Nerviosa, sentada con las manos en el regazo, Elayne oía los lejanos estallidos. Había elegido la sala del trono de forma deliberada, en lugar de una sala de audiencias, menos formal. Ese día necesitaba que la vieran como a una reina.
La sala del trono era imponente, con las majestuosas columnas y la espléndida decoración. A ambos lados de la estancia, en una larga hilera doble que sólo se interrumpía allí donde se erguían las columnas, ardían lámparas de pie doradas. Delante de esas columnas montaban guardia unos hombres vestidos de rojo y blanco, con brillantes corazas bruñidas. Las columnas de mármol combinaban bien con la gruesa alfombra de color escarlata y el dorado León de Andor bordado en el centro; era el camino que conducía hasta Elayne, engalanada con la Corona de la Rosa. En lugar de seguir las nuevas modas que habían llegado a la corte, su vestido era de corte tradicional, con mangas anchas y los puños diseñados para caer por debajo de la mano hasta acabar en un pico bordado en oro.
En cuanto al estilo, lo mismo se aplicaba al corpiño, con el escote a la altura justa para ser recatado pero, a la vez, lo bastante bajo para recordarles a todos que era una mujer. Una mujer todavía soltera. Su madre se había casado con un noble de Cairhien casi al inicio de su reinado. Habría quienes se preguntarían si ella iba a hacer lo mismo a fin de cimentar su poder en Cairhien.
Se oyó otro estallido. El ruido de los disparos de los dragones se estaba convirtiendo en algo habitual. No era tan fuerte como el sonido de un trueno, sino algo más apagado, más regular.
A Elayne le habían enseñado a ocultar el nerviosismo. Primero sus tutores y más adelante las Aes Sedai. A pesar de lo que algunos pensaban, Elayne Trakand sabía controlar el genio cuando tenía que hacerlo. No alzó las manos del regazo e hizo un esfuerzo para permanecer callada. Dar señales de nerviosismo sería peor que exteriorizar ira.
Dyelin estaba sentada en un sillón cerca del trono. La dorada cabellera de la majestuosa mujer le caía suelta sobre los hombros. Bordaba en silencio en la tela tensada en un bastidor. Dyelin afirmaba que la relajaba tener las manos ocupadas mientras pensaba. La madre de Elayne no se hallaba presente. Su presencia habría resultado ser una gran distracción.
Elayne no podía permitirse el mismo lujo que Dyelin. Tenía que ofrecer una imagen de liderazgo y, por desgracia, el liderazgo solía requerir estar sentada en el trono, con la mirada al frente, proyectando decisión y control durante la espera. A buen seguro que la demostración habría acabado ya a esas alturas, ¿verdad?
Otro estampido. Quizá no.
Oía la queda charla en la sala de audiencias contigua a la sala del trono. Se había enviado una invitación de la corona a las Cabezas Insignes que aún seguían en Caemlyn, a fin de hablar de los requisitos de saneamiento para la gente que se encontraba en extramuros. La reunión tendría lugar a las cinco en punto, pero en las invitaciones se había insinuado que llegaran dos horas antes.
La redacción del mensaje dejaba entrever lo obvio: Elayne iba a hacer algo importante ese día, y por ello invitaba a las Cabezas Insignes a llegar pronto para que así oyeran ese algo «por casualidad», con el consentimiento real. No se descuidó su comodidad; en la sala de audiencias se servían bebidas, platillos de carne y fruta. Casi con toda seguridad, esa charla sosegada versaba sobre qué iba a revelarles.
Si lo supieran…
Elayne mantuvo las manos en el regazo, y Dyelin —que seguía bordando— chasqueó la lengua y deshizo una puntada mal dada.
Tras una espera casi insufrible, el sonido de los dragones cesó y Elayne sintió que Birgitte regresaba a palacio. Enviarla con el grupo era la mejor manera de saber cuándo regresaban. Ese día hacía falta cuidar la coordinación con rigor. Elayne inspiró y expulsó el aire para calmar los nervios. Sí. Con toda seguridad, Birgitte ya estaba en palacio.
