Acodado en la barandilla, Mat contemplaba la ciudad amurallada de Aringill, más próxima con cada golpe de los remos que dirigían la Gaviota gris hacia los largos muelles de vigas embreadas. Protegido por altos muros en los extremos, el puerto era un hormiguero de gente al que se sumaban las personas que bajaban de los barcos de distintos tamaños amarrados en él. Algunas empujaban carretillas o tiraban de trineos o carros de altas ruedas, cargados hasta los topes con muebles y arcones asegurados con cuerdas, pero la gran mayoría transportaba bultos al hombro, cuando no nada. No todo era ajetreo. Muchos hombres y mujeres se apiñaban inciertamente, y los niños se pegaban llorando a sus piernas. Los soldados de rojas chaquetas y relucientes petos trataban repetidamente de hacer que abandonaran los muelles y entraran en la ciudad, pero gran parte de ellos parecían demasiado asustados para moverse.
Mat se giró y se protegió los ojos del sol para mirar el río que dejaban atrás. A esa altura el Erinin soportaba un tráfico muy superior al que había observado al sur de Tar Valon, y hasta donde le alcanzaba la vista lo surcaban casi una docena de embarcaciones variopintas que iban desde un alargado bajel de afilada proa que remontaba veloz la corriente impulsado por dos velas triangulares hasta un ancho barco de chata proa y velas cuadradas, que navegaba lentamente a bastante distancia al norte.
Casi la mitad de los barcos no tenían, no obstante, conexión alguna con el comercio fluvial. Dos navíos de anchas planchas y solitarias cubiertas cruzaban el río en dirección a una población más pequeña situada en la orilla opuesta, al tiempo que otros tres de iguales características, pero con las cubiertas llenas a rebosar de gente, regresaban hacia Aringill. El sol poniente, cuyos rayos le bañaban aún la cabeza, iluminaba el estandarte que ondeaba en aquella otra ciudad. Aquella ribera era Cairhien, pero no tuvo necesidad de ver el pendón para saber que se trataba del León Blanco de Andor. Había escuchado suficientes conversaciones sobre el tema en los escasos pueblos andorianos donde se había detenido brevemente la Gaviota gris.
Sacudió la cabeza. No le interesaba la política. «Siempre que no vuelvan a intentar decirme que soy un andoriano porque así consta en un mapa. Demonios, hasta puede que traten de obligarme a luchar en su condenado ejército, en caso de extenderse este conflicto. Sujeto a órdenes. ¡Luz!» Agitado por un estremecimiento, se volvió de nuevo hacia Aringill. Los marineros descalzos de la Gaviota gris estaban preparándose para arrojar cuerdas a los trabajadores del muelle.
El capitán lo miraba desde su posición junto al timón. Mallia no había renunciado a sus esfuerzos por congraciarse con él, ni a sus tentativas de averiguar la importancia de su misión. Mat le había enseñado finalmente la carta sellada, informándole de que la llevaba a la reina de parte de la heredera del trono. Un mensaje personal que dirigía una hija a su madre, nada más. Mallia, al parecer, sólo había prestado oídos a las palabras «reina Morgase».
Mat sonrió para sus adentros. El hondo bolsillo de su chaqueta contenía dos bolsas aún más abultadas que cuando había subido a bordo y tenía suficientes monedas sueltas como para llenar otras dos. Su suerte no había sido tan buena como en aquella primera y extraordinaria noche en que los dados y el devenir de las cosas parecían haber abandonado todo cauce de normalidad, pero había sido de todos modos satisfactoria. Después de la tercera noche, Mallia había desistido de darle muestras de amistad jugando, pero para entonces el cofre donde guardaba el dinero había bajado de peso. Y quedaría aún más ligero cuando dejara atrás Aringill, ya que Mallia precisaba reponer sus reservas de comida —Mat lanzó una ojeada a la multitud congregada en el puerto— a ser posible allí, a cualquier precio.
La sonrisa se disipó cuando sus pensamientos volvieron a centrarse en la carta. Con ayuda de una hoja de cuchillo calentada había conseguido despegar el sello con el lirio dorado. No había encontrado nada de interés: Elayne estudiaba aplicadamente y hacía progresos y estaba ansiosa por aprender. Era una hija obediente, y la Sede Amyrlin la había castigado por escaparse, ordenándole que nunca volviera a hablar de ese episodio, por lo cual su madre comprendería por qué no se extendía en explicaciones al respecto. Decía que la habían promovido al rango de Aceptada, ¿no era maravilloso, tan pronto?, y que ahora le confiaban obligaciones de mayor responsabilidad que la obligarían a abandonar Tar Valon por un corto período al servicio de la propia Amyrlin. Su madre no tenía de qué preocuparse.
