34 El juicio

Quiero a los exploradores fuera, patrullando —ordenó Perrin en tono enérgico—. Incluso durante el juicio.

—A las Doncellas no les va a gustar, Perrin Aybara, dijo Sulin—. Si por patrullar se arriesgan a perder la ocasión de danzar las lanzas, no.

—Pues lo harán, de todos modos —reiteró Perrin sin dejar de caminar a través del campamento, con Dannil y Gaul al lado. Detrás iban Azi al’Thone y Wil al’Seen, sus dos escoltas de ese día. Sulin observó a Perrin y después asintió con la cabeza.

—Así se hará. —Dicho esto, se alejó.

—Lord Perrin, ¿de qué va todo esto? —preguntó Dannil, que olía a estar nervioso.

—Aún no lo sé. Hay algo raro en el viento —contestó. Dannil frunció la frente en un gesto de perplejidad.

En fin, Perrin también estaba desconcertado. Confuso y, al mismo tiempo, cada vez más seguro, lo cual parecía una contradicción, pero era verdad. Había mucho ajetreo en el campamento, con los ejércitos reuniéndose para hacer frente a los Capas Blancas si era menester. Y no el ejército, sino «los» ejércitos, porque había muchas divisiones entre ellos. Ar ganda y Gallenne empujándose para ocupar una posición; los hombres de Dos Ríos resentidos con las nuevas tropas de mercenarios; los otrora refugiados machacados entre unos y otros. Y, ni que decir tiene, los Aiel distantes y haciendo lo que les daba la gana.

«Voy a disolver el ejército —se dijo—. Total, ¿qué más da?»

Sin embargo la idea lo incomodaba. Era una forma indisciplinada de dirigir un campamento. En cualquier caso, la gente casi se había recuperado de la última burbuja maligna. Lo más probable era que ninguno de ellos volviera a mirar sus armas con los mismos ojos, pero los heridos habían recibido la Curación y los encauzadores estaban descansados. A los Capas Blancas no les había hecho gracia el retraso, que se había prolongado más de lo que sin duda esperaban. Pero él había necesitado tiempo por varias razones.

—Dannil, presumo que mi esposa te ha mezclado en sus enredos por protegerme.

—¿Cómo…? —empezó Dannil, sobresaltado.

—Necesita tener sus secretos —dijo Perrin—. La mitad se me pasan por alto, pero éste era tan claro como la luz del día. No le gusta nada este juicio ¿Qué te ha mandado que hagas? ¿Alguna maniobra con los Asha’man para ponerme fuera de peligro?

—Algo por el estilo, milord —admitió Dannil.

—Me marcharé si las cosas se ponen feas, pero no os vayáis a precipitar. No permitiré que esto desemboque en un baño de sangre porque uno de los Capas Blancas suelte una maldición a destiempo. Esperad a mi señal, ¿entendido?

—Sí, milord. —Dannil olía a resignada docilidad. Perrin necesitaba acabar de una vez por todas con todo aquel asunto de dirigir y dar órdenes. Quitárselo de encima para siempre. Y tenía que ser ya, porque en los últimos cinco días había empezado a parecerle natural.

«Y sólo soy un…» No acabó la frase para sus adentros. ¿Sólo qué? ¿Un herrero? ¿Podía afirmar tal cosa a esas alturas? ¿Qué era él?

Un poco más adelante vio a Neald sentado en un tocón, cerca de la zona de Viaje. Siguiendo sus órdenes, durante los últimos días el soldado Asha’man y Gaul habían explorado en varias direcciones para comprobar si los accesos funcionaban si uno se alejaba lo suficiente del campamento Y, en efecto, resultó que sí, aunque había que alejarse cuatro horas para escapar del efecto. Ni Neald ni Gaul habían notado ningún tipo de cambio aparte de que el tejido para abrir accesos volvía a funcionar. No había ninguna barrera ni indicación visible a este lado; pero, si la deducción de Perrin no estaba errada, el área donde los accesos no funcionaban coincidía exactamente con la zona cubierta por la cúpula en el Sueño del Lobo.

Tal era el propósito de la cúpula y la razón por la que Verdugo la usaba. No se trataba de dar caza a los lobos, aunque a buen seguro que esa otra actividad la llevaba a cabo con placer. En esa área había algo que originaba la existencia de la cúpula y también los problemas que tenían los Asha’man.

—Neald —dijo Perrin, que se acercó al Asha’man—, ¿la última salida para explorar ha ido bien?

—Sí, milord.

—Cuando Grady y tú me hablasteis por primera vez de que los tejidos no funcionaban dijisteis que ya os había ocurrido antes. ¿Cuándo fue eso?

—Cuando intentamos abrir el acceso para rescatar al grupo de exploradores de Cairhien —contestó Neald—. Cuando lo intentamos al principio los tejidos se deshicieron, pero esperamos un poco y volvimos a intentarlo. Entonces sí funcionó.

«Eso fue justo después de que viera la cúpula por primera vez —pensó Perrin—. Apareció durante un breve intervalo de tiempo y después desapareció. Verdugo debía de estar probándola».

—Milord. —Neald se acercó a él. Era un hombre presumido, un figurín, pero había respondido bien cuando Perrin lo necesitó

—¿Qué ocurre?

—Creo que alguien nos está tendiendo una trampa —respondió en voz baja—. Y que planea atraparnos en ella. He enviado a otros a buscar lo que está causando esto; probablemente es algún tipo de objeto de Poder Único.

Le preocupaba que pudiera estar oculto en el Sueño del Lobo. ¿Sería posible que algo colocado allí surtiera efecto en el mundo real?

—Bien, dime, ¿estás seguro de que no puedes en absoluto crear accesos? —le preguntó al Asha’man—. ¿Ni siquiera a otros puntos próximos, dentro del área afectada?

Neald negó con la cabeza. «Es decir, que a este lado las reglas son diferentes. O, al menos, son distintas para el Viaje de lo que son para desplazarse en el Sueño del Lobo».

—Neald, ¿dijiste que con los accesos más grandes, usando un círculo, podríais desplazar a todo el ejército a través de ellos en unas pocas horas?

