7 La Salida de las montañas

El descenso de las montañas fue duro, pero, a medida que avanzaban, Perrin necesitaba cada vez menos su capa forrada de piel. Hora tras hora, dejaban atrás las postrimerías del invierno y se adentraban en el comienzo de la primavera. Los últimos restos de nieve desaparecían, y la hierba y las flores silvestres —prímulas y clavelitos— empezaban a cubrir los altos prados que atravesaban. Los árboles eran más abundantes y más frondosos, y en su ramaje cantaban alondras y petirrojos. Y también había lobos. Nunca se mostraban, pues ni siquiera Lan mencionó haber avistado alguno, pero Perrin lo sabía y, aunque mantenía firmemente parapetada la mente contra ellos, de tanto en tanto, en lo más recóndito de su cerebro, un cosquilleo tan leve como el contacto de una pluma le recordaba que estaban allí.

Lan pasaba gran parte del tiempo explorando el camino a lomos de su negro caballo de guerra, Mandarb, en pos de las huellas de Rand, e iba dejando señales que el resto de ellos seguían: una flecha de piedras destacada en el suelo, o una trazada en la pared rocosa de una bifurcación. Desviaos aquí. Cruzad ese puerto. Tomad ese camino en zigzag, ese sendero, ese atajo entre los árboles que luego bordea aquel angosto arroyo, aun cuando no haya ningún indicio de que alguien ha pasado antes por aquí. Nada más que las señales de Lan. Una mata de hierba atada en una dirección para indicar un giro a la izquierda; en la otra, a la derecha. Una rama inclinada. Un montón de guijarros para advertir de un escabroso ascenso, dos hojas prendidas a una espina para avisar de la proximidad de una empinada bajada. El Guardián utilizaba un centenar de signos distintos, según le parecía a Perrin, y Moraine los reconocía todos. Lan raras veces solía retroceder salvo cuando instalaban el campamento. Entonces conversaba en voz baja con Moraine, lejos del fuego. A la salida del sol, normalmente ya se hallaba en camino desde hacía horas.

Moraine era siempre la primera en montar a caballo después de él, mientras el sol comenzaba a arrebolarse por levante. La Aes Sedai no habría bajado de lomos de Aldieb, su blanca yegua, hasta después del anochecer o ya avanzada la noche, de no ser porque Lan se negaba a continuar siguiendo el rastro en cuanto cedía la luz del día.

—Iremos aún más lentos si se rompe una pata un caballo —aducía el Guardián ante las quejas de Moraine.

La respuesta de ella no variaba prácticamente nunca.

—Si no eres capaz de avanzar más aprisa, tal vez debería enviarte junto a Myrelle antes de que te vuelvas más viejo. Bueno, quizás eso pueda esperar, pero debes conducirnos con más premura.

Su tono oscilaba entre el de una irritada amenaza y el de una broma. Perrin deducía que expresaba algo del orden de una amenaza, o tal vez una advertencia, por la manera como Lan comprimía la mandíbula aun cuando ella sonriera después y le palmeara amistosamente la espalda.

—¿Quién es Myrelle? —preguntó suspicazmente Perrin la primera vez que se produjo aquel diálogo.

Loial sacudió la cabeza, murmurando acerca de los contratiempos que sobrevienen a quienes se inmiscuyen en los asuntos de las Aes Sedai. El cernejudo caballo del Ogier era tan alto y corpulento como el más poderoso semental, pero las largas piernas de Loial colgando de sus costados lo hacían parecer como un poni.

—Una hermana Verde —respondió con reservada y maliciosa sonrisa Moraine—. Alguien a quien Lan debe entregar algún día un paquete para su salvaguarda.

—Se halla lejano ese día —dijo Lan, con patente ira en la voz, algo realmente insólito en él—. No llegará nunca, si puedo evitarlo. ¡Vivirás mucho más tiempo que yo, Moraine Aes Sedai!

«Tiene demasiados secretos», pensó Perrin, pero declinó formular más preguntas acerca de un tema capaz de provocar una resquebrajadura en el férreo autocontrol del Guardián.

La Aes Sedai transportaba atado detrás de la silla un bulto envuelto con una manta: el estandarte del Dragón. A Perrin le inquietaba que lo llevaran con ellos, pero Moraine no le había consultado su opinión ni le había prestado oídos cuando él había hecho ademán de expresarla. Aunque lo más probable era que nadie lo reconociera al verlo, no dejaba por ello de desear que fuera tan hábil guardando en general los secretos como lo era en lo que a ellos respectaba.