Estaba muy bien que le dijera a Morgase que no se preocupara. Era a él a quien había metido en el atolladero. Aquella estúpida misiva debía de ser la razón por la que lo habían estado persiguiendo aquellos hombres, pero ni siquiera Thom había sido capaz de dilucidar el hilo de causas y efectos, por más que hubiera murmurado acerca de «cifras», «códigos» y «el Juego de las Casas».
Mat llevaba guardada a buen recaudo la carta en el forro de la chaqueta, con el sello nuevamente pegado, dispuesto a apostar a que nadie la localizaría. Si alguien anhelaba tanto hacerse con ella como para asesinarlo, seguramente volverían a atentar contra su vida. «Prometí que la entregaría, Nynaeve, y lo haré, maldita sea, se interponga quien se interponga». De todas formas, tenía unas cuantas cosas que decirles a esas tres fastidiosas jóvenes y no sería para regalarles precisamente los oídos. «Si es que vuelvo a verlas. Luz, nunca se me había ocurrido pensar en eso».
Mientras los marineros lanzaban las cuerdas a tierra, Thom salió a cubierta, con las fundas de los instrumentos colgadas a la espalda y su hatillo en una mano. Aun impedido por la cojera, avanzó pavoneándose hacia la barandilla, haciendo ondear la capa para producir un revuelo en los multicolores parches y atusándose los largos bigotes blancos con aires de importancia.
—No hay nadie mirando, Thom —señaló Mat—. No creo que se percataran de la presencia de un juglar a menos que llevara algo de comida en las manos.
—¡Luz! —exclamó Thom, mirando los muelles—. ¡Había oído que la situación era mala, pero no pensé que hubiera llegado a este punto! Pobre gente. La mitad tiene aspecto de pasar hambre. Puede que nos cueste el contenido de una de tus bolsas alquilar una habitación para esta noche. Y el de la otra tomar una comida caliente, si es que pretendes sostener el mismo ritmo. Casi me daban náuseas de verte. Prueba a comer de ese modo delante de esos desdichados de ahí abajo y tal vez acabes con el cerebro al aire.
Mat sonrió por toda respuesta.
Mallia se acercó renqueando, tirándose de la barba, cuando ya la Gaviota gris maniobraba para fijarse en su amarradero. Los marineros colocaron la pasarela, y Sanor montó guardia en ella, con los musculosos brazos doblados sobre el pecho, en previsión de un intento de abordaje por parte de la multitud. Nadie dio muestras de querer hacerlo.
—De modo que me dejaréis aquí —dijo Mallia a Mat con sonrisa no tan espontánea como era habitual—. ¿Seguro que no hay nada que pueda hacer por vos? ¡Por todos los diablos, nunca he visto tal cantidad de chusma! Esos soldados deberían despejar los muelles, ¡con la espada, si es necesario!, para facilitar su comercio a los honrados negociantes. Tal vez Sanor pueda abriros camino entre esta escoria hasta vuestra posada.
«¿Para que así sepáis dónde me alojo? Pues no lo averiguaréis».
—Había pensado comer antes de desembarcar, y organizar una partida de dados para pasar el rato. —Mallia palideció visiblemente—. Pero, bien pensado, prefiero pisar tierra firme durante mi próxima comida, de modo que nos despediremos de vos ahora, capitán. Ha sido un viaje encantador.
Mientras el alivio pugnaba con la consternación en el semblante del capitán, Mat recogió sus cosas y, utilizando la barra a modo de bastón, se encaminó a la pasarela con Thom. Mallia los siguió hasta ella, murmurando lamentaciones por su partida en las que se alternaban la hipocresía y la sinceridad. Mat tenía la certeza de que deploraba perder la oportunidad de congraciarse con su Gran Señor Samon descubriendo los pormenores de un pacto entre Andor y Tar Valon.
—Sé que dista mucho de ser una persona loable —murmuró Thom cuando ya se abrían paso entre el gentío—, pero ¿por qué tienes que seguir burlándote de él? ¿No te has quedado satisfecho con haberte zampado hasta la última miga de la comida que preveía iba a durarle hasta Tear?
