2 Cuestión de liderazgo

El retumbo del trueno sonó apagado y amenazador como el gruñido lejano de una bestia. Perrin alzó los ojos hacia el cielo. Unos pocos días antes, el omnipresente manto de nubes que encapotaba el cielo se había ennegrecido como si fuera el heraldo de una terrible tormenta, pero sólo habían caído chaparrones.

Otro retumbo atronador sacudió el aire. No había relámpagos. Perrin palmeó el cuello de Recio—, el caballo olía a nerviosismo y se lo notaba agitado, sudoroso. El animal no era el único que estaba tenso; ese olor flotaba sobre la inmensa multitud de tropas y refugiados mientras avanzaba despacio a través del embarrado terreno. La muchedumbre producía su propio retumbo de pasos, ruido de cascos, chirridos de ruedas de carreta girando, llamadas de hombres y mujeres.

Casi habían llegado a la calzada de Jehannah. Al principio, Perrin había planeado cruzar esa vía y continuar hacia el norte, en dirección a Andor. Pero habían perdido muchísimo tiempo a causa de la enfermedad que había azotado el campamento; de hecho, los dos Asha’man habían estado al borde de la muerte. Y, por si fuera poco, ese espeso barro los había retrasado más aún. Entre unas cosas y otras, había transcurrido más de un mes desde que habían emprendido viaje en Malden y sólo habían recorrido la distancia que, según sus primeros cálculos, Perrin había confiado cubrir al cabo de una semana.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para tocar el pequeño rompecabezas de herrero que guardaba allí. Lo habían encontrado en Malden y había tomado por costumbre buscar la forma de resolverlo. Hasta el momento no había discurrido cómo separar las piezas. Era el rompecabezas más complicado que había visto nunca.

Ni maese Gill ni las otras personas que Perrin había mandado por delante con provisiones habían dado señales de vida. Grady había conseguido abrir unos cuantos accesos pequeños en puntos más avanzados de la ruta para enviar exploradores a buscarlos, pero éstos habían regresado sin haber encontrado a nadie y Perrin empezaba a preocuparse por ellos.

—Milord… —dijo un hombre que se hallaba de pie junto al caballo de Perrin.

Turne era un tipo pelirrojo y larguirucho que se ataba el rizoso cabello y la barba con cordones de cuero. Colgada al cinto llevaba un hacha de guerra, un objeto atroz con una larga púa en el contrafilo.

—No podemos pagaros mucho. ¿Tus hombres tienen caballos? —preguntó Perrin.

—No, no, milord. —El hombre echó una ojeada a sus doce compañeros—. Jarr tenía uno, pero nos lo comimos hace unas cuantas semanas.

Turne apestaba a suciedad y sudor, una mezcla que acentuaba un extraño olor a desganada apatía. ¿Se le habrían embotado las emociones a ese hombre?

—Si no os importa, milord, lo del salario puede esperar. Si tenéis comida… En fin, que con eso bastaría por ahora.

«Debería rechazarlos. Ya tenemos demasiadas bocas que alimentar», pensó Perrin. Luz, pero si lo que tendría que hacer era librarse de gente, no admitir a más. Con todo, esos tipos parecían ser duchos en el manejo de sus armas, y si los rechazaba, lo más probable era que recurrieran al pillaje.

—Id columna abajo y buscad a un hombre que se llama Tam al’Thor. Es un tipo robusto, vestido con ropa de granjero. A cualquiera que preguntéis sabrá deciros por dónde anda. Decidle que hablasteis con Perrin y que he dicho que os dé trabajo a cambio de comida.

Los desaseados hombres se relajaron, y su larguirucho cabecilla desprendió un efluvio a agradecimiento, nada menos. Mercenarios —tal vez bandidos— agradecidos porque los hubiera contratado sólo por la comida. Así andaban las cosas en el mundo.

—Decidme, milord, ¿de verdad tenéis comida? —preguntó Turne mientras su grupo echaba a andar columna de refugiados abajo.

—Sí, es verdad. Acabo de decírtelo.

¿Y no se estropea si pasa una noche sin haberla consumido?

—Pues claro que no. Conservándola como es debido no tiene por qué estropearse —replicó Perrin en tono seco.

Quizá parte del grano tuviera gorgojos, pero se podía comer. El hombre parecía sorprendido, como si le resultara increíble o como si le hubiera dicho que a sus carretas les crecerían alas dentro de poco y saldrían volando por encima de las montañas.

