A lomos de Brioso, Perrin se alejó del campamento al frente de un gran ejército. No enarbolaban estandartes de la cabeza de lobo. Que él supiera, se había acatado su orden de quemar esas insignias. Aunque ahora ya no estaba tan seguro de haber acertado al tomar tal decisión.
Había un olor raro en el aire. Olía a rancio, como una habitación que hubiera permanecido cerrada durante años. Brioso empezó a trotar por la calzada de Jehannah. Grady y Neald lo flanqueaban; olían a impaciencia.
—Neald, ¿seguro que estás listo? —preguntó Perrin a la par que hacía virar al ejército hacia el sureste.
—Me siento tan fuerte como de costumbre, milord —respondió Neald—. Lo bastante fuerte para acabar con unos cuantos Capas Blancas. Siempre he querido tener la ocasión de hacerlo.
—Sólo los necios buscan una oportunidad para matar—replicó Perrin.
Sí, mi señor —contestó Neald—. Aunque tal vez debería mencionar…
No es menester hablar de ello —interrumpió Grady.
¿De qué? —preguntó Perrin.
No tiene importancia, estoy seguro. —Grady parecía avergonzado.
Dímelo, Grady —ordenó Perrin—, el Asha’man entrado en años hizo una profunda inspiración antes de hablar.
—Esta mañana intentamos abrir un acceso para enviar de vuelta a los refugiados, pero no funcionó. También sucedió lo mismo un rato antes. El tejido se… deshizo.
Perrin frunció el entrecejo.
—¿Hay algún problema con los demás tejidos?
—No —respondió con presteza Neald.
—Como os dije, milord —añadió Grady—, estoy convencido de que funcionará cuando volvamos a intentarlo. Nos falta práctica, eso es todo.
No era probable que necesitaran Viajar para emprender la retirada en esta batalla; maniobra que, por otro lado, no sería viable con sólo dos Asha’man para un contingente tan numeroso. Aun así, no le gustaba perder esa posibilidad. Ojalá que no ocurriera lo mismo con los demás tejidos. Contaba con Grady y con Neald para trastocar y desbaratar la carga inicial de los Capas Blancas.
«Tal vez deberíamos volver», pensó, pero de inmediato desechó tal opción. No le gustaba haber tenido que tomar esta decisión; le revolvía el estómago la idea de una batalla, hombre contra hombre, cuando su verdadero enemigo era el Oscuro, pero no le quedaba otra alternativa.
Siguieron adelante. Llevaba el martillo sujeto a la cintura; Saltador le había dado a entender que tanto daba martillo o hacha. Para los lobos no había diferencia entre un arma u otra.
Junto a él cabalgaban los soldados de la Guardia Alada de Mayene, que con sus brillantes corazas lacadas en rojo semejaban estilizados halcones listos para abatirse sobre la presa. Los soldados de Alliandre, erguida la cabeza y llenos de resolución, cabalgaban detrás como grandes rocas dispuestas a aplastar lo que se interpusiera a su paso. Los arqueros de Dos Ríos eran como robles jóvenes: flexibles, pero robustos. Los Aiel, veloces como serpientes y prestos a morder con los afilados colmillos; y las Sabias, que lo acompañaban a regañadientes, como nubarrones inestables que bullían con una energía imprevisible. No sabía si lucharían para él.
El resto de su ejército era menos imponente. Miles de hombres de distintas edades y experiencia —algunos mercenarios, otros refugiados de Malden—, mujeres que habían visto a las Doncellas y a las componentes de Cha Faile y habían insistido en entrenarse con los hombres. Perrin no se lo había impedido. La Última Batalla se acercaba. ¿Quién era él para poner obstáculos a quien quisiera luchar?
Se había planteado la posibilidad de prohibir a Faile que los acompañara, pero sabía muy bien el resultado que tendría hacer tal cosa. Sin embargo, la situó en la retaguardia, rodeada por Sabias y Cha Faile, además de ir acompañada por las Aes Sedai.
Aferró las riendas con fuerza al oír el sonido de las pisadas de los hombres en marcha. Muy pocos refugiados llevaban armadura. Arganda se había referido a ellos como «infantería ligera», pero Perrin tenía otra definición para esos hombres: «inocentes armados». ¿Por qué lo seguían? ¿Es que no se daban cuenta de que serían los primeros en caer?
Confiaban en él. ¡Así los abrasara la Luz, todos confiaban en él! Apoyó la mano en el martillo y percibió, mezclado en el aire húmedo, el olor a miedo y a nerviosismo. El ruido atronador de los cascos de los caballos y los pasos de los hombres le recordaba el oscuro cielo. Truenos sin relámpagos. Relámpagos sin truenos.
El campo de batalla se abría ante él, una amplia extensión de hierba verde con tropas vestidas de blanco alineadas en el extremo opuesto. Ese ejército de Capas Blancas vestía corazas plateadas perfectamente pulidas, con tabardos y capas de un color níveo puro. La pradera era un buen lugar para la batalla. También sería un buen lugar para tierras de cultivo.
«Para comprender algo, debes comprender las partes que lo componen y el propósito de cada una de ellas».
¿Cuál había sido el propósito de su hacha de guerra? Matar. Para eso había sido creada, sólo para eso le había servido.
