31 La mujer de Tanchico

La sala principal de la posada, intensamente iluminada, tenía más de la mitad de las mesas desocupadas a esa hora. Unas cuantas camareras con delantales blancos pasaban entre ellas con jarras de vino o cerveza, y, entremezclado con el tañido de un arpa, se escuchaba un quedo murmullo de gente conversando. Los clientes, algunos de los cuales fumaban en pipa y un par de ellos inclinaban las espaldas sobre un tablero de damas, ofrecían apariencia de oficiales de barco y mercaderes de segunda categoría, con sus chaquetas de buen corte y fina lana, pero sin los bordados en oro y plata que los distinguían de los señores verdaderamente ricos. Y, por una vez, allí no sonaba ningún repiqueteo de dados. En las chimeneas de ambos extremos de la habitación ardía fuego, pero la calidez que reinaba en aquel lugar no emanaba únicamente de ellos.

El arpista recitaba encima de una mesa Mara y los tres reyes traviesos acompañándose con su instrumento, que, adornado con incrustaciones de plata y oro, no habría desentonado en nada en un palacio. Mat conocía a aquel hombre. Le había salvado la vida una vez.

Sus encorvados hombros no hacían honor a su estatura y cuando movía los pies sobre la mesa se percibía que era cojo. Aun allí adentro, llevaba puesta la capa, cubierta de ondulantes parches de cien colores distintos, fiel a su costumbre de propagar a los cuatro vientos su condición de juglar. Sus largos bigotes y pobladas cejas eran tan blancos como la espesa mata de pelo de su cabeza, y Mat advirtió, con sorpresa, que sus azules ojos tenían un aire apenado. Él jamás habría considerado un hombre melancólico a Thom Merrilin.

Se instaló en una mesa, dejó sus fardos en el suelo junto a su taburete y pidió dos jarras de vino. La guapa camarera de ojos castaños lo miró con asombro.

—¿Dos, joven señor? No parecéis un bebedor tan empedernido —comentó maliciosamente.

Tras escarbar un poco, sacó dos centavos de plata del bolsillo. Con uno habría bastado para pagar el vino, pero el otro se lo dio simplemente porque tenía unos ojos preciosos.

—Vendrá a reunirse un amigo conmigo.

Sabía que Thom lo había visto. El viejo juglar casi había parado en seco de recitar cuando había entrado, lo cual constituía también una novedad. Eran pocas las cosas capaces de inmutar a Thom y, por lo que él recordaba, nada menos asombroso que la irrupción de unos trollocs le habría hecho interrumpir un relato. Cuando la muchacha le llevó el vino y el cambio, se puso a escuchar el final de la historia sin prestar atención alguna a las jarras de peltre que había traído.

—«Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», dijo el rey Madel, tratando de quitarse el pez que se le había enredado en la barba. —La voz de Thom Merrilin parecía resonar en una estancia palaciega y no en una simple posada. Sus dedos pulsaron los acordes del tema de la última prueba de la necedad de los tres monarcas—. «Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», declaró Orander. Y, resbalándole los pies en el barro, cayó sentado salpicando en derredor. «Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», proclamó Kadar al tiempo que buscaba, con los brazos hundidos hasta los codos en el río, su corona. «La mujer no sabe de qué habla. ¡Es una insensata!» Madel y Orander mostraron con grandes aspavientos su acuerdo. Aquello colmó la paciencia de Mara. «Les he dado más oportunidades de las que merecían», murmuró para sí. Entonces guardó en su bolsa la corona de Kadar junto con las otras dos, subió al carro, arreó a la yegua y se fue a su pueblo. Y, cuando Mara les hubo contado lo ocurrido, la gente de Heape no quiso tener ningún rey.

Volvió a tocar el tema principal de la historia, llevándolo hasta un crescendo que sonó como una carcajada, efectuó una ampulosa reverencia y casi cayó de la mesa. Los hombres rieron y aplaudieron con alborozo, pese a que sin duda todos habían escuchado más de una vez aquel relato, y solicitaron otra narración. La historia de Mara agradaba a todo el mundo, salvo quizás a los monarcas.

