Sentada en el alféizar de una de las ventanas de la Ciudadela de Tear, Min disfrutaba de la cálida temperatura.
La brisa de mediodía era refrescante, aunque estaba cargada de humedad y de los olores de la ciudad que se extendía allá abajo. Los tearianos decían que el tiempo era frío, cosa que la hacía sonreír. ¿Cómo reaccionaría esta gente a un buen invierno andoreño, con nieve apilada contra las paredes de los edificios y carámbanos colgando de los tejados?
Lo único que podía achacarse al clima de Tear es que era menos bochornoso de lo habitual en esta estación. Sin embargo, la calidez que disfrutaba Min no tenía nada que ver con la temperatura ambiente.
El sol brillaba sobre la ciudad. En los patios de la Ciudadela, los Defensores, vestidos con sus uniformes de mangas de rayas y los pantalones bombachos, no dejaban de pararse y mirar el cielo despejado. Las nubes seguían acechando en el horizonte, pero se habían abierto sobre la ciudad en un anillo anormal. Un círculo perfecto.
El calor que sentía Min no se debía a los rayos del sol.
—¿Cómo puedes sentarte ahí? —preguntó Nynaeve.
Min giró la cabeza. Tenía la ventana abierta de par en par y los muros de la Ciudadela eran gruesos. Estaba sentada en el alféizar, con las rodillas dobladas y los pies descalzos apoyados en el muro opuesto del vano. Había dejado las botas y las medias en el suelo, junto a un montón de libros apilados.
Nynaeve caminaba sin parar por la habitación. La Ciudadela de Tear había resistido asedios y tormentas, guerras y desolación, pero Min se preguntaba si alguna vez habría sobrevivido a algo parecido a un ataque de cólera de Nynaeve al’Meara. La Aes Sedai de pelo oscuro se había pasado los tres últimos días recorriendo los pasillos como una enorme nube de tormenta desatada, intimidando a los Defensores y aterrando a los sirvientes.
—¡Tres días! —gritó Nynaeve—. ¡Hace tres días que se fue! La Última Batalla se cierne sobre nosotros, y el Dragón está en paradero desconocido.
—No ha desaparecido —respondió Min con suavidad—. Rand sabe dónde está.
—Y tú también lo sabes —replicó Nynaeve con sequedad.
—No te conduciré hasta él, Nynaeve.
—¿Y por qué no? No me digas que no vas a…
—Necesita estar solo.
Nynaeve no dijo nada más. Se dirigió hacia la mesa que había en una esquina de la habitación y se sirvió una taza de té negro de Tremalking, helado. Té helado. Qué extraño resultaba eso. Se suponía que el té ayudaba a entrar en calor en los días fríos.
Min volvió a mirar hacia el norte, a la lejana y sofocante masa nubosa. Por lo que notaba a través del vínculo, estaba mirando directamente hacia él. ¿Estaría en Andor, tal vez? ¿O en las Tierras Fronterizas? Estuvo tentada de utilizar el vínculo para localizarlo al principio, cuando a Rand lo asaltó una angustia terrible, y un dolor más intenso que el de las heridas en el costado. Sufrimiento, ira y desesperación. En aquel momento, Rand le había parecido mucho más peligroso de lo que lo había sido jamás. Ni siquiera aquella noche, cuando se arrodilló sobre ella y casi la estranguló con la mano, le había parecido tan aterrador.
Y entonces…
Min sonrió. Entonces llegó la calidez. Una calidez que irradiaba a través del vínculo como el acogedor fuego de un hogar en invierno. Estaba ocurriendo algo maravilloso, algo que ella había esperado sin saberlo.
—Todo irá bien, Nynaeve —dijo.
—¿Cómo puedes decir eso? —La mujer tomó un sorbo de té—. Que no destruyera Ebou Dar no quiere decir que no sea peligroso. Ya oíste lo que estuvo a punto de hacerle a Tam. A su propio padre, Min.
—No se tendría que condenar a un hombre por lo que estuvo a punto de hacer, Nynaeve. Se contuvo.
—No se contuvo en Refugio de Natrin.
—Eso fue necesario.
—No pensaste que lo fuera en aquel momento.
Min respiró hondo. En los últimos días, Nynaeve había buscado provocarla para que discutieran. A decir verdad, no le faltaban razones para estar tensa. Su esposo cabalgaba hacia la muerte. El Dragón Renacido, un hombre al que aún consideraba bajo su tutela, vagaba solo —la Luz sabía por dónde— y ella no podía hacer nada al respecto. Y si había una cosa que Nynaeve odiaba era sentirse impotente.