Al principio, el viaje resultó aburrido. Una montaña coronada por nubes apenas difería de la siguiente, y los puertos se sucedían casi iguales entre sí. La cena consistía habitualmente en carne de conejos que Perrin cazaba con la honda. No tenía tantas flechas como para arriesgarse a disparar contra ellos en aquellos parajes rocosos. El desayuno era a base de conejo frío y también la comida de mediodía, con la única diferencia de que entonces lo comían a caballo.

En ocasiones, cuando acampaban cerca de un arroyo y había luz suficiente, él y Loial pescaban truchas. Tumbados boca abajo y con los brazos sumergidos hasta los codos en las frías aguas, atrapaban los negruzcos peces que se escondían bajo las rocas. A pesar del gran tamaño de sus dedos, Loial era incluso más rápido que Perrin.

Una vez, tres días después de haberse puesto en camino, Moraine se reunió con ellos y, tras desabotonarse la hilera de perlas del antebrazo del vestido y arremangarse, se tendió en la orilla y les preguntó cuál era el procedimiento a seguir. Perrin intercambió sorprendidas miradas con Loial, y el Ogier se limitó a encogerse de hombros.

—En realidad no es muy difícil —le dijo Perrin—. Simplemente hay que poner la mano debajo del pez, como si quisierais rascarle el vientre, y luego sacarlo. Requiere práctica, sin embargo. Tal vez no atrapéis ninguno las primeras veces.

—Yo lo probé varios días hasta conseguir pescar uno —reconoció Loial, que ya hundía sus enormes manos en el agua, con la precaución de no proyectar su sombra en ella para no asustar a las truchas.

—¿Tan complicado es? —murmuró Moraine.

Introdujo las manos en el arroyo… y un momento después la extrajo sosteniendo una gruesa trucha que coleteaba vigorosamente. Rió con alborozo y la arrojó a la orilla. Perrin miró con asombro el gran ejemplar que se agitaba bajo la menguante luz del sol, calculando que debía de pesar como mínimo dos kilos.

—Habéis sido muy afortunada —comentó—. Las truchas de este tamaño no suelen refugiarse bajo losas tan pequeñas como ésta. Deberemos trasladarnos un poco más arriba, porque ya habrá anochecido cuando otra se aventure a esconderse aquí mismo.

—¿Ah, sí? —dijo Moraine—. Subid vosotros. Creo que yo volveré a probar aquí.

Perrin vaciló un instante antes de remontar el cauce hasta un nuevo saliente. La Aes Sedai tramaba algo, pero ignoraba qué era y ello lo inquietaba. Con el vientre pegado al suelo y vigilando no hacer sombra, se asomó al lecho. Media docena de finas formas flotaban en el agua, apenas moviendo una aleta para mantenerse inmóviles. Todas juntas no pesarían tanto como la pieza que había cobrado Moraine, caviló suspirando. Con suerte, él y Loial pescarían dos cada uno, pero las sombras de los árboles de la otra ribera ya se alargaban sobre el cauce. Lo que atraparan ahora sería insuficiente, puesto que el apetito de que gozaba Loial bastaba para dar cuenta de aquellas cuatro truchas y buena parte de la otra mayor. El Ogier ya estaba rodeando con la mano uno de los peces. Antes de que Perrin llegara siquiera a meter la suya en el agua, Moraine dio un grito.

—Creo que con estas tres habrá bastante. Las dos últimas son más grandes que la otra.

—¡No es posible! —Perrin miraba a Loial con estupefacción.

—Es una Aes Sedai —arguyó, sin más comentarios, el Ogier, levantándose.

Cuando llegaron junto a Moraine, había, efectivamente, tres enormes truchas en la hierba. La Aes Sedai ya estaba abotonándose las mangas.

Perrin estaba a punto de recordarle que quien pescaba los peces tenía la responsabilidad de limpiarlos también, pero en ese mismo momento ella fijó los ojos en los suyos. Aunque nada alteraba su apacible rostro, sus oscuros ojos lo miraron impasibles, como si supiera lo que se proponía decir y ya hubiera descartado de antemano su sugerencia. Cuando la Aes Sedai le volvió la espalda, tuvo de algún modo la impresión de que ya era demasiado tarde para hablar. Murmurando para sí, Perrin sacó el cuchillo del cinturón y se dispuso a quitar las escamas y las tripas al pescado.

—De repente parece que se ha olvidado de todo lo que tenga que ver con compartir las tareas. Y supongo que también querrá que nosotros cocinemos y lo recojamos todo después.

—No lo dudes —corroboró Loial, sin dejar de limpiar la trucha que había cogido—. Es una Aes Sedai.

—Tengo la impresión de que ya he oído antes eso. —El cuchillo de Perrin levantó un revuelo de escamas—. Me parece muy bien que los shienarianos se lo consintieran todo, pero ahora sólo somos cuatro. Deberíamos mantener turnos de trabajo. Es lo justo.

