42 Aligerar el Tejón

Las risas de Zarina, o lo que fuera, pronto quedaron sumergidas en el bullicio de la ciudad, el mismo que Perrin recordaba haber oído en Caemlyn y Cairhien. Los sonidos presentaban una cadencia y un tono distintos aquí, pero en el fondo eran iguales. Botas, ruedas y cascos rozando el tosco e irregular pavimento de tierra, chirridos de ejes de carros y carretas, música, cantos y risas procedentes de posadas y tabernas. Voces. Un murmullo de voces como si hubiera metido la cabeza en una colmena gigante. Una gran ciudad llena de vida.

Proveniente de una calle lateral, oyó el golpeteo de un martillo sobre un yunque y giró inconscientemente los hombros. Añoraba el martillo y las tenazas en sus manos, el metal candente centelleando moldeado por sus golpes. Los sonidos de la herrería se perdieron, sofocados por el traqueteo de vehículos y el parloteo de los tenderos y los viandantes. Bajo los olores a personas y caballerías, a comida frita y horneada y el centenar de perfumes que había identificado como propios de las ciudades advertía los efluvios de las marismas, el aroma a sal y a agua.

Tras la sorpresa inicial que le produjo el primer puente que hallaron en la población, un bajo arco de piedra tendido sobre un curso de agua de unos veinticinco metros de ancho, y tras haber pasado por otros dos similares, cayó en la cuenta de que Illian estaba entrecruzada por igual número de canales que de calles y que el transporte se realizaba tanto por medio de barcazas como de carros. Entre el gentío de las calles se abrían paso, serpenteantes, las sillas de manos y, con menor frecuencia, los lacados carruajes de algún rico mercader o noble, con el timbre o el emblema de su casa pintado en las puertas. Eran muchos los hombres que llevaban unas peculiares barbas sin bigote y las mujeres parecían tener predilección por los sombreros de ala ancha y los pañuelos anudados al cuello.

En cierto momento atravesaron una gran plaza rodeada de colosales columnas de mármol blanco de más de veinticinco metros de altura y tres de grosor que sólo soportaban una guirnalda de ramas de olivo esculpida encima de cada una de ellas. A ambos lados de la explanada se alzaban dos enormes palacios blancos totalmente rodeados de pilares, espaciosos balcones, esbeltas torres y tejados púrpura. A primera vista eran exactamente iguales, pero a poco Perrin advirtió que uno de ellos, cuyas torres quedaban como mucho un metro más bajas, estaba construido a una escala casi imperceptiblemente más reducida.

—El palacio del rey —anunció Zarina a su espalda— y la Gran Sede del Consejo. Dicen que el primer rey de Illian promulgó que el Consejo de los Nueve podía tener el palacio que quisiera, a condición de que no erigieran uno de mayores dimensiones que el suyo. De modo que el Consejo copió exactamente el palacio del rey, pero medio metro más pequeño en cada uno de los tramos. Así han funcionado las cosas en Illian desde entonces. El rey y el Consejo de los Nueve rivalizan entre sí, y la Corporación lucha contra ambos, y, mientras se concentran en sus disputas, el pueblo vive a su gusto, sin nadie que lo vigile demasiado. No es un mal tipo de vida, si uno debe permanecer ligado a una ciudad. Supongo que también te interesará saber, herrero, que ésta es la Plaza de Tammuz, donde yo presté juramento como cazador. Creo que acabaré enseñándote tantas cosas que nadie se fijará en la paja prendida en tu pelo.

Perrin se mordió la lengua y resolvió no volver a contemplar nada con tanto embeleso.

Nadie pareció tomar a Loial como algo fuera de lo común. Unas cuantas personas demoraron la mirada en él y algunos niños los siguieron un rato, pero todo indicaba que los Ogier no eran desconocidos en Illian. Ninguno de los ciudadanos parecía reparar tampoco en el calor.

Por una vez, Loial no dio muestras de complacencia por la naturalidad con que la gente aceptaba su presencia. Las largas cejas le llegaban a las mejillas y tenía las orejas abatidas, aunque Perrin no estaba seguro de si ello no se debía simplemente al bochorno reinante. Él mismo tenía la camisa pegada a la piel a causa del sudor y la humedad del aire.

—¿Temes encontrar otros Ogier aquí, Loial? —preguntó.