Pero el martillo era diferente.
Perrin sofrenó de golpe a Brioso. Junto a él, los Asha’man se pararon y después toda la columna empezó a detenerse. Los grupos se iban aglomerando conforme aminoraban el paso. Las órdenes que se impartían reemplazaron el sonido de la marcha.
El aire se había calmado a pesar de que el cielo sobre sus cabezas seguía siendo amenazador. No era capaz de oler la hierba o los lejanos árboles, debido a la cantidad de polvo que habían levantado y el sudor de los hombres debajo de las armaduras. Los caballos resoplaban y algunas monturas empezaron a pastar mientras que otras se mostraban nerviosas al notar la tensión de sus jinetes.
—Milord, ¿sucede algo? —preguntó Grady.
El ejército de los Capas Blancas ya se había desplegado en formación de cuña invertida, con la caballería al frente. Esperaban con las lanzas en alto, prestos para bajarlas y derramar sangre.
—El hacha sólo mata —dijo Perrin—. Sin embargo, el martillo no sólo mata, también puede crear. Ésa es la diferencia.
De repente todo cobró sentido. Esa era la razón por la que había descartado el hacha: porque así estaría en su mano escoger no tener que matar. No lo empujarían a tomar parte en aquello.
Perrin se giró hacia Gaul, quien se encontraba junto a varias Doncellas a corta distancia.
Quiero aquí a las Aes Sedai y a las Sabias, ahora. —Perrin dudó antes de añadir—: Ordénaselo a las Aes Sedai, pero pídeselo a las Sabias, también ordena a los hombres de Dos Ríos que avancen.
Gaul asintió y salió disparado para llevar a cabo la tarea encomendada. Perrin les dio la espalda a los Capas Blancas. A pesar de todos sus defectos, los Capas Blancas se jactaban de tener honor. No atacarían hasta que las tropas enemigas hubieran ocupado sus posiciones.
El grupo formado por las Aes Sedai y las Sabias llegó junto a él, en vanguardia. Advirtió que Faile también se encontraba allí. Bueno, le había dicho que se quedara con las otras mujeres. Alargó la mano hacia su esposa, invitándola a que se pusiera a su lado. Los hombres de Dos Ríos llegaron por un flanco de su hueste.
—Gaul nos dijo que fuiste muy educado —le dijo Edarra a Perrin—. Eso significa que esperas algo de nosotras, algo que no querremos hacer.
Perrin sonrió.
—Deseo que me ayudéis a evitar esta batalla.
—¿No quieres danzar las lanzas? —preguntó Edarra—. Han llegado a mis oídos comentarios sobre lo que estos hombres vestidos de blanco han hecho en las tierras húmedas. Creo que visten de blanco para ocultar la oscuridad que hay en su interior.
—Están desorientados —respondió Perrin—. Bueno, en realidad es más que eso. Por la Luz, son realmente frustrantes, pero no deberíamos enfrentarnos a ellos estando la Última Batalla tan próxima. Si peleamos entre nosotros, perderemos contra el Oscuro.
Edarra lanzó una carcajada.
—Me gustaría ver a alguien explicándole eso a los Shaido, Perrin Aybara. O, mejor aún, me habría gustado ver a alguien sugiriéndotelo a ti cuando los Shaido tenían en su poder a tu mujer.
—Los Shaido merecían morir, pero no estoy seguro de que los Capas Blancas lo merezcan —dijo Perrin—. Quizá bastaría con asustarlos. Quiero que vosotras y las Aes Sedai destruyáis la zona de pradera que hay delante de su ejército.
—Pides algo que no deberíais requerir, Aybara —respondió con aspereza Seonid—. No tomaremos parte en vuestra batalla —continuó la Verde con la misma voz, tajante y brusca, sin dejar de mirarlo a los ojos a pesar de su reducida talla.
—No tomaréis parte en ninguna batalla, sino todo lo contrario: la evitareis.
Seonid frunció el entrecejo.
—Me temo que vendría a ser lo mismo, en este caso. Si atacamos esa zona, sería utilizar el Poder como un arma. Podríamos herir a esos hombres por azar. Lo siento.
Perrin apretó los dientes pero no insistió. Era muy probable que bastara con las Sabias y los Asha’man. Se giró hacia la tropa de Dos Ríos.
—Tam, que los hombres encajen las flechas y se preparen para disparar una andanada.
Tam asintió y envió a un mensajero con la orden. Los hombres de Dos ríos se situaron en línea. La distancia que separaba los dos ejércitos los ponía fuera del alcance de la mayoría de los arqueros, pero un buen arco largo de Dos Ríos podría dar en el blanco.
Perrin hizo un gesto de asentimiento a las Sabias y después a los Asha’man. Antes de que hubiera ocasión de añadir algo más, la franja de terreno que había delante a los Capas Blancas estalló. Un temblor sacudió la pradera mientras el aire se llenaba de tierra. Grady y Neald hicieron avanzar a sus monturas.
Los caballos de los Capas Blancas se encabritaron y los soldados gritaron de terror. Un pequeño grupo de hombres situados delante del ejército no pareció inmutarse por las explosiones ni perdió el control de los animales. Debían de ser los oficiales al mando. Sí, Perrin alcanzó a divisar, gracias a su vista aguda, al capitán general de los Capas Blancas al frente.
