18 La fuerza de este lugar

Perrin corría en la oscuridad. Jirones de acuosa niebla le rozaban la cara y se le condensaban en la barba. Tenía la mente borrosa, distante. ¿Dónde iba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué corría?

Soltando un rugido, cargó con violencia y desgarró la velada oscuridad; de pronto se encontró al aire libre. Hizo una profunda inhalación y aterrizó en lo alto de una colina escarpada, cubierta de hierba corta e irregular, y con un anillo de árboles alrededor de la base. En el cielo, un manto de nubes retumbaba y se agitaba como si fuera una marmita de brea hirviente.

Se encontraba en el Sueño del Lobo. En el mundo real, él —su cuerpo— descansaba en un sueño profundo junto a Faile, en la cima de esta misma colina. Sonrió al tiempo que respiraba hondo otra vez. Sus problemas no habían menguado. A decir verdad, parecían haber aumentado con el ultimátum de los Capas Blancas. Pero todo iba bien con Faile, y ese simple hecho cambiaba muchas cosas. Con ella a su lado se sentía capaz de lograr cualquier cosa.

Bajó la ladera a zancadas y cruzó el área abierta donde se encontraba acampado su ejército. Llevaban allí el tiempo suficiente para que hubiera señales de su presencia en el Sueño del Lobo. Las tiendas reflejaban el mundo de vigilia, si bien los faldones de entrada estaban en posiciones diferentes cada vez que los miraba. En la tierra había hoyos de lumbres de cocinar y surcos en los caminos; de vez en cuando aparecían restos de basura o herramientas descartadas. Esto último surgía de pronto y enseguida se desvanecía.

Se movió con rapidez a través del campamento; por cada paso que daba, avanzaba diez. En otro tiempo, le habría resultado escalofriante la ausencia de gente en el campamento, pero ya estaba acostumbrado al Sueño del Lobo. Que ocurriera así era lo natural.

Perrin se acercó a la estatua caída que había a un extremo del campamento y alzó la vista hacia la piedra corroída por el paso del tiempo y tapizada con líquenes negros, anaranjados y verdes. La estatua debía de haberse esculpido en una postura extraña, para estar desplomada de esa forma. Casi daba la impresión de que se hubiese tallado así: un brazo enorme irrumpiendo con violencia a través de la manga.

Perrin se volvió hacia el sudeste, en la dirección en la que se encontraba el campamento de los Capas Blancas. Tenía que vérselas con ellos. Cada vez estaba más seguro —incluso convencido— de que no seguiría adelante hasta que hubiera hecho frente a esos fantasmas del pasado.

Había un modo de encargarse de ellos de forma definitiva. Una trampa tendida con cuidado, usando Asha’man y Sabias, y castigaría a los Hijos con tanta dureza que acabarían destrozados. A lo mejor incluso podía destruirlos de forma permanente como grupo.

Tenía los medios, la oportunidad y la motivación. No más temor, no más juicios falsos de los Capas Blancas. Saltó hacia adelante, salvó treinta pies y cayó con ligereza en el suelo. Después saltó de nuevo y corrió hacia el sudeste por la calzada.

Encontró el campamento de los Capas Blancas en una hondonada arbolada, con miles de tiendas blancas colocadas en círculos precisos. Tiendas para unos diez mil Hijos, junto con otros diez mil mercenarios y otros soldados. Balwer calculaba que aquel contingente era el grueso de los Hijos que quedaban, aunque no había sido muy preciso en cuanto a cómo había conseguido ese dato. Con suerte, el odio del ambiguo hombrecillo hacia los Capas Blancas no ofuscaría su buen juicio.

Perrin se desplazó junto a las tiendas por si descubría algo que a Elyas y los Aiel se les hubiera pasado por alto; un hecho harto improbable. Pero, ya que se hallaba allí, se dijo que merecía la pena intentarlo. Además, quería ver el sitio con sus propios ojos. Alzó faldones de lona y se movió entre grupos de tiendas a fin de inspeccionar el sitio, al tiempo que captaba las sensaciones que ese lugar y sus ocupantes le producían. El campamento estaba dispuesto de un modo muy organizado. Lo que había dentro era más cambiante que las tiendas en sí, pero lo que veía también aparecía arreglado.

A los Capas Blancas les gustaba que las cosas estuviesen en orden, limpias y dobladas con esmero. Asimismo, les gustaba fingir que el mundo entero podía estar clasificado y estructurado del mismo modo, y la gente definida y catalogada con una o dos palabras.

Perrin movió la cabeza y se encaminó hacia la tienda del capitán general. La organización de las tiendas lo condujo allí con facilidad, al círculo central. No era mucho mayor que las demás, y Perrin se agachó para entrar a fin de intentar dar con algo que le fuera útil. Estaba amueblada con sencillez, con un petate para dormir que cada vez que Perrin lo miraba se hallaba en un sitio diferente, junto con una mesa en la que había objetos que aparecían y desaparecían al azar.

Perrin se acercó a la mesa y asió algo que se materializó encima: un sello personal. No reconocía el emblema —una daga alada—, pero lo memorizó justo antes de que el anillo se le esfumara de los dedos, demasiado efímero para permanecer mucho en el Sueño del Lobo. Aunque se había reunido con el cabecilla de los Capas Blancas y había intercambiado misivas con él, no sabía mucho sobre el pasado de ese hombre. Quizás eso le sería de ayuda.

Buscó por la tienda un poco más, aunque sin encontrar nada útil, y después se dirigió a la tienda grande en la que, según había explicado Gaul, tenían a muchos cautivos. Allí vio a maese Gill, que apareció un instante y enseguida se desvaneció.