—Hace casi dos días que no la comía. —El hambre había cesado sin más una mañana. Se había sentido liberado de un peso, como si con ello se hubiera interrumpido todo ascendiente de Tar Valon sobre él—. He estado tirándolo casi todo por la borda, y con gran esfuerzo para cerciorarme de que nadie me viera. —Entre aquellos demacrados rostros, muchos de ellos infantiles, ya no le parecía algo divertido—. Mallia se merecía que me mofara de él. ¿Qué me decís de ese barco que vimos ayer? El que estaba varado en banco de arena o algo así. Hubiera podido pararse para ayudarlos, pero ni siquiera se acercó por más que gritaron. —Había una mujer de largo pelo negro más adelante que hubiera sido hermosa de no estar en los huesos, la cual fijaba la vista en la cara de todos los hombres con que se cruzaba como si buscara a alguien; un niño que le llegaba a la cintura y dos niñas más pequeñas se pegaban, llorosos, a ella—. Todo eso de bandidos que actúan en el río y celadas no eran más que patrañas. A mí no me pareció una trampa.
Thom esquivó un carro sobre cuya carga cubierta con una lona iba atada una jaula con dos cerdos que no paraban de chillar y casi tropezó con un trineo que arrastraban un hombre y una mujer.
—Y tú te apartas de tu camino para socorrer a la gente, ¿verdad? Es raro que no me hubiera percatado de ello.
—Ayudaré a quien me pague el servicio —afirmó Mat—. Sólo los estúpidos protagonistas de novelas hacen algo a cambio de nada.
Las dos niñas sollozaban con las caras enterradas en la falda de la madre y el chiquillo se esforzaba por reprimir las lágrimas. Los hundidos ojos de la mujer, secos pero preñados de llanto, se detuvieron un momento en Mat, observando su rostro, antes de desviarse. Impulsivamente sacó un puñado de monedas sueltas del bolsillo sin pararse a mirar qué eran y se lo depositó en la mano. La mujer emitió una exclamación de sorpresa, contempló perpleja el oro y la plata que reposaban en su palma, esbozó una sonrisa y abrió la boca, con lágrimas de gratitud en los ojos.
—Compradles algo de comer —se apresuró a decir Mat sin darle tiempo a hablar—. ¿Por qué me miráis así? —le dijo a Thom al advertir su mirada—. El dinero acude fácilmente con tal que encuentre a alguien aficionado a los dados.
Thom asintió lentamente, pero Mat dudó de que hubiera comprendido lo que pretendía expresar. «Esos condenados niños llorando estaban exasperándome, eso es todo. Ahora el estúpido del juglar esperará que le dé una limosna a todas las matronas que encontremos. ¡Idiota!» Por espacio de un embarazoso momento, no supo si el insulto iba dirigido a Thom o a sí mismo.
Recuperó el autocontrol y evitó fijarse en cualquier rostro el tiempo suficiente para verlo realmente hasta encontrar el que quería, al pie de los muelles. El soldado de pelo entrecano y roja chaqueta y peto dorado que apremiaba a la gente para que pasara a la ciudad tenía el aspecto de un experimentado sargento. Con los ojos entornados para protegerlos del sol poniente, le recordó a Ino, aunque no fuera tuerto. Parecía casi tan cansado como las personas a las que urgía a circular.
—¡Vamos! —gritaba con voz ronca—. No podéis quedaros aquí. Adelante. Id a la ciudad.
—Perdonad, capitán —se dirigió a él, sonriente, Mat—, ¿podríais indicarme dónde puedo encontrar una posada decente? Y unas caballerizas donde tengan buenos caballos en venta. Nos queda un largo camino por delante mañana.
El soldado lo miró de hito en hito, examinó a Thom y a su capa de juglar y luego volvió a posar la vista sobre Mat.
—Capitán, ¿eh? Bien, muchacho, tendrás la mismísima suerte del Oscuro si encuentras un establo donde dormir. La mayoría de estos desgraciados duermen al raso. Y, si encuentras un caballo que no hayan sacrificado para cocinarlo, con toda probabilidad tendrás que pelearte con su propietario para obligarlo a que te lo venda.
—¡Comerse los caballos! —murmuró con disgusto Thom—. ¿De veras han empeorado tanto las cosas en esta orilla del río? ¿Acaso no manda víveres la reina?
—Ésta es la situación, juglar. —El soldado hizo ademán de escupir—. Están cruzando tan deprisa que los molinos no dan abasto para moler harina ni los carros a transportar comida de las granjas. Bueno, esto no va a durar mucho. Ha llegado la orden. Mañana ya no les permitiremos atravesar la frontera y, si lo intentan, los devolveremos a la otra ribera. —Miró ceñudo al gentío arracimado en el puerto como si ellos fueran los responsables de todo y después volvió a fijar la mirada en Mat sin mudar de expresión—. Estáis interrumpiendo el paso, viajeros. Circulad. —Alzó la voz para gritar a los que pululaban a su alrededor—. ¡Circulad! ¡No podéis quedaros aquí! ¡Circulad!
