarea para ti.
—Estoy muy ocupada gobernando Andor, madre.
—Lo sé. Por desgracia, no puedo recurrir a nadie más. Necesito más ter’angreal del sueño.
—Quizá pueda encargarme de ello. Siempre y cuando sea capaz de empezar a encauzar sin fallos.
—¿Qué ha pasado con los ter’angreal del sueño que teníamos? —le preguntó Nynaeve.
—Los robaron —respondió Egwene—. Lo hizo Sheriam, quien, por cierto, pertenecía al Ajah Negro.
Las dos soltaron un grito ahogado, estupefactas, y Egwene cayó en la cuenta de que la revelación de las hermanas Negras era un asunto desconocido para ellas. Respiró hondo.
—Preparaos y armaos de valor, porque tengo que contaros algo muy doloroso. Antes del ataque seanchan, Verin vino a…
En ese momento, la campana de alarma sonó de nuevo en su cabeza. Egwene ejerció la voluntad de moverse; la estancia parpadeó a su alrededor y, de repente, se halló fuera, de pie en el pasillo, donde había instalado las salvaguardias.
Se encontró cara a cara con Talva, una mujer delgada, con el cabello dorado recogido en un moño. En otro tiempo había pertenecido al Ajah Amarillo, pero ahora era una de las hermanas Negras que habían huido de la Torre.
Tejidos de Fuego surgieron de repente alrededor de Talva, pero Egwene ya había empezado a crear un escudo. Lo emplazó entre la otra mujer y la Fuente y, acto seguido, tejió Aire para atraparla.
Un ruido llegó desde atrás y Egwene ni siquiera lo pensó: se dejó llevar por la confianza que le daba su experiencia en el Tel’aran’rhiod. Apareció detrás de una mujer que en ese momento lanzaba un chorro de Fuego: Alviarin.
Egwene gruñó y empezó a tejer otro escudo mientras el tejido de Fuego alcanzaba a la desdichada Talva, que gritó mientras su cuerpo ardía. Alviarin giró sobre sus talones, dio un chillido, y desapareció.
«¡Maldita sea!», pensó Egwene. Alviarin encabezaba la lista de personas a las que quería capturar. El pasillo se quedó en silencio; el cadáver de Talva —chamuscado y humeante— yacía tendido en el suelo. Jamás despertaría; si uno moría allí, también moría en el mundo real.
Egwene sintió un escalofrío; aquel tejido mortífero se había proyectado contra ella.
«Recurro demasiado a encauzar —pensó—. El pensamiento es más rápido que crear tejidos. Debería haber imaginado cuerdas alrededor de Alviarin».
No, Alviarin también habría sido capaz de esquivar unas cuerdas. Egwene no había pensado como una Soñadora. De un tiempo a esta parte, había estado centrada en las Aes Sedai y en sus problemas, por lo que encauzar había sido una reacción natural en ella. Pero no podía permitirse olvidar que, en este sitio, el pensamiento predominaba sobre el Poder Único.
Egwene alzó la vista al tiempo que Nynaeve salía disparada de la Antecámara, seguida por Elayne, aunque ésta lo hacía con más cautela.
—He percibido que alguien encauzaba —dijo Nynaeve, que se fijó entonces en el cadáver calcinado—. ¡Luz!
—Hermanas Negras —explicó Egwene, que se cruzó de brazos—. Por lo visto están sacando provecho de esos ter’angreal del sueño. Deduzco que tienen orden de merodear por la Torre Blanca de noche. Tal vez buscarnos o quizá buscar información que utilizar contra nosotras.
Ellas habían hecho lo mismo durante el mandato de Elaida.
—No deberíamos reunirnos aquí —opinó Nynaeve—. La próxima vez nos encontraremos en un sitio distinto. —Hubo una ligera vacilación—. Si os parece bien, madre.
—Tal vez. O tal vez no. Jamás las derrotaremos si no damos con ellas.
—Ir de cabeza a una trampa no parece el mejor modo de derrotarlas, madre —manifestó Nynaeve con voz inexpresiva.
—Eso depende de lo preparada que una esté —replicó Egwene, que frunció el entrecejo.
¿Acababa de vislumbrar un revoloteo de tela negra desapareciendo detrás de una esquina? Egwene estaba allí un instante después; la imprecación de sobresalto que barbotó Elayne sonó al fondo del pasillo, detrás de ella. Vaya, pero qué deslenguada se estaba volviendo esa mujer.
Allí no había nadie. Resultaba espeluznante, casi demasiado silencioso. Aunque eso era normal en el Tel’aran’rhiod. Egwene siguió henchida de poder, aunque regresó junto a las otras dos. Había limpiado la Torre Blanca, pero todavía quedaba un foco de infección en el corazón de la Torre.
«Te encontraré, Mesaana», pensó Egwene.
Hizo un gesto a las otras para que se reunieran con ella. Se trasladaron a la ladera donde ella había estado antes, un lugar donde podría darles una explicación más detallada de los acontecimientos que se habían perdido.