Satisfecho, Perrin salió de la tienda. Al hacerlo, se le ocurrió algo que lo incomodó. ¿No tendría que haber intentado hacer algo así cuando raptaron a Faile? Había mandado a numerosos exploradores a Malden. ¡Luz, pero si había tenido que contenerse para no ir él solo a rescatarla! Sin embargo, en ningún momento hizo intención de visitar la ciudad en el Sueño del Lobo.

A lo mejor no habría servido de nada, pero ni siquiera había tenido en cuenta la posibilidad, y eso lo hacía sentirse incómodo.

Se quedó paralizado al pasar junto a un carro parado al lado de una de las tiendas de los Capas Blancas. La parte trasera del vehículo estaba abierta y dentro había tumbado un lobo gris plateado que lo observaba.

—Olvido estar todo lo atento que debería, Saltador —dijo Perrin—. Cuando me centro en un propósito, me vuelvo descuidado, y eso puede resultar peligroso. Igual que en una batalla, cuando uno se centra en el adversario que tiene delante y queda expuesto al arquero que hay en el flanco.

Saltador abrió la boca en una sonrisa al estilo de los lobos y se bajó del carro de un salto. Perrin percibió la presencia cercana de otros lobos, los de la manada con los que había corrido con anterioridad: Danzarina del Roble, Chispas y Desvinculado.

—Bien, estoy dispuesto a aprender —le dijo a Saltador.

El lobo gris se sentó de nalgas y miró a Perrin.

Sígueme, proyectó Saltador.

Y desapareció.

Perrin maldijo mientras miraba en derredor. ¿Dónde se había metido el lobo? Se movió por el campamento para buscarlo, pero no percibió a Saltador en ninguna parte. Expandió la mente. Nada.

Joven Toro. De repente, lo tenía detrás de él. Sígueme. Desapareció otra vez.

Perrin gruñó y a continuación se desplazó por el campamento en un abrir y cerrar de ojos. Al no encontrarlo, cambió al campo de gramíneas donde se había reunido con Saltador la última vez. Tampoco se encontraba allí. Perrin se quedó plantado entre los finos tallos de menudas espigas, frustrado.

Saltador lo encontró unos minutos más tarde. El lobo olía a decepción.

¡Sígueme!, proyectó.

—No sé cómo. Saltador, no sé dónde vas.

El lobo se sentó otra vez y proyectó la imagen de un cachorro de lobo uniéndose a otros de la manada. El cachorro observaba a sus mayores y repetía lo que hacían.

—Pero no soy un lobo, Saltador—arguyó Perrin—. No aprendo igual que tú. Tienes que explicarme lo que quieres que haga.

Sígueme aquí. El lobo transmitió una imagen de Campo de Emond —quién lo hubiera imaginado— y después desapareció.

Perrin lo siguió y apareció en un lugar conocido, el Prado. Lo bordeaban edificios, cosa que parecía fuera de lugar. Campo de Emond tendría que ser una aldea, no una villa con muralla de piedra y una calzada pavimentada con piedras que pasaba por delante de la posada del alcalde. Había habido muchos cambios en el poco tiempo que llevaba ausente.

—¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó.

Lo más perturbador era que el estandarte de la cabeza de lobo aún flameaba en un asta por encima del Prado. Podría tratarse de una ilusión del Sueño del Lobo, pero lo dudaba. Sabía muy bien el entusiasmo con que la gente de Dos Ríos enarbolaba la enseña de Perrin Ojos Dorados.

Los humanos son raros, proyectó Saltador.

Perrin lo miró, sin comprender.

Los humanos cavilan sobre ideas raras, añadió el lobo. Nosotros no pretendemos entenderlas. ¿Por qué el ciervo escapa, el gorrión vuela o el árbol crece? Lo hacen, y ya está.

—Sí, en efecto.

No puedo enseñar a un gorrión a cazar, continuó el lobo. Y un gorrión no enseña a un lobo a volar.

Pero aquí tú sabes volar —argumentó Perrin.

Si. Pero no me enseñaron. Yo sé.

El efluvio de Saltador rebosaba emoción y confusión. Los lobos recordaban todo lo que uno de los suyos sabía, y Saltador se sentía frustrado Porque quería enseñar a Perrin, pero no estaba acostumbrado a hacer las cosas como las hacía la gente.

—Por favor, trata de explicarme a qué te refieres. Siempre me dices que estoy aquí con «demasiada fuerza» y que es peligroso. ¿Por qué?

Duermes profundamente. El otro tú. No puedes permanecer aquí demasiado tiempo. No debes olvidar nunca que aquí eres irreal, que ésta no es tu madriguera.

Saltador se volvió hacia las casas que los rodeaban.

Esa es tu madriguera, la madriguera de tu macho progenitor. Este sitio. Recuérdalo. Evitará que te pierdas. Así es como tu especie lo hizo antaño. Tú lo entiendes.

No era una pregunta, pero aun así tenía algo de súplica. Saltador no sabía cómo explicárselo mejor.

«Puedo intentarlo», pensó Perrin, que interpretó la proyección lo mejor que supo. Pero Saltador se equivocaba. Este lugar no era su hogar. Su hogar estaba con Faile. Debía recordar eso para evitar entrar en el Sueño del Lobo con «demasiada fuerza».

He visto a tu hembra en tu mente, joven toro, transmitió saltador al tiempo que ladeaba la cabeza. Es como una colmena de abejas, con dulce miel y aguijones punzantes.

La imagen de Faile que proyectaba Saltador era la de una loba muy desconcertante. Una que te podía mordisquear la nariz en broma en cierto momento y al siguiente gruñirte, negándose a compartir su carne.

Perrin sonrió.

El recuerdo es una parte. Pero la otra parte eres tú. Debes mantenerte como joven toro.

Saltador proyectó en el agua el reflejo de un lobo que ondulaba y se hacía borroso con el movimiento de las ondas.

—No entiendo.