Mat y Thom se sumaron a la hilera de personas, carros y trineos que avanzaba hacia la muralla de la ciudad y entraron en Aringill.
Las calles principales estaban pavimentadas con piedras grises, detalle difícil de percibir estando tan abarrotadas de gente. La gran mayoría caminaba sin rumbo definido y los que habían perdido las energías se acurrucaban con desánimo en las aceras, los más afortunados con fardos donde guardaban sus pertenencias posados frente a ellos o alguna preciada posesión aferrada en los brazos. Mat vio tres hombres asiendo relojes y más de una docena con copas o platos de plata. Las mujeres sostenían con frecuencia niños. Sonaba un confuso parloteo, un quedo e impreciso murmullo de preocupación. Caminaba ceñudo entre la multitud en busca del letrero de una posada. Los edificios eran variopintos, indistintamente de madera, ladrillo y piedra, con tejados de teja, pizarra y paja.
—Parece impropio de Morgase —comentó, medio para sí, al cabo de un rato Thom, con las espesas cejas abatidas como blancas flechas que le apuntaran la nariz.
—¿Qué es lo que parece impropio de ella? —inquirió distraídamente Mat.
—Prohibir que sigan cruzando. Hacer regresar a los refugiados. Siempre tuvo un genio endemoniado, pero también ha demostrado sobradas veces tener un corazón de oro para los pobres y los famélicos. —Sacudió la cabeza.
Mat vio entonces un letrero que rezaba «El Ribereño», ilustrado con un hombre descalzo y con el torso desnudo interpretando una giga, y se desvió hacia allí, ayudándose con el bastón para separarse de la riada humana.
—Bueno, ha tenido que ser ella. ¿Quién lo habría ordenado si no? Olvidaos de Morgase, Thom. Nos queda aún mucho camino hasta Caemlyn. Primero veamos cuánto oro se necesita para comprar una cama para esta noche.
La sala principal de El Ribereño estaba tan atestada de gente como la calle, y, cuando el posadero escuchó la petición de Mat, se echó a reír como un poseso.
—Tengo a cuatro personas durmiendo en una cama. Si mi propia madre viniera a mí, no podría ofrecerle ni una manta junto al fuego.
—Como habréis reparado —señaló Thom, imprimiendo resonancia a la voz—, soy juglar. Sin duda podréis prepararnos un par de jergones en un rincón a cambio de entretener a vuestros clientes con relatos, malabarismos, prestidigitación y lanzamiento de llamas por la boca.
El posadero volvió a echarse a reír en sus narices.
—No me has dado ocasión de preguntarle por el establo —gruñó Thom con su tono normal de voz mientras Mat tiraba de él hacia la calle—. Seguro que habría conseguido que nos dejara dormir al menos en el pajar.
—Ya he dormido en suficientes corrales y pajares desde que salí de Campo de Emond —arguyó Mat—, y también debajo de matorrales. Quiero una cama.
En las cuatro siguientes posadas que encontró, el posadero les dio, sin embargo, idéntica respuesta que el primero y poco faltó para que los dos últimos lo echaran a patadas cuando les propuso jugarse a los dados una cama. Y cuando el propietario de la quinta le aseguró que no podría ofrecer ni un jergón a la propia reina —en un establecimiento llamado precisamente La Gentil Reina— suspiró y se decidió a preguntar:
—¿Y qué hay de las caballerizas? Supongo que podemos fijar un precio por dormir en el pajar.
—Mi establo es para los caballos —contestó el posadero de redondeada cara—, aunque ya no queden muchos en la ciudad. —Había estado sacando brillo a una copa de plata que guardó en un armario apoyado en un gran arcón con cajones; ninguna copa era igual que la contigua. Justo donde concluía la puerta del armario, sobre el arcón, había un cubilete de cuero—. No pongo gente allí para que asusten a los animales o que se fuguen con ellos. Los que me pagan para alojar a sus caballos quieren que estén bien atendidos y, además, dos de ellos son míos. No tengo camas en las caballerizas para vosotros.
Mat observó pensativamente el cubilete. Sacó una corona de oro andoriana del bolsillo y la dejó sobre el baúl. La siguiente moneda fue un marco de plata de Tar Valon; la otra, una de oro, y la siguiente, una corona de oro teariana. El posadero miró el dinero y se relamió. Mat agregó dos marcos illianos de plata y otra corona de oro andoriana antes de clavar la mirada en el individuo de cara de luna. El posadero titubeó. Mat alargó la mano hacia las monedas. El posadero se le adelantó.
—Quizá siendo sólo dos no molestaréis demasiado a los caballos.
—Hablando de caballos —inquirió, sonriente, Mat—, ¿cuánto pedís por los dos vuestros? Con sillas y bridas, naturalmente.