Elayne hizo una señal con la cabeza al capitán Guybon. Era el momento de traer a las prisioneras.
Un grupo de guardias, al frente de tres mujeres, entró en la sala poco después. A pesar de la cautividad, la llorosa Arymilla seguía metida en carnes. Y era guapa; o lo habría sido si hubiera vestido cualquier otra cosa que no fueran harapos. Tenía los grandes ojos marrones desorbitados por el terror, como si pensara que Elayne había decidido ejecutarla.
Elenia se comportaba con más decoro. Al igual que a las otras mujeres, la habían despojado de su lujoso vestido y ahora llevaba uno harapiento, pero se había lavado la cara y se había recogido el pelo dorado en un moño bien arreglado. Elayne no hacía pasar hambre a sus prisioneras, y tampoco las maltrataba. Eran sus enemigas, sí, pero no habían traicionado a Andor.
Pensativa, Elenia observó a Elayne con un gesto calculador en la cara vulpina. ¿Sabría dónde se había escondido el ejército de su marido? Esas fuerzas eran como un cuchillo escondido; casi lo sentía a la espalda. Ninguno de los exploradores había sido capaz de dar con su paradero. ¡Luz! Problemas y más problemas.
La tercera prisionera era Naean Arawn, una mujer delgada y pálida cuyo cabello negro había perdido bastante el aspecto lustroso durante su cautividad. Esa mujer parecía haberse quebrantado antes de que Elayne la tomara prisionera, y mantenía la distancia con las otras dos.
Los guardias hicieron avanzar a empujones a las tres mujeres y las obligaron a arrodillarse al pie del estrado donde estaba el trono. Los nobles de Cairhien regresaban por el pasillo conversando con gran bullicio después de la demostración con los dragones. Supondrían que habían visto por casualidad la escena dispuesta por Elayne.
—La corona saluda a Naean Arawn, a Elenia Sarand y a Arymilla Marne —declamó Elayne en voz alta, acallando así las conversaciones entre los nobles andoreños en la sala de audiencias y las de los cairhieninos que se acercaban por el pasillo.
De las tres prisioneras, sólo Elenia tuvo el valor de levantar la vista. Elayne la miró fijamente con una mirada pétrea hasta que la mujer se sonrojó antes de bajar la vista. Dyelin había dejado a un lado sus labores y observaba con atención.
—La corona ha pensado largo y tendido sobre vosotras tres —continuó Elayne—. Vuestra desacertada guerra contra la casa Trakand os ha dejado sin recursos, en la miseria, y vuestros vástagos o herederos han rechazado todas las peticiones de rescate. Vuestras propias casas os han abandonado.
Esta última frase resonó en la gran sala del trono. Las prisioneras se acobardaron más aún.
—Y esto plantea un dilema a la corona —prosiguió Elayne—. Vuestra perturbadora existencia nos exaspera. Quizás otras reinas habrían dejado que os pudrieseis en prisión, pero yo creo que eso hiede a indecisión. Viviríais de mis recursos y provocaríais que algunos conspiraran para liberaros.
La sala se quedó en silencio a excepción de la respiración agitada de las prisioneras.
—Esta corona no es dada a la indecisión —manifestó Elayne—. En el día de hoy, se despoja de todos los títulos y posesiones a las casas Sarand, Marne y Arawn, y sus tierras pasan a la Corona como castigo por sus delitos.
Elenia ahogó un grito al tiempo que levantaba la vista. Arymilla gimoteó y se encogió más sobre la alfombra roja con el león en el centro. Naean no reaccionó, como si estuviera ida.
De inmediato se alzó un murmullo en la sala de audiencias. Esto era peor que una ejecución. Cuando se ejecutaba a un noble, al menos se lo ejecutaba con sus títulos. Por así decirlo, una ejecución era el reconocimiento a un enemigo digno. El título y sus posesiones pasaban a su heredero y la casa sobrevivía.
Pero esto… Esto era algo que pocas reinas habrían hecho jamás.