—Anda, ve con tus hombres. Y no olvides advertirles que en este campamento rige una estricta disciplina, así que nada de peleas y nada de hurtos. A la primera señal de que causáis problemas, os doy la patada, de modo que si no queréis ver las orejas al lobo, ya sabéis.

—Sí, milord —contestó Turne, que se apresuró a ir en pos de sus hombres.

Olía a sinceridad. A Tam no le haría gracia tener otros cuantos mercenarios a los que vigilar, pero los Shaido seguían por ahí fuera, en alguna parte. La mayoría parecía haber virado hacia el este; pero, habida cuenta de la lentitud con que viajaban ellos, a Perrin le preocupaba que los Aiel pudieran cambiar de opinión e ir tras él.

Azuzó con suavidad a Recio para que se pusiera en movimiento; dos hombres de Dos Ríos lo flanquearon. Por desgracia, ahora que Aram ya no estaba, los hombres de Dos Ríos habían asumido la tarea de servirle de guardias personales. Los dos incordios de ese día eran Wil al’Seen y Reed Soalen. Perrin había tratado de hacerlos cambiar de idea y los había abroncado, pero ellos insistieron, así que lo dejó estar. No quería calentarse la cabeza más; ya tenía bastantes preocupaciones, de las cuales no era la menos importante los extraños sueños que lo acosaban de noche. Visiones inquietantes de estar trabajando en una forja y ser incapaz de crear nada que valiera la pena.

«¡Deja de pensar en eso! Bastantes pesadillas tienes despierto. Más vale que te ocupes primero de ellas».

Cabalgó columna arriba, seguido por al’Seen y Soalen. La pradera por la que se desplazaban era un paraje abierto donde la hierba amarilleaba, y Perrin reparó con desagrado en varias ringleras grandes de flores silvestres muertas, pudriéndose. Las lluvias primaverales habían convertido muchas zonas como ésta en trampas de barro. Desplazar a tantos refugiados era de por sí una tarea lenta, aun cuando no hubieran surgido burbujas malignas y barrizales. Todo requería más tiempo de lo que había esperado, incluida la partida de Malden.

La multitud levantaba barro al avanzar; el fango manchaba los pantalones de casi todos los refugiados, y el aire estaba cargado del pegajoso olor. Perrin se aproximó a la cabecera de la columna pasando jinetes con petos rojos y yelmos semejantes a ollas con reborde, que sostenían las lanzas en alto. La Guardia Alada de Mayene. Lord Gallenne cabalgaba al frente, con el yelmo de penacho rojo sujeto al costado. El porte del mayor era tan formal que cualquiera habría dicho que estaba desfilando, pero tenía una vista penetrante a pesar de faltarle un ojo y examinaba el entorno con atención. Era un buen soldado. Había buenos soldados a montones en aquel ejército, aunque a veces la tarea de evitar que se enzarzaran unos con otros era tan trabajosa como curvar una herradura.

—¡Lord Perrin! —gritó una voz.

Arganda, primer capitán de Ghealdan, se abrió paso entre la filas mayenienses montado en un ruano castrado, un animal de considerable altura. Sus tropas cabalgaban en una ancha columna junto a los mayenienses. Desde el regreso de Alliandre, Arganda había pedido con empeño recibir un trato igual; con frecuencia protestaba porque la Guardia Alada cabalgaba al frente. De modo que, en lugar de avivar más la discusión, Perrin había ordenado que ambas columnas cabalgaran una junto a la otra.

—¿Era ésa otra cuadrilla de mercenarios? —demandó Arganda, que situó su caballo junto al de Perrin.

—Un pequeño grupo, sí. Lo más probable es que en otro tiempo fuera la guardia de un señor de una ciudad comarcal.

—Desertores. Deberíais haberme mandado llamar. —Arganda escupió hacia un lado—. ¡Mi reina habría querido ahorcarlos! No olvidéis que ahora estamos en Ghealdan.

—Tu reina es mi vasalla —respondió Perrin en el momento en que llegaban a la cabeza de la columna—. No ahorcaremos a nadie a menos que haya prueba de sus delitos. Cuando todo el mundo haya regresado sano y salvo donde le corresponde, podrás hacer indagaciones sobre los mercenarios y ver si puedes incriminar a alguno de ellos. Hasta entonces, sólo son hombres hambrientos que buscan a alguien a quien seguir.

Arganda emitió un tufillo a frustración. Perrin había conseguido que hubiera buenas relaciones entre él y Gallenne a raíz del éxito obtenido en el ataque a Malden, pero las viejas rencillas habían reaparecido en el barrizal inacabable, bajo un cielo surcado de relámpagos y truenos.