—Hemos estado practicando, sí —afirmó Neald, al tiempo que asentía con la cabeza.

—Tenemos que estar preparados para esa eventualidad.

Perrin miró al cielo. Todavía percibía esa anomalía en el aire. Como un tenue olor a estancamiento, a ranciedad.

—Milord, estaremos preparados. Pero, si no podemos crear accesos, entonces dará lo mismo. Sin embargo, podríamos desplazar el ejército hasta ese punto más allá de la barrera y escapar desde allí.

Por desgracia, Perrin sospechaba que eso no serviría de nada. Saltador había descrito la cúpula como una cosa de un remoto pasado. Lo cual significaba que había muchas posibilidades de que Verdugo estuviera colaborando con los Renegados. O que él mismo fuera uno de ellos. Eso no se le había ocurrido a Perrin planteárselo. En cualquier caso, los que hubieran planeado esta trampa estarían observando, y si su ejército intentaba escapar, el enemigo haría saltar la trampa o quizá desplazaría la cúpula.

Algo parecido habían hecho los Renegados cuando habían embaucado a los Shaido con unas cajas. Además, estaba lo de su retrato dibujado y repartido por doquier. ¿Sería todo parte de la trampa que estaban tendiéndole? Peligros. Multitud de peligros acosándolo.

«Bueno, ¿y qué esperabas? —se dijo para sus adentros—. Es el Tarmon Gai’don».

—Ojalá volviera Elyas —dijo. Lo había enviado en una misión especial de exploración—. Vosotros estad preparados, Neald. Dannil, sería buena idea que transmitieras a tus hombres las advertencias que te he hecho. No quiero que surjan percances imprevistos.

Dannil y Neald se fueron por caminos separados, y Perrin se dirigió hacia las hileras de caballos estacados, en busca de Brioso. Gaul, silencioso como el viento, se situó a su lado.

«Alguien me está cerrando el lazo de la trampa despacio, pulgada a pulgada, alrededor de la pierna», pensó. Casi con seguridad esperaría a que luchara contra los Capas Blancas. Después, su ejército estaría debilitado y herido. Presas fáciles. Le dio un escalofrío al comprender que si hubiera librado la batalla con Damodred antes, la trampa podría haber saltado justo entonces. De repente, el juicio cobró una trascendencia enorme. Tenía que hallar el modo de frustrar esa batalla hasta que pudiera entrar una vez más en el Sueño del Lobo. Allí quizá lograría encontrar la forma de destruir la cúpula y liberar a los suyos.

—Has cambiado, Perrin Aybara —dijo Gaul.

—¿A qué te refieres? —preguntó Perrin, asiendo las riendas que le tendía un mozo de cuadra para subir a Brioso.

—Es un buen cambio ver que dejas de protestar por ser jefe. Es mejor verte disfrutar dirigiendo —contestó Gaul.

—He dejado de protestar porque tengo mejores cosas que hacer. Y no disfruto teniendo el mando. Lo hago porque he de hacerlo.

Gaul asintió con la cabeza, como si pensara que Perrin estaba de acuerdo con él. «Aiel», gruñó para sus adentros Perrin; subió a la silla de montar. —Vámonos. La columna se ha puesto en marcha —dijo en voz alta.

—Que se pongan a ello —le dijo Faile a Aravine—. El ejército parte ya.

Aravine hizo una reverencia y fue a transmitir la orden a los refugiados. Faile no estaba segura de lo que el día iba a depararles, pero quería que los que se quedaban atrás levantaran el campamento y estuvieran preparados para emprender la marcha, por si acaso. Aravine se alejaba cuando Faile reparó en que Aldin, el tenedor de libros, se reunía con la mujer.

Últimamente la visitaba muy a menudo; a lo mejor por fin había desistido de conquistar a Arrela. Faile se dirigió hacia su tienda a buen paso. En el camino se cruzó con Flinn Barstere, Jon Gaelin y Marek Cormer, que comprobaban las cuerdas de los arcos y las plumas de las flechas. Los tres alzaron la mirada hacia ella y saludaron. En los ojos de los hombres se adivinaba una expresión de alivio, lo cual era buena señal. Tiempo atrás, esos hombres parecían avergonzados cuando la veían, como si se sintieran incómodos por el modo en que Perrin, en apariencia, había coqueteado con Berelain durante su ausencia. Que Berelain y ella pasaran juntas algunos ratos, así como la denuncia oficial de los rumores por parte de la Principal, estaban dando el resultado apetecido en cuanto a convencer al campamento de que no había ocurrido nada inapropiado.

Resultaba por demás interesante que una de las cosas que más había influido en la opinión de la gente hubiera sido el hecho de que ella le salvara la vida a Berelain durante la burbuja maligna. Debido a ese suceso daban por sentado que no había resentimiento entre las dos. Desde luego, no le había salvado la vida, sólo la había ayudado. Pero los rumores decían otra cosa, y Faile se sentía complacida de que esta vez les fueran favorables a Perrin y a ella, para variar.

Llegó a la tienda y se apresuró a asearse en la palangana con un paño mojado. Se echó un poco de perfume y después se puso su vestido más bonito, de un intenso color gris verdoso, con dibujos de enredaderas bordados a lo ancho del corpiño y alrededor del repulgo. Por último se examinó en el espejo. Bien. No se notaba la ansiedad que sentía. Perrin saldría con bien de aquello. Lo haría.

Se metió varios cuchillos en el cinturón y otros cuantos dentro de las mangas del vestido. Fuera, un mozo de cuadras le llevó Albor. Montó; aún echaba de menos a Golondrina, a la que habían matado los Shaido. Incluso su mejor vestido llevaba falda pantalón para cabalgar; no se pondría otro tipo de ropa estando en camino. Su madre le había enseñado que no había nada que acabara antes con la credibilidad de una mujer ante los soldados que montar a la amazona. Y, si ocurría lo inimaginable y Perrin caía, quizá tendría que ponerse al mando de las fuerzas.

Trotó al frente del ejército que se estaba agrupando. Perrin se encontraba allí, montado a caballo. ¡Cómo osaba exhibir una expresión tan paciente!