—No pienso venderlos —aseguró el hombre, apretando contra el pecho la mano con que había cogido las monedas.
—El doble por los caballos, sillas y bridas —propuso Mat, tomando el cubilete y haciendo sonar los dados. Agitó el bolsillo de la chaqueta para que tintinearan las monedas y demostrar que disponía de dinero para cubrir la apuesta—. Yo tiro una vez y vos dos. Tendremos en cuenta el mejor resultado que obtengáis. —Sintió ganas de reír al advertir cómo la codicia iluminaba la redonda cara del posadero.
Al entrar en el establo, lo primero que hizo Mat fue buscar en la media docena de pesebres ocupados un par de caballos castrados pardos. Eran animales anodinos, pero eran suyos. Aunque no tenían el pelo almohazado como debieran, presentaban buen aspecto, sobre todo teniendo en cuenta que todos los mozos de cuadra habían abandonado el puesto. El posadero había tomado con desprecio su queja de que no podían seguir viviendo con el sueldo que les pagaba y consideraba, por lo visto, como un crimen que el único empleado que aún le quedaba hubiera tenido la desfachatez de decir que se iba a casa a acostarse porque estaba cansado de tener que realizar el trabajo de tres hombres.
—Cinco seises —murmuró tras él Thom. Las miradas que lanzaba a su alrededor no eran tan embelesadas como cabía esperar en él, que había sido el primero en sugerir buscar alojamiento en un establo. Las motas de polvo brillaban con la última luz del día que entraba por las grandes puertas, y las cuerdas utilizadas para levantar las balas de hierba colgaban como lianas de las poleas sujetas a las vigas del tejado. El altillo donde guardaban el heno estaba ya en penumbra—. Al sacar cuatro seises y un cinco en la segunda tirada, ha creído que habías perdido irremisiblemente, y yo también. Últimamente no habías ganado en todos los lanzamientos.
—Gano con suficiente frecuencia. —Mat se sentía satisfecho por no triunfar en todas y cada una de las tiradas. Estaba muy bien que la suerte lo acompañara, pero el recuerdo de esa noche aún le producía escalofríos. Durante el instante en que había agitado aquel cubilete había tenido, no obstante, la casi absoluta certeza de cuál sería el resultado. Al arrojar la barra al altillo, un trueno retumbó en el cielo. Trepó por la escalera—. No ha sido una mala idea. Pensaba que os alegraría tener dónde resguardaros de la lluvia esta noche.
Casi todo el heno estaba comprimido en balas apiladas contra las paredes, pero había más que suficiente suelto para componer una cama bajo la capa. Thom asomó por la escalera cuando extraía dos barras de pan y un pedazo de queso verdusco de su hatillo. El posadero —que se llamaba Jeral Florry— se había desprendido de ellos por una suma que en tiempos más sosegados habría bastado para pagar uno de los caballos. Lo comieron mientras la lluvia repiqueteaba en el tejado, regándolo con agua de las cantimploras, puesto que Florry no les había querido vender vino a ningún precio, y, cuando terminaron, Thom encendió con un yesquero su larga pipa y se recostó a fumar tranquilamente.
Mat estaba tumbado de espaldas, con la mirada fija en el sombrío tejado, preguntándose si escamparía antes del amanecer. En caso de persistir, la lluvia supondría un impedimento para cumplir su propósito de librarse lo antes posible de aquella carta. Oyó un crujido de goznes y se asomó al borde del pajar.
En la penumbra distinguió a una esbelta mujer que soltaba los brazos de los varales del carro de grandes ruedas que acababa de arrastrar adentro y se quitaba la empapada capa, murmurando para sí al tiempo que sacudía el agua. Llevaba el pelo dispuesto en una multitud de pequeñas trenzas y su vestido de seda, presumiblemente de color verde pálido, tenía complicados bordados en el pecho. Había sido una prenda elegante en un tiempo, pero ahora estaba manchada y hecha jirones. Se masajeó la espalda con los nudillos, sin parar de hablar para sus adentros en voz baja, y se dirigió presurosa a las puertas del establo para mirar afuera. Con igual rapidez, cerró los grandes batientes, dejando la cuadra a oscuras. Abajo se oyó un roce, un tintineo y una especie de restallido, y de improviso se encendió una pequeña llama en una linterna que llevaba en la mano. La desconocida miró en derredor, localizó un gancho en una viga, colgó la linterna y se puso a rebuscar debajo de la lona que cubría el carro.
—Lo ha hecho muy deprisa —comentó en voz baja Thom—. Ha podido prender fuego al establo frotando de ese modo el eslabón y el pedernal a oscuras.