La fuerza de este sitio es tu fuerza. Saltador proyectó la imagen de un lobo tallado en piedra. Se quedó pensativo un momento antes de añadir: Resiste. Permanece. Sé tú.

Sin más, el lobo se incorporó y reculó, como si se preparara para abalanzarse sobre Perrin.

Desconcertado, Perrin recordó cómo era y retuvo esa imagen en la mente con todas sus fuerzas.

De un brinco, Saltador se echó sobre él y chocó contra su cuerpo. Ya había hecho lo mismo otras veces; era una forma de obligarlo a salir del Sueño del Lobo.

Esta vez, sin embargo, Perrin estaba preparado y a la espera. De forma instintiva, devolvió el empujón. El Sueño del Lobo fluctuó a su alrededor, pero volvió a cobrar solidez y Saltador rebotó contra él, aunque el pesado lobo tendría que haberlo derribado en el suelo.

Saltador sacudió la cabeza, como si estuviera aturdido.

Bien. Bien. Aprendes. Otra vez, transmitió. Parecía complacido.

Perrin se afianzó en su posición justo a tiempo de recibir el empellón de Saltador por segunda vez. Perrin gruñó, pero aguantó firme.

Aquí, proyectó el viejo lobo a la par que transmitía de nuevo la imagen del campo de gramíneas. Saltador desapareció y Perrin lo siguió. No bien había aparecido en el campo, el lobo topó contra él en cuerpo y mente.

Perrin cayó al suelo esta vez y todo fluctuó y rieló. Sintió que lo empujaban, que lo obligaban a salir del Sueño del Lobo a su sueño normal.

«¡No!», se dijo para sus adentros mientras se aferraba a una imagen de sí mismo arrodillado entre los finos tallos de espiguillas de aquel campo. Estaba allí. Lo imaginó como algo sólido y real. Olió las semillas de avena, al aire húmedo, preñado del aroma a tierra y a hojas muertas.

El paisaje cobró solidez. Perrin jadeó, arrodillado en el suelo, pero seguía en el Sueño del Lobo.

Bien. Aprendes deprisa, proyectó saltador.

—No hay más remedio —respondió Perrin mientras se ponía de pie.

La Última Cacería llega, convino el lobo, que a continuación proyectó una imagen del campamento de los Capas Blancas.

Perrin lo siguió, preparándose para otro empellón. No lo hubo. Miró a su alrededor, buscando a Saltador.

Algo lo embistió mentalmente. No hubo movimiento, sólo el ataque mental. No fue tan fuerte como antes, pero sí inesperado, y Perrin se las vio y se las deseó para resistir el empellón.

Saltador cayó desde el aire y aterrizó con gracilidad en el suelo.

Estate preparado siempre. Siempre. Pero, sobre todo, cuando te muevas.

Perrin recibió la imagen de un lobo cauteloso que olfateaba el aire antes de salir a una pradera abierta.

—Entiendo.

Pero no vengas con demasiada fuerza, lo reprendió saltador.

De inmediato, Perrin se obligó a recordar a Faile y el lugar donde dormía. Su hogar. Se… desdibujó un poco. No es que la piel se volviera traslúcida ni que el Sueño del Lobo se alterara, pero se sentía más vulnerable.

Bien, lo animó el lobo. Siempre dispuesto, pero nunca aferrándote con más fuerza de la debida. Como si llevaras a un cachorro en las fauces. No va a ser fácil conseguir ese equilibrio —comentó perrin.

Saltador emitió un olor algo desconcertado. Pues claro que no era fácil. ¿Y ahora qué? —preguntó Perrin con una sonrisa.

Corremos. Después, más práctica, proyectó el lobo.

Saltador salió lanzado como un rayo, un proyectil gris y plata en dirección a la calzada. Perrin lo siguió. Percibía decisión en Saltador, un efluvio que le resultaba curiosamente similar al de Tam cuando entrenaba a los refugiados para combatir. Eso lo hizo sonreír de nuevo.

Corrieron calzada adelante, y Perrin practicó el equilibrio de no estar en el sueño con demasiada fuerza y, sin embargo, estar preparado para consolidar su percepción del «yo» en cualquier momento. De vez en cuando, Saltador lo atacaba e intentaba echarlo del Sueño del Lobo. Siguieron igual hasta que Saltador dejó de correr de forma repentina.

Perrin dio unos cuantos pasos más que lo situaron por delante del lobo antes de frenarse. Había algo frente a él. Un muro translúcido de color violeta que cortaba la calzada. Se alzaba hacia el cielo y se extendía a derecha e izquierda.

—¿Qué es esto, Saltador?

Aberración. No debería estar aquí, proyectó el lobo, que emitía un efluvio furioso.

Perrin se adelantó y alzó una mano hacia la superficie, pero vaciló. Parecía cristal. Jamás había visto nada semejante a eso que había en el Sueño del Lobo. ¿Sería algo parecido a las burbujas malignas? Alzó la vista al cielo.

El muro destelló de repente y desapareció. Perrin parpadeó y reculó a trompicones. Miró a Saltador. El lobo se había sentado y observaba con fijeza el lugar donde había estado el muro.

Vamos, Joven Toro. Practicaremos en otro sitio, proyectó por fin el lobo al tiempo que se levantaba.

Se alejó a grandes zancadas. Perrin miró hacia atrás, calzada abajo. Lo que quiera que hubiera sido el muro, no había dejado señales visibles de su existencia.

Preocupado, Perrin fue en pos de Saltador.


—¡Así me abrase! ¿Dónde se han metido esos arqueros? —Rodel Ituralde subió a la cima de la colina—. ¡Quería que se presentaran en lo alto de las torres delanteras para relevar a los ballesteros hace una hora!