La tierra explotó otra vez y salió disparada hacia el cielo para después caer como la lluvia sobre la profunda zanja que acababa de abrirse. Se notaba en los rostros de las Sabias el gesto de concentración asociado con el uso del Poder.
—¿Alguien sabe cómo hacer que la voz me suene más fuerte? —preguntó Perrin.
—Yo —respondió Grady—. Se lo vi hacer una vez al M’Hael.
—Bien —dijo Perrin. Se giró hacia Tam—. Cuando paren los encauzadores, haz que los hombres disparen un par de andanadas. Procurad acertar en la zanja.
Poco después cesaron las explosiones, y los hombres de Dos Ríos dispararon sus flechas. Las recias saetas dibujaron un arco en el cielo y, en cuestión de segundos, la grieta del suelo parecía un erizo. Perrin observaba al ejército Capa Blanca. La formación estaba rota, con las filas desordenadas.
El tintineo de armaduras —emparejado con la trápala de cascos— anunció la llegada de Arganda. Bajo el yelmo empenachado se advertía una dura expresión en los ojos del primer capitán de Ghealdan.
¿Qué propósito tenía eso, si se me permite preguntarlo, lord Aybara? —Olía a hostilidad—. ¡Acabáis de descubrirles la ventaja que tenemos sobre ellos! De haberlos pillado desprevenidos, habríamos matado a millares, además de desbaratar su carga inicial.
Sí —convino Perrin. Faile se adelantó para situarse junto a él, en el otro flanco—. Y lo saben. Mirad sus líneas, Arganda. Están preocupados.
Ahora comprenden por lo que tendrán que pasar si cargan contra nosotros. Estando dispuesto a descubrirles este despliegue ofensivo como advertencia, ¿qué me habré dejado guardado en la manga?
Pero eso era lo máximo que podemos hacer —apuntó Faile.
—Pero ellos no lo saben —repuso Perrin, sonriendo—. Sería una estupidez por nuestra parte revelar todo lo que tenemos en un despliegue intimidatorio.
Arganda mantuvo la boca cerrada, aunque saltaba a la vista que era justamente eso lo que pensaba. Era soldado hasta la médula. Un hacha. No había nada malo en ello, pero Perrin tenía que ser el martillo. Cuando él señalaba un objetivo, hombres como Arganda mataban.
—Grady, ¿me das potencia a la voz, por favor? —pidió—. Me gustaría que nuestro ejército oyera también lo que digo.
—No hay problema —contestó Grady.
Perrin respiró hondo antes de empezar a hablar.
—¡Soy Perrin Aybara! —retumbaron las palabras, atronadoras, a través de la pradera—. Soy amigo del Dragón Renacido y me encuentro aquí de servicio, en cumplimiento de sus órdenes. Me dirijo hacia la Última Batalla. Hace días me exigisteis que me reuniera con vos conforme a vuestras condiciones, lord capitán general. Ahora os pido que tengáis a bien acceder a mi petición de reuniros conmigo, aquí. ¡Si estáis decididos a matarme antes de que marche contra la Sombra, al menos haced el favor de darme una última oportunidad para impedir que hoy se derrame sangre!
Dicho esto, le hizo un gesto a Grady y el Asha’man soltó el tejido.
—¿Tenemos un pabellón que podamos instalar para sostener un parlamento?
—En el campamento, sí —contestó Faile.
—Si queréis, puedo intentar abrir un acceso —ofreció Neald al tiempo que se pasaba los nudillos por lo que él llamaba bigote y que llevaba encerado en las puntas.
—Adelante, inténtalo.
Neald se concentró, pero no ocurrió nada y el joven enrojeció hasta la raíz del cabello.
—No funciona. Ni el Viaje ni Rasar —informó.
—Comprendo. Bien, pues, enviemos un jinete al campamento. Supongo que no será difícil tener instalada la tienda aquí en cuestión de minutos. Ignoro si accederán a celebrar la reunión, pero quiero estar preparado por si acaso aceptan. Que vengan también Berelain y Alliandre, y tal vez alguien con bebida. Y que traigan las sillas y la mesa de mi tienda.
Se impartieron las órdenes oportunas, y un hombre de Dos Ríos —Robb Solter— partió a caballo con Doncellas corriendo detrás de él. Al parecer, los Capas Blancas estaban considerando su propuesta. Estupendo.
Arganda y casi todos los demás que tenía cerca se diseminaron para hacer correr la voz de lo que ocurría, a pesar de que era imposible que las tropas no hubieran oído su proclama.
Faile acercó su caballo junto a la de él. A juzgar por el olor, estaba intrigada.
—¿Qué? —preguntó Perrin.
—Hay algo que ha cambiado en ti e intento descifrar qué es.
—Estoy ganando tiempo —contestó—. Aún no he tomado ninguna decisión, pero no quiero matar a esos hombres. Todavía no. A menos que no me dejen otra opción.
—No cederán ni te darán cuartel, esposo. Ya te han juzgado.
—Veremos.