La mujer sacó la punta de una barra de pan y se puso a masticarla como si estuviera dura y el hambre le impidiera ponerle reparos.
—¿Queda un poco de queso? —susurró Mat. Thom negó con la cabeza.
La desconocida olisqueó el aire, y entonces Mat cayó en la cuenta de que probablemente había percibido el olor a tabaco de la pipa de Thom. Estaba a punto de levantarse y anunciar su presencia cuando una de las puertas del establo se abrió de nuevo.
La mujer se agachó, dispuesta a echar a correr, al tiempo que cuatro hombres entraban quitándose las mojadas capas, bajo las cuales vestían pálidas chaquetas de mangas ahuecadas con bordados en el pecho y calzones abombados también bordados. A pesar de sus artificiosos atuendos eran todos corpulentos y tenían expresiones feroces.
—Veo, Aludra —gritó uno que llevaba una chaqueta amarilla—, que no has corrido tan deprisa como pensabas, ¿eh? —Mat percibió un acento extraño en su habla.
—Tammuz —dijo la mujer como si profiriera una maldición—. No te bastó con ser el causante de que me expulsaran de la Corporación por tu metedura de pata, cabeza de chorlito, que ahora tienes que venir persiguiéndome también. —Tenía la misma forma peculiar de hablar que el hombre—. ¿Crees que me alegra verte?
—Eres una redomada necia, Aludra —replicó, riendo, el tal Tammuz—, cosa que por lo demás yo siempre supe. Si te hubieras limitado a marcharte, podrías haber llevado una larga vida en un lugar tranquilo. Pero no podías olvidar los secretos que alberga tu cabeza, ¿verdad? ¿Pensabas que no nos enteraríamos de que intentas ganarte la vida fabricando lo que sólo la Corporación tiene derecho a fabricar? —De pronto apareció un cuchillo en su mano—. Será un gran placer apuñalarte la garganta, Aludra.
Mat no tuvo conciencia de haberse incorporado hasta tener entre las manos una de las cuerdas que pendían del techo y haberse propulsado fuera del pajar. «¡Soy un maldito estúpido!»
Únicamente tuvo tiempo para formular aquel arrebatado pensamiento antes de precipitarse sobre los hombres, y derribarlos en cadena como bolos. La mano le resbaló en la cuerda y cayó dando tumbos sobre el suelo cubierto de paja, desparramando monedas de los bolsillos, hasta que lo paró un poste. Cuando se puso en pie, los cuatro intrusos se levantaban también. Y ahora todos iban armados con cuchillos. «¡Un ciego estúpido! ¡Un condenado tonto!»
—¡Mat!
Alzó la cabeza, y Thom le lanzó su barra. La pescó en el aire justo a tiempo para desarmar a Tammuz de un golpe y propinarle un fuerte estacazo en la cabeza. Tammuz se desplomó, pero los otros tres estaban justo detrás, y por espacio de un frenético momento Mat hubo de aplicarse a fondo haciendo molinetes con el bastón para mantener las hojas de los cuchillos alejadas de él, golpeando rodillas, tobillos y costillas hasta poder asestarla directamente contra una cabeza. Cuando el último de sus adversarios cayó, los observó un instante y después miró airadamente a la mujer.
—¿Teníais que escoger este establo como escenario de vuestro asesinato?
—Os habría ayudado —repuso la desconocida, envainando una daga de fina hoja en la funda de su cinturón—, pero he temido que fuerais a confundirme con uno de estos grandes bufones si me acercaba a vos empuñando un arma. Y he elegido este establo porque afuera llueve y estoy mojada, y porque nadie vigilaba este lugar.
Era mayor de lo que había creído, al menos diez o veinte años más vieja que él, pero aún hermosa, con grandes ojos oscuros y una pequeña y carnosa boca que parecía a punto de hacer pucheros. «O de dar un beso». Emitió una carcajada y se apoyó en la barra.
—Bien, lo hecho hecho está. Supongo que no era vuestra intención traernos complicaciones.
Aludra dirigió la mirada hacia Thom, que bajaba con torpeza del pajar a causa de la cojera. El juglar se había vuelto a poner la capa, fiel a su costumbre de no dejar que nadie lo viera sin ella, en especial la primera vez.
—Esto es como un cuento —se maravilló—. Un juglar y un joven héroe acaban de salvarme —miró con una mueca a los hombres tendidos en el suelo— ¡de estos hijos de perra!
—¿Por qué querían mataros? —preguntó Mat—. Ha dicho algo sobre los secretos.