Ante él, envuelta en un fragor metálico, la batalla resonaba y gritaba y gruñía y aporreaba y bramaba. Una horda de trollocs había surgido al otro lado del río para cruzarlo por el vado en almadías o con un tosco puente flotante, improvisado con plataformas de troncos. Los trollocs detestaban cruzar cualquier corriente de agua, y les estaba costando mucho tiempo salvar el río.

Esa era la razón de que la fortificación fuera tan útil. La ladera de la colina descendía directamente hasta el único vado de tamaño razonable que había en muchas leguas. Al norte, un hervidero de trollocs cruzaba un paso que salía de la Llaga, y desembocaba justo en el río Arinelle. Cuando por fin se veían obligados a cruzar el río, se enfrentaban a la falda de la colina, que estaba sembrada de fosos defensivos, parapetos y torres para arqueros en lo alto. No había otro modo de llegar a la ciudad de Maradon desde la Llaga, salvo pasando por esa colina.

—Dile al capitán Finsas que su jodida sincronización podría mejorar —gruñó el general.

—Lo siento, milord. Los bajaron rodando por el paso antes de que imagináramos lo que se traían entre manos. El lanzamiento inicial alcanzó nuestro puesto de observación. El propio lord Finsas resultó herido.

Ituralde asintió con la cabeza; Rajabi llegaba para ponerse al mando del campamento de arriba y organizar a los heridos. Al pie de la vertiente, también había caído un montón de cadáveres en el campamento de abajo. Los trabuquetes podían conseguir la altitud y el alcance suficientes para lanzar por encima de la colina y que los proyectiles cayeran sobre sus hombres en lo que hasta ahora había sido una zona resguardada. Tendría que desplazar el campamento de abajo hacia atrás en la llanura, más cerca de Maradon, lo cual alargaría el tiempo de respuesta. ¡Qué puñetas!

«Antes no maldecía tanto», pensó. Era ese chico, el Dragón Renacido. Rand al’Thor le había hecho promesas, algunas de palabra y otras implícitas. Promesas de proteger Arad Doman de los seanchan. Promesas de que tendría posibilidad de vivir, en vez de morir atrapado por los seanchan. Promesas de darle algo que hacer, algo importante, algo vital. Algo imposible.

Contener a la Sombra. Luchar hasta que llegaran refuerzos.

El cielo se oscureció de nuevo e Ituralde se metió en el pabellón de mando, que tenía el techo de madera como precaución contra las máquinas de asedio. Había temido que les lanzaran andanadas de piedras pequeñas, no cadáveres. Los hombres corrían para ayudar a llevar a los heridos a la relativa seguridad del campamento de abajo, y desde allí a la llanura en dirección a Maradon. Rajabi dirigía la operación. El corpulento hombre tenía el cuello tan grueso como un fresno de diez años y los brazos casi igual de anchos. Ahora renqueaba al caminar por la herida sufrida en combate en la pierna izquierda; habían tenido que amputársela por debajo de la rodilla. El Asha’man lo había Curado lo mejor posible, y Rajabi caminaba con la pierna cortada apoyada en una estaca. Se había negado en redondo a retirarse por los accesos junto a los heridos graves, e Ituralde no lo había obligado a marcharse. Uno no se deshacía de un buen oficial porque hubiera sufrido una herida.

Un oficial joven dio un respingo cuando un cadáver hinchado se precipitó sobre la parte superior del pabellón. El oficial —Zhell— no tenía la piel cobriza, aunque llevaba un bigote muy domani y, en la mejilla, un lunar de adorno con forma de flecha.

No estaban en condiciones de resistir allí contra los trollocs mucho más tiempo; no contra el número que se estaba congregando allí abajo. Ituralde tendría que retroceder, palmo a palmo, hacia el interior de Saldaea, en dirección a Arad Doman. Curioso, cómo se desarrollaba todo para que siempre estuviera retrocediendo hacia su tierra natal. Primero, desde el sur, y ahora, desde el nordeste.

Arad Doman acabaría aplastada entre los seanchan y los trollocs. «Más vale que cumplas tu palabra, muchacho».

Por desgracia, no podía replegarse a Maradon. Los saldaeninos le habían dejado muy claro que los consideraban invasores, tanto al Dragón Renacido como a él. Malditos idiotas. Al menos tenía la oportunidad de destruir esas máquinas de asedio.

Otro cadáver cayó sobre el pabellón de mando, pero el techo aguantó. Por el hedor de esos trollocs muertos —y, en algunos casos, un ruido a chapoteo—, no estaban utilizando a los muertos más recientes para esta ofensiva. Convencido de que los oficiales se encargaban de sus cometidos y consciente de que no era momento de interferir, Ituralde enlazó las manos a la espalda y siguió en el mismo sitio. Al verlo, los soldados —tanto los que estaban dentro como los que estaban fuera del pabellón— adoptaron una postura más erguida. Los mejores planes sólo aguantaban hasta que la primera flecha acertaba a dar en el blanco, pero un comandante inquebrantable y resuelto tenía en sus manos poner orden en el caos si sabía mantener la compostura.

Arriba, la tormenta rebullía; nubes plateadas y negras que recordaban una olla renegrida suspendida sobre la lumbre, con algunas pizcas de acero brillante asomando entre la costra de hollín. No era natural. Que sus hombres vieran que a él no lo asustaba, aunque les llovieran encima cadáveres.

Se estaba transportando a los heridos, y los hombres del campamento de abajo empezaban a desmontarlo a fin de trasladarlo más atrás. Mantuvo a los arqueros y los ballesteros disparando, y a los piqueros preparados a lo largo de los parapetos. Contaba con un número considerable de jinetes, pero allí no podía utilizar la caballería.

Si no hacía algo con esos trabuquetes, los lanzamientos de cadáveres y grandes piedras acabarían agotando a sus hombres; pero su intención era prenderles fuego antes, ya fuera usando a un Asha’man directamente o mediante la acometida de una fuerza equipada con jodidas flechas incendiarias a través de un acceso.

