La oscuridad envolvía parte de la falla, pues los temblores habían hecho caer una parte de la pared contra la otra, originando una especie de techo. Alzó con cautela la mirada antes de pasar apresuradamente por debajo, pero la losa de piedra parecía estar encajada con fuerza. La comezón volvía a hurgarle la mente. «¡No, diablos! ¡No!» El hormigueo desapareció.
Cuando salió a campo abierto, divisó el campamento abajo, poblado de extrañas sombras producidas por los últimos rayos de sol. Moraine se hallaba fuera de la cabaña, mirando hacia la hendidura. Se paró en seco. Era una mujer esbelta de pelo negro, más bien baja, y hermosa, con el mismo aspecto de edad indefinida que presentaban todas las Aes Sedai que llevaban tiempo trabajando con el Poder Único. Él era incapaz de determinar su edad, pues su rostro era demasiado terso para ser mayor y sus oscuros ojos reflejaban una sabiduría impropia de la juventud. Su vestido de seda azul estaba desarreglado y polvoriento, y sus cabellos, por lo general impecables, aparecían desgreñados. También tenía la cara sucia de polvo.
Bajó la vista. Ella sabía lo de él —ella y Lan eran los únicos que lo sabían en el campamento— y él sentía aprensión al percibir ese conocimiento en su rostro cuando lo miraba a los ojos. Ojos amarillos. Algún día, tal vez se sobrepondría y se decidiría a preguntarle qué sabía. Una Aes Sedai había de saber por fuerza más de lo que él sabía. Pero aquél no era el momento. Nunca parecía presentarse la ocasión propicia.
—Él… no quería… Ha sido un accidente.
—Un accidente —repitió ella con voz tajante.
Luego sacudió la cabeza y volvió a desaparecer en el interior de su cabaña. La puerta se cerró de forma un tanto estrepitosa.
Perrin respiró hondo y siguió bajando en dirección a las hogueras. Rand y la Aes Sedai sostendrían otra discusión, si no esa noche, a la mañana siguiente.
Media docena de árboles yacían en las laderas de la depresión, arrancados de cuajo, formando arcos rebozados de tierra. Un sendero de tierra arañada y removida descendía hasta la orilla del arroyo, donde reposaba un canto rodado que antes no había allí. Una de las cabañas del otro lado de la pendiente se había derrumbado con el terremoto, y la mayoría de los shienarianos estaban concentrados a su alrededor, reconstruyéndola. Loial, que era capaz de levantar solo un tronco que habría exigido la fuerza de cuatro hombres para despegarlo del suelo, se encontraba con ellos. Ino profería de tanto en tanto un juramento.
Min se hallaba junto al fuego, removiendo una olla con expresión de disgusto. Tenía una pequeña magulladura en la mejilla, y en el aire flotaba un tenue olor a estofado quemado.
—Detesto cocinar —anunció, lanzando una dubitativa mirada a la olla—. Si a veces no sale bueno, no es por mi culpa. Rand ha derramado la mitad en el fuego con sus… ¿Qué derecho tiene a hacernos saltar de un lado a otro como si fuéramos sacos de grano? —Se frotó los pantalones y torció el gesto—. Cuando le ponga las manos encima, le voy a dar una paliza que no olvidará nunca. —Agitó una cuchara de madera frente a Perrin como si se propusiera comenzar a descargar los golpes sobre él.
—¿Hay alguien herido?
—Sólo si se cuentan las contusiones —respondió tristemente Min—. Al principio estaban furiosos. Entonces han visto que Moraine observaba en dirección al escondrijo de Rand y han deducido que era obra suya. Si el Dragón quiere zarandear la montaña sobre nuestras cabezas, tendrá un buen motivo para hacerlo. Si se le antojara hacer que se desollaran y bailaran sólo con su esqueleto, les parecería bien. —Soltó un bufido y rascó el borde de la olla con la cuchara.