Notó que Zarina se agitaba tras él y maldijo su falta de precaución. Se había propuesto dejarle entrever la menor cantidad de información posible, menor incluso de la que Moraine tenía, al parecer, intención de revelarle. De ese modo tal vez se cansara y decidiera irse. «Si Moraine se lo permite ahora. Diantre, no quiero ningún condenado halcón encaramado a mis hombros, ni aunque sea bonita».

—Nuestros picapedreros vienen aquí —asintió Loial con un susurro normal, impropio de un Ogier, que apenas resultó audible para Perrin—. Del stedding Shangtai, me refiero. Fueron albañiles de nuestro stedding quienes construyeron una parte de Illian: el palacio de la Corporación, la Gran Sede del Consejo y algunos otros, y por eso siempre nos mandan a buscar cuando se necesita repararlos. Perrin, si hay Ogier aquí, me obligarán a regresar al stedding. Debí haberlo previsto. Este lugar me produce desasosiego, Perrin. —Agitó las orejas con nerviosismo.

Perrin acercó a Brioso para darle una palmada en el hombro, para lo cual hubo de estirar bien el brazo. Consciente de que Zarina iba montada en la grupa, pensó bien lo que iba a decir.

—Loial, no creo que Moraine permitiera que te llevaran con ellos. Llevas mucho tiempo con nosotros, y parece que quiere que sigas acompañándonos. No dejará que te lleven, Loial.

«¿Por qué no? —se preguntó de repente—. A mí me retiene porque piensa que quizá soy importante para Rand y tal vez para prevenir que cuente lo que sé. Es posible que ésa sea la razón por la que quiere que continúe con nosotros».

—Desde luego que no lo permitiría —convino con voz algo más animada Loial, irguiendo las orejas—. Soy muy útil, en fin de cuentas. Puede que necesite volver a viajar por los Atajos y no podría hacerlo sin mí. —Zarina volvió a revolverse detrás de Perrin, y éste sacudió la cabeza tratando de llamar la atención de Loial. Pero el Ogier no estaba mirando. Parecía que acababa de tomar conciencia de lo que había dicho y había doblado un poco las puntas de las orejas—. Espero que no sea por eso, Perrin. —Paseó la mirada en derredor y volvió a abatir por completo las orejas—. No me gusta este sitio, Perrin.

Moraine pegó su montura a la de Lan y habló en voz baja, pero Perrin logró percibir sus palabras.

—Flota algo maligno en esta ciudad. —El Guardián asintió con la cabeza.

Perrin notó un hormigueo entre los hombros. La Aes Sedai había hablado con tono lúgubre. «Primero Loial, y ahora ella. ¿Qué es lo que yo no veo?» El sol brillaba en los relucientes tejados y arrancaba reflejos en las paredes de pálida piedra. Aquellos edificios daban la impresión de ser frescos en su interior. Eran limpios y luminosos, y lo mismo podía decirse de la gente. La gente…

Al principio no advirtió nada anormal. Hombres y mujeres acudiendo a sus quehaceres, con paso decidido pero más lento de lo que había observado en poblaciones más al norte, cosa que atribuyó al calor y al esplendente sol. Entonces se fijó en un aprendiz de panadero que bajaba por una calle con una gran bandeja de pan recién cocido en la cabeza y una desagradable mueca en la cara; casi enseñaba los dientes. Una mujer examinaba unas coloridas telas frente a la tienda de un tejedor como si estuviera a punto de morder al hombre que las sostenía para que las mirara. Un malabarista instalado en una esquina comprimía las mandíbulas y miraba con odio a los transeúntes que arrojaban monedas al sombrero que tenía delante. No todo el mundo daba esa impresión, pero le pareció que al menos una de cada cinco personas tenía una expresión de ira y de odio. Y no creía que tuvieran siquiera conciencia de ello.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zarina—. Estás tenso. Es como si estuvieras agarrando una piedra.

—Hay algo malo en el ambiente —respondió—. Ignoro qué, pero algo no funciona como debiera. —Loial asintió con tristeza y murmuró algo acerca del procedimiento que utilizarían para obligarlo a regresar.

Los edificios circundantes comenzaron a cambiar a medida que atravesaban Illian. La clara piedra aparecía ahora a menudo sin pulir y las torres y palacios eran reemplazados por posadas y almacenes. Muchos de los hombres que deambulaban por las calles, y algunas de las mujeres, caminaban con un curioso contoneo y todos iban descalzos, detalle éste que él asociaba con los marineros. El olor acre a cieno imperaba sobre los de brea y cáñamo y sobre el aroma a madera, en el que se distinguía el de la recién cortada y la curada. El olor de los canales se había vuelto más pestilente. «Orinales —distinguió, arrugando la nariz—. Orinales y retretes». Sintió náuseas.