«Ojalá pudiera ordenar la retirada a Maradon». Pero el señor saldaenino no se lo permitiría; si se replegaban hacia la ciudad, los trollocs acabarían aplastándolos contra las murallas.

Malditos, malditos necios. ¿Qué clase de idiotas negaban refugio a hombres cuando un ejército de Engendros de la Sombra estaba llamando a su puerta?

—Quiero valoraciones de daños —le dijo al teniente Nils—. Que los arqueros se preparen para un ataque a esas máquinas de asedio, y trae a los Asha’man que estén de servicio. Dile al capitán Creedin que esté atento al asalto de los trollocs a través del vado. Redoblarán sus esfuerzos después de esta andanada, ya que supondrán que estamos desorganizados.

El joven oficial asintió con la cabeza y salió disparado a cumplir las órdenes, al mismo tiempo que Rajabi entraba en el pabellón cojeando y frotándose el ancho mentón.

—De nuevo acertaste respecto a esos trabuquetes. Los montaron para atacarnos a nosotros.

—Siempre procuro acertar, porque cuando me equivoco, perdemos —le respondió Ituralde.

Rajabi asintió con un gruñido. En el cielo, la tormenta rebullía. Ituralde oyó las llamadas de los trollocs a lo lejos. Retumbo de tambores de guerra. Gritos de hombres.

—Algo va mal —dijo.

—Toda esta jodida guerra va mal —opinó Rajabi—. Nosotros no deberíamos estar aquí, sino los saldaeninos. Todo su ejército, no sólo los pocos jinetes que nos facilitó el lord Dragón.

—Es algo más que todo eso. —Escudriñó el cielo—. ¿Por qué cadáveres, Rajabi?

—Para desmoralizarnos.

No es que fuera una táctica insólita, pero ¿cuerpos en los primeros lanzamientos? ¿Por qué no usar piedras cuando podían ocasionar más daño y después pasar a los cadáveres, una vez que la sorpresa hubiera dejado de serlo? Los trollocs no tenían cerebro para planear tácticas, pero los Fados… Eran muy arteros. Eso lo había aprendido de primera mano.

Ituralde observaba el cielo cuando otra andanada masiva se precipitó sobre ellos como si brotara de las oscuras nubes. Luz, ¿de dónde habían sacado tantos trabuquetes? Tantos como para lanzar centenares de cadáveres.

«Según sus cuentas son dieciséis», había dicho el muchacho. No serían ni mucho menos suficientes para lanzar tantos. Por cierto, ¿algunos de esos cuerpos no caían con demasiada estabilidad?

La idea se abrió paso en su mente de golpe, como una tromba de lluvia helada. ¡Qué listos eran esos puñeteros monstruos!

—¡Arqueros! —gritó Ituralde—. ¡Arqueros, atentos al cielo! ¡No son cadáveres!

Demasiado tarde. No había acabado de gritar la advertencia cuando los Draghkar extendieron las alas; bastante más de la mitad de los «cadáveres» de esta andanada eran Engendros de la Sombra vivos que se habían camuflado entre los cuerpos que caían. Después de que los primeros Draghkar habían atacado a su ejército unos pocos días atrás, Ituralde había puesto arqueros que se turnaban de forma permanente en la vigilancia del cielo de día y de noche.

Pero los arqueros no tenían órdenes de disparar contra cadáveres que caían. Ituralde siguió gritando mientras salía a toda carrera del pabellón y desenvainaba la espada de la funda. El campamento de arriba se convirtió en un caos cuando los Draghkar se posaron en medio de los soldados. Un gran número de esas criaturas cayó alrededor del pabellón de mando, con los enormes ojos relucientes y sus dulces cantos atrayendo hacia sí a los hombres.

Ituralde chilló con todas sus fuerzas para llenarse los oídos con su propia voz. Una de las bestias iba hacia él, pero el grito evitó que oyera el canto arrullador del ser. Este pareció sorprendido —o al menos todo lo sorprendido que podía mostrarse algo tan inhumano— cuando Ituralde se dirigió hacia él a trompicones fingiendo que lo arrastraba para, acto seguido, asestar un golpe experto que le atravesó el cuello. Sangre oscura se escurrió por la piel lechosa en tanto que Ituralde liberaba de un tirón la espada, sin dejar de gritar ni un momento.

Vio a Rajabi tropezar y caer al suelo cuando uno de los Engendros de la Sombra saltó sobre él. Ituralde no podía acudir en su ayuda, pues se enfrentaba a otro de esos monstruos. En aquel bendito momento reparó en que unas bolas de fuego se descargaban sobre los Draghkar que aún había en el aire. Los Asha’man.

Pero al mismo tiempo, a lo lejos, oyó los tambores de guerra resonar con más fuerza. Como había predicho, la hormigueante horda de trollocs estaría asaltando el vado con todos los efectivos que tuviera. Luz, a veces detestaba tener razón.

«Más vale que mantengas tu promesa y me envíes refuerzos, muchacho. ¡Luz, más te vale!» Ituralde se enfrentó al segundo Draghkar chillando con todas sus fuerzas, aunque el grito sonaba más enronquecido por momentos.


Faile caminaba a través del campamento. En el aire resonaba el parloteo de la gente, gruñidos de esfuerzo y voces de hombres que impartían órdenes. Perrin había enviado una última petición de parlamentar a los Capas Blancas y todavía no había llegado respuesta.

Faile se sentía renovada. Había pasado toda la noche acurrucada contra Perrin en lo alto de la colina. Había llevado bastantes mantas y ropa de cama. En cierto modo, la herbosa colina había sido un lecho más cómodo que el de su tienda.