Perrin alzó la vista al cielo pensando en el extraño olor del aire y en el hecho de que no funcionara el tejido de Viajar de los Asha’man. Verdugo merodeaba por esa zona en el Sueño del Lobo y estaba esa pared de cristal. Se percibía algo maligno en el aire, y sus sentidos le producían una molesta sensación de hormigueo. «Estate alerta. Estate preparado», parecían decirle.
El martillo podía matar o crear. Aún ignoraba en cuál de las dos situaciones se encontraba, pero no tenía intención de golpear hasta saberlo.
Parado sobre su montura en la pradera que tendría que haber sido un campo de batalla, Galad contemplaba la zanja abierta en el suelo, acribillada con centenares de flechas.
Había estado preparado para las Aes Sedai. Una Aes Sedai no podía hacer daño a nadie a menos que ella o su Guardián corrieran peligro, y Galad había dado órdenes específicas a los suyos de que no se enfrentaran a las Aes Sedai, ni se acercaran siquiera a ellas. Si los Hijos veían Aes Sedai, tenían que detenerse y hacer una inclinación con la cabeza al tiempo que bajaban el arma. Si sus hombres demostraban de forma inequívoca que no harían daño a las Aes Sedai, entonces las hermanas no participarían en la batalla.
Muchos de los Hijos no creían que eso fuera cierto. Calificaban de patrañas premeditadas lo que se contaba sobre los Tres Juramentos. No habían vivido en la Torre Blanca. A Galad no le gustaban la mayoría de las Aes Sedai y, desde luego, no confiaba en ellas, pero sabía que los Juramentos se llevaban a la práctica.
Los hombres se situaron de nuevo en línea, mascullando entre dientes. Galad alzó el visor de lentes para inspeccionar la primera línea de Aybara.
Hombres con chaquetas negras. Varias mujeres Aiel, entre ellas, una de ellas que había acudido con Aybara a su primer encuentro. Una encauzadora sin duda. Imaginó el suelo explotando bajo sus fuerzas lanzadas al ataque, levantando en el aire a la caballería; otros cayendo al foso mientras las más rezagadas se quedaban atascadas en medio de la confusión y caían víctimas de aquellos impresionantes arcos largos.
Bornhald cabalgó hasta él con gesto furioso.
—No vamos a parlamentar con ellos, ¿verdad? —instó.
—Sí, creo que lo haremos. —Galad bajó el visor de lentes.
—¡Pero si ya nos reunimos con él! —protestó Bornhald—. Dijisteis que queríais verle los ojos como prueba de que era un Engendro de la Sombra, y los visteis. ¿Qué más necesitáis?
Byar, que en los últimos días actuaba a menudo como guardia de Galad, acercó a él su montura.
—No es de fiar, milord capitán general —dijo.
Galad señaló la profunda zanja con un gesto de la barbilla.
—Podría habernos destruido con ese ataque —contestó.
—Estoy de acuerdo con Byar —abundó Bornhald—. Quiere que salgáis a descubierto para mataros y desmoralizarnos.
—Es posible —admitió Galad.
Se volvió hacia el capitán Harnesh, que se encontraba cerca.
—Si muero —le dijo—, quiero que tomes el mando y cargues. Ataca sin dar cuartel. Revoco mi orden de evitar a las Aes Sedai. Matad a cualquiera que parezca estar encauzando. Haced de eso una prioridad. Es posible que no entendamos lo que ocurre aquí.
—¿Pero aun así vais a ir? —preguntó Bornhald.
—Sí —repuso.
Había permitido que Bornhald y Byar lo indujeran a entrar en batalla, pero ahora se preguntaba si no se habría precipitado. Había visto esos ojos y había oído los testimonios de ambos Hijos, así como los de algunos de los que habían viajado con Aybara. Le había parecido obvio que atacar era lo que debía hacer.
Pero Aybara tenía razón: había acudido a reunirse con él cuando se lo había pedido. A lo mejor era un modo de evitar un derramamiento de sangre. Lo dudaba; pero, si existía una posibilidad, retrasar la batalla era lo indicado. Así de sencillo.
A Bornhald no le agradaba el rumbo que había tomado aquello. Era comprensible que estuviera furioso con el hombre que había matado a su padre, pero no podía permitir que la venganza guiara a los Hijos.
—Puedes venir conmigo —le dijo Galad, que taconeó su caballo para que se pusiera en marcha—. Eso también va por ti, Hijo Byar. Los capitanes deben permanecer aquí, repartidos entre los hombres, no sea que Aybara nos deje sin mandos.
Harnesh saludó y Bornhald se situó junto a Galad con desgana, al igual que Byar, en cuyos ojos ardía un fervor salvaje que igualaba la cólera de Bornhald. Los dos habían experimentado la derrota y la humillación a manos de ese Perrin Aybara. Galad también llevaba una guardia formada por cincuenta Hijos que cabalgaban en formación tras él.
Se había montado un pabellón para cuando llegaron al punto de encuentro. Era una estructura sencilla, de techo plano, con cuatro postes que mantenían tensa la lona gris pardusca. Debajo había una mesa cuadrada con dos sillas.