—El Puente de las Flores —anunció Lan cuando cruzaron uno de los tantos puentes. Aspiró a fondo—. Y ahora nos encontramos en el Barrio Perfumado. Los illianos son un pueblo poético.

Zarina sofocó una carcajada en la espalda de Perrin.

Como si de improviso se hubiera impacientado con la lentitud del tráfico de Illian, el Guardián los guió con paso rápido por las calles hasta una posada de dos pisos, de tosca piedra veteada de verde y tejado del mismo color. La luz menguaba con el atardecer y el sol poniente ofrecía una tenue tregua, aun cuando el calor siguiera siendo intenso. Los mozos sentados delante del establecimiento acudieron a hacerse cargo de sus caballos. Un moreno chiquillo de unos diez años preguntó a Loial si era un Ogier y cuando éste asintió dijo «Ya me lo parecía» con aire satisfecho. Se llevó la voluminosa montura de Loial, lanzando y recogiendo en el aire la moneda que éste le había dado.

Perrin observó un momento el letrero de la posada antes de entrar. Un tejón con rayas blancas bailaba sobre las patas traseras con un hombre que llevaba algo parecido a una pala de plata. «Aligerar el Tejón», rezaba. «Será alguna novela que no he leído».

En la sala principal había serrín en el suelo y el humo de tabaco impregnaba el aire. También olía a vino, a pescado cocido y un dulzón perfume floral. Las desnudas vigas del techo, rudamente cortadas, estaban oscurecidas por el paso del tiempo. A esa hora de la tarde, los clientes, hombres sencillamente vestidos, algunos descalzos, ocupaban tan sólo una cuarta parte de la capacidad de la sala. Todos estaban arracimados en torno a una mesa en la que una guapa muchacha de ojos oscuros, la que llevaba el perfume, cantaba acompañada de un instrumento de doce cuerdas y bailaba encima de una mesa haciendo ondular la falda. Su holgada blusa blanca tenía un escote extremadamente abierto. Perrin identificó la melodía, La danzarina, pero la letra que cantaba la joven no era la misma que él conocía.

Una chica lugareña se vino a la ciudad, a ver qué había.

Con un guiño y la sonrisa que tenía

enamoró a un joven, o a tres sería.

Con tan finos tobillos y piel de cerería

conquistó a un capitán, la arpía.

Con un suspiro y riendo, niña mía,

se fue, libre, que mundo ancho había.

Inició otra estrofa y, cuando Perrin cayó en la cuenta de su sentido, se le acaloró la cara. Pensaba que nada podía escandalizarlo después de haber visto bailar a las gitanas, pero ellas solamente insinuaban ciertas cosas, mientras que aquella muchacha las cantaba sin tapujos.

Zarina movía, sonriente, la cabeza al compás de la música. Su sonrisa se ensanchó al mirarlo.

—Vaya, campesino, no creo que haya conocido nunca a un hombre de tu edad que todavía se ponga colorado.

La miró con rabia y a duras penas se contuvo para no decirle algo que habría sido una estupidez. «Esta condenada mujer me ataca los nervios. ¡Luz, apuesto a que piensa que nunca he besado a una chica!» Intentó no escuchar el resto de la canción. Si no podía disipar el sonrojo de su cara, era seguro que Zarina aprovecharía para mofarse de él otra vez.

La propietaria, una voluminosa y obesa mujer con un grueso moño en la nuca que olía a jabón, había mostrado cierto estupor en el momento en que habían entrado, pero pronto se había recobrado y había acudido, solícita, hacia Moraine.

—Señora Mari —la saludó—, no pensaba veros aquí hoy. —Vaciló, mirando a Perrin y Zarina y lanzó una ojeada a Loial que no fue, empero, tan escrutadora como la dirigida a ellos. En realidad se le había iluminado la mirada al ver al Ogier, pero su atención se centraba realmente en la «señora Mari»—. ¿No han llegado a buen puerto mis palomas? —inquirió, bajando la voz. A Lan parecía aceptarlo como parte integrante de Moraine.