Thom estuvo a punto de caer otra vez al bajar de la mesa y luego se encaminó a la de Mat con paso más inseguro del que cabía esperar de su cojera. Tras dejar despreocupadamente el arpa sobre la mesa, se derrumbó en un taburete delante de una de las jarras y dedicó una inexpresiva mirada a Mat. Siempre había tenido la mirada tan acerada como una lechuza, pero ahora parecía desenfocada.

—El vulgo —murmuró, con voz aún profunda pero que ya no parecía resonar—. La narración suena cien veces mejor en Cántico Llano, y mil veces mejor en Alto, pero ellos quieren la tonalidad pedestre. —Sin añadir nada más, hundió el rostro en la jarra.

Mat no recordaba ni una ocasión en que Thom hubiera acabado de tocar el arpa sin guardarla de inmediato en su estuche de cuero. Tampoco lo había visto ansioso por beber. Fue un alivio escuchar que el juglar se quejaba de su público; nunca consideraba que estuviera a su misma altura. Al menos en eso no había cambiado.

La camarera volvió, esta vez sin pestañear.

—Oh, Thom —se lamentó en voz baja. Luego se encaró a Mat—. De haber sabido que él era el amigo que esperabais, no os habría traído vino para él ni aunque me hubierais dado cien centavos de plata.

—No sabía que estaba borracho —adujo Mat.

—Thom —dijo con voz suave la muchacha—, necesitáis descansar. Si los dejáis, os van a tener contando historias día y noche.

Al otro lado de Thom apareció una mujer que estaba quitándose el delantal. Era algo mayor que la primera, pero no menos hermosa. Podrían haber sido hermanas.

—Siempre me ha parecido un relato encantador, Thom, y vos lo narráis en toda su belleza. Venid, os he calentado la cama, y allí podréis contarme todo aquello de la corte de Caemlyn.

Thom observó la jarra como si le sorprendiera verla vacía y a continuación se atusó los largos bigotes y miró alternativamente a las camareras.

—Hermosa Mada, hermosa Saal, ¿os he dicho alguna vez que dos hermosas mujeres me han amado en la vida? Es más de lo que pueden contar la mayoría.

—Nos habéis hablado de ello, Thom —respondió con tristeza la mayor, mientras la otra miraba fieramente a Mat como si él fuera el culpable de todo.

—Dos —murmuró Thom—. Morgase tenía mal genio, pero pensé que eso no tenía por qué afectarme, de modo que todo acabó cuando tuve que huir de sus iras porque quería matarme. A Dena la maté yo. Da igual que no lo hiciera con mis propias manos. He tenido dos oportunidades, más que el común de los hombres, y las dos las he desperdiciado.

—Yo me ocuparé de él —se ofreció Mat. Ahora Mada y Saal lo miraban con severa expresión. Él les dedicó la más cordial de sus sonrisas, pero no obtuvo resultado. Las tripas le gruñeron estentóreamente—. ¿No es a pollo asado lo que huelo? Traedme tres o cuatro. —Las dos mujeres pestañearon y cambiaron miradas de estupor cuando agregó—: ¿Queréis comer algo, Thom?

—No me vendría mal un poco más de este exquisito vino andoriano. —El juglar alzó esperanzado la copa.

—Nada de vino por hoy, Thom. —La mujer le habría quitado la copa de la mano si él se lo hubiera permitido.

—Comeréis un poco de pollo, Thom —declaró la otra en tono resuelto y a un tiempo suplicante—. Está muy rico.

Ninguna de las dos quiso marcharse hasta que el juglar accedió a comer algo y, cuando se fueron, dirigieron a Mat una combinación tal de airadas miradas y bufidos que él hubo de conformarse con sacudir la cabeza. «¡Caramba, cualquiera diría que estuviera animándolo a beber más! ¡Mujeres! Las dos tienen unos ojos preciosos, sin embargo».

—Rand dijo que estabais vivo —dijo a Thom cuando se hubieron alejado Mada y Saal—. Moraine siempre sostenía que os creía vivo. Pero me contaron que estuvisteis en Cairhien y que teníais intención de trasladaros a Tear.

—¿Rand sigue bien, entonces? —Thom recobró la mirada casi tan penetrante que Mat recordaba en él—. Tenía dudas al respecto. Moraine continúa con él, ¿verdad? Una mujer bien parecida. Una buena mujer, si no fuese Aes Sedai. Relaciónate con ese tipo de mujeres y saldrás escaldado.