Los exploradores habían regresado de Cairhien por la mañana, y tendrían enseguida el informe. De momento, Faile se había bañado y había desayunado.

Era hora de hacer algo respecto a Berelain.

Cruzó la hierba pisoteada en dirección al sector mayeniense del campamento sintiendo una ira creciente. Berelain había ido demasiado lejos. Perrin afirmaba que los rumores habían partido de las doncellas de esa mujer, no de ella, pero Faile sabía a qué atenerse. La Principal era maestra en el arte de manipular y controlar rumores. Ese era uno de los mejores modos de gobernar desde una posición de relativa debilidad. La Principal actuaba así en Mayene y había hecho lo mismo aquí, en el campamento, cuando ella era el bando más fuerte al ser la esposa de Perrin.

Había un par de soldados de la Guardia Alada en la entrada al sector mayeniense, con los petos pintados en color rojo y los yelmos alados en forma de olla que se extendían hacia abajo por la nuca. Se irguieron al ver que Faile se acercaba, cosa que destacó más su ya imponente altura. Sostenían lanzas que eran más ornamentales que otra cosa, y a lo largo de los pendones azules aparecía esparcido el halcón dorado en vuelo.

Faile tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlos a los ojos.

—Escoltadme ante vuestra señora —ordenó.

Los guardias asintieron con un cabeceo; uno de ellos alzó la mano enfundada en el guantelete y llamó a otros dos hombres para que se quedaran de guardia en la entrada.

—Se nos dijo que esperáramos vuestra llegada —informó uno con voz profunda.

—¿Hoy? —preguntó Faile, enarcando una ceja.

—No. La Principal sólo dijo que debíamos obedeceros si veníais.

—Por supuesto que debéis obedecerme. Éste es el campamento de mi esposo.

Los guardias no se lo discutieron, aunque casi con toda seguridad disentían de ella. A Berelain se le había encomendado que acompañara a Perrin, pero a él no se lo había puesto al mando de forma expresa respecto a la Principal o sus tropas.

Faile siguió a los soldados. El suelo, de forma milagrosa, empezaba a secarse. Le había dicho a Perrin que no estaba molesta por los rumores, pero sí se sentía frustrada por la osadía de la Principal.

«Esa mujer —pensó—. ¡Cómo se atreve a…!»

No. No podía seguir por ese camino. Una buena bronca haría que se sintiera mejor, pero sólo conseguiría reforzar los rumores. ¿Qué otra conclusión sacaría la gente si la veía dirigirse a la tienda de la Principal y se ponía a gritarle? Tenía que estar tranquila, aunque no iba a ser fácil.

El campamento mayeniense estaba organizado en hileras de hombres que partían de una tienda central, como radios de una rueda. La Guardia Alada no tenía tiendas —las transportaba maese Gill en las carretas— pero los grupos se habían dispuesto de forma muy ordenada. Casi parecían demasiado parejos, con las mantas dobladas, los montones de lanzas, las estacadas de caballos y los agujeros para lumbre a intervalos regulares. El pabellón central de Berelain, rescatado de las ruinas en Malden, era de color violeta y castaño. Faile mantuvo la compostura mientras seguía a los dos altísimos guardias hacia la tienda. Uno de ellos llamó al poste exterior pidiendo permiso para entrar.

La sosegada voz de Berelain respondió, y el guardia apartó el faldón de la entrada para que pasara Faile. Esta se disponía a hacerlo cuando un frufrú en el interior la hizo retroceder un paso, y Annoura salió del pabellón. La Aes Sedai la saludó con una leve inclinación de cabeza, de forma que las trencillas traslapadas que le enmarcaban la cara se mecieron. Parecía descontenta; por lo visto, todavía no había recuperado el favor de su señora.

Faile respiró hondo y entró en el pabellón. Dentro estaba fresco. Una alfombra en tonos castaños y verdes, con dibujos en forma de hiedra, cubría el suelo. Aunque el pabellón daba la impresión de estar vacío sin el habitual mobiliario de viaje de Berelain, la mujer tenía un par de sillones de roble macizo y una pequeña mesa auxiliar, también rescatados en Malden. La Principal se puso de pie.

—Lady Faile —saludó con sosiego.

Ese día lucía la diadema de Mayene. La fina corona poseía un aire de sencilla grandeza, carente de adornos a excepción del halcón dorado alzando el vuelo, como si saltara hacia la luz del sol que penetraba en haces a través del techo de la tienda, donde se habían quitado las coberturas para dejar pasar la luz. La Principal llevaba un vestido verde y dorado, con un cinturón sencillo ceñido al talle y un pronunciado escote.

Faile se sentó en uno de los sillones. La conversación que iba a mantener era peligrosa; podía conducir al desastre, pero tenía que hacerlo.

—Espero que estéis bien —dijo Berelain—. Las lluvias de los últimos días han sido agobiantes en exceso, ¿no es así?

—Han sido espantosas, pero no he venido a hablar de eso, Berelain.

La Principal frunció los perfectos labios. ¡Luz, mira que era bella esa mujer! En comparación, Faile se sentía absolutamente falta de gracia y atractivo, con la nariz larga y el busto demasiado pequeño. Y, en cuanto a la voz, ni de lejos era tan melodiosa como la de la otra mujer. ¿Por qué el Creador daba vida a personas tan perfectas como Berelain? ¿Para mofarse de los demás?

Perrin no amaba a Berelain, sin embargo. La amaba a ella.

«Tenlo muy presente», se exhortó.

Como gustéis —aceptó la Principal—. Suponía que íbamos a sostener esta conversación antes o después. Os prometo que los rumores son falsos por completo. Entre vuestro esposo y yo no ha sucedido nada inapropiado.

—Eso ya me lo ha dicho él, y su palabra me merece más confianza que la vuestra.