—Estoy convencida de que sí, Nieda —aseguró Moraine—. Aunque he estado ausente, estoy segura de que Adine ha anotado todo cuanto habéis informado. —Desvió los ojos hacia la muchacha que cantaba en la mesa sin dar muestras de desaprobación ni de complacencia en el semblante—. El Tejón era mucho más tranquilo la última vez que estuve aquí.

—Sí, señora Mari, así es. Pero parece que esos brutos aún no se han recuperado del invierno. No había tenido ni una pelea en el Tejón durante diez años, hasta finales del invierno pasado. —Señaló con la cabeza el único hombre que no estaba sentado cerca de la cantante, un individuo aun más fornido que Perrin que, plantado de brazos cruzados al lado de la pared, seguía el compás de la música con el pie—. Incluso Bili tenía dificultades para sofocarlas, de manera que empleé a la chica para que les quitara la ofuscación de las mentes. Es de un pueblo de Altara. —Ladeó la cabeza para escuchar—. Tiene una bonita voz, pero yo cantaba mejor, y bailaba mejor también, cuando tenía su edad.

Perrin quedó perplejo ante la noción de que aquella oronda matrona pudiera brincar encima de una mesa, cantando esa canción, a la que prestó de nuevo oídos: «No llevaré ropa ninguna. Ninguna…», hasta que Zarina le dio un fuerte codazo en las costillas. Soltó un gruñido.

—Te prepararé una mezcla de miel y azufre para esa garganta, chico —se ofreció Nieda—. No querrás pillar un resfriado antes de que se caldee el tiempo, teniendo a una muchacha tan hermosa colgada del brazo.

Moraine lo acusó con la mirada de interferir en su conversación.

—Es extraño que hayáis permitido peleas en vuestro establecimiento —comentó—. Recuerdo bien cómo vuestro sobrino las atajaba. ¿Ha sucedido algo que volviera más irritable a la gente?

—Tal vez —respondió Nieda tras meditar un instante—. Es difícil de decir. Los señoritingos jóvenes siempre bajan a los muelles en busca de las juergas y las mozas que no se les permite disfrutar en los barrios donde el aire huele más limpio. Quizás ahora vienen más a menudo, desde que empezó a recrudecerse el invierno. Quizás. Y a otros les dio por regañar con más frecuencia entre sí, también. Ha sido un duro invierno, y eso agria tanto el temperamento de los hombres como de las mujeres. Toda esa lluvia y ese frío… Si hasta encontré hielo en mi jofaina una mañana. No fue tan duro como el invierno anterior, por supuesto, pero ése fue un invierno como no se dan dos en mil años. Poco me faltó para creer esas patrañas que cuentan los viajeros de que cae agua helada del cielo. —Emitió una risita, extraña en una mujer tan gruesa, para demostrar el poco crédito que daba a tal idea.

«¿No cree que exista la nieve?», pensó con asombro Perrin. Bien mirado, no era tan descabellado si tenía en cuenta que consideraba frío el tiempo que hacía entonces.

Moraine inclinó pensativamente la cabeza y la capucha le ocultó el rostro.

La muchacha de la mesa inició una nueva estrofa, y Perrin no pudo sustraerse a la tentación de escucharla. Aunque nunca había oído hablar de una mujer que hiciera cosas remotamente parecidas a las que enunciaba en su canto, suscitó su interés. Advirtió que Zarina lo miraba y trató de simular que no escuchaba.

—¿Qué ha ocurrido de particular en Illian en los últimos tiempos? —preguntó al cabo Moraine.

—Supongo que puede considerarse algo fuera de lo común la ascensión de lord Brend al Consejo de los Nueve —repuso Nieda—. Así la Fortuna me pinche con su aguijón, no recuerdo haber oído jamás su nombre antes del invierno, pero llegó a la ciudad, procedente de algún sitio cercano a la frontera con Murandy, según se rumorea, y al cabo de una semana ya lo habían aceptado en el Consejo. Dicen que es un buen hombre, y el más poderoso de los Nueve, que todos acatan su liderazgo, aunque sea el más nuevo y el menos conocido, pero yo a veces tengo sueños extraños en los que aparece él.

Moraine había abierto la boca —para decirle a Nieda que su pregunta se refería a los últimos días, imaginó Perrin— pero titubeó un segundo y en su lugar inquirió:

—¿Qué clase de extraños sueños, Nieda?

