9 Sueños de lobos

Perrin regresó a su habitación por la puerta trasera, y al cabo de un rato Simion le subió una bandeja cubierta con un paño. La tela no impedía el paso a los olores de cordero asado, judías, nabos y pan recién horneado, pero Perrin siguió tumbado en la cama, con la mirada perdida en el blanco techo, hasta que se hubieron enfriado los aromas. En su cerebro se reproducían una y otra vez las imágenes presenciadas. Noam mordiendo los tablones. Noam hundiéndose a la carrera en la oscuridad. Intentó pensar en la herrería, en el meticuloso temple y forja de una pieza de acero, pero fue inútil.

Dejando intacta la comida, se levantó y se dirigió por el pasillo a la habitación de Moraine.

—Entra, Perrin —respondió ella cuando llamó a la puerta.

Por un instante todas las viejas historias que se contaban de las Aes Sedai provocaron un torbellino en su mente, pero las ahuyentó y abrió la puerta.

Le alegró ver que no había nadie más con ella. Estaba sentada con un tintero apoyado en la rodilla, escribiendo en un pequeño libro encuadernado en cuero. Sin dirigirle la mirada, tapó la pequeña botella y secó la plumilla de acero de la pluma con un trozo de pergamino. La chimenea estaba encendida.

—Llevo un rato esperándote —dijo—. No he hablado de esto porque era evidente que no lo deseabas. Después de lo sucedido esta noche, no obstante… ¿Qué quieres saber?

—¿Es eso lo que me espera? —preguntó—. ¿Acabar de ese modo?

—Tal vez.

Aguardó a que añadiera algo más, pero ella se limitó a guardar la pluma y el tintero en un estuche de madera de palisandro pulida y a soplar en el papel escrito para secarlo.

—¿Eso es todo? Moraine, no me deis esquivas respuestas de Aes Sedai. Si sabéis algo, decídmelo. Por favor.

—Es muy poco lo que sé, Perrin. Mientras buscaba información sobre otros temas entre los libros y manuscritos que utilizan para sus investigaciones dos amigas, encontré un fragmento copiado de un libro de la Era de Leyenda. Hablaba de… situaciones como la tuya. Es posible que aquélla fuera la única copia existente en todo el mundo, y apenas si aclaraba algún interrogante.

—¿Qué decía? Cualquier detalle es preferible a la total ignorancia. ¡Diantre, me preocupaba que Rand pudiera volverse loco, pero nunca pensé que hubiera de preocuparme por mí mismo!

—Perrin, incluso en la Era de Leyenda apenas sabían nada acerca de este fenómeno. La autora de ese escrito parecía indecisa respecto a su ubicación en una dimensión real o legendaria. Y recuerda que yo sólo vi un fragmento. Decía que algunos de los que hablaban con los lobos perdían su identidad, que la naturaleza lobuna borraba sus atributos humanos. Algunos. No precisaba si se daba en un porcentaje de uno sobre diez, de cinco o de nueve.

—Puedo mantenerlos a raya. No sé cómo, pero soy capaz de negarme a prestarles oído. Puedo evitar oírlos. ¿Servirá eso de algo?

—Es posible. —Lo observó, dando la impresión de que seleccionaba con cuidado las palabras—. Buena parte del estudio estaba dedicado a los sueños. Sueños que pueden ser peligrosos para ti, Perrin.

—Ya me advertisteis de ello una vez, Moraine. ¿Qué queréis decir?

—De acuerdo con la escritora, los lobos viven por una parte en este mundo y por otra en un mundo onírico.

—¿Un mundo onírico? —inquirió con incredulidad.

—Eso es lo que he dicho —corroboró Moraine, dirigiéndole una aguda mirada—, y eso es lo que ella escribió. La forma en que los lobos se comunican entre sí, la manera como te hablan a ti, está de algún modo conectada con ese mundo de sueños. Yo misma no abrigo la pretensión de entender esa conexión. —Hizo una pausa, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Por lo que he leído sobre las Aes Sedai que poseían el Talento llamado Sueño, las Soñadoras a veces afirmaban haber encontrado lobos en sus sueños, incluso lobos que actuaban como guías. Me temo que debes aprender a ser tan prudente dormido como despierto, si pretendes mantenerte al margen de los lobos. Si es eso lo que decides hacer.

—¿Si es eso lo que decido? Moraine, no pienso acabar como Noam. ¡De ningún modo!

La Aes Sedai le dirigió una curiosa mirada y sacudió lentamente la cabeza.