Su respuesta tuvo como resultado que Berelain frunciera el entrecejo. Esa mujer era una experta en las interacciones políticas y poseía una pericia y una sutileza que ella le envidiaba. Pese a su juventud, Berelain había logrado mantener la independencia de su diminuta ciudad-estado en contra de las aspiraciones anexionistas de Tear, mucho más poderosa y extensa como nación. Faile sólo se hacía una ligera idea de los muchos malabarismos, el doble juego y la pura astucia que habría requerido alcanzar tal logro.

—Bien, pues, ¿para qué habéis venido a verme? —preguntó Berelain, que tomó asiento—. Si vuestro corazón no alberga sospechas y estáis tranquila, entonces no hay ningún problema.

—Las dos sabemos que, tanto si os acostasteis con mi marido como si no lo hicisteis, el problema existe —manifestó Faile, y Berelain abrió mucho los ojos—. Lo que me encoleriza no es lo que ocurriera, sino lo que se da por supuesto que ocurrió.

—Los rumores surgen en cualquier sitio donde se congrega una masa de gente. Sobre todo, allí donde los que chismorrean son hombres.

—Unos rumores de tanto peso y tan persistentes no es probable que surjan sin el acicate necesario —adujo Faile—. Ahora todo el mundo en el campamento, incluidos los refugiados que me juraron lealtad, da por sentado que os acostasteis con mi marido mientras los Shaido me tenían prisionera. Lo cual no sólo me hace parecer una estúpida, sino que arroja una sombra en el honor de Perrin. No podrá dirigir a nadie si la gente lo tiene por uno de esos hombres que se echan en brazos de otra mujer en el instante en que su esposa está ausente.

—Otros líderes han superado rumores semejantes y, en muchos casos, los rumores no eran infundados —arguyó Berelain—. Las monarquías sobreviven a la infidelidad.

—Tal vez ocurra así en Illian o en Tear, pero Saldaea exige más de sus gobernantes. El modo en que sus hombres lo miran lo está destrozando.

—Creo que lo subestimáis —repuso Berelain—. Lo superará y aprenderá a valerse de los rumores en su provecho. Eso lo hará más fuerte, como hombre y como líder.

Faile observó con intensidad a la otra mujer.

—No lo entendéis en absoluto, ¿verdad? —dijo después.

La Principal reaccionó como si la hubiese abofeteado, echándose hacia atrás. Era obvio que no le gustaba la franqueza con que enfocaba la conversación. Eso quizá le daría cierta ventaja a Faile.

—Entiendo a los hombres, lady Faile —repuso Berelain con frialdad—. Y vuestro esposo no es una excepción. Puesto que habéis decidido ser franca, procederé a la recíproca. Fuisteis lista al tomar a Aybara cuando lo hicisteis, adhiriendo Saldaea al Dragón Renacido, pero no creáis que seguirá siendo vuestro sin discusión.

Faile respiró hondo. Había llegado el momento de hacer su jugada.

—La reputación de Perrin ha quedado seriamente dañada por lo que vos habéis hecho, mi señora Principal. En lo referente a mi honor, tal vez os habría perdonado. Pero por esto no.

—No veo qué podéis hacer al respecto.

—Yo sí. Y estoy convencida de que una de nosotras tendrá que morir.

—¿Perdón? —Berelain no se inmutó.

—En las Tierras Fronterizas, si una mujer descubre que otra se ha acostado con su esposo, tiene la opción de exigir un duelo a cuchillo.

Eso era cierto, aunque se trataba de una tradición muy antigua que rara vez se practicaba en la actualidad—. El único modo de limpiar mi nombre es que vos y yo luchemos.

—¿Y eso qué demostraría?

—Al menos, si murieseis vos, acabaría con las dudas de la gente de si aún os acostáis con él a mis espaldas.

—¿Me estáis amenazando en mi propia tienda?

—Esto no es una amenaza, sino un desafío —replicó Faile con actitud firme. Luz, esperaba que aquello saliera bien.

Berelain la observó con detenimiento y una expresión calculadora en los ojos.

—Haré un comunicado oficial. Castigaré públicamente a mis doncellas por los rumores propagados e informaré al campamento que no ha ocurrido nada.

—¿De verdad creéis que eso acabará con los rumores? Antes de mi regreso no hicisteis ninguna objeción a lo que se comentaba, lo cual se interpreta como prueba. Y, por supuesto, se esperaría que ahora actuaseis como si nada hubiera ocurrido.

—No podéis hablar en serio de ese… duelo.

—En lo que se refiere al honor de mi esposo, Berelain, siempre hablo en serio.

Miró a la mujer a los ojos y advirtió en ellos preocupación. Berelain no quería luchar con ella. Y, desde luego, ella tampoco quería luchar con Berelain, y no sólo porque no estuviera segura de si la vencería o no. Aunque siempre había querido vengarse de la Principal por aquella vez en que Berelain, quitándole el cuchillo, la había desarmado.

Presentaré el desafío formalmente esta tarde, ante todo el campamento —añadió con voz tranquila—. Dispondréis de un día para aceptar el reto o para marcharos.

No tomaré parte en ese disparate.

—Ya estáis metida de lleno. —Faile se puso de pie—. Esto es lo que Pusisteis en marcha en el momento en que dejasteis que esos rumores empezaran.

Se dio la vuelta para salir de la tienda. Había realizado un gran esfuerzo para disimular el nerviosismo. ¿Se habría fijado Berelain en que la frente le picaba por el sudor? Se sentía como si hubiese caminado por el filo de una espada. Si lo del desafío llegaba a oídos de Perrin, se pondría furioso. Tendría que confiar en que…

—Lady Faile —dijo Berelain a su espalda. En la voz de la Principal se percibía preocupación—. Sin duda podríamos acordar otro arreglo. No forcéis de este modo la situación.