Si Elayne confiscaba sus tierras y su fortuna para el trono, las otras casas nobles se unirían en su contra. Le resultaba fácil imaginar las conversaciones en la pequeña sala aledaña. Los cimientos de su poder se tambaleaban. Cabía la posibilidad de que sus aliados, aquellos que habían permanecido a su lado durante el sitio y que podrían haber sido ejecutados de haber perdido la guerra, empezaran a plantearse ciertas decisiones.
Era mejor no perder tiempo. Elayne gesticuló con la mano, y los guardias obligaron a las prisioneras a ponerse de pie y las llevaron hacia un lado de la sala. Incluso Elenia, que siempre se mostraba desafiante, parecía anonadada. A decir verdad, la sentencia era como una pena de muerte, pues se suicidarían tan pronto como tuvieran ocasión antes que hacer frente a sus casas.
Birgitte sabía lo que tenía que hacer y entró en la sala con el variopinto grupo de nobles de Cairhien. Los habían invitado a ver una demostración de la nueva arma de Andor para «defenderse de la Sombra». Bertome Saighan y Lorstrum Aesnan eran los hombres más importantes del grupo.
Bertome era un hombre bajo con cierto atractivo, aunque a Elayne no le gustaba la manera en que los cairhieninos se afeitaban y empolvaban un trozo del nacimiento del pelo en la frente. Llevaba un cuchillo largo colgado de la cintura, ya que las espadas estaban prohibidas en presencia de la reina; parecía preocupado por el tratamiento que Elayne había dado a las prisioneras. Y con razón. Su prima, Colavaere, había recibido un castigo similar a manos de Rand, si bien la condena no se había extendido a toda la familia. Ella había preferido ahorcarse antes que afrontar la vergüenza.
A la muerte de Colavaere, Bertome había heredado su posición. A pesar de que había tenido mucho cuidado de no poner reparos en público al gobierno de Rand, las fuentes de Elayne lo habían identificado como uno de sus mayores críticos en Cairhien; a puertas cerradas, claro.
Lorstrum Aesnan entró en la sala con las manos enlazadas a la espalda. Era un tipo delgado, tranquilo y con tendencia a menospreciar a todos los demás. Como el resto del grupo, vestía ropa oscura y una chaqueta cruzada con bandas de los colores de su casa, al estilo cairhienino. El ascenso a su posición actual había ocurrido después de que Rand se ausentara de Cairhien. Los tiempos revueltos propiciaban progresiones rápidas. Con todo, ese hombre no se había precipitado a la hora de pronunciarse contra Rand, aunque tampoco lo había hecho a su favor. Quedarse en terreno neutral sin tomar partido le daba poder, y corrían rumores de que se planteaba la idea de apoderarse del trono.
Aparte de esos dos, los otros cairhieninos presentes eran una pequeña representación de la clase noble del país. Ailil Riatin no era la cabeza de su casa; pero, desde que había desaparecido su hermano —desaparición que cada vez tenía más visos de ser un asesinato—, ella había asumido el control. Los Riatin constituían una casa poderosa. La mujer, de mediana edad y delgada, era alta para ser cairhienina; llevaba un vestido azul oscuro con las bandas de colores de su casa y la falda acampanada por los aros de la enagua. No hacía mucho que su familia había ocupado el Trono del Sol, si bien había sido durante un periodo de tiempo relativamente corto. Se sabía que era una de las partidarias de Elayne más elocuentes y entusiastas.
Lord y lady Osiellin, lord y lady Chuliandred, lord y lady Hamarashle y lord Mavabwin se habían agrupado detrás de los nobles de más importancia. Formaban un conjunto de cabellos bien peinados y frentes empolvadas, las mujeres con vestidos amplios y los hombres con pantalón y chaqueta de mangas rematadas con encaje en los puños. Todos entraban en la categoría de la nobleza de segunda fila y, casi con absoluta seguridad, todos —por una u otra razón— representarían un obstáculo en el camino de Elayne.
—Milores, damas —se dirigió a ellos Elayne, nombrando a cada casa por turno—. ¿Habéis disfrutado de la demostración de Andor?
—Así es, majestad, mucho —respondió el larguirucho Lorstrum con una grácil inclinación de cabeza—. Esas armas son… fascinantes.