—Hablas como si pudieras elegir sobre todo lo que te conviene, Perrin. No olvides que eres ta’veren. —Perrin le volvió la espalda y se puso a mirar la negrura nocturna de las ventanas, pero ella continuó—: Puede que el hecho de saber lo que es Rand, de conocer su formidable potencial como ta’veren me haya hecho considerar demasiado a la ligera los otros dos ta’veren que encontré con él. Tres ta’veren en el mismo pueblo y todos nacidos con lapso de escasas semanas. Algo realmente insólito. Tal vez tú y Mat tengáis un cometido en el Entramado más importante del que vosotros mismos o yo creíamos.

—Yo no quiero ningún cometido en el Entramado —murmuró Perrin—. Si olvido mi condición de hombre, seguro que no tendré ninguno. ¿Me ayudaréis, Moraine? —Era aquélla una dura alternativa. «¿Y si ello implica el uso del Poder Único? ¿Preferiría olvidar que soy un hombre?»— ¿Me ayudaréis a mantener… mi integridad?

—Si es factible, lo haré. Te lo prometo, Perrin. Pero también debes saber que no voy a poner en peligro la lucha contra la Sombra.

Cuando se volvió hacia ella, lo miraba sin pestañear. «Y si vuestra lucha requiere enterrarme mañana, ¿lo haréis también?» Tuvo la estremecedora certeza de que así lo haría.

—¿Qué habéis omitido decirme?

—No sueltes tanto la rienda de las suposiciones, Perrin —contestó con frialdad—. No me presiones a entrar en terrenos que no creo conveniente tocar.

Vaciló antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Podéis hacer por mí lo que hicisteis por Lan? ¿Podéis escudar mis sueños?

—Ya tengo un Guardián, Perrin. —Sus labios se curvaron, casi esbozando una sonrisa—. Y no voy a tener más de uno. Soy del Ajah Azul, no del Verde.

—Sabéis a qué me refiero. Yo no quiero ser un Guardián. —«Luz, ¿vinculado a una Aes Sedai para el resto de mi vida? Es igual de espantoso que los lobos».

—No te serviría de nada, Perrin. Eso protege los sueños de influencias exteriores. El peligro de tus sueños reside en tu interior. —Volvió a abrir el pequeño libro—. Deberías dormir —añadió a modo de despedida—. Aunque hayas de ser cauteloso con los sueños, debes dormir un poco. —Volvió una página, y él se fue.

De vuelta en su habitación, aflojó la coraza con que se rodeaba, la aflojó sólo unos milímetros y dejó que sus sentidos ensancharan su campo. Los lobos seguían allá afuera, más allá de los límites del pueblo, formando un círculo en torno a Jarra. Casi de inmediato retrocedió a un rígido autocontrol.

—Lo que necesito es una ciudad —murmuró.

Eso los mantendría a raya. «Cuando haya encontrado a Rand. Cuando haya concluido lo que quiera que deba concluir con él». No estaba seguro de lamentar que Moraine no pudiera escudar sus sueños. El Poder Único o los lobos; aquélla era una alternativa a la que no debería tener que enfrentarse ningún hombre.

Desdeñó encender el fuego preparado en el hogar y abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el frío aire de la noche. Después arrojó al suelo las mantas y el edredón y se echó completamente vestido en la abollada cama, sin molestarse en hallar una postura cómoda. Su último pensamiento antes de dormirse fue que, si había algo capaz de impedirle caer en un sueño profundo que diera cabida a sueños peligrosos, sería aquel colchón.


Se encontraba en un largo pasillo de alto techo y paredes rezumantes de humedad veteados de extrañas sombras que formaban retorcidas franjas de contornos demasiado definidos, demasiado oscuras para la luz que mediaba entre ellas, una luz que no tenía idea de dónde provenía.

—No —dijo—. ¡No! —repitió más fuerte—. Esto es un sueño. Debo despertar. ¡Despertar!

El corredor permaneció inmutable.

Peligro. Era el pensamiento de un lobo, tenue y distante.

—Voy a despertar. ¡Voy a despertar!

Aporreó la pared con el puño y, aunque sintió dolor, no despertó. Le pareció que una de las sinuosas sombras se había apartado al descargar los puñetazos.

Corre, hermano. Corre.

—¿Saltador? —inquirió asombrado. Estaba seguro de que conocía al lobo cuyos pensamientos oía. Saltador, que había envidiado a las águilas—. ¡Saltador está muerto!

¡Corre!

Perrin se precipitó velozmente por el pasillo, sosteniendo con una mano el hacha para que el mango no le golpeara la pierna. Ignoraba hacia dónde corría y por qué, pero la urgencia del mensaje de Saltador lo impelía a hacerlo. «Saltador está muerto —pensó—. ¡Está muerto!» Pero siguió corriendo.

El corredor se bifurcaba en otros pasadizos que formaban estrafalarios ángulos con él, en ocasiones de subida y en otras de bajada. Ninguno de ellos presentaba, sin embargo, diferencia alguna con el que recorría. Todos tenían húmedas paredes de piedra no interrumpidas por puerta alguna, y franjas de oscuridad.