Faile disimuló el enojo. Había un tiempo para la tempestad y un tiempo para una brisa suave. Ya le había dejado claro a Perrin —de forma vehemente— lo que pensaba sobre ese juicio. De momento, era preciso que la vieran apoyándolo. Cabalgó hasta ponerse al lado de su esposo mientras las Aes Sedai situadas detrás; iban a pie, como las Sabias. No se veía a las Doncellas por ninguna parte. ¿Dónde estarían? Debía de ser algo importante para que se perdieran el juicio. Para Sulin y las demás proteger a Perrin era una tarea encomendada por su Cara’carn, y para ellas sería un grave asunto de toh si Perrin caía.

Recorriendo con la vista el campamento, se fijó en dos gai’shain vestidas con las ropas blancas y con la capucha echada que se acercaban presurosas a la primera línea de las tropas. Gaul, que se hallaba junto al caballo de Perrin, se puso ceñudo. Una de las figuras le hizo una reverencia mientras le tendía unas cuantas lanzas.

—Recién afiladas —dijo Chiad.

—Y flechas con las plumas recién cambiadas —añadió Bain.

—Ya tengo flechas y lanzas —replicó Gaul.

—Sí —dijeron las mujeres, que se arrodillaron delante de él, todavía ofreciéndole las armas.

—¿Qué? —inquirió Gaul.

—Sólo nos preocupamos por tu seguridad —contestó Bain—. Después de todo, esas armas las has preparado tú.

Habló con seriedad, sin el menor asomo de mofa o doblez. Sin embargo, las propias palabras rayaban en el desaire. Gaul se echó a reír. Aceptó las armas que le ofrecían y entregó las suyas a las mujeres. A pesar de los problemas de ese día, Faile se sorprendió a sí misma sonriendo. Las relaciones Aiel eran de una complejidad tortuosa: Lo que debería haber complacido a Gaul respecto a sus gai’shain, a menudo parecía causarle frustración, mientras que lo que tendría que haberle hecho sentirse insultado, lo aceptaba con buen humor.

Mientras Bain y Chiad se retiraban, Faile observó el ejército que se estaba reuniendo. Iba todo el mundo, no sólo oficiales o fuerzas en representación del resto del ejército. La mayoría no podría presenciar el juicio pero su presencia era necesaria. Por si acaso. Faile se acercó a su esposo.

—Estás preocupado por algo —le dijo.

—El mundo contiene la respiración, Faile.

—¿Qué quieres decir?

—La Última Cacería ya está aquí. —Movió la cabeza—. Rand esta en peligro. Lo está más que ninguno de nosotros. Y no puedo ir con él. Aún no.

—Perrin, lo que dices no tiene sentido. ¿Cómo puedes saber que Rand está en peligro?

—Porque lo veo. Cada vez que se menciona su nombre o cada vez que pienso en él, surge una visión ante mis ojos. Faile parpadeó. Perrin se volvió hacia ella, con los dorados ojos pensativos.

—Estoy conectado con él. Rand… tira de mí, ¿comprendes? En cualquier caso, me prometí que sería claro contigo respecto a este tipo de cosas. —Vaciló un momento antes de proseguir—. Mis ejércitos están aquí y alguien los está conduciendo como un rebaño, Faile. Como ovejas que llevan al matadero.

De repente recordó su visión del Sueño del Lobo. Ovejas corriendo delante de lobos. Había creído ser uno de esos lobos, pero ¿no se equivocaría? ¡Luz! Se había equivocado con eso. Ahora sabía lo que significaba.

—Lo siento en el aire —dijo—. El problema con los accesos está relacionado con algo que ocurre en el Sueño del Lobo. Alguien quiere que no podamos escapar de este sitio.

Una fría brisa, extraña con el calor de mediodía, pasó sobre ellos.

—¿Estás seguro? —preguntó Faile.

—Sí, por extraño que esto pueda parecer, lo estoy.

—¿Y ahí es donde están las Doncellas? ¿Explorando?

—Alguien quiere tendernos una trampa y atacarnos. Es lo que tiene más sentido: dejar que combatamos con los Capas Blancas y después acabar con los que sobrevivan. Pero eso requeriría un ejército del que no hay ninguna señal. Sólo nosotros y los Capas Blancas. Tengo a Elyas buscando indicios de una puerta a los Atajos por la zona, pero todavía no ha encontrado nada. Así que quizá no pase nada y lo que ocurre es que yo me asusto de mi propia sombra.

—En estos tiempos, esposo, es muy probable que las sombras muerdan. Confío en tu instinto. Ella miró y después sonrió de oreja a oreja.

—Gracias —dijo.

—Bien, pues, ¿qué hacemos?

—Ir a ese juicio y hacer lo que sea con tal de no entrar en batalla con los Capas Blancas. Entonces, esta noche, veré si puedo parar lo que impide que se abran accesos. La solución no es cabalgar lo bastante lejos para huir de ello; esa cosa dentro de la que estamos encerrados se puede trasladar. La vi en dos sitios distintos. Tendré que destruirla de algún modo, y después escaparemos.

Ella asintió con la cabeza, y Perrin dio la orden de ponerse en marcha. Aunque la fuerza que iba detrás aún parecía caótica —como una cuerda enredada—, el ejército empezó a moverse y, al separarse los diferentes grupos, el aparente enredo se desenmarañó.

Recorrieron el corto tramo, calzada de Jehannah adelante, y se aproximaron al campo donde estaba instalado el pabellón. Los Capas Blancas se encontraban allí; en formación. Al parecer ellos también habían llevado a todo su ejército. Iba a ser una tarde de mucha tensión.

Gaul corría al lado del caballo de Perrin y no parecía preocupado ni se había velado el rostro. Faile sabía que el Aiel consideraba honorable que Perrin acudiera al juicio. Perrin podía defenderse o admitir que tenía toh y aceptar el veredicto. Un Aiel acudiría voluntariamente a su ejecución para cumplir con su toh.