—Oh, tonterías, señora Mari. Sólo tonterías. ¿De veras queréis que os lo cuente? Sueños en los que veo a lord Brend caminando en sitios extraños, en puentes colgantes. Son bien brumosos esos sueños, pero casi cada noche se repiten. ¿Habéis oído nunca algo semejante? ¡Sandeces, la Fortuna me clave su aguijón! De todas formas, es muy raro porque Bili dice que sueña lo mismo que yo. Seguramente oye cómo son los míos y los copia. Bili no es una persona muy inteligente, a veces.

—Tal vez seáis injusta con él —murmuró Moraine.

Perrin dirigió la mirada a su oscura capucha. Su voz se notaba alterada, incluso más que en la ocasión en que había creído que había surgido otro falso Dragón en Ghealdan. Él no percibía el olor del miedo, pero… Moraine estaba asustada, lo cual era mucho más terrorífico que verla enojada. Podía imaginarla enfadada, pero no alcanzaba a concebir la idea de que algo la amedrentara.

—Estoy divagando —se reprochó Nieda, golpeándose el moño—. Como si mis extravagantes sueños fueran importantes. —Volvió a lanzar una risita, más breve esta vez, dando a entender que aquello no era tan estrafalario como creer en la nieve—. Parecéis cansada, señora Mari. Os acompañaré a vuestras habitaciones. Y después os serviré una buena cena con pescado fresco.

—Habitaciones —dijo Moraine—. Sí. Tomaremos habitaciones. La comida puede esperar. Barcos. Nieda, ¿qué barcos parten para Tear? A primera hora de la mañana. Hay algo que debe hacerse esta noche. —Lan la miró ceñudo.

—¿Para Tear, señora Mari? —Nieda se echó a reír—. Ninguno hace el recorrido hasta Tear. Los Nueve prohibieron hace un mes que cualquier barco navegara hasta Tear, ni que viniera aquí ninguno de Tear, aunque no creo que los Marinos se atengan a lo ordenado. Pero no hay ninguna embarcación de los Marinos en el puerto. Es bien raro. El mandato de los Nueve, quiero decir, y el silencio del rey al respecto, cuando siempre hace oír su voz si dan siquiera un paso sin que él se ponga a caminar primero. O quizá no sea exactamente eso. Todo el mundo habla de una guerra con Tear, pero los marineros y los carreteros que llevan provisiones al ejército dicen que los soldados tienen puestas sus miras en el norte, en Murandy.

—Las sendas de la Sombra son enrevesadas —sentenció, tensa, Moraine—. Haremos lo que debemos. Las habitaciones, Nieda. Y después tomaremos la cena.

El dormitorio de Perrin era mucho más acogedor de lo que había esperado a raíz del aspecto que presentaba el resto del Tejón. La cama era amplia y el colchón, mullido. La puerta estaba hecha con tablillas inclinadas, y, cuando abrió las ventanas, la brisa entró trayéndole los olores del puerto. Y también algo de los canales, pero resultaba cuando menos refrescante. Colgó la capa en un clavo junto al hacha y la aljaba y apoyó el arco en un rincón. Lo demás lo dejó en las alforjas, previendo que la noche sería tal vez agitada.

Si Moraine había dejado traslucir temor antes, éste no había sido nada en comparación con la sensación que le había producido al decir que algo debía hacerse esa noche. Entonces, por un instante, el olor a miedo había emanado de ella como de una mujer que anunciara que iba a introducir la mano en un nido de avispas y aplastarlas sin guantes siquiera. «¿Qué demonios se propone? Si Moraine está asustada, yo debería estar aterrorizado».

No lo estaba, advirtió; ni aterrorizado ni atemorizado siquiera. Se sentía… excitado. Dispuesto, casi ansioso, porque algo ocurriera. Determinado. Reconocía aquellos sentimientos. Eran los mismos que experimentaban los lobos justo antes de pelear. «¡Condenación, más me valdría tener miedo!»

Cuando volvió a la sala, únicamente había bajado Loial. Nieda les había preparado una amplia mesa, con sillas de respaldo de cuero en lugar de bancos, y hasta había encontrado una de dimensiones acordes a las de un Ogier. La muchacha cantaba al otro lado de la estancia una canción que hablaba de un rico mercader que acababa de perder de manera un tanto estrafalaria su tiro de caballos y por algún motivo había decidido tirar él mismo de su carruaje. Los hombres que escuchaban a su alrededor estallaron en risas. En las ventanas la oscuridad avanzaba más deprisa de lo que había previsto, y en el aire se percibía un olor que auguraba lluvia.