Perrin volvió la mirada hacia la cabaña de Moraine. Si Leya se hubiera lastimado —si hubiera muerto—, la Aes Sedai no habría entrado de nuevo sin más. La sensación de expectación seguía allí. «Sea lo que sea, todavía no se ha producido».
—Min, quizás harías bien en irte. Mañana a primera hora. Tengo un poco de plata que podría prestarte y estoy seguro de que Moraine te daría la suficiente para pagar un pasaje en una caravana de mercaderes que salga de Ghealdan. En menos que canta un gallo podrías encontrarte de nuevo en Baerlon.
La joven se quedó mirándolo tan fijamente que él sospechó haber dicho alguna inconveniencia.
—Es muy amable por tu parte, Perrin —dijo por fin—. Pero no.
—Pensaba que querías irte. No paras de quejarte de tener que estar aquí.
—Una vez conocí a una mujer illiana —explicó—. Cuando era joven, su madre dispuso su matrimonio con un hombre al que no conocía. En Illian es algo bastante frecuente. Me contó que se había pasado los primeros cinco años llena de rabia contra él y los cinco siguientes planeando la mejor forma de amargarle la vida sin que él supiera que ella era la culpable. Hubieron de pasar varios años, dijo, hasta que él murió, para que se diera cuenta de que él había sido realmente el gran amor de su vida.
—No veo qué tiene que ver eso con lo que hablamos.
Su mirada lo acusó de no tratar de comprender, y su voz adoptó un tono de forzada paciencia.
—El hecho de que el destino haya elegido algo por ti en lugar de que tú lo hayas decidido por ti mismo no significa que necesariamente haya de ser algo malo. Incluso si se trata de algo que estás seguro que no habrías escogido ni aunque vivieras cien años. «Es preferible diez días de amor que años de lamentación» —citó.
—Todavía lo entiendo menos —admitió—. No tienes por qué quedarte si no quieres.
La joven colgó la cuchara en una alta estaca bifurcada clavada en el suelo y luego lo sorprendió poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla.
—Eres un buen hombre, Perrin Aybara. Aunque no comprendas nada.
Perrin pestañeó con incertidumbre. Sintió deseos de no poner en tela de juicio el sano estado mental de Rand o de disponer de la compañía de Mat. Él siempre se sentía en terreno resbaladizo en lo concerniente a las mujeres, pero Rand siempre parecía saber cómo actuar con ellas. Y lo mismo ocurría con Mat; casi todas las chicas de Campo de Emond lo trataban despectivamente como a un eterno chiquillo, pero tenía cierta popularidad entre ellas.
—¿Y tú, Perrin? ¿No tienes a veces ganas de volver a casa?
—Constantemente —reconoció con fervor—. Pero… me temo que no va a ser posible. Todavía no. —Tendió la mirada hacia el valle donde se refugiaba Rand. «Estamos atados, según parece, ¿verdad, Rand?»—. Quizá no llegue nunca el momento.
Creía haber pronunciado las últimas palabras en voz suficientemente baja para que no lo oyera, pero en la compasiva mirada de la joven advirtió una corroboración de sus temores.
Percibió un quedo sonido de pasos tras él y se volvió hacia la cabaña de Moraine. Dos figuras descendían entre las crecientes sombras del crepúsculo; una de mujer, delgada y airosa aun caminando por el escabroso terreno. El hombre, varios palmos más alto que su compañera, se giró hacia el lugar donde trabajaban los shienarianos. Incluso los ojos de Perrin lo percibían de manera difusa. Tan pronto lo perdían como si fuera invisible como volvían a verlo. Luego una parte de él se confundía con la noche y después desaparecía de nuevo como si se lo hubiera llevado una ráfaga de viento. Sólo la capa de color cambiante de un Guardián era capaz de producir ese efecto, lo cual identificaba a la silueta más alta como la de Lan, al igual que la otra más pequeña era, sin duda, la de Moraine.
A bastante distancia de ellos otra forma aún más imprecisa se deslizó entre los árboles. «Rand —pensó Perrin— regresando a su cabaña. Otra noche que va a pasar sin cenar porque no puede soportar la manera como lo miran todos».