—Los secretos —respondió por ella Thom casi con voz declamatoria— de la fabricación de fuegos de artificio, si mal no me equivoco. Sois una Iluminadora, ¿verdad? —Realizó una cortés reverencia imprimiendo un artificioso revuelo a su capa—. Soy Thom Merrilin, juglar de profesión, como ya habéis advertido. Y éste es Mat —añadió—, un joven con un don especial para meterse en problemas.
—Era una Iluminadora —precisó Aludra—, pero este gran cerdo de Tammuz echó a perder el espectáculo encargado por el rey de Cairhien y poco faltó para que destruyera nuestra sede allí. Pero como yo era la encargada, la Corporación descargó la responsabilidad en mí. Yo no propago los secretos de la Corporación —aseguró a la defensiva—, por más que diga Tammuz, pero no pienso morirme de hambre teniendo la posibilidad de elaborar artículos de pirotecnia. Puesto que ya no formo parte de la Corporación, no tengo por qué obedecer sus leyes.
—Galldrain —dijo Thom casi con igual rigidez en su tono—. Bien, ahora es un monarca muerto y ya no verá más fuegos de artificio.
—La Corporación —declaró con voz cansada la mujer— prácticamente me achaca a mí la culpa de esta guerra que asola Cairhien, como si esa noche de desastre hubiera sido la causa de la muerte de Galldrain. —Thom torció el gesto—. Creo que no podré quedarme más aquí —continuó—. Tammuz y estos otros bueyes no tardarán en despertar. Quizás esta vez me acusen ante los soldados de haber robado lo que he fabricado. —Miró con ademán pensativo a Thom y a Mat y luego pareció llegar a una conclusión—. Os debo una recompensa, pero no tengo dinero. No obstante, poseo algo que quizá sea tan valioso como el oro o más. Veremos qué opináis.
Mat intercambió miradas con Thom al tiempo que la mujer se iba a rebuscar bajo la lona del carro. «Ayudaré a quien me pague el servicio». Creyó advertir un aire especulativo en los azules ojos de Thom.
Aludra separó un fajo entre varios idénticos, un corto rollo de pesada tela de hule de un perímetro casi tan largo como el formado por sus brazos al abrazarlo. Luego lo depositó en la paja del suelo, desató las cuerdas que lo cerraban y lo desenrolló. De punta a punta, había cuatro hileras de bolsillos de distinto tamaño, ordenadas de menor a mayor, y en cada bolsillo sobresalía un cilindro de papel encerado del que asomaba una oscura cuerda.
—Fuegos de artificio —dijo Thom—. Lo sabía. Aludra, no debéis hacer esto. Podéis venderlo y sacar el dinero suficiente para vivir como mínimo diez días en una buena posada y comer abundantemente cada día. Bueno, en otro sitio que no sea Aringill.
Arrodillada junto a la larga tira de tela de hule, irguió altivamente la cabeza.
—Callad, viejo —indicó sin parecer grosera—. ¿No tengo derecho a demostrar mi gratitud? ¿Creéis que iba a daros esto si no tuviera más? Prestad atención.
Mat se agachó, fascinado, a su lado. Había visto fuegos artificiales dos veces en su vida. El Consejo del Pueblo había incurrido en un gran gasto haciéndolos traer al Campo de Emond por los buhoneros. A la edad de diez años, había intentado cortar uno para ver lo que había adentro, y había provocado un gran alboroto. Bran al’Vere, el alcalde, lo había abofeteado; Doral Barran, por aquel tiempo la Zahorí, le había propinado unos latigazos; y al llegar a casa su padre le había pegado con la correa. Durante todo un mes nadie le dirigió la palabra en el pueblo, salvo Rand y Perrin, y casi siempre que lo hacían era para insistir en regañarlo. Alargó la mano para tocar uno de los cilindros, y Aludra la apartó de un manotazo.
—¡He dicho que atiendas primero! Estos más pequeños producen una fuerte detonación, pero nada más. —Aquéllos tenían las dimensiones de su dedo meñique—. Estos otros, originan una detonación y una brillante luz. Los siguientes provocan la detonación, la luz y una multitud de chispas. Los últimos —ésos eran más gruesos que su pulgar— producen el mismo efecto, con la diferencia de que las chispas son multicolores. Casi como una flor de noche, pero no llegan tan arriba.
«¿Una flor de noche?», se extrañó Mat.
—Debes tener especial cuidado con éstos. Como ves, la mecha es muy larga. —Al ver su expresión embobada, agitó una de las oscuras cuerdas en dirección a él—. ¡Esto, esto!
—Donde se prende el fuego —murmuró—. Ya lo sé. —Thom carraspeó y se mesó los bigotes con un nudillo como si ocultara una sonrisa.