—Esta posada tiene una habitación para Ogier —anunció Loial cuando Perrin tomó asiento—. En todas las posadas illianas tienen una, por lo visto, con la esperanza de atraer clientes Ogier cuando vienen los albañiles. Nieda asegura que es síntoma de buena suerte tener un Ogier bajo el propio techo. No creo que consigan muchos, porque los picapedreros siempre se alojan juntos cuando salen a trabajar al Exterior. Los humanos son muy atolondrados, y los Mayores temen que en un arrebato de genio alguien nos ataque. —Miró a los parroquianos que rodeaban a la cantante como si recelara de ellos, con orejas nuevamente gachas.

El rico mercader estaba perdiendo ahora su carruaje, lo cual provocaba grandes risotadas entre el público.

—¿Has averiguado si hay algún Ogier del stedding Shangtai en Illian?

—Los había, pero Nieda ha dicho que se marcharon durante el invierno, sin haber concluido el trabajo. No lo comprendo. Los albañiles no habrían dejado las obras por acabar a no ser que no les pagaran, y Nieda sostiene que no fue ése el caso. Una mañana habían desaparecido simplemente, aunque alguien los vio caminando de noche por el camino de Maredo. Perrin, no me gusta esta ciudad. No sé por qué, pero me produce… inquietud.

—Los Ogier —observó Moraine— son perceptivos para ciertas cosas.

Todavía tenía la cara tapada, aunque esta vez con una capa de lino azul oscuro que al parecer Nieda había enviado a alguien a comprar. El olor a miedo se había disipado en ella, pero su voz sonaba sometida a un férreo control. Lan le sostuvo la silla con preocupación patente en el semblante.

Zarina fue la última en bajar, retocándose con los dedos el pelo recién lavado. El aroma a hierbas era más intenso a su alrededor. Fijó la vista en el plato de pescado que Nieda había traído a la mesa y murmuró entre dientes:

—Detesto el pescado.

La corpulenta mujer había traído toda la comida en un carrito con estantes, que tenía restos de polvo, como si lo hubieran rescatado precipitadamente del desván en honor de Moraine. La vajilla era, asimismo, de porcelana de los Marinos, aunque desportillada.

—Come —indicó Moraine, mirando directamente a Zarina—. Recuerda que cualquier comida puede ser la última. Elegiste viajar con nosotros y en consecuencia comerás pescado esta noche. Mañana puede que mueras.

A Perrin no le eran familiares los redondeados peces blancos con rayas rojas, pero su olor le resultó agradable. Se sirvió un par de ellos y luego sonrió a Zarina con la boca llena. Su sabor, ligeramente sazonado, era también agradable. «Cómete tu repugnante pescado, halcón», la urgió mudamente, advirtiendo, por su expresión, que Zarina le habría arrancado los ojos con gusto.

—¿Queréis que haga parar a la cantante, señora Mari? —inquirió Nieda mientras depositaba en la mesa escudillas con guisantes y una especie de gachas amarillas—. Para que podáis comer con tranquilidad…

Moraine mantuvo la mirada fija en el plato y no dio señales de haberla oído.

Lan prestó oído a la canción —el mercader había perdido, sucesivamente, el carruaje, la capa, las botas, su oro y el resto de la ropa y ahora forcejeaba con un cerdo, intentando derribarlo para comérselo para cenar— y sacudió la cabeza.

—No nos molestará. —Pareció a punto de sonreír, antes de posar la mirada en Moraine. Entonces la preocupación volvió a asentarse en su semblante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zarina, que aún no había probado el pescado—. Sé que algo va mal. No había visto tanta expresión en vuestra cara, semblante pétreo, desde que os conozco.

—¡Nada de preguntas! —espetó Moraine—. ¡Sabrás sólo lo que yo te diga!

—¿Y qué vais a decirme? —inquirió Zarina.

—Cómete el pescado —contestó, sonriendo, la Aes Sedai.