—Nynaeve —dijo Min—, si esta situación se prolonga mucho más, te llevaré hasta él. Te lo prometo.
—¿Mucho más? —repitió la Aes Sedai con los ojos entrecerrados.
—Unos pocos días.
—En unos pocos días podría arrasar Cairhien.
—¿De verdad crees que haría eso, Nynaeve? —preguntó Min con suavidad—. ¿Lo crees en serio?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —replicó Nynaeve, que sujetaba la taza con fuerza, perdida la mirada en el té—. Hubo un tiempo en que me habría reído de semejante idea. Conocía a Rand al’Thor, al chico que aún había en él. Pero me asusta el hombre en que se ha convertido. Siempre le dije que tenía que madurar y… Bueno, lo ha hecho.
Un escalofrío estremeció a Nynaeve.
Min se disponía a contestarle, pero un movimiento le llamó la atención. Las dos Doncellas que guardaban la puerta abierta al pasillo, Surial y Lerian se volvieron para observar a alguien que se acercaba. De un tiempo a esta parte, siempre había Doncellas alrededor de Min.
Sarene Nemdahl entró en la pequeña habitación poco después. Los aposentos de Min en la Ciudadela no eran muy amplios. Rara vez los usaba, pues solía estar junto a Rand. En la sala de estar había una alfombra gruesa en azul y blanco, así como una pequeña mesa de madera de cerezo. Nada más.
Como de costumbre, Sarene llevaba el oscuro cabello tejido en trencillas con cuentas entretejidas que le enmarcaban el rostro casi perfecto.
—Cadsuane Sedai os necesita—anunció.
—¿De veras? —respondió Nynaeve—. Bien, pues, Cadsuane Sedai puede…
—Alanna no está —continuó Sarene sin que se le alterase la voz—. Ha desaparecido de sus aposentos. Los Defensores no la vieron marchar y no hay indicios de ningún acceso.
—Oh. Bien, vayamos pues.
Nynaeve salió a toda prisa de la habitación.
—Pues yo no he notado nada —dijo Córele, que sonrió y se dio unos golpecitos en la nariz con aire enterado—. No sé cómo habrá salido. A no ser que penséis que, de alguna manera, se las ha ingeniado para volar. A mi parecer, una idea nada descabellada si se tiene en cuenta lo que está ocurriendo de un tiempo a esta parte.
«Necia», pensó Cadsuane mientras fulminaba con la mirada a la Amarilla. A decir verdad, era preferible el desparpajo y la actitud frívola de la mujer a la petulancia de que hacían gala otras Aes Sedai, pero ese día Cadsuane no estaba de humor para tonterías.
Córele se encogió de hombros sin dejar de sonreír, pero no dijo nada más. Puesta en jarras, Cadsuane examinó con mirada escrutadora el pequeño cuarto. Había espacio para un baúl en el que guardar la ropa, un catre y un escritorio. Habría esperado que una Aes Sedai exigiera algo más, incluso en Tear. Por supuesto, Alanna no tenía por costumbre revelar el estrecho lazo que la unía con el Dragón. Casi nadie lo sabía.
Otras dos Aes Sedai —Rafela Cindal y Bera Harkin— estaban de pie a un lado de la habitación. Bera afirmaba haber notado encauzar a Alanna, aunque no algo tan laborioso como requeriría abrir un acceso.
¡Así se abrasara esa mujer! Cadsuane había creído tener a Alanna bien controlada, a pesar de la terquedad que ponía de manifiesto de un tiempo a esta parte. Era obvio que se había marchado a propósito. No había ropa en el baúl y el escritorio estaba casi desocupado. Sólo quedaba un tintero vacío.
—¿Te dijo algo? —preguntó Cadsuane.
—No, Cadsuane Sedai —respondió Bera—. Sólo hemos cruzado unas palabras de pasada durante semanas. Yo… Bueno, a menudo la oía llorar en su habitación.
—¿A qué viene tanto alboroto? —preguntó una voz desde la puerta.
Cadsuane miró hacia allí justo a tiempo de ver entrar a Nynaeve; ésta le sostuvo la mirada.
—Es sólo una mujer y, que yo sepa, estaba en su derecho de marcharse cuando quisiera —continuó la antigua Zahorí.