—No creo que ella lo vea así —observó, riendo, Loial—. Primero tuvo que aguantar que Rand discutiera con ella todo el tiempo, y ahora tú estás dispuesto a tomarle el relevo. Por norma, las Aes Sedai no permiten que nadie las cuestione. Seguro que se propone que hayamos recobrado la costumbre de hacer lo que ella dice para cuando lleguemos al primer pueblo.

—Una buena costumbre ésa —dijo Lan, echándose la capa a la espalda.

En la creciente penumbra, parecía haber surgido de la tierra. Perrin casi perdió el equilibrio a causa de la sorpresa y Loial irguió, estupefacto, las orejas. Ninguno de ellos había oído los pasos del Guardián.

—Una costumbre que no debisteis haber perdido —agregó Lan antes de alejarse hacia donde se encontraban Moraine y los caballos.

Sus botas no produjeron el menor sonido, ni siquiera en aquel rocoso terreno, y cuando se halló a pocos metros la capa que le colgaba por detrás le confirió la inquietante apariencia de una cabeza y unos brazos que se movían flotando en el aire.

—La necesitamos para encontrar a Rand —admitió en voz baja Perrin—, pero no pienso permitir que vuelva a moldear mi vida. —Volvió a raspar vigorosamente el pescado.

A pesar de la firmeza de su resolución, a lo largo de los días siguientes y de un modo que no acabó de comprender, comprobó que él y Loial hacían la comida, fregaban los platos y se encargaban de cualquier otra tarea que a Moraine se le ocurriera encomendarles y hasta llegó a descubrir que, sin saber muy bien por qué, se había hecho cargo del cuidado diario de Aldieb. Cada noche desensillaba a la yegua y la cepillaba mientras Moraine se sentaba y permanecía absorta en sus pensamientos.

Loial lo aceptó como algo inevitable, pero Perrin no. Él trató de negarse, de resistir, pero era difícil oponerse a ella cuando formulaba una sugerencia razonable y, además, insignificante. El problema era que a aquélla seguía otra, tan fundada e insignificante como la primera, y luego otra más. El simple vigor de su presencia, de su mirada, suponían un esfuerzo para protestar. Sus oscuros ojos lo taladraban en cuanto abría la boca. Una ceja enarcada para dar a entender que se comportaba con rudeza, los ojos muy abiertos para expresar sorpresa porque él pudiera poner objeciones a una demanda tan liviana, una firme mirada que expresaba todos los atributos de una Aes Sedai; todas aquellas cosas eran capaces de hacerlo vacilar, y, una vez que se había instalado la duda en él, no había forma de recuperar el terreno perdido. La acusaba de utilizar el Poder Único con él, aun a sabiendas de que no era exactamente cierto, y ella le contestaba aconsejándole que no dijera sandeces. Comenzó a sentirse como un pedazo de hierro queriendo rebelarse contra un herrero que quería convertirlo en una guadaña a golpes de martillo.

Las Montañas de la Niebla cedieron bruscamente paso a las estribaciones de Ghealdan, una tierra plagada de colinas poco elevadas. Los ciervos, que en los montes a menudo los habían observado con recelo, como si desconocieran a ciencia cierta qué era un hombre, empezaron a alejarse presurosamente a su paso, agitando sus blancas colas. Ni siquiera Perrin vislumbraba ahora la piel rayada de los gatos monteses, que parecían esfumarse como el humo. Estaban llegando a las tierras habitadas.

Lan dejó de llevar su capa de cambiante color y se reunía con ellos con más frecuencia para ponerlos al corriente de lo que había más adelante. En muchos sitios habían talado árboles. En el paisaje fue tornándose habitual la visión de campos cercados de toscas paredes de piedra, de campesinos labrando en las faldas de los cerros y de hileras de personas siguiendo los surcos, esparciendo semillas que extraían de sacos que cargaban al hombro. De tanto en tanto, en las cumbres de las colinas y lomas divisaban casas y corrales.

Los lobos no debieran haberse encontrado allí, dado que evitaban sistemáticamente los lugares donde había hombres, pero Perrin percibía su proximidad, la invisible escolta que, formando un círculo, acompañaba a su comitiva. Ardía de impaciencia; de impaciencia por llegar a una aldea o a una ciudad, a cualquier sitio donde hubiera la gente suficiente como para mantener alejados a los lobos.

Un día después de pasar junto al primer campo, justo cuando el sol tocaba la línea del horizonte tras ellos, entraron en el pueblo de Jarra, situado a escasa distancia al norte de la frontera con Amadicia.

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