—¿Por qué suponíais que Rand no estaba bien? —preguntó prudentemente Mat—. ¿Sabéis de algo que pudiera causarle daño?

—¿Si sé de algo? Yo no sé nada, chico. Sospecho más de lo conveniente para mi propio bienestar, pero no sé nada.

Mat prefirió no seguir por esos derroteros. «No vale la pena confirmar sus sospechas, ni tampoco darle a entender que yo sé más de lo que conviene a mi propio bienestar».

La joven de más edad, la que Thom llamaba Mada, regresó con tres pollos de tostada y crujiente piel y, antes de irse, dirigió una mirada de preocupación a Thom y una de advertencia a Mat. Mat arrancó una pierna de cuajo y comenzó a comer mientras hablaba. Thom posó la vista en la copa y no dedicó ni una ojeada a las aves.

—¿Cómo es que os encontráis aquí en Tar Valon, Thom? Es el último sitio en que habría esperado veros, teniendo en cuenta el poco aprecio que os inspiran las Aes Sedai. Me dijeron que os ganabais bien la vida en Cairhien.

—Cairhien —murmuró el viejo juglar al tiempo que volvía a dejar vagar la mirada—. Lo que cuesta matar a un hombre, aunque lo tenga bien merecido. —Realizó una ondulación con la mano y en menos de un segundo ya empuñaba un cuchillo. Thom siempre llevaba cuchillos escondidos. A pesar de su embriaguez, asía con pulso firme el arma—. Matar a un hombre que debe morir, y a veces pagado por otros. La cuestión es, ¿valía la pena hacerlo? Siempre existe un equilibrio, ¿sabes? Entre el bien y el mal. Entre la Luz y la Sombra. No seríamos humanos si no hubiera equilibrio.

—Cambiad de tema —gruñó, con la boca llena, Mat—. No quiero hablar de asesinatos. —«Luz, ese tipo todavía sigue tumbado en la calle. Diantre, ya debería haber embarcado»—. Os he preguntado simplemente por qué estáis en Tar Valon. Si hubisteis de abandonar Cairhien por haber matado a alguien, prefiero no saberlo. Rayos y truenos, si el vino no os deja conservar la cordura para hablar de forma coherente, me marcho ahora mismo.

Thom hizo desaparecer el cuchillo con amargo ademán.

—¿Por qué estoy en Tar Valon? Estoy aquí porque es el peor lugar donde podría hallarme, exceptuando tal vez Caemlyn. Es lo que merezco, chico. Algunas mujeres del Ajah Rojo aún se acuerdan de mí. El otro día vi a Elaida en la calle. Si supiera que estoy aquí, me arrancaría la piel a tiras, y eso sólo sería el comienzo.

—Nunca me parecisteis persona inclinada a autocompadecerse —observó con desagrado Mat—. ¿Acaso pretendéis ahogaros en vino?

—¿Qué sabes tú de eso, muchacho? —replicó Thom—. Dentro de unos años, cuando hayas visto lo que es la vida y amado quizás a una mujer o dos, dispondrás de mayor base de juicio. Si es que tienes la sensatez de aprender. ¡Aaaah! ¿Quieres saber por qué estoy en Tar Valon? ¿Por qué te encuentras tú aquí? Recuerdo que te pusiste a temblar al enterarte de que Moraine era una Aes Sedai. Casi te cagabas de miedo cada vez que alguien mencionaba tan sólo el Poder. ¿Qué haces tú en Tar Valon, rodeado por todas partes de Aes Sedai?

—Marcharme de Tar Valon. Eso es lo que hago aquí. ¡Marcharme! —Mat esbozó una mueca de disgusto. El juglar le había salvado la vida y posiblemente le había prestado un favor aún más grande al hacerlo. Lo había salvado de un Fado. Ésa era la razón por la que no flexionaba la pierna derecha como antes. «Seguramente en un barco no hay suficiente vino para mantenerlo en ese estado de embriaguez»—. Me voy a Caemlyn, Thom. Si por algún retorcido motivo necesitáis arriesgar la vida, ¿por qué no me acompañáis?

—¿Caemlyn? —dijo Thom, meditabundo.