—No te preocupes. Tengo hombres que vigilan a los recién llegados —lo tranquilizó Perrin.

También tenía otros que vigilaban a los refugiados. Algunos se mostraban tan dóciles que casi no iban a las letrinas sin que se les ordenara que lo hicieran; otros no dejaban de echar ojeadas hacia atrás, como si temieran que en cualquier momento los Shaido aparecieran de repente en la lejana línea de robles y estoraques. La gente con un olor a terror tan intenso podía resultar problemática, y varias facciones del campamento se movían ya como si caminaran entre yerba de ballestero.

—Puedes enviar a alguien para que hable con los recién llegados, Arganda. Sólo a hablar. Investiga de dónde son, a qué señor han servido, y a ver si pueden añadir algún detalle más a los mapas.

No tenían ningún mapa bueno de la zona y, para dibujar algunos, se habían visto obligados a recurrir a lo que los ghealdanos —incluido Arganda— recordaban.

Arganda se alejó a caballo, y Perrin se dirigió a la cabeza de la columna. La comandancia tenía sus cosas buenas; allí adelante, los efluvios a cuerpos desaseados y el olor pungente a barro no eran, ni de lejos, tan fuertes. A la cabeza de la marcha, por fin alcanzó a divisar la calzada de Jehannah como una larga cinta de cuero que se extendía hacia el noroeste, a través de la llanura mesetaria.

Perrin cabalgó absorto en sus pensamientos durante un rato. Al cabo llegaron a la calzada, donde no parecía haber tanto barro como en los prados; aunque, si ésta era como cualquier otra calzada por la que Perrin había viajado, también habría tramos embarrados y degradados. Llegaba al camino, cuando advirtió que Gaul se aproximaba. El Aiel se había adelantado para hacer un reconocimiento del terreno y, al entrar con el caballo en la calzada, Perrin advirtió que alguien se acercaba a caballo detrás de Gaul.

Era Fennel, uno de los herradores que Perrin habían enviado por delante con maese Gill y los otros. Sintió una oleada de alivio al verlo, pero enseguida esa sensación dio paso a la preocupación. ¿Dónde estaban los demás?

—¡Lord Perrin! —llamó el hombre, que galopó hacia él mientras Gaul se apartaba a un lado.

Fennel era un hombre ancho de hombros que llevaba sujeta a la espalda un hacha de mango largo, adecuada para trabajar con ella. Olía a alivio.

—Gracias a la Luz. Creía que no llegaríais nunca aquí. Vuestro hombre me ha dicho que el rescate salió bien.

—En efecto, Fennel. ¿Dónde están los otros? —preguntó.

—Se adelantaron, milord. —El hombre le hizo una reverencia desde el caballo—. Me ofrecí voluntario para quedarme y esperar a que nos alcanzarais. Alguien tenía que explicarlo, ¿comprendéis?

—¿Explicar qué?

—Que los demás se dirigieron a Lugard, calzada adelante —respondió Fennel.

—¿Qué? ¡Di órdenes de que se siguieran hacia el norte! —exclamó Perrin con frustración.

—Milord, nos cruzamos con viajeros que venían de esa dirección y nos dijeron que las vías que llevan al norte estaban casi intransitables para carros y carretas por culpa del barro. Maese Gill decidió que lo mejor sería dirigirse a Caemlyn a través de Lugard para cumplir vuestras órdenes. Lo siento, milord, por eso tenía que quedarse uno de nosotros —se disculpó el herrador, cariacontecido.

¡Luz! No era de extrañar que los exploradores no hubieran encontrado a Gill y a los demás. Habían ido en otra dirección. En fin, la verdad era que, después de avanzar a trancas y barrancas por el barro durante semanas —a veces teniendo que hacer un alto y acampar a la espera de que pasaran las tormentas—, Perrin comprendía que maese Gill hubiera decidido tomar esa calzada. Lo cual no significaba que no se sintiera frustrado.

—¿Cuánto retraso llevamos con ellos? —quiso saber Perrin.

—Hace cinco días que estoy aquí, milord.

Así que Gill y los otros también habían avanzado despacio. Bueno, ya era algo que el grupo no les llevara demasiada ventaja.

—Ve y que te den algo de comer, Fennel. Y gracias por esperar aquí para informarme de lo ocurrido. Has sido muy valiente quedándote solo tanto tiempo.