Cabalgaron hacia el pabellón. Se había colocado un sillón sobre una plataforma baja, en el lado norte, de espaldas al lejano bosque de cedros. Morgase se encontraba sentada en ese sillón; su aspecto era el de una reina de la cabeza a los pies, con un atuendo rojo y oro que Galad debía de haber encontrado para ella.

«¿Cómo es posible que haya podido tomarla por una simple doncella de una dama?», se reprochó Faile. Se habían colocado sillas delante de Morgase, y los Capas Blancas ocupaban la mitad. Galad estaba de pie junto al improvisado asiento de juez. Cada mechón del cabello, en su sitio; el uniforme sin mácula; la capa cayendo en pliegues a la espalda.

Faile miró hacia un lado y pilló a Berelain con la mirada prendida en Galad, sonrojada; casi parecía… ávida. En ningún momento había renunciado a sus intentos de convencer a Perrin para que le permitiera ir a hacer las paces con los Capas Blancas.

—Galad Damodred —dijo Perrin, que desmontó delante del pabellón. Faile desmontó también y caminó a su lado—. Quiero que me prometas una cosa antes de que esto empiece.

—¿Y qué promesa es ésa? —respondió el joven comandante desde dentro de la tienda abierta por los costados.

—Jura que no permitirás que esto acabe en una batalla.

—Podría prometerlo; pero, por supuesto, tendrías que prometerme tu a su vez que no vas a huir si la sentencia fuera condenatoria.

Perrin guardó silencio y apoyó la mano en el martillo.

—Ya veo. No estás dispuesto a prometerlo —dijo Galad—. Te di esta oportunidad porque mi madre me ha persuadido de que debemos dejarte hablar en tu defensa. Pero antes prefiero morir que permitir que un hombre que ha asesinado Hijos se vaya sin ponerle obstáculos. Si no quieres que esto desemboque en una batalla, Perrin Aybara, entonces presenta bien tu defensa. O eso, o acepta el castigo.

Faile miró a su esposo; tenía el entrecejo fruncido. Daba la impresión de que iba a hacer la promesa requerida, y Faile le puso la mano en el brazo.

—Debería hacerlo —le dijo él en voz baja—. ¿Cómo va a estar un hombre por encima de la ley, Faile? Maté a esos tipos en Andor cuando Morgase era reina. Debería atenerme a su fallo.

—¿Y tu deber con la gente de tu ejército? —le preguntó—. ¿Y tu deber para con Rand y la Última Batalla? ¿Y tu deber conmigo?

Perrin vaciló y después asintió con la cabeza.

—Tienes razón—. Después, en voz más alta, añadió—: Empecemos con esto.

Perrin entró en el pabellón, seguido de inmediato por Neald, Dannil y Grady. La presencia de esos hombres hacía que se sintiera un cobarde; la actitud de los tres y de Faile ponía de manifiesto que no estaban dispuestos a permitir que lo prendieran. ¿Qué era un juicio si él no se sometía al fallo? Una mera parodia. Los Capas Blancas observaban en tensión, con los oficiales de pie a la sombra del pabellón y el ejército en atención. Por las apariencias, no tenían intención de retirarse durante el proceso. La respuesta del ejército de Perrin —más numeroso, pero menos ordenado— fue quedarse en el lado opuesto a los Capas Blancas, a la expectativa. Perrin hizo un gesto con la cabeza, y Rowan Hurn se alejó para comprobar que Galad había liberado a los cautivos.

Perrin caminó hasta la cabecera del pabellón y se paró delante de la tarima donde descansaba el sillón de Morgase; Faile se puso a su lado. Había sillas para ellos y se sentaron junto al estrado de Morgase, unos cuantos pasos a su izquierda. A su derecha, la gente reunida para presenciar el juicio. A su espalda, su ejército. Faile olía a recelo.

Entraron otras personas y ocuparon las sillas; Berelain y Alliandre se instalaron con sus guardias, cerca de él; las Aes Sedai y las Sabias se pusieron detrás, contrarias a tomar asiento. Las últimas sillas las ocuparon unos cuantos hombres de Dos Ríos y algunos de los otrora refugiados de más rango. Los oficiales Capas Blancas, con Bornhald y Byar delante, estaban sentados enfrente, de cara a Faile y Perrin.

En total había unas treinta sillas que casi con seguridad procedían de las carretas de suministros de Perrin, de las que se habían apropiado los Capas Blancas.

—Perrin —empezó Morgase desde su asiento—, ¿estás seguro de querer seguir adelante con esto?

—Lo estoy.

—Muy bien —dijo, el gesto impasible, aunque olía a sentirse indecisa—. Doy comienzo a este juicio de manera oficial. El acusado es Perrin Aybara, conocido por Perrin Ojos Dorados. —Vaciló antes de añadir—: Señor de Dos Ríos. Galad, puedes presentar los cargos.

—Son tres —dijo Galad, que se puso de pie—. Los dos primeros son por el asesinato del Hijo Lathin y el asesinato de Hijo Yamwick. Aybara también está acusado de ser Amigo Siniestro y de conducir a los trollocs hasta Dos Ríos.

Se alzaron rumores iracundos entre los hombres de Dos Ríos al pronunciar el último cargo. Los trollocs habían matado a la familia de Perrin.

—El último cargo no se puede sustentar aún, ya que a mis hombres se los obligó a abandonar Dos Ríos antes de que obtuvieran pruebas. En cuanto a los dos primeros cargos, Aybara ya ha admitido su culpabilidad.

—¿Es cierto eso, lord Aybara? —preguntó Morgase.

—En cuanto a si maté a esos hombres, sí —respondió Perrin—. Pero no fue un asesinato.

—En tal caso, será esa diferenciación de los planteamientos lo que juzgará este tribunal —anunció Morgase con solemnidad—. Empecemos con el sumario.

Morgase era una persona distinta por completo de Maighdin. ¿Sería así como la gente esperaba que él actuara cuando acudían a pedirle que arbitrara un conflicto? Tenía que admitir que Morgase daba al procedimiento la formalidad requerida. Después de todo, el juicio se celebraba en una tienda de campaña grande, en medio del campo, con el sillón del tribunal encaramado encima de lo que parecía ser un pequeño montón de cajas tapadas con una alfombrilla.