Aybara se encontraba sentado a un lado de la mesa, pero se puso de pie al ver acercarse a Galad. Ese día, el hombretón vestía una chaqueta verde y pantalón marrón —ambas prendas bien elaboradas, pero sencillas— y llevaba un martillo colgado a la cintura. El atuendo tenía un algo de térreo. No, ése no era un hombre de palacios, sino de campos y bosques. Un ser adaptado a la vida agreste que había sido encumbrado a la categoría de señor.
Un par de hombres se hallaban en la parte trasera del pabellón y sostenían los poderosos arcos largos de Dos Ríos. Se decía de los habitantes de esa comarca que eran granjeros y pastores independientes, de casta fuerte y antigua. Y habían elegido al tal Perrin Aybara para que los dirigiera.
Galad se dirigió hacia el pabellón, seguido de Byar y Bornhald, aunque los otros cincuenta Hijos permanecieron fuera, montados.
A diferencia del anterior encuentro, esta vez había Aes Sedai, al menos tres que Galad alcanzó a distinguir: una cairhienina de estatura baja; una mujer delgada de aspecto agradable, vestida con ropa sencilla; otra mujer robusta que, a juzgar por las numerosas trencillas, debía de ser de Tarabon. Se encontraban con el grupo de las Aiel que llevaban chales, y las protegía un puñado de Doncellas Lanceras. En fin, la presencia de esas Aiel daba credibilidad a la afirmación de que a Aybara lo había enviado allí el Dragón Renacido.
Galad apoyó la mano en el pomo de la espada como al desgaire mientras recorría con la mirada a las demás personas presentes en el pabellón.
Y entonces se quedó petrificado. Una mujer increíblemente hermosa se hallaba detrás de la silla de Aybara. No, no era hermosa. Era bellísima. El lustroso cabello negro le caía por la espalda, reluciente. Llevaba un vestido rojo de un tejido lo bastante fino para realzar sus formas y con un profundo escote que dejaba a la vista parte del generoso busto.
Y los ojos, tan oscuros y con larguísimas y hermosas pestañas. Galad tuvo la impresión de que tiraban de él hacia sí. ¿Por qué no habría estado esa mujer la vez anterior?
Parecéis sorprendido —dijo Aybara mientras se sentaba. Tenía un timbre de voz áspero—. La Principal está aquí siguiendo órdenes del lord Dragón, igual que yo. ¿Acaso no os habéis fijado en la bandera de Mayene que ondea sobre mis fuerzas?
Yo… —Galad cerró de golpe la boca e hizo una reverencia a la mujer.
¿Berelain sur Paendrag Paeron? Tenía fama de ser una belleza, pero de lo que había oído le hacía justicia. Apartó los ojos de ella merced a un gran esfuerzo y se obligó a sentarse enfrente de Aybara. Tenía que centrarse en su adversario.
Esos ojos dorados seguían siendo tan inquietantes como los recordaba. Costaba trabajo mirarlos. Sí, ese hombre sólo podía ser un Engendro de la Sombra. ¿Por qué seguían tantos a semejante ser? ¿Por qué lo seguía ella?
—Gracias por venir —dijo Aybara—. Nuestro último encuentro fue precipitado. Esta vez lo haremos como es debido. Debéis saber que la mujer que está a mi lado es Alliandre Maritha Kigarin, por la gracia de la Luz reina de Ghealdan y Defensora del Muro de Garen.
De modo que la mujer de cabello oscuro y porte majestuoso era la actual reina de Ghealdan. Claro que, con la agitación reinante allí en los últimos tiempos, era muy probable que hubiera media docena de personas reclamando el trono. Era bonita, pero quedaba eclipsada por Berelain. Aybara señaló con una inclinación de cabeza a una tercera mujer.
—Ella es Faile ni Bashere t Aybara, mi esposa y prima de la reina de Saldaea.
La esposa de Aybara miró a Galad con desconfianza. Sí, saltaba a la vista que era saldaenina, por la nariz. Bornhald y Byar no habían descubierto las conexiones de esa mujer con la realeza.
Dos gobernantes en la tienda y ambas detrás de Aybara. Galad se levantó de la silla e hizo una reverencia a Alliandre tan respetuosa como la que había dedicado a Berelain.
—Majestad.
—Sois muy caballeroso, lord capitán general —dijo Berelain—. Y esas reverencias, muy elegantes. Decidme, ¿dónde recibisteis vuestro adiestramiento en el protocolo cortesano?
La voz de la Principal sonaba como música.
—En la corte de Andor, mi señora. Soy Galad Damodred, hijastro de la difunta reina Morgase y hermanastro de Elayne Trakand, la legítima reina.
—Vaya, iba siendo hora de que os pusiera nombre —intervino Perrin—. Ojalá me lo hubieseis dicho la última vez.
Berelain lo miró a los ojos y sonrió; parecía como si quisiera acercarse, pero se contuvo.
—Galad Damodred. Sí, me pareció reconocer algo en vuestro rostro. ¿Cómo está vuestra hermana?
—Confío en que goce de buena salud —repuso él—. Hace tiempo que no la veo.
—Elayne se encuentra bien —manifestó Aybara en tono brusco— Lo último que he sabido, y de eso sólo hace unos cuantos días, es que ha consolidado su pretensión al trono. No me sorprendería que se estuviera preparando para casarse con Rand a estas alturas. Si es que consigue apartarlo de sea cual sea el reino que esté conquistando.