—Debes de tener ojos en la nuca —comentó Min, mirando con ojos entornados a la mujer que se acercaba—. O si no el oído más aguzado de que he tenido noticia. ¿Es Moraine?
«Otro descuido». Se había acostumbrado tanto a que los shienarianos dieran por sentado que tenía muy buena vista —como mínimo de día, porque ignoraban que también la tuviera de noche— que estaba comenzando a dejar que los demás notaran otras cosas. «Todavía podría hallar la muerte por un descuido como éste».
—¿Se encuentra bien la Tuatha’an? —preguntó Min cuando Moraine se aproximó al fuego.
—Está descansando.
La queda voz de la Aes Sedai tenía una habitual vibración musical, como si el acto de hablar fuera para ella algo semejante al canto, y sus cabellos y su ropa presentaban de nuevo una apariencia impecable. Se frotó las manos sobre las llamas. En la izquierda llevaba un anillo que representaba a una serpiente mordiéndose la cola. La Gran Serpiente, un símbolo de la eternidad aún más antiguo que la Rueda del Tiempo. Toda mujer formada en Tar Valon llevaba una sortija como aquélla.
La mirada de Moraine se detuvo un momento en Perrin, y pareció clavarse muy adentro.
—Se ha caído y se ha hecho un corte en la cabeza cuando Rand… —Frunció los labios, pero al cabo de un segundo había recobrado el sosiego en el semblante—. La he curado, y ahora duerme. Siempre sale mucha sangre con las heridas en la cabeza, aunque sean superficiales, pero no era nada grave. ¿Has percibido algo a su alrededor, Min?
—He visto… —Min parecía dudar—. He visto su muerte. Su cara, bañada en sangre. Estaba convencida de que ése era el significado, pero si se ha hecho un corte en la cabeza… ¿Estáis segura de que se encuentra bien?
La pregunta daba una idea de la profundidad de su preocupación. Cuando una Aes Sedai curaba, sanaba cuanto era susceptible de ser curado, y los Talentos de Moraine eran particularmente notables en esa área.
Min parecía tan turbada que Perrin se sorprendió. Al cabo de un momento asintió para sus adentros. Aun cuando verdaderamente no le gustara lo que hacía, aquello formaba parte de ella, y la muchacha creía saber cómo funcionaba, al menos en parte. Si se equivocaba, sería como encontrarse con que de pronto no sabía utilizar sus propias manos.
Moraine la observó un instante con desapasionada serenidad.
—Nunca has errado en las lecturas que has realizado para mí, ni siquiera en una entre todas cuyo desenlace he tenido ocasión de comprobar. Quizás ésta sea la primera vez.
—Cuando lo sé, lo sé de cierto —susurró Min con obstinación—. La Luz me asista, lo sé.
—O tal vez sea algo que aún ha de producirse. Todavía le queda mucho camino por recorrer hasta volver a sus carromatos, y debe cabalgar a través de tierras donde reina la agitación.
La voz de la Aes Sedai era una fría y despreocupada canción. Perrin emitió involuntariamente un sonido gutural. «Luz, ¿he hablado yo antes de ese modo? No estoy dispuesto a consentir que la muerte de una persona me afecte tan poco».
—La Rueda gira según sus propios designios, Perrin —sentenció, mirándolo, la Aes Sedai, como si él hubiera hablado en voz alta—. Hace mucho te dije que estábamos en guerra. No podemos detenernos sólo porque algunos de nosotros perezcamos tal vez. Cualquiera de nosotros puede morir antes de que todo haya concluido. Aunque Leya no se valga de las mismas armas que tú, era consciente de ello cuando se sumó a nuestras filas.
Perrin bajó la vista. «Puede que sea cierto, Aes Sedai, pero yo nunca lo aceptaré como vos».