—Galad, que tus hombres relaten su versión de lo ocurrido —ordenó Morgase.

Galad hizo una seña con la cabeza a Byar, que se puso de pie, así como otro Capa Blanca —un hombre joven con el cráneo pelado del todo— que se adelantó para unirse a él. Bornhald permaneció sentado.

—Excelencia —dijo Byar—, el hecho ocurrió hace unos dos años, en primavera. Una primavera inusualmente fría, según recuerdo. Volvíamos de ocuparnos de un asunto importante siguiendo órdenes del capitán general, y cruzábamos la agreste zona central de Andor. Íbamos a acampar para pasar la noche en un stedding Ogier abandonado, al pie de lo que otrora fue una enorme estatua. La clase de sitio que cualquiera presumiría que era seguro.

Perrin recordaba esa noche. Se encontraba al borde de un estanque de agua limpia; soplaba un frío viento del este que le agitaba la capa. Recordaba el sol hundiéndose en silencio por el oeste. Recordaba contemplar con fijeza la superficie del estanque, rizada por el aire, a la luz evanescente del ocaso, sosteniendo el hacha en las manos. La maldita hacha. Debería haberla arrojado al agua en aquel momento, pero Elyas lo había persuadido de que debía conservarla.

—Cuando llegamos —prosiguió Byar—, descubrimos que allí había estado acampado alguien hacía poco. Eso nos preocupó; hay muy poca gente que conozca la existencia del stedding. Llegamos a la conclusión, por haber sólo un agujero de fogata, de que los misteriosos viajeros no eran muchos.

Hablaba con voz precisa, describiendo la escena de forma metódica.

Pero no era así como Perrin recordaba aquella noche, no. Recordaba el siseo de las llamas y las Chispas saltando con violencia en el aire cuando Elyas vertió el contenido del hervidor de té en la lumbre. Recordaba una proyección urgente de los lobos que le llegó a la mente, aturdiéndolo.

El recelo de los lobos ocasionó que le resultara difícil separarse de ellos.

Recordaba el olor a miedo de Egwene, la forma atropellada con que él ensilló a Bela y apretó la cincha. Y recordaba a cientos de hombres que irradiaban un olor dañino. Como el de los Capas Blancas que había en el pabellón ahora. Como un perro rabioso que lanzaría dentelladas a cualquier cosa que tuviera a su alcance.

—El capitán estaba preocupado —continuó Byar.

Era obvio que evitaba mencionar el nombre del capitán, tal vez para no alterar a Bornhald. El joven Capa Blanca permanecía inmóvil, casi sin pestañear, sin apartar los ojos de Byar, como si temiera ser incapaz de controlarse si miraba a Perrin.

—Pensamos que quizás el campamento lo habían utilizado bandidos.

¿Quién más apagaría una hoguera y desaparecería porque se acercaban otros viajeros? Y fue entonces cuando vimos al primer lobo.

Escondidos, respirando entre jadeos, con Egwene agazapada a su lado en la oscuridad. El olor del humo de la fogata prendido en la ropa de ambos. La respiración de Bela en la oscuridad. Los confines protectores de una inmensa mano de piedra, la de la estatua de Artur Hawkwing, que se había quebrado largo tiempo atrás.

Moteado, furioso y preocupado. Imágenes de hombres de blanco con antorchas encendidas. Viento, correr entre los árboles.

—El capitán creía que los lobos eran una mala señal. Todo el mundo sabe que sirven al Oscuro. Nos mandó a explorar. Mi grupo buscó por el este, por las formaciones rocosas y los fragmentos de la gigantesca estatua rota.

Dolor. Hombres que gritaban.

Perrin, ¿bailarás conmigo el Día Solar, si hemos regresado a casa para entonces?

—Los lobos nos atacaron —continuó Byar, cuya voz se endureció—. Era evidente que no eran animales corrientes. Demasiada coordinación en sus ataques. Parecía haberlos a docenas, moviéndose entre las sombras.

Y entre ellos había hombres que golpeaban y mataban a nuestras monturas.

Perrin lo había presenciado con dos tipos de pares de ojos. Los suyos, desde la alta posición de la mano de piedra, y los de los lobos, que lo único que querían era que los dejaran en paz. Poco antes habían salido malparados por el ataque de una bandada numerosísima de cuervos. Lo que intentaban era ahuyentar a los hombres. Asustarlos.

Cuánto miedo. Tanto el de los hombres como el de los lobos. Era lo que había prevalecido esa noche, lo que había controlado a ambos bandos. Recordaba haber luchado para seguir siendo él mismo, confuso, aturdido por las proyecciones.

—Fue una noche muy larga —dijo Byar, ahora en voz más baja, aunque rebosante de rabia—Pasamos por una ladera que tenía una enorme roca plana en lo alto del promontorio y el Hijo Lathin dijo que creía haber visto algo en las sombras, allá arriba. Nos paramos y sostuvimos las antorchas en alto. Vimos las patas de un caballo debajo del saliente rocoso. Le hice un gesto de asentimiento a Lathin, que se adelantó para ordenar a quienquiera que estuviera allí que bajara para identificarse.

Bien, pues, ese hombre, Aybara, salió de la oscuridad con una joven. Empuñaba un hacha de aspecto peligroso y se dirigió con calma hacia Lathin, haciendo caso omiso de la lanza que le apuntaba al pecho. Y entonces…

Y entonces los lobos entraron en liza. Fue la primera vez que le ocurrió aquello. Las proyecciones de los lobos eran tan fuertes que Perrin dejó de ser él mismo. Recordaba apretar la garganta de Lathin con los dientes, sentir la cálida sangre al desbordársele en la boca, como si hubiese mordido una fruta. Ese recuerdo era de Saltador, pero no podía separarse a sí mismo del lobo durante los instantes de esa lucha.

—¿Y entonces? —apremió Morgase.

—Y entonces hubo una lucha —contestó Byar—. Los lobos salieron de un salto de las sombras y Aybara nos atacó. No se movía como un hombre, sino como una bestia, y gruñía. Lo redujimos y matamos a uno de los lobos, pero no logramos hacerlo antes de que Aybara se las arreglara para matar a dos de los Hijos.