Detrás de Galad se oyó una exclamación ahogada de Byar. ¿Aybara había pretendido insultarlo al insinuar una relación entre Elayne y el Dragón Renacido? Por desgracia, él conocía a su hermana demasiado bien. Era impulsiva y había mostrado una fascinación impropia por el joven al’Thor.
—Mi hermana es dueña de hacer lo que guste —dijo, sorprendido por la facilidad con que había contenido el enfado con ella y con el Dragón Renacido—. Estamos aquí para hablar de ti, Perrin Aybara, y de tu ejército.
Aybara se echó hacia adelante y puso las dos manos en la mesa.
—Ambos sabemos que esto no se trata de mi ejército —dijo.
—¿De qué, entonces? —preguntó Galad.
Aybara le sostuvo la mirada con aquellos antinaturales ojos suyos.
—De un par de Hijos de la Luz a los que maté hace dos años. Ahora, cada vez que me doy la vuelta, parece que hay un grupo de tus hombres pisándome los talones.
No era frecuente que un asesino hablara tan a las claras sobre lo que había hecho. Galad oyó a su espalda el rasposo sonido de una espada al deslizarse en la vaina, y levantó una mano.
—¡Hijo Bornhald! ¡Contrólate!
—¿Cómo que dos Hijos de la Luz, Engendro de la Sombra? —espetó Bornhald—. ¿Y qué pasa con mi padre?
—No tengo nada que ver con su muerte —repuso Aybara—. Geofram Bornhald pereció a manos de los seanchan, por desgracia. Para ser un Capa Blanca parecía un hombre razonable, aunque se proponía ahorcarme.
—Iba a hacerlo por los asesinatos que acabas de confesar —intervino Galad con sosiego al tiempo que asestaba una mirada seria a Bornhald, quien volvió a enfundar el arma con un golpe seco, aunque tenía el rostro congestionado.
—No fueron asesinatos. Ellos me atacaron y yo me defendí —repuso Aybara.
—No es eso lo que me han contado —repuso Galad. ¿Qué juego se traía entre manos ese hombre?—. Tengo un testimonio bajo juramento de que te ocultabas debajo de un saliente rocoso. Cuando te pidieron que salieras, apareciste de repente gritando y saltaste sobre ellos sin provocación.
—Oh, pero es que la hubo —argumentó Aybara—. Tus Capas Blancas mataron a alguien que estaba conmigo.
¿La mujer que te acompañaba? —preguntó Galad—. Por lo que sé, ella escapó indemne.
Se había quedado estupefacto cuando Bornhald había mencionado el nombre de la mujer: Egwene al’Vere. Otra que parecía buscar compañías Peligrosas.
—No me refiero a ella, sino a un amigo llamado Saltador. Y a continuación, a uno de sus compañeros. Eran lobos.
¡Ese hombre estaba dando más razones para condenarlo!
—¿Eres amigo de lobos, conocidos como criaturas de la Sombra?
—Los lobos no son partidarios del Oscuro —refutó Aybara—. Detestan a los Engendros de la Sombra tanto como cualquier hombre que conozco.
—¿Y cómo lo sabes?
Aybara no contestó, pero se notaba que había algo más. Byar afirmaba que ese hombre parecía capaz de dirigir a los lobos y correr con ellos como si él mismo fuera uno más. Ese testimonio era en parte lo que lo había persuadido de que la batalla era la única salida. Al parecer, las afirmaciones de Byar no eran exageraciones.
No obstante, aún no era necesario hacer hincapié en eso. Aybara había admitido el cargo por asesinato.
—No acepto la muerte de unos lobos como motivo para exonerarte de culpa —dijo—. Muchos cazadores matan lobos que atacan sus rebaños o amenazan sus vidas. Los Hijos no hicieron nada malo. En consecuencia, tu ataque contra ellos fue un asesinato injustificado.
—Hay mucho más mezclado en esto, pero dudo que fuera capaz de convencerte de ello —dijo Aybara.
—No se me puede convencer de algo que no es verdad —replicó Galad.
—Y tampoco me dejarás en paz.
—Lo que significa que nos encontramos en un punto muerto. Has confesado crímenes que yo, como servidor de la justicia, debo encargarme de que no queden impunes. No puedo dar media vuelta y marcharme. ¿Entiendes por qué presentía que parlamentar más no serviría de nada?
—¿Y si estuviera dispuesto a someterme a juicio? —preguntó Perrin.
La mujer de nariz prominente posó una mano en el hombro de su esposo. Él alzó la suya y la puso encima de la mano de la mujer, pero no apartó la vista de Galad.
—Si vienes y aceptas el castigo que te impongamos por lo que has hecho… —contestó.
Significaría su ejecución. A buen seguro que ese ser no se entregaría así porque sí.
Un grupo de criados había llegado y preparaba té en el fondo del pabellón. Té. En un parlamento de guerra. Era evidente que Aybara tenía poca experiencia en este tipo de cosas.
—No he dicho castigo —repuso éste con voz cortante—. Un juicio. Si se demuestra mi inocencia, seré libre y tú, el lord capitán general, ordenarás a tus hombres que dejen de perseguirme. Sobre todo Bornhald y el que está detrás de ti y que gruñe como un cachorro cuando ve un leopardo por primera vez.