Por supuesto, buscaba recabar información. Elayne bendijo a sus tutores por insistir en que entendiera el Juego de las Casas.
—Todos sabemos que la Última Batalla se acerca con rapidez —dijo Elayne—. Pensé que sería mejor que Cairhien supiera la fuerza de su mayor y más próximo aliado. En un futuro próximo, habrá ocasiones en que tendremos que confiar el uno del otro.
—Cierto, majestad —convino Lorstrum.
—Majestad —intervino el bajo Bertome, que dio un paso al frente y se cruzó de brazos—, os aseguro que Cairhien se regocija de la fuerza y la estabilidad de Andor.
Elayne se quedó mirándolo. ¿Acaso le estaba ofreciendo apoyo? No; a juzgar por las apariencias, también buscaba información. Se estaría preguntando si Elayne iba a proclamarse candidata al Trono del Sol. Sus intenciones ya tendrían que ser obvias para entonces, porque enviar soldados de la Compañía a la ciudad había sido un movimiento obvio. Casi demasiado obvio para la sutileza de los cairhieninos.
—Ojalá Cairhien gozara de una estabilidad parecida —dijo Elayne eligiendo las palabras con cuidado.
Varios de los presentes asintieron, sin duda con la esperanza de que tuviera la intención de ofrecer el trono a alguno de ellos. Si Andor respaldase a cualquiera de ellos, eso garantizaría la victoria a la persona elegida. Y a su vez haría que tuviera a un rey o reina a su favor.
Otros habrían urdido tal estratagema. Ella no. El Trono del Sol sería suyo.
—La ascensión a un trono es un asunto muy delicado —arguyó Lorstrum—. En el pasado, ha resultado ser… peligroso. Ése es el motivo de que mucha gente se muestre vacilante.
—Oh, sin lugar a dudas. No envidio la incertidumbre que ha reinado en Cairhien en los últimos meses. —Había llegado el momento. Elayne respiró hondo—. Si se tiene en cuenta el poder de Andor, se podría pensar que éste es el momento más propicio para forjar alianzas firmes. De hecho, hace poco que el trono ha adquirido varios predios, unas heredades de no poca importancia, y acabo de caer en la cuenta de que no hay nadie que administre esas propiedades.
Se hizo el silencio. Los susurros en la sala contigua cesaron. ¿Habrían escuchado bien? ¿Elayne estaba ofreciendo tierras de Andor a la nobleza de otra nación?
Elayne reprimió una sonrisa. Poco a poco, varios de ellos se dieron cuenta de a qué se refería. Lorstrum sonrió de manera taimada y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza casi imperceptible.
—Cairhien y Andor han compartido lazos de hermandad desde hace mucho tiempo —continuó Elayne, como si se le hubiera acabado de ocurrir esa idea—. Nuestros lores se han unido en matrimonio con vuestras damas, al igual que nuestras damas los han hecho con vuestros lores. Compartimos lazos de sangre y afecto comunes. Creo que la sabiduría de algunos lores de Cairhien sería un gran complemento para mi corte e incluso tal vez para instruirme sobre la herencia cultural de la familia de mi padre.
Elayne miró a Lorstrum a los ojos. ¿Mordería el anzuelo? Sus tierras en Cairhien eran pequeñas y su influencia grande, pero sólo de momento, y eso podía dar un vuelco. Las posesiones que había confiscado a las tres prisioneras se contaban entre las más codiciables de su reino.
Lorstrum tenía que morderlo. Si ocupaba el trono de Cairhien a la fuerza, el pueblo y los nobles se rebelarían contra ella; cosa que, si sus sospechas eran ciertas se debía en gran medida a las maniobras de Lorstrum.
Pero ¿y si otorgaba tierras andoreñas a algunos nobles de Cairhien? ¿Y si creaba múltiples lazos entre los dos reinos? ¿Y si demostraba que no los iba a desposeer de sus títulos sino que, por el contrario, estaba dispuesta a entregar unos feudos mayores a algunos de ellos? ¿Sería suficiente para demostrar que no quería apropiarse de las tierras de la nobleza de Cairhien para así dársela a su propia gente? ¿Calmaría de ese modo sus recelos?