La cena se desarrolló en un silencio casi completo, sólo turbado por las canciones que sonaban en el otro extremo de la sala. Había una sobre un rico potentado cuya esposa e hijas ponían en ridículo una y otra vez sin hacer siquiera mella en sus aires de autosuficiencia, otra que hablaba de una joven que decidía dar un paseo sin ropa y una que relataba las desventuras de un herrero que acababa herrándose a sí mismo en lugar de al caballo. Zarina casi se atragantó riendo al escuchar esta última, se distrajo lo bastante como para llevarse un bocado de pescado a la boca y de repente puso una mueca como si estuviera paladeando barro.

«No voy a reírme de ella —resolvió Perrin—. Le enseñaré modales por más risible que sea su comportamiento».

—Están exquisitos, ¿verdad?

Zarina le dirigió una amarga mirada y Moraine lo miró con mala cara por interrumpir sus reflexiones, y ésa fue toda la conversación.

Nieda estaba retirando los platos y distribuyendo un surtido de quesos en la mesa cuando un hedor a malevolencia erizó el vello de la nuca de Perrin. Era un olor a algo que no debería existir y que ya había percibido antes en dos ocasiones. Miró inquieto en derredor.

La muchacha seguía cantando para el puñado de espectadores, varios hombres atravesaban la sala procedentes de la puerta y Bili continuaba apoyado en la pared moviendo el pie al ritmo de la música. Nieda se toqueteó el moño, observó brevemente la estancia y se volvió para llevarse el carrito.

Volvió la mirada hacia sus compañeros. Como de costumbre, Loial había sacado un libro del bolsillo de la chaqueta y parecía haber olvidado dónde se encontraba. Zarina, que hacía girar distraídamente una bola de queso, los miraba alternativamente, con disimulo, a él y a Moraine. Eran, no obstante, Lan y Moraine las personas que en realidad le interesaban. Ellos podían detectar a un Myrddraal, un trolloc o cualquier Engendro de la Sombra en un radio de unos centenares de metros, pero la Aes Sedai tenía la mirada perdida y el Guardián cortaba un pedazo de amarillento queso con la vista pendiente de ella. Sin embargo, el olor a maldad flotaba allí, igual que en Jarra y en Remen, y esta vez era persistente. Parecía emanar de algo que se hallaba en la sala.

Volvió a examinar la estancia: Bili junto a la pared, varios hombres caminando, la chica cantando en la mesa, los hombres que reían sentados en torno a ella. «¿Hombres caminando?» Los observó con más detenimiento. Seis individuos de rostro anodino que se dirigían al sitio donde estaba sentado él. De rostros muy anodinos. Se disponía a volver a inspeccionar a los clientes que escuchaban a la muchacha cuando de improviso tuvo la certeza de que la pestilencia procedía de aquellos seis hombres. En un abrir y cerrar de ojos empuñaron dagas en las manos, como si se hubieran percatado de que los había visto.

—¡Llevan cuchillos! —rugió, arrojándoles la bandeja de quesos.

La confusión se adueñó de la sala. Los hombres gritaban, la cantante chillaba, Nieda llamaba a Bili; todo sucedía a un tiempo. Lan se levantó de un salto, de la mano de Moraine brotó una bola de fuego, Loial levantó la silla a modo de garrote y Zarina se hizo a un lado, maldiciendo. Ella también empuñaba un cuchillo, pero Perrin estaba demasiado ocupado para reparar en detalle en lo que hacían los demás. Daba la impresión de que aquellos tipos iban directos a él, y su hacha estaba colgada de un clavo en su habitación.

Agarró una silla, le arrancó una gruesa pata que se prolongaba hasta el respaldo y, lanzando el resto del asiento a los hombres, se dispuso a defenderse con la larga e improvisada cachiporra. Trataban de llegar hasta él con sus armas al desnudo, como si Lan y los otros fueran meros obstáculos en su camino. Entre aquel amasijo de cuerpos sólo consiguió contener las cuchilladas, pues sus golpes amenazaban con herir tanto a Lan, Loial y Zarina como a sus seis atacantes. Vio de soslayo que Moraine se apartaba con expresión contrariada; entre aquella barahúnda no podía hacer nada sin poner en peligro a sus amigos. Ninguno de los intrusos le dedicó siquiera una mirada; no se interponía entre ellos y Perrin.

Jadeante, logró golpear en la cabeza a uno de los individuos con tal violencia que oyó el crujido de los huesos, y de pronto cayó en la cuenta de que todos estaban en el suelo. Se le antojaba que había transcurrido un cuarto de hora o más, pero vio que Bili interrumpía su carrera, moviendo con aspaviento las manos al ver a los seis muertos. Bili no había tenido tiempo de sumarse a la refriega.