Al llegar a uno de los cruces de pasillos, se detuvo de repente. Tenía delante a un hombre ataviado con una chaqueta y calzas de extraño corte acampanado que lo miraba pestañeando. La ropa era de un color amarillo chillón y las botas de un tono apenas más pálido.

—Esto es afrentoso —dijo el hombre para sí, sin dirigirse a Perrin, con un acento raro en que las palabras se entrelazaban veloz y ásperamente—. No sólo sueño con campesinos, sino que ahora son campesinos extranjeros, a juzgar por esa vestimenta. ¡Largo de mis sueños, labriego!

—¿Quién sois? —preguntó Perrin. El hombre enarcó las cejas como si se hubiera ofendido.

Las cintas de sombra se retorcieron en torno a ellos. Una despegó una punta del techo y se descolgó hasta tocar la cabeza del singular individuo. Parecía que se le había enredado en el pelo. Al hombre se le desorbitaron los ojos, y todo pareció producirse en un mismo instante. La sombra volvió con celeridad al techo, ubicado a tres metros sobre ellos, arrastrando algo pálido. Un líquido salpicó la cara de Perrin. Un horripilante chillido estremeció el aire.

Perrin se quedó mirando, petrificado, la ensangrentada forma vestida de amarillo que gritaba y se revolcaba en el suelo. Espontáneamente, trasladó la mirada al pálido colgajo, semejante a un saco, que pendía del techo. Aun cuando la negra franja lo hubiera absorbido en parte, no tuvo dificultad para identificar un pellejo humano, al parecer totalmente íntegro.

Las sombras se agitaron a su alrededor, y él echó a correr, perseguido por los agónicos alaridos. Las cintas de tinieblas se ondulaban a su paso.

—¡Cambia, maldita sea! —gritó—. ¡Sé que es un sueño! ¡La Luz te consuma, cambia!

Los muros estaban adornados con tapices llenos de color entre los cuales se alzaban dorados candelabros con docenas de velas que iluminaban las blancas baldosas del suelo y un techo pintado con vaporosas nubes y fantásticos pájaros volando. Ni en todo el pasillo, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ni en los arcos en ojiva de piedra blanca, que de tanto en tanto interrumpían las paredes había el más mínimo movimiento salvo las llamas de los cirios.

Peligro. La advertencia sonaba incluso más tenue que antes. Y más insistente, si cabía. Con el hacha en la mano, Perrin siguió caminando con cautela por el corredor, murmurando para sus adentros.

—Despierta. Despierta, Perrin. Si sabes que es un sueño, éste debe cambiar o tú has de despertar. ¡Despierta, demonios! —El pasillo conservó la misma solidez que cualquiera de los que había recorrido en la realidad.

Llegó a la altura de la primera de las puntiagudas arcadas blancas, la cual daba entrada a una enorme estancia, en apariencia carente de ventanas, acondicionada tan lujosamente como un palacio, con mobiliario labrado y dorado y ornado con incrustaciones de marfil. En el centro había una mujer que observaba con entrecejo fruncido un raído manuscrito extendido sobre una mesa. Era una hermosa mujer de cabello y ojos negros que vestía de blanco y llevaba aderezos de plata.

En el instante en que la reconoció, ella alzó la cabeza y lo miró de hito en hito y sus ojos se abrieron de asombro y furia.

—¡Tú! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has…? ¡Podrías echar a perder cosas que eres incapaz siquiera de concebir!

De improviso el espacio pareció aplanarse, como si lo que estaba viendo fuera la reproducción de una habitación. Luego tuvo la impresión de que la lisa superficie se volvía de lado y quedaba reducida a una brillante línea vertical rodeada de oscuridad. La línea emitió un blanco centelleo antes de desaparecer, dejando sólo las tinieblas, más lóbregas que la más intensa negrura.

Justo delante de las botas de Perrin, las baldosas del suelo se interrumpieron súbitamente y, ante su mirada, los blancos contornos se disolvieron en la negrura reinante como arena arrastrada por el ímpetu de las olas. Retrocedió a toda prisa.

Corre.

Perrin se volvió, y allí estaba Saltador, un gran lobo gris de pelo entrecano marcado de cicatrices.

—Estás muerto. Yo vi cómo morías. ¡Sentí cómo morías! —Un imperativo mensaje le inundó la mente.

¡Huye ahora! No debes estar aquí. Peligro. Un gran peligro. Peor que el de todos los Nonacidos. Debes irte. ¡Vete! ¡Ahora mismo!

—¿Cómo? —gritó Perrin—. Quiero irme, ¿pero cómo?

¡Vete! Enseñando los dientes, Saltador se abalanzó hacia la garganta de Perrin.