Lorstrum le sostuvo la mirada.
—Veo un gran potencial en forjar alianzas.
Bertome asintió en un gesto de comprensión.
—También soy de la opinión de que eso es factible.
Por supuesto, ninguno de los dos cedería sus tierras en Cairhien. Su interés se limitaba a obtener posesiones en Andor. Ricas posesiones.
El resto de los nobles se miraron los unos a los otros. Lady Osiellin y lord Mavabwin fueron los dos primeros en comprender lo que pasaba. Hablaron a la vez para ofrecer su alianza.
Procurando contener la ansiedad que le aceleraba los latidos del corazón, Elayne se recostó en el respaldo del trono.
—Sólo me queda una heredad más que otorgar —dijo—. Supongo que podría dividirla.
También le daría una parte a Ailil para congraciarse con ella y recompensarla por su apoyo. Era el momento de pasar a la segunda parte de su plan.
—Lady Sarand —llamó Elayne en voz alta.
Elenia, con su vestido harapiento, avanzó hasta ella.
—La corona no carece de clemencia —dijo Elayne—. Andor no os puede perdonar por todo el dolor y el sufrimiento que habéis causado. Pero a otros países no les atañen tales recuerdos. Decidme, si la corona os brindara otra oportunidad en unas tierras nuevas, ¿la aprovecharíais?
—¿Nuevas tierras, majestad? —preguntó Elenia—. ¿De qué tierras habláis?
—La unificación entre Andor y Cairhien ofrecería muchas oportunidades —explicó Elayne—. Quizás habéis oído hablar de la alianza de la corona con Ghealdan, así como de la reciente reactivación en las comarcas occidentales del reino. Éste es un momento de grandes oportunidades. Si encontrara un lugar en Cairhien para vos y vuestro esposo donde establecer de nuevo vuestra casa, ¿aceptaríais mi oferta?
—Yo… Desde luego que lo consideraría, majestad —respondió Elenia, con un dejo de renovada esperanza.
Elayne miró a los nobles cairhieninos.
—Para que eso fuera así —empezó Elayne—, necesitaría autoridad para hablar también en nombre de Cairhien, no sólo de Andor. ¿Cuánto tiempo creéis que se necesita para resolver esta situación?
—Devolvedme a mi patria a través de uno de esos extraños accesos y dadme una hora —respondió Lorstrum.
—Yo sólo necesito media hora, alteza —interrumpió Bertome con la mirada clavada en Lorstrum.
—Una hora. —Elayne levantó las manos—. Preparadlo bien.
—De acuerdo —empezó Birgitte cuando se cerró la puerta de la pequeña sala—. En nombre de la jodida mano izquierda del Oscuro, ¿qué acaba de pasar ahí fuera?
Elayne tomó asiento. ¡Había funcionado! O, al menos, daba la impresión de que iba a hacerlo. El sillón aterciopelado era de agradecer después de la rigidez del Trono del León. Dyelin se sentó a su derecha y Morgase, a su izquierda.
—Lo que acaba de pasar —dijo Morgase— es que mi hija es una persona brillante.
Elayne sonrió, agradecida. Birgitte, por lo contrario, frunció el entrecejo. Elayne percibía la confusión de la mujer. No había nadie más en la sala, sólo ellas cuatro; tendrían que esperar una hora para ver los verdaderos resultados de la maniobra de Elayne.
—Vale, así que has otorgado un montón de tierras andoreñas a los nobles de Cairhien —insistió Birgitte.
—Un soborno —respondió Dyelin. No parecía estar tan convencida como Morgase—. Una maniobra inteligente, majestad, pero peligrosa.
—¿Peligrosa? —preguntó Birgitte—. ¡No fastidiéis! ¿Alguien puede explicar a la idiota de una servidora cómo va a ser eso una maniobra brillante o inteligente? ¡Pues ni que Elayne acabase de inventar el soborno!