Byar se sentó. Morgase no hizo preguntas y se volvió hacia el otro

Capa Blanca que se encontraba junto a Byar.

—Tengo poco más que añadir —dijo el hombre—. Estaba allí y recuerdo lo ocurrido exactamente igual. Quiero señalar que cuando prendimos a Aybara ya se lo juzgó culpable. Íbamos a…

—Esa sentencia no le concierne a este tribunal —lo interrumpió Morgase con frialdad.

—Bien, pues, permitid que mi voz sea el testimonio de un segundo testigo. Yo también lo presencié todo. —El Capa Blanca calvo se sentó.

—Podéis hablar —invitó Morgase, que se había vuelto hacia Perrin.

Perrin se puso de pie muy despacio.

—Lo que esos dos hombres han contado es verdad, Excelencia. Así fue como ocurrió, más o menos —manifestó.

—¿Más o menos? —inquirió Morgase.

—Lo ha relatado casi como ocurrió.

—El veredicto de vuestra culpabilidad o inocencia depende de ese «casi» del testimonio del testigo, lord Aybara. Es un matiz por el que se os juzgará, lo que inclinará el fiel de la balanza.

—Sí, es cierto —admitió Perrin, que asintió con la cabeza—. Decidme una cosa, Excelencia. Cuando juzgáis a alguien así, ¿tratáis de comprender las diferentes partes del todo?

—¿Qué? —preguntó ella, con el entrecejo fruncido.

—Mi maestro, el hombre que me instruyó en el oficio de herrero, me enseñó una lección muy importante: para crear algo, tienes que entenderlo, y para entender algo, tienes que saber de qué está hecho.

Una fresca brisa sopló a través del pabellón y agitó las capas. Era muy acorde con los quedos sonidos de la pradera: hombres con armadura que se rebullían, caballos que pateaban el suelo, toses y algunos cuchicheos aislados que surgían conforme se transmitía lo que él decía por las filas de hombres.

—He descubierto algo recientemente —continuó Perrin—. Los hombres están hechos de un montón de partes diferentes. Lo que son depende de la situación en que se los pone. Estoy involucrado en la muerte de esos dos hombres; pero, para entenderlo, tenéis que entender las partes de las que estoy hecho.

Buscó los ojos de Galad. El joven capitán general permanecía erguido, recta la espalda, las manos enlazadas atrás. Ojalá hubiera podido captar a qué olía. Perrin volvió la atención hacia Morgase.

—Puedo hablar con los lobos. Oigo sus voces dentro de mi cabeza. Sé que parece la admisión de un demente, pero sospecho que a mucha gente de mi campamento no le sorprenderá. Con el tiempo, podría probároslo con la cooperación de algunos lobos de la zona.

—Eso no será necesario —dijo Morgase.

Olía a temor. Los susurros en los ejércitos subieron de tono. Captó el olor de Faile. Preocupación.

—Es algo para lo que tengo capacidad —continuó—. Es una parte de mí, igual que lo es saber forjar el hierro. Igual que lo es liderar hombres. Si vais a juzgarme y a dictar sentencia por ello, deberíais comprenderlo.

—Estás cavando tu propia tumba, Aybara —dijo Bornhald, que se puso de pie para señalarlo—. ¡Nuestro capitán general dijo que no podía probar que eras un Amigo Siniestro y tú mismo has resuelto el caso a nuestro favor!

—Esto no me convierte en Amigo Siniestro.

—Es propósito de este tribunal no juzgar tal alegación —dijo Morgase con firmeza—. Se decidirá la culpabilidad de Aybara en las muertes de esos dos hombres y nada más. Podéis sentaros, Hijo Bornhald.

El aludido obedeció con gesto iracundo.

—Aún he de oír lo que tenéis que alegar en vuestra defensa, lord Aybara —manifestó Morgase.

—La razón de que os haya dicho qué soy, lo que hago, es para demostrar que los lobos son amigos míos. —Respiró hondo antes de continuar—. Esa noche en Andor… fue terrible, como ha explicado Byar. Estábamos asustados, todos nosotros. Los Capas Blancas tenían miedo de los lobos, los lobos lo tenían del fuego y de los gestos amenazadores que los hombres hacían, y yo estaba simple y llanamente aterrado del mundo que me rodeaba. Nunca había salido de Dos Ríos y no entendía por qué oía a los lobos dentro de mi cabeza.

En fin, todo esto no es una excusa ni es mi intención que lo sea. Maté a esos hombres, pero ellos atacaron a mis amigos. Cuando los hombres fueron a cazar pieles de lobos, los lobos se defendieron. —Hizo un alto.

Tenían que oír toda la verdad—. Para ser sincero, Excelencia, no era dueño de mí mismo. Estaba dispuesto a entregarme, pero con las voces de los lobos en mi cabeza… Sentí su dolor. Y entonces los Capas Blancas mataron a un buen amigo, y tuve que luchar. Haría lo mismo para proteger a un granjero acosado por soldados.

—¡Eres una criatura de la Sombra! —gritó Bornhald, que volvió a levantarse—. ¡Tus mentiras son un insulto para los muertos!

Perrin se volvió hacia el hombre y le sostuvo la mirada. El silencio se adueñó de la tienda, y Perrin olió la tensión que había en el aire.

—¿Alguna vez te has parado a pensar que algunos hombres son diferentes de ti, Bornhald? ¿Alguna vez has intentado imaginar lo que sentirías si fueras otra persona? Si pudieras ver a través de estos ojos míos, el mundo te parecería un lugar distinto.

Bornhald abrió la boca, quizá para barbotar otro insulto, pero se lamió los labios como si se le hubieran quedado secos.

—Mataste a mi padre —afirmó por último.

—Se había hecho sonar el Cuerno de Valere —dijo Perrin—. El Dragón Renacido combatía con Ishamael en el cielo. Los ejércitos de los descendientes de Artur Hackwing habían regresado a aquellas costas para dominar el continente. Sí, yo estaba en Falme. Cabalgué a la batalla al lado de los héroes del Cuerno, al lado del mismísimo Hawkwing, y luché contra los seanchan. Luché en el mismo bando que tu padre, Bornhald. Dije que era un buen hombre, y lo repito. Cargó con bravura. Murió con bravura.