Con una expresión más lúgubre de lo habitual, Lan comenzó a registrar minuciosamente los cadáveres, si bien con una celeridad que delataba su aversión. Loial, que todavía tenía la silla en alto, dio un respingo y la bajó con una sonrisa de embarazo. Moraine observaba a Perrin, igual que Zarina, que arrancaba su cuchillo del pecho de uno de los muertos. Aquel hedor a maldad había desaparecido, como si hubiera muerto con ellos.

—Hombres Grises —dijo quedamente la Aes Sedai—, e iban tras de ti.

—¿Hombres Grises? —Nieda soltó una sonora y a la vez nerviosa carcajada—. Vaya, sólo os falta decir que creéis en ogros y cocos y en Buscadores, y en el Viejo Siniestro corriendo con los perros negros en la Cacería Salvaje.

Algunos de los hombres que escuchaban las canciones se echaron a reír también, si bien las miradas que dirigían a Moraine eran tan aprensivas como las dedicadas a los cadáveres. La cantante miraba, asimismo, a Moraine, con ojos desorbitados. Perrin recordó aquella única bola de fuego, antes de que todo se volviera demasiado confuso. Uno de los Hombres Grises tenía un aspecto algo chamuscado y desprendía un nauseabundo olor a quemado.

—Un hombre puede seguir la senda de la Sombra —declaró con calma la Aes Sedai, volviéndose hacia la gorda posadera— sin ser un Engendro de ella.

—Oh, sí, Amigos Siniestros. —Nieda apoyó las manos en sus generosas caderas y observó ceñuda los cadáveres. Lan, que había finalizado su registro, lanzó una mirada a Moraine y sacudió la cabeza como si verdaderamente no hubiera esperado encontrar nada—. Lo más probable es que fueran ladrones, aunque no sé de ningún caso en que tuvieran la osadía de entrar directamente en una posada. Hasta ahora no había tenido ningún muerto en el Tejón. ¡Bili! Llévate esto, tíralo al canal, y cambia el serrín. Por la puerta trasera, ¿eh? No quiero que la Guardia venga a husmear al Tejón.

Bili asintió, ansioso por ser útil tras lo ocurrido sin su intervención. Agarró por el cinturón a un muerto en cada mano y se los llevó hacia la cocina.

—Aes Sedai —dijo la artista de oscuros ojos—, no pretendía ofenderos con mis vulgares cancioncillas. —Se tapaba el generoso escote con las manos—. Puedo cantar otras si lo deseáis.

—Canta lo que quieras, muchacha —le respondió Moraine—. La Torre Blanca no está tan aislada del mundo como al parecer creéis, y he escuchado canciones más soeces que las tuyas.

Con todo, no parecía complacerle el hecho de que todos supieran ahora que era una Aes Sedai. Miró a Lan, se ajustó la capa de lino y se encaminó a la puerta.

El Guardián se fue presuroso a cortarle el paso y los dos se pusieron a hablar en voz baja delante de la puerta, pero Perrin oyó tan claro lo que decían como si hubieran susurrado justo a su lado.

—¿Vas a irte sin mí? —dijo Lan—. Me comprometí a mantenerte sana y salva, Moraine, cuando me vinculé a ti.

—Siempre has sabido que existen peligros contra los que nada puedes hacer, mi Gaidin. Debo ir sola.

—Moraine…

—Obedéceme, Lan —lo interrumpió—. Si fracaso, lo sabrás, y estarás compelido a regresar a la Torre Blanca. No cambiaría eso ni aunque tuviera tiempo. No quiero que perezcas en un vano intento de vengar mi muerte. Llévate a Perrin contigo. La Sombra me ha dado a conocer, si bien de manera imprecisa, su importancia en el Entramado. He sido una necia. Rand es un ta’veren tan poderoso que pasé por alto el sentido que pueda tener la existencia de otros dos próximos a él. Con Perrin y Mat, la Amyrlin podrá influir tal vez en el curso de los acontecimientos. Estando Rand fuera de control, así habrá de ser. Explícale lo ocurrido, mi Gaidin.

—Hablas como si ya hubieras muerto —observó rudamente Lan.

—La Rueda gira según sus designios, y la Sombra oscurece el mundo. Sigue mis indicaciones, Lan, como juraste hacer. —Dicho esto, salió.

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