—Donde se prende el fuego —gruñó Aludra—. Sí. No se debe permanecer cerca en ninguno de los casos, pero, cuando enciendas la mecha de los mayores, has de echar a correr. ¿Me entiendes? —Enrolló con rapidez la larga tela—. Puedes venderlos si lo deseas, o lanzarlos. Recuerda que nunca debes ponerlos cerca del fuego, pues estallarían todos a la vez. Habiendo tantos juntos, bastaría tal vez para destruir una casa. —Su mano vaciló antes de volver a atar el cordel—. Hay, además, otra cuestión que seguramente no será nueva para ti. No cortes la cobertura de ninguno de ellos, como hacen algunos insensatos para ver lo que hay en su interior. A veces, cuando el contenido entra en contacto con el aire, hacen explosión sin necesidad de encenderlos. Podrías perder varios dedos, o incluso una mano.
—Estoy al corriente de ello —reconoció secamente Mat.
La mujer lo observó frunciendo el entrecejo, como si pusiera en duda que no fuera a probarlo, y al fin le tendió el fajo.
—Toma. Ahora debo irme, antes de que despierten estos hijos de perra. —Al mirar la puerta aún abierta y la lluvia que caía más allá del dintel, exhaló un suspiro—. Quizás encuentre otro sitio resguardado. Me parece que mañana iré hacia Lugard. Estos cerdos pensarán que voy a Caemlyn.
Lugard quedaba todavía más lejos que Caemlyn, y Mat recordó de improviso el duro trozo de pan. Había dicho que no tenía dinero, y los artículos de pirotecnia no se lo aportarían hasta que no encontrara a alguien en condiciones de poder comprarlos. En ningún momento había detenido la mirada en las monedas de oro y plata que se le habían caído de los bolsillos al aterrizar en el suelo, las cuales centelleaban entre la paja a la luz de la linterna. «Ah, Luz, no puedo dejar que se vaya con hambre, supongo». Cogió todas las que tenía al alcance.
—Eh… Aludra. Tengo muchas como veis. He pensado que tal vez… —Le tendió el dinero—. Siempre puedo ganar más.
La mujer se detuvo a medio ponerse la capa y luego sonrió a Thom mientras acababa de colocársela sobre los hombros.
—Es joven todavía, ¿eh?
—Lo es —convino Thom—. Y no es, con mucho, tan malo como a él mismo le gustaría considerarse. A veces es todo lo contrario.
Mat les dirigió una airada mirada a los dos y bajó la mano.
Tras cargar los varales del carro, Aludra lo hizo girar y se encaminó hacia la puerta. Al pasar propinó un puntapié en las costillas a Tammuz y éste gruñó débilmente.
—Hay algo que me tiene intrigado, Aludra —declaró Thom—. ¿Cómo habéis encendido tan deprisa, a oscuras, esa linterna?
—¿Queréis que os revele todos mis secretos? —Replicó, deteniéndose en el umbral y sonriéndole por encima del hombro—. Estoy agradecida, pero no enamorada. Ese secreto no lo sabe ni la Corporación, puesto que es un descubrimiento exclusivamente mío. Os diré, empero, que cuando sepa hacerlas funcionar correctamente, sólo cuando yo desee que se enciendan, haré una fortuna con las varillas. —Tirando de los varales, se adentró con el carro en la lluvia, y la noche la engulló.
—¿Varillas? —se interrogó Mat, preguntándose, a un tiempo, si no estaría algo mal de la cabeza.
Tammuz volvió a gruñir.
—Será mejor que nosotros hagamos lo mismo, chico —aconsejó Thom—. La otra alternativa es matar a cuatro hombres y pasar tal vez los próximos días dando explicaciones a los guardias de la reina. Y, previsiblemente, nos darán prueba de su rencor. —Uno de los compañeros de Tammuz se movió como si estuviera recobrando el conocimiento y murmuró algo incomprensible.
Cuando hubieron recogido sus cosas y ensillado los caballos, Tammuz estaba apoyado en manos y rodillas, con la cabeza colgando, y los demás también se movían y gemían.
Ya a caballo, Mat contempló la lluvia que caía, con más violencia que nunca, fuera de la puerta.
—Un condenado héroe —dijo—. Thom, si doy señales de volver a comportarme heroicamente, me dais una patada.
—¿Y qué cambiarías de lo que has hecho?
Mat lo miró con gesto hosco y luego se subió la capucha y extendió la punta de la capa sobre el grueso rollo atado detrás del arzón trasero de la silla. Aun siendo de hule, no estaba de más protegerlo del agua.
—¡Dadme una patada, sin más! —Hincó los talones en los flancos del caballo y se precipitó al galope en la lluviosa noche.