—Alguien tenía que hacerlo, milord. —Titubeó un poco antes de añadir—: La mayoría temía que no… Bueno, que las cosas hubieran ido mal, milord. Imaginamos que avanzaríais más deprisa que nosotros puesto que llevábamos los carros, ¿sabéis? ¡Pero, por lo que veo, decidisteis traer con vos a toda la ciudad!

Por desgracia, no andaba muy desencaminado. Hizo un gesto con la mano a Fennel dándole permiso para marcharse.

—Lo encontré en la calzada, más o menos a una hora de camino, junto a una colina. Sería un excelente sitio para acampar, con bastante agua potable y buena vista del área en derredor —informó Gaul en voz baja.

Perrin asintió con la cabeza. Tendrían que decidir qué hacer: esperar hasta que Grady y Neald estuvieran en condiciones de abrir accesos más grandes; o seguir por la calzada a maese Gill y los demás; o enviar a la mayoría de las personas hacia el norte y que sólo unos pocos se dirigieran hacia Lugard. Se decidiera lo que se decidiese, era aconsejable acampar el resto del día para considerar la situación.

—Haz correr la voz, por favor —le pidió a Gaul—. Iremos calzada adelante hasta el lugar que has encontrado y allí debatiremos qué hacer a continuación. Y pregunta a algunas Doncellas si pueden explorar la calzada en dirección opuesta para estar seguros de que no nos sorprenderá alguien que viaje por detrás de nosotros.

Gaul asintió con la cabeza y se alejó para transmitir las órdenes. Perrin siguió montado en Recio, pensativo. Se sentía tentado de mandar de inmediato a Arganda y a Alliandre hacia el noroeste, con la idea de ponerlos en camino a Jehannah. Pero las Doncellas habían observado que algunos exploradores Shaido vigilaban la columna. Seguramente lo hacían para estar seguros de que Perrin no representaba una amenaza, pero su presencia lo inquietaba. Corrían tiempos peligrosos.

Lo mejor sería que Alliandre y los suyos siguieran con ellos por ahora, tanto por la seguridad de la mujer como por la suya propia. Al menos hasta que Grady y Neald se recuperaran. Las picaduras de las serpientes surgidas de la burbuja maligna los habían afectado mucho más a ellos dos y a Masuri —la única Aes Sedai a la que picaron— que a los demás.

Aun así, Grady empezaba a recuperarse y dentro de poco estaría en condiciones de abrir un acceso lo bastante grande para que el ejército pasara por él. Entonces podría mandar a casa a Alliandre y a los hombres de Dos Ríos. El mismo estaría en condiciones de Viajar para reunirse con Rand, fingir que hacían las paces (eran muchos los que todavía pensaban que Rand y él se habían enfadado y que cada cual se había ido por su lado) y por último se libraría de Berelain y su Guardia Alada. De ese modo, las cosas volverían a sus cauces normales.

Quisiera la Luz que todo se solucionara así de fácil. Sacudió la cabeza para disipar el remolino de colores y las imágenes que veía cada vez que pensaba en Rand.

Cerca, Berelain y su tropa salieron a la calzada; parecían muy complacidos de pisar suelo compacto. La hermosa mujer morena lucía un elegante vestido verde ceñido con un cinturón de gotas de fuego; el escote era lo bastante bajo para que Perrin se sintiera incómodo. Durante la ausencia de Faile, él había empezado a confiar en la Principal una vez que dejó de tratarlo como un oso de gran valor al que dar caza para desollarlo.

Ahora Faile había vuelto y, por lo visto, la tregua con Berelain se había acabado. Como siempre, Annoura cabalgaba cerca de ella, aunque ya no se pasaba todo el tiempo charlando con la Principal, como ocurría antes. Perrin había sido incapaz de colegir la razón de que la Aes Sedai hubiera estado reuniéndose con el Profeta, y no creía probable que lo dedujera nunca.

Un día después de haber salido de Malden, los exploradores de Perrin se habían topado con unos cuantos cadáveres a los que habían matado a flechazos, además de robarles los zapatos, los cinturones y cualquier otra cosa de valor. A pesar de que los cuervos le habían arrancado los ojos, Perrin identificó el olor de Masema entre el hedor a putrefacción.

El Profeta había muerto, asesinado por asaltantes. Quizá había sido un final apropiado para él, aunque Perrin todavía tenía la sensación de haber fracasado. Rand le había pedido que le llevara a Masema. Los colores se arremolinaron de nuevo. En cualquier caso, había llegado el momento de reunirse con él. En el remolino de colores vio a Rand de pie ante un edificio con la fachada quemada, la mirada prendida con fijeza en el oeste. Había llevado a cabo la tarea encomendada al ocuparse del Profeta y asegurarse la lealtad de Alliandre. Sólo que Perrin todavía tenía la sensación de que había algo que iba muy mal. Toqueteó el rompecabezas de herrero que llevaba en el bolsillo. Para entender algo, uno tenía que comprender las partes que lo componían.