Los presentes estaban tan inmóviles que parecían estatuas. No se movía ni una sola persona. Bornhald abrió la boca para objetar de nuevo, pero la cerró.

—Te juro por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento que no maté a tu padre ni tuve nada que ver con su muerte.

Bornhald lo miró a los ojos y pareció estar atribulado.

—No lo escuches, Dain —intervino Byar. Su efluvio era fuerte, mucho más que cualquier otro de los que estaban en el pabellón. Frenético.

Como carne podrida—. Mató a tu padre.

Galad permanecía inmóvil, observando el intercambio.

—Nunca he entendido cómo sabíais eso, Hijo Byar —dijo entonces—. ¿Qué viste? Tal vez tendría que ser esto lo que habríamos de clarificar en el juicio que estamos celebrando.

—No es lo que vi, milord capitán, sino lo que sé —repuso Byar—. ¡Cómo, si no, podría explicarse que él sobreviviera mientras que la legión no lo hizo! Tu padre era un guerrero valiente, Bornhald. Jamás habría caído ante los seanchan!

—Eso es una necedad —dijo Galad—. Los seanchan nos han derrotado una y otra vez. Incluso un buen guerrero puede caer en batalla.

—Vi a Ojos Dorados allí —replicó Byar, gesticulando para señalar a Perrin—. ¡Luchando junto con las apariciones fantasmales! ¡Criaturas malignas!

—Los héroes del Cuerno, Byar —puntualizó Perrin—. ¿Es que no eres capaz de entender que luchábamos en el mismo bando que vosotros?

—Eso es lo que parecía que hacías —replicó el otro hombre, enloquecido—. Igual que parecía que defendías a la gente de Dos Ríos. ¡Pero yo vi tus intenciones, vi cómo eras en realidad, Engendro de la Sombra! ¡Te descubrí en el instante en que te vi!

—¿Y fue por eso por lo que me dijiste que huyera? —preguntó Perrin en voz queda—. Cuando estaba confinado en la tienda de lord Bornhald, a raíz de mi captura. Me diste una roca con cantos afilados para que cortara las ataduras y me dijiste que si huía nadie me perseguiría.

Byar se quedó paralizado. Parecía haber olvidado tal episodio hasta ese momento.

—Querías que intentara huir para poder matarme —continuó Perrin—. Deseabas vernos muertos a Egwene y a mí. Lo deseabas con todas tus fuerzas.

—¿Es eso cierto, Hijo Byar? —preguntó Galad.

—Por sup… Por supuesto que no. Yo… —balbuceó.

De repente giró sobre sus talones y miró a Morgase, sentada en la sencilla tribuna.

—¡No es a mí a quien se está enjuiciando, sino a él! Ya habéis oído la versión de ambas partes. ¿Qué vais a responder? ¡Juzgad, mujer!

—No deberías hablar así a mi madre —advirtió Galad sin alzar la voz.

Mantenía el semblante impasible, pero Perrin percibía en él un efluvio peligroso. Bornhald, que parecía muy atribulado, se sentó y apoyó la cabeza en la mano.

—No, está bien —dijo Morgase—. Tiene razón. Estamos juzgando a Perrin Aybara.

Apartó la mirada de Byar para posarla en Perrin, que se la sostuvo con tranquilidad. Morgase olía… como si sintiera curiosidad sobre algo.

—Lord Aybara, ¿creéis haber dicho cuanto habíais de decir en vuestro descargo?

—Luché para proteger a mis amigos y protegerme a mí mismo —respondió Perrin—. Los Capas Blancas no tenían autoridad para actuar como lo hicieron, dándonos órdenes, amenazándonos. Imagino que conocéis tan bien como cualquiera su reputación. Teníamos buenas razones para recelar de ellos y desobedecer sus órdenes. No fue un asesinato. Sólo me defendí.

—De acuerdo —asintió Morgase con la cabeza—. Entonces, daré mi veredicto.

—¿Y qué pasa con otras personas que hablen a favor de Perrin? —demandó Faile, que se puso de pie.

—Eso no será necesario, lady Faile —repuso Morgase—. Que yo sepa, la única persona que también estaba presente y a la que podríamos preguntar sería Egwene al’Vere, que no parece encontrarse a una distancia razonable del lugar de la celebración de este juicio.

—Pero…

—Basta —la interrumpió Morgase, cuya voz se tornó fría—. Podríamos tener a una docena de Hijos que lo calificaran de Amigo Siniestro y a dos docenas de sus seguidores alabando sus virtudes. Ni unos ni otros serían testigos válidos para esta causa. Hablamos de hechos específicos acaecidos en un día específico.

Faile guardó silencio, aunque su olor proclamaba que estaba furiosa.

Enlazó el brazo al de Perrin, sin volver a sentarse. Y él se sintió… pesaroso. Había expuesto la verdad, pero no estaba satisfecho.

No había querido matar a esos Capas Blancas, pero lo había hecho.

Y lo había ejecutado cegado por el frenesí, descontrolado. Podría culpar a los lobos, podría culpar a los Capas Blancas, pero la pura verdad era que había perdido el control. Cuando se despertó al día siguiente apenas recordaba lo que había hecho.

—Sabes mi veredicto, Perrin. Lo veo en tus ojos —dijo Morgase.

—Haced lo que tengáis que hacer —dijo él.

—Perrin Aybara, te declaro culpable.

—¡No! —gritó Faile—. ¡Cómo os atrevéis! ¡Os acogió y os tomó bajo su protección!

Perrin le puso una mano en el hombro a su mujer. Había notado que, en un acto reflejo, había llevado la mano a la manga en busca de los cuchillos que guardaba allí.

—Esto no tiene nada que ver con lo que opino personalmente de Perrin —dijo Morgase—. Éste es un juicio según la ley andoreña. Bien, pues, la ley es muy clara. Perrin pudo sentir que los lobos eran sus amigos, y es cierto que la ley establece que el perro o el ganado de un hombre tienen su valor. Matarlos es ilegal, pero matar a un hombre en represalia lo es más. Puedo citar los códigos de la ley si lo deseáis.