Con el corazón latiéndole desbocado, Faile se paró y se volvió hacia la otra mujer. La Principal parecía preocupada de verdad. Sí, creía que ella era lo bastante salvaje y sanguinaria para plantear ese duelo.

—Quiero que salgáis de la vida de Perrin, Berelain, y lo conseguiré de un modo u otro —respondió.

—¿Queréis que me vaya? Las tareas que me encomendó el lord Dragón han concluido. Supongo que podría reunir a mis hombres y marcharnos en otra dirección.

No. Faile no quería que se fuera. La desaparición de sus tropas sería un golpe para ellos, teniendo que hacer frente a ese cercano ejército de los Capas Blancas. Y Faile sospechaba que Perrin necesitaría otra vez a la Guardia Alada.

—No es eso lo que quiero. Que os marchéis no serviría de nada para acabar con los rumores, Berelain.

—Más o menos lo mismo que lo que conseguiríais con matarme —replicó la otra mujer con sequedad—. Si luchamos y, por algún azar, os las arregláis para matarme, lo único que habríais logrado sería que la gente dijera que al descubrir la infidelidad de vuestro esposo os habíais puesto furiosa. No entiendo en qué ayudaría eso a mejorar vuestra posición. Por el contrario, daría más pábulo a los rumores.

—Entonces, entenderéis en qué dilema me encuentro —dijo Faile, que dejó que se notara su exasperación—. No parece que haya forma de librarse de esos rumores.

Berelain se quedó mirándola de nuevo. Esa mujer había asegurado una vez que tendría a Perrin. Sólo le había faltado jurarlo. Al parecer, ahora había renunciado a eso. En parte. Y en sus ojos se apreciaban atisbos de preocupación.

«Ahora se da cuenta de que ha permitido que esto llegue demasiado lejos», comprendió Faile. Pues claro. Berelain no había esperado que ella volviera de Malden. Por eso había decidido hacer un movimiento tan osado.

Ahora era consciente de haberse extralimitado. Y, con toda la razón, pensaba que Faile estaba lo bastante trastornada para batirse en duelo con ella en público.

—Nunca quise que pasara esto, Berelain —dijo, internándose de nuevo en la tienda—. Y tampoco Perrin. Vuestras atenciones son una molestia para los dos.

—Pues vuestro esposo bien poco hizo por disuadirme —comentó Berelain, cruzada de brazos—. En vuestra ausencia hubo puntos en los que me animó de forma directa.

—Qué poco lo entendéis, Berelain. —Asombroso, lo ciega que podía mostrarse una mujer que era tan inteligente en otras cosas.

—Eso es lo que vos decís.

—Ahora mismo sólo tenéis dos opciones, Berelain. —Se acercó a ella—. Podéis optar por luchar conmigo, y una de las dos morirá. Tenéis razón en que eso no pondría fin a los rumores, pero sí acabaría con vuestras posibilidades respecto a Perrin porque, o moriríais, o seríais la mujer que mató a su esposa.

«La otra opción —continuó, mirándola a los ojos— es encontrar el modo de poner fin a los rumores de una vez por todas. Vos sois la causante de este lío. Vos tendréis que solucionarlo».

Y ésa era su apuesta. A ella no se le ocurría ninguna forma de salir de aquella situación, pero Berelain era mucho más experta en esas lides que ella. Por eso se había presentado allí, dispuesta a manipular a la Principal para que creyera que estaba dispuesta a hacer algo irracional. Y después dejar que la agudeza política de la mujer resolviera la situación.

¿Funcionaría?

Buscó los ojos de Berelain y se permitió mostrar su cólera, su indignación por el agravio sufrido. Había sido maltratada, humillada y expuesta a morir congelada por su común enemigo. Y, mientras ocurría todo eso, ¿Berelain había tenido el cinismo de hacer algo así?

Sostuvo con firmeza la mirada de la Principal. No, ella no tendría tanta experiencia política como Berelain, pero sí tenía algo que le faltaba a la otra mujer: amaba a Perrin. Verdadera, profundamente. Haría cualquier cosa por evitar que le hicieran daño. La Principal la observó con detenimiento.

—De acuerdo —accedió después—. Que así sea. Podéis sentiros orgullosa, Faile. Es… poco habitual que renuncie a un trofeo que he deseado conseguir durante tanto tiempo.

—No habéis dicho cómo nos libraremos de los rumores.

—Puede que haya un método, pero será enojoso.

Faile enarcó una ceja.

Tendremos que actuar como si fuésemos amigas cuando estemos delante de la gente —le explicó la Principal—. Pelearnos, estar enemistadas, sólo servirá para dar más fundamento a los rumores. Pero si nos ven charlar y pasar tiempo juntas, las habladurías cesarán. Además, manifestaré públicamente mi repulsa a los rumores. Lo más probable es que con eso sea suficiente.

Faile se sentó en la silla que había usado antes. ¿Amigas? Detestaba a esa mujer.

—Tendrá que ser una actuación convincente —advirtió Berelain, que se levantó y fue hacia la mesita auxiliar, donde había una bandeja, y se sirvió un poco de vino frío—. Sólo funcionaría así.

—También buscaréis otro hombre, alguien a quien dedicar vuestras atenciones, al menos durante un tiempo —planteó Faile—. Para demostrar que no estáis interesada en Perrin.

—Sí. —Berelain alzó la copa—. Sospecho que eso también ayudaría. ¿Seréis capaz de poner en escena esa pantomima, Faile ni Bashere t Aybara?

«Creías de verdad que estaba dispuesta a matarte por este embrollo, ¿verdad?», pensó Faile.

—Lo prometo —dijo en voz alta.

Berelain hizo una pausa, con la copa a medio camino de los labios. Entonces sonrió y bebió.

—Veremos, pues, qué resulta de todo esto —dijo, mientras bajaba la copa.

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