Lan se reunió con ellos alrededor de la fogata, acompañado de Ino y Loial. Las sombras cambiantes que proyectaban las llamas en su rostro acusaban la angulosidad de sus facciones, confiriendo a su ya pétreo semblante una dureza más marcada de lo habitual. Su capa no ofrecía una apariencia menos inquietante con la luz del fuego. En ciertas ocasiones parecía una simple capa gris oscuro, o negra, pero, si uno la miraba con atención, el gris y el negro se modificaban, veteados de sombras o fundidos en ellas. En otras, daba la impresión de que Lan hubiera horadado de algún modo la noche y se hubiera envuelto los hombros con su oscuridad. Aquella prenda no constituía ni de lejos una visión tranquilizante, y menos sumada al hombre que la llevaba.
Lan era alto y fuerte, ancho de hombros, con unos ojos azules tan gélidos como un lago helado de montaña, y se movía con una gracia fatal que hacía que la espada que pendía de su cadera diera la impresión de formar parte de él. No era solamente que de su aspecto se dedujera que era capaz de obrar con violencia y matar; aquel hombre había amaestrado la violencia y la muerte y se las había guardado en el bolsillo, y estaba listo para soltarlas o abrazarlas en cuanto Moraine se lo indicara. Al lado de Lan, incluso Ino presentaba una apariencia menos imponente. Los largos cabellos del Guardián, que apartaba de la cara una cinta de cuero trenzado, estaban entreverados de canas, pero hombres más jóvenes que Lan rehuían entrar en combate con él… si sabían lo que les convenía.
—La señora Leya ha traído las mismas noticias que habitualmente nos llegan del llano de Almoth —anunció Moraine—. Todos pelean contra todos. Pueblos quemados. Gente huyendo en todas direcciones. Y han aparecido cazadores en el llano, en busca del Cuerno de Valere.
Perrin se movió con inquietud —el Cuerno se hallaba en un lugar donde no lo encontraría ningún cazador que recorriera el llano de Almoth, en un lugar donde esperaba que ningún cazador pudiera encontrarlo—, y la mujer le dirigió una fría mirada antes de proseguir. No le gustaba que ninguno de ellos hablara del Cuerno. Salvo cuando ella decidía hacerlo, por supuesto.
—También ha traído noticias diferentes. Los Capas Blancas tienen destacados aproximadamente cinco mil hombres en el llano de Almoth.
—Debe de ser la jod… —gruñó Ino— …eh, perdón, Aes Sedai. Debe de ser la mitad de sus fuerzas. Hasta ahora nunca se habían concentrado en tan elevado número en un solo lugar.
—Entonces supongo que todos los que se declararon partidarios de Rand estarán muertos o se habrán dispersado —murmuró Perrin—. O pronto lo harán. Teníais razón, Moraine. —No le gustaban los Capas Blancas. No le hacían la más mínima gracia los Hijos de la Luz.
—Eso es lo más extraño —comentó Moraine—, o al menos la primera parte de su estrategia. Los Hijos han anunciado que su propósito es pacificar la zona, lo cual no es raro en ellos. Lo que sí es insólito es que, aunque tratan de forzar la retirada de los taraboneses y domani dentro de los límites de sus respectivas fronteras, no han dedicado ninguna fuerza al hostigamiento de quienes se han declarado seguidores del Dragón.
Min lanzó una exclamación de sorpresa.
—¿Estás segura? Eso no concuerda con la actitud de los Hijos de la Luz.
—No puede haber muchos conden… eh… muchos gitanos en el llano —dijo Ino. Su voz evidenciaba la tensión que le causaba tener que hablar con corrección delante de una Aes Sedai. Su ojo de verdad estaba tan entornado como el pintado—. Tienden a huir de cualquier complicación, en especial de enfrentamientos armados. No debe de haber los suficientes para estar al corriente de lo que ocurre en todas partes.
—Hay los suficientes para mí —aseveró con firmeza Moraine—. La mayoría se han ido, pero unos cuantos se quedaron porque yo se lo pedí. Y Leya está segura. Oh, los Hijos han apresado a algunos de los fieles al Dragón, en los puntos donde sólo se concentraban un puñado de ellos. Sin embargo, y pese a que proclaman que abatirán a ese falso Dragón y que disponen de un millar de hombres que supuestamente no hacen otra cosa más que perseguirlo, evitan todo contacto con cualquier grupo de fieles al Dragón que supere las cincuenta personas. No lo hacen de un modo abierto, claro está, pero siempre se produce un retraso, algo que les permite escapar.