Olió a Faile antes de que ella llegara a su lado y oyó las pisadas del caballo en la blanda tierra.

—¿Así que Gill se dirige hacia Lugard? —preguntó su mujer cuando se detuvo junto a él.

Perrin asintió con la cabeza.

—Quizás haya sido una decisión acertada. Tal vez deberíamos ir también en esa dirección. ¿Los últimos que se nos han unido son también mercenarios?

—Sí.

—Debemos de haber recogido unas cinco mil personas en las últimas semanas, puede que más —comentó ella, pensativa—. Qué raro, en una región tan desolada como ésta.

Era preciosa, con ese cabello negro como ala de cuervo y los rasgos tan firmes, como esa buena nariz saldaenina entre los ojos rasgados. Vestía un atuendo apropiado para cabalgar, de color rojo intenso, como el vino. La amaba mucho y daba gracias a la Luz por haber logrado recuperarla. ¿Por qué se sentiría ahora tan incómodo cuando la tenía cerca?

—Estás preocupado, esposo —comentó ella.

Qué bien lo conocía. Casi como si fuera capaz de captar e interpretar los olores. No obstante, debía de tratarse de una cualidad relacionada con ser mujer, porque Berelain también tenía esa habilidad.

—Hemos reunido mucha gente. Debería empezar a rechazarlos —gruñó él.

—Sospecho que encontrarían la forma de regresar a nuestro ejército de todas formas.

—¿Por qué iban a hacerlo? Podría dar órdenes para que se lo impidieran.

—El Entramado no obedece órdenes, esposo. —Echó una ojeada a la columna de gente que iba entrando en la calzada.

—¿A qué te…? —Se interrumpió al pillar lo que había querido decir—. ¿Crees que soy yo? ¿Por mi condición de ta’veren?

—En cada parada a lo largo del viaje has ido reuniendo más seguidores. A pesar de las pérdidas en la batalla contra los Aiel, salimos de Malden con una fuerza mayor que la que teníamos al principio. ¿No te ha asombrado que tantos de los que eran gai’shain se hayan aficionado al adiestramiento en el manejo de armas que imparte Tam?

—Pasaron mucho tiempo sometidos y maltratados, y querrán evitar que vuelva a pasarles lo mismo.

Y por eso los toneleros aprenden a luchar con espada y descubren que tienen cualidades para ello. O los constructores, a quienes ni se les paso por la cabeza la idea de luchar contra los Shaido, ahora se entrenan con la vara de combate. Y los mercenarios y hombres de armas que afluyen a nuestro ejército —expuso Faile.

—Es coincidencia.

—¿Coincidencia? ¿Con un ta’veren a la cabeza del ejército? —Parecía divertida por la idea.

Su mujer tenía razón, así que guardó silencio y olió la satisfacción en Faile por haber ganado la discusión. No es que él considerara una discusión ese intercambio de pareceres, pero ella sí. Si acaso, le habría dado rabia que él no hubiese alzado la voz.

—Todo esto acabará dentro de unos días, Faile. Cuando volvamos a disponer de accesos, enviaré a estas gentes a donde les corresponde. No reúno un ejército, sino que ayudo a unos refugiados a regresar a casa.

Sólo le faltaba que hubiera más gente llamándolo «milord» con tanta reverencia y ceremonia.

—Ya veremos —dijo su mujer.

—Faile. —Suspiró y bajó la voz—. Un hombre ha de ver las cosas como son. No tiene sentido llamar bisagra a una hebilla o llamar herradura a un clavo. Te lo he dicho: no soy un buen líder, y lo he demostrado.

—Yo no lo veo así.

Apretó los dedos en torno al rompecabezas de herrero que tenía en el bolsillo. Habían hablado de ese asunto durante las semanas transcurridas desde su partida de Malden, pero ella se negaba a enfocar las cosas con sentido común.

—¡El campamento fue un desastre durante tu ausencia, Faile! Ya te he contado que Arganda y las Doncellas estuvieron a punto de matarse unos a otros. Y Aram… Masema lo corrompió delante de mis narices y no me di cuenta. Las Aes Sedai se traían entre manos enredos que yo ni siquiera alcanzaba a imaginar, y los hombres de Dos Ríos… Ya te habrás fijado que me miran como si los hubiera avergonzado.