—Caemlyn, Thom. Elaida regresará probablemente tarde o temprano allí, y así tendréis de qué preocuparos. Y, si mal no me falla la memoria, si Morgase os hecha la mano encima, la experiencia aún será más terriblemente desagradable.

—Caemlyn. Sí. Caemlyn me vendría como anillo al dedo. —El juglar posó la mirada en la fuente de pollo y dio un respingo—. ¿Qué has hecho con la comida, chico? ¿Te la has escondido en la manga? —De las tres aves solamente quedaban huesos y algunos jirones de carne.

—A veces estoy hambriento —murmuró Mat, conteniéndose para no chuparse los dedos—. ¿Vais a venir conmigo, sí o no?

—Oh, iré, chico. —Al ponerse en pie, Thom parecía haber recuperado cierta estabilidad—. Espérame aquí… y procura no zamparte la mesa… mientras recojo mis cosas y me despido de algunas personas. —Se fue cojeando, sin tambalearse.

Mat tomó un poco de vino y dio cuenta de los pocos restos de carne aún pegados a la osamenta de los pollos, preguntándose si le daría tiempo a pedir otro, pero Thom no tardó en volver, con la flauta y el arpa colgadas del hombro en sus fundas, una manta enrollada y un bastón que le llegaba a la cabeza. Las dos camareras iban detrás. Decididamente eran hermanas, resolvió Mat. Dos pares de idénticos ojos miraban al juglar con la misma expresión. Thom besó primero a Saal, luego a Mada, les dio unos cachetitos en las mejillas y siguió en dirección a la puerta, indicando con un gesto a Mat que lo siguiera. Cuando Mat terminó de recoger sus cosas ya se encontraba afuera.

La más joven de las dos mujeres, Saal, detuvo a Mat cuando éste se encaminaba a la puerta.

—Sea lo que sea lo que le habéis dicho, os perdono por lo del vino, aunque os lo llevéis de aquí. Hace varias semanas que no lo veía tan despabilado. —Le puso algo en la mano y, al mirarlo, quedó confuso. Le había dado un marco de plata de Tar Valon—. Por lo que le habéis dicho. Además, parece que no os han alimentado bien últimamente. Con todo, tenéis unos ojos bonitos. —Se echó a reír al ver la cara que puso Mat.

Mat también reía, pese a sí, al salir a la calle, haciendo girar la moneda de plata entre los dedos. «De modo que tengo unos ojos bonitos, ¿eh?» Su risa se cortó en seco como la última gota de un barril de vino. Thom estaba allí, pero no el cadáver. La luz que proyectaban sobre el pavimento las ventanas de las tabernas no dejaban margen de duda. Los guardias no se habrían llevado a un muerto sin hacer preguntas en aquellas tabernas y también en La mujer de Tanchico.

—¿Qué miras, chico? —preguntó Thom—. No hay trollocs por aquí.

—Ladrones —murmuró Mat—. Miraba si había ladrones.

—No hay ladrones callejeros ni matones en Tar Valon, muchacho. Son raras las veces en que los guardias arrestan a un delincuente, ya que las noticias corren siempre, pero, cuando se da el caso, lo llevan a la Torre, y no sé qué les hacen las Aes Sedai, pero el caso es que el pobre tipo se marcha al día siguiente de Tar Valon como alma que lleva el diablo. Según tengo entendido, todavía administran peor trato a las mujeres que sorprenden robando. No, la única manera como te robarán el dinero aquí es vendiéndote latón bruñido por oro o utilizando dados trucados. No hay atracadores.

Mat giró sobre sus talones, adelantó con paso decidido a Thom y siguió en dirección a los muelles, golpeando los adoquines con la barra como si así pudiera avanzar más deprisa.

—Tomaremos el primer barco que zarpe, sea la clase de embarcación que sea. El primero.

—No vayas tan rápido, chico —pidió Thom, apretando el paso tras él—. ¿Qué prisa tienes? Hay montones de barcos que parten día y noche de aquí. Despacio. Ya te he dicho que no hay ladrones.

—¡El primer condenado barco, Thom! ¡Aunque esté a punto de hundirse, me subo en él! —«Si no eran atracadores, ¿qué eran? Debían de ser ladrones. ¿Qué otra cosa podían ser?»

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