—En ese caso Rand puede ir a las tierras bajas cuando quiera. —Loial miró pestañeando a la Aes Sedai. Todo el campamento estaba enterado de las discusiones que Rand sostenía con ella—. La Rueda le teje un camino.
Ino y Lan abrieron la boca al mismo tiempo, y el shienariano cedió deferentemente la palabra al Guardián.
—Lo más probable —interpretó éste— es que se trate de alguna argucia de los Capas Blancas, aunque juro por la Luz que no entiendo qué se proponen. Pero, cuando los Capas Blancas me ofrecen un regalo, siempre busco la aguja envenenada oculta en él. —Ino asintió lúgubremente—. Aparte de ello —añadió Lan—, los domani y los taraboneses ponen tanto empeño en liquidar a los fieles al Dragón como en matarse entre sí.
—Y hay algo más —agregó Moraine—. En los pueblos cerca de donde han pasado los carromatos de la señora Leya han muerto tres jóvenes. —Perrin advirtió cómo Lan pestañeaba brevemente, gesto que en él era un indicio de sorpresa tan evidente como un grito en otro hombre—. Uno murió envenenado y dos acuchillados. Todos en circunstancias en que nadie debiera haber llegado hasta ellos sin ser visto, pero así ocurrió. —Fijó la vista en las llamas—. Los tres tenían una estatura superior a la media y ojos claros. En el llano de Almoth hay poca gente de ojos claros, pero creo que en estos momentos es muy peligroso ser un joven alto con ojos claros.
—¿Cómo? —inquirió Perrin—. ¿Cómo pudieron matarlos si nadie podía llegar hasta ellos?
—El Oscuro tiene asesinos que nadie ve hasta que es demasiado tarde —explicó quedamente Lan.
—Los Sin Alma —identificó Ino, estremeciéndose—. Nunca oí de un caso en que hubiera llegado uno tan al sur de las Tierras Fronterizas.
—Basta de hablar de ello —zanjó con firmeza Moraine.
Perrin ardía en deseos de hacer más preguntas —«¿Qué diantre son los Sin Alma? ¿Se parecen a los trollocs o a los Fados?»—, pero no alcanzó a formularlas. Cuando Moraine decidía que ya se había dicho todo lo que había que decir sobre un tema, se negaba a hablar más de él. Y, cuando cerraba la boca, no había forma de que Lan abriera la suya. Los shienarianos acataban sus indicaciones. Nadie quería suscitar las iras de una Aes Sedai.
—¡Luz! —murmuró Min, lanzando inquietas ojeadas a la oscuridad que se cerraba en torno a ellos—. ¿No los sentís? ¡Luz!
—De modo que nada ha cambiado —dijo melancólicamente Perrin—. No podemos bajar al llano, y el Oscuro nos quiere ver muertos.
—Todo cambia —sentenció plácidamente Moraine—, y el Entramado lo abarca todo. Debemos cabalgar en el Entramado, no en las mutaciones de un momento. —Los miró a todos, uno a uno, y luego preguntó—: Ino, ¿estáis seguro de que vuestros exploradores no han pasado por alto algún indicio sospechoso? ¿Ni siquiera algo insignificante?
—El señor Dragón Renacido ha desatado los cabos de la certeza, Moraine Sedai, y nunca existe la certeza cuando se lucha contra los Myrddraal, pero, aun a riesgo de mi vida, apostaría a que los exploradores han realizado un trabajo digno de un Guardián.
Aquélla era una de las alocuciones no salpicadas de juramentos más largas que Perrin había escuchado de labios de Ino. El shienariano estaba sudoroso a causa del esfuerzo que le había costado.