El olor de Faile se volvió punzante por la cólera cuando Perrin dijo eso último, y su mujer se volvió bruscamente hacia Berelain.

—No es culpa suya —se apresuró a aclararle Perrin—. Si hubiera estado en condiciones de pensarlo, habría frenado los rumores de raíz, pero no fue así. Ahora tengo que dormir en la cama que yo mismo me preparé. ¡Luz! ¿Qué puede esperarse de un hombre si ni sus propios vecinos tienen buena opinión de él? No soy un noble, Faile, y no hay más que hablar. Lo he demostrado de forma manifiesta.

—Pues sí que es raro. He hablado con los demás y cuentan una historia diferente. Dicen que lograste refrenar a Arganda y atajar los conatos de pelea en el campamento. Además, está la alianza con los seanchan; cuanto más detalles voy descubriendo sobre eso, más impresionada estoy. Actuaste con determinación en un momento de gran incertidumbre, conseguiste concentrar los esfuerzos de todo el mundo y lograste lo imposible al tomar Malden. Esos son actos propios de un cabecilla.

—Faile… —empezó, reprimiendo un gruñido.

¿Por qué no lo escuchaba? Cuando estaba cautiva, lo único que le preocupaba a él era recuperarla, nada más. Lo traía sin cuidado quién necesitaba su ayuda o qué órdenes había dado. Aunque hubiera empezado el mismísimo Tarmon Gai’don, él lo habría pasado por alto con tal de encontrarla.

Era consciente de cuán peligrosas habían sido sus acciones. Lo peor, sin embargo, era que volvería a hacer lo mismo. No lamentaba lo que había hecho, ni por un instante. Un líder no podía ser así.

Para empezar, no habría tenido que permitirles que enarbolaran el estandarte con la cabeza de lobo. Ahora que ya había llevado a cabo las tareas encomendadas, ahora que Faile había vuelto, era el momento de dejar atrás todas esas tonterías. Él era un herrero. Daba igual que Faile lo vistiera con una ropa o con otra, ni qué títulos le diera la gente. Uno no podía convertir una cuchilla desbastadora de carpintero en una herradura pintándola o llamándola por otro nombre distinto.

Se volvió de lado, hacia donde Jori Congar cabalgaba al frente de la columna, con esa condenada bandera de la roja cabeza de lobo ondeando orgullosamente en la punta de un mástil más alto que la lanza de un soldado de caballería. Perrin abrió la boca para gritarle que la arriara, pero Faile habló en ese momento.

—Pues, sí. He pensado en esto durante las últimas semanas y, por extraño que pueda parecer, creo que quizá mi cautividad haya sido justo lo que nos hacía falta. A los dos.

¿Qué? Perrin se volvió hacia ella y percibió el olor a profunda reflexión. Estaba convencida de que era cierto lo que acababa de decir.

—Bien, tenemos que hablar de… —añadió Faile.

—Vuelven las exploradoras Aiel —la interrumpió, quizá con más brusquedad de lo que era su intención.

Faile miró hacia donde él señalaba y, como era de esperar, no alcanzó a ver nada. Pero estaba enterada de las peculiaridades de los ojos de su marido; era una de las pocas personas que lo sabían.

La llamada llegó cuando otros divisaron las tres figuras vestidas con cadin’sor en la calzada, las Doncellas que Perrin había mandado a investigar. Dos de ellas se dirigieron presurosas hacia las Sabias, y una corrió a largas zancadas en dirección a Perrin.

—Hay algo al lado de la calzada, Perrin Aybara. —La mujer olía a preocupación, y eso era mala señal—. Es algo que querrás ver.


Galad se despertó con el chasquido del faldón de una tienda sacudido por el aire. Sentía fuertes punzadas en el costado, por las numerosas patadas recibidas; casi igualaban en intensidad a los dolores más sordos del hombro, del brazo izquierdo y del muslo, donde lo había herido Valda. Pero el feroz martilleo de la cabeza era lo bastante agudo para ahogar todo lo demás.

Gimió y rodó sobre la espalda. Todo era oscuridad a su alrededor, aunque en el cielo brillaban puntos luminosos. ¿Estrellas? El cielo llevaba mucho tiempo encapotado.

No, esos puntos tenían algo raro. La cabeza le palpitaba de dolor, y parpadeó para librarse de las lágrimas que tenía en el rabillo de los ojos. Esas estrellas parecían tan débiles, tan lejanas… No se agrupaban en figuras familiares. ¿Dónde lo habría llevado Asunawa que hasta las estrellas eran diferentes?