—¿Y si se demuestra tu culpabilidad?
—Depende.
—¡No le hagáis caso, milord capitán general! —clamó Byar—. ¡Ya prometió entregarse a nosotros en una ocasión para después no cumplir su palabra!
—¡Eso no es cierto! —protestó Aybara—. ¡Fuisteis vosotros los que no cumplisteis vuestra parte del trato!
—Yo…
Galad dio un palmetazo en la mesa.
—Todo esto es inútil. No habrá juicio.
—¿Y por qué no? —demandó Aybara—. Hablas mucho de justicia, pero ¿me niegas la oportunidad de tener un proceso ecuánime?
—¿Y quién sería el juez? —preguntó Galad—. ¿Confiarías en mi dictamen?
—Por supuesto que no. Pero en el de Alliandre sí. Es una reina.
—Y tu aliada —respondió Galad—. Sin ánimo de ofenderla, pero me temo que te absolvería sin revisar las pruebas. Ni siquiera la Principal sería la persona adecuada… Aunque, por supuesto, me fiaría de su compromiso, pero me temo que mis hombres no lo harían.
¡Luz, qué hermosa era esa mujer! La miró un instante y vio que se sonrojaba al mirarlo. Fue un levísimo rubor, pero estaba seguro de haberlo visto. Y se sorprendió enrojeciendo también.
—Las Aes Sedai, entonces —propuso Aybara.
Galad apartó con esfuerzo los ojos de Berelain y dirigió una mirada cortante al hombre que tenía enfrente.
—Si crees que una sentencia dada por una de esas mujeres de la Torre Blanca satisfaría a mis hombres, es que no conoces apenas a los Hijos de la Luz, Perrin Aybara.
Los ojos de su oponente se tornaron duros. Sí, eso lo sabía. Mala suerte. Un juicio habría sido un desenlace limpio para este asunto. Una criada se acercó a la mesa con dos tazas de té, pero estaban de más. El segundo parlamento había llegado a su fin.
—Entonces, tienes razón —dijo Aybara, que parecía frustrado—. Este encuentro no ha servido de nada.
—No. —Galad echó otra ojeada de soslayo a Berelain—. Para mí no ha sido inútil.
Sabía más sobre la capacidad guerrera de Aybara y eso le ayudaría en la batalla. Aparte de eso, había sido acertado retrasar el combate durante un poco de tiempo para asegurarse de que era necesario. Todavía quedaba mucha luz del día para que la lucha empezara.
Pero… ¿y esa mujer, la Principal? Se forzó a apartar los ojos de ella, aunque no le resultó nada fácil.
Acto seguido se puso de pie e hizo una reverencia a Alliandre y otra a Berelain, tras lo cual se dispuso a marchar.
Entonces oyó una exclamación ahogada. Cosa extraña, procedía de la criada que había llevado el té. Galad la miró.
Era Morgase.
Se quedó petrificado, paralizado por completo. Todos los maestros de espada que había tenido, uno tras otro, le habían enseñado que jamás debía permitir que la sorpresa lo dominara, pero en ese momento su meticuloso entrenamiento no le sirvió de nada. Era su madrastra. Ese cabello dorado rojizo con el que había jugado de niño. Esa cara, tan hermosa pero a la vez tan firme. Esos ojos. Eran sus ojos.
¿Un fantasma? Había oído contar cosas sobre manifestaciones de la perversidad del Oscuro haciendo que los muertos volvieran a la vida. Pero nadie más en el pabellón parecía inquieto y esa mujer era demasiado real. Vacilante, Galad alargó la mano y tocó la mejilla de la aparición. La piel estaba tibia.
—¡Galad! —dijo ella—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo…?
No acabó la frase porque él la envolvió en un abrazo, lo que provocó que quienes se encontraban alrededor, tanto de un bando como de otro, dieran un respingo de sorpresa. Ella también dio un brinco. ¡Estaba viva! ¿Cómo?
«Maté a Valda —pensó de inmediato—. Acabé con él por ser responsable de la muerte de mi madre. Que no está muerta. He cometido una mala acción».
No. Valda merecía morir por abusar de Morgase. ¿O tampoco era verdad esa parte? Había hablado a los Hijos convencido de que lo era, pero también había estado seguro de que Morgase había muerto.
Ya aclararía eso después. Ahora tenía que dejar de ser causa de vergüenza ante sus propios hombres. Soltó a su madrastra, pero ella siguió asida de su brazo. Parecía aturdida. Rara vez la había visto así.
Perrin Aybara se había puesto de pie y los observaba con el entrecejo fruncido.
—¿Conoces a Maighdin? —preguntó después.
—¿Maighdin? —preguntó Galad.
Entonces reparó en que Morgase llevaba un vestido sencillo y no lucía joyas. ¿Acaso se estaba haciendo pasar por una criada?
—Aybara, ésta es Morgase Trakand, Defensora del Reino, Protectora del Pueblo, Cabeza Insigne de la casa Trakand. ¡Es tu soberana!
—Maighdin, ¿es eso cierto? —preguntó Aybara.
Morgase alzó la barbilla, erguida la cabeza, y lo miró a los ojos. ¿Cómo era posible que Aybara no hubiera visto en ella a una reina?