Con un grito estrangulado, Perrin se incorporó en la cama y se llevó las manos al cuello para contener la hemorragia. Engulló saliva con alivio al palpar la piel libre de todo corte, pero al cabo de unos segundos sus dedos notaron una mancha de humedad.

A punto de caer a causa de su precipitación, saltó de la cama, se dirigió tambaleante al aguamanil, agarró la jofaina y salpicó por todas partes al llenar la palangana, se lavó la cara y el agua se tiñó de rosa. De rosa con la sangre de aquel hombre vestido de un modo tan estrafalario.

La chaqueta y los calzones tenían también manchas oscuras. Se los quitó apresuradamente y los tiró en el rincón más alejado. Tenía intención de dejarlos allí para que Simion los quemara.

Por la ventana abierta entró una ráfaga de viento. Estremeciéndose con el solo abrigo de la camisa y la ropa interior, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la cama. «Esta postura será lo bastante incómoda». La amargura, la preocupación y el miedo impregnaban sus pensamientos. Y la determinación. «Pienso resistir. Como sea».

Todavía temblaba cuando por fin concilió el sueño, un sueño superficial enturbiado por la vaga conciencia de la habitación donde se hallaba y del frío que lo atormentaba. Pero las pesadillas que lo habitaron fueron mejores que algunas otras.


Rand permanecía acurrucado bajo los árboles, observando en la noche el corpulento perro negro que se aproximaba a su escondrijo. Le dolía el costado, la herida que Moraine no podía acabar de curar, pero no le prestaba atención. La luna apenas difundía la luz suficiente para permitirle distinguir el alto perro de recio cuello e imponente cabeza, con unos dientes que parecían brillar como plata mojada en la oscuridad. El animal olisqueó el aire y avanzó al trote en dirección a él.

«Acércate —pensó—. Acércate más. Esta vez no habrá aviso previo para tu amo. Acércate. Eso es». A tan sólo diez metros de distancia, el animal emitió un cavernoso gruñido y de improviso saltó hacia él.

Henchido de Poder, propulsó con las manos extendidas algo que no acertó a identificar. Una barra de luz blanca, dura como el acero: fuego líquido. Por un instante, traspasado por aquel misterioso proyectil, el perro pareció volverse transparente, y luego no quedó rastro de él.

La blanca luz se disipó y aún siguió impresa unos segundos en los ojos deslumbrados de Rand. Se dejó caer en el tronco del árbol más cercano y apoyó la cara contra su rugosa corteza. Su cuerpo se agitó por el alivio y por un acceso de silenciosas carcajadas. «Ha resultado. La Luz me salve, esta vez ha funcionado». No siempre había sido así, y aquella noche otros perros lo habían visitado.

El Poder Único palpitaba en su interior, y su estómago se retorcía a causa de la infección del Oscuro que aquél transmitía, produciéndole ganas de vomitar. El sudor le perlaba la frente a pesar del frío viento nocturno, y la boca le sabía a hiel. Deseó echarse y morir. Deseó que Nynaeve le administrara alguno de sus preparados medicinales, o que Moraine lo curara o… algo, cualquier cosa que atajara las náuseas que lo sofocaban.

Con todo, el saidin lo inundaba también de vida, de vida, energía y lucidez entreveradas con la intolerable opresión. La vida sin el saidin era una pálida copia. Todo lo demás era una triste imitación.

«Pero si sigo conectado al Poder, me encontrarán. Me seguirán el rastro y me encontrarán. Debo llegar a Tear. Allí lo averiguaré. Si soy el Dragón, habrá un final para todo esto. Y, si no lo soy…, si todo es una mentira, también acabaré con ella. Habrá un final».

Con desgana e infinita lentitud, cortó el contacto con el saidin, se desprendió de su abrazo como si renunciara al hálito vital. La noche se le antojó insulsa y gris. Las sombras perdieron sus infinitos matices y contrastes, aunadas en monotonía.

En la lejanía, del lado oeste, el escalofriante aullido de un perro quebró el silencio de la noche.

Rand irguió la cabeza y escrutó en aquella dirección como si forzando la vista tuviera alguna posibilidad de ver al animal.

Un segundo perro respondió al primero, luego otro, y después dos más, todos desperdigados en lugares imprecisos por poniente.

—Probad a cazarme —gruñó Rand—. Perseguidme si queréis. No soy una presa fácil. ¡Ya no!

Abandonando el apoyo del árbol, vadeó un helado arroyo y luego se dirigió al trote hacia el este. Las botas rezumaban agua y la herida del costado dejaba sentir su dolor, pero él no les prestó atención. La noche volvió a quedar en silencio tras él, pero él tampoco lo acusó. «Cazadme. Yo también sé cazar. No soy una presa fácil».

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