Al aclarársele la mente empezó a distinguir lo que lo rodeaba. Se encontraba en una tienda de dormir, fabricada con un material grueso para que dentro estuviera oscuro durante las horas diurnas. Los puntos de luz que había en lo alto no eran estrellas, ni mucho menos, sino la luz del sol colándose por algunos agujeros diminutos en la desgastada lona.

Todavía estaba desnudo y, al tantearse la cara con los dedos, notó que tenía sangre reseca proveniente de un largo corte en la frente. Si no se lavaba pronto la herida, se le infectaría. Yació boca arriba y respiró con cuidado: si inhalaba demasiado aire de una sola vez, el costado le daba un fuerte pinchazo.

Galad no le tenía miedo a la muerte ni al dolor. Había hecho las elecciones correctas. Era cuestión de mala suerte haber tenido que entregar el mando a los interrogadores, ya que éstos se hallaban bajo el control de los seanchan. Sin embargo, no le había quedado otra opción después de caer en manos de Asunawa.

No estaba furioso con los exploradores que lo habían traicionado. La hermandad de los interrogadores constituía una autoridad legítima entre los Hijos y, sin duda, sus mentiras habían sido convincentes. No, con quien estaba furioso era con Asunawa, que cogía lo que era verdad y lo enturbiaba. En el mundo había muchos que lo hacían, pero entre los Hijos debería ser diferente.

Los interrogadores no tardarían en ir a buscarlo y entonces se cobrarían con sus ganchos y cuchillos el verdadero precio que debía pagar por salvar a sus hombres. Había sido muy consciente de ese precio al tomar la decisión. En cierto modo, había ganado porque había sacado el mejor partido posible a la situación.

La otra medida para asegurar su victoria era mantenerse firme en la verdad cuando lo interrogaran, negar que fuera un Amigo Siniestro hasta su último aliento. No sería fácil, pero sí lo correcto.

Se obligó a incorporarse para sentarse, esperando —y aguantando estoicamente— que pasaran el mareo y la náusea. Tanteó a su alrededor. Tenía las piernas atadas con una cadena, y ésta se encontraba sujeta a una estaca bien clavada en el suelo, a través de la tosca lona del suelo de la tienda.

Intentó sacarla a tirones, por si acaso. Tiró con tanta fuerza que los músculos le fallaron y estuvo a punto de desmayarse. Tras recuperarse, gateó hacia el costado de la tienda; la cadena era lo bastante larga para permitirle llegar a los faldones de la entrada. Tomó una de las ataduras de tela que se utilizaban para sujetar los faldones cuando estaban abiertos, y escupió en ella. Después, de forma metódica, se limpió la suciedad y la sangre de la cara.

Limpiarse le daba un propósito: mantenerse activo y no pensar en el dolor. Con cuidado, restregó la costra de sangre adherida a la mejilla y la nariz. No le resultó fácil, ya que tenía la boca seca. Se mordió la lengua para provocar la salivación. Las cintas no eran de lona, sino de un tejido más ligero, y olían a polvo.

Escupió de nuevo en una parte limpia de la cinta y extendió la saliva en la tela. La herida de la cabeza, la tierra de la cara… Esas cosas eran pruebas de la victoria de los interrogadores. No les daría esa satisfacción. Iría a la tortura con la cara limpia.

Fuera se oyeron voces fuertes. Hombres que se preparaban para batir tiendas. ¿Retrasaría eso su interrogatorio? Lo dudaba. Levantar el campamento podía costar horas. Galad siguió limpiándose y manchó las dos tiras de tela haciendo del trabajo una especie de ritual, una pauta acompasada que le diera un punto de enfoque para la meditación. La jaqueca se replegó, los dolores del cuerpo perdieron importancia.

No huiría. Aunque pudiera escapar, evadirse invalidaría su trato con Asunawa. Afrontaría a sus enemigos con dignidad.

Terminaba de limpiarse cuando oyó hablar fuera de la tienda. Venían por él. Reculó sin hacer ruido hasta la estaca clavada en el suelo. Respirando hondo a pesar del dolor, rodó sobre un costado para arrodillarse. Después apoyó la mano izquierda en la cabeza de la estaca y empujó para incorporarse y ponerse de pie.

Se tambaleó, pero enseguida recobró el equilibrio y se puso erguido. Ahora los dolores no eran nada. Había sentido picaduras de insectos que resultaban más dolorosas. Puso los pies separados, en una pose de guerrero, con las manos delante, cruzadas por las muñecas. Bien recta la espalda, abrió los ojos y miró con fijeza los faldones de la entrada. No era la capa ni el uniforme ni los símbolos heráldicos ni la espada los que hacían a un hombre lo que era, sino cómo se conducía.