—Soy Morgase Trakand —afirmó—. Pero renuncié a mis derechos y abdiqué del trono en favor de Elayne. Con la Luz por testigo, jamás reclamaré la corona.
Galad asintió con la cabeza. Sí. Morgase debió de temer que Aybara la utilizara contra Andor.
Te llevo a mi campamento, madre —dijo, sin quitarle ojo a Aybara Entonces podremos discutir el trato que este hombre te ha dado.
Ella se volvió a mirarlo con expresión impasible.
—¿Es eso una orden, Galad? —inquirió—. ¿Es que yo no tengo nada que decir al respecto?
Galad arrugó la frente, se agachó un poco y habló en un susurro:
¿Es que retiene a más cautivos? ¿De qué amenaza se vale para ejercer poder sobre ti?
Este hombre no es lo que crees, Galad —respondió ella con voz suave al tiempo que meneaba la cabeza en un gesto de negación—. Es un hombre rústico, y desde luego no me gusta lo que le está haciendo a Andor, pero no es partidario de la Sombra. Tengo más que temer de tus… asociados, que de Perrin Aybara.
Sí, ella tenía motivo para desconfiar de los Hijos. Un buen motivo.
—¿Querrás venir conmigo, mi señora? Prometo que podrás irte de mi campamento y regresar al de Aybara cuando gustes. A pesar de lo que quiera que padecieses por los Hijos en el pasado, ahora estarás a salvo con ellos. Te lo juro.
Morgase hizo una inclinación de cabeza.
—Un momento, Damodred —dijo Aybara.
Galad se volvió hacia él al tiempo que posaba la mano de nuevo en el pomo de la espada; no como una amenaza, sino como un recordatorio. Muchos de los presentes en el pabellón habían empezado a hablar en susurros.
—¿Sí? —preguntó.
—Querías un juez —respondió Aybara—. ¿Aceptarías a tu madre para ese cometido?
Galad no lo dudó ni un instante. Por supuesto que sí; había sido reina desde los dieciocho años y él la había visto procesar casos y emitir dictámenes. Era justa. Rigurosa, pero justa. Mas ¿la aceptarían los otros Hijos? Había recibido instrucción de las Aes Sedai. La habían considerado una de ellas. Era un problema. Pero su arbitraje ofrecía una salida al conflicto. A lo mejor él podría convencerlos de que la vieran como era en realidad.
La aceptaría —contestó—. Y, si respondiera por ella, mis hombres también consentirían.
Bien. Entonces, yo también consiento en que lo sea.
Los dos se volvieron hacia Morgase, que, a pesar del sencillo vestido amarillo, a cada segundo que pasaba parecía más una reina.
Perrin —empezó ella—, si actúo como tribunal no atemperaré ni acomodaré mis decisiones. Me acogiste cuando necesitábamos amparo, y por ello te estoy agradecida. Pero, si considero que has cometido un asesinato, no me echaré atrás y emitiré mi dictamen en consonancia con dicha conclusión.
—Con eso me basta —accedió Aybara, que parecía sincero.
—Milord capitán general —le susurró Byar al oído con un timbre exaltado—, ¡me temo que sea una farsa! No ha dicho que se someterá al castigo.
—No, no lo he dicho —intervino Aybara.
¿Cómo diantres había oído el apagado susurro?
—No tendría sentido que lo dijera —añadió Aybara—. Me tenéis por un Amigo Siniestro y un asesino. No aceptaríais mi palabra de someterme al dictamen a menos que estuviera bajo vuestra custodia.
—¿Veis? —exclamó Byar en voz más alta—. ¿Qué objeto tiene seguir con esto?
Cada vez más seguro de lo que había que hacer, Galad sostuvo la mirada de Aybara.
—Porque habría un juicio —contestó—. Y una justificación legal. Ahora me doy cuenta, Hijo Byar. Hemos de probar nuestras acusaciones o, en caso contrario, no somos mejores que Asunawa.
—¡Pero el juicio no será justo!
Galad se volvió hacia el soldado alto.
—¿Estás cuestionando la imparcialidad de mi madre? —espetó.
Byar se quedó de piedra; después negó con la cabeza.
—No, milord capitán general —corroboró en voz alta.
Galad se volvió hacia los que estaban al otro lado de la mesa.
—Pido a la reina Alliandre garantía de la legalidad del juicio que se celebrará en su reino —solicitó.
—Si lord Aybara lo requiere, lo haré.
En la voz de la soberana se notaba el malestar de quien se encuentra en una situación incómoda.
—Lo requiero, Alliandre —dijo Aybara—. Pero sólo si Damodred está de acuerdo en liberar a todos los míos que tiene retenidos. Que se quede con los suministros si quiere, pero que a ellos los deje marchar, como me prometió que haría la otra vez.
—De acuerdo —accedió Galad—. Eso tendrá lugar cuando empiece el juicio, lo prometo. ¿Cuándo nos reuniremos?
—Dame unos pocos días para hacer los preparativos —pidió Aybara.
—Bien, pues, será dentro de tres días. El juicio se celebrará aquí, en este pabellón, en este mismo lugar.
—Trae a tus testigos. Aquí estaré —dijo Aybara.