—Ha sido mucho más que un regalo —explicó Morgase. Por extraño que pudiera parecer, comenzó a servir té a las demás. Elayne no recordaba haber visto a su madre hacer tal cosa jamás—. El mayor obstáculo que había entre Elayne y Cairhien era que se la viera como una conquistadora.
—Sí, ¿y…? —replicó Birgitte.
—Y ha creado lazos entre los dos reinos —contestó Dyelin al tiempo que aceptaba la taza de té negro de Tremalking que le ofrecía Morgase—. Al otorgar a ese grupo tierras en Andor, se demuestra que Elayne no va a relegar o a empobrecer a la nobleza de Cairhien.
—Y, además de lo expuesto —concluyó Morgase—, de ese modo Elayne no será un caso excepcional. Si se hubiese limitado a ocupar el trono, se habría apoderado de sus tierras y sería la única persona que tendría posesiones en ambos reinos. En cambio, ahora será una de tantos.
—Pero sigue siendo peligroso —arguyó Dyelin—. Lorstrum no accedió por el soborno.
—¿Ah, no? —preguntó Birgitte con el entrecejo fruncido—. ¿Entonces…?
—Tiene razón —dijo Elayne y dio un sorbo de su taza de té—. Accedió porque vio la oportunidad que le brindaba de hacerse con los dos tronos.
La sala se sumió en un silencio sepulcral.
—¡Qué jodienda! —soltó Birgitte.
Dyelin asintió.
—Te has creado unos enemigos que podrían derrocarte, Elayne —le dijo—. Si te ocurriese algo, es muy probable que cualquiera de esos dos, Lorstrum o Bertome, intentara apoderarse de los dos reinos.
—Cuento con ello —respondió Elayne—. Ahora mismo, son los nobles con mayor poder de Cairhien, sobre todo porque Dobraine aún no ha regresado de dondequiera que se lo llevara Rand. Con ellos dos apoyando la idea de tener un monarca común, tenemos la posibilidad de conseguir mi propósito.
—Sólo te apoyarán porque ven la posibilidad de erigirse ellos soberanos de los dos reinos —dijo Dyelin.
—Mejor escoger a tus enemigos que desconocer a quién te enfrentas —contestó Elayne—. Básicamente, he limitado el número de competidores. Vieron los dragones y eso ha despertado la envidia en ellos. Les ofrecí no sólo la oportunidad de tener acceso a esas armas, sino que además les he duplicado su riqueza. Para colmo, les he dado la esperanza de que tal vez, algún día, ellos también podrían ser nombrados rey.
—En ese caso, intentarán asesinarte —replicó con sequedad Birgitte.
—Quizá. —Fue la respuesta de Elayne—. O tal vez buscarán desacreditarme. Pero aún tardaran. Unos diez años, supongo. Si lo hicieran ahora, se arriesgarían a que las dos naciones volvieran a separarse. No, primero buscarán establecerse y disfrutar de su riqueza. Sólo actuarán una vez que estén convencidos de que la situación es estable y de que yo he bajado la guardia. Por suerte, que sean dos me permitirá provocar un enfrentamiento entre ellos. Pero por el momento he ganado dos aliados poderosos que, por encima de todas las cosas, desean que me haga con el Trono del Sol. Me entregarán la corona ellos mismos.
—¿Qué hay de las prisioneras? —inquirió Dyelin—. ¿Elenia y las otras dos? ¿De verdad tienes la intención de buscarles otro feudo?
—Sí. En realidad, el trato que han recibido es más que benévolo. No sólo la corona asume sus deudas, sino que les da la oportunidad de empezar de cero en Cairhien, si es que todo esto tiene éxito. Será beneficioso que la nobleza de Andor reciba tierras en Cairhien, aunque lo más probable es que tengan que ser de mi realengo.
—Vas a estar rodeada de enemigos —dijo Birgitte, meneando la cabeza.
—Como de costumbre —respondió Elayne—. Por suerte, te tengo a ti para que me guardes, ¿verdad?
Sonrió a la Guardiana, pero sabía que Birgitte notaba a través del vínculo que estaba nerviosa. Iba a ser una hora de espera muy larga.