Los faldones crujieron y se abrieron a continuación. La luz de fuera era cegadora, pero Galad no parpadeó aunque le hirió los ojos. No hizo ninguna mueca de dolor.

Las siluetas que se movían a contraluz, recortadas contra un cielo encapotado, vacilaron. Galad se daba cuenta de que les había sorprendido encontrarlo de pie.

—¡Luz! —exclamó uno—. Damodred, ¿cómo es que estás despierto?

De pronto, aquel acento le sonó familiar.

—¿Trom? —preguntó con la voz quebrada.

Los hombres entraron en la tienda. A medida que los ojos se le acostumbraban a la luz, Galad distinguió al robusto Trom, así como a Born— hald y a Byar. Trom toqueteó con torpeza un manojo de llaves.

—¡Un momento! Os di unas órdenes a vosotros tres. ¡Bomhald, tienes sangre en la capa! ¡Os ordené que no intentarais liberarme! —increpó Galad.

—Tus hombres han obedecido las órdenes, Damodred —dijo una nueva voz.

Galad alzó la vista y vio a otros tres hombres que entraban en la tienda: Berab Golever, alto y barbudo; Alaabar Harnesh, con la calva cabeza atezada y una oreja de menos; Brandel Vordarian, un tipo gigantesco y rubio, también oriundo de Andor, como Galad. Capitanes los tres; y los tres habían estado con Asunawa.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Galad.

Harnesh abrió un saco y dejó caer un bulto al suelo, delante de Galad. Una cabeza. La de Asunawa.

Los tres hombres desenvainaron las espadas y se arrodillaron ante él de forma que las puntas de las hojas se clavaron en la lona del suelo. Trom abrió los grilletes que aprisionaban los tobillos de Galad.

—Entiendo —dijo éste—. Habéis alzado la espada contra otros Hijos compañeros vuestros.

—¿Y qué querías que hiciéramos? —inquirió Brandel, que siguió arrodillado.

—No lo sé. —Galad negó con la cabeza—. Quizá tenéis razón; no debería reprocharos esta decisión. A lo mejor ha sido la única que podíais tomar, pero ¿por qué cambiasteis de parecer?

—Hemos perdido dos capitanes generales en menos de medio año —respondió Harnesh con aspereza—. La Fortaleza de la Luz se ha convertido en un patio de recreo para los seanchan. El mundo está sumido en el caos.

—Y, sin embargo —terció Golever—, Asunawa nos hizo marchar todo el camino hasta aquí para que combatiéramos contra nuestros compañeros de armas. Eso no estaba bien, Damodred. Todos vimos cómo te presentaste, todos vimos cómo impediste que nos matáramos unos a otros. Ante un ejemplo así y con el Inquisidor Supremo tachando de Amigo Siniestro a un hombre que todos sabemos que es honorable… En fin, ¿cómo no íbamos a volvernos contra él?

—¿Me aceptáis, pues, como capitán general?

Los tres hombres inclinaron la cabeza.

—Todos los capitanes están de tu parte —dijo Golever—. Nos hemos visto obligados a matar a un tercio de los que llevan el cayado rojo de pastor, símbolo de la Mano de la Luz. Algunos se han unido a nosotros, y otros intentaron huir. Los amadicienses no se inmiscuyeron, y muchos han dicho que prefieren unirse a nosotros que volver con los seanchan. Hemos reducido a punta de espada a los otros amadicienses y a los interrogadores que intentaron escapar.

—Liberad a los que quieran irse —ordenó Galad—. Pueden volver con sus familias y con sus amos. Para cuando quieran reunirse con los seanchan, estaremos fuera de su alcance.

Los hombres asintieron en silencio.

—Acepto vuestra lealtad —agregó Galad—. Reunid a los otros capitanes y traedme informes de los suministros. Levantad el campamento. Marchamos hacia Andor.

Ninguno de ellos preguntó si quería descansar, aunque Trom parecía preocupado. Galad se puso el uniforme blanco que un Hijo le ofreció y después se sentó en una silla que habían llevado a toda prisa mientras otro, el Hijo Candeiar, un hombre experto en heridas, entró para examinar las de Galad.

Este no se consideraba lo bastante sabio ni fuerte para ostentar el título que llevaba. Pero los Hijos habían tomado una decisión. Que la Luz los amparara.

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