El pabellón estaba en silencio. Neald se había incorporado a medias de la silla, pero Perrin lo miró a los ojos e hizo un gesto negativo con la cabeza. Las Aes Sedai y las Sabias mantenían el gesto impasible. Berelain parecía resignada, y la rubia Alliandre se había llevado una mano a la boca.

Dannil y Azi al’Thone se acercaron a Perrin y a Faile, y Perrin no los obligó a retroceder.

—¿Qué importa eso? —demandó Byar—. ¡No va a acatar la condena!

Otros Capas Blancas se pusieron de pie, y en esta ocasión Perrin no consiguió que volvieran a sentarse todos los que se levantaron en su lado.

—Todavía no he dictado sentencia —puntualizó Morgase con sequedad.

—¿Y qué otra sentencia puede haber? —inquirió Byar—. Dijisteis que es culpable.

—Sí, aunque creo que hay otras circunstancias relevantes para la sentencia.

Seguía teniendo el gesto duro y olía a determinación. ¿Qué estaba haciendo?

—La fuerza de los Capas Blancas era un grupo militar no autorizado dentro de las fronteras de mi reino —continuó Morgase—. A la luz de tal hecho, aunque declare culpable a Perrin de matar a vuestros hombres, dicto que el incidente queda sujeto al protocolo Kainec.

—¿Es ese protocolo la ley por la que se rigen los mercenarios? —preguntó Galad.

—En efecto.

—¿Qué es eso? —quiso saber Perrin, y Galad se volvió hacia él.

—Ha dictaminado que nuestro pleito fue una contienda entre grupos mercenarios desocupados. Esencialmente, la resolución declara que no hay inocentes en el enfrentamiento y, en consecuencia, no se te acusa de asesinato. En cambio, has matado de forma ilegal.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Dannil, fruncido el entrecejo.

—Una que es semántica —contestó Galad, que seguía con las manos enlazadas a la espalda. Perrin percibió que el efluvio del joven capitán general era de curiosidad—. Sí, es un buen dictamen, madre, pero el castigo sigue siendo la muerte, creo.

—Puede serlo —respondió Morgase—. El código de ese protocolo es mucho más indulgente, dependiendo de las circunstancias.

—Entonces, ¿cuál es vuestro fallo? —preguntó Perrin.

—Yo no lo dictaré —contestó Morgase—. Galad, tú eres el comandante de los hombres que murieron o, al menos, el que tenemos a nuestra disposición. Te paso a ti la responsabilidad de dictar sentencia. Yo he dado la resolución y las interpretaciones legales. Tú decides el castigo.

Las miradas de Galad y Perrin se trabaron a través del pabellón.

—Entiendo —dijo Galad—. Una extraña elección, Excelencia. Aybara, he de preguntártelo otra vez. ¿Te someterás a las decisiones de este juicio cuya celebración tú mismo sugeriste? ¿O todo esto habrá de resolverse con un conflicto armado?

A su lado, Faile se puso tensa. Perrin oía a su ejército moviéndose detrás de él; los hombres soltaban los fiadores que sujetaban las espadas en las vainas mientras intercambiaban murmullos, y entre ellos se corrió la voz como un sordo zumbido.

«Lord Perrin declarado culpable. Van a intentar prenderlo. No se lo permitiremos, ¿verdad que no?»

Los efluvios acres a miedo y a cólera se mezclaron en el pabellón, con ambos bandos intercambiando miradas furibundas. Y, por encima de todo eso, Perrin olía esa… iniquidad que flotaba en el aire.

«¿Voy a seguir huyendo? —pensó—. ¿Acosado por lo que ocurrió aquel día?» Con los ta’veren no existían las coincidencias. ¿Por qué el Entramado lo había conducido hasta allí para que se enfrentara a las pesadillas del pasado?

—Me someteré a él, Damodred —dijo.

—¿Qué? —exclamó Faile.

—Pero —añadió Perrin, que levantó un dedo— sólo si prometes retrasar el cumplimiento de ese castigo hasta después de que haya cumplido con mi deber en la Última Batalla.

—¿Dices que aceptarás la sentencia después de la Última Batalla?

—inquirió Bornhald, con un dejo de perplejidad—. ¿Después de lo que puede ser el fin del propio mundo? ¿Después de que hayas tenido tiempo de huir y, quizá, de traicionarnos? ¿Qué clase de promesa es ésa?

—La única que puedo hacer —repuso Perrin—. Ignoro lo que nos depara el futuro o si tendremos un futuro. Pero estamos luchando para sobrevivir. Quizá para que el mismo mundo sobreviva. Ante algo así, el resto de los intereses y preocupaciones son cosas secundarias. Ése es el único modo en que me someteré a una sentencia.

—¿Y quién nos asegura que mantendrás tu palabra? —preguntó Galad—. Mis hombres te llaman Engendro de la Sombra.

—Me he presentado aquí, ¿verdad?

—Porque teníamos cautivos a los tuyos.

—Ah. ¿Y es que a un Engendro de la Sombra le importaría eso un comino? —preguntó Perrin.

Galad vaciló.

—Lo juro por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento

—repitió Perrin—. Lo juro por mi amor a Faile y por el nombre de mi padre. Tendrás tu oportunidad, Galad Damodred. Si tú y yo sobrevivimos hasta el final de lo que se avecina, me someteré a tu autoridad.

Galad lo estudió con intensidad y después asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo.

—¡No! —gritó Byar—. ¡Es un desatino!

—Nos marchamos, Hijo Byar —ordenó Galad, que se encaminó hacia el costado abierto del pabellón—. He tomado una decisión. Madre, ¿me acompañas?

—Lo lamento, Galad, pero no —contestó Morgase—. Aybara regresa a Andor y he de ir con él.

—Como gustes. —Galad echó a andar de nuevo.

—Espera —pidió Perrin—. No has dicho cuál será el castigo que dictarás una vez que me ponga en tus manos.

—No, no lo he dicho —respondió Galad sin dejar de caminar.

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