—Puede que todos la arriesguemos —dijo Moraine—. Lo que ha hecho Rand podría tener el mismo efecto que una hoguera encendida en la cumbre de una montaña para cualquier Myrddraal que se hallara en un radio de quince kilómetros.
—Tal vez… —apuntó, indecisa, Min—, tal vez deberíais disponer salvaguardas que les impidan el paso. —Lan le asestó una dura mirada. Aun cuando en ocasiones él mismo cuestionaba las decisiones de Moraine, raras veces expresaba objeciones a ellas en presencia de otras personas y no aprobaba que los demás lo hicieran. Min no se dejó amedrentar por él—. Bueno, los Myrddraal y los trollocs son una amenaza terrible, pero al menos puedo verlos. No me gusta la perspectiva de que uno de esos…, esos Sin Alma puedan entrar furtivamente aquí y degollarme sin que yo los perciba siquiera.
—Las salvaguardas que yo dispongo impiden que nos vean tanto los Sin Alma como cualquier otro Engendro de la Sombra —afirmó Moraine—. Cuando uno es débil, como lo somos nosotros, lo mejor que puede hacer normalmente es esconderse. Si hay un Semihombre lo bastante cerca como para haber… Bien, no dispongo de la capacidad para establecer salvaguardas que los maten en caso de que intenten entrar en el campamento, e, incluso si pudiera, tal medida sólo serviría para dejarnos acorralados aquí. Dado que no es posible instaurar dos clases de salvaguarda al mismo tiempo, dejo a cargo de los exploradores y los guardias… y de Lan, nuestra defensa y utilizo la clase de protección que puede sernos más útil.
—Podría dar una vuelta alrededor del campamento —propuso Lan—. Si hay algo ahí afuera que no han advertido los exploradores, yo lo encontraré.
No era una fanfarronada, sino una mera constatación de hechos. Ino incluso realizó un gesto afirmativo en señal de acuerdo.
—Si vas a ser necesario esta noche, mi Gaidin, será aquí —lo disuadió Moraine. Alzó la mirada hacia las oscuras montañas que los rodeaban—. Algo flota en el aire.
—Un compás de espera.
Las palabras brotaron de la garganta de Perrin sin que pudiera impedirlo. Cuando Moraine lo miró —miró a través de él— se arrepintió de haberlas pronunciado.
—Sí —convino—. Un compás de espera. Cercioraos de que vuestros guardias estén especialmente alerta esta noche, Ino. —No había necesidad de sugerir que los hombres durmieran con las armas al alcance de la mano, pues los shienarianos siempre lo hacían—. Que durmáis bien —deseó a todos, como si hubiera la más mínima posibilidad de hacerlo ahora.
Después se alejó hacia su cabaña. Lan se quedó el tiempo suficiente para dar cuenta de tres platos de estofado. Luego se marchó presuroso tras ella y pronto lo engulló la noche. Los ojos de Perrin refulgían con un brillo dorado mientras seguían al Guardián entre las tinieblas.
—Que durmáis bien —murmuró. De repente el olor a comida cocinada le produjo náuseas—. ¿Me toca la tercera guardia, Ino? —El shienariano asintió—. Entonces trataré de seguir su consejo.
Otros hombres acudían a la lumbre del fuego, y los murmullos de la conversación llegaron hasta él mientras subía la cuesta. Tenía una cabaña para él solo, un reducido habitáculo de troncos, con los resquicios tapados con barro, que apenas le permitía caminar erguido dentro. Una tosca cama compuesta por un colchón de ramas de pino y una manta ocupaba la mitad de su superficie. Quienquiera que hubiera desensillado su caballo había dejado también su arco al lado de la puerta. Colgó el cinturón, con el hacha y el carcaj, en un clavo y luego se quitó, estremeciéndose, toda la ropa. Las noches aún eran frías, pero el frío le impedía dormir demasiado profundamente. Con el sueño profundo, acudían a él sueños que no podía ahuyentar.
Durante un rato, permaneció tumbado bajo la manta, con la vista fija en el techo de troncos, temblando. Por fin se quedó dormido y llegaron los sueños.