—¡Bah! Esa chica no es «sólo una mujer». Es un instrumento. Y muy importante —respondió Cadsuane, que se dirigió hacia el escritorio y alzó una hoja de papel que habían encontrado en la habitación. Se notaban las marcas de dobleces, y había estado lacrada con un sello de cera roja como la sangre—. ¿Te resulta familiar?
—No —negó Nynaeve con el entrecejo fruncido—. ¿Debería?
¿Mentía o decía la verdad? Cadsuane detestaba no poder confiar en lo que decía alguien que se llamaba a sí misma Aes Sedai. Pero Nynaeve al’Meara jamás había sostenido en las manos la Vara Juratoria.
Los ojos de la chica denotaban un desconcierto que no era fingido.
Nynaeve debería ser de fiar, puesto que se enorgullecía de su sinceridad. A menos que fuera una tapadera. A menos que fuera Negra.
«Cuidado —se dijo Cadsuane—. Acabarás siendo tan desconfiada como el muchacho».
Por tanto, Nynaeve no le había entregado la nota a Alanna, hecho que eliminaba su última teoría sobre el origen de la misiva.
—¿Qué ocurre, pues, Cadsuane Sedai? —preguntó Nynaeve.
Faltó poco para que Cadsuane la reprendiera por el tono de voz. Pero, al menos, la chica había utilizado el título honorífico. A decir verdad, se sentía tan frustrada como Nynaeve. En ocasiones, tener ese tipo de emociones estaba justificado. Afrontar el fin del mundo con el Dragón Renacido completamente fuera de control era una de ellas.
—No estoy segura —respondió Cadsuane—. El sobre se abrió con prisas, porque el papel está roto. Luego se tiró al suelo y no hay rastro de la nota, ni de la ropa ni de sus objetos personales.
—Pero ¿por qué es importante? —volvió a preguntar Nynaeve.
A su espalda, Min entró en la habitación y dos Doncellas tomaron posiciones junto a la puerta. ¿Acaso Min conocería ya la razón por la que la seguían las Aiel?
—Porque es una manera de llegar hasta él, Nynaeve —dijo Min.
—No ha sido de más utilidad que tú, Min —resopló la antigua Zahorí.
—No sé cuán persuasiva puedes ser, Nynaeve, pero la Sombra tiene medios para hacer que la gente sea más locuaz —la atajó Cadsuane con sequedad.
Nynaeve enrojeció de rabia y empezó a refunfuñar. Alanna podía indicar el camino hacia el Dragón Renacido. Si los seguidores del Oscuro se la habían llevado, no habría un solo lugar donde Rand pudiera esconderse. Sus trampas ya habían resultado bastante mortíferas, cuando habían tenido que atraerlo con señuelos para que cayera en ellas.
—Hemos sido unas necias —dijo Nynaeve—. Debió haber tenido una guardia de cien Doncellas con ella.
—Los Renegados han sabido dónde encontrarlo con anterioridad y él ha sobrevivido —replicó Cadsuane, a pesar de que en su fuero interno estaba de acuerdo con el comentario. Tendría que haber hecho que la vigilaran mejor—. Esto es sólo una cosa más que hemos de tener en cuenta. —Suspiró—. ¿Alguien puede traer té?
Bera se dirigió a buscarlo a pesar de que Cadsuane no se había tomado el trabajo de ejercer influencia en ella. Al parecer, la reputación servía para algo.
Bera regresó poco después. Cadsuane, que había salido al vestíbulo, aceptó la taza y se preparó para soportar el gusto amargo que tendría el té.
En parte lo había pedido porque necesitaba pensar, y una mujer con las manos vacías solía dar una imagen de nerviosismo.
Se llevó la taza a los labios. ¿Qué hacer a continuación? ¿Preguntar a los Defensores de la puerta de la Ciudadela? Anoche, después de mucho insistirle, Alanna confirmó que al’Thor seguía en el mismo lugar. Al norte, quizá en Andor. Desde hacía tres días. ¿En qué estaba metido ese estúpido chico…?
Cadsuane se quedó petrificada. El té sabía bien.
De hecho, sabía de maravilla: endulzado con miel a la perfección, un punto de amargor y un aroma relajante. Hacía semanas, quizá meses, que no tomaba un té que no se hubiera echado a perder.
Min sofocó un grito y giró con rapidez hacía el cuadrante norte de la ciudad. Las Doncellas que estaban en la puerta salieron disparadas por el pasillo. Se confirmaban las sospechas de Cadsuane: vigilar tan de cerca a Min no tenía tanto que ver con su seguridad como con el propósito de observar alguna señal de…
—Ha vuelto —dijo Min con suavidad.